"El Tatuaje De La Concubina" - читать интересную книгу автора (Rowland Laura Joh)

5

El crepúsculo otoñal descendió sobre Edo. En un cielo de poniente de color dorado pálido, las nubes bosquejaban volutas como escrituras de humo. En las casas de los campesinos, las viviendas de los mercaderes y las grandes mansiones de los daimio -los señores que tienen tierras-, los faroles brillaban sobre las puertas y en las ventanas. Una luna casi llena salió entre las primeras estrellas, heraldos de la noche que servían de guía a una partida de caza que atravesaba el coto boscoso del castillo de Edo. Porteadores cargados de cofres con vituallas seguían a los criados que guiaban a los caballos y a los perros entre ladridos. Delante, los cazadores armados con arcos avanzaban a pie entre los árboles, sobre los cuales los pájaros remontaban en vuelo vespertino.

– Honorable chambelán Yanagisawa, ¿no se está haciendo un poco tarde para cazar? -Makino Narisada, el primer anciano, apresuró el paso para ponerse a la altura de su superior. Lo siguieron los otros cuatro miembros del Consejo de Ancianos de Japón, entre bufidos y resuellos-. Hace un frío muy desagradable y pronto estará demasiado oscuro. ¿No sería mejor que regresáramos al palacio y retomáramos nuestra reunión con mayor comodidad?

– Tonterías -replicó Yanagisawa mientras enarbolaba su arco y apuntaba la flecha-. La noche es el mejor momento para cazar. Aunque no distinga a mi presa con claridad, ella tampoco puede verme. Es un reto mucho mayor que cazar a la poco sutil luz del día.

Alto, esbelto, fuerte y, a la edad de treinta y tres años, al menos quince menor que cualquiera de sus camaradas, el chambelán Yanagisawa avanzaba entre la espesura a paso ligero. La energía mística de la noche siempre estimulaba sus sentidos. La vista y el oído cobraban fuerza y claridad hasta hacerle detectar el más mínimo movimiento. En las sombras fragantes de los pinos oyó el suave aleteo de un pájaro que se posaba en un arbusto cercano. Se paró en seco y apuntó.

La caza avivaba el instinto asesino de Yanagisawa. ¿Qué mejor estado de ánimo para manejar los asuntos de gobierno? Dejó volar la flecha, que se clavó en un árbol con un golpe seco. El pájaro huyó ileso y en las inmediaciones se oyeron los graznidos de una bandada que alzaba el vuelo presa del pánico.

– Un disparo magnífico -comentó el anciano Makino a pesar del tiro. Los otros se hicieron eco de su alabanza.

El chambelán Yanagisawa sonrió, sin que le importara haberlo errado. Iba en pos de una presa más grande, más importante.

– Entonces, ¿cuál es el siguiente punto de nuestro orden del día?

– El informe del sosakan-sama sobre el éxito de su investigación de asesinato y la captura de una red de contrabando en Nagasaki.

– Ah, sí.

La furia inundó a Yanagisawa. Sano era un rival al que no había logrado eliminar, un hombre que se interponía entre él y su mayor anhelo.

– Su excelencia quedó muy impresionado por la gesta del sosakan-sama -añadió Makino; un asomo de satisfacción maliciosa tiñó sus maneras serviles-. ¿Qué pensáis, honorable chambelán?

Con ademanes enfáticos y parsimoniosos, Yanagisawa sacó otra flecha de su aljaba y siguió caminando.

– Hay que hacer algo con Sano Ichiro -dijo.

Desde su juventud, Yanagisawa era el amante del sogún y se había valido de su influencia sobre Tokugawa Tsunayoshi para alcanzar la posición de segundo al mando, el auténtico dirigente de Japón. El talento administrativo de Yanagisawa mantenía el gobierno en funcionamiento mientras el sogún sucumbía a su pasión por las artes, la religión y los jovencitos. Con el paso de los años, Yanagisawa había amasado una inmensa fortuna desviando para sí parte de los tributos pagados a los Tokugawa por los clanes daimio y de los impuestos recaudados entre los mercaderes; además de cobrar por otorgar audiencias con el sogún. Todos se inclinaban ante su autoridad. Mas no le bastaba con toda esa riqueza y poder. Recientemente había trazado un plan para convertirse en daimio, gobernante oficial de una provincia entera. Cuatro meses atrás había desterrado al sosakan Sano a Nagasaki, con la idea de que sería la última vez que vería a su enemigo y la convicción de que había afianzado para siempre su posición como favorito del sogún.

