"El tercer gemelo" - читать интересную книгу автора (Follet Ken)

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Pocos minutos antes de la medianoche, Steve Logan aparcó su viejo y herrumbroso Datsun en la calle Lexington del barrio de Hollins Market de Baltimore, al oeste del centro urbano. Iba a pasar la noche con su primo Ricky Menzies, que cursaba la carrera de medicina en la Universidad de Maryland, en Baltimore. El domicilio de Ricky era un cuarto en un enorme y viejo edificio habitado por estudiantes.

Ricky era el más disoluto libertino que conocía Steve. Le gustaba beber, bailar y asistir a fiestas, actividades a las que también eran muy aficionados sus amigos. Steve había esperado con anticipada ilusión pasar la noche con Ricky. Pero lo malo que tenían los libertinos disolutos es que eran inherentemente informales. En el último minuto, a Ricky se le presentó una cita de las que ahora se llaman ardientes y Steve tuvo que pasarse la primera parte de la velada solo.

Se apeó del coche, cargado con una pequeña bolsa de deportes en la que llevaba ropa limpia para cambiarse al día siguiente. La noche era cálida. Cerró el coche y echó a andar hacia la esquina. Un grupo de chavales, cuatro o cinco muchachos y una chica, todos negros, remoloneaban delante de una tienda de videos. Fumaban cigarrillos. Steve no estaba nervioso, aunque era blanco; con su coche viejo y sus pantalones azules descoloridos, parecía estar en aquel barrio como en su habitat natural. Además, era cosa de cinco centímetros más alto que el más crecido del grupo. Al pasar junto a los mozos, uno ofreció en voz baja, pero perfectamente audible:

– ¿Quieres marcarte unos porritos, te molan unas papelinas de coca?

Steve dijo que no con la cabeza, sin reducir el ritmo de sus pasos.

Una mujer muy alta, de color, caminaba hacia él, vestida para matar con microminifalda y zapatos de aguja, cabellera apilada hacia las alturas, carmín bermellón y sombra de ojos azul.

– ¡Hola, guapo! -con profunda voz masculina.

Steve comprendió que era un hombre, sonrió y siguió adelante.

Oyó a los chicos de la esquina saludar con festiva familiaridad al travestido.

– ¡Eh, Dorothy!

– Hola, muchachos.

Segundos después, Steve oyó chirriar de neumáticos y volvió la cabeza. Un coche blanco de la policía con su banda azul y plata se detenía en la esquina. Unos cuantos miembros del grupo de muchachos desaparecieron engullidos por la oscuridad de las calles contiguas; otros permanecieron donde estaban. Dos agentes negros se apearon del coche, sin prisas. Steve se dio media vuelta para ver de qué iba aquello. Cuando la mirada de uno de los agentes cayó sobre el hombre llamado Dorothy, el policía soltó un salivazo que fue a estrellarse en la puntera del zapato rojo de alto tacón.

Steve se sobresaltó. Era un acto gratuito e innecesario. Sin embargo, Dorothy continuó andando como si nada.

– Que te den por culo -murmuró.

El comentario fue apenas audible, pero el agente tenía un oído agudo. Agarró a Dorothy por un brazo y lo proyectó contra la luna del escaparate de la tienda de videos. Dorothy se tambaleó encima de sus tacones de aguja.

– No se te ocurra nunca hablarme a mí así, pedazo de mierda -dijo el agente.

Steve se indignó. ¿Por el amor de Dios, que esperaba aquel fulano si andaba por ahí escupiendo a la gente?

Un timbre de alarma empezó a sonar en la parte posterior de su cerebro. «No busques camorra, Steve.»

El compañero del agente estaba apoyado en el vehículo, en plan de mero espectador, con expresión impasible.

– ¿Qué pasa contigo, hermano? -silabeó Dorothy seductoramente-. ¿Acaso te altero la sangre?

El agente le asestó un puñetazo en el estómago. Era un tipo corpulento, el policía, y puso en el golpe todo el peso de su cuerpo. Dorothy se dobló sobre sí mismo, dando un grito ahogado.

