"FUENTEOVEJUNA" - читать интересную книгу автора (Vega Lope de)

ACTO PRIMERO

Salen el COMENDADOR, FLORES y ORTUÑO,
criados

COMENDADOR: ¿Sabe el maestre que estoy


en la villa?


FLORES: Ya lo sabe.


ORTUÑO: Está, con la edad, más grave.


COMENDADOR: Y ¿sabe también que soy


Fernán Gómez de Guzmán?


FLORES: Es muchacho, no te asombre.


COMENDADOR: Cuando no sepa mi nombre,


¿no le sobra el que me dan


de comendador mayor?


ORTUÑO: No falta quien le aconseje


que de ser cortés se aleje.


COMENDADOR: Conquistará poco amor.


Es llave la cortesía


para abrir la voluntad;


y para la enemistad


la necia descortesía.


ORTUÑO: Si supiese un descortés


cómo le aborrecen todos


– y querrían de mil modos


poner la boca a sus pies-,


antes que serlo ninguno,


se dejaría morir.


FLORES: ¡Qué cansado es de sufrir!


¡Qué áspero y qué importuno!


Llaman la descortesía


necedad en los iguales,


porque es entre desiguales


linaje de tiranía.


Aquí no te toca nada;


que un muchacho aún no ha llegado


a saber qué es ser amado.


COMENDADOR: La obligación de la espada


que se ciñó, el mismo día


que la cruz de Calatrava


le cubrió el pecho, bastaba


para aprender cortesía.


FLORES: Si te han puesto mal con él,


presto lo conocerás.


ORTUÑO: Vuélvete, si en duda estás.


COMENDADOR: Quiero ver lo que hay en él.


Sale el MAESTRE de Calatrava y acompañamiento

MAESTRE: Perdonad, por vida mía,


Fernán Gómez de Guzmán;


que agora nueva me dan


que en la villa estáis.


COMENDADOR: Tenía


muy justa queja de vos;


que el amor y la crïanza


me daban más confïanza,


por ser, cual somos los dos,


vos maestre en Calatrava,


yo vuestro comendador


y muy vuestro servidor.


MAESTRE: Seguro, Fernando, estaba


de vuestra buena venida.


Quiero volveros a dar


los brazos.


COMENDADOR: Debéisme honrar;


que he puesto por vos la vida


entre diferencias tantas,


hasta suplir vuestra edad


el pontífice.


MAESTRE: Es verdad.


Y por las señales santas


que a los dos cruzan el pecho,


que os lo pago en estimaros


y como a mi padre honraros.


COMENDADOR: De vos estoy satisfecho.


MAESTRE: ¿Qué hay de guerra por allá?


COMENDADOR: Estad atento, y sabréis


la obligación que tenéis.


MAESTRE: Decid que ya lo estoy, ya.


COMENDADOR: Gran maestre, don Rodrigo


Téllez Girón, que a tan alto


lugar os trajo el valor


de aquel vuestro padre claro,


que, de ocho años, en vos


renunció su maestrazgo,


que después por más seguro


juraron y confirmaron


reyes y comendadores,


dando el pontífice santo


Pío segunda sus bulas


y después las suyas Paulo


para que don Juan Pacheco,


gran maestre de Santiago,


fuese vuestro coadjutor:


ya que es muerto, y que os han dado


el gobierno sólo a vos,


aunque de tan pocos años,


advertid que es honra vuestra


seguir en aqueste caso


la parte de vuestros deudos;


porque, muerto Enrique cuarto,


quieren que al rey don Alonso


de Portugal, que ha heredado,


por su mujer, a Castilla,


obedezcan sus vasallos;


que aunque pretende lo mismo


por Isabel don Fernando,


gran príncipe de Aragón,


no con derecho tan claro


a vuestros deudos, que, en fin,


no presumen que hay engaño


en la sucesión de Juana,


a quien vuestro primo hermano


tiene agora en su poder.


