"Al Morir Don Quijote" - читать интересную книгу автора (Trapiello Andrés)CAPITULO SEXTOLa muerte de don Quijote no afectó, como es natural, a todos de la misma manera. Para el ama Quiteria fue un verdadero cataclismo. Después de aquellas primeras lágrimas, mientras abrazó a Antonia, no se volvió a verla llorar en todo el día, y de ello podría sacarse una impresión equivocada. Era una mujer reservada y adusta. Vestía mitad de ama y criada, mitad de dueña, con camisa, vasquiña y delantal, y, aunque no tenía los años para ello, llevaba las tocas negras de las dueñas desde que don Quijote se salió la primera vez al campo de sus quimeras. Acaso por hacerse respetar de los criados, a falta de amo. Ese día, después de que el bachiller pronunciase aquel elogio y cuando todo el mundo se marchó a su casa, aprovechó un momento para correr a buscar una vela. La encendió, esperó un rato que se calentara la cera, y vertió con sumo cuidado una gota en cada párpado de don Quijote. Luego aguardó a que la cera se enfriara y desprendió con la uña de su dedo meñique aquellas dos lágrimas, que podrían haber sido suyas, y las envolvió en el pañizuelo, lo plegó con cuidado y lo escondió en la manga de la camisa. El éxito de aquella comprobación le hizo desistir de probar con el aceite hirviendo. Agitando e! mandil con las dos manos, ahuyentó las moscas que había dentro, y cuando no quedaba ni una, salió del mechinal y cerró la puerta. Envió a continuación a Antonia al convento de Las Claras a pedir un hábito, pues sabía que ése había sido el deseo de don Quijote, ser enterrado con las mismas sargas terciarias que su padre, su abuelo y todos los hombres de la familia, y ella se quedó en la cocina terminando aquellos gazpachos que se habían quedado a medio hacer. Estuvo allí un rato, y mientras guisaba, lloraba, y aunque trataba de evitar que las lágrimas cayeran dentro de la sartén, no siempre lo conseguía, y chisporroteaban sobre el aceite. Cuando terminó, dejó Quiteria las sartenes, y regresó al mechinal, cerró por dentro para que no entraran las moscas y allí donde antes había vertido dos gotas de cera, depositó ella dos besos, y se sentó a los pies de don Quijote, en un extremo del camastro, porque dentro no había ninguna silla. Ah, si la hubiera visto alguien dejando aquellos dos besos tan amorosos e inopinados en la cabeza de don Quijote. ¿Qué hubieran dicho de aquellas confianzas? – ¿Cómo se ha dejado morir vuesa merced? Y ahora, ¿qué será de mi vida? Y siguió haciéndole al muerto otras mil preguntas, todas a media voz, no porque pensara que iba a respondérselas, sino como si quisiera dormirle, igual que cuando se sigue contando un cuento a un niño que hace ya un buen rato se ha hundido en el insondable mundo de la almohada y los sueños. Y con sus manos gordas y sonrosadas y ardientes acariciaba las de don Quijote, aquel montoncito de palitos secos y fríos, que parecía que fuese a desbaratarlos. En el tiempo en que el ama permaneció en la habitación, marchaban uno al lado del otro el bachiller y Antonia, él a su casa y ella a Las Claras. Hablaban los dos de lo que había sido don Quijote, pero eran palabras que salían un poco solas. En la esquina de la calle Ancha y la del Azucaque, frente al convento, se despidieron. «¿Qué me ha dicho Sansón?», se preguntó Antonia cuando se vio sola, en el torno, mientras llamaba. «¿Nunca se va a fijar en mí? ¿Es que no se ha dado cuenta de que me he puesto la camisa de lino nueva? ¿Es que no notó él cuando me dio el besamanos que me apreté contra su pecho con más fuerza de lo usado y que me quedé mirándole a los ojos? ¿Por qué no