"El cielo de Madrid" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)

III

Apenas se veía a nadie. Sólo algún coche de cuando en cuando y el camión de la carbonería de enfrente, aparcado como siempre ante la puerta. Aquel viejo camión de color rojo que parecía estar pintado en el paisaje.

Aunque, a decir verdad, esa noche, todo parecía pintado. La calle, el camión, el cielo, hasta las luces de las farolas parecían dibujadas por un pintor invisible, quizá el mismo que había pintado también el cielo que cubría El Limbo. Aquel cielo negro y gris bajo el que yo estaba ahora sentado.

Desde que lo conocía, seguía prácticamente igual. Acaso una leve pátina depositada en él por el humo lo había oscurecido un poco, pero, en lo fundamental, se conservaba casi como al principio: negro el fondo y grises las estrellas y la luna, cubría por completo todo el techo e incluso se prolongaba por encima de la barra y de los baños. La luna estaba en el centro, o mejor: la media luna, pues siempre estaba en menguante, y las estrellas se repartían formando constelaciones a lo largo y a lo ancho de toda la superficie; no del techo, sino de todo el local, pues los espejos las reflejaban multiplicándolas hasta el infinito, como si siempre fuese verano.

Aquella noche lo era, y de las más calurosas, y el bar estaba cuajado. A las estrellas del techo se unían las de los espejos y las de las cristaleras del ventanal del fondo, que también las reflejaban (como apenas había gente, el humo no las borraba). En medio de ellas, el bar parecía un espejismo o una barca a la deriva.

– Menos mal que me voy mañana -le dije a Rico, mirando el bar.

– Querrás decir hoy ya -me contestó él, enseñándome la hora en su reloj, que señalaba las doce en punto.

En efecto, era ya la medianoche; las doce en punto de una jornada que parecía que no iba a acabar nunca, pero que avanzaba ya sin que yo me diera cuenta hacia el amanecer. Un amanecer incierto y lleno de soledad.

– ¿Tú crees que vendrá alguien? -Seguro -me dijo Rico, sonriendo-. Siempre acaba apareciendo alguien.

Me admiraba su confianza. Ni en los peores momentos perdía la compostura ni aquel aire indiferente que mostraba hacia las cosas; como si todo le diera igual. Justo lo contrario de lo que me sucedía a mí, que siempre estaba dándole vueltas a todo. Sobre todo últimamente.

– ¿Y si no viene nadie? -insistí.

– No importa -respondió Rico, mirando el bar con indiferencia, como solía hacer a esas horas-. Mientras siga habiendo cerveza…

Estaba claro que le daba igual. El bar, el calor, la gente, hasta mi propia presencia parecía no importarle lo más mínimo o por lo menos lo simulaba. Así que opté por seguir callado y regresar a mis pensamientos.

Estaba ya más tranquilo. La inquietud que sentía antes se había ido diluyendo poco a poco no sé si en mi aburrimiento o en el propio bochorno de la noche y en su lugar tenía ahora una sensación extraña: como una mezcla de indiferencia y de resignación ante la situación. Además, la cerveza comenzaba a hacerme efecto. No quitándome el calor, cosa que era imposible (estaríamos a más de treinta grados), sino sumiéndome poco a poco en esa especie de laxitud que te hace ver todo con más distancia. Como si la realidad, de pronto, se volviera más abstracta y más lejana.

Otras noches, en iguales circunstancias, me habría ido del Limbo en busca de otro local o a dar un paseo sin rumbo hasta la hora de ir a dormir. Siempre me ha gustado hacerlo en momentos como ése. Pero, esa noche, no me sentía con fuerzas. Esa noche, la calima era tan insoportable que lo único que me apetecía era seguir bebiendo cerveza hasta que cerrara El Limbó, cuanto más tarde mejor.

Normalmente cerraba hacia las cuatro, aunque, a veces, si había gente, retrasaba ese momento hasta que se iban los últimos (siempre había algún motivo para que éstos se demoraran). Pero, esa noche, no parecía que algo así fuera a ocurrir. Al contrario, era posible que El Limbo cerrara antes habida cuenta de los que estábamos y a la vista de las perspectivas. Hacía ya mucho rato que no aparecía nadie. Aunque a mí no me importaba. Lo que me importaba a mí era pasar esa noche del mejor modo posible y me daba igual que viniera gente o que me quedara solo, con tal de seguir allí.

Porque la alternativa era regresar a casa. Una posibilidad tan alejada de mis deseos como de mis pensamientos aquella noche. Sobre todo, después de estar allí todo el día intentando terminar aquella obra que, al final, acabé rompiendo.

Me ocurría muchas veces desde hacía ya algún tiempo; muchas más de lo normal. Siempre he sido demasiado escrupuloso, incluso casi diría que intransigente a la hora de aceptar y de dar por terminada cualquier obra, pero, en los últimos tiempos, el defecto se me había acentuado (el defecto o la virtud, según cómo uno lo mire). Nada acababa de convencerme. Me pasaba horas y horas, incluso días y meses retocando y dando vueltas a una obra para, al final, muchas veces, acabar rompiéndola o desechándola. Sentía una gran insatisfacción, no sólo al imaginar y definir una idea, sino sobre todo al llevarla a cabo. Era como si de pronto hubiera perdido el pulso, como si las perspectivas se vaciaran de contenido, lo mismo que los colores, y hasta el propio pincel me traicionara. Seguramente influía, ahora que pienso en aquello, la desazón que sentía en aquel entonces, no sólo por mi pintura, sino por mi misma vida.

