"Luna de lobos" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)

Capítulo VI

El arroyo del bosque de Las Loberas nace en los altos neveros de Peña Barga, salva la vertical de la cascada de La Morana -restallando en su salto contra las palas de la hidroeléctrica- y bordea por el norte Peña Illarga, entre macizos de musgo y castaños salvajes, buscando el magnetismo del molino de Pontedo y del cauce ya cercano del río Susarón.

El arroyo del bosque de Las Loberas, por el camino, forma tajos de vértigo y rápidas torrenteras, rabiones, hoces embravecidas y pozos de espuma negra. Y, también, de cuando en cuando, mansas tabladas donde se agrupan las truchas en las noches de verano y luna llena.

Gildo, metido en el agua hasta la cintura, aparece entre la maleza:

– Vamos, Ángel. Acerca la cesta.

Trae una trucha en la mano. Le arranca la cabeza con los dientes y la arroja a la orilla, sobre la hierba.

– Esto está lleno de truchas -me dice-. Estate atento.

Gildo desaparece de nuevo entre la maleza. Se sumerge en el agua y reanuda la búsqueda bajo las ovas espesas.

Yo me quedo en la orilla vigilando la cesta y la noche. Vigilando esa luna que tiembla junto a mis pies como una trucha muerta.


Cuando volvemos a la cueva, Ramiro espera ya con las noticias de la radio.

Ha bajado a escucharla a casa de Julio, el caminero de Ancebos, en ese viejo aparato milagrosamente salvado de múltiples registros y requisas por el que, una noche de lluvia -hace ahora justamente ocho semanas-, oímos, sobrecogidos, el último y definitivo parte de la guerra.

– Las fronteras siguen cerradas -dice Ramiro-. Y todos los trenes y carreteras vigilados. No queda otro remedio que aguantar.

Gildo y yo le escuchamos sin demasiado interés. Los dos sabíamos ya lo que Ramiro iba a contarnos: registros, paseos, fusilamientos… Lo mismo, exactamente, que, desde que estamos en el monte, venimos escuchando.

Gildo ensarta seis truchas en un alambre y las pone a asar sobre el fuego. El resto las limpia y las sala y las saca fuera de la cueva para que se oreen.

– No queda otro remedio que aguantar -dice, mirando a Ramiro, con una sonrisa.


Cuando acabamos de cenar, Gildo y Ramiro se quitan las botas y las chaquetas, encienden sendos cigarros y se tumban en sus camastros, cerca del fuego.

Son las cuatro de la madrugada y, esta noche, yo haré ya la guardia entera.

Desde la boca de la cueva, con el pasamontañas calado y la metralleta cruzada sobre las piernas, no tardo en escuchar el bombeo regular y monótono de sus corazones cansados, las respiraciones profundas que preceden al sueño. Poco a poco, el monte comienza a recobrar la perfección de las sombras y sus misterios, el orden primitivo que la noche y el fuego disponen frente a mis ojos. Poco a poco, todo va quedando sepultado bajo la ingravidez profunda del silencio. Incluso esa luna fría, clavada como un cuchillo en el centro del cielo, que me trae siempre al recuerdo aquella vieja frase de mi padre, una noche volviendo cerca del cementerio:

– Mira, hijo, mira la luna: es el sol de los muertos.


Al amanecer, oigo la voz del águila huyendo, la descarga violenta del hacha y el estrépito seco del árbol que cae con una marea lenta de ramas desgajadas.

Así, uno tras otro, hasta formar un pozo de sol claro en medio del hayedo.


A las ocho, alta ya la nube azul de la mañana, los leñadores hacen un alto para desayunar. Sentados en un tronco nos ven aparecer entre las hayas disimulando la inquietud que les producen nuestras armas.

El capataz nos ofrece la bota de vino.

– No está muy bueno -se disculpa-. El niño la dejó al sol y el vino se ha calentado.

El niño no dice nada. El niño -un muchacho de trece años- nos mira en silencio, con una mezcla de admiración y miedo, desde que llegamos.

El vino sabe a monte y a cuero sobado. Tiene el aroma rancio de las hierbas escasas, largamente guardadas. Pero aún puede apagar el primer sol de la mañana.

– Lo trajimos de abajo, de La Morana -explica el capataz-. Nosotros somos del aserradero de Valselada. Hace sólo un par de días que estamos por aquí.

Los leñadores tienen la tienda cerca: unas mantas sujetas con palos. La montan y desmontan cada día según la ruta que les marque su trabajo.

Dicen que somos los primeros que encuentran desde que llegaron.

El capataz nos mira con sorpresa:

– Ustedes

Ramiro le dedica una sonrisa amenazante.

– A nosotros no nos ve nadie -dice-. Nadie. ¿Está claro?

El capataz ha comprendido. Asiente con la cabeza en medio del profundo silencio de sus compañeros. Un silencio que se alarga, temeroso, hasta que nos ven desaparecer definitivamente entre los árboles.

