"La reina sin espejo" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)CAPÍTULO 11 UN SUEÑO DEL REY ROJOAltavella leyó entonces, con una más que decente pronunciación: – – ¿Qué significa? -preguntó Chamorro. – Ah, perdone, creí que entendían inglés. – Yo no tanto como mi compañero -confesó, sin tapujos. – Bueno, es uno de esos poemas sin mucho sentido aparente que le gustaban tanto a Lewis Carroll. – Mariposas que duermen entre el trigo -repitió mi compañera. – Y aquí -añadió Altavella, que leía ahora el penúltimo folio- hay otra cita, del mismo capítulo: – El Rey Rojo… Red King -dijo Chamorro, mirándome. Asentí, en silencio. Me costaba encontrar las palabras para reconocer que había tenido delante de las narices algo que habría debido identificar y que, sin embargo, me había pasado inadvertido. No sólo aquellas dos palabras, Red King, iniciales R.K., que Chamorro no había llegado a leer, porque la había interrumpido antes de llegar a esa parte, pero que yo sí había visto (deduje, avergonzado, que en algún momento en el que los ojos se me cerraban por el sueño). También me acordaba ahora de aquella última anotación, que no tenía excusa alguna para haber pasado por alto: Aquí debo admitir una pequeña miseria. Me fastidiaba no haber descifrado yo el acertijo, desde luego, pero eso sólo me pesaba hasta cierto punto, porque nunca he sido muy ducho para las adivinanzas ni encuentro en quienes tienen facilidad para resolverlas una forma de inteligencia a la que atribuya un gran valor. Lo que me dolía, sobre todo, era haberle dado a Altavella la oportunidad de tratamos como a un par de ignorantes, de lucirse con aquellas citas y con aquellas traducciones sobre la marcha como si desbastara a dos obtusos representantes del vulgo. El orgullo, que a veces juega malas pasadas. – Tiene usted razón -le concedí, aunque me escociera-. Está tan claro que resulta imperdonable que no lo viéramos nosotros. No sé mi compañera, pero yo sí he leído a Lewis Carroll, lo que en el fondo no hace sino agravar mi negligencia. Ha sido buena idea enseñárselo. – No sufra usted por eso -trató de consolarme-. A veces uno anda a otras cuestiones y no ve lo que le pasa por delante. Ustedes tienen que procesar mucha información a la vez. Yo, en cambio, me he puesto a leer esto con la cabeza despejada. Y tengo una ventaja nada despreciable: que sé hasta qué punto Neus era fanática de este libro. – ¿Ha visto la última anotación? -le dije. – No, aún no. – Léala, si hace el favor. Yo le di anoche un par de vueltas, pero ha quedado demostrado que no lo hice con mucha lucidez. Altavella buscó el final del texto y leyó, en silencio. – ¿Qué es lo que dice? -preguntó Chamorro. – Esto no es una cita del libro -explicó Altavella-. Es algo que escribió ella, Neus. Se lo leo traducido al castellano, directamente: Después de leer aquellas palabras, el escritor se sumió en una meditación sombría. Imaginé que no podía penetrar el sentido preciso de la anotación, pero que, como a mí mismo, ahora que manejaba la clave, le sobraban recursos para barruntar el significado general. – ¿Ha leído usted A través del espejo, agente? -se dirigió a Chamorro. – Hace mucho tiempo, apenas me acuerdo -respondió, algo cortada. – No pasa nada. Hay tantos libros… Se lo preguntaba por dar la historia por sobreentendida o no. Como usted recordará dijo, volviéndose esta vez a mí-, en ese libro Alicia empieza siendo un peón blanco de ajedrez y consigue coronarse reina, en una partida delirante que tiene todo el aspecto de un sueño y que ocurre en un mundo fantástico al otro lado del espejo del salón de su casa. Lo que no se sabe es si el sueño es suyo o del rey rojo, que pasa toda la partida dormido en una de las casillas centrales del tablero. Finalmente Alicia despierta, o regresa del otro lado del espejo, como prefieran, y sigue siendo incapaz de decidir de quién fue el sueño. Con esa pregunta termina el libro. Altavella se interrumpió aquí. Debió de percatarse de que si continuaba en ese tono didáctico podía resultar pedante. Al dar su interpretación de la anotación de su mujer optó por