"El tercer gemelo" - читать интересную книгу автора (Follet Ken)

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La señora Ferrami dijo:

– Quiero irme a casa.

– No te preocupes, mamá -le tranquilizó su hija Jeannie-, vamos a sacarte de aquí antes de lo que crees.

Patty, la hermana menor de Jeannie le echó una mirada que significaba: ¿Cómo rayos supones que vamos a hacer tal cosa?

La Residencia Bella Vista del Ocaso era lo máximo que podía sufragar el seguro sanitario y en ella todo era pura fachada. La habitación contenía dos camas de hospital, otros tantos armarios, un sofá y un televisor. Las paredes estaban pintadas de color marrón champiñón y el suelo era de baldosas de plástico, de un tono crema surcado por vetas anaranjadas. La ventana tenía reja, pero no cortinas, y daba a una gasolinera. Había una jofaina en un rincón y los aseos estaban en el pasillo.

– Quiero irme a casa -repitió la madre.

– Pero, mamá -dijo Patty-, siempre te estás olvidando de las cosas, ya no puedes cuidar de ti misma.

– Claro que puedo, no te atrevas a hablarme de ese modo.

Jeannie se mordió el labio. Contempló la ruina humana en que había degenerado su madre y le entraron ganas de llorar. La señora tenía facciones enérgicas: cejas negras, ojos oscuros, nariz recta, boca amplia y sólido mentón. Los mismos rasgos se repetían en Jeannie y Patty, aunque la madre era de constitución menuda y ellas altas como el padre. Las tres tenían un carácter resuelto, tal como sugería su apariencia: «formidable» era la palabra con la que se solía calificar a las mujeres Ferrami. Pero la madre ya no volvería a ser formidable. Padecía el mal de Alzheimer.

No contaba aún sesenta años. Jeannie, que tenía veintinueve, y Patty, que andaba por los veintiséis, habían confiado en que podría cuidar de sí misma durante algunos años más, pero esa esperanza saltó hecha añicos aquella misma madrugada, a las cinco, cuando un agente de policía de Washington telefoneó para notificar que había encontrado a su madre en la calle Dieciocho. La mujer vagaba sin rumbo, vestida con un camisón sucio, y lloriqueaba y decía que no se acordaba de donde vivía.

Jeannie se puso al volante de su automóvil y, en aquella tranquila mañana de domingo, se dirigió a Washington, distante una hora de Baltimore. Recogió a su madre en la comisaría, la llevó a casa, la bañó, la vistió y luego llamo a Patty. Juntas, las dos hermanas tramitaron el ingreso de la señora Ferrami en el asilo de Bella Vista. La institución estaba en la ciudad de Columbia, entre Washington y Baltimore. Tía Rosa había pasado allí sus últimos años. Tía Rosa tenía la misma póliza de seguro sanitario que su madre.

– No me gusta este sitio -dijo la señora Ferrami.

– A nosotras tampoco -manifestó Jeannie-, pero en estos momentos es todo lo que podemos permitirnos.

Intentó que su voz sonara natural y razonable, pero lo cierto es que le salió un tono áspero.

Patty le dirigió una mirada de reproche.

– Vamos, mamá, hemos vivido en sitios peores -dijo.

Era verdad. Cuando su padre fue a la cárcel por segunda vez, la madre y las dos jóvenes vivieron en una habitación, con un hornillo encima del aparador y el grifo del agua en el pasillo. Fueron los años en que la asistencia social les ayudo a sobrevivir. Pero la madre fue una leona en la adversidad. En cuanto Jeannie y Patty empezaron a ir a la escuela, encontró una mujer de edad a la que no le importaba echar un vistazo a las chicas cuando volvían a casa, se buscó un empleo -había sido peluquera, y aun se mantenía en buena forma, aunque su estilo resultase algo pasado de moda- y no tardó en trasladarse con las chicas a un pisito de dos habitaciones situado en Adams-Morgan, que entonces era un respetable barrio de clase obrera.

Les preparaba tostadas para desayunar, enviaba a Jeannie y a Patty al colegio impecables con su vestidito limpio y después se peinaba y maquillaba -trabajando en un salón de belleza, una tenía que ir presentable- y siempre dejaba la cocina como los chorros del oro, con una bandeja de galletas encima de la mesa para cuando las niñas volviesen de la escuela. Los domingos hacían la colada y limpiaban a fondo el pisito entre las tres. Mamá siempre había sido tan capaz, tan segura, tan infatigable que a una le destrozaba el corazón ver en la cama a aquella mujer olvidadiza y quejumbrosa.

En aquel momento, la anciana frunció las cejas, como si algo la desorientara, y dijo:

– ¿Por que llevas ese aro en la nariz, Jeannie?

Jeannie se llevo los dedos al fino aro de plata y esbozo una triste sonrisa.

– Mamá, me perforé la ventana de la nariz cuando era niña. ¿No te acuerdas de que te pusiste hecha una furia? Creí que ibas a echarme a la calle.

– Se me olvidan las cosas -reconoció la mujer.

– Pues yo sí que me acuerdo -intervino Patty-. Pensé que aquello tuyo era la mayor hazaña de todos los tiempos. Claro que yo tenía once años y tu catorce; para mí, todo lo que hacías era audaz, elegante e inteligente.

– Quizá lo fuese -dijo Jeannie con burlona jactancia.

Patty rió entre dientes.

– Lo de la chaqueta naranja seguro que no lo fue.

– ¡Oh, Dios santo, aquella chaqueta! Mamá acabó quemándola después de que durmiese con ella puesta en un edificio abandonado y se me llenara de pulgas.

– De eso me acuerdo -tercio la madre de pronto-. ¡Pulgas! ¡Una hija mía!

Se mostraba indignadísima aún, quince años después.

De repente, la atmósfera se tornó más desenfadada. Aquellas reminiscencias llevaron a la memoria de las tres el recuerdo de lo unidas que habían estado. Era un buen momento para despedirse.

– Será mejor que me vaya -dijo Jeannie, al tiempo que se ponía en pie.

– Yo también tengo que marcharme -se sumo Patty-. He de hacer la cena.

Sin embargo, ninguna de las dos hizo el menor intento de dirigirse a la puerta. Jeannie tuvo la sensación de que abandonaba a su madre, de que la dejaba desamparada en un momento de necesidad. Allí, nadie la apreciaba. Debería contar con una familia que la atendiese. Jeannie y Patty deberían quedarse a su lado, cocinar para ella, plancharle el camisón y ponerle en la tele su programa favorito.

– ¿Cuándo volveréis a visitarme? -quiso saber la madre.

Jeannie titubeó. Deseaba decir: «Mañana te traeré el desayuno y estaré contigo todo el día». Pero eso era imposible: la esperaba una semana tremenda de trabajo. El sentimiento de culpa la anegó. «¿Cómo puedo ser tan cruel?»

Patty la rescató, le echó el cable de:

– Yo vendré mañana y traeré a los críos para que te vean, eso te gustará.

Pero la madre no estaba dispuesta a dejar que Jeannie se marchase tan fácilmente.

– ¿Vendrás tu también, Jeannie?

Jeannie apenas podía hablar.

– Tan pronto como pueda. -Sofocada por la pena que la asfixiaba, se inclinó sobre la cama y besó a su madre-. Te quiero, mamá. Procura tenerlo presente.

En el momento en que estuvieron en el lado exterior de la puerta, Patty rompió a llorar.

Jeannie también estuvo a punto de estallar en lágrimas, pero era la hermana mayor y hacía mucho tiempo que había adoptado la costumbre de dominar sus emociones mientras cuidaba de Patty. Pasó un brazo alrededor de los hombros de su hermana en tanto avanzaban por el aséptico pasillo. Patty no era débil, pero se sometía más a las circunstancias que Jeannie, la cual era combativa, tenaz y lanzada. La madre siempre criticaba a Jeannie y comentaba que, en carácter, debería parecerse más a Patty.

– Me gustaría tenerla en casa conmigo, pero no puedo -se lamentó Patty, apesadumbrada.

Jeannie asintió. Patty estaba casada con un carpintero llamado Zip. Vivían en una casita adosada de dos habitaciones. El segundo dormitorio lo compartían los tres chicos. Davey contaba seis años, Mel cuatro y Tom dos. No había sitio para la abuela.

