"La Ley Del Amor" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)Seis Unos fuertes toquidos en la puerta hicieron que Azucena se levantara de la cama. Al abrir, se encontró con Cuquita, la abuelita de Cuquita, las maletas de Cuquita y el perico de Cuquita. Cuquita y su abuelita venían todas madreadas. El perico, no. Azucena no supo qué decir, lo único que se le ocurrió fue invitarlas a pasar. Cuquita le confió sus problemas. Su esposo cada día la golpeaba más. Ya no lo soportaba. Pero ahora, el colmo era que había madreado a su abuelita, y eso sí que no se lo iba a permitir. Le pidió a Azucena que la dejara pasar unos días en su casa. Azucena le dijo que estaba bien. No le quedaba otra. Cuquita sabía lo del intercambio de cuerpos y no quería que la denunciara. Claro que ella podía hacer lo mismo y soltar la información de los virtualibros, pero no le convenía. Lo que ella tenía que perder no se comparaba para nada con lo que Cuquita, en dado caso, perdería. Así que decidió hacer a un lado sus penas y compartir su casa con ellas. Total, sería sólo por unos cuantos días. En cuanto Cuquita tomó posesión de la cocina, Azucena empezó a sentirse invadida. Es verdad que su abuelita necesitaba urgentemente un té de tila para el susto, pero lo que a Azucena le molestó fue que Cuquita colgara la jaula del perico justo sobre la mesa del desayunador. Estorbaba toda la visión y, aparte, significaba que de ahí en adelante iban a comer con las plumas del perico en las narices. La sensación de invasión se fue agudizando conforme Cuquita se instalaba. Para empezar, dio acomodo a su abuelita en el sofá cama de la sala. La abuelita era bastante adaptable y silenciosa, pero de cualquier manera estorbaba. Ahora, cada vez que Azucena quisiera ir por un vaso de agua a la cocina tendría que brincar sobre ella. Pero el acabóse llegó cuando Cuquita, finalmente, tomó posesión de la recámara de Azucena. Empezó a dejar sus cosas por todos lados. Azucena iba tras ella tratando de poner orden. Amablemente le sugirió que podían guardar la petaca de demostración de Avon en el clóset. Azucena no quería saber lo que Rodrigo iba a pensar de ella el día que regresara y encontrara la pinche petaca a media recámara. Cuquita se negó terminantemente, pues dijo que al día siguiente tenía una demostración y sólo si veía la petaca se iba a acordar. Azucena no daba crédito a lo que sus ojos veían. Cuquita era dueña de una cantidad impresionante de objetos horrorosos y de mal gusto. Lo que más le llamó la atención fue un extraño aparato parecido a una elemental máquina de escribir. Cuquita la trataba con especial cuidado. Azucena le preguntó que qué era y Cuquita le respondió con gran orgullo: – Es un invento mío. – ¡Ah! ¿Sí…? ¿Y qué es? – Es una Ouija cibernética. Cuquita acomodó el aparato sobre la mesa de noche y se lo mostró a Azucena como si estuviera vendiendo un producto de Avon. El aparato estaba integrado por una computadora antiquísima, un fax, un tocadiscos de la época de las cavernas, un telégrafo, una báscula, un matraz del que salían unos tubos extraños, un comal delimitado por cuarzos y una matraca. En medio del comal había unas manos delineadas que indicaban el lugar donde uno debía depositarlas. – Este… ¡qué bonita, oiga! ¿Y para qué sirve? – ¡Cómo que para qué! ¿Qué, nunca ha usado una Ouija? – No. – No pos si me había olvidado que ustedes los evolucionados son muy A Azucena le conmovió el reclamo de Cuquita. A leguas se veía que estaba muy resentida y llena de dolor. Ella, como astroanalista, sabía que no podía dejar que continuase vibrando en esa emoción negativa sin el tratamiento adecuado, y trató de afirmarla para subirle el ánimo. – No se enoje Cuquita. Si le pregunté para qué servía no era porque nunca hubiera utilizado una Ouija sino porque nunca había visto una tan completa… tan diferente… tan novedosa. ¿Cómo funciona, oiga? Cuquita, al sentirse afirmada, se calmó de inmediato y empezó a suavizar el tono de su voz. – ¡Ah!, pues mire, la cosa es muy sencilla. Si usté quiere comunicarse con su Ángel de la Guarda pone las manos aquí en el comal, y piensa en la pregunta y lueguitito recibe la respuesta por el – ¡Qué maravilla, oiga! A Cuquita, al sentirse admirada, se le iluminó la cara y hasta le salieron colores aparte de los moretones que ya traía. – ¡Uy! Y