ser más escueto: – Neus parece haber decidido que todo era un sueño del rey rojo. – Y que Alicia está ya para siempre fuera del espejo -añadí-. O lo que es lo mismo, que el sueño de ser reina no sigue más allá. – Sí, eso es lo que viene a decir -murmuró. Durante unos segundos, flotó en aquella azotea privilegiada un silencio que volvió irrelevante todo lo que nos rodeaba, la magnificencia de la casa y la ciudad que se extendía ante nuestros ojos. – Creo que esto confirma sus suposiciones, sargento -habló al fin el viudo-. Neus tenía problemas. Y era consciente de ello. No sé si sabía que podía estar cerca de algo tan terrible como lo que le ocurrió. Pero sí que no debió de ser un accidente completamente inesperado. – Coincido con usted -dije. – Lo que me duele es no haberme enterado de nada. Quizá no fuimos tan listos, tan sensatos como nos creíamos. Quizá todo acabó siendo un amaño torpe que aceptamos por cobardía, y que no… – No se atormente ahora -le atajé-. No creo que deba. – No, desde luego. Es algo que tendré que resolver a solas. – En todo caso, creo que no debemos molestarle más por hoy. Ya nos ha sido muy útil, y tenemos aún bastante trabajo por delante. Altavella no pareció oírme. Seguía absorto en sus pensamientos, como si anduviera todavía dándole vueltas a algo. – Podría interpretarse de una manera menos dramática -propuso de pronto-. El espejo es el mundo irreal. El mundo en el que vivía ella durante gran parte del tiempo, y que a mí tampoco me es del todo ajeno. Ese mundo en el que no eres tú mismo, sino un personaje a quien sueñan los demás. No saben ustedes lo que es esa sensación. Que la gente, cuando te da la mano, cuando te pregunta o cuando te escucha, ni te dé la mano ni te pregunte ni te escuche a ti, sino a la proyección mental que han hecho sobre ti en su imaginación. Al principio halaga sentirlo, porque en ese ejercicio de inventarte que hacen los demás hay una forma conmovedora de afecto hacia uno. Pero a medida que pasan los años, llega a asfixiarte. Acabas acorralado entre quienes te envidian o te desprecian y quienes te admiran tomándote por lo que no eres. Y entre medias cada vez queda menos espacio, y entre medias es el único lugar donde uno puede seguir viviendo sin perder la cabeza. Tal vez lo que Neus quisiera decir con esa frase no era que el sueño se había terminado, sino que ella misma deseaba acabar con él; no con todo, sino con la parte de mentira y de impostura que implicaba. Ya me disculparán, esta manera barata de hablar. A lo mejor es una tontería, pero cuando a alguien como yo le dan una metáfora, no tiene más remedio que manosearla. No se vive impunemente de la literatura. Juzgué que debía ser generoso con él: – A mí me parece bastante consistente lo que dice. – En fin, perdónenme de todas formas que haya acabado derivando a mi tema -se excusó-. Temo aburrir cuando hablo de ello con desconocidos, porque cada vez tengo más la sensación de que este negocio al que me dedico es un vestigio de otra época. Al menos las señales son alarmantes. La mayoría de la gente que está dispuesta a gastar dinero en un libro sólo tiene afición a leer patrañas prefabricadas, los políticos que deberían fomentar la lectura son ineptos o directamente analfabetos y los escritores nos acabamos volviendo todos banales y cascarrabias, por no hablar de nuestra creciente incomprensión de la realidad. En el fondo, debería asombrarnos que alguien nos lea. – No creo que todo sea tan catastrófico. A mí me gusta leer literatura, y a mi compañera también. Y ya ve a qué nos dedicamos. – Sí, ya veo. Y es verdad que a veces uno tiene prejuicios necios -dijo, como si pensara en voz alta-. Para serles franco, había asumido que no les alegraría mucho verse obligados a tratar con alguien como yo. El tono de Altavella era inocente, pero no podía dejar de advertir lo que sus palabras daban a entender. Si había llegado a notar que no me caía bien, era un fallo por mi parte. Traté de enmendarlo: – Le aseguro que es mucho menos penoso tratar con alguien como usted que con buena parte de nuestra clientela habitual. Para