"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)1El Palacio Imperial de Constantinopla tenía la brutal suntuosidad de una alucinación. Todo en él era rebuscado y desorbitado, con gigantescas salas de mármol, jaspes y cuarzos contrastando con la brillante policromía de los mosaicos de fondo azul y motivos dorados en lucha cromática; matizados por la luz filtrada por el alabastro, que impregnaba todo de un tono ocre mate. Los techos de las salas, recargados, castigados por el peso de los adornos, se desplomaban sobre columnas con bellos capiteles. Chambelanes y altos dignatarios, embutidos en seda y envueltos en bordados de oro, se arrastraban chispeantes, como gusanos luminosos, por sus salones y pasillos. Aquella mañana del año de Nuestro Señor de mil trescientos dos, yo, Ramón Llull había atravesado las calles de Constantinopla escoltado por una docena de fieros almogávares, vestidos con pieles de bestias y cargados de armas. El contraste podía resultar divertido. Constantinopla era una abigarrada aglomeración, con una saturada y penetrante mezcla de olores; una enorme ciudad retorcida y cenagosa, con viejas y miserables chozas de madera recostadas contra las paredes de impresionantes palacios de mármol. Con una absurda mezcla de refinamiento y suciedad, la brillante seda de los trajes de los cortesanos que detenían su paso para observarnos, estaba salpicada, en sus bajos, de barro y de las heces de los perros vagabundos que nos ladraban lúgubremente. Un tieso chambelán me esperaba en una de las entradas del Palacio, y me guió, en silencio, a través de aquellos enormes cajones arquitectónicos. En la desproporción de líneas y de perspectivas, aquel servidor imperial que me precedía, autocomplacido y emperifollado, era sólo una brizna rutilante, una piedrecita del enorme mosaico que me rodeaba. Descendimos a través de unas escalinatas cada vez más oscuras hasta el último y más profundo socavón lateral del Palacio. Nos vimos rodeados por paredes mohosas, rezumantes de humedad y olor a fiebre. Pregunté al chambelán dónde me conducía; a lo que él respondió simplemente: – Ya estamos cerca, Quise saber por qué el capitán Roger de Flor me había citado en tan apartado lugar: Y se limitó a responder que «así lo había ordenado el condotiero en persona». Todo aquello era muy extraño; pero qué podía hacer yo excepto seguir dócilmente al chambelán que portaba la única fuente de luz. Ya era tarde para lamentaciones, pero ¿cómo me había metido en algo así? Había pasado un año olvidado en Chipre, intentando encontrar una nave que me condujera a Tierra Santa, cuando un almogávar se presentó en la fortaleza de la Orden del Temple en Limasol, donde yo era huésped, y me transmitió la invitación de su señor, el megaduque Roger de Flor, de asistir a su boda con la princesa doña María, sobrina de xor Andrónico Paleólogo, Emperador del Sacro Imperio Romano. Yo rehusé, alegando asuntos de mayor interés que requerían mi atención más inmediata, pero el almogávar sacudió torvamente la cabeza y dijo: «Vendrás con nosotros a Constantinopla. Mi señor es conocedor de tu deseo de viajar a Tierra Santa, y me ha puesto a mí, y a su nave insignia, la – Hemos llegado -anunció, de repente el chambelán. Se habían detenido frente a una enorme y vieja puerta de roble montada sobre mohosos goznes de hierro toscamente trabajados. Sobre el arco de la puerta distinguí una inscripción tallada en piedra y casi borrada por el paso de los años. Estaba escrita en dialecto jonio, y decía: «Tú has respondido a los que te han llamado. Tú has visto la altura y la profundidad, lo lejano y lo cercano, lo escondido y lo evidente. Y ellos conocen bien la utilidad de tus cálculos». Sentí un estremecimiento que recorría todo mi cuerpo; como si aquellas palabras tocaran alguna profunda fibra de mi alma. De algún modo era como si el desconocido autor de aquellas frases, muerto quizá siglos atrás, me hablara desde la distancia del tiempo. Sobre esta inscripción, había sido tallada una media luna y una estrella de siete puntas encerradas dentro de un círculo. El chambelán empujó la hoja de la puerta, y se abrió sin demasiados chirridos, lo que parecía indicar que había sido usada recientemente. Observé que el suelo, a los pies del umbral, estaba limpio del polvo que cubría con fina capa el resto de aquel sótano. Había luz al otro lado de la puerta. Una luz limpia e inesperadamente potente. El chambelán se hizo a un lado, franqueándome el paso, y dijo: – El condotiero os aguarda en el interior. Atravesé el umbral sintiéndome más tranquilo y confiado; aquella luz tan nítida y brillante era la que había espantado los temores de mi mente. Pero abría un nuevo misterio, pues era difícil imaginar de dónde provendría y cuál sería su fuente de combustión. Entonces vi algo todavía más asombroso, que me dejó completamente desconcertado: dos pequeños árboles crecían de sendos jarrones a ambos lados del umbral. A partir de ese punto los arbustos se extendían trepando por las paredes hasta casi alcanzar el techo abovedado. ¿Cómo era posible que aquellos arbustos sobrevivieran en aquella remota covacha sepultada en el más profundo sótano del Palacio Imperial? En mis estudios había comprobado cómo las plantas verdes necesitan de la luz del astro solar para mantener su vida y desarrollo, y no les es suficiente para esta función la pobre iluminación proporcionada por candiles o velas. «La virtud que da el Sol a la flor es cuestión de lugar, porque su fuego calienta el aire y le da calor al agua, y ésta se lo da a la flor.» El techo era una amplia bóveda que se cimbraba sobre aquella sala de planta circular, y en él se había pintado, en fuerte albayalde, un extraño firmamento, síntesis de la ciencia astrológica, y semejante al catálogo de estrellas de Ptolomeo trazado por Hiparco de Alejandría. Allí estaban mis viejas amigas; la Ursa Major, el Canes Venatici, la Corona Borealis, Cepheus, Orión y el pentágono del Boyero, rotulando ese planisferio entre mitológico y cabalístico. El vértice de la cúpula era un gran ojo por el que se colaba la luz para rebotar en un complejo juego de grandes espejos lenticulares que colgaban bajo éste, sujetos por unos intrincados mecanismos de metal, que distribuían la luz por el interior de la sala. ¿Qué lugar era aquél? Las paredes curvas estaban cubiertas de estantes, y estos estantes estaban repletos de libros y de redomas de vidrio, alambiques de cobre, morteros de porcelana, y panzudos frascos que almacenaban líquidos de colores. En medio de la extraña biblioteca-laboratorio, una gran esfera de unas tres varas [2] de diámetro, de color azul brillante, soportada por una estructura de madera tallada. Y tras la esfera, un hombre aún más impresionante. Zanquilargo y huesudo, con ojos grises de acero un poco hundidos, barba rala y movimientos sedosos y gráciles como los de un gato. Observaba con atención, bañado por la luz teñida de azul que se derramaba desde lo alto, la gran esfera metálica. El reflejo de cobalto de la esfera ponía tonos mágicos en sus pómulos descarnados; el fondo de sus pupilas fosforecía. Su sombra, alargada y descoyuntada, lamía el muro del fondo. Parecía un galgo, curtido tras abrirse camino en la vida a dentelladas y zarpazos. Era Roger de Flor. |
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