eso no es nada. Mire, si por ejemplo a usté le quieren vender un disco o una Azucena quedó verdaderamente con la boca abierta. ¿Cómo era posible que esa mujer, que ni la primaria terminó, hubiese sido capaz de inventar un aparato tan sofisticado? Bueno, faltaba ver que de veras sirviera, pero de cualquier forma le parecía admirable su iniciativa. Cuquita no cabía en sí del gusto de ver que Azucena estaba verdaderamente interesada en su aparato. – Oiga, Cuquita, sólo tengo una duda. Si, por ejemplo, yo lo que quiero saber es de quién fue una cama, ¿cómo le hago? – Pos le quita una astillita y la metemos en el matraz. – Pero ¿si la cama es de latón? – Ay, oiga, pos no la compra. Yo no voy a andar pensando en todo. ¿Y sabe qué? Mejor ahí le paramos porque me está poniendo bien Cuquita estaba a punto de explotar y Azucena quería evitarlo. No sería un buen comienzo para el inicio de su vida juntas. – Oiga, y no me ha dicho para qué es la matraca. – ¡ Ah!, pos ésa es re' importantísima. Con sus vueltas y su sonido cambia la energía del cuarto donde se van a recibir los mensajes de onda corta y así evita interferencias de los chamucos. – ¡Ahhhhh! Azucena no pudo evitar el sentir una enorme curiosidad por comunicarse con el más allá. Desde que rompió comunicación con Anacreonte no tenía idea de qué era lo que estaba pasando o iba a pasar. Tal vez ésa fuese su oportunidad de saber de Rodrigo sin dar su brazo a torcer con Anacreonte. – Oiga, ¿podría hacer una pregunta? – ¡Claro! Cuquita se sintió de lo más halagada con la petición y de inmediato empezó a sonar la matraca por toda la recámara. Enseguida, le dio instrucciones a Azucena de cómo poner las manos en medio del comal y de cómo concentrarse para hacer su pregunta. Azucena siguió las instrucciones al pie de la letra y en unos segundos en el fax se empezó a imprimir la respuesta: «Querida niña, lo vas a encontrar más rápido de lo que tú esperas.» A Azucena se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuquita la abrazó protectoramente. – ¿Ya ve? Todo se le va a arreglar. Azucena asintió con la cabeza. La felicidad no la dejaba hablar. Cuquita se sentía realizada por completo. Era la primera vez que alguien usaba su aparato y había comprobado que sí funcionaba. El ambiente de la casa cambió de inmediato. Azucena lo notó y se dio cuenta de que la pequeña ayuda que le había prestado a Cuquita le estaba dando grandes beneficios. Empezó a verle el lado bueno a la situación en que se encontraba. Después de todo podía ser muy divertido y provechoso tener a Cuquita unos días con ella. La noticia de que pronto encontraría a Rodrigo le había subido tanto el ánimo que se le ahuyentaron las nubes negras de la cabeza. Por primera vez en muchos días sintió alivio en el corazón. Y pensó que ése era el mejor momento para ponerse a escuchar su compact disc. Se sentía tan relajada que le apareció todo el cansancio acumulado. Le sugirió a Cuquita que ya era hora de dormir. A Cuquita le cayó muy bien la sugerencia. Eran las tres de la mañana y había sido un día largo. Azucena se puso los audífonos en la cabeza, se acostó en un lado de la cama y cerró los ojos. Cuquita hizo lo propio. Pero de pronto Cuquita descubrió el control de la televirtual y enloqueció de gusto. Se le olvidó el sueño, el cansancio y el dolor de los moretones. Toda su vida había querido tener una televirtual y nunca había tenido dinero para comprarla. A lo más que había llegado era a tener una televisión de tercera dimensión, común y corriente. Enseguida la encendió y empezó a cambiarle a todos los canales como niña chiquita. Azucena ni cuenta se dio. Estaba escuchando tranquilamente su compact disc con los ojos cerrados. Cuquita, como digna representante del partido de los no evolucionados, estaba gozando con morboso placer el programa de Cristina. Esa noche estaban transmitiendo en vivo desde la cárcel de un planeta de castigo. Con la ayuda de la cámara fotomental, los pensamientos de los peores criminales que ahí se encontraban eran convertidos en imágenes de realidad virtual. De esa manera, los televirtualenses podían instalarse en medio de las recámaras donde habían ocurrido los incestos, las violaciones, los asesinatos. Cuquita estaba encantada. Ese tipo de emociones fuertes no las tenía desde que estaba en la escuela. El sistema de