Y así, vengo a aconsejaros


que juntéis los caballeros


de Calatrava en Almagro,


y a Ciudad Real toméis,


que divide como paso


a Andalucía y Castilla,


para mirarlos a entrambos.


Poca gente es menester,


porque tienen por soldados


solamente sus vecinos


y algunos pocos hidalgos,


que defienden a Isabel


y llaman rey a Fernando.


Será bien que deis asombro,


Rodrigo, aunque niño, a cuantos


dicen que es grande esa cruz


para vuestros hombros flacos.


Mirad los condes de Urueña,


de quien venís, que mostrando


os están desde la fama


los laureles que ganaros;


los marqueses de Villena,


y otros capitanes, tantos,


que las alas de la fama


apenas pueden llevarlos.


Sacad esa blanca espada;


que habéis de hacer, peleando,


tan roja como la cruz;


porque no podré llamaros


maestre de la cruz roja


que tenéis al pecho, en tanto


que tenéis la blanca espada;


que una al pecho y otra al lado,


entrambas han de ser rojas;


y vos, Girón soberano,


capa del templo inmortal


de vuestros claros pasados.


MAESTRE: Fernán Gómez, estad cierto,


que en esta parcialidad,


porque veo que es verdad,


con mis deudos me concierto.


Y si importa, como paso


a Ciudad Real mi intento,


veréis que como violento


rayo sus muros abraso.


No porque es muerto mi tío


piensen de mis pocos años


los propios y los extraños


que murió con él mi brío.


Sacaré la blanca espada


para que quede su luz


de la color de la cruz,


de roja sangre bañada.


Vos, ¿adónde residís


tenéis algunos soldados?


COMENDADOR: Pocos, pero mis criados;


que si de ellos os servís,


pelearán como leones.


Ya veis que en Fuenteovejuna


hay gente humilde, y alguna


no enseñada en escuadrones,


sino en campos y labranzas.


MAESTRE: ¿Allí residís?


COMENDADOR: Allí


de mi encomienda escogí


casa entre aquestas mudanzas.


Vuestra gente se registre;


que no quedará vasallo.


MAESTRE: Hoy me veréis a caballo,


poner la lanza en el ristre.


Vanse. Salen PASCUALA y LAURENCIA

LAURENCIA: ¡Mas que nunca acá volviera!


PASCUALA: Pues a la hé que pensé


que cuando te lo conté


más pesadumbre te diera.


LAURENCIA: ¡Plega al cielo que jamás


le vea en Fuenteovejuna!


PASCUALA: Yo, Laurencia, he visto alguna


tan brava,y pienso que más;


y tenía el corazón


brando como una manteca.


LAURENCIA: Pues ¿hay encina tan seca


como ésta mi condición?


PASCUALA: Anda ya; que nadie diga:


"de esta agua no beberé."


LAURENCIA: ¡Voto al sol que lo diré,


aunque el mundo me desdiga!


¿A qué efecto fuera bueno


querer a Fernando yo?


¿Casaráme con él?


PASCUALA: No.


LAURENCIA: Luego la infamia condeno.


¡Cuántas mozas en la villa,


del comendador fïadas,


andan ya descalabradas!


PASCUALA: Tendré yo por maravilla


que te escapes de su mano.


LAURENCIA: Pues en vano es lo que ves,


porque ha que me sigue un mes,


y todo, Pascuala, en vano.


Aquel Flores, su alcahuete,


y Ortuño, aquel socarrón,


me mostraron un jubón,


una sarta y un copete.


Dijéronme tantas cosas


de Fernando, su señor,


que me pusieron temor;


mas no serán poderosas


para contrastar mi pecho.


PASCUALA: ¿Dónde te hablaron?


LAURENCIA: Allá


en el arroyo, y habrá


seis días.


PASCUALA: Y yo sospecho


que te han de engañar, Laurencia.


LAURENCIA: ¿A mí?


PASCUALA: Que no, sino al cura.


LAURENCIA: Soy, aunque polla, muy dura


yo para su reverencia.