Aunque, todavía cerca, oigamos la voz del niño preguntando:

– Son ellos, ¿verdad? Los del monte.

Lo ha dicho entre feliz y asustado. Como si una manera de lobos hubiera pasado a su lado sin hacerle daño.


En la cumbre del puerto de Láncara, hacia las fuentes del arroyo Nogares, el rebaño de las merinas es una nube de lana tendida al sol. Ayer llegaron en el tren a la estación de Cereceda y, desde allí, atravesando los campos de La Llánava y Candamo, remontaron la vieja cañada, que sube hasta el puerto, hasta los pastos altos y las majadas de verano.

Desde que llegó y extendió su manta sobre la grama, el pastor debe de estar esperándonos.


Cerca del chozo, varios corderos lamen bolas de sal en un tronco ahuecado y sujeto entre bálagos. Los mastines están arriba, con el rebaño. Pero una perra carea, llena de tedio y manchas marrones, sale del cobertizo y comienza a ladrar cuando nos ve aparecer al extremo del cercado.

En seguida, un hombre se asoma a la puerta de la cabaña. La perra acude a su lado y los dos se quedan mirándonos mientras nos acercamos.

– Tenéis bien vigiladas las fronteras, ¿eh? -nos saluda el pastor cuando llegamos a su lado.

– Gracias a eso estamos vivos todavía -le responde Ramiro observando el interior del chozo desde el ángulo en sombra de la puerta.

– No tengas miedo -sonríe el pastor-. Sois los primeros en venir a visitarme.

El pastor, como siempre, se alegra de encontrarnos. El pastor no nos teme. Es un hombre del monte, como nosotros, y en más de una ocasión nos ha ayudado.

Y todos los veranos, cuando llega, nos separa el mejor cordero del rebaño.

– Estaba reparando un poco esto -dice entrando otra vez en la cabaña-. Este invierno, la nieve nos hundió parte del techo.

En efecto, una ancha grieta en los cuelmos de paja, ablandada y oscura, deja escapar hacia el cielo la columna de humo que sube de la olla requemada en la que cuece la comida del pastor.

– Migas. Las hice anoche y las saqué a ablandar debajo de las estrellas. Habéis llegado a tiempo.

El pastor busca en un viejo cajón cuatro cucharas y se sienta con nosotros en torno a la olla. La perra acude a tumbarse junto a su dueño, al conjuro del aroma profundo que se esparce por toda la estancia.

– La verdad -dice el pastor- es que no estaba muy seguro de encontraros.

– ¿Tan poco apuestas por nosotros?

– Poco, poco. Ya podéis imaginaros. Pero, este año, con la guerra acabada, mucho menos todavía. Pensé que, si no habíais escapado, estaríais ya los tres criando ortigas en cualquier barranco.

Gildo sonríe hundiendo su cuchara en la olla de las migas.

– Antes de eso -le dice-, aún tendrás que apuntar a la cuenta del lobo unos cuantos corderos más.

– Puedes creerme que nada me alegraría más que eso.

Mientras comemos, el sol, en el vértice ya de la bóveda del puerto, comienza a deslizarse a través de la grieta abierta por la nieve en la techumbre. Y es muy dulce -después de una noche entera de guardia y con el sueño agarrado ahora como hiedra a los ojos- su caricia amarilla y espesa en la piel. Y profundo el olor a tomillo que trae en sus partículas para fundirlo suavemente con el vapor caliente de las migas. Sí, sin duda es una suerte poder estar así: apoyado contra las lajas frías de la pared de la cabaña, saboreando la comida del pastor, escuchando el crujido de los troncos quemados, la conversación cansina y amiga que poco a poco va apagándose, el sonido de la esquila que busca en la montaña el frescor de la grama y la flor del piorno.


No se cuánto tiempo he estado durmiendo: seis, siete horas, tal vez más. Pero, al abrir los ojos, el sol se abalanza sobre ellos como un alud de trigo dolorido y amargo.

Estoy solo en el chozo. Escucho brevemente: nada, una esquila lejana. Mi cuerpo rechina, al levantarme, dejo baúl destartalado. Desde la puerta, veo al fin a Ramiro y a Gildo, con el pastor, apartando un cordero en los salegares. Me ha sido difícil reconocerles: los dos se han afeitado, como cada verano, con las tijeras de esquilar. El sol está sangrando y me hiere los ojos. Pero puedo ver el rebaño que baja ya por la ladera de la montaña. Pronto estará junto a la puerta del cercado. Pronto será de noche. Otra vez.

– Vamos, Ángel -me llama Ramiro-. Marchamos.

A la puerta del chozo hay una caldera con agua. Sumerjo la cabeza y su lengua me atraviesa como una cuchillada.


En el monte de Pontedo, nos separamos. Ramiro se queda esperándonos, con el cordero, y Gildo y yo bajamos hasta el pueblo para ejecutar el golpe que, desde ayer, teníamos previsto. Hay que acumular reservas para el invierno.


