"La Ley Del Amor" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)Uno Súbitamente, la música desapareció dejando la mente de Azucena en blanco. Le acababan de desconectar el casco. ¡No podía ser que la señorita burócrata la hubiera despertado justo cuando estaba viendo a Rodrigo! Azucena estaba completamente segura de que el hombre que la tomaba en sus brazos para salvarle la vida era él. Reconoció su rostro entre uno de los catorce mil que ella le vio el día de su encuentro. No podía haber el menor error. ¡Era él! Le urgía saber qué música era la que la había conducido a Rodrigo. – Es todo, muchas gracias. Esperemos el veredicto final. – La música que escuché, ¿qué era? – Música clásica. – Sí, ya lo sé, pero ¿de quién? – Mmmmm, eso sí que no lo sé. Me parece que es de una ópera, pero no estoy segura… – ¿No puede preguntar? – ¿Y a usted por qué le interesa saberlo? – Bueno, no es que me interese personalmente. Lo que pasa es que en mi trabajo de astroanalista es muy bueno utilizar música que provoque estados alterados de conciencia… – Sí, me lo imagino. Pero como por un buen tiempo no va a trabajar como astroanalista, no tiene caso que lo sepa… Por una abertura de la mesa del escritorio, la computadora escupió un papel. La señorita burócrata lo leyó y enseguida se lo dio a Azucena. – Mjum, la felicito, pasó el examen. Lleve este papel al segundo piso. Ahí le van a tomar una aurografía para su credencial. En cuanto la tenga, se puede presentar a trabajar. Azucena no cabía de gusto. No era posible tanta belleza. Trató de ser prudente y de no mostrar sus emociones, pero no podía disimular una sonrisa triunfal. Todo le estaba saliendo a la perfección. ¡Le iba a enseñar a Anacreonte lo que era solucionar problemas! En el segundo piso, había aproximadamente quinientas personas esperando para tomarse la aurografía. Eso no era nada en comparación con las colas enormes que Azucena había tenido que hacer anteriormente. Así que con gran resignación ocupó el lugar que le correspondía en la fila. Una cámara fotomental los fotografiaba a todos constantemente. Ésa era la última prueba que tenían que pasar. En ella se detectaba la capacidad de tolerancia a la frustración que tenían los futuros burócratas. Lo que pasaba era que sus compañeros de fila realmente tenían madera de burócratas y con facilidad podían pasar el examen, y ella no. Cada minuto que transcurría minaba su paciencia. El nervioso golpeteo de su talón contra el piso fue lo primero que llamó la atención de los jueces calificadores. Era completamente contradictorio con los pensamientos que Azucena emitía. La cámara fotomental se enfocó en su rostro y captó el rictus de impaciencia que tenían sus labios. La total incongruencia entre pensamiento y gesto era muy sospechosa. Tal vez ésa fue la causa por la que en cuanto Azucena llegó a la ventanilla para ser atendida, pusieron un letrero de «cerrado». Azucena casi se infarta de la rabia. No podía ser. No podía tener tan mala suerte. Tuvo que morderse los labios para que las mentadas de madre no se le escaparan. Tuvo que cerrar los ojos para que no salieran disparados los puñales con los que deseaba atravesar la garganta de la señorita. Tuvo que atarse los pies para que sus piernas no rompieran la ventanilla a patadas. Tuvo que anudar sus dedos para que no destrozaran los papeles que le entregaron en la mano cuando le dijeron que regresara el lunes siguiente. ¡Hasta el lunes! Era jueves por la mañana. No creía posible esperar hasta el lunes con los brazos cruzados. ¿Qué podía hacer? Le encantaría continuar con la regresión a la vida pasada en donde vio a Rodrigo, pero no tenía a la mano el compact disc que se la había provocado, ni sabía qué ópera le habían puesto, y, aunque lo supiera, no era fácil conseguirla. Los últimos descubrimientos en musicoterapia habían complicado la compra-venta de compact discs. Hacía tiempo que se sabía que los sonidos musicales tenían una poderosa influencia