Pardiez, más precio poner,


Pascuala, de madrugada,


un pedazo de lunada


al huego para comer,


con tanto zalacotón


de una rosca que yo amaso,


y hurtar a mi madre un vaso


del pegado cangilón,


y más precio al mediodía


ver la vaca entre las coles


haciendo mil caracoles


con espumosa armonía;


y concertar, si el camino


me ha llegado a causar pena,


casar un berenjena


con otro tanto tocino;


y después un pasatarde,


mientras la cena se aliña,


de una cuerda de mi viña,


que Dios de pedrisco guarde;


y cenar un salpicón


con su aceite y su pimienta,


e irme a la cama contenta,


y al "inducas tentación"


rezalle mis devociones,


que cuantas raposerías,


con su amor y sus porfías,


tienen estos bellacones;


porque todo su cuidado,


después de darnos disgusto,


es anochecer con gusto


y amanecer con enfado.


PASCUALA: Tienes, Laurencia, razón;


que en dejando de querer,


más ingratos suelen ser


que al villano el gorrión.


En el invierno, que el frío


tiene los campos helados,


descienden de los tejados,


diciéndole: "tío, tío,"


hasta llegar a comer


las migajas de la mesa;


mas luego que el frío cesa,


y el campo ven florecer,


no bajan diciendo "tío,"


del beneficio olvidados,


mas saltando en los tejados


dicen: "judío, judío."


Pues tales los hombres son:


cuando nos han menester,


somos su vida, su ser,


su alma, su corazón;


pero pasadas las ascuas,


las tías somos judías,


y en vez de llamarnos tías,


anda el nombre de las pascuas.


LAURENCIA: No fïarse de ninguno.


PASCUALA: Lo mismo digo, Laurencia.


Salen MENGO, BARRILDO y FRONDOSO

FRONDOSO: En aquesta diferencia


andas, Barrildo, importuno.


BARRILDO: A lo menos aquí está


quien nos dirá lo más cierto.


MENGO: Pues hagamos un concierto


antes que lleguéis allá,


y es, que si juzgan por mí,


me dé cada cual la prenda,


precio de aquesta contienda.


BARRILDO: Desde aquí digo que sí.


Mas si pierdes, ¿qué darás?


MENGO: Daré mi rabel de boj,


que vale más que una troj,


porque yo le estimo en más.


BARRILDO: Soy contento.


FRONDOSO: Pues lleguemos.


Dios os guarde, hermosas damas.


LAURENCIA: ¿Damas, Frondoso, nos llamas?


FRONDOSO: Andar al uso queremos:


al bachiller, licenciado;


al ciego, tuerto; al bisojo,


bizco; resentido, al cojo;


y buen hombre, al descuidado.


Al ignorante, sesudo;


al mal galán, soldadesca;


a la boca grande, fresca;


y al ojo pequeño, agudo.


Al pleitista, diligente;


gracioso al entremetido;


al hablador, entendido;


y al insufrible, valiente.


Al cobarde, para poco;


al atrevido, bizarro;


compañero al que es un jarro;


y desenfadado, al loco.


Gravedad, al descontento;


a la calva, autoridad;


donaire, a la necedad;


y al pie grande, buen cimiento.


Al buboso, resfrïado;


comedido al arrogante;


al ingenioso, constante;


al corcovado, cargado.


Esto al llamaros imito,


damas, sin pasar de aquí;


porque fuera hablar así


proceder en infinito.


LAURENCIA: Allá en la ciudad, Frondoso,


llámase por cortesía


de esta suerte; y a fe mía,


que hay otro más riguroso


y peor vocabulario


en las lenguas descorteses.


FRONDOSO: Querría que lo dijeses.


LAURENCIA: Es todo a esotro contrario:


al hombre grave, enfadoso;


venturoso al descompuesto;


melancólico al compuesto;


y al que reprehende, odioso.


Importuno al que aconseja;


al liberal, moscatel;


al justiciero, crüel;


y al que es piadoso, madeja.


Al que es constante, villano;


al que es cortés, lisonjero;


hipócrita al limosnero;


y pretendiente al cristiano.


