"El tercer gemelo" - читать интересную книгу автора (Follet Ken)

8

Los estudiantes del Aula de Biología Humana estaban intranquilos. Su concentración dejaba mucho que desear y no paraban de agitarse nerviosos. Jeannie conocía el motivo. También ella estaba un poco alterada. La culpa la tenían el incendio y la violación. Su cómodo mundo académico se había desestabilizado de pronto. La atención de todos vagaba sin rumbo mientras los cerebros volvían una y otra vez hacia lo sucedido.

– Las variaciones observadas en la inteligencia de los seres humanos pueden explicarse mediante tres factores -manifestó Jeannie. Uno: genes distintos. Dos: entorno diferente. Tres: error de evaluación.

Hizo una pausa. Todos los estudiantes escribían en sus cuadernos.

Jeannie había notado aquel efecto. Cada vez que citaba una lista numerada, escribían. Si hubiese dicho simplemente: «Genes distintos, entorno diferente y error experimental», la mayor parte de los alumnos se habrían abstenido de tomar notas. Desde la primera vez que se percató de aquel síndrome, incluía en sus clases tantas listas numeradas como le era posible.

Era una buena profesora…, algo que la había sorprendido a ella misma. Se daba cuenta de que, en general, sus discípulos distaban mucho de ser brillantes. Ella era impaciente y a veces podía manifestarse un tanto antipática, como lo fue aquella mañana con la sargento Delaware. Pero resultaba buena comunicadora, clara y precisa, y disfrutaba explicando las cosas. No había nada mejor que la sensación estimulante que producía ver que el conocimiento alboreaba en el rostro de un estudiante.

– Podemos expresarlo como una ecuación -dijo; se volvió para escribir en el encerado, con una tiza:

Vt= Vg+ Ve+ Vm


– Vt representa la variante total, Vg el componente genético, Ve, el del entorno o ambiente y Vm el error de evaluación. -Todos los alumnos anotaron la ecuación-. Esto mismo puede aplicarse a la diferencia mensurable entre los seres humanos, desde su peso y estatura hasta su tendencia a creer en Dios. ¿Puede alguien encontrar un fallo en esto? -Nadie hizo uso de la palabra, de modo que les dio pie para que interviniesen-. La suma puede ser mayor que las partes. Pero ¿porque?

Uno de los jóvenes se decidió. Normalmente lo hacían los varones; las mujeres eran irritantemente tímidas.

– ¿Porque los genes y el entorno actúan uno sobre otro con efecto multiplicador?

– Exactamente. Tus genes te conducen hacia ciertas experiencias medioambientales y te alejan de otras. Los niños con distinto temperamento obtienen de sus padres tratos distintos. Las criaturas que empiezan a andar solas tienen entonces experiencias distintas a las que aún son sedentarias, incluso aunque vivan en el mismo hogar. En una ciudad, los adolescentes atrevidos toman más drogas que los chicos del coro. En la parte derecha de la ecuación debemos añadir el término Cge, que significa covariación gen-entorno. -Trazó en la pizarra lo que parecía la hora del reloj Swiss Army que llevaba en la muñeca. Las cuatro menos cinco-. ¿Alguna pregunta?

Para variar fue una mujer la que entonces intervino. Era Donna-Marie Dickson, una enfermera que había vuelto a la universidad a los treinta y tantos años, inteligente, pero algo apocada.

– ¿qué hay de los Osmond?

La clase soltó la carcajada y la mujer se puso como un tomate.

– Explica lo que quieres decir, Donna-Marie -invitó Jeannie sosegadamente-. Es posible que en esta clase haya algunos estudiantes demasiado jóvenes para conocer a los Osmond.

– Era un grupo pop de los años setenta, todos hermanos y hermanas. La familia Osmond constituía un mundo musical. Pero no tenían los mismos genes, no eran gemelos. Parece que el ambiente familiar fue lo que influyó para que se hicieran músicos. Lo mismo que los Jackson Five. -Los jóvenes de la clase volvieron a echarse a reír y Donna-Marie sonrió, medrosa, y añadió-: Estoy confesando mi edad aquí.