me sostiene nunca la mirada, por qué cuando le miro se azora de ese modo? No le gustaré.» – Ave María Purísima. La voz que salió del torno era, a un tiempo, aniñada y aviejada, y lo mismo parecía invitar a la cháchara que atajar cualquier circunloquio. Explicó Antonia tímidamente quién era y lo que quería. No se atrevió a decir que no importaba que fuese un hábito viejo, porque al fin y al cabo tanto daba que fuese nuevo o viejo, de sarga, de lanilla o de chamelote, porque iba a durar lo mismo en la tumba. Le pareció que algo tan juicioso no había de decirse por respeto, y se lo guardó. – Es para mi tío, que ha muerto. La monja preguntó: «¿Y quién es tu tío?», y cuando Antonia dijo; «Alonso Quijano», la monja se disculpó, porque, al ser forastera y llevar poco en ese convento, no lo conocía. Dijo: «Soy de Valladolid». – Quizá le suene más por don Quijote -admitió la sobrina, a quien no gustaba referirse a su tío por ese nombre. En eso era igual que Quiteria. Su tío era Alonso Quijano, no un loco que se decía don Quijote, y llamarle por ese mote lo encontraba ella un escarnio para la familia. La sola idea de que la llamaran «la quijota» hubiera sido tan oprobioso como si la hubieran dicho «la jifera» o «la judía» o cualquier cosa La monja admitió que por ese nombre tampoco le conocía, y con la mayor indiferencia, se fue a buscar el hábito o a pedirlo a quien pudiera dárselo Se quedó sola Antonia en aquel zaguán vacío mirando el torno sobre el que había clavada, en la pared, una cruz" de palo. Pasaban los minutos y no llegaba nadie, y Antonia seguía pensando: "¿Nunca va a mirarme, nunca va a requebrarme como hacen otros? ¿Nunca se fijará en mí? No, no le gusto». Oyó al fin al otro lado del muro unos pasos, y un cuchicheo. Alguien, acaso la tornera, explicaba a otra aquel negocio del hábito. Oyó también que esa otra monja le decía que el tal don Quijote era un loco y que ignoraba si era o no prudente darle aquella ropa santa. También oyó que la misma monja que parecía tan enterada le decía a su compañera que el loco tenía una sobrina con la que no se llevaba bien, una muchacha de genio muy vivo, como su tío, y oyó que la tornera, o quien fuese, le chistó y, apagando la voz, oyó Antonia que le decía: «No hable alto, vuestra maternidad, que me parece que me ha dicho que era la sobrina, y nos va a oír; está ahí fuera esperando. ¿Qué la digo?». Al fin le entregaron un hábito, muy bien doblado y atado con el mismo cordón de la cintura, y se volvió Antonia a casa. Se decía: «¿Y esas monjas cómo sabrán sí mi tío y una servidora nos llevábamos así o asá? ¿Será verdad que me parezco a él? Entonces ¿por qué Sansón clv. amigo de mi tío y no quiere serlo mío?». La mayor parte de las cosas que pasaron por la cabeza de Antonia estuvieron pensadas con atropello. Cuando llegó a casa, el ama Quiteria, que había vuelto a encerrar a don Quijote en su mechinal, le preguntó: – ¿Cómo has tardado tanto? Antonia no le contó nada de lo que había oído a través del torno, porque creía que al fin y al cabo don Quijote era su tío, y ella no era nada de Quiteria, y aquellas cosas debían quedarse en la familia. Sólo le dijo: «Fui hablando con el bachiller Sansón Carrasco», y le pareció que de esa manera decía mucho más de lo que en realidad quería o podía decir de los dos. A propósito de Antonia es raro que Cide Hamete no descubriera nada de su belleza, cosa más extraña todavía en quien jamás solía pasar por alto esos detalles en las mujeres jóvenes y hermosas como la sobrina, que lo era en grado sumo. Era más bien menudita y delgada, pese a lo cual le gustaba ponerse un cuerpo