Jeannie era soltera. Como profesora auxiliar en la Universidad Jones Falls ganaba treinta mil dólares al año -suponía que una barbaridad menos que el marido de Patty- y acababa de firmar la primera hipoteca sobre un piso de dos habitaciones recién adquirido y amueblado a crédito. Una de las habitaciones era sala de estar con cocina incorporada en un rincón, la otra era el dormitorio, con armario empotrado y baño minúsculo. Si le cedía la cama a su madre, ella tendría que dormir todas las noches en el sofá; y en casa no quedaría nadie para cuidar durante el día a una mujer con la enfermedad de Alzheimer.

– Yo tampoco puedo encargarme de ella -dijo.

Patty mostró su rabia a través de las lágrimas.

– ¿Entonces por qué le dijiste que la sacaríamos pronto de aquí? ¡No podemos!

Salieron al tórrido calor de la calle.

– Iré mañana al banco y pediré un crédito. La ingresaremos en una residencia mejor y pagaré la diferencia. Lo que le falte al seguro médico.

– ¿Y cómo devolverás el préstamo? -Patty fue a lo práctico.

– Me las arreglaré para que me asciendan a profesora adjunta, después obtendré plaza de catedrática, me encargarán la preparación de un libro de texto y conseguiré que tres multinacionales me contraten como asesora.

Patty sonrió a través de las lágrimas.

– Yo te creo, pero ¿te creerá el banco?

Patty siempre había tenido una fe ciega en Jeannie. Patty nunca había sido ambiciosa. En el colegio siempre estuvo por debajo del nivel medio, se casó a los diecinueve años y se dispuso a alumbrar y a criar hijos sin dar señales de lamentarlo. Jeannie era la otra cara de la moneda. Primera de la clase y gran figura de todos los equipos deportivos, había sido campeona de tenis y cursado todos los estudios gracias a becas deportivas. Fuera lo que fuese lo que dijera que iba a hacer, Patty nunca dudaba de que lo cumpliría.

Pero Patty también tenía razón, el banco no le concedería otro préstamo tan inmediatamente después de haberle financiado la compra del piso. Y Jeannie acababa de estrenarse en el cargo de profesora auxiliar: transcurrirían tres años antes de que consideraran la posibilidad de ascenderla. Cuando llegaban a la zona de aparcamiento, Jeannie dijo, a la desesperada:

– Está bien, venderé el coche.

Adoraba su automóvil. Era un Mercedes 230C de veinte años de antigüedad, un sedán rojo de dos puertas con asientos de cuero negro. Lo había comprado ocho años atrás con los cinco mil dólares que obtuvo al ganar el torneo de tenis del Mayfair Lites College. Cosa que ocurrió antes de que se pusiera de moda ser dueño de un viejo Mercedes.

– Probablemente vale ahora el doble de lo que pagué por él -dijo.

– Pero tendrás que comprarte otro coche -observó Patty, aún despiadadamente realista.

– Tienes razón -suspiró Jeannie-. En fin, siempre me queda el recurso de dar clases particulares. Va contra las reglas de la UJF, pero es muy posible que me gane mis buenos cuarenta dólares a la hora dando clases individuales de recuperación de estadística, a estudiantes ricos que suspendieron el examen en otras universidades. Tal vez saque trescientos dólares semanales; libres de impuestos si no los declaro. -Miró a su hermana a los ojos-. ¿Tú puedes aportar algo?

Patty desvió la vista.

– No lo sé.

– Zip gana más que yo.

– Me matará por decírtelo, pero podremos contribuir con unos setenta y cinco u ochenta a la semana. -Patty añadió por último-: Le pincharé un poco para que pida un aumento de sueldo. Es un poco cobardica a la hora de hacerlo, pero me consta que se lo merece, y el Jefe le aprecia.

Jeannie empezó a sentirse algo más optimista, aunque la perspectiva de pasarse los domingos dando clases a estudiantes que no habían logrado superar el examen de licenciatura le resultaba deprimente.

– Con cuatrocientos dólares semanales extra podremos conseguirle a mamá una habitación con cuarto de baño propio.

– En cuyo caso podría tener cerca algunas de sus cosas, adornos y quizás unos cuantos muebles de su piso.

– Preguntaremos por ahí, a ver si alguien sabe de algún lugar bonito.

– De acuerdo. -Patty parecía preocupada-. La enfermedad de mamá es hereditaria, ¿no? Vi algo de eso en la tele.

Jeannie asintió.

– Hay un defecto en el gen AD3, estrechamente relacionado con el inicio del mal de Alzheimer.

Jeannie recordaba que se localizaba en el cromosoma 14q24.3, pero eso sería chino para Patty.

– ¿Significa eso que tu y yo acabaremos igual que mamá?

– Significa que existen muchas probabilidades de que sea así.

Permanecieron en silencio durante un momento. La idea de perder las facultades mentales era algo demasiado funesto para hablar de ello.

– Me alegro de haber tenido a mis hijos siendo muy joven -dijo Patty-. Serán lo bastante mayorcitos para cuidarse por sí mismos cuando me suceda eso a mí.

Jeannie captó un punto de reproche. Lo mismo que la madre, Patty consideraba que había algo reprobable en el hecho de haber cumplido los veintinueve y no tener hijos.

– El hecho de que hayan descubierto el gen es también esperanzador. Eso significa que para cuando nosotras tengamos la edad que tiene ahora mamá, puede que estén en condiciones de inyectarnos una versión alterada de nuestro propio ADN que no tenga el gen fatal.

– Mencionaron eso en la televisión. Tecnología de recombinación del ADN, ¿verdad?

Jeannie sonrió a su hermana.

– Verdad.

– Ya ves que no soy tan tonta.

– Nunca he dicho que lo fueras.

– La cuestión es -articuló Patty pensativamente- que nuestro ADN nos hace lo que somos, de forma que si yo cambio mi ADN, ¿me convierte eso en una persona distinta?

– No es sólo el ADN lo que te hace ser como eres. También influye tu educación, el ambiente en que te has criado. En eso me ocupo.

– ¿Qué tal tu nuevo trabajo?

– Es emocionante. Se trata de mi gran oportunidad, Patty. Un sinfín de personas leyeron mi artículo sobre la criminalidad y las posibilidades de que se encuentre en nuestros genes.

Publicado el año anterior, mientras ella estaba en la Universidad de Minnesota, el artículo llevaba el nombre del profesor que lo había supervisado encima del de Jeannie, pero el trabajo lo había realizado la muchacha.

– No llegué a determinar si decías que la criminalidad se hereda o no.

– Identifiqué cuatro rasgos que conducen a la conducta criminal: impulsividad, intrepidez, agresividad e hiperactividad. Pero mi teoría consiste en que ciertos sistemas de educación infantil neutralizan esos rasgos y convierten a criminales potenciales en buenos ciudadanos.

– ¿Cómo puedes demostrar una cosa como esa?

– Mediante el estudio de gemelos que se criaron separados. Los gemelos univitelinos tienen el mismo ADN. Y cuando los adoptan al nacer o los separan por algún otro motivo, se educan de manera distinta. Así que hay parejas de gemelos en las que uno de ellos es un delincuente y el otro una persona normal. De forma que analizo la manera en que se educaron y las diferencias existentes entre los comportamientos educativos de los respectivos padres.

– Tu trabajo es realmente importante -dijo Patty.

– Eso creo.

– Tenemos que averiguar por qué hoy en día tantos estadounidenses se vuelven malos.

Jeannie asintió con la cabeza. Eso era, en pocas palabras.

Patty se dirigió a su vehículo, una vieja ranchera Ford, con la parte de atrás llena de trastos de los chicos, chatarra de llamativos colorines: un triciclo, un cochecito de niño plegable, un surtido de raquetas y pelotas y un gran camión de juguete con una rueda rota.

– Dales un besazo a los chicos de mi parte, ¿vale? -dijo Jeannie.

– Gracias. Te llamaré mañana, después de visitar a mamá.

Jeannie sacó las llaves, vaciló, se acercó luego a Patty y le dio un abrazo.

– Te quiero, hermanita.

– Yo también -repuso Patty.

Jeannie subió a su automóvil y arrancó.

