"Tiempo De Matar" - читать интересную книгу автора (Gardner Lisa)Capítulo 1 Quantico, Virginia 15:59 Temperatura: 35 grados – ¡Dios mío, qué calor! Seguro que ni los cactus pueden soportarlo. Seguro que ni las rocas del desierto pueden soportarlo. De verdad te digo que esto es lo que ocurrió justo antes de que los dinosaurios desaparecieran de la Tierra. No recibió respuesta. – ¿Realmente crees que el naranja me sienta bien? -insistió la conductora. – «Realmente» es una palabra demasiado fuerte. – Bueno, no todo el mundo es capaz de dar su opinión cuando va vestido con un traje de cuadros púrpuras. – Cierto. – ¡Oh, Dios mío! ¡Este calor me está matando! -La conductora, la nueva agente Alissa Sampson, ya tenía suficiente. Tiró en vano de su traje de poliéster de los años setenta, aporreó el volante con la palma de la mano y dejó escapar un suspiro exasperado. La temperatura en el exterior rondaba los treinta y cinco grados y, posiblemente, dentro del Bucar superaba los cuarenta y tres. No era la mejor época del año para ponerse un traje de poliéster y, como los chalecos antibalas tampoco resultaban de gran ayuda, Alissa tenía dos grandes y brillantes cercos naranjas alrededor de las axilas. La nueva agente Kimberly Quincy vestía un traje de cuadros rosas y púrpuras que olía a naftalina y estaba en unas condiciones similares. En el exterior reinaba el silencio. El Billiards estaba tranquilo; el City Pawn estaba tranquilo; el Pastime BarDeli estaba tranquilo. Los minutos pasaban con gran lentitud y los segundos avanzaban tan despacio como el hilo de sudor que descendía por la mejilla de Kimberly. Su M-16 descansaba sobre su cabeza, asegurada al techo del vehículo y lista para ser utilizada. – Esta es una de las cosas que nunca contaron de la época disco -murmuró Alissa-: ¡El poliéster no transpira! ¿Lo que quiera que sea va a ocurrir o no? Era evidente que Alissa estaba nerviosa. Había sido contable forense antes de unirse al FBI, donde la miraban con muy buenos ojos por su amor a los números. Alissa era feliz con un ordenador, pero ahora no estaba realizando tareas administrativas, sino que se encontraba en primera línea de batalla. En teoría, en cualquier momento, iba a aparecer un vehículo negro en el que viajaba un supuesto traficante de armas de noventa y cinco kilos de peso, aunque nadie sabía si iría o no acompañado. Kimberly, Alissa y otros tres agentes tenían órdenes de detener el vehículo y arrestar a sus ocupantes. Phil Lehane dirigía la operación, pues había trabajado en la policía de Nueva York y tenía una gran experiencia en las calles. Tom Squire y Peter Vince viajaban en el primero de los dos vehículos de refuerzo; Alissa y Kimberly en el segundo. Kimberly y Tom, expertos tiradores, debían cubrir a sus compañeros con sus rifles, aunque Alissa y Peter, encargados de la conducción táctica, también llevaban revólveres para defenderse. Siguiendo el estilo del FBI, no solo habían planeado esta detención y se habían disfrazado para llevarla a cabo, sino que también la habían estado practicando. Durante el ensayo inicial, Alissa había tropezado al salir del vehículo y se había caído de bruces. Ahora, todavía tenía el labio superior hinchado y había puntos de sangre en la comisura derecha de su boca. Sus heridas eran superficiales, pero su ansiedad intensa. – Está tardando demasiado -murmuró-. Se suponía que aparecería en el banco a las cuatro y ya son las cuatro y diez. No creo que vaya a venir. – La gente se retrasa. – Solo quieren confundirnos. ¿No te estás achicharrando? Kimberly miró a su compañera. Alissa charlaba por los codos cuando estaba nerviosa; en cambio, Kimberly permanecía callada y solo respondía con monosílabos. De hecho, durante los últimos días había permanecido callada y solo había respondido con monosílabos. – Ese tipo aparecerá cuando le apetezca. ¡Tranquilízate de una vez! Los labios de Alissa se tensaron y, durante un segundo, algo destelló en sus brillantes ojos azules. Rabia. Dolor. Vergüenza. Resultaba difícil saberlo con