Pero no lo había logrado. Sano había sobrevivido al exilio -como a los intentos previos de Yanagisawa de desacreditarlo- y había regresado convertido en héroe. Esa misma mañana se había casado con la hija del magistrado Ueda que, para Yanagisawa, también tenía demasiada influencia sobre el sogún. Tokugawa Tsunayoshi, molesto con él por haber alejado a Sano, había rechazado hasta el momento su tentativa de ampliar sus dominios. El prestigio de Sano en la corte había ido en aumento. Eso mismo había sucedido con otro rival, cuya influencia Yanagisawa había contrarrestado con facilidad en el pasado. Pero ahora que por fin el sogún era consciente de la animosidad entre sus consejeros, no se atrevía a emplear contra Sano el método que había usado para librarse de anteriores enemigos: el asesinato. El riesgo de que lo descubrieran y castigaran era demasiado grande. Aun así, tenía que destruir a su competidor de algún modo.

– Honorable chambelán, ¿acaso no es bueno que el sosakan-sama proteja Japón de la corrupción y la traición? -preguntó Hamada Kazuo, partidario cada vez más entusiasta de Sano-. ¿No deberíamos apoyar su empeño?

Se oyeron murmullos de tímido reconocimiento de todos los ancianos excepto de Makino, el principal cómplice de Yanagisawa. Un brote de pánico asaltó al chambelán. Hubo un tiempo en que los ancianos aceptaban sus afirmaciones sin objeción alguna. Ahora, por culpa de Sano, estaba perdiendo el control sobre los hombres que asesoraban al sogún y dictaban la política del gobierno. Pero no pensaba quedarse de brazos cruzados. Nadie iba a impedir su ascenso al poder.

– ¿Cómo osáis llevarme la contraria? -clamó. Apretó el paso y obligó a los ancianos a caminar más rápido entre prontas disculpas-. ¡Daos prisa!

Paladeaba su obediencia, un recordatorio de su autoridad, y temía la más mínima señal de debilitamiento, que amenazaba con hundirlo en la pesadilla de su pasado…

Su padre había sido chambelán del daimio Takei, gobernador de la provincia de Arima, y su madre, la hija de una familia de mercaderes que ambicionaba prosperar mediante el enlace con un clan samurái. Ambos progenitores vieron en los hijos los instrumentos para mejorar el rango de la familia. No escatimaron dinero ni cuidados en su educación, pero sólo como medios para un fin: hacerse un lugar en la corte del sogún.

En el más nítido de sus primeros recuerdos, Yanagisawa y su hermano Yoshihiro estaban de rodillas en la tenebrosa sala de audiencias de su padre. El tenía seis años y Yoshihiro, doce. La lluvia golpeteaba sobre las tejas; parecía que en esos días jamás brillaba el sol. En la tarima estaba sentado su padre, una figura lúgubre y colosal vestida de negro.

– Yoshihiro, tu tutor me informa de que suspendes todas tus asignaturas. -La voz de su padre estaba cargada de desprecio. A Yanagisawa le dijo-: Y el maestro de artes marciales dice que ayer te derrotaron en una práctica de espada.

No mencionó el hecho de que Yanagisawa leía y escribía igual de bien que chicos que le doblaban la edad, ni que Yoshihiro era el mejor espadachín joven de la ciudad.

– ¿Cómo esperáis honrar a la familia de este modo? -La cara se le puso púrpura de furia-. ¡Los dos sois unos cretinos inútiles, indignos de ser mis hijos!

Agarró la vara de madera que siempre descansaba sobre la tarima y los apaleó. Yanagisawa y Yoshihiro se encogieron ante la dolorosa paliza, tratando de contener las lágrimas, que enfurecerían aún más a su padre. En una sala contigua, su madre reñía a su hermana Kiyoko por su incapacidad de sobresalir en las habilidades que debía dominar antes de que pudieran casarla con un alto funcionario.

