"El cielo de Madrid" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)

VII

– ¿Un cigarro?

No era Rico; era Cubas, que me lo estaba pidiendo. Estaba enfrente de mí, parado junto a mi mesa, señalándome el paquete de tabaco con la mano.

– Coge, coge -le ofrecí yo, al darme cuenta. Lo cogió y volvió a su mesa. Ni siquiera me dio las gracias. Tampoco yo las quería.

– ¿Tienes fuego? -le pregunté, a pesar de ello.

– Tengo -dijo él, encendiendo una cerilla y acercándola al cigarro.

– ¿Qué escribirá? -le dije a Rico, mirándolo.

– ¡A saber! -exclamó éste, observándolo sin interés.

Nunca lo había pensado. Aunque le veía escribir cada noche, continuamente, desde hacía años, nunca me había parado a pensar qué escribiría y, por lo tanto, lo que soñaba. Porque algo soñaría, como todos. Como Rico. Como César. Como todos los que estábamos sentados en torno a él mientras él seguía escribiendo ajeno a nuestra presencia.

Me pasaba con muchísima más gente. Gente que veía a diario ir y venir por mi lado sin pararme a imaginar qué pensarían o cuáles serían sus sueños. Porque todo el mundo los tiene, incluso los más escépticos. El mío, por ejemplo, aquella noche, era recuperar el pasado, darle la vuelta al tiempo como si fuera un traje ya viejo y recuperar mis sueños de juventud. Aunque ya era un poco tarde. Tarde para conseguirlo y tarde para intentarlo. Quizá lo mismo le pasaba al pobre Cubas, aunque a él desde hacía más tiempo, y por eso escribía tanto.

– Mira, Carlos -decía Suso cuando se ponía serio, cosa que cada vez hacía ya menos-: Sólo se escribe de lo que no se tiene o de lo que se ha perdido. O sea, se escribe sólo desde el deseo o desde la memoria. Porque el presente se vive, no se escribe. Por eso hay que elegir entre vivir la vida o contarla… O entre vivirla o pintarla, claro, en tu caso.

– O sea, que yo no vivo… -le pregunté yo una vez, dándome por aludido.

– Tú sabrás -me dijo él.

Pero tenía razón al decirlo. Suso tenía razón al decirme que en la vida hay que elegir entre vivirla o contarla. O entre vivirla y pintarla, en mi caso. Él lo había hecho, al menos hasta el momento, y por eso no escribía. Prefería vivir a escribir. Pero yo… ¿Lo había hecho también? ¿Había elegido mi vida o era ésta la que me elegía a mí?

Hasta hacía poco, sí. Hasta hacía poco tiempo y durante bastantes años, yo había elegido mi vida dentro de mis circunstancias y de mis posibilidades. Lo hice cuando comencé a estudiar, al elegir la carrera, y volví a hacerlo cuando decidí dejarla. Lo hice cuando me vine a Madrid y lo hice nuevamente, y en bastantes ocasiones, cuando decidí quedarme. Y lo he hecho muchas veces desde entonces, eligiendo a mis amigos y mi forma de vivir y, sobre todo y principalmente, mi manera de enfrentarme a la pintura y a la vida.

Lo único que no había elegido era la profesión de pintor. Aunque para mí pintar era lo más importante, nunca me paré a pensar por qué quería pintar ni de dónde me venía esa afición. Ni en mi casa ni en mi entorno había ningún precedente y hasta que llegué al colegio ni siquiera sabía lo que era la pintura realmente. Y, sin embargo, desde que tengo uso de razón, me recuerdo pintando. Pintando en casa, en Gijón, con aquellas acuarelas que les robaba a mis dos hermanos, o en el pueblo, en el verano, mientras éstos iban al mar a bañarse o, al volver, a las fiestas de los pueblos de la zona. En lugar de ello, yo prefería quedarme en casa pintando o paseando por el campo o por la playa, como hacían los pintores de verdad.

Hasta que llegué a la Universidad, empero, no supe lo que era realmente la pintura. Aunque ya en el Instituto comencé a estudiar su historia y, antes, en el colegio, empecé ya a destacar en las clases de dibujo (unas clases que nos daba un profesor ya mayor que con el tiempo llegué a saber era un pintor conocido), hasta que llegué a la Universidad no comencé a comprender lo que era realmente la pintura. Quiero decir: a saber que no es un oficio, sino una forma de vida.

Lo aprendí no en las clases, que poco o nada tenían que ver con ello (contraviniendo a mis padres, me matriculé en Filosofía e Historia), sino en los bares, oyendo hablar a la gente y viendo lo que pintaban otros pintores e ilustradores que conocí por aquella época. La mayoría eran como yo, jóvenes sin formación ni proyecto pictórico concreto, pero había otros, como Luis Suárez, que, a pesar de su juventud, tenían ya una trayectoria e incluso habían realizado alguna exposición individual en la ciudad. En seguida se convirtieron en nuestros guías espirituales, no sólo en materia artística, sino también, a veces, en la política. Eran los años setenta y Franco y su dictadura estaban ya agonizando.

