"El Tatuaje De La Concubina" - читать интересную книгу автора (Rowland Laura Joh)

10

El barrio Saru-waka-cho de los teatros estaba situado en las inmediaciones del distrito Ginza de Edo, que debía su nombre al edificio donde se acuñaban las monedas de plata de los Tokugawa. Vistosos carteles anunciaban las representaciones; de las ventanas abiertas de los pisos superiores de los teatros surgían música y vítores. En armazones erigidos como torres sobre los tejados, había hombres que tocaban el tambor para atraer al público. Gente de todas las edades y clases hacía cola delante de las taquillas; los salones de té y los restaurantes estaban llenos a rebosar de clientes. Hirata dejó su caballo en un establo público y siguió a pie entre la bulliciosa muchedumbre. Por orden de Sano, había enviado a un equipo de detectives a la búsqueda del mercader ambulante de drogas Choyei y otro, a registrar el Interior Grande en pos de veneno y otras pruebas. Al llegar a las dependencias de las mujeres para interrogar a la dama Ichiteru, lo habían informado de que ésta iba a pasar el día en el teatro de marionetas Satsuma-za. A medida que se acercaba al edificio, una creciente aprensión le aceleraba el pulso.

Había mentido al decirle a Sano que no pasaba nada, tratando de convencerse de que era capaz de manejar la entrevista con la dama Ichiteru. Las mujeres no siempre lo intimidaban, como había pasado la noche anterior con la dama Keisho-in y con Chizuru; le gustaban, y había disfrutado de muchos romances con doncellas e hijas de tenderos. Sin embargo, las damas de hombres poderosos despertaban en él un profundo sentimiento de incompetencia. Por lo común, Hirata se enorgullecía de sus orígenes humildes y de lo que había logrado pese a ellos. En valor, inteligencia y habilidad con las artes marciales, se sabía a la altura de muchos samuráis de alto rango; en consecuencia, podía vérselas con sus superiores varones sin perder el aplomo. Pero las mujeres…

Su elegante belleza le inspiraba un anhelo imposible. Soltero a la avanzada edad de veintiún años, Hirata había aplazado el matrimonio con la esperanza de prosperar lo suficiente para desposar algún día a una dama distinguida que no tuviera que esclavizarse como su madre, llevando la casa y cuidando de la familia sin la ayuda de criados. Como vasallo mayor de Sano, había logrado su meta; su familia había recibido propuestas de clanes destacados que buscaban una relación más estrecha con la corte del sogún y le ofrecían a sus hijas como posibles esposas. Sano actuaría de mediador y concertaría un enlace. Pero, aun así, Hirata aplazaba su boda. Las damas de clase alta le hacían sentirse tosco, sucio e inferior, como si ninguno de sus logros valiera para nada; jamás sería lo bastante bueno para relacionarse con ellas, por no hablar de merecer a una como esposa.

Se detuvo en el exterior del Satsuma-za, un recinto grande al aire libre formado por paredes de madera erigidas en torno a un patio. Sobre la entrada, cinco flechas emplumadas -símbolo del teatro de marionetas- atravesaban una reja de la que pendían unas cortinas de color añil con el emblema del establecimiento. Las obras representadas se anunciaban en unas banderas verticales. Un criado sentado sobre una plataforma cobraba las entradas, mientras que otro vigilaba el acceso, una angosta hendidura horizontal en la pared que impedía que la concurrencia entrara sin pagar. Hirata decidió que no iba a dejar que la dama Ichiteru lo alterase como lo había hecho la madre del sogún. El envenenamiento -un crimen indirecto, retorcido- era el clásico método de las mujeres asesinas, y eso convertía a Ichiteru en la principal sospechosa del crimen.

– Una, por favor -le dijo al criado, y le tendió el dinero. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y se encontró en el acceso al teatro. Había llegado en uno de los intermedios que jalonaban la serie de representaciones que ocupaban el día entero, y el espacio estaba atestado de parroquianos que compraban en los puestos de comida té, sake, pasteles de arroz, frutas y pepitas asadas de melón. Hirata dejó sus zapatos junto con otros muchos y se abrió paso entre la multitud, preguntándose cómo iba a dar con la dama Ichiteru, a la que no conocía.

