"El Tatuaje De La Concubina" - читать интересную книгу автора (Rowland Laura Joh)1– Es para mí un honor dar comienzo a esta ceremonia, por la cual el En aquella agradable mañana de otoño, las puertas correderas de la sala permanecían abiertas al esplendor escarlata de las hojas de arce y a un radiante cielo azul. Dos sacerdotes de vestiduras blancas y altos tocados negros presidían la sala arrodillados frente a la hornacina, de la que pendía un pergamino con los nombres de los Sano y Reiko estaban rodilla con rodilla frente a dos mesitas. El lucía negras vestiduras ceremoniales estampadas con una dorada grulla, con las alas desplegadas, divisa de su familia; de la cintura pendían sus dos espadas. Ella llevaba un quimono de seda blanca y un largo velo blanco del mismo tejido que cubría por completo su rostro y su pelo. Delante de ellos había un plato llano de porcelana que contenía un pino y un ciruelo en miniatura; un haz de bambú y las estatuas de una liebre y una grulla: símbolos de longevidad, flexibilidad y fidelidad. Tras ellos, arrodillados frente a la mesa reservada para el mediador, estaban Noguchi y su esposa. Cuando los sacerdotes se levantaron e hicieron una reverencia frente al altar, el corazón de Sano se desbocó. Su estoica dignidad ocultaba un torbellino de emociones. Los últimos dos años no le habían traído más que complicaciones: la muerte de su amado padre; el traslado desde la humilde residencia familiar, en el barrio mercantil de Nihonbashi, al castillo de Edo, sede del poder en Japón; y un aumento vertiginoso de posición, con todos los retos que ello comportaba. A veces temía que su mente y su cuerpo fueran incapaces de soportar aquella inclemente avalancha de cambios. Ahora estaba a punto de casarse con una muchacha de veinte años a la que sólo había visto en una ocasión, hacía más de un año, en la reunión formal celebrada entre las dos familias. Su linaje era impecable y su padre, uno de los hombres más ricos y poderosos de Edo; pero jamás habían conversado y no sabía nada de su carácter. Apenas recordaba su apariencia, y no podría verle la cara hasta el final de la ceremonia. De repente, a Sano la tradición del matrimonio concertado le parecía una completa locura: una unión entre desconocidos potencialmente catastrófica. ¿Qué peligroso vuelco había dado su destino? ¿Era demasiado tarde para escapar? Desde su minúsculo dormitorio situado en las dependencias de las mujeres del castillo de Edo, la más reciente de las concubinas del sogún oyó pasos apresurados, portazos y estridentes voces femeninas. Los vestidores debían de estar llenos de opulentos quimonos de seda y polvos para la cara esparcidos por el suelo, en el apresuramiento de las sirvientas por acabar de vestir a las doscientas concubinas y sus doncellas para el banquete de bodas del Echó el pestillo de la puerta y bajó las persianas. Encima de una mesa baja encendió lámparas de aceite e incensarios. Las llamas titilantes proyectaban su sombra sobre los lienzos de papel de las paredes; el incienso humeaba, dulcemente acre. La habitación se impregnó de quietud y silencio. Una oscura excitación aceleró el pulso de Harume. Sobre la mesa depositó un estuche rectangular laqueado de color negro, con incrustaciones de iris dorados, una botella de sake de porcelana y dos cuencos. Sus movimientos eran pausados y gráciles, propios de un ritual sagrado. Después se acercó de puntillas a la puerta y escuchó. El ruido había disminuido; las mujeres debían de haber acabado de vestirse y estarían de camino hacia la sala del banquete. Harume regresó al altar que había dispuesto. Embargada de ansiedad, se compuso el cabello moreno y lustroso, que le llegaba a la cintura. Se aflojó la faja y separó las faldas de su bata de seda roja. Desnuda de cintura para abajo, se arrodilló. Se contempló con orgullo. A