certeza. Kimberly era otra mujer en el mundo dirigido por hombres del FBI, de modo que el hecho de que la criticara era como una blasfemia. Se suponía que tenían que apoyarse. Chicas al poder, el Clan Ya-Ya y toda esa basura. Kimberly volvió a centrar su atención en la calle. Ahora, también ella estaba enfadada. Maldita sea. Mierda. Dos veces mierda. De pronto, la radio del salpicadero cobró vida y Alissa se abalanzó sobre el aparato sin intentar disimular su alivio. La voz de Phil Lehane era apremiante y firme. – Les habla el vehículo A. El objetivo está a la vista; se está montando en su vehículo. ¿Preparado, vehículo B? – Preparado. – ¿Preparado, vehículo C? Alissa pulsó el botón del transmisor. – Preparado, ansioso y capaz. – A la de tres. Una, dos, tres. La primera sirena estalló con tal fuerza en la abrasadora y sofocante calle que incluso Kimberly, que estaba preparada para oírla, dio un respingo. – Tranquilízate -dijo Alissa con sequedad, poniendo en marcha el Bucar. Al instante, una ráfaga de aire caliente procedente de los conductos de ventilación del coche estalló en sus rostros, pero ambas estaban demasiado concentradas para advertirlo. Kimberly alcanzó su rifle mientras Alissa hundía el pie en el acelerador. Las sirenas se aproximaban. – Todavía no. Todavía no. Todavía no… – ¡FBI! ¡Detenga el vehículo! -bramó Lehane por el megáfono. Se encontraba a dos manzanas de distancia e intentaba dirigir al sospechoso hacia el callejón. Sabían que a su objetivo le gustaban los Mercedes blindados y los lanzagranadas, de modo que pretendían detenerle mientras hacía recados, con la esperanza de pillarle desprevenido y relativamente desarmado. Esa era la teoría. – ¡Detenga el vehículo! -ordenó Lehane una vez más, pero el sospechoso ignoró sus órdenes. En vez del chirrido de los frenos, se oyó el sonido de un motor acelerando, de modo que Alissa hundió el pie con más fuerza en el acelerador. – Está pasando por delante del cine -ladró el nuevo agente Lehane por la radio-. El sospechoso se dirige hacia la farmacia. Preparados… ¡Adelante! Alissa pisó a fondo el acelerador y el Bucar azul oscuro salió disparado por las calles vacías. Al instante apareció a su izquierda una mancha de color negro brillante. Alissa pisó el freno y el coche derrapó hasta que quedó atravesado en la calle, en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Otro Bucar apareció a su derecha, bloqueando por completo la carretera. Kimberly tenía una buena perspectiva de la hermosa rejilla de plata con el emblema de Mercedes que les apuntaba. Abrió la puerta del pasajero a la vez que se soltaba el cinturón, se llevó el rifle al hombro y apuntó hacia la rueda delantera. Su dedo se tensó sobre el gatillo. El sospechoso por fin pisó el freno. Se oyó un breve chirrido y el olor a neumático quemado inundó el aire. El vehículo se detuvo a cuatro metros y medio de ellas. – ¡FBI! ¡Las manos a la cabeza! ¡Las manos a la cabeza! Lehane se detuvo detrás del Mercedes, gritando furioso por el megáfono. Abrió de una patada su puerta e introdujo el revólver en la abertura que quedaba entre el marco de la ventana y la puerta. No le quedaban manos para sujetar el megáfono. – ¡Conductor, llévese las manos a la cabeza! ¡Conductor, baje muy despacio la mano izquierda y abra las ventanillas! El sedán negro no se movió. No se abrió ninguna puerta ni se bajó ninguna de sus ventanillas tintadas. Aquello no era buena señal. Kimberly colocó la mano izquierda en la base del rifle y se acabó de quitar el cinturón de seguridad. Mantuvo los pies en el coche, puesto que podían convertirse en objetivos. Su cabeza y sus hombros también permanecieron dentro del vehículo pues, por lo general, lo único que querías que viera un criminal era el largo cañón de tu arma. Una gota fresca de sudor se deslizó por su frente y trazó un lento y húmedo sendero por la superficie plana de su mejilla. – ¡Conductor, ponga las manos en alto! -ordenó Lehane una vez más-. Conductor, baje las cuatro ventanillas usando la mano izquierda. La