"La reina sin espejo" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)

CAPITULO 15 EL CABALLERO BLANCO

Chamorro estaba frente al ordenador, con un gesto de concentración absoluta. Leía la pantalla y tecleaba a gran velocidad. Me acerqué con ese miramiento que nos retrae a quienes hemos recibido una educación anticuada (las nuevas generaciones se ven exentas de tales rigideces) cuando sabemos que abordamos a alguien que está atareado.

– Siéntate conmigo -me pidió-. Aunque él crea otra cosa, lo que le escribo no tiene el menor contenido personal.

Me senté, todavía dubitativo. En la pantalla tenía abierto un cuadro de diálogo de chat. Al otro lado estaba en efecto pab_penya_79, que además de ese alias usaba otro sobrenombre cuando menos contundente: The Pleasure Machine. En cuanto a Chamorro, se identificaba con la dirección de correo loba_verde_84 y un lema que, por cierto, tampoco pasaba inadvertido: ¿Eres el que tiene la llave para abrir mi cajita de las delicias? Por si todo eso no hubiera sido bastante para orientarme, vi que el tipo utilizaba como presentación gráfica un desnudo, bronceado y esculpido torso viril, y mi compañera, por su parte, un vientre femenino con un piercing en el ombligo del que colgaba una perlita.

– Vaya -observé-, tiene toda la pinta de que la conversación no es apta para niños ni para detractores del relativismo moral.

– Relax, mi sargento -dijo, con una sonrisa-. Estoy jugando con él. De la forma que nunca falla para jugar con un hombre.

– Bueno, están los ascetas. Y los eunucos.

– Éste no es ni lo uno ni lo otro, de eso ya tenemos constancia. Ha mordido el anzuelo tal y como yo preveía. Le he dicho que tengo diecinueve añitos y que soy una perrita insaciable, entre otros detalles que mejor te ahorro. Ahora llevamos un rato chismorreando sobre mi presunta amiga, la que le he dicho que me ha pasado su dirección. Dentro de veinte minutos no se preocupará por eso. Me parece que tiene algunas dudas sobre si soy realmente una chica, es lo normal, en el chat miente todo el mundo. Pero justo para eso tengo el micrófono. En el momento oportuno, lo utilizaré y entonces ya lo habré liado.

– Dios santo, Chamorro. No conocía tu faceta de Cibermatahari.

– Bah, está chupado. De todos modos, seamos prudentes. Todos los hombres os volvéis unos cretinos ante el reclamo de un Colacao calentito y dispuesto para que mojéis vuestro bizcocho. Eso no quiere decir que en frío el tipo sea igual de memo. No le he preguntado nada y en todo momento me estoy ciñendo al papel de niñata salida, sin tratar de ser tampoco muy original. Lo que voy a dejarle caer en cuanto pueda es que estoy dispuesta a ir más allá del coqueteo cibernético.

– ¿Y eso?

– Quiero que sienta deseos de seguir encontrándose conmigo. Que lo hagamos otra vez mañana. Y a ser posible, también el lunes. Cuando le tengamos ya intervenida la cuenta y podamos rastrearle la dirección IP. Con un poquito de cebo y otro poquito de regateo, es nuestro.

Mientras hablaba conmigo, mi compañera no dejaba de teclear obscenidades que nunca habría creído ni remotamente compatibles con su carácter. Prodigaba los mmmms, ummms y ahhhhs con una soltura pasmosa para mí y estimulante para su interlocutor, a juzgar por cómo le respondía éste. La verdad es que el que había sido el Caballero Blanco de Neus me decepcionó un poco. Su conversación no iba más lejos de lo que se habría podido esperar de un marinero recién desembarcado después de una larga travesía llena de onanismo sustitutorio. Lo recordaba menos perentorio y esquemático, pese a la fogosidad propia e inseparable del caso, en su correspondencia con Neus. Así se lo comenté a Chamorro, que seguía enfrascada en la conversación.

– Vete a saber, lo mismo está pedo -especuló, mientras escribía sin inmutarse, a petición del individuo, todo lo que haría con las diversas partes de su aparato genital si las tuviera a mano.