enseñanza utilizaba el mismo método para que los alumnos aprendieran lo terrible que eran las guerras. Los ponían en medio de una batalla a oler la muerte, a sentir en carne propia el dolor, la desesperación, el horror. Sabían que ésa era la única manera en que el ser humano aprendía, recibiendo las experiencias a través de los órganos de los sentidos. Y se esperaba que después de ese aprendizaje directo nadie se atrevería a organizar una guerra, a torturar o a cometer cualquier clase de infracción a la ley, pues ya sabían lo que se sentía. Pero no era así. Efectivamente, se había controlado la criminalidad, pero no tanto porque el hombre hubiera aprendido la lección, sino por los avances de la tecnología. Hasta antes del asesinato del señor Bush nadie se había atrevido a matar, no porque no se les hubiera antojado, sino por el temor al castigo. Con los aparatos inventados nadie se escapaba de que lo capturaran. A los seres humanos, entonces, no les había quedado otra que aprender a reprimir sus instintos criminales, pero eso no quería decir que no los tuvieran. No, para nada. La prueba era el enorme rating que tenían los programas de Cristina, Oprah, Donahue, Sally, etcétera, donde los televirtualenses podían experimentar todo tipo de emociones primitivas. El gobierno permitía su transmisión porque así el pueblo canalizaba sus instintos asesinos y era más fácil mantenerlos bajo control. Cuquita no podía creer lo maravilloso que era encontrarse en el centro de la acción. Estaba encantadísima presenciando el asesinato de Sharon Tate. Le gustaba mucho sentir el miedo instalado en todo su cuerpo, la piel de gallina, los pelos erizados, la voz ahogada. La violencia le provocaba náusea, pero como buena masoquista la consideraba parte de la diversión. En ésas estaba cuando empezaron los comerciales. Cuquita se puso furiosa, le habían dado en la madre a su sufrimiento. Con desesperación empezó a cambiarle a todos los canales tratando de encontrar otro programa similar, cuando sus ojos fueron atrapados por el color rojo incandescente. La lava siempre había tenido un poder hipnótico sobre ella. En ese momento estaban transmitiendo en directo desde el planeta Korma. Isabel caminaba entre los sobrevivientes de la erupción. Se encontraba en Korma junto con una misión de salvamento. Había querido que ése fuera el primer acto de su campaña a la Presidencia Mundial. Cuquita, gracias a la televirtual, de pronto se encontró en el lugar ideal de toda metiche: justo en medio de Isabel y Abel Zabludowsky, que no deja de comentar lo increíblemente bien que Isabel llevaba sus ciento cincuenta años. «¡Así quién no!», comentó Cuquita. Isabel tenía años trabajando como Embajadora Interplanetaria. En cada viaje se ahorraba cantidad de años porque la diferencia de horarios entre planeta y planeta sumaba muchos meses. Al regresar de un viaje, que para ella había sido de una semana, se encontraba con que en la Tierra ya habían pasado cinco años. Pero ni porque se veía tan joven Cuquita se hubiera cambiado por ella. Se preguntaba: «¿Cuántos sopes deja uno de saborear en esos años perdidos? ¿A cuántos bailes de quince años se deja de asistir?» Isabel empezó a repartir comida entre los damnificados de la erupción, todos los primitivos se le lanzaron en bola para obtener su parte. Los guaruras repartían golpes indiscriminadamente tratando de protegerla. Cuquita dio un brinco en la cama y empezó a gritarle a Azucena. – ¡Azucena, Azucena, mire! Los guaruras de Isabel eran los supuestos trabajadores de la compañía aereofónica y Azucena, bueno, más bien Ex Azucena, porque su cuerpo lo ocupaba otra persona, Azucena abrió los ojos medio atontada y trató de ver qué sucedía. Presenció cómo los guaruras de Isabel la alejaban del grupo de hambrientos salvajes. Azucena se impresionó al ver que uno de los guaruras poseía su ex cuerpo y que al lado de él se encontraba el cuerpo del ex aerofonista. Pero casi se desmayó cuando vio a Isabel acercarse a un hombre alejado de todos los demás: ¡era el mismísimo Rodrigo! Azucena estaba soñando con él cuando Cuquita la despertó y ahora no sabía si lo que veía era parte de su fantasía o si era verdad. Rodrigo estaba concentrado en tallar con una piedra una cuchara de madera. En cuanto vio a Isabel acercarse, se levantó. Isabel le dio una torta de