"La Ley Del Amor" - читать интересную книгу автора (Esquivel Laura)

Cinco

El aerófono del doctor Diez no le permitió la entrada a Azucena. Eso era un indicio de que el doctor estaba ocupado con algún paciente y lo había dejado bloqueado. A Azucena, entonces, no le quedó otra que pasar primero a su oficina para desde ahí llamar a su vecino de consultorio y hacer una cita como era debido. Realmente no estuvo nada bien que ella hubiera marcado directamente el número aerofónico del doctor. Era una tremenda falta de educación presentarse en medio de una casa u oficina sin haberse anunciado con anterioridad, pero Azucena estaba tan desesperada que pasaba por alto esas mínimas reglas de cortesía. Claro que para eso estaba la tecnología, para impedir que se olvidaran las buenas costumbres. Azucena, pues, se vio forzada a comportarse de una manera civilizada. Mientras esperaba que se abriera la puerta de su oficina, pensó que no había mal que por bien no viniera, pues hacía una semana que no se presentaba en su consultorio y de seguro tendría infinidad de llamadas de todos los pacientes a los que había abandonado.

Lo primero que escuchó en cuanto la puerta del aerófono se abrió fue un «¡Qué poca!» colectivo. Azucena se sorprendió de entrada, pero luego se apenó enormemente. Sus plantas habían pasado siete días sin agua y tenían todo el derecho de recibirla de esa manera. Azucena acostumbraba dejarlas conectadas al plantoparlante, una computadora que traducía en palabras sus emisiones eléctricas, pues le encantaba llegar al trabajo y que sus plantas le dieran la bienvenida.

Generalmente, sus plantas eran de lo más decentes y cariñosas. Es más, nunca antes la habían insultado. Ahora, Azucena no se lo recriminaba; si alguien sabía la rabia que daba que la dejaran plantada, era ella. De inmediato les puso agua. Mientras lo hacía, les pidió mil disculpas, les cantó y las acarició como si ella misma fuera la que se estuviera consolando. Las plantas se calmaron y empezaron a ronronear de gusto.

Azucena, entonces, procedió a escuchar sus mensajes aerofónicos. El más desesperado era el de un muchacho que era la reencarnación de Hugo Sánchez, un famoso futbolista del siglo XX. A partir del 2200, el muchacho, que nuevamente era futbolista, formaba parte de la selección terrenal. Próximamente se iba a celebrar el campeonato interplanetario de fútbol y se esperaba que diera una muy buena actuación. Lo que pasaba era que sus experiencias como Hugo Sánchez lo tenían muy traumado; sus compatriotas lo habían envidiado demasiado y le habían hecho la vida de cuadritos. Por más que Azucena había trabajado con él en varias sesiones de astroanálisis, no había podido borrarle del todo la amarga experiencia que tuvo cuando no lo dejaron jugar en el campeonato mundial de 1994. La siguiente llamada era de la esposa del muchacho, que en su vida pasada había sido el doctor Mejía Barón, el entrenador que no dejó jugar a Hugo Sánchez. Los habían puesto en esta vida juntos para que aprendieran a amarse, pero Hugo no la perdonaba y cada vez que podía le ponía unas soberanas palizas. La mujer ya no podía más; le suplicaba a Azucena que la ayudara o de lo contrario estaba decidida a suicidarse. También había varias llamadas del entrenador del muchacho. El partido Tierra-Venus estaba a la vuelta de la esquina y quería alinear a su jugador estrella. Azucena pensó que lo mejor era darle al entrenador el nombre de otro de sus pacientes, que era la reencarnación de Pelé. Ella no estaba en condiciones de atender a nadie en esos momentos. Le daba mucha pena, pero ni modo, así era la cosa. Para poder trabajar como astroanalista uno necesita estar muy limpio de emociones negativas, y Azucena no lo estaba.

Ya no pudo escuchar los demás recados pues sus plantas empezaron a armar un gran escándalo. Gritaban histéricas. A través de la pared estaban escuchando una tremenda discusión proveniente de la oficina del doctor Diez y a ellas para nada les gustaban las malas vibras. Azucena de inmediato abrió la puerta que daba al pasillo, y tocó en la puerta del doctor Diez. El doctor era la persona más pacífica que ella conocía. Algo grave debía de estar pasando para que explotara de esa manera.