Se sentía irritada e inquieta, con el ánimo rebosante de sentimientos encontrados, pendientes, respecto a su madre, a Patty y al padre que no estaba con ellas. Salió a la 170 y condujo a excesiva velocidad, cambiando de carril entre el tráfico. Se preguntó que iba a hacer con el resto del día, pero enseguida recordó que se suponía que iba a jugar al tenis a las seis y luego a tomar pizza y cerveza con un grupo de estudiantes licenciados y profesores jóvenes del departamento de psicología de la Jones Falls. Su primera idea fue cancelar todo el programa de la velada. Pero tampoco le apetecía ni tanto así quedarse en casa calentándose los cascos. Iría a jugar al tenis, decidió: el ejercicio le haría sentirse mejor. Después se dejaría caer por el bar de Andy, pasaría allí cosa de una hora y se retiraría temprano.

Pero las cosas no salieron así.

Su rival en el partido de tenis era Jack Budgen, el bibliotecario jefe de la universidad. Había jugado una vez en Wimbledon y, aunque tenía ya cincuenta años y estaba calvo, aún conservaba buena parte de su antigua destreza y estaba en buenas condiciones físicas. La cumbre de su carrera la alcanzó cuando figuró en el equipo olímpico de tenis de Estados Unidos, allá por la época en que era estudiante en busca de la licenciatura. Con todo, Jeannie era más fuerte y más rápida que Jack.

Jugaban en una de las pistas de arcilla roja del campus de la Jones Falls. Eran dos tenistas bastante igualados y el partido atrajo una pequeña multitud de espectadores. No existían normas relativas a la forma de vestir, pero Jeannie siempre llevaba pantalones cortos blancos y polo del mismo color. Tenía el pelo largo y moreno, no sedoso y liso como Patty, sino rizado y bastante rebelde, por lo que se lo recogía bajo una gorra de visera.

El servicio de Jeannie era dinamita y su mate cruzado de revés a dos manos resultaba verdaderamente asesino. Respecto al servicio, Jack poco podía hacer, pero al cabo de unos juegos tuvo buen cuidado en impedir en lo posible que Jeannie utilizase el mate de revés. El hombre recurrió a la astucia, se dedicó a reservar energías y dejar que Jeannie cometiese errores. La muchacha jugaba con excesiva agresividad, incurría en dobles faltas al sacar e iba a la red con precipitación. En un día normal, Jeannie se daba perfecta cuenta, podía vencerle; pero aquella tarde su concentración se había dispersado y no pensaba las jugadas. Ganaron un juego cada uno, en el tercero se pusieron cinco a cuatro a favor de Jack, con el servicio en poder de la muchacha; tendría que conservarlo para seguir en el partido.

Hubo dos cuarenta iguales, luego Jack ganó un punto y la ventaja fue suya. La pelota de saque de Jeannie se estrelló contra la red y de la pequeña multitud de espectadores se elevó un grito sofocado pero audible. En vez de ampararse en un segundo servicio más lento y seguro, como es normal, Jeannie tiró por la ventana toda precaución y sacó como si se tratara de un primer servicio. La raqueta de Jack conectó con la pelota y devolvió el saque sobre el revés de Jeannie. Esta conectó un mate y corrió hacia la red. Pero Jack no estaba desequilibrado como había fingido y respondió con un globo perfecto, que pasó por encima de Jeannie y al aterrizar justo sobre la línea de fondo le dio la victoria en el partido.

Jeannie se quedó mirando la pelota, con los brazos en jarras, furiosa consigo misma. Aunque llevaba varios años sin jugar en serio, conservaba un inquebrantable espíritu competitivo que hacía que le resultase muy duro perder. Calmó sus sentimientos y puso una sonrisa en su rostro. Dio media vuelta.

– ¡Bonito golpe! -gritó.

Se llegó a la red, tendió la mano y una ráfaga de aplausos surgió de los espectadores.

Se le acercó un joven.

– ¡Vaya, ha sido un partido estupendo! -acompañó el elogio con una amplia sonrisa.

Un rápido vistazo permitió a Jeannie evaluarlo. Era el típico cachas: alto y atlético, de cabello rizado, que llevaba muy corto, y bonitos ojos azules. Avanzaba hacia ella manifestando todo el interés del mundo.

Pero Jeannie no estaba de humor.

– Gracias -dijo, cortante.

El galán volvió a sonreír; la suya era una sonrisa tranquila y confiada que venía a decir que casi todas las mujeres a las que se la dedicaba se sentían felices de que él les dirigiera la palabra, al margen de si lo que les dijese merecía o no la pena.

– Verás, yo también juego un poco al tenis, y se me ha ocurrido que…

– Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi categoría -le interrumpió Jeannie, y pasó por su lado, desdeñosa.

Oyó que, a su espalda, el chico preguntaba en tono de buen humor:

– ¿Debo entender, pues, que no existe la más remota posibilidad de que disfrutemos de una cena romántica, seguida de una noche de loca pasión?

Jeannie no pudo por menos de sonreír, aunque sólo fuera por la insistencia del chico, y comprendió que había sido más brusca de lo necesario. Volvió la cabeza y habló por encima del hombro, sin detener el paso.

– Ni la más remota, pero gracias por la proposición -dijo.

Abandonó las pistas y se encaminó al vestuario. Se preguntó que estaría haciendo su madre en aquel momento. A aquella hora ya habría cenado: eran las siete y media y en tales instituciones servían temprano las comidas. Seguramente, estaría viendo la tele en el salón. Tal vez habría trabado amistad con alguien, con alguna mujer de su misma edad que soportaría las lagunas de amnesia y mostraría interés por las fotos de sus nietos. Mamá había tenido montones de amigas -compañeras del salón de belleza, algunas clientas, vecinas, personas que conoció durante veinticinco años-, pero era difícil para ellas mantener esa amistad cuando mamá olvidaba continuamente quienes diablos eran.

Cuando pasaba por delante del campo de hockey sobre hierba se dio de manos a boca con Lisa Hoxton. Lisa era la primera amiga de verdad que había hecho desde su llegada a Jones Falls un mes antes. Era ayudante en el laboratorio de psicología. Estaba licenciada en ciencias, pero no quería dedicarse a la enseñanza académica. Como Jeannie, procedía de una familia pobre y le intimidaba un poco la Ivy League a la que pertenecía la Jones Falls. Jeannie y Lisa simpatizaron al instante.

– Un chico intentó enrollarse conmigo hace un momento -sonrió Jeannie.

– ¿Qué tal era?

– Se parecía a Brad Pitt, pero más alto.

– ¿Le preguntaste si tenía otro amigo de su edad? -dijo Lisa.

Ella contaba veinticuatro años.

– No. -Jeannie miró por encima del hombro, pero el muchacho no estaba a la vista-. Continúa andando, por si acaso me sigue.

– ¿Tan malo sería?

– Venga ya.

– Jeannie, es el asqueroso del que huyes.

– ¡Cierra el pico!

– Podías haberle dado mi número de teléfono.

– Lo que debí haber hecho es anotarle en un papel tu talla de sujetador, con eso le habría dejado sin habla.

Lisa tenía un busto realmente voluminoso.

La muchacha se detuvo en seco. Durante unos segundos, Jeannie pensó que se había pasado y ofendido a Lisa. Empezó a darle forma mental a una disculpa. Pero Lisa exclamó:

– ¡Qué gran idea! «Uso la treinta y seis D, para más información, llame a este número de teléfono.» Es muy sutil, desde luego.

– No es más que envidia por mi parte, siempre desee tener un buen parachoques -reconoció Jeannie, y ambas se echaron a reír-. Pero es cierto, pedí a Dios que me concediera un tetamen como es debido. Prácticamente fui la última chica de la clase a la que le vino la regla, era de lo mas embarazoso.

– No me digas que te ponías de rodillas junto a la cama y rezabas: Por favor, Dios de mi alma, haz que me crezcan las tetas.

– La verdad es que a quien rezaba era a la Virgen María. Suponía que era asunto de mujeres. Y no decía tetas, naturalmente.

– ¿Qué decías? ¿Pechos?

– No, me figuraba que a la Virgen Santa no se le podía decir pechos.

– ¿Cómo los llamabas, pues?

– Globos.

Lisa soltó la carcajada.