bajo, porque de ese modo sus camisas blancas realzaban un escote muy ponderado por las miradas de los hombres que pasaban por casa. Tenía en el rostro tres lunares, uno sobre el labio, otro en la mejilla y otro en la sien, y sus labios finos y rosados se plegaban en un rictus de tristeza que humanizaban algo unos ojos de color miel, que podían hablar solos, si se lo proponían. Los ojos eran bellísimos desde luego, pero no lo serían tanto sin aquella boca que se desbordaba a menudo en ingenuas invitaciones y sonrisas, maliciosas e irresistibles, cuando no estaba enfadada por algo. La gente decía, a sus espaldas, «¿y esta muchacha, siendo tan hermosa, por qué tendrá ese carácter, por qué parece que está siempre de tan mal humor? Eso va a ser la casa, con ese loco dentro, desquiciándolas todo el día». Al contrario que a su tío, que había vestido de cualquier manera, siempre igual, en invierno con un balandrán que no se quitaba ni para comer, y en verano, con aquel jubón viejo, a Antonia le gustaba ir muy lavada y planchada, con la ropa limpia, que cuidaba con esmero, como un tesoro, lo mismo que las cintas de seda de color rosa, blanco, rojo, que se ponía en el pelo, que en ella era muy negro y undoso. A menudo pensaba, mirando a su tío: «Yo no puedo ser nada suyo, yo me parezco a mi padre; no he sacado nada de mi madre ni de mi tío ni de la familia de mi madre.Yo soy de la de mi padre». Lo extraño es que a pesar de esa belleza, se consideraba fea y poco agraciada, y su natural destemplanza y desasosiego le hacían tenerse por una mujer que se quedaría sola como ei ama Quiteria. «Si no soy de Sansón, no seré de nadie», se dijo ese día. también, al tiempo que se asustó de su propio discurrir: «Se ha muerto mi tío y yo no debiera estar pensando en estas cosas. No hoy, por lo menos». Pero apenas pudo tascar el freno de las desbocadas ensoñaciones que siguieron a los minutos que le acompañó d bachiller camino de Santa Clara. «¿Por qué no habrá sido primo mío Sansón? ¿Por qué no habría ido yo a vivir a su casa? Pediríamos una dispensa, y podríamos casarnos. Pero he tenido que venir a la casa de mi tío.» Sansón Carrasco no era tan diferente a Antonia como creía ésta. Es posible que él no supiera mucho de asuntos de amor ni les dedicara demasiado tiempo. En aquel momento no podía pensar en otra cosa que en la muerte de su amigo. Le impresionaba la muerte. Pese a su juventud sabía que con don Quijote se había evaporado algo más que un hombre. Lo intuía oscuramente. Estaba muy afectado, de modo muy diferente a como podía estarlo Sancho, aunque en aquellos pocos meses le había tomado un gran cariño. Se dijo al dejar a Antonia a las puertas de las Claras: «¿Qué hubiera sucedido si don Quijote hubiese sido mi padre?». Esa pregunta no le llevó a pensar que habría sido primo de Antonia. Reconoció que se había llevado y entendido mejor con don Quijote en un año que con su padre en toda su vida. Don Quijote era todo lo contrario que su padre, y lo deploró el bachiller por Tomé Carrasco. Su padre, al verle entrar en casa el día que murió don Quijote, después de haberse pasado la noche velándole, no pudo reprimir un gesto de fastidio y una frase hiriente. Claro que no sabia que había muerto, porque las campanas no empezaron a hablar sino a mediodía, y cuando él entró eran las nueve de la mañana. – ¿Tan temprano y ya perdiendo el tiempo, señor estudiante? – Acaba de morirse don Quijote -proclamó triunfal Sansón Carrasco, con mucha gravedad en el rostro, consciente de que aquella respuesta no se la esperaba. – Ah -dijo su padre, pero como no era hombre que se dejara vencer, y