Sus fuertes toquidos silenciaron la pelea. Al no recibir respuesta, Azucena intentó tocar de nuevo, pero no fue necesario. La puerta del doctor Diez se abrió intempestivamente. Un hombre fornido la empujó contra la puerta de su consultorio. Azucena chocó contra el cristal. El letrero de Azucena Martínez, Astroanalista, cayó hecho añicos. Tras el hombre fornido salió otro aún más enfurecido y, tras él, el doctor Diez, pero al ver a Azucena en el piso detuvo su carrera y se acercó a auxiliarla.

– ¡Azucena! Nunca creí que fuera usted. ¿La lastimaron?

– No, creo que no.

El doctor ayudó a Azucena a incorporarse y la examinó brevemente.

– Pues sí, parece que no le pasó nada.

– Y a usted, ¿lo lastimaron?

– No, sólo estábamos discutiendo. Pero afortunadamente llegó usted.

– ¿Y quiénes eran?

– Nadie, nadie… Oiga, pero ¿qué le hicieron?

– Ya le dije que nada, sólo fue el golpe.

– No me refiero a ellos. ¿Qué le pasó? ¿Está enferma? Trae una cara terrible.

Azucena no pudo contener por más tiempo el llanto. El doctor la abrazó paternalmente. Azucena, con voz entrecortada por los sollozos, se desahogó con él. Le platicó cómo fue que se encontró con su alma gemela y lo poco que le duró el gusto. Cómo pasó en un mismo día del abrazo al desamparo, del apaciguamiento al desasosiego, de la embriaguez a la cordura, de la plenitud al vacío. Le dijo que ya lo había buscado en todos lados y que no había rastro de él. La única esperanza que le quedaba era localizarlo a través del aparato que él acababa de descubrir. En cuanto Azucena mencionó lo del invento, el doctor Diez volteó a ver si alguien los escuchaba, y tomando a Azucena del brazo la introdujo en su consultorio.

– Venga conmigo. Aquí adentro hablaremos mejor.

Azucena se sentó en una de las cómodas sillas de piel, frente al escritorio del doctor. El doctor Diez habló en voz baja como si alguien estuviera escuchándolo.

– Mire, Azucena. Usted es una amiga muy querida y me encantaría poder ayudarla, pero no puedo.

La desilusión enmudeció a Azucena. Un velo de tristeza le cubrió los ojos.

– Sólo fabriqué dos aparatos. Uno lo tiene la policía, y de ninguna manera me lo prestarían pues lo están ocupando día y noche para localizar al asesino del señor Bush. Y el otro tampoco puedo utilizarlo porque no estoy autorizado a entrar en CUVA [1] donde lo tienen… Aunque déjeme pensar… Ahorita hay un puesto vacante… Tal vez si usted entra a trabajar ahí lo podría usar…

– ¿Está loco? Ahí sólo admiten burócratas de nacimiento. Ya parece que me van a dejar entrar…

– Yo la puedo ayudar a convertirse en una burócrata de nacimiento.

– ¿Usted? ¿Cómo?

El doctor sacó un aparato minúsculo del cajón de su escritorio y se lo mostró a Azucena.

– Con esto.


* * *

La señorita burócrata guardó en un cajón la rica torta de tamal que estaba comiendo y se limpió cuidadosamente las manos en la falda antes de saludar a Azucena Martínez, la última de las candidatas al puesto de «averiguadora oficial» que tenía que entrevistar.

– Siéntese, por favor.

– Gracias.

– Veo que usted es astroanalista.

– Así es.

– Ese es un trabajo muy bien pagado, ¿qué le hizo venir a aplicar para un puesto de oficinista?

Azucena se sentía muy nerviosa, sabía que una cámara fotomental estaba fotografiando cada uno de sus pensamientos. Esperaba que la microcomputadora que el doctor Diez le había instalado en la cabeza estuviera enviando pensamientos de amor y paz. Si no estaba perdida, pues lo que verdaderamente cruzaba por su mente en ese momento era que esos interrogatorios eran una pendejada y que las oficinas de gobierno eran una mierda.

– Lo que pasa es que estoy muy agotada emocionalmente. Mi doctor me recomendó unas vacaciones. Mi aura se ha cargado de energía negativa y necesita reponerse. Usted comprende, trabajo muchas horas escuchando todo tipo de problemas.

– Sí, entiendo. Y creo que usted, a su vez, entiende la importancia que tiene el conocimiento de vidas anteriores para entender el comportamiento de cualquier persona.

– Claro que sí.