– ¿Hirata-san?

Se volvió hacia el sonido de una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Delante de él había una joven dama varios años menor que él. Ataviada con un quimono de seda rojo brillante con un estampado de parasoles azules y dorados, tenía una negra y lustrosa melena que le llegaba hasta los hombros, mejillas redondas y ojos brillantes y alegres. Hizo una reverencia y dijo:

– Soy Niu Midori. -Tenía la voz aguda, cantarina, infantil-. Sólo quería presentarle mis respetos a vuestro señor. -Una sonrisa curvó sus generosos labios encarnados y alumbró unos hoyuelos en sus mejillas-. En una ocasión me hizo un gran favor, y le estoy sinceramente agradecida.

– Sí, lo sé… Me lo contó. -Hirata le devolvió la sonrisa, cautivado por sus modales nada afectados, lo que no había esperado en una mujer de la condición social de Midori. Su padre era un «señor externo», un daimio cuyo clan había sido derrotado en la batalla de Sekigahara, y más tarde había jurado lealtad a la facción victoriosa de los Tokugawa. Los Niu, aunque despojados de su feudo ancestral y trasladados a la remota Kyushu, seguían siendo una de las familias más acaudaladas y poderosas de Japón. Pero Midori parecía tan sencilla como las chicas con las que Hirata se había relacionado. Sintiéndose de repente alegre e importante, hizo una reverencia y añadió-: Es un placer conoceros.

– El placer es mío. -La expresión de Midori se tiñó de nostalgia-. ¿Se encuentra bien el sosakan-sama?

Cuando quedó convencida de que Sano gozaba de perfecta salud, comentó:

– Así que ahora está casado. -Su suspiro le indicó a Hirata que Sano le gustaba y que en algún momento había albergado esperanzas de casarse con él. Después lo contempló con vivo interés-. He oído hablar mucho de vos. Erais policía, ¿verdad? ¡Qué emocionante!

Midori compró una bandeja de té y pasteles en un puesto de comidas.

– Permitidme que os ayude -se ofreció Hirata.

– Gracias. -Sonrió mostrando sus hoyuelos-. Debéis de ser muy valiente para ser detective.

– No tanto -dijo Hirata con modestia. Ocuparon un sitio vacío, y le relató algunas historias heroicas de su carrera policial.

– ¡Qué maravilla! -Midori batió palmas-. Y me han dicho que ayudasteis a capturar a una banda de contrabandistas de Nagasaki. Oh, cómo desearía haberlo visto.

– No fue nada -aseveró Hirata, crecido ante su franca admiración. Realmente era dulce y muy guapa-. Ahora investigo el asesinato de la dama Harume, y necesito hablar con la dama Ichiteru. También tengo algunas preguntas para vos -añadió, recordando las instrucciones de Sano.

– ¡Oh, bien! Os diré todo lo que pueda -sonrió Midori-. Venid a sentaros con nosotras. Podemos hablar hasta que empiece la obra.

Hirata la siguió hacia el interior del teatro, rebosante de confianza. Le había parecido tan fácil charlar con Midori; con la dama Ichiteru todo iba a salir a pedir de boca.

El suelo del soleado patio del teatro estaba cubierto de tatamis. Braseros de carbón caldeaban el aire. El público arrodillado charlaba en grupos. Enfrente, el escenario consistía en una larga valla de madera de la que colgaba una cortina negra para ocultar de la vista a los titiriteros, al cantor y a los músicos. Midori condujo a Hirata hasta los asientos preferentes situados delante del escenario, que estaban ocupados por una hilera de damas de ricos vestidos, con sus doncellas y sus guardias.

– La del extremo es la dama Ichiteru. -De repente Midori parecía tímida, vacilante-. Hirata-san, os ruego que me disculpéis si me estoy entrometiendo, pero… debo advertiros de que vayáis con mucho cuidado. No sé nada a ciencia cierta, pero yo…

Siguió balbuciendo, pero en aquel instante la dama Ichiteru se volvió y cruzó una mirada con Hirata.