Al justo mérito, dicha;


a la verdad, imprudencia;


cobardía a la paciencia;


y culpa a lo que es desdicha.


Necia a la mujer honesta;


mal hecha a la hermosa y casta;


y a la honrada… Pero basta;


que esto basta por respuesta.


MENGO: Digo que eres el dimuño.


LAURENCIA: ¡Soncas que lo dice mal!


MENGO: Apostaré que la sal


la echó el cura con el puño.


LAURENCIA: ¿Qué contienda os ha traído,


si no es que mal lo entendí?


FRONDOSO: Oye, por tu vida.


LAURENCIA: Di.


FRONDOSO: Préstame, Laurencia, oído.


LAURENCIA: Como prestado, y aun dado,


desde agora os doy el mío.


FRONDOSO: En tu discreción confío.


LAURENCIA: ¿Qué es lo que habéis apostado?


FRONDOSO: Yo y Barrildo contra Mengo.


LAURENCIA: ¿Qué dice Mengo?


BARRILDO: Una cosa


que, siendo cierta y forzosa,


la niega.


MENGO: A negarla vengo,


porque yo sé que es verdad.


LAURENCIA: ¿Qué dice?


BARRILDO: Que no hay amor.


LAURENCIA: Generalmente, es rigor.


BARRILDO: Es rigor y es necedad.


Sin amor, no se pudiera


ni aun el mundo conservar.


MENGO: Yo no sé filosofar;


leer, ¡ojalá supiera!


Pero si los elementos


en discordia eterna viven,


y de los mismos reciben


nuestros cuerpos alimentos,


cólera y melancolía,


flema y sangre, claro está.


BARRILDO: El mundo de acá y de allá,


Mengo, todo es armonía.


Armonía es puro amor,


porque el amor es concierto.


MENGO: Del natural os advierto


que yo no niego el valor.


Amor hay, y el que entre sí


gobierna todas las cosas,


correspondencias forzosas


de cuanto se mira aquí;


y yo jamás he negado


que cada cual tiene amor,


correspondiente a su humor,


que le conserva en su estado.


Mi mano al golpe que viene


mi cara defenderá;


mi pie, huyendo, estorbará


el daño que el cuerpo tiene.


Cerraránse mis pestañas


si al ojo le viene mal,


porque es amor natural.


PASCUALA: Pues, ¿de qué nos desengañas?


MENGO: De que nadie tiene amor


más que a su misma persona.


PASCUALA: Tú mientes, Mengo, y perdona;


porque, ¿es materia el rigor


con que un hombre a una mujer


o un animal quiere y ama


su semejante?


MENGO: Eso llama


amor propio, y no querer.


¿Qué es amor?


LAURENCIA: Es un deseo


de hermosura.


MENGO: Esa hermosura,


¿por qué el amor la procura?


LAURENCIA: Para gozarla.


MENGO: Eso creo.


Pues ese gusto que intenta,


¿no es para él mismo?


LAURENCIA: Es así.


MENGO: Luego ¿por quererse a sí


busca el bien que le contenta?


LAURENCIA: Es verdad.


MENGO: Pues de ese modo


no hay amor sino el que digo,


que por mi gusto le sigo


y quiero dármele en todo.


BARRILDO: Dijo el cura del lugar


cierto día en el sermón


que había cierto Platón


que nos enseñaba a amar;


que éste amaba el alma sola


y la virtud de lo amado.


PASCUALA: En materia habéis entrado


que, por ventura, acrisola


los caletres de los sabios


en sus cademias y escuelas.


LAURENCIA: Muy bien dice, y no te muelas


en persuadir sus agravios.


Da gracias, Mengo, a los cielos,


que te hicieron sin amor.


MENGO: ¿Amas tú?


LAURENCIA: Mi propio honor.


FRONDOSO: Dios te castigue con celos.


BARRILDO: ¿Quién gana?


PASCUALA: Con la qüistión


podéis ir al sacristán,


porque él o el cura os darán


bastante satisfacción.