sus dieciocho años, poseía la madurez física de una adulta, pero con el fresco esplendor de la juventud. Una impecable piel marfileña recubría sus firmes muslos, sus caderas redondeadas y su abdomen. Harume se acarició el sedoso triángulo de vello pubiano con la punta de los dedos. Sonrió al acordarse de él y de su mano allí mismo, de su boca contra su garganta, de su éxtasis compartido. Se deleitó en su eterno amor por él, que estaba a punto de demostrar más allá de cualquier duda. Para purificar la estancia, uno de los sacerdotes agitó un bastón adornado con blancas tiras de papel y gritó: «¡Que salga el mal, que entre la fortuna! ¡Zuum! ¡Zuum!» Después entonó una invocación a los dioses sintoístas Izanagi e Izanami, venerados procreadores del universo. Al oír aquellas palabras conocidas, Sano se relajó. La intemporal ceremonia lo elevaba por encima del miedo y la duda; en su interior creció la esperanza. A pesar de los riesgos, quería ese matrimonio. A la avanzada edad de treinta y un años, estaba listo para dar aquel paso definitivo hacia la madurez oficial, para asumir su lugar en la sociedad como cabeza de su propia familia. Y estaba listo para que su vida cambiara. Los veinte meses que llevaba ejerciendo como sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas- habían sido un ciclo ininterrumpido de crímenes, cazas de tesoros y misiones de espionaje. Una etapa que había estado a punto de culminar en tragedia con su viaje a Nagasaki. Allí, durante la investigación del asesinato de un mercader holandés, le dispararon, estuvieron a punto de quemarlo vivo, lo acusaron de traición y casi lo ejecutan antes de poder demostrar su inocencia. Había regresado a Edo siete días atrás, y, aunque no había perdido su afán por la búsqueda de la verdad y la entrega de criminales a la justicia, estaba cansado. Cansado de violencia, muerte y corrupción. El año anterior había vivido una trágica relación amorosa que lo había embargado de una sensación de soledad y de agotamiento emocional. Ahora, sin embargo, Sano esperaba poder descansar de los rigores de su trabajo; el sogún le había garantizado un mes de vacaciones. Tras un compromiso de un año, Sano acogía de buen grado la perspectiva de tener vida privada, con una esposa dócil y dulce que se erigiese en refugio del mundo exterior. Ansiaba tener hijos, sobre todo un varón que diese continuidad a su nombre y heredase su posición. Aquella ceremonia no era un rito de mero trámite social, sino un portal hacia todo lo que Sano más quería. El segundo sacerdote tocó una serie de notas agudas y lastimeras con una flauta, mientras el primero lo acompañaba con un tambor de madera. Se acercaba la parte más solemne y sagrada del ritual del matrimonio. Cesó la música. Una acólita vertió el sake consagrado en un cazo metálico y se lo llevó a Sano y a Reiko. La otra les puso delante una bandeja con tres cuencos de madera de diferentes tamaños, metidos el uno dentro del otro. Las acólitas llenaron el primer cuenco, el más pequeño, con el cazo; hicieron una reverencia y se lo tendieron a la novia. Los allí presentes atendían en expectante silencio. Harume abrió el estuche laqueado y sacó una navaja larga y recta de centelleante filo acerado, un cuchillo con mango de nácar y un frasco cuadrado y esmaltado en negro con su nombre pintado en oro en la tapa. Al disponer aquellos objetos frente a ella, un temblor de miedo le atenazó la garganta. Temía el dolor, odiaba la sangre. ¿Y si alguien interrumpía la ceremonia o, lo que es peor, descubría su relación secreta y prohibida? Su vida transcurría bajo la sombra de peligrosas intrigas, y había quien quería verla deshonrada y desterrada del castillo. Pero el amor exigía sacrificio y requería del riesgo. Con manos inseguras vertió el sake en los dos cuencos: uno para ella y otro, ritual, para