en el organismo y alteraban el comportamiento psicológico de las personas, las podían volver esquizofrénicas, psicópatas, neuróticas y, en casos graves, hasta asesinas. Pero recientemente se había descubierto que toda melodía tenía el poder de activar nuestra memoria de vidas anteriores. Se utilizaban en el área del astroanálisis para inducir regresiones a vidas pasadas. Como se podrá suponer, no era conveniente que cualquier persona utilizara la música para esos fines, pues no todas tenían el mismo grado de evolución. En ocasiones, no es bueno destapar el pasado. Si alguien tiene bloqueado un conocimiento, es porque no lo puede manejar. Ya había pasado infinidad de veces que, de pronto, un ex rey se proponía recuperar las joyas de la corona que le habían pertenecido o cosas parecidas. Por lo tanto el gobierno había decretado que todos los discos, tocadiscos, cassetteras, compact discs y demás aparatos de sonido pasaran al poder de la Dirección General de Salud Pública. Para adquirir un compact disc uno tenía que demostrar su solvencia moral y su grado de evolución espiritual. La manera de hacerlo era presentando una carta certificada por un astroanalista donde se asegurara que esa persona no corría riesgo alguno al escuchar determinada música. Azucena, en su calidad de astroanalista, podía realizar todos esos trámites sin problema, pero le tomaría aproximadamente un mes. ¡Eso sería una eternidad! Tenía que pensar en otra cosa, pues si regresaba a su casa sin haber logrado algún avance en la localización de Rodrigo iba a enloquecer. Quería verlo frente a frente cuanto antes para exigirle una explicación. ¿Por qué la había abandonado? ¿Había cometido algún error? ¿No era lo suficientemente atractiva? ¿O era que tenía una amante a la que no podía abandonar? Azucena estaba dispuesta a aceptar la explicación que fuera, pero quería que se la dieran. Lo que le resultaba insoportable era la in-certidumbre. Le despertaba todas las inseguridades que con tanto trabajo había logrado superar con la ayuda del astroanálisis. Su falta de confianza en sí misma le había impedido tener una pareja estable. Cuando encontraba a alguien que valía la pena y que la trataba muy bien, inevitablemente terminaba rompiendo con él. Muy en el fondo sentía que no se merecía la felicidad. Pero, por otro lado, tenía una enorme necesidad de sentirse amada. Así pues, tratando de ponerle remedio a sus problemas había decidido encontrar a su alma gemela pensando que con ella no había margen de error, pues se trataba de la mancomunidad perfecta. ¡Tanto tiempo para dar con ella! ¡Y tan aprisa que la había perdido! ¡No era posible! Era lo más injusto que le había pasado en sus catorce mil vidas. Definitivamente, tenía que hacer algo para calmar su angustia y desesperación, y tal vez lo más adecuado era ir a hacer cola a la Procuraduría de Defensa del Consumidor. Ahí al menos podría pelearse con alguien, reclamar, gritar, exigir sus derechos. Las burócratas que atendían esos lugares eran de lo más aguantadoras. Las ponían para que la gente desahogara sus frustraciones. Sí, eso era lo que iba a hacer. La Procuraduría de Defensa del Consumidor parecía la antesala del infierno. Lamentos, quejas, lágrimas, arrepentimientos, penas y miserias se escuchaban por doquier. El hacinamiento al que estaban condenados los miles de personas que hacían cola frente a las ventanillas donde se atendía al público era el causante de un calor verdaderamente endemoniado. Azucena sudaba a mares, lo mismo que Cuquita. Cuquita estaba haciendo cola en la fila de Escalafón Astral, y Azucena en la de Almas Gemelas. Las dos fingían demencia. No tenían el menor deseo de saludarse. Pero el destino parecía estar empeñado en juntarlas, pues en el momento en que Cuquita estaba siendo atendida, Azucena avanzó en la fila y quedó prácticamente junto a ella. Desde la posición en que se encontraba podía escuchar perfectamente la conversación que sostenían Cuquita y la