Con su cara larga y afilada, su nariz alta y los ojos estrechos e inclinados, su belleza clásica parecía sacada de las antiguas pinturas de la corte, o de los folletos baratos que anunciaban a las cortesanas del barrio Yoshiwara del placer. Todo en ella reflejaba esa pasmosa combinación de refinamiento de clase alta y vulgar sensualidad. Llevaba pintados unos delicados labios rojos sobre una boca generosa y exuberante que el maquillaje blanco de la cara no alcanzaba a ocultar. Su peinado, recogido en ondas por los lados y suelto por detrás, era sencillo y austero, pero estaba sujeto por un elaborado ornamento de flores de seda y peinetas laqueadas al estilo de las prostitutas de alto nivel. Su quimono burdeos de brocado le caía por los hombros a la última moda provocativa, pero la piel de su largo cuello y sus hombros redondeados parecía pura, blanca, intacta por ningún hombre. La mirada de Ichiteru era a la par velada y ausente, ladina e inteligente.

A Hirata le temblaban las rodillas, y un calor embarazoso se extendía por todo su cuerpo. Avanzó hacia la dama Ichiteru como un sonámbulo. Apenas era consciente de que Midori estaba haciendo las presentaciones y explicando el motivo de su presencia. Todo lo que lo rodeaba se fundió en una sombra borrosa, mientras que sólo Ichiteru permanecía nítida y vívida. Jamás había sentido una atracción tan inmediata por una mujer.

La dama Ichiteru hablaba con el deje afectado y lánguido de las mujeres de alta cuna:

– Es un placer conoceros… Desde luego, os ayudaré con vuestras pesquisas en todo lo que esté en mi mano…

Su voz era un murmullo ronco que se infiltraba en el cerebro de Hirata como un humo oscuro y embriagador. Alzó un abanico de seda que ocultó la mitad inferior de su cara, y con una caída de párpados y una inclinación de cabeza, invitó a Hirata a que tomara asiento a su lado. Eso hizo él, dirigiendo una mirada ausente a Midori cuando ésta cogió la bandeja de té y empezó a repartir los refrescos entre el grupo, con cara de pena. Después se olvidó de ella por completo.

– Yo… yo quisiera saber… -balbució, tratando de poner sus ideas en orden. El perfume de la dama Ichiteru lo envolvía en el poderoso y agridulce aroma de las flores exóticas. A su pesar, Hirata era consciente de su cortísimo pelo, el disfraz que le había salvado la vida en Nagasaki y que le confería más aspecto de campesino que de samurái-. ¿Cuál era vuestra relación con la dama Harume?

– Harume era una chiquilla pizpireta… -Ichiteru se encogió de hombros con delicadeza, y su quimono resbaló un poco más, revelando el nacimiento de sus pechos generosos. Hirata, devolviendo la mirada a su cara con un esfuerzo sobrehumano, notó que empezaba a tener una erección-, pero era una vulgar campesina. Para nada se trataba de una persona con la que un miembro de la familia imperial…, como es mi caso…, pudiera tener el menor interés en relacionarse.

Ichiteru resopló con altivo desdén. Entre una neblina de deseo, Hirata recordó la declaración de Chizuru.

– Pero ¿no os sentisteis celosa cuando Harume llegó al castillo y… y… su excelencia le otorgó vuestro sitio en su, esto, alcoba?

No bien había dicho la última palabra, sintió deseos de tragársela. ¿Por qué no había dicho «afecto», o algún otro eufemismo cortés para describir las relaciones de la dama Ichiteru con el sogún? Mortificado por su falta de tacto, Hirata lamentaba que su experiencia policial no hubiese incluido nada que lo preparase para tratar asuntos íntimos con mujeres de clase alta. ¡Tendría que haber dejado que fuese Sano el que interrogase a la dama Ichiteru! Contra su propia voluntad, se imaginó una escena en los aposentos privados de Tokugawa Tsunayoshi: la dama Ichiteru en el futón, desvistiéndose, y en lugar del sogún, el propio Hirata. La excitación le enardecía la sangre.