A veces, lo comentaba con Suso. Era mi principal confidente y el que mejor podía entenderme. Al fin y al cabo, hacía años que me veía pintar cada día. Pero Suso estaba ahora demasiado ocupado en otras cosas; ni siquiera tenía tiempo para mirar lo que hacía. Así que se limitaba a aconsejarme paciencia, que era lo que me aconsejaba siempre para justificarse él mismo por no escribir.

– ¿Y si no es cuestión de paciencia? -le preguntaba yo, más escéptico o quizá más inseguro.

– Entonces -me decía él-, lo mejor es que dejes de pintar durante un tiempo.

Pero no era tan sencillo. Quizá para él lo era, habituado como estaba a dar largas a la vida, sobre todo a la hora de escribir (también podía permitírselo), pero para mí pintar era indispensable. No sólo la pintura era mi vida, sino que vivía de ella. Al margen de que Eva me ayudara últimamente.

Lo hacía sin decir nada, sin pedirme nada a cambio, como le pasaba a Mario. Al contrario que María, que le exigía a éste exclusividad a cambio de mantenerlo, Eva se daba por satisfecha mirándome trabajar y creyendo que algún día yo acabaría triunfando. Estaba más convencida de mi talento como pintor que yo mismo en aquel tiempo.

Lo había estado hasta hacía poco. Desde que empecé a pintar y, sobre todo, desde que llegué a Madrid e hice de la pintura mi profesión, pintar era para mí tan fácil como soñar o como imaginar el mundo. Pero, desde hacía algún tiempo, el mundo se me había complicado. Ya no era el cuadro perfecto en que vivía yo entonces, o en el que creía vivir, sino el paisaje inquietante que aparecía en los míos. Aquel paisaje irreal, lleno de hojas extrañas, que pintaba últimamente sin saber por qué lo hacía, pero que se me imponía siempre, pintara lo que pintara.

Era un paisaje fantástico; quiero decir: un paisaje sin conexión con la realidad, y menos con la que yo conocía entonces. La realidad que yo conocía era la de la ciudad y en ella no había paisajes como los que ahora pintaba. Los paisajes de Madrid (del Madrid que yo vivía) eran nocturnos y urbanos y los que yo dibujaba eran mucho más campestres. Aunque, eso sí, muy extraños. No sólo por sus motivos, y por su composición, sino por la pincelada.39

Al principio, cuando empezaron a aparecérseme, recuerdo que me gustaron. Evocaban de algún modo los veranos de mi infancia (los que pasé en aquel pueblo del occidente de Asturias en el que vivía mi abuelo) y respondían también a mi concepción del arte: una forma de expresión más allá de la razón. Pero en seguida se complicaron. Aquellas hojas extrañas, como tentáculos verdes, que aparecían tras las figuras comenzaron a crecer y a germinar hasta acabar poco a poco llenando todos mis cuadros. Era un fenómeno extraño. Yo pintaba, por ejemplo, a una niña en un balcón, motivo que, ignoro por qué razón, repetía a menudo en aquel tiempo, y, cuando me daba cuenta, la niña había desaparecido borrada por el paisaje. Era como si de pronto éste se impusiera a todo, como si los personajes perdieran corporeidad, su esencia de seres vivos, y se volvieran también paisaje. Y, al final, todos juntos, personajes y paisaje, formaran un cuerpo único que trascendía a mi voluntad.

Porque mi voluntad aún era la de hacer retratos; retratos de mis amigos o de personas que conocía o retratos de gente imaginaria, pero que me parecía real (me refiero a aquellos cuadros que llenaba de figuras y de rostros sucesivos y que llamé genéricamente Personajes en el Limbo). Me refería al mundo y al bar, pero quizá más a éste, que para mí era entonces la metáfora del mundo.

¿De dónde venían, entonces, aquellas hojas extrañas? Y, sobre todo: ¿cuál era su significado?

Aquella noche, en El Limbo, seguía dándole vueltas. Durante todo aquel día, no había dejado de hacerlo, mientras retocaba el cuadro que terminaría rompiendo, pero, ahora, ese pensamiento se me volvía obsesivo. Era como si aquellas hojas siguieran creciendo en él; como si sus verdes sombras (verdes de tanto pintarlas) siguieran en mi conciencia y me impidieran pensar en algo que no fuera ellas mismas. Seguramente, pensé, la culpa la tenía aquella noche, que cada vez era más extraña.

Porque la noche seguía su marcha. Agónica y aburrida, tal como había empezado, la noche seguía su marcha ajena a mis pensamientos y a los de los que me rodeaban. Si es que pensaban en algo. Porque, vistos desde fuera, todos parecían dormidos, de tan quietos y callados como estaban. ¡Qué suerte tienen!, pensé, dando por entendido que no, mientras me levantaba para ir al váter.

Necesitaba estirar las piernas. Comprobar en el espejo que todavía seguía despierto. Refrescarme las ideas y la cara y, sobre todo, poner distancia entre mis pensamientos y aquella noche que parecía que no iba a llegar nunca, pero que avanzaba ya hacia el amanecer con la pasividad de una barca muerta, pero con la irreversibilidad de un viaje. Un viaje que para mí iba a terminar en otro del que aún lo ignoraba todo, pese a que desde hacía ya tiempo lo venía imaginando y esperando.