empezar, no nos invitan a desayunar ni a disfrutar de estas vistas. Pero no podemos entretenernos ni entretenerle más. Debemos irnos. – Sí, tampoco quiero distraerles yo. Les acompaño. Al entrar en la casa apareció la empleada, sigilosa y siempre pertrechada con su incombustible sonrisa. Diríase que estaba allí aguardando, para recibir las órdenes que su jefe tuviera que impartirle. – Yo les acompaño abajo, Palmira -dijo Altavella-. Si haces el favor, puedes recoger ya lo del desayuno y seguir a tus cosas. Mientras bajábamos por las escaleras, me acordé de algo. La insospechada placidez con que había transcurrido nuestro encuentro me invitó a atreverme a mencionárselo a nuestro anfitrión: – Una curiosidad. ¿Fue usted quien escogió la música de Corelli que sonó en la capilla? ¿Y el poema de Ausiás March para el cementerio? Altavella se detuvo y me observó con una expresión anonadada, que he de confesar que me sirvió para paliar el bochorno de no haberme dado cuenta de las alusiones de Neus a la historia de Alicia. – ¿Le gusta Corelli? ¿Ha leído a Ausiás March? ¿Entiende catalán? El escritor desplegó aquella batería de preguntas como si cada una se refiriera a un prodigio más inconcebible. Me halagó, claro. – – Me sorprende, tengo que reconocérselo. – Bueno, es una casualidad. Nada más. – Creo que no puedo dejar de decírselo -se sinceró-. A medida que uno va cumpliendo años le va costando más callarse lo que piensa, aunque no sea muy presentable, como es el caso. Me había hecho otra idea de ustedes, de cómo serían. No imaginé que iba a hablar con alguien que ha ido a la universidad, que conoce a Corelli y escucha a Raimon. Y mucho menos, que sabe quién era Geminiani. Me disculpará si le ofende, pero no es eso lo que asocio a un guardia civil. – Ni usted ni mucha gente. Ni mis compañeros son en general tan marcianos como yo. Pero hay bastantes más universitarios, no crea. A mi compañera, sin ir más lejos, sólo le queda una asignatura para terminar la licenciatura en Ciencias Matemáticas. ¿O eran dos, Vir? – Tres -precisó Chamorro, mosqueada. – ¿Y qué carrera estudió usted? -preguntó Altavella. No respondí en seguida. Sabía que iba a devaluarme. – Psicología, una pérdida de tiempo. – ¿Por qué lo dice? – Supo expresar mucho más del alma humana Ausiás March, en esos pocos versos, que lo que han acertado a atisbar miles de psicólogos y psiquiatras en toneladas de páginas llenas de jerga y de especulaciones pseudocientíficas. No digo que todos sean unos cantamañanas durante todo el tiempo, pero incluso a los más capacitados, como Jung o Freud, se les escaparon de la pluma insignes memeces. Altavella parecía seguir sin dar crédito, y noté que Chamorro me miraba de reojo con reprobación. Tenía razón, me estaba pasando. – Tampoco hay que verlo con tanta dureza -opinó el viudo-. Al fin y al cabo, que nadie está exento de la estupidez ya lo decía Montaigne, hace unos pocos siglos, y creo que fue Nietzsche quien llegó a invocarla como un derecho. En lo que estamos de acuerdo es en la sutileza de los versos de Ausiás March. Los escogí yo, sí. Y a Corelli también. Por una debilidad romántica. Elegí una música que nos gustaba a los dos, a Neus y a mí. Ya que no estuve con ella cuando murió, me pareció una forma de acompañarla a título póstumo. Una bobada, ya ve. – Discrepo. Creo que fue una elección acertada. No recordará usted, por cierto, en qué disco está esa canción de Raimon… A Chamorro los ojos le echaban chispas. Pero a mí también me pasaba un poco como a Altavella. Ya era demasiado mayor para callarme algo que quería preguntar, salvo que pudiera causar un cataclismo. – Claro que me acuerdo. Espere un momento. Antes de que pudiéramos reaccionar, Altavella desapareció por el pasillo. Durante los quince o veinte segundos que tardó en regresar, mi compañera no despegó los labios. Pero la manera en que me miraba se parecía bastante a la que recordaba de mi madre el día que le desintegré de un balonazo una costosa porcelana de Lladró (por accidente, no por impulso estético, los gustos de una madre no se juzgan). El escritor regresó con un