su amante ausente. Alzó su cuenco y apuró la bebida. Lagrimeó con la garganta abrasada, pero el potente licor la inflamó de valor y determinación. Cogió la navaja. Con cuidadosas pasadas, Harume se rasuró el pubis por completo y dejó caer al suelo el vello cortado. Después puso a un lado la navaja y alzó el cuchillo. Reiko, con la cara aún oculta por el velo blanco, se llevó a los labios el cuenco de sake y bebió. Repitió el proceso tres veces. A continuación, las acólitas lo rellenaron y se lo dieron a Sano. Este tomó sus tres sorbos imaginando que sentía el calor pasajero de los delicados dedos de su prometida en la madera pulida y que saboreaba la dulzura de su carmín en el borde del cuenco: un primer, si bien indirecto, contacto. ¿Sería su matrimonio, como él esperaba, la unión de dos almas afines al tiempo que una satisfacción sensual? Un suspiro colectivo recorrió a los presentes. El La acólita dejó a un lado el cuenco y llenó el segundo. En aquella ocasión bebió primero Sano tres veces, antes de que Reiko hiciera lo propio. Después de que les pasaran el tercer y mayor de los cuencos y se bebieran su contenido, la flauta y el tambor reanudaron la música. Sano se sentía casi superado por la alegría. Ahora él y Reiko estaban unidos en matrimonio. Pronto vería de nuevo su cara… El contacto del filo acerado del cuchillo contra su sensible piel rasurada provocó en Harume un escalofrío. El corazón le estallaba, le temblaban las manos. Dejó el cuchillo y bebió otro trago. Después, cerró los ojos e invocó la imagen de su amante, el recuerdo de sus caricias. El humo del incienso empapó sus pulmones de aroma a jazmín. El ardor la inundó de osadía. Cuando abrió los ojos, su cuerpo estaba en reposo, su mente en calma. Cogió de nuevo el cuchillo. Cortó con lentitud el primer trazo en el pubis, justo encima de la hendidura de su femineidad. Manó la sangre carmesí. Harume exhaló un agudo silbido de dolor; las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Pero se limpió la sangre con el extremo de su faja, volvió a beber y rasgó el siguiente trazo. Más dolor, más sangre. Once trazos más, y Harume suspiró de alivio. Lo peor estaba hecho. El siguiente paso la enlazaría a su amante de forma irrevocable. Abrió el frasco laqueado. La cara interna del tapón llevaba incorporada una brocha con mango de bambú cuyas suaves cerdas estaban saturadas de tinta negra y brillante. La extendió con cuidado por los cortes; su fresca humedad era un bálsamo para el dolor. Con la faja ensangrentada secó la tinta sobrante, y tapó la botella. Después, con otro trago de sake, admiró su obra. El tatuaje completo, grabado en líneas negras, era del tamaño de la uña de su pulgar y adornaba ahora sus partes íntimas: una expresión indeleble de fidelidad y devoción. Hasta que volviera a crecerle el vello, esperaba poder mantenerse a salvo y ocultar su secreto al resto de las concubinas, al personal del palacio y al sogún. Pero incluso cuando el tatuaje quedara convenientemente oculto, ella sería consciente de su presencia. Al igual que él. Atesorarían ese símbolo del único matrimonio que jamás celebrarían. Harume se sirvió otro sake, un brindis privado por el amor eterno. Pero cuando bebió, fue incapaz de tragar. El sake se le derramó de la boca y cayó por su barbilla. Un extraño cosquilleo le recorrió los labios y la lengua; notaba la garganta atorada e insensible, como si estuviera llena de algodón. Una inquietante sensación de frío le erizó la piel. Le sobrevino un mareo. La habitación daba vueltas y las llamas de las lámparas, demasiado brillantes, danzaban ante sus ojos. Asustada, dejó caer el cuenco. ¿Qué le estaba pasando? Una náusea repentina se apoderó de ella. Doblada y con las manos sobre el estómago, las arcadas precedieron a un vómito cálido y agrio que le obstruyó la garganta, le subió