– La señora Dickson acaba de señalar un punto importante, y me sorprende que a nadie se le haya ocurrido -dijo Jeannie. No estaba en absoluto sorprendida, pero era preciso levantarle la moral a Donna-Marie-. Los padres carismáticos y que ejercen su tarea con dedicación pueden educar a sus hijos conforme a determinado ideal, al margen de los genes, de igual modo que los padres tiránicos pueden convertir a toda una familia en una pandilla de esquizofrénicos. Pero esos son casos extremos. Un niño mal nutrido será bajo de estatura, aunque sus padres y abuelos sean todos altos. Un niño sobrealimentado será gordo, aunque sus antecesores sean delgados. Pese a todo, cada nuevo estudio tiende a demostrar, de manera más concluyente que el anterior, que el predominio de la herencia genética, más que el entorno o el estilo de educación, es lo que determina la naturaleza del niño. -Hizo una pausa-. Si no hay más preguntas, tened la bondad de leer a Bouchard y otros, en el número de Science del 12 de octubre de 1990, antes del lunes próximo.

Jeannie recogió sus papeles.

Los alumnos empezaron a guardar sus libros. Jeannie se entretuvo unos instantes con objeto de brindar a los alumnos demasiado tímidos para formular preguntas en la clase la oportunidad de hacérselas particularmente, a solas. Los introvertidos a menudo acaban convirtiéndose en grandes científicos.

Fue Donna-Marie la que se le acercó. Tenía cara redonda y rubia cabellera rizada. Jeannie pensaba que debió de ser una buena enfermera, tranquila y eficiente.

– Lamento lo de la pobre Lisa -dijo Donna-Marie-. Lo sucedido fue algo terrible.

– Y la policía lo empeoró aún más -repuso Jeannie-. El agente que la acompañó al hospital era un verdadero patán, francamente.

– Ha tenido que ser espantoso. Pero es posible que atrapen al individuo que lo hizo. Están distribuyendo por todo el campus octavillas con su retrato.

– ¡Estupendo! -El retrato del que hablaba Donna-Marie debía de ser producto del programa informático de Mish Delaware-. Cuando la dejé esta mañana Lisa trabajaba en ese retrato con una detective.

– ¿Cómo se siente?

– Aún no ha reaccionado…, pero también tiene los nervios de punta.

Donna-Marie asintió. -Pasan por varias fases, lo he visto antes. La primera fase es de negativa a aceptar la situación. Dicen: «Quiero dejar esto tras de mí y seguir adelante con mi vida». Pero nunca es fácil.

– Lisa debería hablar contigo. Conocer de antemano lo que le espera puede ayudarla.

– En cualquier momento que lo desee -se ofreció Donna-Marie.

Jeannie cruzó el campus en dirección a la Loquería. Aún hacía calor. Se sorprendió a sí misma mirando en torno con aire vigilante, como un vaquero comido por los nervios en una película del Oeste, como si temiera que alguien doblara la esquina de la residencia de los estudiantes de primer curso dispuesto a atacarla. Hasta entonces, el campus de la Jones Falls pareció siempre un oasis de anticuada tranquilidad en el desierto de una ciudad estadounidense moderna. Lo cierto es que la UJF era como una pequeña ciudad, con sus tiendas y sus bancos, sus terrenos deportivos y sus parquímetros, sus bares y sus restaurantes, sus viviendas y sus oficinas. Contaba con una población de cinco mil almas, la mitad de las cuales residían en el campus. Pero se había convertido en un paisaje peligroso. «Ese fulano no tiene derecho a hacer esto -pensó Jeannie amargamente-; que sienta miedo en mi propio lugar de trabajo.»

Tal vez el delito causaba siempre el mismo efecto, conseguir que el terreno firme le pareciese a una inseguro bajo sus pies.

Al entrar en su despacho empezó a pensar en Berrington Jones. Era un hombre atractivo, muy atento con las mujeres. Siempre que salió con él había pasado un rato agradable. Además, estaba en deuda con Berrington, ya que le había proporcionado aquel empleo.

Por otra parte, era untuosamente zalamero. Jeannie sospechaba que su actitud hacia las mujeres podía resultar manipuladora. Siempre le recordaba aquel chiste en que un hombre le dice a una mujer: «Háblame de ti. Por ejemplo, ¿qué opinión tienes de mí?».