«Al diablo con todo», se dijo Steve, y echó a andar hacia la esquina.

«¿Qué rayos estás haciendo, Steve?»

Dorothy continuaba doblado por la cintura, jadeando.

– Buenas noches, agente -dijo Steve.

El policía le lanzó un vistazo.

– Piérdete, hijo de puta -ordenó.

– Ni hablar -contestó Steve.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que de eso, nada, agente. Deje en paz a este hombre.

«Márchate, Steve, maldito inflagaitas, lárgate.»

El desafío de su actitud envalentonó un poco a los chicos.

– Sí, tiene razón -dijo un mozalbete alto y delgado, de cabeza rapada-. No hay motivo para que jodas así a Dorothy, no ha violado ninguna ley.

El polizonte apuntó al muchacho con un dedo índice agresivo.

– Si estás loco por que te empapele por tráfico de droga, no tienes más que seguir hablándome así.

El rapaz bajó los ojos.

– Pero la cuestión es que el joven ha dicho una verdad -insistió Steve-. Dorothy no ha quebrantado ninguna ley.

El policía se acercó a Steve.

«No le sacudas, hagas lo que hagas, no le toques. Acuérdate de Tip Hendricks.»

– ¿Estás ciego?-preguntó el policía.

– ¿Qué quiere decir?

Terció el otro agente:

– Eh, Lenny, ¿a quién le importa un carajo? Olvídalo.

Parecía sentirse violento.

Lenny no le hizo caso y dirigió la palabra a Steve:

– ¿Es que no lo entiendes? Eres el único blanco de la fotografía. Este no es tu sitio.

– Pero acabo de ser testigo de un delito.

El agente se irguió muy cerca de Steve, demasiado cerca para que este pudiera sentirse cómodo.

– ¿Quieres dar un garbeo hasta la comisaría? ¿O prefieres irte ahora mismo a tomar por culo de una puta vez?

Steve no deseaba ni mucho menos que le llevasen a la comisaría. A los agentes les era muy fácil plantarle un poco de droga en los bolsillos, o arrearle una tunda y decir que se resistió a la detención. Steve estaba estudiando derecho: si le declaraban convicto de un delito nunca podría ejercer. Se arrepintió de la postura que había adoptado. No merecía la pena arrojar por la borda toda su carrera sólo porque un policía la tomaba con un travestido.

Pero era una injusticia. Ahora se estaba intimidando a dos personas, a Dorothy y a Steve. Era el poli el que violaba la ley. Steve no podía retirarse de allí como si tal cosa. Pero adoptó un tono conciliador:

– No quiero follones, Lenny -dijo-. ¿Por qué no deja que Dorothy se vaya y olvidamos que usted le agredió?

– ¿Me estás amenazando, capullo?

«Un directo al plexo solar y una tunda de golpes en la cara. Una por el dinero, dos por la escenita. El poli se derrumbará como un caballo con una pata rota.»

– Sólo hacía una sugerencia amistosa.

El agente parecía estar deseando armar jaleo. A Steve no se le ocurría ninguna forma de evitar el enfrentamiento. Deseó que Dorothy hiciese mutis silenciosamente, mientras Lenny le daba la espalda; pero el travestido seguía plantado allí: contemplaba la escena, se frotaba con una mano el dolorido estómago y disfrutaba de la furia del poli.

Intervino entonces la suerte. Cobró vida sonora la radio del coche patrulla. Los dos agentes se pusieron rígidos, todo oídos. Steve no logró desentrañar el significado de la mezcla de palabras y números de código, pero el compañero de Lenny dijo:

– Agente en apuros. Vayámonos de aquí.

Lenny vaciló, aún fulminando a Steve con la vista, pero a Steve le pareció captar un toque de alivio en los ojos del policía. Quizás a el también le rescataban de una situación comprometida. Pero en su tono sólo había malevolencia:

– Recuérdame -le dijo a Steve-. Porque yo me acordaré de ti.

Subió al vehículo, cerró la portezuela de golpe y el coche arrancó a toda velocidad.

Los chicos aplaudieron y se mofaron a gritos.