– Qué barbaridad, Vir -no pude privarme de opinar-. Esto no lo aprenderías en el colegio de monjas, ¿eh?

– No, la gente que había allí tenía ideas aún peores. Esto lo aprendí en la época de mis primeros escarceos con el chat. Y la verdad es que no me acordaba de lo divertido que puede llegar a ser.

– No, si no digo que sea aburrido.

– Me refiero a que me hace mucha grada pensar que al otro lado hay un tipo creyéndose que voy en serio con todas estas chorradas. Recuerdo a una viejecita a la que vi en un programa de la tele. Era un reportaje sobre cómo se entretenían con los ordenadores en un asilo, como terapia ocupacional o algo así. La viejecita estaba encantada de que les hubieran llevado aquello. Tenía ochenta años, el pelo todo blanquito y muy bien puesto, y contaba con una picardía increíble cómo estaba hablando con un joven de no sé dónde haciéndose pasar por una muchacha ligera de cascos. Usó esas palabras, ligera de cascos, y yo me dije que con semejante vocabulario ya tenía que ser lelo el otro para dejarse engañar. Pero sí, aquí lo ves, que la gente se vuelve tan boba como haga falta para creer que las cosas son como quiere que sean.

– Eso que acabas de discurrir es muy profundo, Virgi. Me recuerda algo que le leí a un psicólogo evolutivo. De los buenos, aclaro.

– Pues ya ves, simple experiencia y sentido común. Bien, creo que va siendo hora de pegarle el tiro de gracia. Antes voy a emplazarle para volver a hablar mañana. O mejor, que me lo suplique él.

– Lo que me llama la atención -dije-, es que muy pronto se le ha pasado el duelo o el remordimiento por lo de Neus. Salvo que se trate de uno de esos casos en los que el individuo trata de luchar contra la depresión activando compulsivamente las palancas más rudimentarias del circuito del placer, verbigracia, la que ahora os ocupa.

– ¿Cómo dices? Aquí liada con esto no te he entendido.

– Nada, una estupidez. Un residuo inoportuno de todo lo que estudié y todavía no he acertado a olvidar. Tú sigue a lo tuyo.

Chamorro alegó ante su interlocutor que sus padres estaban a punto de llegar y que tenía que interrumpir la conversación. El Caballero Blanco se mostró desolado, insistió para que no se fuera, y al final fue él quien propuso hablar al día siguiente. Mi compañera me guiñó un ojo y aún se hizo de rogar un poco más. Finalmente, le dio hora para por la tarde, que el otro aceptó sobre la marcha. Antes de despedirse, le dijo que tenía una sorpresa para él. Conectó el micrófono y me indicó con el dedo que no hiciera ningún ruido. Luego le susurró:

– Mañana va a ser aún mejor, tesoro.

Me quedé estupefacto al oírla. Costaba creer que había salido de ella aquella voz: aterciopelada, sensual y cargada de una ingenuidad que resultaba lo más provocativo de todo. Acto seguido cortó la comunicación. El cuadro de diálogo desapareció de la pantalla.

– ¿Qué? -se volvió hacia mí-. ¿Me lo he ligado o no?

– Diría que hay al menos una posibilidad entre dos. Oye, muy favorecido tu ombligo en esa fotografía, no sabía que le colgaras abalorios.

– No es mío, es de Anastacia. Fue el que más me convenció, cuando estuve buscando por la red. Pero seguro que él no lo ha reconocido.

– Sí, todo esto está muy bien -admití-. Pero la prueba de fuego será mañana a las seis. Entonces veremos si realmente le has interesado o si ha hecho contigo lo que tú con él, jugar a hacerse el idiota.

– Es verdad. Sin embargo, es un riesgo que hay que correr, para poder tenerlo el lunes a tiro. Hay que dejar que la presa vuele libre, si uno quiere llegar a saborear de veras el placer de la caza.

– Me da que tú te lo estás pasando demasiado bien con este trabajo.

– No te lo niego. ¿Debería sufrir?