mucho menos por su hijo, añadió-: Qué lástima de hombre. Sansón Carrasco no respondió a ese comentario, porque lo había dicho únicamente para molestarlo, y subió directamente a su aposento. Allí se lavó, se puso ropa limpia y tomó algún alimento que le llevó una criada de su madre. A Sansón Carrasco todos lo creían el mozo más feliz de la tierra. Tenía entonces veinticuatro años. No era muy grande de cuerpo, aunque sí de talle rocoso, de piel oscura y muy buen entendimiento. Su aspecto era característico, de nariz chata, boca abultada y ojos pequeños y vivos, señales de que era de condición maliciosa, tracista y amigo de burlas. De hecho cuando vio a don Quijote el día en que éste preparaba su tercera y definitiva salida, publicado ya el libro con la primera parte de su historia, se arrojó de rodillas delante de él y empezó a echarle grandísimos bombos. Cualquier otro que no hubiese sido don Quijote se habría amoscado con aquel turibulo y hubiera descubierto en la pantomima la insolencia de un fatuo o una simpleza de necio. Pero don Quijote era un ser puro que veía muy natural que hubiese alguien que hincase la rodilla en el suelo no tanto para rendirle pleitesía como por honrar en él a toda la caballería andante, y tratándose de tal cosa le hubiera parecido incluso poco que hubiesen lanzado a su paso cohetes y triquitraques. Comiendo el refrigerio que le trajo la criada, se acordó el bachiller de aquella primera vez que vio a don Quijote y de las chufetas que le dijo. y sintió un poco de vergüenza por haberle escarnecido. Pensó: «Le hemos matado entre todos, sin quererlo; no creímos que estuviese tan mal como estaba y quizá no nos hemos portado con él como buenos cristianos». Todo el mundo pensaba que Sansón Carrasco había terminado ya su grado de bachiller, y que iba a recibir pronto con la tonsura las órdenes que le faltaban. Pero llevaba dos años de dilaciones y demoras. Su padre le apremiaba de continuo para que tomase estado, pero el mozo no se decidía, apoyado en parte por su madre, a la que tenía sorbido el seso. Su padre se enfrentaba a ella: «Tú ríele las gracias», decía malhumorado. ;Y qué hacía Sansón Carrasco en la vida? Nada. Salió dos veces a buscar a don Quijote para traerlo a casa. La primera se vistió con una casaca de color amarillo. Cosió en ella muchas lunas pequeñas de resplandecientes espejos, y se puso una celada de la que volaba una gran cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas. Al verlo así en el patio, su padre entró furioso en casa, buscó a su mujer y la arrastró a la vista del mozo: – ¿Puede explicarme alguien qué hace vestido de esa guisa mi hijo, como un mamarracho? El hijo le informó que se trataba de una obra de caridad, que era la de devolver a su casa a un hombre que andaba por el mundo perdido el juicio, y que a ningún buen cristiano debía parecerle mal. «¿Quién?», preguntó el padre. «Don Quijote», respondió el lujo. La cólera del padre subió de punto: «¿Te refieres a nuestro vecino Alonso Quijano?;ese iluso, ese novelero? Cuanto más lejos se vaya, mejor para la sobrina, que se va a quedar sin nada como siga comiéndose la hacienda en libros». Sansón no se rindió y agregó que lo había consultado con don Pedro, y don Pedro era un cura juicioso y le parecía bien. Don Pedro tenía mucho ascendiente en la casa de los Carrascos, y Tomé Carrasco, por esa vez, no dijo nada. Pero quiso la mala fortuna que Sansón Carrasco encontrare a don Quijote, y que éste le venciera. Cuando su padre le vio llegar de vacío y con dos costillas rotas, estuvo pensando qué decir, pero el recuerdo de don Pedro le contuvo. Se