– ¡Ufff! -pronunció Steve, agradecido-. Ha sido algo espeluznante.

«También fue estúpido. Sabes perfectamente como hubiera acabado la cosa. Sabes lo que eres.»

En aquel momento apareció su primo Ricky.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó, con la mirada en la patrulla que desaparecía en la distancia.

Se acercó Dorothy y puso las manos sobre los hombros de Steve.

– Héroe mío -dijo en tono insinuante-. Mi John Wayne.

Steve se sintió incómodo.

– Eh, vamos…

– En cualquier momento que te apetezca aventurarte por la senda del frenesí salvaje, John Wayne, acude a mí. Te llevaré gratis.

– Gracias…, a pesar de todo.

– Te besaría, pero ya veo que eres vergonzoso, así que sólo te diré adiós. Agitó en el aire sus dedos de uñas lacadas de rojo y se alejó.

– Adiós, Dorothy.

Ricky y Steve se marcharon en dirección contraria.

– Veo que ya has hecho amistades en la vecindad -comentó Ricky.

Steve soltó una carcajada en la que había más alivio que otra cosa.

– Casi me meto en un lío grave de veras -explicó-. Un pasma tonto del culo le arreó un puñetazo a ese tipo de la minifalda y yo fui lo bastante idiota como para intentar pararle los pies.

Ricky estaba atónito. -Tienes suerte de estar aquí.

– Ya lo sé.

Llegaron a casa de Ricky y entraron. Olía a queso, o acaso se tratara de leche agria. Había pintadas en las paredes de color verde.

Rodearon las bicicletas encadenadas que había en el vestíbulo y echaron escaleras arriba.

– Es que me volví loco, nada mas -dijo Steve-. ¿Por qué tenía que asestarle un puñetazo en la boca del estómago? Si al pobre fulano le gusta llevar minifalda y embadurnarse de maquillaje, ¿a quién le importa?

– Tienes razón.

– ¿Y por qué tenía Lenny que quedar impune, sólo porque lleva uniforme? Los policías deberían dar ejemplo, precisamente por su posición de privilegio.

– Cuando las ranas críen pelo.

– Esa es una de las cosas por las que quiero ser abogado. Para impedir que esta clase de mierda siga ocurriendo. ¿Tienes tu algún héroe, alguien a quién te gustaría parecerte, ser como él?

– Casanova, quizás.

– Ralph Nader. Es abogado. Ese es mi personaje modelo. Se enfrentó a las empresas más poderosas de Estados Unidos… ¡Venció!

Ricky se echó a reír, pasó los brazos en torno a los hombros de Steve y ambos entraron en su cuarto.

– Mi primo el idealista.

– Ah, rayos.

– ¿Quieres un poco de café?

– Claro.

El cuarto de Ricky era pequeño y estaba amueblado a base de trastos viejos. Sólo tenía una cama, un escritorio destartalado, un sofá hundido y un televisor enorme. En la pared, el cartel de un desnudo con los nombres de todos los huesos del esqueleto humano, desde los parietales de la cabeza hasta las falanges distales de los dedos de los pies. Había aire acondicionado, pero al parecer no estaba en marcha.

Steve se sentó en el sofá.

– ¿Qué tal tu cita?

– No tan ardiente como se anunciaba. -Ricky puso agua en la cafetera-. Melissa es mona, sí, pero yo no estaría en casa tan temprano si estuviese tan loquita por mí como se me había hecho creer. Y tú, ¿qué tal?

– Anduve por el campus de la Jones Falls. Hay bastante clase por allí. También encontré a una chica. -Se animó al recordarlo-. La vi jugar al tenis. Era una chica impresionante… alta, fuerte, un rato bien formada. Tenía un servicio que era como el disparo de un jodido lanzagranadas, te lo juro.

– Es la primera vez que oigo que alguien se cuelga por una chica por su forma de jugar al tenis -sonrió Ricky-. ¿Es guapa de cara?

– Bueno, tiene un rostro enérgico de verdad. -Steve podía verla en aquel momento-. Ojos castaño oscuro, cejas negras, masa de pelo moreno… y aquel primoroso arito de plata que le perforaba la aleta izquierda de la nariz.