Cuando me vine a Madrid, venía ya, pues, sabiendo lo que era la pintura de verdad. Por ella había dejado mis estudios de Filosofía, cosa que no me supuso ningún esfuerzo, pese a que me enfrentó a mis padres, y por ella había venido a Madrid, abandonando a aquéllos y la ciudad en la que había vivido hasta aquel momento. Todo lo di por bien empleado con tal de poder vivir y pintar como yo quería: como un pintor de verdad.

Por eso, y por otras razones, los primeros años aquí los viví como un gran sueño. Aunque apenas tenía dinero (el que me enviaban mis padres, que no era mucho; tampoco podían mandarme más) y aunque, al principio, apenas conocía a nadie, solamente a Paco Arias, Madrid fue para mí desde el primer momento la ciudad que yo iba buscando. Una ciudad irreal, pero hermosa y apacible al mismo tiempo, en la que podía pintar y vivir como yo quería.

Así al menos la viví durante años. Pintándola por el día y recorriéndola por la noche, como el pintor que, a la vez, necesita conocer a su modelo. Y amarla, de cuando en cuando. Durante todo ese tiempo nunca me paré a pensar, no ya en mi vida, que me parecía la más normal, sino en mi dedicación exclusiva a la pintura. Porque desde el primer momento ésta fue mi profesión. Independientemente de que me diera para comer o no (cosa que, dicho sea de paso, tardó en pasar aún un tiempo), siempre la consideré así y nunca me pregunté si podría haber hecho otra cosa en lugar de esto. Estaba tan convencido de mi destino como pintor que nunca puse en duda esa vocación, ni siquiera en los momentos más difíciles. Que los hubo, y sigue habiéndolos, a veces bastante duros, no tanto por razones económicas como por cuestiones estrictamente pictóricas.

Así que aquélla era la primera crisis que yo vivía como pintor. Aquella desazón que me embargaba, aquella inseguridad que sentía cada vez que me enfrentaba a una nueva obra y, sobre todo, a la hora de darla por terminada no sólo eran provocadas por el momento que estaba viviendo entonces, sino también y principalmente por una repentina desconfianza hacia la pintura como forma de expresión. Algo que nunca me había pasado hasta aquel momento y de lo que sólo tenía noticias por los demás.

Tarde o temprano te llegará una crisis, me había dicho Paco Arias antes de volverse a Asturias. Me lo dijo una tarde en el Comercial, donde solía quedar con él a tomar café, confesándome de esa manera que él ya la había pasado o que la estaba pasando entonces, quién sabe. Paco Arias, a pesar de no ser mayor que yo, llevaba ya pintando mucho tiempo y tenía o presumía de tener más experiencia. Pero yo no le hice caso. En aquel tiempo, yo estaba en plena explosión artística y sus palabras me resbalaron en los oídos como la lluvia que caía fuera, sobre el asfalto. Pero las recordé más tarde, cuando aquella desconfianza de la que Paco me hablaba y que me señalaba como la causa de que hubiese estado un año sin pintar empecé a sentirla yo, sin saber a qué obedecía ni por qué me invadía de pronto de aquella forma. Quizá, pensé en un primer momento, se trataba de una duda pasajera que desaparecería como las nubes cuando la tormenta escampa o como los miedos nocturnos cuando empieza a amanecer.

Pero pronto me di cuenta de que aquello era algo más serio. Cuando terminé aquel cuadro (en realidad no lo terminé; lo dejé a medio pintar, boca abajo, entre los otros) y comencé a esbozar el siguiente (en realidad era el mismo, sólo que visto desde otra perspectiva), noté en seguida que no tenía la seguridad de antes. Me faltaba, sobre todo, confianza en mis propias fuerzas. Algo que nunca me había pasado hasta aquel momento y que notaba que iba en aumento, en vez de desaparecer.

Me acordé de Paco Arias. De buena gana le habría llamado, pero me lo impidió el orgullo: yo, que siempre había creído que pintar era tan sencillo… Comentarlo con Suso era imposible (no tenía tiempo para estas cosas) y con Mario había perdido la confianza que tenía. Consciente o inconscientemente, María lo había apartado de mí como del resto de los amigos. Así que sólo me quedaba Eva. Pero con ella no podía hablarlo. Aparte de que quizá lo habría entendido de otra manera, como una crisis vital o, al contrario, como un simple contratiempo pasajero, seguramente pensaría que yo la estaba culpando a ella. Algo que de ningún modo era cierto, pues, de haberlo, yo era el único culpable.

Así, al menos, lo viví desde el principio: como una responsabilidad que sólo a mí concernía y, por lo tanto, como un problema que solamente yo podía solucionar, si es que tenía solución. Porque hasta esto empecé a dudarlo. A medida que los días y los meses transcurrían sin que la inseguridad que sentía se disipara o se redujera (al contrario, iba en aumento), comencé a pensar si mis sueños no habrían sido, en efecto, más que eso: sueños sin ninguna base, y yo un simple aficionado a la pintura. Un vulgar aficionado, como tantos que conocía y había tratado desde pequeño.