– No sé de dónde saqué la palabra, debía de habérsela oído a algunos hombres que estuvieran hablando de ello. Me pareció un eufemismo bastante educado. Esto nunca se lo he contado a nadie en toda mi vida.

Lisa miró hacia atrás.

– Bueno, no veo ningún chico guapo lanzado en nuestra persecución. Me parece que hemos despistado a Brad Pitt.

– Buena cosa. Es exactamente mi tipo: apuesto, sexualmente atractivo, presuntuoso y absolutamente indigno de confianza.

– ¿Cómo sabes que no es de fiar? Sólo lo tuviste frente a ti veinte segundos.

– Todos los hombres son indignos de confianza.

– Es probable que tengas razón. ¿Piensas dejarte ver esta noche por el Andy's?

– Sí, sólo estaré una hora o así. Primero tengo que ducharme.

Llevaba el polo empapado de sudor.

– Yo también. -Lisa vestía pantalones cortos y calzaba zapatillas de deporte-. He estado entrenándome con el equipo de hockey. ¿Por qué sólo una hora?

– He tenido un día pesadísimo. -El partido había distraído a Jeannie, pero el agotamiento reapareció en aquel instante y provocó en ella una mueca de dolor-. He tenido que ingresar a mi madre en una residencia geriátrica.

– ¡Oh, Jeannie, cuánto lo siento!

Jeannie le contó la historia mientras entraban en el edificio del gimnasio y descendían por la escalera del sótano. En el vestuario, Jeannie vio al pasar la imagen de ambas reflejada en el espejo. Eran físicamente tan distintas que casi parecían actrices de un número cómico. Lisa tenía una estatura inferior a la talla media, Jeannie medía casi metro ochenta y cinco. Lisa era rubia y curvilínea, mientras que Jeannie era morena y musculosa. Lisa tenía una carita preciosa, salpicada de pecas a través de la coqueta naricilla y boca en forma de arco. La mayoría calificaba a Jeannie de impresionante, a algunos hombres les parecía guapa, pero nadie la había llamado nunca bonita.

Cuando se desprendían de las sudadas prendas deportivas, Lisa inquirió:

– ¿Qué hay de tu padre? Nunca hablas de él.

Jeannie suspiró. Era la pregunta que había aprendido a temer, incluso siendo niña; pero que surgía invariablemente, tarde o temprano. Durante muchos años mintió explicando que su padre estaba muerto, había desaparecido o se encontraba trabajando en Arabia Saudí. Últimamente, sin embargo, confesaba la verdad.

– Mi padre está en la cárcel -dijo.

– Oh, Dios. No debí preguntar.

– No importa. Se ha pasado en la cárcel la mayor parte de mi vida. Esta es la tercera condena que cumple.

– ¿A cuánto le sentenciaron?

– Ni me acuerdo. Carece de importancia. Cuando salga, seguirá sin servir para nada. Nunca se preocupó de cuidar de nosotras y no va a empezar a hacerlo ahora.

– ¿Nunca tuvo un empleo normal?

– Sólo cuando deseaba preparar un golpe. Se contrataba como conserje, portero o guarda de seguridad y trabajaba ocho o quince días, mientras estudiaba el terreno antes de cometer allí el robo.

Lisa le dirigió una mirada penetrante.

– ¿Por eso te interesa tanto la genética de la criminalidad?

– Puede.

– Probablemente no. -Lisa hizo un gesto como si apartara aquello a un lado-. De todas formas, no me gusta nada el psicoanálisis de aficionados.

Entraron en las duchas. Jeannie se lo tomó con calma, tardó más porque se lavaba la cabeza. Agradecía la amistad de Lisa. Esta llevaba poco más de un año en Jones Falls cuando al principio del semestre llegó Jeannie, a la que enseñó el lugar. A Jeannie le encantaba colaborar con Lisa en el laboratorio, porque Lisa era una muchacha en la que se podía confiar. También le gustaba salir con ella al finalizar el trabajo, porque se podía hablar de todo con la muchacha, sin temor a que se escandalizase.

Jeannie se estaba aplicando un acondicionador en el pelo cuando oyó ruidos extraños. Se detuvo y aguzó el oído. Sonaba como a chillidos de miedo. Un escalofrío de angustia atravesó su cuerpo, de pies a cabeza, haciéndola estremecer. De pronto, se sintió muy vulnerable: desnuda, mojada, en el subterráneo. Vaciló, luego se aclaró el pelo rápidamente y salió de la ducha para ver que estaba ocurriendo.

En cuanto salió de debajo del agua olió a quemado. No vio llamas, pero las densas nubes de humo negro grisáceo casi llegaban al techo. Parecía salir de los ventiladores. Se había declarado un incendio.

Sintió miedo. Nunca había estado en un incendio.

Las que tenían sangre fría agarraban sus bolsas y se dirigían a la puerta. Otras se entregaban a la histeria, se chillaban unas a otras con voz asustada y corrían de un lado para otro, sin rumbo. Un imbécil de seguridad, con la cara y la nariz cubiertas por un pañuelo moteado, las asustó todavía más al entrar en el vestuario, empujarlas y darles órdenes a voces.

Jeannie comprendió que no debía entretenerse allí el tiempo necesario para vestirse, pero tampoco podía decidirse a salir del edificio completamente desnuda. El miedo circulaba por sus venas como agua helada, pero se tranquilizó mediante un esfuerzo de voluntad. Encontró su taquilla. Lisa no estaba a la vista. Cogió sus ropas, se puso los vaqueros y se pasó la camiseta de manga corta por la cabeza.

Lo hizo todo en contados segundos, pero en ese espacio de tiempo la sala se quedó vacía de personas y llena de humo. Ya no veía la puerta y empezó a toser. Le aterró la idea de que le fuese imposible respirar. «Se dónde está la puerta, todo lo que tengo que hacer es conservar la calma», se dijo. Llevaba en el bolsillo de los vaqueros las llaves y el dinero. Cogió la raqueta de tenis. Contuvo la respiración, mientras atravesaba el vestuario con paso rápido, rumbo a la salida.

La densa humareda llenaba el pasillo y los ojos de Jeannie empezaron a lagrimear, acabando de cegarla. Deseó entonces haber salido desnuda y ganado así unos segundos preciosos. Los pantalones vaqueros no le ayudaban a respirar ni a ver nada en medio de aquella niebla de vapores y humos. Y si una está muerta, maldito si importa el que se encuentre desnuda.

Apoyó una mano temblorosa en la pared, a fin de orientarse mientras se apresuraba pasillo adelante, aún con la respiración contenida. Pensó que podía tropezar con otras mujeres, pero al parecer todas las demás se le habían adelantado. Al acabarse la pared, Jeannie supo que había llegado al pequeño vestíbulo, aunque no podía ver nada excepto nubes de humo. La escalera debía de estar delante. Cruzó el vestíbulo y chocó con la máquina de Coca-Cola. ¿La escalera quedaba a la izquierda o a la derecha? A la izquierda, supuso. Avanzó en esa dirección, entonces topó con la puerta del vestuario de los hombres y comprendió que había optado por la dirección equivocada.

Ya no podía contener la respiración por más tiempo. Aspiró aire con un gemido. Tragaba mas humo que oxígeno y eso la hizo toser convulsivamente. Retrocedió tambaleándose a lo largo de la pared, agitada dolorosamente por los accesos de tos, con las fosas nasales ardiendo y los ojos llenos de lágrimas, casi incapaz de verse las manos aunque se las pusiera delante de las narices. Con todo su ser anhelando una bocanada de aire a la que durante veintinueve años no había dado importancia. Siguió por la pared hasta la máquina de Coca-Cola y la rodeó. Comprendió que había encontrado la escalera en el momento en que tropezó con el primer peldaño. Se le escapó la raqueta de la mano y la perdió de vista.

Era una raqueta especial -con ella había ganado el Mayfair Lites Challenge-, pero la dejó abandonada y gateó escaleras arriba a cuatro patas.

Al llegar al espacioso vestíbulo de la planta baja comprobó que gran parte del humo se había disipado súbitamente. Vio las puertas del edificio, abiertas de par en par. Un guardia de seguridad estaba en la entrada, por la parte exterior; le hacía señas y le gritaba:

– ¡Venga!

