"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)1La En esta ocasión el vuelo duraría varias horas, para recorrer una distancia que a pie nos hubiera llevado varias jornadas. Diez almocadenes almogávares, entre los que estaban Sausi Crisanislao y Ricard de Ca n', realizarían el vuelo junto a una pequeña falange formada por veinte Viajarían también el propio Ibn-Abdalá, y cinco sarracenos que afirmaban conocer la región tan bien como el – La idea -me había explicado Neléis-, es experimentar las reacciones de los hombres al viajar a bordo de una nave voladora, además de comprobar el funcionamiento y la respuesta de la propia Es posible, y yo no dudaba de que aquello tuviera su lógica, pero hubiera deseado no ir. Aún me asustaban aquellos gigantescos leviatanes voladores y, lo que era más importante, llevaba varios días estudiando y dibujando uno a uno todos los componentes de la maravillosa Pero Joanot me convenció: – Los almocadenes que irán a bordo de ese barco volador te necesitan, Ramón. – ¿A mí? -Me extrañaron sus palabras. – Precisamente a ti. Tú nos has traído hasta aquí; eso lo saben todos y confían en ti, anciano. Son unos hombres valientes, bien lo sabes, pero no es un secreto que ese viaje les asusta mortalmente. – Lo entiendo, porque a mí también me asusta. – Es normal, no parece una forma natural de viajar, parece cosa de brujas, pero si no es con esos navíos mágicos, no podremos alcanzar el – ¿Aunque esté completamente aterrorizado? Joanot de Curial rió con ganas. – Tú siempre pareces mortalmente asustado, anciano, pero te meterías de cabeza en un volcán si creyeras que eso iba a servir para algo. De modo que no tenía muchas opciones, pensé mientras me echaba hacia atrás para contemplar la enorme envergadura del aeróstato. Había sido sacado del interior del tinglado por un numeroso grupo de hombres que lo sujetaban y dirigían con ayuda de unas largas cuerdas, hasta que su proa quedó sujeta a una especie de torreta de madera. Estaban probando la máquina de vapor, y pude ver los dobles chorros de vapor surgir de los costados de la nave, exactamente igual que si de un leviatán se tratase. Tenía que admitirlo una vez más: aquella máquina me daba pavor. Vi entonces al grupo de almogávares con Ricard y Sausi a la cabeza. Aunque intentaban demostrar valor, los conocía lo suficiente como para ver el miedo que les embargaba. Miraban la gigantesca nave flotante y hacían chistes para ahuyentar sus temores. Llegué a oír a uno de ellos comparar el tamaño de la Los sarracenos formaban un compacto grupo un poco más allá. También observaban el aeróstato, pero ninguno de ellos reía. Hablaban su lengua en voz baja, y cuando me acerqué, enmudecieron. Ibn-Abdalá me salió al paso. – ¿Tú también vendrás con nosotros? -me preguntó el – Eso parece -le respondí, mirando de reojo a los otros cinco sarracenos. Y añadí al cabo de un instante-: tu información sobre los tártaros en Samarcanda ha resultado valiosa para los ciudadanos. Te están muy agradecidos. Ibn-Abdalá hizo un gesto de desinterés. – Tan sólo dije la verdad. – ¿Has cambiado de opinión sobre los apeironitas? – Sólo intento colaborar -dijo rápidamente el – No pareces preocupado por subir a bordo de esa máquina -observé. El sarraceno se volvió a mirarla antes de contestar. – No va a ser la primera vez, Amanecía cuando llegó un vehículo de vapor arrastrando un flotador con los Sus armaduras les cubrían todo el cuerpo y eran de un vivo color escarlata. No parecían estar hechas de metal, sino de algún material semejante a la cerámica o al cristal, pero tan fuerte como el acero y tan ligero como la madera. Cuando pregunté sobre este material a la capitana de la falange -una altísima mujer de nombre Mirina-, ésta me explicó que, al igual que los falsos cristales de los aeróstatos, se trataba de un material sintetizado a partir del El yelmo de aquellos soldados parecía una cabeza de dragón con las fauces abiertas. La visera era de un material semejante al del resto de la armadura, pero transparente también como el cristal. Según afirmaba Mirina, protegía perfectamente los ojos del fuego y el calor. Los Pero ésta no era la única arma de los Pregunté a Mirina por la utilidad de aquellas lanzas, y la capitana preparó cuidadosamente su arma y, dirigiendo el extremo del cuchillo hacia arriba, hizo fuego. El estampido sobresaltó a los almogávares y a los sarracenos, pero no a mí que durante los preparativos del disparo había adivinado de qué se trataba. ¡Por fin algo cuyo origen podía comprender! Aquella