cede en la mano. – Tenga usted -dijo, tendiéndomelo. – Ah, gracias. Me anotaré el título. – No, quédeselo. – Es el suyo, no puedo aceptarlo. – Vamos, hombre, como soborno es poca cosa. Acépteme el regalo. Me conforta mucho desprenderme de un objeto dándoselo a quien sé que lo va a disfrutar. Yo ya poseo demasiados. Y si algún día tengo ganas de volverlo a oír, ya me lo compraré. No se preocupe. – Pues muchas gracias -resistirme más habría sido grosero. Nos despedimos en el descansillo. Altavella estrechó nuestras manos y declaró, con un énfasis que no solía exhibir: – Ha sido muy grato conversar con ustedes, pese a las circunstancias. Por favor, no duden en llamarme para lo que necesiten. – Tal vez le pidamos que nos deje examinar otro día las cosas de su mujer. Su cuarto, sus papeles. No hay prisa -me apresuré a aclararle-, porque ahora mismo tenemos material de sobra para analizar. – Bueno, si han de hacerlo, no me opondré. No se ha tocado nada. ¿Me dejarían que ahora les hiciera yo una pregunta personal? Nos había puesto difícil negárselo. – ¿En qué año nacieron ustedes? – Yo, en 1963 -dije-. Mi compañera no sé si querrá revelar su edad. – Por qué no. Yo soy del 74 -rezongó Chamorro. – Claro -asintió, pensativo-. Es que son ustedes muy jóvenes. Lo que yo guardo aún en la cabeza es un país muy antiguo, un país mugriento que ustedes han tenido la suerte de no conocer, apenas. No saben el favor que me han hecho. Ya no tendré que pensar en un tío con bigote, pocas luces y mala leche, cuando alguien me hable de la Guardia Civil. Lo dicho, un placer conocerles, y aquí tienen su casa. A eso no supe si debía responder. Preferí retirarme en silencio. Ya en la calle, mi compañera soltó lo que había estado reteniendo. – Mira que te gusta dar la nota, ¿eh? – ¿Por qué lo dices? – Claro que también el rival se las traía -observó, inclemente-. Cuando habéis empezado a competir por ver quién resultaba más redicho, he tenido la sensación de estar en un jardín de infancia. ¿Cómo es posible que a los hombres os idiotice tanto la vanidad? – Bah, y yo me pregunto cómo es posible que las mujeres nos toméis tan en serio. No era más que un juego. Por su parte y por la mía. Y si a los dos nos divierte, y no le hacemos mal a nadie… – Bueno, teníais público. Que no podía marcharse, además. Y al que os encantaba dejar sin oportunidad de terciar en vuestro torneo. – Vamos, Chamorro, no me seas susceptible. Además, si alguien ha quedado en ridículo, he sido yo. Tuve la clave delante de las narices y he necesitado que me la destapara él para darme cuenta. – Sabes que lo has compensado de sobra luego, con el alarde musical. Por eso sonríes así, que ya nos vamos conociendo. – No. Sonrío porque al final, cuando ya casi creía que esta gestión iba a resultar baldía, hemos dado un paso importante, más importante de lo que parece. Y por cierto, ese paso acredita el valor de tu intuición, así que no deberías sentirte disminuida -la provoqué. – Gracias, hombre. No me siento nada disminuida. – El hecho es que Neus andaba metida en alguna clase de apuro: lo estaba pasando mal, como tú imaginabas. Eso quiere decir que aumentan las posibilidades de que su muerte no fuera totalmente aleatoria. Y con ellas, las posibilidades de que la resolvamos. Para empezar ya sabemos qué demonios significan las misteriosas iniciales R.K., aunque sea a su vez un signo de algo que tendremos que encontrar. Y acuérdate de la frase que leímos en su bloc junto a esas dos letras. – – Lo que coincide con el sentido de la última anotación del diario. – Sí, pero sólo tenemos símbolos crípticos. ¿Quién es el Rey Rojo? – Que los símbolos cuadren y resulten coherentes ya es un paso. Ayer no entendíamos nada. Lo demás ya vendrá, a su tiempo. Habíamos llegado al coche. Le ordené a Chamorro: – Tira para el centro. – ¿Para el centro? ¿Adónde vamos? – De momento, a una librería. A ver si tienen un ejemplar de Por el camino llamé a Rubio. No había estado de brazos cruzados. Tenía los resultados del laboratorio de ADN: el perfil genético del semen hallado en el cuerpo de la difunta no se correspondía