Sin dejar de toser, medio ahogada, Jeannie cruzó el vestíbulo dando traspiés y salió al bendito aire libre.

Permaneció en la escalinata dos o tres minutos, doblada sobre sí misma, aspirando bocanadas de aire y expulsando el humo de sus pulmones. Cuando por fin la respiración alcanzó la normalidad oyó la sirena de un vehículo de emergencia que ululaba a lo lejos. Volvió la cabeza y buscó a Lisa con la mirada, pero no la localizó por parte alguna.

Seguramente ya habría salido. Estremecida todavía, Jeannie avanzó entre la muchedumbre, escudriñando los rostros. Ahora que se encontraban fuera de peligro, todo el mundo emitía risas nerviosas. Casi todos los estudiantes iban más o menos desnudos, por lo que reinaba una atmósfera curiosamente íntima. Las chicas que se las habían arreglado para salvar sus bolsas prestaban prendas de ropa a las compañeras menos afortunadas. Mujeres desnudas agradecían las sucias y sudadas camisetas que les dejaban sus amigas. Varias personas se cubrían sólo con toallas.

Lisa no estaba entre la multitud. Dominada por una creciente angustia, Jeannie volvió hasta el guardia de seguridad de la puerta.

– Temo que mi amiga pueda haberse quedado ahí dentro -dijo. Captó la vibración del miedo que matizaba su propia voz.

– No seré yo quien entre a buscarla -dijo el guardia rápidamente.

– Un hombre valiente -saltó Jeannie.

No estaba segura de haber deseado que lo hiciera, pero tampoco esperaba que aquel individuo fuera tan completamente inútil.

Apareció el resentimiento en la expresión del guardia.

– Ese trabajo les corresponde a ellos -señaló el coche de bomberos que se acercaba por la carretera.

Jeannie empezaba a temer de veras por la vida de Lisa, pero no sabía qué hacer. Observó, saturada de impotencia, a los bomberos, que se apeaban del vehículo y se ponían las máscaras respiratorias.

Le pareció que se movían tan despacio que le entraron ganas de sacudirlos y gritarles: «¡Rápido! ¡Rápido!». Llegó otro coche de bomberos y después un vehículo de la policía con la banda azul y plata del Departamento de Policía de Baltimore.

Mientras los bomberos arrastraban la manguera hacia el interior del edificio, un oficial abordó e interrogó al guardia del vestíbulo:

– ¿Dónde cree que empezó?

– En el vestuario de mujeres -le contestó el guardia.

– ¿Y dónde está eso, exactamente?

– En el sótano, al fondo.

– ¿Cuántas salidas tiene el sótano?

– Sólo una, la escalera que sube hasta el vestíbulo principal, que está ahí mismo.

Un empleado de mantenimiento que andaba por allí cerca le contradijo:

– Hay una escalerilla en la sala de máquinas de la piscina. Da a una trampilla de acceso situada en la parte trasera del edificio.

Jeannie captó la atención del oficial de bomberos.

– Creo que es posible que una persona este aún ahí dentro -dijo.

– ¿Hombre o mujer?

– Mujer. Veinticuatro años, rubia, baja de estatura.

– Si está ahí, la encontraremos.

Jeannie se tranquilizó durante un momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no habían prometido encontrarla viva.

Al individuo de seguridad que estuvo en el vestuario no se le veía por parte alguna. Jeannie se dirigió al jefe de bomberos:

– Hay otro guardia de seguridad en el edificio. No lo veo por ninguna parte. Un hombre alto.

– El único guardia de seguridad del edificio soy yo. No hay ningún otro -intervino el guardia del vestíbulo.

– Bueno, el que yo digo llevaba una gorra con la palabra SEGURIDAD escrita en ella y ordenaba a la gente que evacuara el edificio.

– Me importa un rábano lo que llevase escrito en la gorra…

– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios, deje de discutir! -saltó Jeannie-. ¡Tal vez me lo imaginé, pero si no es así, su vida puede estar en peligro!

Cerca de ellos, escuchándoles, había una muchacha con las vueltas del pantalón caqui arremangadas.

– Yo vi a ese tipo, un guarro asqueroso -dijo-. Me metió mano.

– Tranquilas -aconsejó el jefe de bomberos-, los encontraremos a todos. Gracias por su colaboración.

Se alejó.

Jeannie fulminó con la mirada al guardia del vestíbulo. Se daba cuenta de que el oficial de bomberos no le había hecho a ella demasiado caso porque había gritado al guardia. Se retiró, contrariada.

¿Qué iba a hacer ahora? Los hombres del servicio contra incendios entraban en el gimnasio con sus cascos y sus botazas. Ella iba descalza y se cubría con una camiseta de manga corta. Si intentaba entrar allí, la echarían inmediatamente. Apretó los puños con fuerza, consternada. «¡Piensa, piensa! ¿En qué otro sitio puede estar Lisa?»

El gimnasio se encontraba contiguo al edificio de Psicología Ruth W. Acorn, bautizado así en honor de la esposa de un benefactor, pero al que todo el personal llamaba la Loquería. ¿Era posible que Lisa se hubiese refugiado allí? Quizás estuviesen cerradas las puertas los domingos, pero también era probable que Lisa tuviera llave. Cabía la posibilidad de que se hubiese apresurado a entrar allí en busca de una bata de laboratorio con la que cubrirse o simplemente para sentarse a su mesa en tanto se recuperaba. Jeannie decidió ir a comprobarlo. Cualquier cosa era mejor que seguir allí de pie, cruzada de brazos.

Atravesó en cuatro zancadas el césped, hacia la entrada principal de la Loquería y echó un vistazo a través de los cristales de la puerta. No había nadie en el vestíbulo. Se sacó del bolsillo la tarjeta de plástico que hacía las veces de llave y la introdujo en la ranura del lector de tarjetas. Se abrió la puerta. Corrió hacia la escalera, al tiempo que llamaba:

– ¡Lisa! ¿Estás ahí?

El laboratorio se encontraba desierto. La silla de Lisa cuidadosamente colocada debajo del escritorio y la pantalla del ordenador apagada. Jeannie fue a echar una mirada en los servicios de mujeres, en el fondo del pasillo. Nada.

– ¡Maldita sea! -exclamó, frenética-. ¿Dónde diablos te has metido?

Jadeante, se apresuró a salir de nuevo de Psicología. Decidió rodear el edificio del gimnasio, por si acaso Lisa se encontrara sentada en el suelo, en algún punto, recobrando el aliento. Dobló la esquina y cruzó un patio lleno de enormes cubos de basura. En la parte posterior había un pequeño aparcamiento. Divisó una figura que corría por el camino, alejándose. Era alguien demasiado alto para tratarse de Lisa y, además, Jeannie casi tuvo la seguridad de que era un hombre. Se le ocurrió que tal vez fuese el guardia de seguridad que echaban de menos, pero la figura torció por la esquina de la Unión de Estudiantes y se perdió de vista antes de que Jeannie tuviese la certeza de ello.

Continuó rodeando el edificio del gimnasio. En el otro extremo había una pista de atletismo, desierta en aquel momento. Siguió completando el círculo y llegó a la entrada frontal.

La multitud era más numerosa que antes y había más coches de bomberos, camiones bomba y vehículos patrulla de la policía. Pero no veía a Lisa. Estaba prácticamente segura de que aún se encontraba en el edificio incendiado. Una especie de hado fatal serpenteó por el ánimo de Jeannie, que se resistió a aceptarlo. «¡No puedes permitir que esto suceda!»

Localizó al jefe de bomberos con el que había hablado antes. Lo cogió por un brazo.

– Tengo la casi absoluta certeza de que Lisa Hoxton está ahí dentro -manifestó, apremiante-. Por aquí fuera he mirado en todas partes y no la encuentro.

El hombre le dirigió una dura mirada y, finalmente, decidió que era de fiar. Sin responderle, se acercó a los labios el transmisor-receptor.

– Buscad a una joven blanca que se cree esta dentro del edificio, llamada Lisa, repito, Lisa.

– Gracias -dijo Jeannie.

Tras una seca inclinación de cabeza, el bombero se alejó de la muchacha.