ventanilla del lado del conductor por fin empezó a descender. Desde su posición, Kimberly apenas alcanzaba a distinguir la silueta de su cabeza, pues la luz del día formaba un halo a su alrededor. Sin embargo, parecía que el hombre sostenía las manos en alto, como le habían ordenado, así que relajó ligeramente su agarre del rifle. – Conductor, usando la mano izquierda, retire la llave del contacto. Lehane le pedía que utilizara la mano izquierda porque la mayoría de las personas eran diestras, de modo que los agentes querían tener esa mano a la vista en todo momento. Después, siguiendo los procedimientos, ordenaría al conductor que dejara caer la llave por la ventanilla y que abriera la puerta del vehículo, acciones que debería realizar con la mano izquierda. A continuación le ordenaría que saliera lentamente del vehículo, manteniendo las manos en alto en todo momento, y que se girara muy despacio sobre sí mismo para que los agentes pudieran inspeccionar visualmente su cuerpo y determinar si iba armado. Si llevaba chaqueta, le pediría que la abriera para mostrarles el forro. Acto seguido le ordenaría que avanzara hacia ellos con las manos en la cabeza, que diera media vuelta, que se arrodillara, que cruzara los tobillos y que se sentara sobre los talones. Solo entonces avanzarían hacia él y lo detendrían. Por desgracia, el conductor no parecía conocer los pasos necesarios para la detención de un vehículo conducido por una persona que había cometido un delito mayor pues, aunque seguía con las manos en alto, no parecía tener intenciones de retirar la llave de contacto. – ¿Quincy? -crepitó la voz de Lehane por la radio. – Puedo ver al conductor -respondió Kimberly, mirando por el visor del rifle-. Pero no alcanzo a ver el asiento del pasajero. Ese parabrisas tintado es demasiado oscuro. – ¿Squire? Tom Squire tenía la misión de cubrirles desde el Vehículo B, que estaba aparcado a la derecha, a seis metros de Kimberly. – Creo…, creo que podría haber alguien en la parte posterior, pero resulta difícil ver nada a través de esos cristales tintados. – Conductor, usando la mano izquierda, retire la llave del contacto -repitió Lehane, alzando la voz y manteniendo un tono firme. El objetivo era ser paciente. Había que detener al conductor sin renunciar en ningún momento al control. ¿Eran imaginaciones de Kimberly o el vehículo oscilaba lentamente arriba y abajo? Alguien se movía en su interior… – ¡Conductor, le habla el FBI! ¡Retire la llave del contacto! – Mierda, mierda, mierda -murmuró Alissa. Estaba bañada en sudor y las gotas de humedad descendían por su rostro. Tenía medio cuerpo fuera del vehículo y había colocado su Glock del calibre 40 en la abertura que quedaba entre el techo del vehículo y la puerta abierta, pero su mano derecha temblaba. De pronto, Kimberly advirtió que Alissa no se había quitado bien el cinturón de seguridad y que este se había enredado en su brazo izquierdo. – Conductor… La mano izquierda del conductor por fin se movió y Alissa dejó escapar el aliento. Pero al instante siguiente, todo se fue a la mierda. Kimberly fue la primera en verla. – ¡Un arma! ¡En el asiento posterior, en el lado del conductor…! – Recargando rifle -gritó por la radio. – Aquí Vince, recargando revólver. – ¡Nos disparan desde la ventanilla posterior derecha! – ¡Alissa! -gritó Kimberly-. ¡Cúbrenos! Mientras recargaba el arma, Kimberly se volvió hacia su compañera, pero no la vio por ninguna parte. – ¿Alissa? Se abalanzó sobre el asiento del conductor y vio que la nueva agente Alissa Sampson estaba en el asfalto y que una mancha de color rojo oscuro se extendía por su traje naranja. – Ha caído una agente, ha caído una agente -gritó Kimberly. Otro – Mierda -gimió esta-. Oh, mierda. ¡Cómo duele! – ¿Dónde están esos rifles? -chilló Lehane. Cuando Kimberly disparó en respuesta, advirtió que las puertas del Mercedes se habían abierto para ofrecer protección a sus ocupantes. Vividos y brillantes colores explotaban en todas las direcciones. Oh, la situación era bien