Una sonrisa juguetona asomó a los labios de la concubina; ¿sabría lo que Hirata pensaba? Con ojos mansamente bajos, dijo:

– ¿Qué derecho tengo yo…, una simple mujer…, a opinar sobre la compañía elegida por mi señor? Y de no haberme sucedido Harume, habría sido alguna otra. -Una sombra de emoción surcó sus rasgos serenos-. Tengo veintinueve años.

– Ya comprendo. -Hirata recordó que las concubinas se retiraban pasada esa edad, para casarse, convertirse en funcionarias de palacio o regresar con sus familias. Así que Ichiteru le llevaba ocho años. De pronto las castas jovencitas a las que había sopesado como posibles esposas le parecían sosas, carentes de atractivo-. Bien, pues, esto… -dijo, intentando encontrar la línea de interrogatorio que había emprendido.

Una doncella le pasó a la dama Ichiteru un plato de cerezas secas. Cogió una y le dijo a Hirata:

– ¿Compartiréis nuestro refrigerio?

– Sí, gracias. -Agradecido por la distracción, se llevó una cereza a la boca.

Ichiteru frunció los labios y los abrió. Lentamente insertó la fruta, empujándola con la punta de un dedo. Hirata se tragó la cereza entera sin querer. Había visto a bastantes mujeres comer de aquella forma, con cuidado de que la comida no les tocase los labios y borrara el carmín. Pero, en el caso de la dama Ichiteru, parecía el colmo del erotismo. Sus dedos largos y suaves parecían diseñados para coger, acariciar, introducirse en orificios corporales… Avergonzado por sus pensamientos, dijo:

– Nos han llegado informes de que no os entendíais con la dama Harume.

– El castillo de Edo está lleno de chismosas que no tienen nada mejor que hacer que criticar a los demás -murmuró. Volvió la cara y extrajo primorosamente el hueso de la boca.

La mano de Hirata se estiró por voluntad propia. Ichiteru depositó el hueso en su palma. Estaba caliente y húmeda de su saliva. Contempló a la concubina con impotente lujuria hasta que sonó el insistente y ruidoso claqueteo de las castañuelas de madera. Levantó la vista y comprobó que el público había llenado el teatro; la obra estaba a punto de empezar. Un hombre vestido de negro se situó delante del escenario.

– El Satsuma-za les da la bienvenida al estreno de Tragedia en Shimonoseki, basada en una historia real sucedida hace poco tiempo. -Recitó los nombres del cantor, los titiriteros y los músicos, y después gritó-: Tozai!-«Escuchad.»

De detrás del cortinaje surgió una melancólica melodía de samisén. Por encima, apareció un telón de fondo con un jardín pintado. La voz incorpórea del cantor emitió una serie de lamentos y entonó:

– En el quinto mes del año dos de Genroku, en la ciudad provincial de Shimonoseki, la bella y ciega Okiku espera el regreso de su marido, un samurái que está en Edo al servicio de su señor. Su hermana Ofuji la consuela.

El público prorrumpió en vítores cuando entraron en escena dos marionetas femeninas con cabezas de madera pintada, largo pelo negro y brillantes quimonos de seda. Una tenía una bonita cara de pena; sus ojos estaban cerrados para indicar la ceguera de Okiku. Mientras la figura simulaba sollozar, la voz del cantor adoptó un falsete femenino:

– Oh, cómo echo de menos a mi querido Jimbei. Hace tanto que se fue; moriré de soledad.

Su hermana Ofuji era fea y tenía el entrecejo fruncido.

– Tienes suerte de tener un hombre tan bueno -dijo el cantor en tono más grave-. Laméntate por mí, que no tengo marido. -Después, informó al público-. En su ceguera, Okiku no ve que Ofuji está enamorada de Jimbei y que su hermana envidia su buena fortuna y la quiere mal.

Okiku entonó una triste canción de amor, acompañada del samisén, una flauta y un tambor. El público se agitó, expectante; se alzó un sonoro murmullo de conversaciones: el silencio durante las representaciones no era uno de los hábitos de los aficionados al teatro de Edo. Hirata, con el hueso de cereza aún aferrado en la mano, obligó a sus pensamientos a volver a la investigación.

– ¿Sabíais que la dama Harume iba a tatuarse? -preguntó.