Jeannie se alegró de que le hubiera hecho caso, pero aún no se sentía tranquila. Lisa podía verse atrapada allí dentro, encerrada en un lavabo o rodeada por las llamas, sin que nadie oyera sus gritos desesperados; o acaso se hubiera caído, se hubiera dado un golpe en la cabeza que la dejara inconsciente o hubiera perdido el sentido a causa del humo y yaciera en el suelo mientras el fuego crepitaba, acercándosele poco a poco, segundo a segundo.

Jeannie recordó que el hombre de mantenimiento había dicho que existía otra entrada al sótano. No la había visto cuando dio la vuelta al edificio del gimnasio por primera vez. Decidió examinar otra vez el terreno. Volvió a la parte posterior del edificio.

La encontró enseguida. Aquella entrada se abría en el suelo, cerca del muro del gimnasio y un Chrysler New Yorker de color gris medio la ocultaba. La tapa de la trampilla estaba fuera de su sitio, apoyada en la pared del edificio. Jeannie se arrodilló junto a la abertura rectangular y bajó la vista hacia el interior.

Una escalerilla descendía hacia una habitación sucia, iluminada por unos tubos fluorescentes. Jeannie distinguió diversa maquinaria y muchas tuberías. Flotaban en el aire tenues jirones de humo, nada de nubes densas; el cuarto debía de estar aislado del resto del sótano. A pesar de ello, no faltaba cierto olor a humo, lo que le recordó cómo había tosido y cómo se medio asfixió mientras tanteaba a ciegas en busca de la escalera. Notó que ese recuerdo le aceleraba el ritmo del corazón.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó a voces.

Le pareció oír un leve ruido, pero no podía estar segura. Aumentó el volumen de su voz.

– ¡Hola!

No hubo respuesta.

Titubeó. Lo razonable sería volver a la parte delantera del gimnasio y avisar a uno de los bomberos, pero eso podría llevar demasiado tiempo, en especial si al hombre del servicio contra incendios le daba por interrogarla. La alternativa era descender por la escalerilla y echar un vistazo.

La idea de entrar de nuevo en el edificio hizo que le temblaran las piernas. Aún tenía el pecho resentido a causa de los violentos espasmos de la tos que provocó el humo. Pero quizá Lisa estuviera allí abajo, imposibilitada para moverse, atrapada bajo alguna madera que le hubiese caído encima, o simplemente desvanecida. Tenía que hacer un reconocimiento de aquel cuarto.

Hizo acopio de valor y puso un pie en la escala. Notó que se le doblaban las rodillas y en un tris estuvo de caerse. Vaciló. Al cabo de un momento se sintió más fuerte y bajó otro peldaño. Un poco de humo se le aferró entonces a la garganta y Jeannie subió de nuevo hasta la calle.

Cuando dejó de toser volvió a intentarlo.

Bajó un escalón, luego otro. Se dijo que, si el humo la hacía toser de nuevo, saldría otra vez a la calle. El tercer escalón ya le resultó más fácil, y a partir de ahí descendió con más rapidez y acabó plantándose de un salto en el suelo de hormigón.

Se encontró en una sala bastante grande sembrada de bombas y filtros, presumiblemente de la piscina. El olor a humo era fuerte, pero podía respirar con cierta normalidad.

Vio a Lisa instantáneamente, y eso le provocó un grito sofocado.

Estaba caída de costado, encogida sobre sí misma, en posición fetal, desnuda. En el muslo se apreciaba una mancha con todos los visos de ser de sangre. No se movía.

Durante unos segundos Jeannie se quedó rígida de miedo.

Hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí.

– ¡Lisa! -gritó. Percibió el tono agudo que ponía la histeria en su voz y respiró hondo para mantener la calma. «¡Por favor, Dios mío, que no le haya pasado nada grave!» Atravesó el cuarto entre la maraña de tubos y se arrodilló junto a su amiga-. ¿Lisa?

Lisa abrió los ojos.

– Gracias a Dios -murmuró Jeannie-. Pensé que habías muerto.

Despacio, Lisa se sentó. No se atrevía a mirar a Jeannie. Tenía los labios magullados.

– Me… me violó -dijo.

El alivio que había experimentado Jeannie al ver viva a Lisa se transformó en un angustioso sentimiento de horror que le oprimía el corazón.

– ¡Dios mío! ¿Aquí?

Lisa asintió con la cabeza.

– Me dijo que la salida era por aquí.

Jeannie cerró los párpados. Comprendía el dolor y la humillación de Lisa, la pesadumbre producida por verse atropellada, violada, mancillada. Las lágrimas afluyeron a sus ojos, pero las obligó a retroceder. Durante un momento se sintió demasiado débil y asqueada para pronunciar palabra. Luego trató de recobrarse.

– ¿Quién fue?

– Un tipo de seguridad.

– ¿Con la cara cubierta por un pañuelo con pintas?

– Se lo quitó. -Lisa apartó la mirada-. No paraba de sonreír.

Encajaba. La chica de los pantalones caqui había dicho que un guardia de seguridad le había metido mano. El guardia de seguridad del vestíbulo declaró que en el edificio no había más personal de seguridad que él.

– No era ningún guardia de seguridad -dijo Jeannie.

Le había visto alejarse a paso ligero pocos minutos antes. Una oleada de rabia se abatió sobre ella ante el pensamiento de que aquel individuo hubiera cometido aquella atrocidad allí mismo, en el campus, en el edificio del gimnasio, donde todo el mundo se consideraba lo suficientemente seguro como para quitarse la ropa y ducharse. Le temblaron las manos y deseó con toda el alma coger a aquel individuo y estrangularle.

Oyó ruidos bastante fuertes: hombres que gritaban, pasos resonantes y el siseo de los chorros de agua. Los bomberos abrían sus mangueras a pleno caudal.

– Escucha, aquí corremos peligro -dijo en tono acuciante-. Hemos de salir del edificio.

La voz de Lisa sonó apagada y monótona.

– No tengo ropa.

«¡Podríamos morir aquí!»

– No te preocupes por la ropa, ahí fuera todo el mundo anda medio desnudo.

Jeannie exploró el cuarto rápidamente con la vista y vio las bragas y el sujetador de encaje rojo de Lisa; formaban un confuso y sucio montón debajo de un tanque. Se apresuró a recoger las prendas.

– Ponte tu ropa interior. Esta sucia, pero es mejor que nada.

Lisa continuó sentada en el suelo, con la mirada perdida.

Jeannie combatió el sentimiento de pánico que la amenazaba.

¿Qué podía hacer si Lisa se negaba a moverse? Probablemente tendría fuerzas para levantarla, pero ¿podría trasladarla hasta la escalerilla? Alzó la voz:

– ¡Vamos, levántate!

Agarró a Lisa por las manos, tiró de ella y la obligó a ponerse en pie.

Por fin, Lisa la miró a los ojos.

– Fue horrible, Jeannie -dijo.

Jeannie le echó los brazos al cuello y la apretó con fuerza contra sí.

– Lo siento, Lisa. No sabes cuánto lo siento.

El humo empezaba a hacerse más denso, a pesar de la gruesa puerta. En el ánimo de Jeannie, el temor sustituyó a la compasión.

– Hemos de salir de aquí… el edificio está ardiendo. ¡Por el amor de Dios, ponte eso!

Lisa acabó por decidirse a entrar en acción. Se puso las bragas y se abrochó el sostén. Jeannie la tomó de la mano y la condujo hasta la escalerilla de la pared, luego le indicó que subiera primero.

Cuando Jeannie se disponía a seguirla, la puerta se vino abajo y un bombero irrumpió en el cuarto entre una nube de humo. El agua se arremolinaba alrededor de sus botas. Pareció llevarse un susto al ver a las dos mujeres.

– Estamos bien, vamos a salir por aquí -le gritó Jeannie.

Luego subió por la escalerilla, en pos de Lisa.

Instantes después estaban fuera, al aire libre.

Jeannie se sentía débil de puro alivio: había conseguido sacar a Lisa del fuego. Pero ahora Lisa necesitaba ayuda. Jeannie le pasó el brazo por los hombros y la condujo hacia la fachada del edificio. Camiones de bomberos y coches patrulla de la policía aparcados por todas partes al otro lado de la calzada. La mayor parte de las mujeres habían encontrado algo con que cubrir su desnudez y con sus prendas íntimas de color rojo, Lisa destacaba entre aquel gentío.