En algunos aspectos no parecía pertenecer al mundo académico. Pero Jeannie había observado que los auténticos prohombres universitarios ambiciosos carecían notablemente de ese aire distraído que caracteriza al profesor o catedrático típico. Berrington parecía y se comportaba como un hombre poderoso. Durante algunos años su labor científica no había sido importante, pero eso resultaba normal: los brillantes descubrimientos originales, como la doble espiral, los realizaban generalmente personas que aún no habían cumplido los treinta y cinco años. Cuando los científicos se hacen mayores emplean su experiencia y su intuición en ayudar y dirigir a los cerebros más jóvenes y flamantes. Berrington se las arreglaba de maravilla, con sus tres cátedras y su papel de conducto por el que llegaban los fondos para investigación procedentes de la Genético. No se le respetaba tanto como podía respetársele, sin embargo, porque a otros científicos no les gustaba su compromiso positivo. La propia Jeannie opinaba que la ciencia era beneficiosa y la política una porquería.

Al principio, se creyó la historia de la transferencia de archivos desde Australia, pero al meditar en ello dejó de sentirse tan segura. Cuando Berry miró a Steve Logan vio un fantasma, no una cuenta telefónica.

Muchas familias tenían secretos de paternidad. Una mujer casada podía tener un amante y sólo ella sabría quién era el verdadero padre de su hijo. Una joven podía alumbrar un bebé, pasárselo a su madre y aparentar que ella, la joven, era la hermana mayor del niño, mientras toda la familia conspiraba para mantener el secreto.

Los niños los adoptaban vecinos, parientes y amigos que ocultaban la verdad. Era posible que Lorraine Logan no perteneciese a la clase de persona que convierte en oscuro secreto una adopción realizada con todas las de la ley, pero podía tener una docena de otros motivos para mentirle a Steve respecto a su origen. Pero ¿qué relación tendría Berrington en eso? Podía ser el verdadero padre de Steven? La idea provocó una sonrisa en los labios de Jeannie. Berry era apuesto, pero también era lo menos quince centímetros más bajo de estatura que Steven. Aunque cualquier cosa resultaba posible, aquella particular explicación parecía improbable.

A Jeannie le preocupaba tener un misterio entre manos. En todos los demás aspectos, Steven Logan representaba un triunfo para ella. Era un ciudadano respetuoso con la ley y con un hermano gemelo univitelino que era un criminal violento. Steve acreditaba su programa informático de búsqueda y confirmaba su teoría de la criminalidad. Naturalmente, necesitaría otro centenar de pares de gemelos como Steven y Dennis antes de poder hablar de pruebas. Con todo, su programa de búsqueda no podía haber tenido mejor principio.

Iba a ver a Dennis al día siguiente. Si resultaba ser un enano de pelo oscuro, Jeannie comprendería que algo se había torcido de mala manera. Pero si estaba en el buen camino, Dennis sería el doble exacto de Steven Logan.

Le había dejado temblando la revelación de que Steve Logan ignoraba por completo que pudiese ser un hijo adoptivo. A ella no le quedaba más remedio que idear algún procedimiento para tratar ese fenómeno. En el futuro, antes de abordar a los gemelos podría entrar en contacto con los padres y comprobar qué y cuánto les contaron a los chicos. Eso retrasaría su trabajo, pero era obligado hacerlo: ella no era quién para revelar secretos de familia.

El problema tenía solución, pero Jeannie no lograba desprenderse de la sensación de zozobra que le ocasionaron las preguntas escépticas de Berrington y la incredulidad de Steven Logan; y empezó a pensar, cargada de ansiedad, en la etapa siguiente de su proyecto. Confiaba en poder utilizar su programa para analizar los archivos de huellas digitales del FBI.

Constituía la fuente perfecta para ella. Más de veintidós millones de personas sospechosas o convictas de crímenes figuraban en tales archivos. Si su programa resultaba, los registros deberían proporcionarle cientos de gemelos, incluidas numerosas parejas cuyos miembros se criaron separadamente. Podría ser un gran salto cuantitativo hacia delante en su investigación. Pero antes debía obtener el permiso del Departamento.

Su mejor amiga en la escuela había sido Ghita Sumra, un genio para las matemáticas, descendiente de indios asiáticos, que ahora desempeñaba un alto puesto directivo en el departamento de información tecnológica del FBI. Trabajaba en Washington, pero vivía en Baltimore. Ghita ya había accedido en principio a pedir a sus patronos que prestasen a Jeannie la colaboración que pudieran. Prometió informar de la decisión a finales de aquella semana, pero Jeannie deseaba apremiarla un poco. Marcó su número de teléfono.

Aunque Ghita había nacido en Washington, su voz conservaba un leve acento del subcontinente indio en la suavidad del tono y la rotundidad precisa de sus vocales.