Laurencia no quiere bien,


yo tengo poca experiencia.


¿Cómo daremos sentencia?


FRONDOSO: ¿Qué mayor que ese desdén?


Sale FLORES

FLORES: Dios guarde a la buena gente.


FRONDOSO: Éste es del comendador


crïado.


LAURENCIA: ¡Gentil azor!


¿De adónde bueno, pariente?


FLORES: ¿No me veis a lo soldado?


LAURENCIA: ¿Viene don Fernando acá?


FLORES: La guerra se acaba ya,


puesto que nos ha costado


alguna sangre y amigos.


FRONDOSO: Contadnos cómo pasó.


FLORES: ¿Quién lo dirá como yo,


siendo mis ojos testigos?


Para emprender la jornada


de esta ciudad, que ya tiene


nombre de Ciudad Real,


juntó el gallardo maestre


dos mil lucidos infantes


de sus vasallos valientes,


y trescientos de a caballo


de seglares y de freiles;


porque la cruz roja obliga


cuantos al pecho la tienen,


aunque sean de orden sacro;


mas contra moros, se entiende.


Salió el muchacho bizarro


con una casaca verde,


bordada de cifras de oro,


que sólo los brazaletes


por las mangas descubrían,


que seis alamares prenden.


Un corpulento bridón,


Rucio rodado, que al Betis


bebió el agua, y en su orilla


despuntó la grama fértil;


el codón labrado en cintas


de ante, y el rizo copete


cogido en blancas lazadas,


que con las moscas de nieve


que bañan la blanca piel


iguales labores teje.


A su lado Fernán Gómez,


vuestro señor, en un fuerte


melado, de negros cabos,


puesto que con blanco bebe.


Sobre turca jacerina,


peto y espaldar luciente,


con naranjada orla saca,


que de oro y perlas guarnece.


El morrión, que coronado


con blancas plumas, parece


que del color naranjado


aquellos azahares vierte;


ceñida al brazo una liga


roja y blanca, con que mueve


un fresno entero por lanza


que hasta en Granada le temen.


La ciudad se puso en arma;


dicen que salir no quieren


de la corona real,


y el patrimonio defienden.


Entróla bien resistida,


y el maestre a los rebeldes


y a los que entonces trataron


su honor injuriosamente


mandó cortar las cabezas,


y a los de la baja plebe,


con mordazas en la boca,


azotar públicamente.


Queda en ella tan temido


y tan amado, que creen


que quien en tan pocos años


pelea, castiga y vence,


ha de ser en otra edad


rayo del África fértil,


que tantas lunas azules


a su roja cruz sujete.


Al comendador y a todos


ha hecho tantas mercedes,


que el saco de la ciudad


el de su hacienda parece.


Mas ya la música suena;


recibidle alegremente,


que al triunfo las voluntades


son los mejores laureles.


Salen el COMENDADOR y ORTUÑO, MÚSICOS,
JUAN ROJO y ESTEBAN, ALONSO, ALCAIDES. Cantan los MÚSICOS

MUSICOS: "Sea bien venido


el comendadore


de rendir las tierras


y matar los hombres.


¡Vivan los Guzmanes!


¡Vivan los Girones!


Si en las paces blando,


dulce en las razones.


Venciendo moriscos,


fuertes como un roble,


de Ciudad Reale


viene vencedore;


que a Fuenteovejuna


trae los pendones.


¡Viva muchos años,


viva Fernán Gómez!"


COMENDADOR: Villa, yo os agradezco justamente


el amor que me habéis aquí mostrado.


ALONSO: Aun no muestra una parte del que siente.


Pero ¿qué mucho que seáis amado,


mereciéndolo vos?


ESTEBAN: Fuenteovejuna


y el regimiento que hoy habéis honrado,


que recibáis os ruega e importuna


un pequeño presente, que esos carros


traen, señor, no sin vergüenza alguna,


de voluntades y árboles bizarros,


más que de ricos dones. Lo primero


traen dos cestas de polidos barros;


de gansos viene un ganadillo entero,


que sacan por las redes las cabezas,


para cantar vueso valor guerrero.