burócrata que la estaba atendiendo. La comunicación entre ambas se dificultaba un poco debido a que Cuquita tenía el vicio de tratar de impresionar a las demás personas con la utilización de palabras finas y elegantes. El problema radicaba en que como no sabía su significado, utilizaba una palabra por otra y terminaba diciendo barbaridad y media que no hacía más que confundir a sus interlocutores. – Mire, señorita. ¿Usted sabe lo horrible que es haber puesto tanto – ¿Tanto qué? – – Sí, señora, no lo dudo, pero el problema es que en esta vida todo se paga, en abonos o al contado, pero se paga. – Sí, señorita, pero de veras que yo hace mucho que pagué todos mis karmas. Y quiero el divorcio. – Lo siento mucho, señora, pero mis informes dicen que aún tiene deudas con su esposo de otras vidas. – ¿Cuáles deudas? – ¿Quiere que le recuerde su vida como crítico de cine? – Bueno sí, reconozco que me porté muy mal, pero ¡no es para tanto, oiga! ¡Llevo muchas vidas pagando los karmas que me gané con los comentarios de mi lengua – Haga lo que quiera, ya tendrá que pagar por eso también. El que sigue, por favor. – Oiga, señorita, ¿y qué no habría manera de que nos arregláramos entre nosotras para que me dejen conocer a mi alma gemela? – ¡No, señora, no la hay! Y mire, hay mucha gente en el mismo caso que usted. Todos quieren tener belleza, dinero, salud y fama sin haber hecho méritos. Ahora que si usted verdaderamente quiere a su alma gemela sin habérsela ganado, le podemos tramitar un crédito, siempre y cuando se comprometa a pagar los intereses. – ¿De cuánto estamos hablando? – Si usted firma este papel la ponemos en contacto con su alma gemela en menos de un mes, pero se tiene que comprometer a pasar diez vidas más al lado de su actual esposo sufriendo golpes, humillaciones, o lo que sea. Si usted está dispuesta a aguantar, ahorita mismo lo hacemos. – No. Por supuesto que no estoy dispuesta. – Si así es la cosa, son muy buenos para pedir, pero no para pagar. Por eso hay que pensar muy bien lo que se quiere. Azucena se sintió apenada de haber escuchado los reclamos de Cuquita. Aunque le caía mal, no era nada agradable verla padecer. Lo peor era que Azucena sabía muy bien que Cuquita no tenía el menor chance de obtener una autorización para conocer a su alma gemela. Pobre. Quién sabe cuántas vidas más tenía que esperar. Bueno, Azucena a esas alturas estaba llegando a la conclusión de que el amor y la espera eran una misma cosa. El uno no existía sin el otro. Amar era esperar, pero paradójicamente era lo único que la impulsaba a actuar. O sea, la espera la había mantenido activa. Gracias al amor que Azucena le tenía a Rodrigo había hecho infinidad de colas, había adelgazado, había purificado su cuerpo y su alma. Pero a raíz de su desaparición no podía pensar en otra cosa que no fuera saber su paradero. Su arreglo personal era deplorable. Ya no le importaba peinarse. Ya no le importaba lavarse los dientes. Ya no le importaba tener un aura luminosa. Ya no le importaba nada de lo que pasara en el mundo a menos que estuviera relacionado con Rodrigo. El compañero de fila que estaba atrás de Azucena ya le había platicado setenta y cinco vidas pasadas y ella no le había prestado la menor atención. Su conversación le resultaba soporífera, pero su amigo fortuito no lo había notado, pues Azucena mantenía una expresión neutra en el rostro. Nadie, al verla, podría presumir que estaba empezando a sentir sueño. Ese hombre parecía ser la cura perfecta para el insomnio galopante que la traía atormentada desde la desaparición de Rodrigo. Había tratado de todo para remediarlo, desde té de tila o leche con miel, hasta su método infalible, que consistía en recordar todas las cosas que había hecho en la vida. El chiste era contar en cuenta regresiva una por una a las personas que habían sido atendidas primero que ella en la ventanilla. Hasta antes de perder a Rodrigo ese método nunca le había fallado. Pero ya no le funcionaba