– ¡Mocosa estúpida y desobediente!

El ruido de las bofetadas, los golpes y los sollozos de Kiyoko era el telón de fondo constante de aquella casa. No importaba lo que consiguieran los niños, nunca era suficiente para satisfacer a sus padres. Aun así, los castigos habrían resultado soportables si hubiesen hallado consuelo en la compañía de personas ajenas a la familia, o en el amor recíproco. Pero sus padres lo habían hecho imposible.

– Esos mocosos están por debajo de ti -le decía su madre al aislarlos a él y a sus hermanos de los hijos de los otros vasallos del señor. Algún día seréis sus superiores.

Los niños aprendieron que podían evitar el castigo cargándole a otro la culpa de su mala conducta. En consecuencia, se odiaban y recelaban los unos de los otros.

Yanagisawa recordaba haber llorado tan sólo una vez en aquellos años atroces: el día, frío y lluvioso, del funeral de su hermano. A la edad de diecisiete años, Yoshihiro se había hecho el haraquiri. Mientras los sacerdotes entonaban sus cánticos, Yanagisawa y Kiyoko lloraban con amargura, los únicos de los dolientes que manifestaban alguna emoción.

– ¡Basta ya! -susurraron sus padres entre golpes-. Qué despliegue tan patético de debilidad. ¿Qué pensará la gente? ¿Por qué no podéis honrar a la familia, como hizo Yoshihiro?

Pero Yanagisawa y Kiyoko sabían que el suicidio ritual de su hermano no había sido un gesto de honor. Yoshihiro, el hermano mayor, había sucumbido a la presión de ser el principal depositario de las ambiciones familiares. Nunca a la altura de las expectativas de sus padres, se había matado para evitarse más angustias. Yanagisawa y Kiyoko no lloraban por él sino por ellos mismos, porque sus padres habían canjeado sus vidas por un puesto más elevado en la sociedad.

Kiyoko, casada a los quince años con un acaudalado funcionario, había perdido un hijo durante una de las palizas de su marido, y volvía a estar embarazada. Y Yanagisawa, con once años, llevaba tres como paje y objeto sexual de su señor. Su ano sangraba con los asaltos del daimio; su orgullo había sufrido mortificaciones incluso peores.

Entonces, mientras el humo de la pira funeraria flotaba sobre el crematorio, se obró un cambio en el interior de Yanagisawa. El llanto agotó el sufrimiento acumulado en su corazón hasta que sólo quedó una amarga determinación. Yoshihiro había muerto por ser débil. Kiyoko era una niña desvalida. Pero Yanagisawa juró que algún día llegaría a ser el hombre más poderoso del país. En aquel momento, nadie volvería a usarlo, castigarlo o humillarlo. Se vengaría de aquellos que le hubieran hecho daño. Todos acatarían sus deseos; todos temerían su ira.

Once años después, Tokugawa Tsunayoshi tuvo referencias de un joven cuya belleza e inteligencia le habían facilitado un rápido avance entre las filas de los vasallos del daimio Takei. Tsunayoshi, aficionado a los varones hermosos, convocó a Yanagisawa al castillo de Edo. El joven había madurado de forma espléndida; era deslumbrantemente guapo, con ojos oscuros e intensos. Cuando los guardias de palacio lo escoltaron a los aposentos de Tsunayoshi, el futuro sogún de veintinueve años dejó caer el libro que estaba leyendo y lo miró embelesado.

– Magnífico -dijo. Sus rasgos finos y afeminados se cargaron de admiración. A los guardias les ordenó-: Dejadnos.

A esas alturas, Yanagisawa conocía sus limitaciones y sus cualidades. La condición relativamente baja de su clan impedía su entrada en las filas más altas del bakufu, al igual que la falta de riqueza, pero había aprendido a sacar partido de los talentos que le confirieran los dioses de la fortuna. En ese instante, en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi observó lujuria, debilidad de mente y espíritu y ansia de aprobación. Yanagisawa sonrió para sus adentros. Hizo una reverencia sin molestarse en arrodillarse antes, la primera de las muchas libertades que se tomaría con el futuro sogún, quien, humilde en su arrobamiento, le devolvió la reverencia. Yanagisawa se acercó a la tarima y recogió su libro.