Diez cebones en sal, valientes piezas,


sin otras menudencias y cecinas,


y más que guantes de ámbar, sus cortezas.


Cien pares de capones y gallinas,


que han dejado viudos a sus gallos


en las aldeas que miráis vecinas.


Acá no tienen armas ni caballos,


no jaeces bordados de oro puro,


si no es oro el amor de los vasallos.


Y porque digo puro, os aseguro


que vienen doce cueros, que aun en cueros


por enero podéis guardar un muro,


si de ellos aforráis vuestros guerreros,


mejor que de las armas aceradas;


que el vino suele dar lindos aceros.


De quesos y otras cosas no excusadas


no quiero daros cuenta. Justo pecho


de voluntades que tenéis ganadas;


y a vos y a vuestra casa, buen provecho.


COMENDADOR: Estoy muy agradecido.


Id, regimiento, en buen hora.


ALONSO: Descansad, señor, agora,


y seáis muy bien venido;


que esta espadaña que veis


y juncia a vuestros umbrales


fueran perlas orientales,


y mucho más merecéis,


a ser posible a la villa.


COMENDADOR: Así lo creo, señores.


Id con Dios.


ESTEBAN: Ea, cantores,


vaya otra vez la letrilla.


Cantan

MÚSICOS: "Sea bien venido


el comendadore


de rendir las tierras


y matar los hombres."


Vanse los MÚSICOS y los ALCAIDES

COMENDADOR: Esperad vosotras dos.


LAURENCIA: ¿Qué manda su señoría?


COMENDADOR: ¡Desdenes el otro día,


pues, conmigo! ¡Bien, por Dios!


LAURENCIA: ¿Habla contigo, Pascuala?


PASCUALA: Conmigo no, tirte ahuera.


COMENDADOR: Con vos hablo, hermosa fiera,


y con esotra zagala.


¿Mías no sois?


PASCUALA: Sí, señor;


mas no para casos tales.


COMENDADOR: Entrad, pasado los umbrales;


hombres hay, no hayáis temor.


LAURENCIA: Si los alcaldes entraran,


que de uno soy hija yo,


bien huera entrar; mas si no…


COMENDADOR: ¡Flores!


FLORES: ¿Señor?


COMENDADOR: ¡Que reparan


en no hacer lo que les digo!


FLORES: ¡Entrad, pues!


LAURENCIA: No nos agarre.


FLORES: Entrad; que sois necias.


PASCUALA: Arre;


que echaréis luego el postigo.


FLORES: Entrad; que os quiere enseñar


lo que trae de la guerra.


COMENDADOR: Si entraren, Ortuño, cierra.


Éntrase

LAURENCIA: Flores, dejadnos pasar.


ORTUÑO: ¿También venís presentadas


con lo demás?


PASCUALA: ¡Bien a fe!


Desvíese, no le dé…


FLORES: Basta; que son extremadas.


LAURENCIA: ¿No basta a vuestro señor


tanta carne presentada?


ORTUÑO: La vuestra es la que le agrada.


LAURENCIA: ¡Reviente de mal dolor!


Vanse LAURENCIA y PASCUALA

FLORES: ¡Muy buen recado llevamos!


No se ha de poder sufrir


lo que nos ha de decir


cuando sin ellas nos vamos.


ORTUÑO: Quien sirve se obliga a esto.


Si en algo desea medrar,


o con paciencia ha de estar,


o ha de despedirse presto.


Vanse los dos. Salgan el REY don Fernando, la
reina doña ISABEL, MANRIQUE, y acompañamiento

ISABEL: Digo, señor, que conviene


el no haber descuido en esto,


por ver a Alfonso en tal puesto,


y su ejército previene.


Y es bien ganar por la mano


antes que el daño veamos;


que si no lo remediamos,


el ser muy cierto está llano.