– Mi relación con Harume no era lo bastante estrecha para dar lugar a confidencias. -Desde detrás de su abanico, Ichiteru honró a Hirata con una mirada que le pasó por encima como un hálito cálido-. Me han llegado unos rumores asombrosos… Decidme, si me permitís el atrevimiento… ¿En qué parte de su persona estaba el tatuaje?

Hirata tragó saliva.

– Estaba en su, esto… -titubeó. ¿De verdad desconocía la ubicación del tatuaje? ¿Era inocente?-. Estaba, eh…

Un ligerísimo asomo de regocijo curvó los labios de la dama Ichiteru.

– Encima de la entrepierna -masculló Hirata. La vergüenza lo inundó como una marea de agua hirviendo. ¿Lo había manipulado Ichiteru deliberadamente para que recurriera a un término tan grosero? Era tan provocativa y elegante a la vez… ¿Cómo iba a lograr finalizar la entrevista? Desconsolado, Hirata fijó la mirada en el escenario.

La canción de Okiku había terminado. Un bello y taimado samurái de madera entró furtivamente en escena.

– El hermano pequeño de Jimbei, Bannojo, está enamorado en secreto de Okiku y la quiere para él -narró el cantor. Bannojo hizo señas a Ofuji. A escondidas de la ciega Okiku, la pareja conspiraba; la celosa Ofuji accedió a dejar entrar en la casa al codicioso Bannojo aquella noche. La música dio un giro discordante, y murmullos de inquietud recorrieron al público. Hirata se aferró a los jirones de su integridad profesional.

– ¿Habíais estado en la habitación de la dama Harume antes de su muerte? -preguntó.

– Resultaría degradante entrar en la habitación de una simple campesina. Eso… -la mirada encubierta de Ichiteru adquirió un velo de insinuación- no se hace.

Si no había entrado en la habitación de Harume, ¿significaba que no había tenido oportunidad de envenenar la tinta? A pesar de su adiestramiento policial, Hirata era incapaz de pensar con discernimiento o de seguir la lógica del interrogatorio, porque el comentario de la dama Ichiteru lo había herido en el corazón de su inseguridad. Se sentía vulgar en su presencia; parecía que lo rechazaba, como había hecho con Harume, como si fuera indigno de que lo tuviera en cuenta. La humillación agudizó su deseo.

En escena, apareció un nuevo decorado: una alcoba, con una luna en cuarto creciente en la ventana para marcar la noche. La bella Okiku dormía mientras Ofuji dejaba entrar a Bannojo en la habitación.

Okiku despertó y se sentó.

– ¿Quién anda ahí? -El cantor confirió a su voz un tono agudo, asustado.

– Soy yo, Jimbei, que he vuelto de Edo -respondió el cantor por Bannojo, y después explicó-: Su voz se parece tanto a la de su hermano, y ella tiene tantas ganas de ver a su marido, que se cree la mentira.

La pareja entonó a dúo una canción de júbilo. Después cada uno arrancó la faja del otro. Las ropas cayeron y dejaron a la vista los grandes pechos de ella y el enhiesto órgano de él. Esa era la ventaja del teatro de marionetas: podían mostrarse escenas demasiado explícitas para los actores de verdad. El anfiteatro se llenó de vítores subidos de tono cuando Okiku y Bannojo se abrazaron. Hirata, sumamente excitado, apenas podía soportarlo. Con una gran erección, temía que la dama Ichiteru y todas las demás advirtieran su estado. Trató de adoptar un tono formal.

– ¿Habéis visto alguna vez un frasco de tinta cuadrado, negro y laqueado con el nombre de la dama Harume escrito en oro sobre la tapa?

Tragó saliva y se atragantó. Mientras Ofuji espiaba al otro lado de la puerta, Bannojo montó a Okiku. Entre la música sinuosa, los gemidos del cantor y las estentóreas exclamaciones del público, las marionetas simularon el acto sexual. Hirata no sabía dónde meterse, pero Ichiteru observaba el drama con sosegada indiferencia.

– Cuando una ve un hermoso recipiente de tinta… una da por sentado que es para escribir cartas… -Otra mirada fugaz-. Tal vez cartas de… amor.