jodida. – ¡Rifles! -gritó de nuevo Lehane. Kimberly regresó con premura a su posición y colocó el rifle en la abertura de la puerta, intentando recordar el protocolo a pesar de los nervios. El objetivo seguía siendo detener al criminal, pero este les estaba disparando y era posible que un agente hubiera perdido la vida. Un nuevo Kimberly se incorporó, abrió fuego y se escondió de nuevo tras la puerta. – Quincy, estoy recargando el rifle- gritó por la radio. Le temblaban tanto las manos que se le escapó el disparador y tuvo que empezar de nuevo. Necesitaba recuperar el control de la situación, pero no conseguía introducir las malditas balas en la recámara. Kimberly cogió la radio, se le cayó de las manos, la cogió de nuevo y gritó: – ¡Disparad a las ruedas! ¡A las ruedas! Squire y Lehane oyeron sus palabras o ya habían visto lo que ocurría, pues la siguiente salva de disparos salpicó de colores la calzada y el sedán se detuvo con torpeza a escasos centímetros del vehículo de Kimberly. Esta alzó la mirada y sus ojos se encontraron con los del tipo que ocupaba el asiento del conductor, instantes antes de que saliera disparado del vehículo. Kimberly abandonó de un salto su posición y echó a correr tras él. Momentos después, un dolor brillante y ardiente explotó en la base de su columna. La nueva agente Kimberly Quincy cayó y no pudo volver a levantarse. – Bueno, eso ha sido un verdadero ejercicio de estupidez -bramó Mark Watson, supervisor del FBI, quince minutos después. El ejercicio había terminado y los cinco nuevos agentes habían regresado salpicados de pintura, acalorados y, en teoría, medio muertos, al punto de encuentro, donde estaban disfrutando del honor de recibir las críticas de su instructor y sus treinta y ocho compañeros de clase-. ¿Alguien sabría decirme el primer error? – Alissa no se quitó el cinturón de seguridad. – Correcto. Desabrochó el cierre, pero no retiró el cinturón. Por eso, cuando llegó el momento de la acción… Alissa agachó la cabeza. – Se me enredó en el brazo, me giré para quitármelo… – Te incorporaste y recibiste un disparo en el hombro. Esa es una de las razones por las que realizamos estas prácticas. ¿El segundo error? – Kimberly no ayudó a su compañera. Los ojos de Watson se iluminaron, pues este era uno de sus temas favoritos. Watson había trabajado como policía en Denver antes de unirse al FBI, diez años atrás. – Sí, Kimberly y su compañera. Hablemos de ello. Kimberly, ¿por qué no te diste cuenta de que Alissa no se había quitado el cinturón? – ¡Sí que me di cuenta! -protestó Kimberly-. Pero con el coche, las armas… Todo ocurrió muy deprisa. – Sí, pero todo ocurre siempre muy deprisa. Ese es el verdadero epitafio de los muertos y los inexpertos. Es bueno prestar atención a todo lo que hace el sospechoso y es bueno recordar en todo momento el papel que debemos desempeñar. Sin embargo, también debemos prestar atención a lo que hace la persona que está a nuestro lado. Tu compañera cometió el error de pasar por alto un detalle, pero tú cometiste el error de no hacer nada para solventarlo. Por lo tanto, ella resultó herida y ambas os convertisteis en blancos fáciles. Por cierto, ¿en qué estabas pensando cuando decidiste dejarla tirada en el suelo? – Lehane estaba pidiendo a gritos que le cubriera con el rifle… – ¡Dejaste a una agente expuesta! ¡Es evidente que si no había muerto ya, pronto la matarían! ¿No podrías haberla arrastrado al interior del vehículo? Kimberly abrió la boca y la cerró de nuevo. Con amargura y egoísmo deseó que Alissa hubiera sabido cuidar de sí misma, aunque solo fuera por una vez, pero renunció a discutir aquel punto. – El tercer error -dijo Watson, con voz crispada. – No tuvieron el vehículo controlado en ningún momento -comentó otro compañero. – Exacto. Detuvisteis el vehículo del sospechoso, pero en ningún momento lo tuvisteis controlado. -Sus ojos se posaron en Lehane-. Cuando las cosas empezaron a torcerse, ¿qué deberías haber hecho? Lehane se agitó inquieto y se palpó el cuello del traje marrón, que