más. Cada vez que pensaba en una fila, se acordaba de la ilusión con que la había hecho, esperando ser besada, acariciada, apretujada… Y, entonces, el sueño se le espantaba, salía huyendo por la ventana y no había manera de alcanzarlo. Ahora, quién sabe si a causa de la combinación del calor aunada a la plática de su compañero de fila, pero la verdad era que estaba a punto de cerrar los ojos. Ese hombre fácilmente podría dormir a un batallón completo con sus historias. Escucharlo era de hueva infinita. – ¿Y ya le platiqué mi vida de bailarina? – No. – ¿Noooo? Bueno, en esa vida… ¡Fíjese cómo serán las cosas! Yo no quería ser bailarina, quería ser músico, pero como en otra vida había sido rockero y había dejado sordos a muchos con mi escandalero, pues no me dejaron tener buen oído para la música, así que no me quedó otra que ser bailarina… ¡Ay, y no me arrepiento, oiga! ¡Lo adoré! Lo único horrible, de veras, eran los juanetes que me sacaron las zapatillas, pero de ahí en fuera ¡me encantaba bailar de pumitas! Era algo así como flotar y flotar en el aire… como… ¡Ay no sé cómo explicarme…! Lo malo es que me mataron a los veinte años, ¿usted cree? ¡Ay, fue horrible! Yo iba saliendo del teatro y unos hombres me quisieron violar, como yo me resistí, uno de ellos me mató… Azucena se enterneció al ver llorar como un niño chiquito a ese hombre tan grande, fornido y horroroso. Sacó un pañuelo y se lo dio. Mientras él se secaba las lágrimas, Azucena trató de imaginárselo bailando de puntitas, pero no le fue posible. – Fue algo bien injusto, porque yo estaba embarazada… y nunca pude ver a mi hijito… El hombre había pronunciado las palabras clave para llamar la atención de Azucena: «Nunca pude ver a mi hijito.» Si de algo sabía Azucena era del dolor de la ausencia. De inmediato se identificó con la pena de ese pobre hombre que nunca pudo ver a esa persona tan amada y esperada. Sin embargo, no se le ocurrió cómo consolarlo y se limitó, pues, a verlo con una mirada de conmiseración. – Por eso vine a reclamar. En esta vida me tocaba un cuerpo de mujer para terminar con mi aprendizaje de la otra vida, y por una equivocación nací dentro de este cuerpo tan horroroso. ¿A poco no está feo? Azucena trató de animarlo pero no se le ocurrió ni un solo piropo. El hombre realmente era feo como pegarle a Dios. – ¡Ay! No sabe lo que diera por tener uno así como el suyo. Odio tener cuerpo de hombre… Como no me gustan las mujeres, pues tengo que tener relaciones homosexuales, pero la mayoría de los hombres, ¡son unos bruscos! No saben cómo ser tiernos conmigo… y lo que yo necesito es ternura… ¡ Ay!, si yo tuviera un cuerpo fino y delicado, me tratarían delicadamente… – ¿Y no ha pedido un trasplante de alma? – ¡Uy, que si no! Llevo diez años haciendo cola, pero cada vez que hay un cuerpo disponible, se lo dan a otro y no a mí. Estoy desesperado… – Bueno, espero que pronto se lo den. – Yo también. El hombre regresó a Azucena el pañuelo que le prestó. Azucena lo tomó de una puntita porque estaba lleno de mocos y finalmente decidió regalárselo al hombre en lugar de guardarlo en su bolsa. Él se lo agradeció mucho y se despidieron apresuradamente, pues a Azucena ya le tocaba el turno de ser atendida. – Ya le toca, gracias y hasta luego. Que tenga suerte. – Usted también. – El que sigue. Azucena se acercó a la ventanilla. – ¿Asunto? – Mire, señorita, yo metí mis documentos en la oficina de escalafón astral hace mucho. – Los asuntos de escalafón son en la otra cola. El que sigue. – ¡Oiga, déjeme terminar…! Ahí me dijeron que ya estaba en condiciones de conocer a mi alma gemela, me pusieron en contacto con él y nos vimos. – Si ya se encontró con él, ¿a qué viene? Su asunto ya está resuelto. El que sigue… – ¡Espérese! No he acabado. El problema es que desapareció de un día para otro y no lo encuentro. ¿Me podría dar su dirección? – ¿Cómo? ¿Se encontró con él y no sabe la dirección? – No, porque sólo me dieron su número