tiró sin hablar todo ese día. Cuando estuvieron sentados a la mesa, cenando, se ve que o hablaba o reventaba, y dijo, sin que se supiera a quién o a qué se estaba refiriendo: – ¿Hasta cuándo va a durar esto? En cuanto se repuso de las costillas, el bachiller Sansón Carrasco volvió a hacer los preparativos para una segunda búsqueda. Enfundó la armadura con unos ropones blancos, de los pies a la cabeza, y pintó de blanco el yelmo y el escudo, sobre el que clavó también una luna brillantísima hecha de azófar. Su madre palmoteo de entusiasmo, porque lo encontraba más apuesto y galán esta segunda vez que la primera, pero el padre, para no verlo salir, se estuvo tres días sin aparecer por la casa, de caza en unas dehesas suyas, con dos monteros improvisados entre sus pastores. En esa segunda ocasión tuvo que ir hasta Barcelona, porque don Quijote ya había atravesado media España, pero no le fue difícil dar con él. En todas partes o habían oído hablar del caballero loco, o lo habían visto o conocían a alguien que lo había visto. Cuando llegó de vuelta al pueblo, victorioso y ufano. Tomé Carrasco, harto de chilindrinas, le lanzó la terminante: – Basta de perder el tiempo. Decídase, señor bachiller, y haga por recibir las órdenes y hacerse clérigo como mi señor cuñado -se refería al hermano de su madre, obispo de Sigüenza, que se había ofrecido hacía años a favorecer a su sobrino-, pero se acabó de comer en mi mesa la sopa boba. O las órdenes, o ya sabéis dónde está la puerta. La madre, ante el ultimátum, rompió a llorar y Sansón Carrasco no se atrevió a decirle que se encontraba negado para las cosas de Iglesia. En esas andaba cuando murió don Quijote. El padre, en consideración al difunto y a la amistad que parecía haber reinado entre su hijo y aquel mentecato, le otorgó, al menos tácitamente, un aplazamiento. Y aplazamiento fue igualmente para Sancho la muerte de don Quijote. Llegó a casa con los ojos enrojecidos y taciturno. Dio la noticia y se echó a dormir, porque no había dormido ni un minuto en toda la noche. Dijo a su mujer: «Despiértame de aquí a un rato». Pero Teresa, su mujer, le dejó dormir todo lo que quiso, que no fue mucho, porque le despertaron sobresaltado las campanas, doblando a media mañana. – ¿Qué hora es? ¿Cuánto he dormido? ¿Quién toca las campanas? Estaba bañado en sudores fríos y tenia la boca seca. En los escasos minutos de reposo había tenido profundos y espesos sueños en los que andaban él y don Quijote por esos mundos, en su vida caballeresca. Mandó Sancho a comprar un poco de vino a su hijo, San-chico, y sin que nadie le dijera nada, Sanchíca, la mayor, la preferida de su padre, se puso a freírle unos torreznos. Bebió algo de vino, pero no probó los torreznos, y en eso estaba cuando apareció Cebadón con un recado del ama Quiteria. Cuando se quedaron solos Teresa Panza y sus dos hijos, les dijo: – Ay, hijos, a vuestro padre os lo han cambiado. No ha tocado estos torreznos. ¿Cuándo se ha visto algo así? Los meses que ha pasado con don Quijote han hecho de él otra persona, y no se le conoce. Antes era socarrón y alegre, amigo de dichos y de burlas, de pitos y chirigotas, y ha vuelto un hombre taciturno. Hasta le encuentro más delgado. ¿No habrá enfermado? ¿No habrán contraído los dos una de esas enfermedades raras que andan sueltas por el mundo? – Será -dijo Sanchica-, porque la muerte de su amo le ha llenado de pesar. Pasará el tiempo y todo se remediará. No hay mal que cien años dure y no hay nada que no remedie un jarro de vino. No tenga vuesa merced cuidado y déjelo de mi mano, que en dos días le voy a devolver el marido como