por la nariz y se derramó por el suelo. Resolló y tosió, incapaz de respirar. Presa del pánico, Harume se levantó y avanzó hacia la puerta, pero los músculos de sus piernas habían perdido la fuerza; tropezó y desparramó los incensarios, la navaja, el cuchillo y el tintero. Tambaleándose, sin dejar de pugnar por respirar, logró llegar a la puerta y abrirla. De sus labios entumecidos brotó un grito ronco. – ¡Socorro! El pasillo estaba vacío. Aferrándose la garganta, Harume fue dando tumbos hacia unas voces que sonaban distorsionadas y remotas. Las lámparas del techo refulgían como soles y la cegaban. Se apoyó en las paredes para sostenerse. A través de una neblina de náusea y mareo, Harume distinguió unas formas negras y aladas que la perseguían. Unas garras trataron de cogerla del pelo. En sus oídos sonó el eco de unos estridentes chillidos. «¡Demonios!» A continuación las acólitas sirvieron sake a la madre de Sano y al padre de Reiko, en honor de la nueva alianza que se había establecido entre las dos familias, y repartieron cuencos de licor entre los asistentes, que exclamaron al unísono: – Sano vio rostros de felicidad vueltos hacia ellos. La mirada llena de amor de su madre lo conmovió. Hirata se pasó una mano cohibida por la pelusa negra de su cabeza -afeitada durante su investigación en Nagasaki-y le dedicó una sonrisa radiante. El magistrado Ueda asintió en solemne aprobación; el sogún sonreía. Sano cogió el documento ceremonial de la mesa que tenía delante y lo leyó con voz temblorosa. – Acabamos de unirnos como marido y mujer para toda la eternidad. Juramos ejecutar fielmente nuestros deberes conyugales y pasar todos los días de nuestras vidas juntos en sempiterna confianza y afecto. Sano Ichiro, el vigésimo día del noveno mes, tercer año Genroku. Después Reiko leyó su documento, idéntico al anterior. Tenía la voz aguda, clara y melódica. Era la primera vez que Sano la oía. ¿De qué iban a hablar cuando estuvieran a solas esa noche? Las acólitas dieron a la pareja unas ramas del árbol – La ceremonia ha sido completada de forma satisfactoria -anunció el sacerdote que había llevado a cabo la invocación-. Ahora la novia y el novio pueden empezar a construir un hogar armonioso. Acosada por los demonios, Harume logró orientarse de algún modo por los sinuosos corredores de las dependencias de las mujeres y alcanzar la puerta que llevaba al edificio principal del palacio. Allí estaban las damas del castillo, vestidas con brillantes y coloridos quimonos, atendidas por las criadas y por unos cuantos guardas. A Harume empezaban a abandonarle las fuerzas. Entre resuellos, asfixiada, se desplomó en el suelo. La multitud se volvió con un sonoro frufrú de adornos de seda. Se alzó una barahúnda de exclamaciones: – ¡Es la dama Harume! – ¿Qué le pasa? – ¡Tiene la boca llena de sangre! Sobre Harume pendía un mosaico cambiante de caras atónitas y espantadas. Unas manchas púrpuras ocultaban los rasgos de aquellas caras conocidas. Las narices se alargaban, los ojos se encendían, bocas lascivas descubrían sus colmillos. De los hombros surgían alas negras que se sacudían en el aire. Los adornos de seda se convirtieron en el plumaje chillón de unos pájaros monstruosos. Hacia ella se extendían ávidas las garras. – Demonios -dijo Harume entre boqueadas-. No os acerquéis más. ¡No! La aferraron unas manos fuertes; unas autoritarias voces masculinas proferían órdenes. – Está enferma. Avisad a un médico. – No dejéis que interrumpa la boda del sosakan-sama. – Llevadla a su habitación. El pánico dotó de fuerza a los músculos de Harume. Mientras lanzaba golpes a diestro y siniestro y trataba de respirar, su voz acudió a ella en un grito de terror: – ¡Socorro! ¡Demonios! ¡No dejéis que me maten! – Está loca. No os acerquéis, ¡apartaos! Es violenta. La transportaron por el pasillo, seguida