aereofónico. Ahí le dejé un mensaje y él fue a mi casa. – Pues llámele de nuevo. El que sigue… – Oiga, de veras usted cree que soy imbécil, ¿verdad? Lo he llamado día y noche y no me contesta. Y no puedo ir a su casa porque no estoy registrada en su aerófono. ¿Me hace el favor de darme su dirección o quiere que arme un escándalo? Porque, óigame bien, ¡yo no me voy a ir de aquí sin la dirección! ¡Usted dice si me la va a dar por la buena o por la mala! Los gritos de Azucena iban acompañados de una mirada marca chamuco que logró aterrorizar a la señorita burócrata. Con gran docilidad tomó el papel que Azucena le extendió con los datos de Rodrigo y diligentemente buscó la información en la computadora. – Ese señor no existe. – ¿Cómo que no existe? – No existe. Ya lo busqué en los encarnados y en los desencarnados y no aparece en ningún registro. – No es posible, tiene que estar, señorita. – Le digo que no existe. – Mire, señorita, ¡por favor no me salga con esa pendejada! La prueba de que existe soy yo misma, pues soy su alma gemela. Rodrigo Sánchez existe porque yo existo, y punto. No hubo un solo ser viviente dentro de la Procuraduría de Defensa del Consumidor que no oyera los gritos destemplados de Azucena, pero nadie se sorprendió tanto al escucharlos como su compañero de fila. Suspendió de inmediato la enrimelada que se estaba dando en las pestañas. Se estaba retocando los ojos después del copioso llanto que había derramado. Las manos le temblaban de la impresión que recibió y le fue muy difícil poner el rímel en su lugar dentro de su bolsa. Cuando Azucena, hecha una furia, tomó sus papeles y dio la vuelta para salirse, no supo qué hacer. Le tocaba su turno para que lo atendieran, pero se quedó dudando entre dar un paso al frente o seguir a Azucena. Al salir a la calle, Azucena sintió un golpe en el hombro que la hizo brincar. A su lado estaba un hombre de aspecto muy desagradable susurrándole algo al oído. – ¿Necesita un cuerpo? – ¿Que qué? – Que yo le puedo conseguir un cuerpo en muy buen estado y a precio módico. ¡Nada más eso le faltaba para terminar una bella e inolvidable mañana en la burocracia! Había cometido el error de prestarle atención a este «coyote» y eso iba a ser suficiente como para no poder quitárselo de encima unas tres cuadras más. En todas las oficinas de gobierno abundaba ese tipo de personajes, pero era necesario ignorarlos por completo si uno quería caminar con tranquilidad por la calle, ya que si ellos veían que uno los observaba por la comisura de los ojos aunque fuera un segundo, insistían en vender sus servicios a como diera lugar. – No, gracias. – ¡Ándele! ¡Anímese! No va a encontrar mejor precio. – ¡Que no! No necesito ningún cuerpo. – Pues no es por nada, pero yo la veo medio maltratada. – ¡Y eso a usted qué le importa! – No, pos yo nomás digo. Ándele, tenemos unos que nos acaban de llegar, bien bonitos, con ojos azules y todo… – ¡Que no quiero! – No pierde nada con irlos a ver. – ¡Que no! ¿No entiende? – Si le preocupa la policía, déjeme decirle que trabajamos con cuerpos sin registro áurico. – ¡A la policía es a la que voy a hablar si no me deja de estar chingando! – ¡Uy, qué genio! No había estado mal, sólo se había tardado una cuadra y media a paso veloz para dejar a un lado al «coyote». Azucena volteó desde la esquina para ver si no la seguía y lo vio abordar a su ex compañero de fila. ¡Ojalá que la desesperación de esa ex «bailarina» frustrada por no tener un cuerpo de mujer no lo fuera a hacer caer en las garras de ese gañán! Pero bueno, ella qué tenía que andarse preocupando, con sus propios problemas tenía más que suficiente. De ahí en fuera, el mundo se podía caer, que a ella no le importaba. Caminaba tan abstraída en sus pensamientos que nunca se dio por enterada de que una nave espacial recorría la ciudad anunciando el nombramiento del nuevo candidato a la Presidencia Mundial: Isabel González. |
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