– ¡Hola, Jeannie! ¿Qué tal tu fin de semana? -se interesó.

– Atroz -respondió Jeannie-. A mi madre le fallaron por fin las neuronas y la tuve que ingresar en una residencia.

– No sabes cómo lo siento. ¿qué hizo?

– Se olvidó de que estaba en plena noche, se levantó, no se acordó de vestirse, salió a comprar un cartón de leche y se olvidó de dónde vivía.

– ¿Qué ocurrió?

– La encontró la policía. Por suerte llevaba en el bolso un cheque mío y consiguieron localizarme.

– ¿Cómo lo ves?

Una pregunta femenina. Los hombres -Jack Budgen, Berrington Jones- le hubieran preguntado qué iba a hacer. Era preciso ser mujer para preguntar cómo lo veía.

– Mal -respondió Jeannie-. Si he de cuidar de mi madre, ¿quién va a cuidar de mí?

– ¿En qué clase de residencia está?

– Barata. Es todo lo que cubre su seguro. Tengo que sacarla de allí en cuanto encuentre el dinero que me hace falta para pagarle algo mejor. -Percibió el silencio preñado de aprensión que se produjo en el otro extremo de la línea y comprendió que Ghita estaba pensando que aquellas palabras eran el preámbulo de un sablazo. Se apresuró a añadir-: Voy a dar algunas clases particulares los fines de semana. ¿Hablaste ya a tu jefe de mi propuesta?

– Desde luego.

Jeannie contuvo la respiración.

– Aquí todo el mundo se ha interesado en tu programa -dijo Ghita.

Eso no era ni sí ni no.

– ¿No tenéis sistemas de exploración informática?

– Sí, pero tu aparato investigador es mucho más rápido que cualquiera de los que tenemos. Están hablando de comprarte los derechos del programa.

– Fantástico. Quizá no necesite dar clases particulares los fines de semana, después de todo.

Ghita dejó oír su risa.

– Antes de que descorches la botella de champán, hay que asegurarse de que el programa realmente funciona.

– ¿Cuánto vamos a tener que esperar?

– Lo probaremos de noche, porque el uso normal de la base de datos tiene entonces el mínimo de interferencias. Tendré que esperar a una noche tranquila. Dentro de una semana, dos a lo sumo.

– ¿No podría ser antes?

– ¿Tanta prisa corre?

Si, corría tanta prisa, pero Jeannie no estaba nada dispuesta a confiar a Ghita sus preocupaciones.

– Sólo estoy impaciente -se evadió.

– Lo conseguiré lo antes posible, no te inquietes. ¿Puedes transferirme el programa por módem?

– Claro. Pero ¿no crees que debería estar allí para pasarlo?

– No, no lo creo -la voz de Ghita incluía una sonrisa.

– Naturalmente, tú entiendes mucho más que yo de esa clase de material.

– Lo enviamos desde aquí. -Ghita leyó la dirección del correo electrónico y Jeannie la anotó-. Te mandaré los resultados por el mismo sistema.

– Gracias. Oye, Ghita…

– ¿Qué?

– ¿Me va a hacer falta un refugio fiscal?

– Fuera de aquí.

Ghita soltó una carcajada y colgó.

Jeannie oprimió el pulsador del ratón sobre América Online y accedió a Internet. Mientras transfería su programa al FBI sonó una llamada en la puerta y entró Steven Logan.

La muchacha le lanzó una mirada valorativa. Le había dado unas noticias inquietantes y el rostro de Steve las acusaba; pero era joven y resistente, de modo que el golpe no le había derribado. Era psicológicamente muy estable. De haber pertenecido al tipo criminal -como presumiblemente lo era su hermano, Dennis- a esas alturas ya habría provocado una pelea con alguien.

– ¿qué tal te fue? -le preguntó.

Steve cerró la puerta a su espalda, con el talón.

– Asunto concluido -dijo-. Me he sometido a todas las pruebas, he completado todos los exámenes y he rellenado todos los cuestionarios que el ingenio de la raza humana ha sido capaz de imaginar.

– Entonces eres libre de volver a casa.

– Pensaba quedarme en Baltimore esta noche. La verdad es que me preguntaba si te importaría cenar conmigo.

Jeannie estaba desprevenida.

– ¿Con qué objeto? -preguntó, con brusca descortesía.

La pregunta le desconcertó.