– ¿Qué leéis, excelencia? -preguntó.

– El, ah, ah… -Tartamudeando de excitación, Tsunayoshi temblaba junto a Yanagisawa-. El sueño de las mansiones rojas.

Yanagisawa se sentó con descaro en la tarima y leyó del clásico de la novela erótica china. Su lectura, perfeccionada por el estudio y los castigos de la infancia, era impecable. Hacía pausas entre pasajes y sonreía con procacidad a los ojos de Tsunayoshi. Este se sonrojó. Yanagisawa extendió la mano. El futuro sogún la aferró con avidez.

Llamaron a la puerta, y entró un funcionario.

– Excelencia, es la hora de vuestra reunión con el Consejo de Ancianos. Tienen que exponeros el estado de la nación y solicitar vuestra opinión sobre las nuevas políticas de gobierno.

– Ahora, ah…, ahora estoy ocupado. ¿No podemos aplazarlo? Además, no creo tener opiniones sobre nada. -Tsunayoshi miró a Yanagisawa como pidiéndole que lo rescatara. En ese momento Yanagisawa vio el camino hacia el futuro que había imaginado. Sería el compañero de Tsunayoshi y aportaría las opiniones de las que carecía el estúpido dictador. Por mediación de Tokugawa Tsunayoshi, Yanagisawa gobernaría Japón. Esgrimiría el poder de vida y muerte que tiene el sogún sobre sus ciudadanos.

– Asistiremos los dos a la reunión -anunció. El funcionario frunció el entrecejo ante tamaña impertinencia, pero Tsunayoshi asintió mansamente. Al salir juntos de la habitación, Yanagisawa le susurró a su nuevo señor-: Cuando acabe la reunión, tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos mejor.

Cuando Tokugawa Tsunayoshi accedió a la dignidad de sogún, Yanagisawa paso a ser chambelán. Antiguos superiores cayeron bajo su mando. Se apropió de las tierras de Takei y dejó desamparados al daimio y a todos sus vasallos, entre ellos a su padre. Recibió cartas urgentes de sus empobrecidos progenitores que le suplicaban piedad. Con una jubilosa sensación de desquite, denegó su ayuda a la familia que lo había criado para ser exactamente lo que era. Pero Yanagisawa jamás olvidó lo precario de su posición. El sogún lo idolatraba, pero un sinfín de nuevos rivales pugnaban por el cambiante favor de Tsunayoshi. Yanagisawa dominaba el bakufu, pero ningún régimen era eterno.

La voz cascada del anciano Makino sacó al chambelán de sus cavilaciones:

– Deberíamos estudiar la posible epidemia y planear el modo de evitar que tenga consecuencias graves.

– No habrá epidemia -dijo Yanagisawa. Las sendas del bosque se desvanecían en la maraña de árboles a medida que disminuía el resplandor del cielo, pero Yanagisawa mantuvo el paso-. A la dama Harume la envenenaron.

Los ancianos gritaron de asombro y exclamaron: «¿Envenenada?», «Pero si no hemos oído nada», «¿Cómo lo sabéis?»

– Oh, sé cómo enterarme de las cosas.

El chambelán tenía espías en el Interior Grande, así como en todo Edo. Estos agentes sometían a vigilancia a las personas importantes, espiaban sus conversaciones y rebuscaban entre sus pertenencias.

– Habrá problemas -advirtió Makino-. ¿Qué vamos a hacer?

– No tenemos que hacer nada -dijo Yanagisawa-. El sosakan Sano investiga el asesinato.

De repente, un plan cobró forma en su cabeza. Utilizando el caso de asesinato de la dama Harume podría destruir a Sano y a su otro rival. Yanagisawa tenía ganas de dar voz a su regocijo, pero el plan precisaba extrema discreción. Necesitaba el tipo de cómplice que no se encontraba entre la compañía presente. Detuvo la procesión en un claro y se dirigió a su séquito.

– Ya podéis iros.

Los ancianos partieron con alivio; se quedaron tan sólo los sirvientes personales de Yanagisawa.

– Deseo descansar y refrescarme -anunció-. Montad mi refugio.