– ¿Le sobra a alguien un par de pantalones o cualquier otra cosa? -mendigó Jeannie mientras avanzaban entre la gente.

Todos habían prestado ya las prendas que les sobraban. Jeannie hubiese cedido su sudadera a Lisa, pero no llevaba sujetador debajo.

Por último, un hombre alto y negro se quitó la camisa y se la dio a Lisa.

– Quisiera que me la devolvieses, es una Ralph Lauren -dijo-. Soy Mitchell Waterfield, del departamento de matemáticas.

– Me acordare -prometió Jeannie, agradecida.

Lisa se puso la camisa. Ella era bajita y le llegaba a las rodillas.

Jeannie se dio cuenta de que empezaba a tener la pesadilla bajo control. Condujo a Lisa hacia los vehículos de emergencia. Tres agentes permanecían recostados en un coche patrulla, mano sobre mano. Jeannie se dirigió al de más edad, un blanco bastante gordo, con bigote gris.

– Esta mujer se llama Lisa Hoxton. La han violado.

Esperaba que la noticia de que se había cometido un delito grave los electrizase, pero la reacción de los policías fue de una displicencia sorprendente. Tardaron unos cuantos segundos en digerir la noticia y Jeannie se disponía a manifestar su impaciencia, cuando el agente del bigote se apartó de encima del capó y dijo:

– ¿Dónde ocurrió eso?

– En el sótano del edificio incendiado, en el cuarto de máquinas de la piscina, situado en la parte de atrás.

Uno de los otros, un joven de color, observó:

– Esos bomberos deben de estar ahora cargándose todas las pruebas con sus mangueras, sargento.

– Tienes razón -repuso el hombre de edad-. Será mejor que te acerques allá abajo, Lenny, y pongas a buen recaudo la escena del crimen. -Lenny se alejó presuroso. El sargento se volvió hacia Lisa y le preguntó-: ¿Conoce al hombre que lo hizo, señora Hoxton?

Lisa denegó con la cabeza.

– Es un individuo blanco, alto, con una gorra de béisbol roja en cuya parte delantera lleva la palabra SEGURIDAD. Le vi en el vestuario de mujeres poco después de que se declarase el incendio y me parece que también le vi huir corriendo poco antes de encontrar a Lisa -explicó Jeannie.

El sargento introdujo la mano en el automóvil y sacó el micrófono de la radio.

– Si es lo bastante tonto como para seguir llevando esa gorra, lo cogeremos -dijo. Se dirigió al tercer policía-. McHenty, lleva a la víctima al hospital.

McHenty era un joven blanco con gafas. Se dirigió a Lisa: -¿Quiere ocupar el asiento delantero o prefiere ir detrás?

Lisa no respondió, pero su expresión no podía ser más aprensiva. Jeannie le ayudó.

– Siéntate delante. No querrás parecer una sospechosa.

Por su rostro cruzó un gesto de terror, y habló por fin: -¿No vas a venir conmigo?

– Lo haré, si quieres -respondió Jeannie tranquilizadoramente. Claro que también puedo acercarme a mi piso, coger algunas prendas de ropa para ti y reunirme contigo en el hospital.

Lisa miró a McHenty con cara de preocupación.

– Todo irá bien, Lisa -aseguró Jeannie.

McHenty mantuvo abierta la portezuela del coche para que subiera Lisa.

– ¿A qué hospital la lleva?

– Al Santa Teresa.

El agente se puso al volante.

– Me tendrás allí dentro de unos minutos -gritó Jeannie a través del cristal de la ventanilla, mientras el coche salía disparado.

Se dirigió a paso ligero al aparcamiento de la facultad; lamentaba ya no haber ido con Lisa. Cuando se separó de ella su semblante expresaba un miedo y una angustia profundos. Naturalmente, necesitaba ropas limpias, pero acaso su necesidad más urgente fuera tener a su lado una mujer que le cogiese la mano y le proporcionara confianza. Probablemente lo último que deseaba era quedarse a solas con un macho armado de pistola. Mientras subía a su coche, Jeannie tuvo la sensación de que acababa de jorobarlo todo.

– ¡Jesús, que día! -exclamo, al tiempo que abandonaba a toda marcha la zona de aparcamiento.

Vivía a escasa distancia del campus. Su apartamento estaba en el último piso de una casita adosada. Dedicó unos minutos a pensar en las prendas que le caerían bien a la pequeña, pero rellena figura de Lisa. Seleccionó un polo que a ella le venía grande y unos pantalones de chándal con cintura elástica. La ropa interior era más difícil. Encontró un par de holgados calzones, pero ninguno de sus sostenes le serviría. Lisa tendría que pasarse sin sujetador. Añadió unas zapatillas de deporte, lo metió todo en una bolsa de lona y salió del piso a todo correr.

Mientras conducía rumbo al hospital su talante empezó a cambiar.

Desde que se declaró el incendio se había concentrado en lo que se debía hacer: ahora empezó a sentirse indignada. Lisa era una muchacha feliz, locuaz y simpática, pero la conmoción y el horror de lo sucedido la habían transformado en una especie de cadáver viviente, en un ser al que le aterraba subir sola a un coche de la policía.

Al avanzar por una calle comercial, Jeannie empezó a buscar con la mirada, inconscientemente, al individuo de la gorra roja, en tanto imaginaba que, caso de verlo, subiría a la acera y lo atropellaría.

A decir verdad, sin embargo, no lo reconocería. Desde luego, se habría quitado el pañuelo de la cara y probablemente también la gorra. ¿Qué más llevaba? La desconcertó darse cuenta de que casi no lo recordaba. Alguna especie de camiseta de manga corta, pensó, con vaqueros azules o quizá pantalones cortos. De todas formas, se habría cambiado ya de ropa, lo mismo que había hecho ella. En realidad, podía ser cualquiera de los hombres blancos que circulaban por la calle: el repartidor de pizzas, con su chaqueta colorada; el caballero calvo que iba a la iglesia acompañado de su esposa, cada uno con su cantoral bajo el brazo; el apuesto hombre de la barba cargado con un estuche de guitarra; incluso el agente de policía que hablaba a un vagabundo en la puerta de la licorería. Nada podía hacer Jeannie con toda su rabia, de modo que se limitó a apretar el volante con tal fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.

Santa Teresa era un gigantesco hospital del extrarradio cerca del límite norte de la ciudad. Jeannie dejó el coche en el aparcamiento y se encaminó al servicio de urgencias. Lisa ya estaba en una cama, con la bata del hospital puesta y la mirada perdida en el espacio. Un televisor, con el sonido apagado, retransmitía la ceremonia de entrega de los premios Emmy: centenares de famosos de Hollywood en elegantes trajes de gala bebían champán y se felicitaban unos a otros. McHenty estaba sentado a la cabecera de la cama con un cuaderno de notas sobre las rodillas.

Jeannie se descargó de la bolsa de lona.

– Aquí tienes tu ropa. ¿Cómo van las cosas?

Lisa continuó inexpresiva y silenciosa. Jeannie supuso que aún estaba conmocionada. Ella, Jeannie, trataba de prescindir de sus sentimientos, de mantener el dominio sobre sí misma. Pero en algún punto tendría que dar vía libre a su cólera. Tarde o temprano se produciría el estallido.

– Debo tomar nota de los detalles fundamentales del caso, señorita… -dijo el policía-. ¿Nos dispensa unos minutos?

– Oh, claro que sí -respondió Jeannie en tono de disculpa. Luego echó una mirada a Lisa y dudó. Unos minutos antes se había maldecido por dejar a Lisa sola con un hombre. Ahora estaba a punto de volver a hacerlo. Dijo-: Pero quizá Lisa prefiera que me quede.

Vio confirmada su intuición cuando Lisa efectuó una casi imperceptible inclinación de cabeza. Jeannie se sentó en la cama y cogió la mano de Lisa.

McHenty pareció irritado, pero se abstuvo de discutir.

– Le estaba preguntando a la señorita Hoxton que clase de resistencia opuso a la agresión -dijo-. ¿Gritó usted, Lisa?

– Una vez, cuando me arrojó contra el suelo -respondió la muchacha-. Luego, el empuñó el cuchillo.

La voz de McHenty era normal y tenía la vista sobre el cuaderno de notas mientras hablaba.