– No bromeas. Algo extraordinario, ¿eh?

– Tú lo has dicho.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. -La sonrisa de Steve era triste-. Pasó por mi lado me mandó a hacer gárgaras, sin alterar el paso. Es probable que no vuelva a verla en la vida.

Ricky sirvió café.

– Quizás eso sea lo mejor… Sales en serio con una chica, ¿no?

– Algo así. -Steve se había sentido un poco culpable al verse tan atraído por la jugadora de tenis-. Se llama Celine. Estudiamos juntos.

Steve iba a la universidad en Washington, D.C.

– ¿Te has acostado con ella?

– No.

– ¿Por qué no?

– Creo que no he llegado a ese nivel de compromiso.

Ricky pareció sorprenderse.

– Ese es un idioma que no se hablar. ¿Tienes que considerarte comprometido con una chavala antes de follártela?

Steve se sintió violento.

– Eso es lo que pienso, ya lo sabes.

– ¿Siempre has pensado así?

– No. Cuando estaba en el instituto llegaba hasta donde las chicas me permitían llegar, era como una especie de competición o algo por el estilo. Hacía lo mío con cualquier chica bonita que se quitara las bragas… pero eso era entonces, ahora es ahora, y ya no soy ningún mocoso. Creo.

– ¿Cuántos años tienes?, ¿veintidós?

– Exacto.

– Yo tengo veinticinco y sospecho que no soy tan maduro como tú.

Steve detectó cierta nota de resentimiento.

– ¡Eh, nada de críticas! ¿Vale?

– Está bien. -Ricky no parecía ofendido en absoluto-. Así, ¿qué hiciste después de que te mandara a paseo?

– Me fui a un bar de Charles Village y me tome un par de cervezas con una hamburguesa.

– Eso me recuerda que… tengo hambre. ¿Quieres comer algo?

– ¿Qué tienes?

Ricky abrió una alacena.

– ¿Boo Berry, Rice Krispies o Count Chocula?

– Ah, chico, Count Chocula suena de maravilla.

Ricky puso tazones y leche encima de la mesa y ambos hicieron los honores al «banquetazo».

Al terminar, limpiaron los tazones de cereales y se dispusieron a acostarse. Steve se tendió en el sofá, en calzoncillos: hacia demasiado calor para echarse encima una manta. Ricky se quedó con la cama. Antes de irse a dormir, preguntó a Steve:

– Entonces, ¿qué vas a hacer en Jones Falls?

– Me han pedido que participe en un estudio. He de someterme a pruebas psicológicas y todo eso.

– ¿Por qué tú precisamente?

– No lo sé. Dijeron que yo era un caso especial y que me lo explicarían todo cuando estuviese allí.

– ¿Qué te indujo a aceptar? Parece algo así como una pérdida de tiempo.

Steve tenía una razón especial, pero no iba a contársela a Ricky. En su respuesta sólo hubo una parte de verdad.

– Curiosidad, supongo. Quiero decir, ¿tú nunca te haces preguntas acerca de ti mismo? Como ¿qué clase de persona soy y qué quiero hacer en la vida?

– Quiero ser un cirujano de primera y ganar un millón de pavos al año haciendo implantes de pecho. Supongo que soy un alma sencilla.

– ¿Y no te preguntas el porqué de todo eso?

Ricky se echó a reír.

– No, Steve, no. Pero tú sí. Siempre has sido un pensador. Incluso cuando éramos chavales solías darle vueltas y vueltas en la cabeza al asunto de Dios y todo eso.

Era cierto. Alrededor de los trece años de edad, Steve pasó por una fase de religiosidad. Visitó varias iglesias distintas, una sinagoga y una mezquita, e interrogó a una serie de confundidos clérigos acerca de sus creencias. El asunto dejó perplejos a sus padres, ambos despreocupados agnósticos.

– Pero siempre has sido un poco raro -continuó Ricky-. No he conocido a nadie que sacara unas notas tan altas en los exámenes del instituto sin ni siquiera romper a sudar.