lanza era una especie de diminuto – A esto lo llamamos Mirina tendría poco más de treinta años. Alta, fuerte y silenciosa, como casi todos los apeironitas que había conocido hasta entonces. Lucía una corta melena negra al estilo griego, y parecía una amazona salida de algún antiguo poema. El resto de los Ordenadamente, todos subimos a bordo del aeróstato. Uno de los aeronautas, que vestían una especie de largo guardapolvo gris, vino a mi encuentro y me invitó a presenciar el desamarre desde el puente. Seguí al hombre de gris a través de la bodega y descendí por la escalerilla hasta la barcaza situada bajo la proa de la En el puente, Vadinio me fue presentando al segundo capitán, que era una mujer joven cuyo nombre era Calionira; al piloto, un muchacho llamado Melampo; y al operador del telecomunicador, un hombre de edad madura, con pelo y barba completamente blancos pero de complexión recia, de nombre Frixo. Los otros seis aeronautas de la – Es un momento emocionante -me dijo Vadinio-, pero no hay motivos para la preocupación; estos aparatos están sobradamente probados. Yo fingí que estas palabras me habían tranquilizado por completo, y me concentré en las maniobras de desamarre. A través de las amplias cristaleras del puente vi cómo un hombre, que se había encaramado en la torre de madera, desenganchaba la proa de la Sentí la desagradable sensación de que mi estómago se había escurrido hasta mis pies, y busqué desesperadamente un punto de apoyo al que agarrarme. El murmullo de angustia que me llegó desde la bodega me demostró que, al menos almogávares y sarracenos, estaban pasando por la mismas sensaciones que yo. Tragándome el miedo, ojeé a través de los ventanales. El suelo del desierto, y el techo curvo del tinglado, se alejaban a toda velocidad. Tragué saliva. – Si Dios hubiese querido que el hombre volara… -empecé a decir. – Nos habría dado alas -completó Vadinio con una sonrisa. Para el genovés todo aquello debía de ser muy divertido, consideré-. Pero nosotros somos ahora más ligeros que el aire, no te preocupes porque no podemos caer. El genovés le ordenó al timonel que sobrevolara Apeiron, y la nave empezó a girar elegantemente en el cielo. Vimos acercarse la ciudad desde lo lejos, como un puñado de joyas derramadas sobre las arenas del desierto. Los grandes toldos cónicos brillaban al temprano sol con una blancura deslumbrante, y sus sombras se alargaban sobre las dunas. Distinguí el estrecho camino de hierro, delgado como una línea, que llevaba hasta el tinglado; y por él vi circular uno de los vehículos de vapor, arrastrando un flotador, que ahora parecía diminuto, de camino hacia la ciudad. Debía de ser el que había llevado a los Apeiron estaba rodeada por un cinturón de campos de cultivo que desde el aire destacaban como una diana de verde violento sobre las arenas amarillas. El verde no era uniforme, sino que formaba parches de diferente tonalidad dependiendo del tipo de cultivo que se desarrollaba en cada zona. Dispuestos en círculos concéntricos en torno a la ciudad, protegidos por aquellos enormes toldos y cuidados por una legión de campesinos que utilizaban carros, impulsados por vapor, para labrar la tierra; y que eran regados por un sistema maravilloso en el que miles de delgadas conducciones de cobre llevaban el agua, gota a gota, hasta las mismas raíces de las plantas, sin que se perdiera ni se desperdiciara nada; sin que crecieran malas hierbas entre ellas. La Observé la brújula, y comprobé que nuestra dirección era jaloque. – ¿Qué es eso? – pregunté a Vadinio, señalando el sendero verde. – Las conducciones del suministro de agua discurren por ahí -me explicó el viejo navegante-. Esos hierbajos crecen gracias a la humedad que escapa de las tuberías. Son hierbajos muy resistentes, capaces de medrar en esas arenas salinas. Pregunté de dónde venían esas conducciones, pues era evidente que en Apeiron se consumía una enorme cantidad de agua, no sólo para el uso personal de los ciudadanos, sino para mantener en marcha todas aquellas máquinas de vapor. Pero yo había pensado, desde un primer momento, que el agua provendría de algún pozo subterráneo situado bajo la ciudad, y nunca me había vuelto a plantear aquella cuestión. – De la – No -negué. – En ese caso te asombrará verla. Es la obra de ingeniería de la que los apeironitas se sienten más orgullosos. Y por el tono que Vadinio había empleado pensé que, quizá, después de todo, el viaje iba a valer la pena. |
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