Los criados descargaron los pertrechos y erigieron un recinto parecido al empleado por los generales como cuartel general en el campo de batalla: colgaron paramentos de seda de un armazón cuadrado de madera, a cielo descubierto. En el interior dispusieron esterillas, faroles encendidos y braseros de carbón, y sirvieron sake y comida. Apostaron guardias en el exterior, y Yanagisawa se recostó en un futón. En realidad, con el castillo entero a su disposición, no necesitaba aquel refugio improvisado, pero le encantaba el espectáculo de ver afanarse a otros hombres por su comodidad y el aire clandestino de un encuentro nocturno al raso. ¿Y acaso no era él semejante a un general que formase a sus tropas para el ataque?

– Tráeme a Shichisaburo -le ordenó a un sirviente, que se apresuró a obedecer.

Mientras esperaba, la punzada sensual de la lujuria aumentó su excitación. Shichisaburo, primer actor de la compañía de teatro no de los Tokugawa, era su amante de turno. Versado en la venerable tradición y práctica del amor masculino, también tenía otras utilidades…

Al momento se separaron los faldones de seda y entró Shichisaburo. Era menudo para sus catorce años, y llevaba el pelo al estilo de un samurái infantil: rapado en la coronilla, con un mechón trenzado hacia atrás desde la frente. Su túnica teatral roja y dorada cubría una figura tan grácil y esbelta como el retoño de un sauce. Shichisaburo se arrodilló e hizo una reverencia.

– Espero vuestras órdenes, honorable chambelán -murmuró.

Yanagisawa se sentó en el futón al notar que se le aceleraba el corazón.

– Levántate y ven aquí. -Saboreaba el deseo, crudo y salado como la sangre-. Siéntate a mi lado.

El joven obedeció, y Yanagisawa examinó su cara posesivamente, admirando la nariz exquisita, la barbilla afilada y los altos pómulos; la piel suave e infantil, los labios rosados como fruta deliciosa. Los ojos grandes y expresivos de Shichisaburo, radiantes a la luz de la linterna, reflejaban una gratificante disposición a complacer. Yanagisawa sonrió. El chico procedía de una venerable familia de actores que había entretenido a emperadores durante siglos. Ahora el gran talento de esa familia, concentrado en aquel joven, estaba a las órdenes de Yanagisawa.

– Sírveme una bebida -ordenó el chambelán, y añadió con magnanimidad-: y otra para ti.

– Sí, mi amo. ¡Gracias, mi amo! -Shichisaburo alzó la botella de sake-. Oh, pero el licor está frío. Permitidme que os lo caliente. ¿Puedo serviros algún otro refrigerio de vuestro agrado?

Yanagisawa lo contemplaba con deleite mientras el joven actor dejaba la botella sobre el brasero y servía pasteles de arroz en un plato. Al principio de su relación, Shichisaburo hablaba y se comportaba con la torpeza propia de los adolescentes, pero era listo y había adoptado con rapidez el patrón de discurso de Yanagisawa; ahora las grandes palabras y las frases largas y complicadas salían de él con fluidez de adulto. Cuando no se rebajaba como mandaba la costumbre, también adoptaba el porte del chambelán: cabeza alta, hombros atrás, movimientos veloces e impacientes pero suavizados por una gracia natural. Aquella imitación aduladora complacía sobremanera a Yanagisawa.

Bebieron el sake caliente. Con el rostro sonrosado por el licor, Shichisaburo dijo:

– ¿Habéis tenido un día difícil en el gobierno de la nación, mi señor? ¿Deseáis que os alivie?

El chambelán Yanagisawa se tumbó en el futón. Las manos del actor se desplazaron por su cuello y su espalda, relajando los músculos tensos y despertando el deseo. Aunque tentado de darse la vuelta y atraer al muchacho hacia sí, Yanagisawa se resistió al impulso. Antes tenían asuntos de los que tratar.

– Es un honor tocaros. -Los dedos frotaban, acariciaban, pellizcaban; Shichisaburo le susurró al oído-: Cuando estamos separados, ansío el momento en que volvamos a estar juntos.

Yanagisawa sabía que estaba actuando y que no había un ápice de sinceridad en todo lo que decía, pero eso no lo molestaba. ¡Qué maravilla que alguien lo respetara tanto que se tomara todas aquellas molestias para complacerlo!