con el de nadie que tuviéramos en nuestro banco de datos. Había conseguido además el retrato-robot del acompañante de Neus: en su opinión, una birria a la que difícilmente se parecería alguien. También había localizado a Josep Albert Salvany: aquella mañana tenía rodaje en unos estudios situados en un polígono de la periferia. Me apunté la dirección. Por otra parte, Juárez ya había contactado con los proveedores de Internet y a primera hora de la tarde, nos aseguraba, dispondríamos de las claves para acceder a las cuentas de correo web de Neus. Donde no había habido tanta suerte era con los teléfonos móviles prepago. Dos de ellos correspondían a la compañía donde trabajaba la amiga de Chamorro y también podríamos tenerlos intervenidos y estar en condiciones de rastrear su ubicación a mediodía, pero el tercero era de otra compañía donde no habían ofrecido tantas facilidades. Exigían ver el original de la orden judicial, no les valía el fax, y le habían dicho a Rubio que debían someterlo a su departamento de asesoría jurídica antes de darnos acceso a la línea, ya que ése era su procedimiento interno para evitar incurrir en responsabilidades frente a sus clientes. No me sorprendía mucho; no era la primera vez que me encontraba con ese celo para preservar la intimidad de la clientela en alguna compañía de servicios. Un celo que entendía, desde luego, y que habría entendido mucho mejor si no me constara, por propia experiencia, cómo muchas de ellas aprovechaban después los datos personales de los usuarios para desarrollar otros negocios, cuando no para traficar con ellos. Pero no me engañaba: entre otras razones, los móviles prepago son una mina de oro para las empresas de telefonía porque permiten el anonimato y resultan más escurridizos; ser demasiado ágiles a la hora de facilitar su intervención equivaldría a sabotear su propio negocio. Le pedí a Rubio el número de teléfono y el nombre del representante de la compañía, para tratar de ejercitar con él mis dotes de persuasión. Me dio tiempo a hablar con él mientras íbamos hacia la librería. El señor López-Tuñón, que así se llamaba o hacía llamar el sujeto, resultó ser un contrincante coriáceo, de la peor especie: alguien que había recibido de sus superiores unas directrices y cifraba sus expectativas de futuro en atenerse a ellas a todo trance. Me fallaron consecutivamente los trucos de ser amable, darle pena y hasta sugerirle que su rigidez burocrática podía favorecer a un peligroso criminal. A esto último se permitió incluso responder echando mano del sarcasmo: – Pues entenderá, sargento, si tan grave es el caso, que esperemos que se tomen la molestia de facilitarnos el original del mandamiento. – El juzgado está en Zaragoza, nosotros en Barcelona, y ustedes en Madrid. ¿Comprende las dificultades que eso nos plantea? -dije. – Yo lo comprendo todo. Sólo le pido que me comprenda a mí. – Muy bien. Creo que le he comprendido. Daré a su señoría cuenta de esta conversación. Mencionando su nombre, por supuesto. – ¿Qué pretende con eso? ¿Asustarme? – No. Sólo apuro mis posibilidades. Si le asustan o no las consecuencias de obstaculizar una orden judicial, usted sabrá. -Y colgué. Odio atacar por las malas algo que no debería costar mucho despejar por las buenas, pero cuando a uno le obligan, no queda otra. En cualquier caso, mi advertencia era hasta cierto punto un farol. No sabía en qué medida podía recurrir al auxilio de la autoridad judicial. La nueva juez bien podía ser una de esas que prometen mucho pero que luego, a la hora de la verdad, le dejan a uno solo delante del toro. Le pedí a Chamorro que parase en doble fila ante la puerta de Laie, que recordaba de mi época barcelonesa como una de las librerías mejor surtidas. No me defraudó. Tenían Con todo, la transacción apenas me llevó cinco minutos. Cuando estuve de vuelta en el coche, le dije a Chamorro: – Listo. Y ahora, hacia la ronda. Vamos a ver a Salvany. El tráfico había bajado considerablemente y el trayecto hasta los estudios de grabación resultó rápido. Mi compañera seguía de morros. Si hubiera sido propenso a pensar