– Bueno, pues… porque…, no me cabe duda de que me gustaría conocer más cosas acerca de tu investigación.

– ¡Ah! Bien, por desgracia, ya tengo un compromiso para cenar.

Steve pareció muy decepcionado.

– ¿Crees que soy demasiado joven?

– ¿Demasiado joven para qué?

– Para salir contigo.

Eso la sorprendió.

– No sabía que me estabas pidiendo una cita -confesó.

Steve pareció sentirse violento.

– Pareces lenta de reflejos.

– Lo siento.

Era lenta. Lo había conocido ayer, en las pistas de tenis. Pero se había pasado el día pensando en Steve sólo como sujeto de su estudio. Sin embargo, ahora que lo meditaba más a fondo, efectivamente era demasiado joven para salir con ella. Tenía veintidós años, un estudiante; ella era siete años mayor que él, una diferencia enorme.

– ¿Cuántos años tiene el hombre con el que vas a salir?

– Cincuenta y nueve o sesenta, algo así.

– Formidable. Te gustan los viejos.

A Jeannie le entraron ganas de mandarlo a paseo. Pero pensó que, después de todo lo que le había hecho pasar, le debía alguna compensación. El ordenador produjo un timbrazo para informarle de que había concluido la transferencia del programa.

– Estoy aquí todo el día -dijo-. ¿Te gustaría tomar una copa conmigo en el Club de la Facultad?

Steve se animó automáticamente.

– De mil amores, me encantaría. ¿Voy vestido adecuadamente?

Llevaba pantalones caqui y camisa azul de hilo.

– Mucho mejor que la mayoría de los profesores que suelen frecuentarlo -sonrió Jeannie. Salió del programa y apagó el ordenador.

– He llamado a mi madre -explicó Steven-. Le he contado tu teoría.

– ¿Se enfadó?

– Se echó a reír. Dijo que ni yo era adoptado ni tenía ningún hermano gemelo que hubiesen dado en adopción.

– Qué extraño.

Para Jeannie no dejaba de ser un alivio que la familia Logan se lo tomase con tanta calma. Por otra parte, el escepticismo que anidaba en el fondo de su mente aportó la alarmante sugerencia de que, al fin y al cabo, quizá Steven y Dennis no fuesen gemelos.

– ¿Sabes?… -Jeannie vaciló. Ya le había dicho bastantes cosas inesperadas para un día. Pero se lanzó-: Hay otro modo posible de que Dennis y tú seáis gemelos.

– Sé lo que estás pensando -dijo Steve-. Cambio de recién nacidos en el hospital.

Captaba las cosas rápido. Por la mañana había observado en más de una ocasión lo deprisa que sacaba conclusiones.

– Exacto -confirmó-. La madre número uno da a luz gemelos idénticos, las madres números dos y tres alumbran un varón cada una. Los dos gemelos se entregan a las madres dos y tres, mientras sus hijos pasan a la madre número uno. Cuando los niños crecen, la madre número uno colige que ha tenido gemelos fraternos que se parecen extraordinariamente poco.

– Y si las madres dos y tres no llegan a conocerse, nadie se percata nunca del asombroso parecido de los niños dos y tres.

– Es el viejo argumento de los autores de folletín -reconoció Jeannie-. Pero no es imposible.

– ¿Hay algún libro sobre este tema de los gemelos? Me gustaría saber algo más acerca del asunto.

– Sí, aquí tengo uno… -Repasó la librería-. No, está en casa.

– ¿Dónde vives?

– Ahí al lado.

– Puedes invitarme a esa copa en tu casa.

La muchacha titubeó. Se dijo que aquel era el gemelo normal, no el psicópata.

– Desde hoy, sabes mucho de mí -comento Steve-. Y siento curiosidad por tu persona. Me gustaría ver como vives.

Jeannie se encogió de hombros.

– Claro, ¿por qué no? Vamos.

Eran las cinco de la tarde y el día empezaba a refrescar cuando salieron de la Loquería. Steve emitió un silbido al ver el Mercedes rojo.

– ¡Vaya coche guapo!

– Hace ocho años que lo tengo -dijo Jeannie-. Lo adoro.

– El mío está en el aparcamiento. Me situaré detrás de ti y daré un toque con los faros para avisarte.