– Por las noches sueño con vos y… y tengo que confesaros un vergonzoso secreto. -La voz de Shichisaburo tembló convincentemente-. A veces mi deseo por vos es tan grande que me acaricio y finjo que me estáis tocando. Espero que esto no os ofenda.

– Muy al contrario -dijo Yanagisawa con una risilla.

El actor, a pesar de su talento y su estirpe, era un plebeyo, un don nadie. Era débil, inocente, patético, y otro hombre tomaría sus palabras como un insulto. Mas el chambelán Yanagisawa se deleitaba con la charada como prueba de que ya no era una víctima desvalida, sino el omnipotente manipulador de otros hombres. Tenía esbirros en vez de amigos. Se había casado con una mujer rica emparentada con el clan Tokugawa, pero se mantenía apartado de ella y de su hija de cinco años, para la que ya había empezado a buscar un enlace políticamente ventajoso. No le importaba que todos lo despreciaran, mientras obedecieran sus órdenes. La farsa de Shichisaburo lo excitaba; el poder era el afrodisíaco definitivo.

En aquella ocasión el chambelán Yanagisawa postergó su placer a regañadientes.

– Necesito tu ayuda en un asunto muy importante, Shichisaburo -dijo, sentándose de nuevo.

Los ojos del joven actor rebosaban felicidad, y Yanagisawa casi podía creer que de verdad se sentía halagado por la petición, que en realidad era una orden.

– Haré lo que sea por vos, mi señor.

– Se trata de un asunto del máximo secreto, y tienes que prometerme que no le dirás nada a nadie advirtió Yanagisawa.

– ¡Oh, lo prometo, lo prometo! -El chico irradiaba sinceridad-. Podéis confiar en mí. Dadme la oportunidad. Complaceros significa para mí más que cualquier otra cosa en el mundo.

Yanagisawa sabía que no era la devoción sino la amenaza del castigo lo que mantenía sometido a sus designios a Shichisaburo. En caso de que el actor le desobedeciera, lo despojarían de su posición como estrella de la compañía teatral de los Tokugawa, lo desterrarían del castillo y lo pondrían a trabajar en algún sórdido prostíbulo. El chambelán sonrió. «Todos acatarán mis designios y temerán mi ira…»

Se inclinó hacia Shichisaburo para susurrarle. Al inhalar la fragancia fresca y juvenil del chico, notó que su virilidad se alzaba dentro del taparrabos. Acabó de transmitir sus órdenes y dejó que su lengua recorriera la delicada espiral de la oreja de Shichisaburo. El actor soltó una risita y se volvió hacia Yanagisawa con encantada admiración.

– ¡Qué inteligente sois para que se os ocurra un plan tan maravilloso! Haré exactamente lo que me habéis dicho y, cuando hayamos acabado, el sosakan Sano jamás volverá a preocuparos.

Por encima del recinto se oyó un batir de alas. Sin pensarlo, el chambelán Yanagisawa encajó una flecha en el arco y apuntó hacia arriba, escudriñando el cielo azul cobalto, la filigrana negra de las siluetas de los árboles. Contra el disco de plata de la luna se recortaba una forma oscura. Yanagisawa soltó la flecha, que voló invisible. Un chillido desgarró la calma del anochecer. Un búho cayó como un plomo en el refugio, con la flecha clavada en el pecho. Su propia presa -un minúsculo topo ciego- estaba aún aferrada entre sus afiladas garras.

Shichisaburo batió palmas con júbilo.

– ¡Un tiro perfecto, mi señor!

El chambelán Yanagisawa rompió a reír.

– Al matar a uno, también cobro al otro. -El simbolismo era tan perfecto como su puntería, y el disparo, un presagio venturoso para su ardid. El triunfo alimentó el deseo del chambelán. Soltó el arco y extendió la mano hacia Shichisaburo-. Pero basta de negocios. Ven aquí.

Los ojos del joven actor reflejaron fielmente el ansia de Yanagisawa.

– Sí, mi señor.

El murmullo del viento agitó el bosque; la luna subió y se agrandó. Sobre las paredes de seda del refugio, dos sombras se fundieron en una.