le iba dos tallas grandes y tenía el hombro izquierdo manchado de pintura rosa chicle y amarillo mostaza. Como las pistolas de pintura que utilizaban los actores -también conocidos como «los malos»-, durante los entrenamientos manchaban todo lo que había a la vista, los nuevos agentes solían vestir ropa del Ejército de Salvación. Al explotar, las cápsulas hacían un daño de mil demonios, y esa era la razón por la que Lehane se protegía las costillas con el brazo izquierdo. Los estudiantes de la Academia del FBI no utilizaban pistolas de pintura, sino armas reales cargadas con balas de fogueo, puesto que sus instructores deseaban que se familiarizaran con ellas. Además, todos llevaban chalecos antibalas para acostumbrarse a su peso. Todos estaban de acuerdo con estas medidas, pero los estudiantes se preguntaban por qué los actores no podían disparar también balas de fogueo. Muchos consideraban que lo hacían así para que fuera más embarazoso resultar herido, pues la pintura de las cápsulas dejaba la ropa manchada de brillantes colores. Además, el dolor no era algo que pudiera olvidarse con facilidad. Tal y como había señalado con sequedad Steven, el psicólogo de la clase, los entrenamientos del callejón Hogan eran, básicamente, una clásica terapia de choque llevada a una nueva escala. – Disparar a las ruedas -respondió por fin Lehane. – Exacto. A Kimberly se le ocurrió hacerlo… pero eso nos lleva a la hazaña mortal del día. La mirada de Watson se posó en Kimberly. Ella le miró a los ojos y alzó la barbilla, poniéndose a la defensiva. – Abandonó la protección de su vehículo -dijo el mismo estudiante que había hablado en primer lugar. – Bajó el arma. – Echó a correr tras el sospechoso sin haber asegurado antes la escena. – Dejó de cubrir a… – Recibió un disparo mortal… – Y quizá hizo que mataran a su compañera. Se oyeron risas. Kimberly dedicó una mirada colérica al comentarista para agradecerle su apoyo. Silbador, un corpulento ex marine que parecía silbar cada vez que respiraba, le devolvió la sonrisa. Él mismo había realizado la hazaña mortal del día anterior cuando, durante el atraco al Banco de Hogan, había intentado disparar al ladrón y solo había conseguido herir al cajero. – Me dejé llevar por la confusión del momento -replicó Kimberly, con sequedad. – Recibiste un disparo mortal -le corrigió Watson. – ¡Solo me quedé paralizada! Estas palabras le hicieron ganarse otra mirada burlona. – En primer lugar hay que asegurar la escena. Controlar la situación. Y solo después, perseguir al sospechoso. – Se habría ido… – Pero tendrías el coche y podrías haberlo utilizado como prueba. Tendrías a sus compinches y podrías haberlos interrogado para localizar al sospechoso. Y lo mejor de todo es que podrías haber conservado la vida. Más vale pájaro en mano, Kimberly. Más vale pájaro en mano que ciento volando. -Watson le dedicó una última mirada severa, antes de dirigirse al resto de la clase-. Recordad que, a pesar de la confusión del momento, debéis mantener el control. Y para ello debéis esforzaros al máximo durante los entrenamientos y los infinitos ejercicios que os obligamos a hacer. Lo único que pretendemos con las prácticas del callejón de Hogan es enseñaros a utilizar la cabeza. Disparar a un ladrón poniendo en juego la vida de otras personas durante un atraco a mano armada no es utilizar la cabeza. -Silbador recibió una mirada de reproche-. Y abandonar la protección del vehículo y dejar de cubrir a los compañeros para perseguir a un sospechoso tampoco es utilizar la cabeza. -Miró una vez más a Kimberly, como si fuera necesario que recordara que aquel comentario iba dirigido a ella-. Recordad vuestra formación. Sed astutos. Mantened el control. Eso os ayudará a conservar la vida. -Dicho esto, echó un vistazo al reloj y dio una palmada-. Bueno, chicos. Ya son las cinco y esto está hecho un verdadero desastre. Limpiad toda esa pintura y recordad que, mientras dure el calor, tenéis que beber mucha agua. |
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