de la horda vociferante y agitada. Harume luchó por soltarse. Sus captores por fin la tumbaron y la inmovilizaron de brazos y piernas. Estaba atrapada. Los demonios iban a despedazarla y a devorarla después. Asaltada por aquellos pensamientos escalofriantes, Harume sintió agolparse en su cuerpo una fuerza aún más terrorífica. Una convulsión desmedida se apoderó de sus huesos, sus músculos y sus nervios, le tiró de los tendones y le atenazó los órganos internos con cadenas invisibles. Presa de la agonía, gritó mientras su espalda se arqueaba y los miembros rígidos se extendían sin control. Con una cacofonía de chillidos, los demonios la soltaron, expelidos por la fuerza de sus movimientos involuntarios. Una segunda convulsión, más fuerte, y su visión se inundó de penumbra. Las sensaciones externas se desvanecían; no veía a los demonios ni oía sus voces. El golpeteo errático y desbocado de su propio corazón colmaba sus oídos. Otra convulsión. Con la boca completamente abierta, Harume era incapaz de respirar. Su último pensamiento fue para su amante: con un pesar tan agónico como el dolor, supo que nunca volvería a verlo en esa vida. Un último jadeo. Una súplica inarticulada más: «Ayuda…» Después, la nada. Sano apenas oyó los murmullos de bendición de los presentes, porque las acólitas estaban retirando el velo del rostro de su esposa. Se estaba volviendo hacia él… Reiko tenía veinte años, pero parecía más joven. Poseía un óvalo facial perfecto, de barbilla y nariz delicadas. Sus ojos, como pétalos negros y brillantes, resplandecían con inocencia. Encima de ellos lucían los finos arcos pintados de sus cejas. El polvo blanco de arroz cubría una piel tersa, perfecta, en contraste con el satén negro de su cabello, que descendía desde una raya central hasta las rodillas. Su belleza dejó a Sano sin aliento. Entonces Reiko le sonrió: un tímido esbozo en unos labios rojos y delicados, antes de bajar la mirada con recato. El corazón de Sano se encogió con una ternura feroz y posesiva cuando le devolvió la sonrisa. Era todo lo que deseaba. Su vida en pareja iba a ser pura dicha conyugal, que empezaría en cuanto terminaran las formalidades de la ceremonia. Los presentes se pusieron en pie cuando las acólitas escoltaron a Sano y Reiko desde el altar hasta sus familias. Sano hizo una reverencia ante el magistrado Ueda y le dio las gracias por el honor de unirse a su clan, mientras Reiko hacía lo mismo con la madre de Sano. Juntos agradecieron al sogún su protección y a los invitados, su asistencia. Después, tras un sinfín de felicitaciones, agradecimientos y bendiciones, la comitiva, encabezada por el sogún, atravesó las puertas labradas y recorrió el amplio pasillo que llevaba al salón dispuesto para el banquete de bodas, donde esperaban más invitados. De repente, de las profundidades del castillo llegaron unos gritos agudos y el sonido de pasos a la carrera. El sogún se paró y detuvo la procesión. – ¿Qué son esos ruidos? -preguntó, con las facciones aristocráticas ensombrecidas por la irritación. Dirigiéndose a sus sirvientes, ordenó-: Id y, ah, averiguad la causa, y poned fin a… Por el pasillo se abalanzaban hacia la comitiva de la boda centenares de mujeres vociferantes, algunas ataviadas con brillantes ropajes de seda; otras, con los sencillos quimonos de algodón de las sirvientas; y todas, con las mangas sobre la nariz y la boca y los ojos desorbitados por el terror. Tras ellas irrumpió el personal de palacio gritando instrucciones y tratando de restablecer el orden, aunque las mujeres no les prestaban atención. – ¡Dejadnos salir! -gritaban, y empujaban a los miembros de la comitiva contra las paredes para abrirse camino. – ¿Cómo osan tratarme con tan poco respeto estas mujeres? -gritó Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Se han vuelto todas