Eso también era verdad. Steve asimilaba las lecciones con rapidez y alcanzaba los primeros puestos de la clase sin esforzarse nada, salvo cuando los otros chicos empezaban a tomarle el pelo y el cometía errores deliberadamente para hacerse notar menos.

Pero existía otro motivo que justificaba la curiosidad hacia su propia psicología. Ricky lo ignoraba. En el colegio nadie conocía ese motivo. Sólo los padres de Steve lo conocían.

Steve casi había matado a una persona.

Contaba entonces quince años, ya era bastante alto, aunque delgado. Era el capitán del equipo de baloncesto. Aquel año, el Instituto Hillsfield alcanzó las semifinales del campeonato de la ciudad. Jugaban contra un equipo de adolescentes callejeros, que no reparaban en brusquedades, de una escuela de los barrios bajos de Washington. El jugador encargado de marcar a Steve, y viceversa, era un chico llamado Tip Hendricks que se pasó todo el partido haciéndole personales. Tip era bueno, pero empleaba sus habilidades preferentemente para hacer trampas. Y cada vez que lo hacía, le dedicaba una sonrisa, como diciéndole: «¡Has vuelto a picar, imbécil!», lo cual puso furioso a Steve. Con todo eso, jugó muy mal, su equipo perdió y se volatilizaron todas las posibilidades de seguir optando al trofeo.

Para colmo de mala suerte, Steve se tropezó con Tip en el aparcamiento donde los autobuses esperaban a los equipos para trasladarlos de vuelta a sus escuelas. La fatalidad quiso que uno de los conductores estuviese cambiando una rueda y tuviese la caja de herramientas abierta en el suelo.

Steve hizo como si no viera a Tip, pero este arrojó hacia Steve la colilla de su cigarrillo, que fue a aterrizar en la cazadora que llevaba.

Aquella maldita cazadora significaba mucho para Steve. La había comprado el día anterior, con los ahorros conseguidos trabajando los sábados en un McDonald's. Era una cazadora preciosa, de cuero suave, color mantequilla, y ahora lucía una marca de quemadura en la parte derecha de la pechera, donde era imposible no verla. Había quedado inservible. De modo que Steve le sacudió.

Tip respondió con ferocidad, lanzando patadas y topetazos con la cabeza, pero la rabia embargaba a Steve de tal modo que le hacía poco menos que insensible a los golpes de Tip. Este tenía la cara cubierta de sangre cuando sus ojos cayeron sobre la caja de herramientas del conductor del autobús y cogió una barra de hierro.

Golpeó con ella dos veces a Steve en la cara. Fueron golpes realmente dolorosos y una ira ciega se apoderó de Steve. Arrancó la herramienta de las manos de Tip… y después de eso ya no pudo recordar nada más, hasta que se encontró en pie sobre el cuerpo de Tip, con la ensangrentada barra de hierro en la mano, mientras alguien exclamaba:

– ¡Santo cielo!, creo que está muerto.

Tip no estaba muerto, aunque murió dos años después, asesinado por un importador de marihuana jamaicano al que debía ochenta y cinco dólares. Pero Steve había deseado matarle, había intentado matarle. No tenía excusa: descargó el primer golpe, y aunque fue Tip quien cogió la herramienta de hierro, Steve la había utilizado salvajemente.

Condenaron a Steve a seis meses de cárcel, pero la sentencia quedó sobreseída. Concluido el juicio fue a otro colegio y aprobó los exámenes como de costumbre. Al ser menor de edad en el momento de la pelea, su expediente criminal permaneció en secreto, por lo que nada le impidió ingresar en Derecho. Sus padres consideraban que aquello había sido una pesadilla que ya había acabado.

Pero Steve tenía sus dudas. Se daba perfecta cuenta de que sólo la suerte y la resistencia del cuerpo humano le habían salvado de un juicio por asesinato. Tip Hendricks era un ser humano y Steve casi le había matado por una cazadora. Mientras escuchaba la respiración uniforme y tranquila de Ricky, que dormía en el otro lado del cuarto, Steve yacía despierto en el sofá y pensaba: ¿qué soy?