se usaba. – Ojalá sea como dices. Pero te aseguro que es muy otro del que era. Ayer mismo, antes de salir para la casa de don Quijote, se me quedó mirando, y me dijo: «Ven acá, Teresa. Dime: ¿Qué quedará de mí en este mundo? ¿Seré dueño de mi vida, dueño de mi fama?;Se habrá escrito todo lo que de mí convenía saber o me queda aún por vivir vida memorable? Mira que se muere don Quijote, ¿y qué será de mí? ¿Me espera nueva vida o habré de languidecer aquí esperando la muerte, contando mis aventuras con don Quijote, como un soldado viejo? ¿Se acabó todo? Al morir don Quijote, ¿no me he quedado a medio hacer? Yo antes no era así, a mí antes no me preocupaban estas cosas». – ¿Y tú qué le dijiste, madre? – ;Qué querías que le dijese? Que de cuándo acá la vida de un pobre. se acaba con un amo. Cambian los amos, pero los criados son los mismos. ¿Adonde irá el buey que no are? Le dije, quítate cuervos de la frente, ventílate el ánimo, orea el pecho y tus cuidados, levanta la cabeza y mueve los pies, que amanecerá Dios y medraremos, y bien se está San Pedro en Roma. – ¿Y él te dijo más? – Sí me dijo. Me dijo: «Tienes mucha razón, Teresa mía, pero dime, dime: ¿Me espera nueva vida o habré de apocarme aquí aguardando la muerte, contando mis aventuras con don Quijote, como un soldado viejo? ¿Se acabó todo?». Y me contó que no podía figurarme lo mucho y bien que había estado esta segunda vez con su amo, y que en nada se había parecido a la primera, y no tanto porque hubiera llegado a ser gobernador, como por haber descubierto en don Quijote un verdadero compañón como no lo había tenido antes, y que sólo ahora que se moría, sabía lo que se le moría a él por dentro, y que a todo parecía que le estaba perdiendo el gusto. Os digo, hijos, que vuestro padre me preocupa. No le podía oír Sancho ninguna de estas razones, porque se había ido con Cebadón a la caballeriza, detrás de la casa, y estaba poniéndole la jáquima al rucio. Mientras se atareaba Sancho y Cebadón le echaba una mano, empezó éste a cantar unas coplas. Tenía una voz barnizada y donosa. – Cebadón, ¿no vas a guardar ni un minuto de luto por tu amo? ¿Cómo puedes cantar un día como hoy? Cebadón era un mozo y, ante la autoridad de Sancho, suspendió el sonecito. Cebadón era el único a quien aquella muerte le había dejado indiferente. No sólo porque llevara poco tiempo en la casa. Tampoco había tenido demasiado trato con su amo. Cuando él llegó, don Quijote vivía los días de mayor exaltación y frenética actividad, ejercitando las armas detrás del corral y leyendo en voz alta, encerrado en su aposento, aquellas novelas de las que le gustaba hacer todas las voces, imitaba la voz de las princesas, cuando eran princesas las que hablaban, o la de los gigantes cuando lo hacían éstos o, en fin, la de los caballeros, y se servía para ésta de la suya propia, que ponía en un punto que ni el más asenderado de los comediantes se le hubiese igualado. Y Cebadón pensó: «¿En casa de quién he entrado a servir? Está como un cencerro;). Y la verdad es que tampoco tenía en mejor consideración a Sancho, pero le obedeció cuando le afeó la conducta. Al cabo de unos minutos, como se hacia incómodo el silencio entre los dos hombres, Sancho le dijo: – Canta si quieres, Cebadón; cantando y más cantando, la pena se va aliviando. – No. Ya no tengo ganas. – Y tú, Cebadón, ¿qué piensas hacer ahora que tu amo ha muerto?. – ;Yo? -respondió alegremente el mozo-. Se sorprendería voacé, señor Sancho, de las cosas de las que soy capaz. A mí me espera el mundo, y me lo voy a poner por montera. |
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