mal, habría creído que la fastidiaba que yo no hubiera salido del encuentro con Altavella tan descalabrado como había previsto. En cierto momento llegó a decirme: – Supongo que el idilio que habéis iniciado esta mañana el escritor y tú no te impedirá preocuparte de comprobar su coartada. No le respondí en seguida. A veces hay que hacer sentir el mando. – La duda ofende, Chamorro. Claro que la comprobaremos. Pero no creo que sea ahora la prioridad. No veo que haya móvil para un crimen pasional, visto el arreglo conyugal que tenía con Neus, ni para un crimen económico, si sólo iba a sacar un tercio de una herencia que me parece que no necesita. Mi prioridad sigue siendo el moreno. – Vale -acató, lacónica-. Era sólo por saber. Nos llevó un tiempo orientarnos en el polígono industrial donde se hallaban los estudios de grabación. Lo malo de esos lugares es que la gente que te tropiezas sólo sabe dónde está su empresa, y que esperar que dar el nombre de la calle sirva de algo es como esperar que un jugador de golf asuma que no hay agua para regarle el vicio. Después de un rato dimos con la nave. Ante ella había un nutrido grupo de fans, entre las que atravesamos no sin ciertos esfuerzos. – ¿Esta gente no debería estar en el instituto? -dije, viendo las edades. – Debería -confirmó Chamorro-. Pero ahora cualquiera les obliga a algo, si no les apetece. Eso me cuenta mi primo, el que está de profesor. Hay alumnos a los que ni ve el pelo. Y menos aún a los padres. En la recepción había una muchacha bastante moderna, punteada de – – Joder, qué manía -renegó Chamorro-. ¿Qué ha dicho? – Perdone, mi compañera no entiende el catalán -la excusé, al tiempo que la invitaba con un ademán a que se calmara. – Ah, lo siento -se apresuró a corregir la recepcionista-. Les decía que hoy tenemos grabación todo el día y no se le puede ver. – Sólo le robaremos unos minutos -dije-. Seguro que hay descansos. – Mis instrucciones son que nadie puede pasar. Lo siento. No quería hacerlo, si podía evitarlo, pero acabé sacando la placa. – ¿Sería usted tan amable de confirmar esas instrucciones con su jefe? Cinco minutos después estábamos hablando con un tipo disfrazado de activista antiglobalización (al menos, a ese movimiento remitían las consignas de su camiseta) que dijo ser el jefe de producción de los estudios. Trató de repelernos con las generalidades de rigor, pero esta vez ya me cogió con la reserva de diplomacia algo mermada. – Mire, esto es muy fácil. Funciona así: cuando nosotros necesitamos hablar con alguien para esclarecer un delito, como es el caso, lo intentamos por las buenas, es decir, lo pedimos por favor, como estamos haciendo ahora. Si la persona se niega, y está en su derecho, lo citamos judicialmente, o incluso, si vemos algo a lo que agarrarnos, tratamos de conseguir una orden de detención. ¿No le parece a usted que debería cerciorarse de que el señor Salvany no quiere atendernos? El activista dudó. Debió de pensar en las escasas opciones que tenía de seguir allí si por su culpa la estrella tenía algún disgusto. Diez minutos después estábamos en una salita de invitados esperando a Josep Albert Salvany. Una joven muy atractiva, relaciones públicas de la productora, nos ofreció café, zumos y sándwiches. Era un detalle que rectificaran así, pero declinamos la invitación. El actor tardó un cuarto de hora en venir. Apareció maquillado y caracterizado para la serie, con pantalones de rapero y una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto sus fornidos brazos. Era moreno y guapo, en eso había que darle la razón a Meritxell, y traía puesta la sonrisa que debía de usar con los admiradores. Mientras nos daba la mano nos miró muy dentro de los ojos. A Chamorro, más. – – No queremos molestarle más de la cuenta -le tranquilicé-, sabemos que está usted trabajando. Muchas gracias por recibirnos. – Por favor, un honor colaborar con las fuerzas del orden -exclamó, ensanchando aún más la sonrisa-. Aunque no sé qué puedo yo… – Neus Barutell -dije, para orientarle. La mención de aquel nombre obró el efecto de demudarle a Salvany el semblante