tamal, pero Rodrigo, en lugar de tomarla, se acercó a Ex Azucena y le acarició la cara, tratando de reconocerla. Ex Azucena se puso nervioso. Isabel se quedó intrigada. Cuquita se escandalizó. Y Azucena se dedicó por unos breves minutos a acariciar a Rodrigo con todo su amor. No fue mucho tiempo, pero sí el suficiente para que su desesperación al verlo desvanecerse en el aire fuera inmensa. Las imágenes de todos los presentes en Korma dieron paso a las de los futbolistas en el campo de entrenamiento. En el noticiero habían pasado a la sección deportiva. Cuquita y Azucena se miraron entre sí. Azucena lloraba desesperada. – ¡Ese era Rodrigo! – ¿Ése? Cuquita estaba muy sorprendida del estado lamentable en que se encontraba. – Sí. – ¡Y ésa era usted! – Sí. – ¿Y qué hace su novio en Korma? Azucena no lo sabía. Lo único que sabía era que estaba metida en un lío gordo. Si los hombres que intentaron asesinarla y le robaron su cuerpo eran los guaruras de Isabel, Isabel tenía que ver en todo eso. Si Isabel tenía que ver en todo eso, tenía el poder de su parte. Y si tenía el poder de su parte, iba a estar cabrón enfrentársele. Azucena rápidamente empezó a imaginar cuáles eran las razones que Isabel había tenido para querer matarla. De seguro que ella había mandado matar al señor Bush. Luego, había elegido a Rodrigo como candidato ideal para ser acusado del asesinato. ¿Por qué a él? Quién sabe. Luego, se había enterado de que Rodrigo había pasado toda la noche del crimen haciendo el amor con ella, y el paso lógico fue mandar eliminar a la coartada, o sea, a ella. Bien, hasta ahí todo iba muy bien. Pero ahora ¿qué seguía? A Isabel le convenía tener a Rodrigo como el asesino. Pero ahora ¿cómo iba a hacer para que Rodrigo no declarara su inocencia ante las autoridades? A lo mejor no estaba en sus planes que declarara. A lo mejor por eso lo había llevado a Korma. A lo mejor pensaba dejarlo allá para siempre. A lo mejor… a lo mejor. Lo que no entendía era la manera en que Isabel se arriesgaba a que todo se le viniera abajo. ¿Qué tal que uno de los virtualenses que en ese momento estaba viendo el noticiero reconocía a Rodrigo y lo denunciaba? ¿Qué pasaría? ¿Quién sabe? Azucena no le veía la solución al problema en que se encontraban, pero Cuquita, tal vez por su menor capacidad analítica, sí. Sin esforzarse mucho tomó una resolución. – Tenemos que ir por su novio y traérnoslo -ordenó. – No podemos. Lo busca la policía. Dicen que es el cómplice del asesinato del señor Bush, pero no es cierto, él estaba conmigo esa noche. – Me consta. Los rechinidos del colchón no me dejaron dormir. Azucena recordó su noche de amor y aumentó la intensidad a su llanto. – No llore. No importa que lo busque la policía, pos le cambiamos el cuerpo y ya, ¡se acabó el problema! Ya no estamos en los tiempos de mi abuelita cuando decían «¡Qué horror!, la casa caída, los trastes tirados, los niños enfermos, el papá enojado. ¡Ay qué cuidado!» No, ahora al mal tiempo hay que darle buena cara. Seqúese las lágrimas, ¡y a toarmas! Azucena dejó de llorar y se rindió mansamente ante la voluntad de Cuquita. Ya no podía más. Había recibido demasiadas heridas en muy poco tiempo. En el transcurso de sólo una semana había perdido a su alma gemela, había estado a punto de ser asesinada, se había visto forzada a realizar un trasplante de alma, había descubierto el crimen de un gran amigo, había visto cómo su querido cuerpo era ocupado por un asesino y, por último, había encontrado a Rodrigo en condiciones lamentables, corriendo un grave peligro y en un lugar prácticamente inalcanzable para ella. ¡Qué desesperación! Se sentía profundamente violada, agredida, indefensa, frágil, agotada, incapaz de tomar cualquier decisión. – Tenemos que irnos mañana mismo. – ¿Pero cómo? Yo no tengo dinero. ¡Usted menos! Y ya ve que los viajes mterplanetarios son carísimos. – Sí, no son lo que se dice una vilcoca, pero ya encontraremos la manera… De pronto, Cuquita y Azucena se miraron a los ojos. Los ojos de Cuquita tuvieron un destello de lucidez y le transmitieron a Azucena la genial idea que se le acababa de ocurrir. Azucena la captó de inmediato y gritó al mismo tiempo que ella: – ¡El compadre Julito! Azucena iba desesperadísima. La nave interplanetana del compadre Julito era una vil nave guajolotera que hacía paradas en