He corrido, agachado, hasta el pilón lleno de estrellas, en el centro de la plaza. Le hago una seña a Gildo con la mano y él corre a parapetarse a mi lado, bajo el chorro de agua que golpea implacable las columnas azules que sostienen la noche, el reflejo de un cielo convertido de pronto en un inmenso abrevadero para animales muertos.

Al otro lado de la plaza hay luz. Una bombilla desmayada recorta ante nosotros el cuadro de una ventana. Es la cantina del Zurdo, la tienda de Pontedo. Gildo y yo la recordamos bien: la entrada flanqueada por la parra silvestre bajo la que se sentaban, las tardes de domingo, con sus mandiles de moras y sus miradas lejanas, las muchachas del pueblo: el mostrador de hule gris y desgastado: la vieja estantería de madera repleta de botellas y latas de conserva y paquetes de legumbre: la bombilla colgada como un fruto irreal de una viga del techo.

La cantina del Zurdo, la tienda de Pontedo. Gildo y yo irrumpimos en ella al mismo tiempo. Como llegados del fondo de la noche y del olvido. Como arrojados por un alud de estrellas que se cuelan por la puerta que yo acabo de abrir de un golpe inesperado y seco.

Los cuatro hombres que charlaban confiados alrededor de una mesa se han vuelto hacia nosotros con la incredulidad y la sorpresa grabadas en los ojos. Quizá intentan imaginarnos todavía escondidos en las cuevas del monte o entre la hierba seca de algún pajar anónimo. Pero, instintivamente, se han levantado de sus sillas y retrocedido con las manos en alto hacia la ventana. Se quedan así, inmóviles y muy juntos, contemplando en silencio cómo Gildo salta ya al otro lado del mostrador y comienza a llenar un fardel de paquetes y latas mientras yo les encañono con mi metralleta desde la puerta.

Conozco bien a los cuatro: al Zurdo, el dueño de la cantina, grueso y sanguinolento bajo su guardapolvos negro: a Emilio, el guarda del río: a don Pedro, el secretario del ayuntamiento, borracho ya, como todas las noches: y a Flavio, el herrero de…

– ¡Sois unos hijos de puta!

El grito ha restallado como un relámpago contra el silencio de la cantina. Pero, mucho antes de que intentase buscar la pistola en el bolsillo de la chaqueta, yo había ya adivinado la intención en los ojos. Don Pedro, el secretario del ayuntamiento, con el rostro congestionado por el vino y la ira, se agitaba nervioso tras su vientre de alcohólico esperando un descuido mío. La ráfaga sin embargo, le ha atravesado la garganta de abajo arriba y se ha ido a incrustar en las vigas del techo o en un zumbido sordo de enjambre enfebrecido. El secretario se desploma como un fruto maduro sin dejar de mirarme: la mano hundida todavía en el bolsillo interior de la chaqueta, como buscando el tabaco para liar el último cigarro de su vida.

Cuando Gildo y yo abandonamos atropelladamente la cantina, un aluvión de estrellas se cuela por la puerta y se posa y se hunde en los ojos helados, sorprendidos, del muerto.


– ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado ahí abajo?

Ramiro nos ha salido al encuentro en la cuesta del monte. Ha escuchado los tiros.

Gildo y yo nos detenemos, jadeantes, agotados.

– He matado a don Pedro -le digo-. El secretario del ayuntamiento.

Por la carretera de Cereceda, los faros amarillos de una camioneta rasgan ya las entrañas de la noche acercándose a gran velocidad.

– ¡La fuerza! -grita Gildo-. ¡Vamos! ¡Vámonos!

– ¡Quieto, Gildo, tranquilo! -le detiene Ramiro-. Ahora no van a subir. No se atreverán.

La camioneta entra en las calles de Pontedo y aparca bruscamente junto a la cantina. A la luz de los focos, desde la cuesta del monte, vemos a los guardias que descienden a tierra y a los dos hombres que aparecen en la puerta llevando el bulto desmadejado del secretario muerto. Le tumban en la parte trasera de la camioneta y ésta gira con brusquedad sobre sí misma buscando nuevamente la carretera de Cereceda.

El resto de los guardias entra en la cantina.

– ¡Qué hemos hecho! ¡Qué hemos hecho, Dios mío!

Es Gildo.

Ramiro le mira con frialdad.

– ¿Quieres callarte? -le grita-. ¡Le hemos matado! ¡Sí, le hemos matado! ¿Me oyes? ¡Está muerto! Así que déjale las quejas a la viuda.

Yo estoy de pie entre las urces. Inmóvil. Escuchando mi propia respiración entrecortada, los ladridos lejanos de los perros del pueblo, la ráfaga de metralleta que siega una y otra vez, interminablemente, la garganta del secretario.

– Él se lo buscó -me dice Ramiro-. Yo, en tu lugar, habría hecho lo mismo.

– Pero tú sabes lo que esto significa, Ramiro. Ya no tenemos vuelta atrás.

– Nunca la hemos tenido -me responde él mirando a Gildo-. Tú sabes que nunca la hemos tenido.