La última palabra, pronunciada en un susurro, le provocó a Hirata un escalofrío. La dama Ichiteru se llevó la mano a la sien, como si pretendiera retirarse un mechón de pelo rebelde. Sin mirarlo, bajó la mano y dejó que la amplia manga de su quimono cayera sobre el regazo de Hirata. La ingle le palpitó al repentino contacto del pesado tejido; respiró sofocado. ¿Lo había hecho sin querer o adrede? ¿Cómo debía reaccionar?

Trató de concentrarse en el drama que seguía en escena, donde había llegado la mañana acompañada del inesperado regreso de Jimbei, el marido de Okiku. Una Ofuji triunfante lo informó de que su esposa y su hermano lo habían traicionado. Jimbei, el adusto y noble samurái, interpeló a su mujer. Okiku intentó explicar el cruel ardid del que había sido víctima, pero el honor clamaba venganza. Jimbei atravesó el pecho de su esposa de una estocada. Ofuji le suplicó que se casara con él, jurándole amor eterno, pero Jimbei salió en pos de su artero hermano.

Al abrigo de su manga, la dama Ichiteru posó su mano en el muslo de Hirata y empezó a masajearlo. Hirata notaba su roce como si fuera en la carne desnuda, cálido y suave. Resollando, esperó que el público estuviese demasiado absorto en la obra para darse cuenta. La dama Ichiteru no alteró su expresión impasible. Pero ahora él sabía que su actitud provocadora era intencionada. Había manejado el encuentro hasta llegar a ese punto.

En el mercado de la ciudad, Bannojo oyó la noticia de la muerte de Okiku, corrió a la casa y mató a la traicionera Ofuji. En ese instante, llegó Jimbei. Al compás de una música enloquecida, los gritos del cantor y los berridos de ánimo del público, los hermanos desenfundaron sus espadas y lucharon. Hirata, ajeno casi por completo a la tragedia, sintió que su excitación aumentaba cuando la mano de la dama Ichiteru trepó furtivamente hasta su entrepierna. Aquello no debería estar pasando. Estaba mal. Ella pertenecía al sogún, que haría que los mataran a los dos si llegaba a saber de aquel devaneo. Hirata sabía que debía detenerla, pero la emoción del contacto prohibido lo mantuvo inmóvil.

El dedo de Ichiteru bordeó la punta de su virilidad. Hirata se tragó un gemido. Una vuelta y otra. Después aferró el rígido mástil y empezó a manipularlo. Arriba y abajo. El corazón de Hirata daba brincos; su placer fue en aumento. En escena, el marido ultrajado, Jimbei, asestaba la estocada fatal a su hermano. La cabeza de Bannojo salió volando. La mano de Ichiteru se desplazaba arriba y abajo con hábiles movimientos. Tenso y sin aliento, Hirata se acercaba al borde del clímax. Se olvidó de la investigación, ya no le importaba que alguien los viera.

Entonces Jimbei, abrumado por la pena, se hizo el haraquiri junto a los cadáveres de su esposa, su hermano y su cuñada. De repente, la obra acabó y el público rompió a aplaudir. Ichiteru retiró la mano.

– Adiós, honorable detective… Ha sido un encuentro muy interesante. -Con ojos modestamente bajos y la cara oculta por el abanico, hizo una reverencia-. Si necesitáis mi ayuda para algo más… no dudéis en hacérmelo saber.

Hirata, privado del alivio que necesitaba, la miró boquiabierto y lleno de frustración. Por la conducta de Ichiteru, se diría que el incidente no había llegado a producirse. Demasiado confuso para hablar, se levantó para irse, pugnando por recordar lo que había averiguado en la entrevista. ¿Cómo podía ser una despiadada asesina una mujer a la que tanto deseaba? Por primera vez en su carrera, Hirata sentía que su objetividad profesional lo abandonaba.

Desde detrás de los cortinajes del escenario se oyó la solemne voz del cantor:

– Acaban de presenciar una historia real que ilustra cómo la traición, el amor prohibido y la ceguera ocasionaron una terrible tragedia. Les agradecemos su asistencia.