todos y cada uno de los planetas que encontraba en su camino a Korma. Cada vez que la nave se detenía Azucena sentía que el Universo entero suspendía su ritmo. Ya había hablado con el compadre Julito para ver la posibilidad de hacer un vuelo directo, pero el compadre Julito se había negado terminantemente, y de manera sutil le había recordado a Azucena que ella no estaba en posibilidades de exigir nada pues viajaba de a gratis. Por otro lado, el compadre estaba obligado a hacer las paradas, pues, aparte de llevar el Palenque a planetas muy poco evolucionados, tenía otros dos negocios que le redituaban grandes ganancias económicas: renta de nietos a domicilio y esposos de entrega inmediata. En las colonias espaciales muy alejadas había hombres o mujeres de edad avanzada que nunca habían podido casarse ni tener nietos y que caían en estados de depresión muy profunda. Entonces, al compadre Julito se le había ocurrido el negocio ideal: alquilar nietos. Y precisamente ahora estaba en la temporada alta, pues los niños huérfanos acababan de salir de vacaciones. Otro de los negocios que tenía mucha demanda era el de esposos o esposas de entrega inmediata. Cuando hombres o mujeres jóvenes estaban en alguna misión espacial por períodos prolongados, se les alborotaban las hormonas. Como no era nada recomendable que mantuvieran relaciones sexuales con los aborígenes, sus parejas en la Tierra les mandaban un esposo o esposa sustituto, según fuera el caso, para que así pudieran satisfacer sus apetitos sexuales adecuadamente. No sólo eso, el amante sustituto se aprendía de memoria mensajes y poemas a petición expresa del cónyuge y se los recitaba a los clientes en el momento de hacerles el amor. Por lo tanto, la nave, aparte de los gallos de pelea, los mariachis, las vedettes y las cantantes del Palenque, estaba llena de niños, esposos y esposas sustitutos. Azucena estaba a punto de volverse loca. ¡Ella que necesitaba tanto silencio para organizar sus pensamientos! ¡Y el ruidero que reinaba en la nave que no le ayudaba para nada! Niños corriendo por todos lados, los mariachis ensayando Ante esa situación, Azucena no tenía más que dos opciones: volverse loca de desesperación al no poder obtener la calma que necesitaba, o ponerse a ensayar algo como todos los demás. Decidió ponerse a practicar el beso que le iba a dar a Rodrigo en cuanto lo viera. Y con gran entusiasmo experimentó y experimentó cuáles serían los mejores efectos de un buen beso chupeteador poniendo el dedo índice entre sus labios. Dejó de hacerlo cuando uno de los esposos sustitutos se ofreció a practicar con ella. Azucena se apenó de que la hubieran descubierto, y entonces decidió mejor aislarse de ese mundo de locos. Como todos los amantes de todos los tiempos quería estar sola para poder pensar en Rodrigo con más serenidad. La presencia de los otros le estorbaba, la distraía, la molestaba. Como no era posible hacer desaparecer a todos los de la nave, cerró los ojos para recluirse en sus recuerdos. Necesitaba reconstruir nuevamente a Rodrigo, darle forma, recordar el encanto que tenía estar unida al alma gemela, revivir esa sensación de autosuficiencia, de plenitud, de inmensidad. Sólo la presencia de Rodrigo podía dar sustancia a la realidad, sólo la luz que iluminaba su sonrisa podía liberar la tristeza que apretaba el alma de Azucena. La idea de que pronto lo vería hacía que todo cobrara nuevamente sentido. Se puso los audífonos y empezó a escuchar su compact disc. Lo único que quería era internarse en un mundo diferente del que se encontraba. Ya había perdido la esperanza de que la música le provocara una regresión a la vida pasada en la que había vivido al lado de Rodrigo. La noche anterior había escuchado por completo su compact disc con la ilusión de encontrar en él la música que le habían puesto cuando presentó su examen de admisión en CUVA, pero nunca la encontró. Así que, como de antemano sabía que la música contenida en ese compact disc no era la que buscaba, se relajó y se perdió en la melodía. Curiosamente, al quitarse de encima la obsesión de hacer una regresión, dejó que la música entrara libremente a su subconsciente y la llevara de una manera natural a la vida anterior que tanto le interesaba. PRESENTACIÓN 2: O mio babbino caro (Aria de Lauretta) Gianni Schicchi – Puccini |
||
|