Se alejó. Jeannie subió al Mercedes y encendió el motor. Al cabo de unos minutos vio reflejarse en el retrovisor el centelleo de los faros de Steve. Salió del aparcamiento, rumbo a la carretera. Cuando abandonaba el campus observó que un coche patrulla de la policía se colocaba en la estela del coche de Steve. Echó una ojeada al cuenta kilómetros y redujo la velocidad a menos de cincuenta por hora.

Parecía que Steven Logan se estaba encaprichando de ella. Aunque Jeannie no correspondiese a tal sentimiento, no dejaba de complacerla. Era halagador haberse ganado el corazón de un jovencito macizo y guaperas.

Durante todo el trayecto hasta el domicilio de Jeannie, Steve se mantuvo pegado a su cola. Ella detuvo el coche delante de la casa y el aparcó inmediatamente detrás.

Como en muchas calles de Baltimore, había una hilera de pórticos, un porche comunal que se prolongaba a lo largo de todas las casas, donde los vecinos se sentaban a tomar el fresco en los días anteriores al aire acondicionado. Jeannie cruzó el pórtico, se detuvo ante la puerta y empezó a buscar las llaves.

Dos agentes salieron del coche patrulla como si los expulsara un estallido; empuñaban sus armas de reglamento. Adoptaron posiciones de disparo, extendidos rígidamente los brazos, con los revólveres apuntando a Jeannie y Steve.

A la mujer le dio un vuelco el corazón.

– ¡Joder!… -exclamó Steve.

– ¡Policía! -chilló a voz en cuello uno de los hombres-. ¡Quietos!

Jeannie y Steve levantaron los brazos.

Pero los policías no se relajaron.

– ¡Al suelo, hijo de puta! -chilló uno de ellos-. ¡Boca abajo, las manos a la espalda!

Jeannie y Steve se tendieron de cara al suelo.

El agente se les acercó con las mismas precauciones que si ambos fueran dos bombas de relojería.

– ¿No cree que sería mejor que nos explicase a que viene todo esto? -sugirió Jeannie.

– Usted puede levantarse, señora -permitió uno de los agentes.

– Por Dios, gracias. -Jeannie se puso en pie. Le latía el corazón aceleradamente, pero todo indicaba que los polis habían cometido un error estúpido.

– Ahora que ya me han dejado medio muerta del susto, ¿pueden decirme que infiernos está pasando?

Siguieron sin dar explicaciones. Mantuvieron las armas apuntadas sobre Steve. Uno de ellos se arrodilló junto al muchacho y, con rápido y experto movimiento, le puso las esposas.

– Quedas arrestado, soplapollas -dijo el policía.

– Soy mujer de mentalidad abierta -aseguró Jeannie-, pero ¿considera imprescindible emplear ese lenguaje soez? -Nadie le hizo maldito caso. Lo intentó de nuevo-: De todas formas, ¿qué se supone que ha hecho este chico?

Un Dodge Colt azul claro frenó chirriante detrás del coche patrulla de la policía. Dos personas se apearon de é. Una era Mish Delaware, la detective de la Unidad de Delitos Sexuales. Llevaba la misma falda y la misma blusa que vistiera por la mañana, pero se había puesto encima una chaqueta de algodón que sólo en parte ocultaba el arma enfundada en la cadera.

– Habéis perdido el culo para venir -comentó uno de los agentes.

– Estábamos en el barrio -replico Mish Delaware. Miró a Steve, tendido en el suelo, y ordenó-: Levántalo.

El agente agarró a Steve por un brazo y le ayudó a ponerse en pie.

– Es él, desde luego -dijo Mish-. Este es el pájaro que violó a Lisa Hoxton.

– ¿Steve? -articuló Jeannie en tono incrédulo. «Jesús, he estado a punto de llevarlo a mi piso.»

– ¿Violado? -pregunto Steve.

– El agente localizó su coche cuando salía del campus -informó Mish.

Jeannie se fijó bien por primera vez en el automóvil de Steve.

Era un Datsun castaño, de unos quince años de antigüedad. Lisa había creído ver al violador al volante de un viejo Datsun blanco.

Su sobresalto y alarma iniciales empezaban a ceder ante la recapacitación racional. La policía le consideraba sospechoso: eso no le convertía en culpable. ¿Cuál era la prueba?

– Si vais a detener a todo hombre que veáis conduciendo un Datsun herrumbroso…

Mish tendió a Jeannie una hoja de papel. Era una octavilla con el retrato en blanco y negro de un hombre, una imagen generada por ordenador. Jeannie la contempló. El retrato guardaba cierto parecido con el rostro de Steve.