– ¿Forcejeó con él?

Lisa dijo que no con la cabeza.

– Tuve miedo de que me hiriese con el cuchillo.

– Así que en realidad no opuso la menor resistencia después del primer grito.

Lisa volvió a denegar con la cabeza y empezó a llorar. Jeannie le apretó la mano. Deseó preguntarle a McHenty: «¿qué infiernos se supone que debía hacer?». Pero guardó silencio. Aquel día ya se mostró un tanto grosera con el chico que se parecía a Brad Pitt, pronunció una observación maliciosa acerca del tetamen de Lisa y se dirigió con muy malos modos al guardia de seguridad del gimnasio. Sabía que no era aconsejable ganarse la malquerencia de los representantes de la autoridad y estaba decidida a no convertir en enemigo suyo a aquel agente de policía, que lo único que estaba haciendo era intentar cumplir con su deber.

– Poco antes de que la penetrase -continuó McHenty-, ¿empleó la fuerza para obligarla a separar las piernas?

Jeannie dio un respingo. ¿Es que no tenían agentes femeninas para formular aquella clase de preguntas?

– Me tocó el muslo con la punta del cuchillo -articuló Lisa.

– ¿La cortó?

– No.

– Así que usted abrió las piernas voluntariamente.

Intervino Jeannie:

– Si un sospechoso encañona con su arma a un agente, por regla general ustedes le abaten a tiro limpio, ¿no? ¿Diría usted que lo hicieron voluntariamente?

McHenty la obsequió con una mirada furiosa.

– Por favor, déjeme esto a mí. -Volvió la cabeza hacia Lisa-.

¿Está usted herida?

– Estoy sangrando, sí.

– ¿Consecuencia del coito forzado?

– Sí.

– Exactamente, ¿dónde tiene la herida?

Jeannie no pudo contenerse más.

– ¿Por qué no deja que eso lo establezca el médico?

McHenty la contempló como si fuera imbécil.

– Tengo que redactar el informe preliminar.

– Digamos entonces que padece heridas internas como resultado de la violación.

– Soy yo quien dirige este interrogatorio.

– Y soy yo quien le dice que se largue, señor -replicó Jeannie, mientras se esforzaba en dominar la imperiosa necesidad de chillarle-. Mi amiga está profundamente atribulada, tiene un tremendo susto encima y no creo que le haga falta describir sus heridas internas, para que usted las anote, cuando de un momento a otro la va a examinar un médico.

McHenty pareció indignado, pero prosiguió con su interrogativo: -He observado que llevaba usted prendas interiores de color rojo. ¿Cree que eso tuvo alguna influencia para que ocurriera lo que sucedió?

Lisa miró para otro lado, llenos de lagrimas los ojos.

– Si denuncio el robo de mi Mercedes de color rojo -planteó Jeannie-, ¿me preguntaría usted si he provocado ese robo al conducir un automóvil atractivo?

McHenty pasó por alto la pregunta.

– ¿Cree haber conocido con anterioridad al autor de la agresión, Lisa?

– No.

– Pero, sin duda, el humo no le permitió a usted verle con claridad. Y el agresor se cubría la cara con un pañuelo de alguna clase.

– Al principio estaba prácticamente ciega. Pero no había mucho humo en el cuarto donde… donde lo hizo. Le vi. -Asintió con la cabeza, para sí-. Le vi.

– Eso significa que si volviera a verle le reconocería.

Lisa se estremeció.

– Oh, sí.

– Pero no le había visto antes, en algún bar o sitio por el estilo.

– No.

– ¿Suele ir a bares, Lisa?

– Claro.

– ¿A bares de solteros, esa clase de establecimientos?

A Jeannie le hervía la sangre.

– ¿qué diablos de pregunta es esa?

– La clase de pregunta que formulan los abogados -dijo McHenty.

– A Lisa no la están juzgando en un tribunal… ¡no es el delincuente, sino la victima!

– ¿Es usted virgen, Lisa?

Jeannie se levantó.

– Vale, ya basta. No puedo creer que esto esté sucediendo. No es posible que tenga derecho a formular estas preguntas que atentan contra la intimidad.

– Trato de establecer su credibilidad -alzó la voz McHenty.

– ¿Una hora después de que la hayan violado? ¡Olvídelo!

– Cumplo con mi deber…

– No creo que conozca su deber. No creo que sepa usted una mierda de su trabajo, McHenty.

Antes de que el agente tuviese tiempo de contestar, un médico entró en el cuarto sin llamar. Era joven y parecía acosado y cansado.

– ¿Ésta es la violación?

– Ésta es la señora Lisa Hoxton -repuso Jeannie en tono gélido-. Sí, la han violado.

– Necesitare hacer un frotis vaginal.

No tenía el menor encanto personal, pero al menos proporcionaba la excusa precisa para desembarazarse de McHenty. Jeannie miró al agente. Estaba allí plantado, como si considerase que tenía que supervisar la operación de oprimir el hisopo de algodón para la toma de la secreción vaginal.

– Antes de que empiece, doctor -dijo Jeannie-, tal vez el agente McHenty crea conveniente retirarse.

El médico hizo una pausa y miró a McHenty. El policía se encogió de hombros y salió de la habitación.

Con brusco ademán, el médico apartó la sábana que cubría a Lisa.

– Levántese la bata y separe las piernas -ordenó.

Lisa estalló en lágrimas.

Jeannie apenas podía creerlo. ¿Qué pasaba con aquellos hombres?

– Perdone, señor… -se dirigió al médico.

El hombre la fulminó con la mirada, impaciente.

– ¿Tiene algún problema?

– ¿No podría usted intentar ser un poco mas considerado?

Enrojeció el médico.

– Este hospital está lleno de personas que sufren lesiones traumáticas y enfermedades que amenazan su vida -dijo-. En este preciso momento hay tres niños en urgencias víctimas de un accidente automovilístico… Están a punto de morir. ¿Y usted se queja porque no soy lo bastante considerado con una joven que se fue a la cama con el hombre que no debía?

Jeannie se quedó helada.

– ¿Qué se fue a la cama con el hombre que no debía? -repitió.

Lisa se incorporó en la cama.

– Quiero irme a casa -dijo.

– Esa parece una idea infernalmente buena -opinó Jeannie.

Abrió la cremallera de la bolsa de lona y procedió a poner prendas de ropa encima de la cama.

El pasmo se apoderó momentáneamente del médico. Después dijo en tono rabioso:

– Hagan lo que les parezca. -Y abandonó la estancia.

Jeannie y Lisa intercambiaron una mirada.

– No puedo creer que esto haya sucedido -silabeó Jeannie.

– Gracias a Dios que se han marchado -dijo Lisa, y bajó de la cama.

Jeannie la ayudó a quitarse la bata del hospital. Lisa se puso rápidamente la ropa limpia y se calzó las zapatillas.

– Te llevaré a casa -declaró Jeannie.

– ¿Te importaría dormir en mi piso? -pidió Lisa-. No quiero estar sola esta noche.

– Claro. Te haré compañía de mil amores.

McHenty las esperaba fuera. Daba la impresión de haber perdido parte de su confianza en sí mismo. Tal vez había comprendido que llevó fatal el interrogatorio.

– Aún faltan unas cuantas preguntas más -apuntó.

– Nos vamos -Jeannie habló en voz baja y tranquila-. Lisa está demasiado trastornada en este momento como para contestar preguntas.

El agente casi estaba asustado.

– Tiene que hacerlo -dijo-. Ha presentado una denuncia.

– No me violaron -dijo Lisa-. Todo fue un error. Sólo quiero irme a casa ahora mismo.

– ¿Se da cuenta de que hacer una falsa alegación constituye un delito?

– Mire, esta mujer no es ninguna criminal -terció Jeannie en tono irritado-… Es la víctima de un crimen. Si su jefe le pregunta por qué retiramos la denuncia, dígale que se debe a que ha sido acosada brutalmente por el agente McHenty del Departamento de Policía de Baltimore. Ahora la voy a llevar a su casa. Disculpe, por favor.

Pasó el brazo por encima de los hombros de Lisa y la condujo hacia la salida, tras pasar junto al agente.

Cuando salían, oyeron al hombre murmurar:

– ¿Qué es lo que hice?