"Trás-os-Montes: Un viaje portugués" - читать интересную книгу автора (Llamazares Julio)El burro de LebuçaoMuy cerca de Rebordelo, a apenas dos kilómetros del pueblo, está el mojón que separa el distrito de Bragança del de Vila Real. El hito está a la entrada de un puente, en el fondo de un barranco profundísimo, y la línea invisible que señala es la que sigue el río que pasa debajo de él: el río Rabaçal. Por eso, y porque el sitio es fresco y umbrío y está a cubierto del sol, muchas familias han aparcado sus coches y contemplan desde el puente la corriente del río y el paisaje sin preocuparse de los coches que lo cruzan con grave riesgo para los que están en él. El puente, aunque no es muy largo, es demasiado estrecho. Desde la ladera opuesta, se vuelve a ver Rebordelo. Con el tajo del río y el puente en primer plano, el pueblo es mucho más bello delo que pensó el viajero. Sin duda hay que verlo desde aquí, rodeado de viñas y erguido en la colina y recortado en el cielo como lo ven los que vienen en la dirección contraria. Aunque en el retrovisor quizá parezca más bello: por el reflejo del sol y porque siempre lo es más lo que se deja atrás que lo que se descubre por vez primera. Pero la visión del río -y del puente, y de las viñas, y de las casas y el cielo de Rebordelo- enseguida se evapora, engullida otra vez por las colinas que cierran por el oeste el cauce del Rabaçal y que dan paso de nuevo al mismo paisaje hosco, desolado y polvoriento que forma la terrafría y que el viajero ha venido viendo prácticamente desde Vinhais. El Rabaçal, como el Tuela, era solo un espejismo, un paréntesis de agua en medio del alto páramo. La carretera, además, desde que cambió de orilla, se ha vuelto mucho peor. No por las curvas, que son las mismas, como las cuestas, sino por el pavimento, que aquí parece pavés. Se ve que a Vila Real le importa menos la carretera que a sus vecinos los bragantinos. Todo lo contrario que le sucede al viajero, quien lleva ya muchas curvas y cuestas a su espalda como para tener que escuchar de nuevo el baile de las aceiteras. Así que, antes de que vaya a más, y a la vista de que el pavés no se acaba (al revés: parece que ya va a seguir así seguramente hasta Chaves), esta vez para el coche y las separa. Unas las pone en el asiento de atrás y otras las deja en el maletero. Como los niños: para que no se peguen. Pero, aunque las aceiteras callan, el coche sigue botando. La carretera esta cada vez peor, llena de baches y de remiendos, y el coche va dando tumbos como un borracho al que el sol se le hubiera subido a la cabeza. Por si le faltara algo, los matorrales aquí crecen con tal profusión que parecen una selva. Algunos son tan enormes que no sólo le persiguen con sus ramas, sobre todo cuando se cruza con otro coche, sino que, en algunos tramos, invaden directamente la carretera. El viajero va despacio, sorteándolos como si fueran personas o presencias fantasmales, y, cuando los deja atrás, pisa el acelerador como si temiera que le pudieran seguir igual que a veces hacen sus sombras e igual que viene haciendo la nube en la que se ha convertido ya el hongo atómico a medida que el volcán que lo alimenta se ha ido quedando detrás, en dirección a Sonim, hacia donde se desvía ahora una carreterilla que parte en una curva hacia la izquierda. Es la carreterilla que va a Valpaços, la capital de la tierra de las castañas y, según dicen las guías, lugar de residencia real allá por la alta Edad Media. Aunque ni siquiera eso haga desviarse al viajero. El primer pueblo de Vila Real (viniendo de Rebordelo), por no tener, no tiene ni letrero. Es un montón de casas arracimadas, como los matorrales, en torno a la carretera. El viajero lo atraviesa sin ver más que un perro cojo, una mula en un hangar, una máquina de brea abandonada y tres o cuatro personas que miran pasar el tiempo desde la terraza del bar del pueblo. Pero la carretera sigue. Y el tiempo (aunque no lo vea). El viajero, con pesar, acabado su cigarro, deja tan plácido lecho, se lava un poco en la fuente, mea al amparo de un pino y vuelve a su condición, que no es otra que seguir a donde le lleve aquélla. Aunque le lleve, como esta tarde, por lugares tan desiertos y perdidos como éste. A donde le lleva ahora es hacia Lebuçao, que está, según dice el mapa, a apenas cinco kilómetros, pero que, de no ser por éste, nunca habría imaginado. Por delante, hacia el Oeste, el viajero sólo ve tomillos y matorrales, los mismos que viene viendo desde Bragança y que cada vez son más grandes y más espesos. En muchos tramos, de hecho, ni siquiera le permiten ver los montes que le escoltan por el norte y por el sur y que también son las mismos que lo hacen desde hace rato. Aunque, al revés que los matorrales, cada vez son más pequeños. Tras uno de ellos, precisamente, aparece Lebução, un pueblo tan solitario como el que quedó ya atrás, pero que al menos tiene letrero. Está a la izquierda, según se llega, junto a la parada del autobús en la que varios niños están sentados, no se sabe si esperando el autobús o a que alguien se los lleve. Quizá sería lo mejor que les pudiera pasar a la vista del futuro que les espera en el pueblo. Que se lo pregunten si no a ese viejo que está sentado junto a su casa, a la sombra de una parra retorcida, y que tiene grabados en su rostro todos los vientos de Trás-os-Montes. Aunque, posiblemente, el que mejor lo sabe -aunque no pueda decírselo- es ese burro negro, impávido y esquelético que el viajero encuentra solo en una era, a la salida del pueblo, y que le mira pasar con una inmensa tristeza. Es el mismo burro viejo, tristísimo y somnoliento que el viajero ha visto siempre en lugares como éste y que le hace recordar una vez más el lamento que otro viajero lanzara atravesando un lugar tan vacío como éste. Era Ortega, y recorría los montes de Guadalajara, en España: "Pobres gentes de Soria y de Guadalajara. ¿Habrá en el mundo una tierra más pobre que ésta?". Quizá haya sido el silencio, o el lugar, o la tristeza. Puede que también a él el sol y la soledad se le hayan subido ya a la cabeza. Pero al viajero, mientras se iba, le ha parecido escuchar al burro, que le respondía a Ortega: – Sí. Trás-os-Montes, en Portugal. |
||
|