locas? ¡Guardias, detenedlas! El magistrado Ueda y las criadas protegieron a Reiko de la estampida, que aumentó hasta incluir a invitados que, presas del pánico, salían en aluvión del salón del banquete. Chocaron contra la madre de Sano, quien la aferró antes de que cayera. – ¡Si no corremos, estamos perdidas! -gritaban las mujeres. En aquel momento apareció un ejército de guardias que las condujo de vuelta al interior del castillo. La comitiva de la boda y los invitados se apiñaron en el salón del banquete, en cuyo suelo se habían dispuesto mesas y cojines; un conjunto de músicos asustados se aferraba a sus instrumentos, mientras las doncellas esperaban para servir la comida. – ¿Qué significa esto? -El sogún se enderezó el alto tocado negro, que había quedado ladeado en la refriega-. Ah, ¡exijo una explicación! El comandante de la guardia se inclinó ante Tokugawa Tsunayoshi. – Mis disculpas, excelencia, pero se ha producido un revuelo en las dependencias de las mujeres. Una de vuestras concubinas, la dama Harume, acaba de morir. El médico mayor del castillo, vestido con los ropajes azul oscuro propios de su profesión, añadió: – Su muerte fue causada por una repentina enfermedad violenta. El resto de las damas huyeron presas del pánico, por temor al contagio. Se alzó un murmullo entre los presentes. Tokugawa Tsunayoshi esbozó un gesto de sorpresa. – ¿Contagio? -Su cara empalideció, y se tapó la nariz y la boca con ambas manos para evitar la entrada del espíritu de la enfermedad-. ¿Significa eso que hay una, ah, epidemia en el castillo? Dictador de delicada salud y escaso talento para el liderazgo, el sogún se volvió hacia Sano y el magistrado Ueda, los dos hombres de más alta posición de los allí presentes. – ¿Qué vamos a hacer? – Hay que cancelar las festividades nupciales -dijo el magistrado con pesadumbre- y enviar a los invitados a casa. Ya me encargaré de todo. Sano, aunque aturdido por tan calamitoso colofón para su boda, se apresuró a ayudar a su señor. Las enfermedades contagiosas eran una preocupación de primer orden en el castillo de Edo, que albergaba a centenares de los funcionarios de más alto rango de Japón y a sus familias. – Por si de verdad se trata de una epidemia, hay que poner a las damas en cuarentena para evitar que se extienda. -Sano dio instrucciones al comandante de la guardia para que se encargase de aquello y le dijo al médico del castillo que examinase a la mujer en busca de síntomas-. Y vos, excelencia, deberíais permanecer en vuestros aposentos para eludir la enfermedad. – Ah, sí, claro -dijo Tokugawa Tsunayoshi, aliviado de que otro asumiese el mando. El sogún se dirigió a sus aposentos y ordenó a sus funcionarios que lo siguieran, mientras gritaba instrucciones a Sano-: ¡Debes investigar de inmediato la muerte de la dama Harume! -En su temor por su persona, parecía indiferente a la pérdida de su concubina y al destino del resto de sus mujeres. Y al parecer había olvidado por completo las vacaciones que le prometiera a Sano-. Tienes que evitar que me alcance el espíritu de la enfermedad. ¡En marcha! – Sí, excelencia -exclamó Sano en dirección al déspota en retirada y su séquito. Hirata corrió a su lado. Cuando partieron por el pasillo hacia las dependencias de las mujeres, Sano miró por encima de su hombro y vio a Reiko, que arrastraba el traje nupcial, escoltada por su padre y las criadas. Sintió una extrema irritación contra el sogún por renegar de su promesa, y lamentó el retraso de las celebraciones de la boda, tanto públicas como privadas. ¿Acaso no se había ganado algo de paz y felicidad? Después reprimió un suspiro. La obediencia a su señor era la suprema virtud de un samurái. El deber se imponía; una vez más, la muerte reclamaba la atención de Sano. La dicha conyugal tendría que esperar. |
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