en el acto. Desde luego, si por algún motivo le interesaba ocultar sus verdaderas emociones, no podía afirmarse que mostrara una gran competencia interpretativa. Pero en la televisión, colegí, no debían de exigirle mucho más que explotar su fotogenia. – Sí, ya sé -murmuró-. He visto la noticia. Un asunto chungo, ¿no? – ¿La conocía usted? -preguntó Chamorro. Ahora Salvany no la buscaba con sus ojos penetrantes; al contrario, le rehuía la mirada. Casi podía oírsele calcular hasta qué punto tenía sentido ocultar algo que, si estábamos allí, ya debíamos de saber. – Sí, la conocía. – ¿Mucho? -le apretó Chamorro, con una pizca de maldad. – Digamos que algo -repuso el actor. – ¿Tanto como para haber compartido su dormitorio? -inquirí. Salvany no esperaba un ataque tan directo. – Yo no voy presumiendo de esas cosas por ahí -se revolvió, digno. – Vamos, no se lo contaremos a nadie -dijo Chamorro. – Bueno, es posible. Aunque de eso hace ya tiempo. – ¿Cuánto? -intervine-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Neus? – Hará tres meses. Pero lo habíamos dejado antes. Y tampoco fue algo demasiado serio ni demasiado profundo, no se vayan a creer. – ¿Ah, no? – Pues no. Alguien nos presentó, congeniamos y supongo que a los dos nos dio el punto de probar. Y probamos. Sin más historias. – No es eso lo que nos han contado. – ¿Ah, no? ¿Y qué les han contado? – Que ella estuvo muy enamorada de usted. A la legua se veía que Salvany no era un caballero. Lo delató la petulancia con que acogió mis palabras, y lo ratificó al decir: – No sé, no se puede saber nunca qué siente otra persona. Pero les aseguro que para mí no tuvo la menor importancia. Mi compañera me hizo una seña. Le dejé pista libre. – ¿Quiere decir que para usted fue sólo algo físico, o sea, un rollete pasajero? -preguntó, afectando ingenuidad. – Bueno, fue, en fin, cómo quiere que se lo cuente, una de tantas historias entre dos adultos que hacen uso de su libertad. La palabra adulto en labios de Salvany sonaba un tanto pintoresca, pero mi compañera le siguió el juego y se hizo aún más la tonta: – Pero la señora Barutell estaba casada. – ¿Y hay alguna ley que prohíba a las casadas divertirse? – No, sólo recordaba el dato. No es lo mismo jugar con quien anda desparejada que con quien tiene un marido. Dependiendo del marido, puede llegar a convertirse incluso en una experiencia peligrosa. – Pongamos que no era el caso. – Ajá. ¿Tendría inconveniente en decirnos en qué circunstancias conoció usted a Neus Barutell? – En una fiesta, en casa de Oriol. – Oriol qué -pregunté. Si hay un esnobismo que me revienta es el de los que se dan pisto omitiendo el apellido de sus conocidos célebres. – Oriol Solsona, quién va a ser. Mi productor. – Ah, perdone, es que no veo tele. Salvany me miró como si mi confesión me certificara como una especie de anormal irremediable. Chamorro siguió escarbándole: – ¿Se vieron muchas veces? ¿Lo llevó a su casa de Zaragoza? – Qué sé yo, una docena de veces. Pero siempre aquí, en Barcelona. Mi compañera calló unos instantes. Súbitamente, le espetó: – ¿Dónde estaba usted la noche del lunes al martes? – Pues… -Salvany parecía de repente nervioso-. A ver, déjeme hacer memoria. Salí por ahí, con amigos. Tengo… Al menos tengo diez o doce personas que pueden confirmarlo. ¿No creerán que…? – No, todavía no creemos nada -aclaró Chamorro, mientras sacaba su libreta-. ¿Podría darme el nombre de esas diez o doce personas y decirme cómo podríamos contactar con ellas en caso de necesidad? Salvany me miró, como buscando ayuda. No se la ofrecí. En realidad, mi mente estaba muy lejos de aquella habitación. Ni por asomo creía que semejante zopenco pudiera tener que ver con el crimen. Mientras Chamorro cumplía un trámite inútil y rutinario, yo sólo pensaba en el Rey Rojo. En lo que había podido mover a Neus a abdicar de sí misma hasta el extremo de mezclarse con aquel muñeco, colgarse de él y, unos meses después, acabar cosida a puñaladas sobre la cama que según todos los indicios acababa de compartir con otro nadie. |
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