REY: De Navarra y de Aragón


está el socorro seguro,


y de Castilla procuro


hacer la reformación


de modo que el buen suceso


con la prevención se vea.


ISABEL: Pues vuestra majestad crea


que el buen fin consiste en eso.


MANRIQUE: Aguardando tu licencia


dos regidores están


de Ciudad Real. ¿Entrarán?


REY: No les nieguen mi presencia.


Salen dos REGIDORES de Ciudad Real

REGIDOR 1: Católico rey Fernando,


a quien ha enviado el cielo


desde Aragón a Castilla


para bien y amparo nuestro:


en nombre de Ciudad Real,


a vuestro valor supremo


humildes nos presentamos,


el real amparo pidiendo.


A mucha dicha tuvimos


tener título de vuestros;


pero pudo derribarnos


de este honor el hado adverso.


El famoso don Rodrigo


Téllez Girón, cuyo esfuerzo


es en valor extremado,


aunque es en la edad tan tierno


maestre de Calatrava,


él, ensanchar pretendiendo


el honor de la encomienda,


nos puso apretado cerco.


Con valor nos prevenimos,


a su fuerza resistiendo,


tanto, que arroyos corrían


de la sangre de los muertos.


Tomó posesión, en fin;


pero no llegara a hacerlo,


a no le dar Fernán Gómez


orden, ayuda y consejo.


Él queda en la posesión,


y sus vasallos seremos,


suyos, a nuestro pesar,


a no remediarlo presto.


REY: ¿Dónde queda Fernán Gómez?


REGIDOR 1: En Fuenteovejuna creo,


por ser su villa, y tener


en ella casa y asiento.


Allí, con más libertad


de la que decir podemos,


tiene a los súbditos suyos


de todo contento ajenos.


REY: ¿Tenéis algún capitán?


REGIDOR 2: Señor, el no haberle es cierto,


pues no escapó ningún noble


de preso, herido o de muerto.


ISABEL: Ese caso no requiere


ser de espacio remediado;


que es dar al contrario osado


el mismo valor que adquiere;


y puede el de Portugal,


hallando puerta segura,


entrar por Extremadura


y causarnos mucho mal


REY: Don Manrique, partid luego,


llevando dos compañías;


remediad sus demasías


sin darles ningún sosiego.


El conde de Cabra ir puede


con vos; que es Córdoba osado,


a quien nombre de soldado


todo el mundo le concede;


que éste es el medio mejor


que la ocasión nos ofrece.


MANRIQUE: El acuerdo me parece


como de tan gran valor.


Pondré límite a su exceso,


si el vivir en mí no cesa.


ISABEL: Partiendo vos a la empresa,


seguro está el buen suceso.


Vanse todos. Salen LAURENCIA y FRONDOSO

LAURENCIA: A medio torcer los paños,


quise, atrevido Frondoso


para no dar qué decir,


desvïarme del arroyo;


decir a tus demasías


que murmura el pueblo todo,


que me miras y te miro,


y todos nos traen sobre ojo.


Y como tú eres zagal


de los que huellan, brioso,


y excediendo a los demás


vistes bizarro y costoso,


en todo lugar no hay moza,


o mozo en el prado o soto,


que no se afirme diciendo


que ya para en uno somos;


y esperan todos el día


que el sacristán Juan Chamorro


nos eche de la tribuna


en dejando los piporros.


Y mejor sus trojes vean


de rubio trigo en agosto


atestadas y colmadas,


y sus tinajas de mosto,


que tal imaginación


me ha llegado a dar enojo:


ni me desvela ni aflige


ni en ella el cuidado pongo.


FRONDOSO: Tal me tienen tus desdenes,


bella Laurencia, que tomo,


en el peligro de verte,


la vida, cuando te oigo.


Si sabes que es mi intención


el desear ser tu esposo,


mal premio das a mi fe.


LAURENCIA: Es que yo no sé dar otro.


FRONDOSO: ¿Posible es que no te duelas


de verme tan cuidadoso


y que imaginando en ti


ni bebo, duermo ni como?