Si así fuera, ¿qué vida me esperaría? ¿Qué futuro tendría por delante? Desde que tenía memoria, no había hecho otra cosa que pintar y, en base a esa convicción, había tomado todas las decisiones sin pararme a pensar siquiera que podía, por supuesto, equivocarme. ¿Cuánta gente, al cabo de los años, se da cuenta de repente de que ha equivocado la profesión?

Pero para mí pintar era mucho más que eso. Para mí pintar un cuadro era, más que una profesión o un oficio, una forma de vivir y de sentir. Sin la pintura yo no tenía ni presente, ni pasado, ni futuro. Sin ella yo no sabía lo que era la realidad. Y, sin embargo, cabía la posibilidad de que, durante todos aquellos años, hubiese estado equivocado por completo; que, desde que empecé a pintar, hubiese confiado ciegamente en un talento que en realidad no tenía y que ese error se manifestaba ahora en forma de desconfianza. Pero ¿cómo saberlo con exactitud? ¿Cómo saber si mis dudas eran simplemente eso: dudas sin ninguna base, o signos de algo peor?

Me revolví en la silla, nervioso. Miré a Rico, que seguía fumando y mirando al techo, ajeno a mis pensamientos.

– ¡Qué envidia me das! -le dije.

– ¿Por qué? -regresó Rico a la realidad.

– Porque sí -le respondí, apurando mi cerveza y cogiendo otro cigarro del paquete que permanecía abierto sobre la mesa-. ¿Quieres uno? -le pregunté.

Me hizo un gesto con el suyo. Todavía lo tenía a la mitad.

– ¡Qué envidia me dais los dos! -le dije, encendiendo el mío y señalándole a César con la cabeza.

Rico lo miró, extrañado. Guardó un instante silencio, como si no me hubiese entendido, y después me miró a mí desde detrás del telón de humo que alzábamos entre ambos.

– ¿Y eso? -me preguntó.

– Ya ves -le respondí yo.

Aunque, a decir verdad, no estaba tan seguro de lo que dije. Por una parte, es verdad, sentía envidia de él (y de César, y de Pepe y de Julito, y de todos los que estaban en El Limbo aquella noche, incluido el propio Cubas), por su falta aparente de preocupaciones, pero, por otra, me daban pena, aunque fuera solamente por tener que quedarse al día siguiente en la ciudad. Era lo mismo que me ocurría, en mis épocas de universitario, con la gente que veía cuando iba a examinarme, incluido aquel mendigo que vivía en plena playa con un perro, sujetos ambos a la humedad y a las galernas del mar Cantábrico. Hasta ellos me parecían dignos de ser envidiados, aunque solamente fuera por no tener que estudiar. Pues lo mismo me ocurría ahora en El Limbo: que sentía envidia de todos, incluidos aquellos que, como Cubas, tenían toda una historia de penas a sus espaldas.

– No te engañes -dijo Rico-. No es tan fácil vivir sin ilusión.

– ¿Tú crees? -le pregunté yo, extrañado.

– No es que lo crea, lo sé -me respondió él, sonriendo, justo en el preciso instante en que César terminaba de tocar otra canción.

Esta vez, se levantó. Llevaba casi dos horas sin levantarse apenas del sitio, pero ahora se levantó dispuesto a estirar las piernas. Era ya casi la una.

– Aguantáis… -nos saludó.

– ¡Qué remedio! -dijo Rico.

Fue todo lo que se hablaron, todo lo que se dijeron después de más de hora y media tocando uno el piano y escuchándole tocar el otro, igual que todas las noches.

César se acercó a la barra. El bar se desperezó ante su presencia en ella (alguno pensó quizá que era alguien que llegaba de la calle) y yo aproveché el momento para llamar de nuevo a Julito. Pedí cerveza para nosotros y para Cubas lo que quisiera. Yo invitaba, le indiqué.

– Un coñac -le pidió Cubas.

– ¿Coñac?… ¿Con este calor? -exclamó, más que preguntó, Julito.

– Lo mejor -dijo Cubas, impasible.

Era lo que bebía siempre, tanto en invierno como en verano. Era lo que bebía siempre, cuando alguien, por supuesto, como ahora, le invitaba. Porque él no tenía dinero. Como mucho para el café. Pese a lo cual seguía viviendo y volviendo muchas noches por El Limbo, donde permanecía, cuando venía, hasta que cerraba. En eso era como Rico y como la mayoría de los que estaban aquella noche en el bar. En eso y en su falta aparente de preocupaciones, que me hacía mirarlos con envidia, como, cuando era estudiante, a la gente que veía cuando iba a examinarme, incluido aquel mendigo de la playa de Gijón.