– Puede que sea él y puede que no lo sea -manifestó Jeannie.

– ¿Qué estás haciendo en su compañía?

– Es un sujeto de mis investigaciones. Le sometimos a determinadas pruebas en el laboratorio. ¡No puedo creer que sea el violador!

Sus pruebas demostraban que Steven tenía la personalidad heredada de un delincuente en potencia…, pero también demostraban que no había desarrollado las inclinaciones de un verdadero criminal.

– ¿Puedes dar cuenta de tus movimientos entre las siete y las ocho de la tarde de ayer? -se dirigió Mish a Steven.

– Bueno, estuve en la UJF -respondió Steven.

– ¿Qué hiciste?

– No gran cosa. Tenía pensado salir con mi primo Ricky, pero el canceló el encuentro. Me vine aquí para orientarme acerca del lugar donde tenía que presentarme esta mañana. No tenía otra cosa que hacer.

Hasta a Jeannie le pareció bastante pobre aquella explicación. Pensó, abatida, que tal vez fuese Steve el violador. Pero, sí lo era, toda la teoría de la doctora Jeannie Ferrami se vendría abajo.

– ¿Cómo mataste el tiempo? -pregunto Mish.

– Miré el tenis un rato. Después me fui a un bar de Charles Village y pasé allí un par de horas. Me perdí el gran incendio.

– ¿Puede alguien confirmar lo que dices?

– Bueno, intercambié unas palabras con la doctora Ferrami, aunque en aquel momento no sabía que era ella.

Mish se encaró con Jeannie. Ésta vio hostilidad en los ojos de la detective y recordó el conato de enfrentamiento de aquella mañana, cuando Mish trataba de convencer a Lisa para que colaborase.

– Fue después de mi partido de tenis -dijo Jeannie-, minutos antes de que el fuego se declarase.

– De modo que no puedes precisarnos donde estaba en el momento en que se produjo la violación -determinó Mish.

– No, pero yo puedo añadir algo más -terció Jeannie-. Me he pasado todo el día sometiendo a este hombre a test psicológicos, y su perfil psicológico no es el de un violador.

La expresión de Mish denotó menosprecio.

– Eso no es ninguna evidencia.

– Ni esto tampoco -subrayó Jeannie que aún tenía la octavilla en la mano.

Hizo una pelota con el papel y la dejó caer en la acera.

Mish hizo una señal con la cabeza a los agentes.

– Adelante.

– Aguardad un momento -dijo Steve con voz clara y tranquila.

Los agentes vacilaron.

– Jeannie, estos tipos me tienen sin cuidado, pero quiero decirte que yo no lo hice y que nunca haría una cosa de esa clase.

Jeannie le creyó. Se preguntó por qué. ¿Sólo porque necesitaba que fuese inocente en beneficio de su teoría? No: contaba con las pruebas psicológicas demostrativas de que el muchacho no presentaba ninguna de las características asociadas con los delincuentes. Pero había algo más: su intuición. Se sentía a salvo con él. Steve no ofreció ningún indicio peligroso. Escuchó cuando ella hablaba, en ningún momento trato de amilanarla, no la tocó inapropiadamente, no manifestó enojo ni hostilidad. Le gustaban las mujeres y las respetaba. No era un violador.

– ¿Quieres que avise a alguien? -se brindó-. ¿A tus padres?

– No -declinó él en tono resuelto-. Se preocuparían. Y todo esto habrá acabado en cuestión de horas. Se lo contaré entonces.

– ¿No te estarán esperando esta noche?

– Les advertí que era posible que volviera a quedarme con Ricky.

– En fin, si tan seguro estás… -articuló Jeannie, dubitativa.

– Segurísimo.

– Venga ya -dijo Mish con impaciencia.

– ¿A qué viene tanta prisa? -saltó Jeannie-. ¿Te queda alguna otra persona inocente por arrestar?

Mish la fulminó con la mirada.

– ¿Y tú tienes alguna cosa más que decirme?

– ¿Qué viene ahora?

– Habrá una rueda de reconocimiento. Dejaremos que sea Lisa Hoxton quien decida si éste es el hombre que la forzó. -Con irónica deferencia, Mish añadió-: ¿Le parece a usted bien, doctora Ferrami?

– Por mí, de acuerdo -repuso Jeannie.