¿Posible es tanto rigor


en ese angélico rostro?


¡Viven los cielos, que rabio!


LAURENCIA: Pues salúdate, Frondoso.


FRONDOSO Ya te pido yo salud,


y que ambos, como palomos,


estemos, juntos los picos,


con arrullos sonorosos,


después de darnos la iglesia…


LAURENCIA: Dilo a mi tío Juan Rojo;


que aunque no te quiero bien,


ya tengo algunos asomos.


FRONDOSO: ¡Ay de mí! El señor es éste.


LAURENCIA: Tirando viene a algún corzo.


Escóndete en esas ramas.


FRONDOSO: Y ¡con qué celos me escondo!


Sale el COMENDADOR

COMENDADOR: No es malo venir siguiendo


un corcillo temeroso,


y topar tan bella gama.


LAURENCIA: Aquí descansaba un poco


de haber lavado unos paños;


y así, al arroyo me torno,


si manda su señoría.


COMENDADOR: Aquesos desdenes toscos


afrentan, bella Laurencia,


las gracias que el poderoso


cielo te dio, de tal suerte,


que vienes a ser un monstruo.


Mas si otras veces pudiste


hüír mi ruego amoroso,


agora no quiere el campo,


amigo secreto y solo;


que tú sola no has de ser


tan soberbia, que tu rostro


huyas al señor que tienes,


teniéndome a mí en tan poco.


¿No se rindió Sebastiana,


mujer de Pedro Redondo,


con ser casadas entrambas,


y la de Martín del Pozo,


habiendo apenas pasado


dos días del desposorio?


LAURENCIA: Ésas, señor, ya tenían


de haber andado con otros


el camino de agradaros;


porque también muchos mozos


merecieron sus favores.


Id con Dios, tras vueso corzo;


que a no veros con la cruz,


os tuviera por demonio,


pues tanto me perseguís.


COMENDADOR: ¡Qué estilo tan enfadoso!


Pongo la ballesta en tierra


[puesto que aquí estamos solos],


y a la práctica de manos


reduzco melindres.


LAURENCIA: ¿Cómo?


¿Eso hacéis? ¿Estáis en vos?


Sale FRONDOSO y toma la ballesta

COMENDADOR: No te defiendas.


FRONDOSO: Si tomo


la ballesta ¡vive el cielo


que no la ponga en el hombro!


COMENDADOR: Acaba, ríndete.


LAURENCIA: ¡Cielos,


ayúdame agora!


COMENDADOR: Solos


estamos; no tengas miedo.


FRONDOSO: Comendador generoso,


dejad la moza, o creed


que de mi agravio y enojo


será blanco vuestro pecho,


aunque la cruz me da asombro.


COMENDADOR: ¡Perro, villano!…


FRONDOSO: No hay perro.


Huye, Laurencia.


LAURENCIA: Frondoso,


mira lo que haces.


FRONDOSO: Vete.


Vase LAURENCIA

COMENDADOR: ¡Oh, mal haya el hombre loco,


que se desciñe la espada!


Que, de no espantar medroso


la caza, me la quité.


FRONDOSO: Pues, pardiez, señor, si toco


la nuez, que os he de apiolar.


COMENDADOR: Ya es ida. Infame, alevoso,


suelta la ballesta luego.


Suéltala, villano.


FRONDOSO: ¿Cómo?


Que me quitaréis la vida.


Y advertid que Amor es sordo,


y que no escucha palabras


el día que está en su trono.


COMENDADOR: Pues, ¿la espalda ha de volver


un hombre tan valeroso


a un villano? Tira, infame,


tira, y guárdate; que rompo


las leyes de caballero.


FRONDOSO: Eso, no. Yo me conformo


con mi estado, y, pues me es


guardar la vida forzoso,


con la ballesta me voy.


COMENDADOR: ¡Peligro extraño y notorio!


Mas yo tomaré venganza


del agravio y del estorbo.


¡Que no cerrara con él!


¡Vive el cielo, que me corro!


FIN DEL PRIMER ACTO