– Entonces, estimo que no se opondrá a que le hagamos un examen trabajando directamente en el campo de su subconsciente, para de esa manera obtener nuestras conclusiones finales en cuanto a si usted es la persona capacitada para ocupar el puesto en nuestra oficina o no.

Azucena sintió que un sudor frío le recorría la espalda. Tenía miedo, mucho miedo. La prueba de fuego la esperaba. Nadie puede entrar en el subconsciente de otra persona sin previa autorización. Ella tenía que permitir que lo hicieran si de veras deseaba entrar a trabajar en CUVA. Claro que de ninguna manera les iba a permitir el acceso a su verdadero subconsciente, pues los datos que los analistas esperaban recaudar eran los relativos a su solvencia moral y social. Querían saber si en alguna vida había torturado o matado a alguien. Cuál era su grado de honestidad en el presente. Cuál su nivel de tolerancia a la frustración y cuál su capacidad para organizar movimientos revolucionarios. Azucena era muy honesta y ya había pagado los karmas por todos los crímenes que había cometido. Pero su nivel de tolerancia a la frustración era mínimo. Era una agitadora nata y una rebelde por naturaleza, así que más le valía que el aparato del doctor Diez siguiera funcionando correctamente, si no, no sólo se iba a quedar sin el puesto de «averiguadora oficial» sino que recibiría un castigo terrible: que le borraran la memoria de sus vidas pasadas y… ahí sí que ¡adiós Rodrigo!

– ¿Cuál es la palabra de pase?

– Papas enterradas.

La señorita burócrata escribió la frase en el teclado de la computadora y le proporcionó a Azucena un casco para que se lo pusiera en la cabeza. La cámara fotomental instalada dentro del casco fotografiaba los pensamientos del inconsciente. Los traducía en imágenes de realidad virtual que se computarizaban en la oficina de Control de Datos. Ahí eran analizadas ampliamente por un grupo de especialistas y una computadora.

Azucena se instaló el casco, cerró los ojos y empezó a escuchar una música muy agradable.

En la oficina contigua se empezó a reproducir en realidad virtual la ciudad de México del año 1985. Entonces, los científicos pudieron caminar por la avenida Samuel Ruiz tal y como estaba doscientos quince años atrás, cuando era conocida como el Eje Lázaro Cárdenas. Llegaron hasta la Catedral Metropolitana cuando aún estaba completa. Continuaron su recorrido por el Eje Central hasta llegar a la Plaza de Garibaldi. Ahí se instalaron junto a un grupo de mariachis que tocaban a petición de unos turistas.

Los científicos burócratas empezaron a discutir acaloradamente entre ellos. Era de llamar la atención la claridad de las imágenes que estaban observando. Generalmente, la mente recuerda de una manera confusa y desorganizada. Azucena era la primera persona que conocían que tenía muy claro su pasado. Las imágenes que proyectaba guardaban un perfecto orden cronológico. No estaban fragmentadas, lo cual significaba que la muchacha era un genio o que había introducido ilegalmente una microcomputadora. Hubo quien sugirió la presencia de la policía. Otros, sólo pidieron una investigación a fondo. Y algunos, estremecidos por el sonido de las trompetas, se conmovieron hasta las lágrimas.

Afortunadamente, en estos casos la única que tenía una opinión de peso y daba el veredicto final e inapelable era la computadora. Y la computadora aceptaba la información proporcionada por Azucena sin ningún extrañamiento. La opinión de los científicos sólo se tomaba en cuenta en caso de que la computadora dejara de funcionar, y eso sólo había pasado una vez en ciento cincuenta años. Fue durante el gran terremoto. El día en que la tierra dio a luz a la nueva luna. Y esa vez a nadie le interesó conocer la opinión de los científicos, pues lo importante era salvar la vida. Así que ya podían discutir entre ellos todo lo que quisieran que a nadie le iban a interesar sus conclusiones.


* * *

Azucena, completamente aislada de todos, escuchaba la música que salía de los audífonos del casco. Se sentía flotar en el tiempo. La melodía la transportaba suavemente a una de sus vidas pasadas. Su verdadero subconsciente había empezado a trabajar de manera automática y le traía una imagen que Azucena ya había visto en una de sus sesiones de astroanálisis. Nunca había podido ver más allá debido a que tenía un bloqueo en esa vida pasada, pero evidentemente la melodía que ahora estaba escuchando tenía el poder de traspasarlo.


PRESENTACIÓN 1:

Vogliatemi Bene (Dueto de amor).

Madame Buterfly – Puccini