– Es una pregunta con aristas, la que acabas de hacer. Durante algún tiempo creí que el sufrimiento ennoblecía a la gente y la hacía mejor. Ahora no estoy tan seguro. Creo que eso es así en determinadas circunstancias del experimento, relativas a la dosis y a la actitud de la cobaya. En dosis altas, y con cobayas que no han llegado a desarrollar una cierta filosofía del dolor, el sufrimiento puede convertirse en algo muy degradante. Así que no me parece mal que disfrutes.

– ¿Eso me clasifica como una cobaya tipo B?

– Qué malpensada eres, Virgi. Anda, vamos a dormir.

El domingo tuvo poca historia, hasta que llegaron las seis, la hora a la que habíamos quedado (o mejor dicho, había quedado loba_verde) con The Pleasure Machine. En general, a partir de este momento mis recuerdos se concentran y sintetizan, como suele ocurrir cuando una investigación empieza a dar frutos y a precipitar acontecimientos. A lo largo de la jornada hablé con el capitán Cantero y con el guardia Ponce, a quienes les anticipé que el lunes probablemente tendríamos festival. También llamé a Rubio, para que él y Tena se fueran preparando y a ser posible regresaran para la hora de la cena. Aguardé, empero, antes de decirles nada a mi comandante y a la juez. Por un lado, tenía más prevención a perturbar su ocio dominical. Por otro, quería cerciorarme de que Chamorro había enganchado de veras al pichón.

A las seis de la tarde estábamos ambos ante el ordenador, con el programa de mensajería instantánea abierto. Según me explicó mi compañera, tenía una opción que le permitía a uno estar conectado, y ver si el otro lo estaba, sin que el otro te viera a ti. Resultaba ventajista y desleal, sin duda, pero nos convenía, de modo que obviamos los escrúpulos y así fue como le aguardamos. A las seis y tres minutos, sonó un cling y el nombre de pab_penya_79 se iluminó como contacto en línea. Virginia me observó con semblante triunfal. Toda sobrada, dijo:

– Vamos a darle un poco de emoción. Para que no sospeche que le estábamos esperando agazapados, y para probarle la sed que trae.

Transcurrieron tres eternos minutos, en los que demostró su sangre fría y yo noté que la mía dejaba algo que desear. Si de pronto el tipo se desconectaba, la cara de tontos que se nos iba a quedar haría historia. Por fin, a las seis y seis según el reloj del ordenador, Chamorro hizo un par de maniobras con el ratón y se descubrió como conectada. Su ansioso Caballero Blanco no tardó ni dos segundos en saludar.

Lo que siguió fue una conversación aún más volcánica que la de la víspera. Me causaba algún apuro estar allí leyéndola, lo que probaba mi condición de hombre de otro siglo, aunque también había otras razones, más recónditas y personales, que justificaban que me sintiera violento viendo a Chamorro abordar a calzón quitado aquellos asuntos. Lo único que me facilitaba el trago eran las carcajadas que se le escapaban con frecuencia, más después de haber escrito ella algo que por leer lo que el otro le respondía. Por lo que tocaba a su inventiva verbal, aquél era un Caballero Blanco en horas muy bajas, lo que me reafirmaba en la suposición de que tal vez se hallara deprimido y sólo se arrojara al flirteo cibernético como un pasatiempo con el que apartarse de los pensamientos tenebrosos que pudieran acompañarle.

Allí estábamos, leyendo sus ramplonerías, cuando se presentaron el sargento Rubio y la guardia Tena. Habían salido tan pronto de Zaragoza que llegaron con un par de horas de adelanto. Cuando traté de llevármelos a ambos aparte para ponerlos al día, dijo Chamorro:

– Susana, ven aquí. Mira qué gracioso.

Por un momento dudé si no debía oponerme a que organizara un carnaval a costa de aquello (a fin de cuentas, y por sui generis que fuera, una actuación policial). Mi compañera se percató en seguida.

– Vamos, mi sargento -pidió-. No pasa nada por distraerse un poco, ya que tenemos que trabajar en domingo. Y además, se me ha ocurrido una pequeña mejora para el señuelo. Si le digo que acaba de llegar una amiga que también quiere hablar con él, se le cae la baba.

Tena se había quedado a medio camino. La miré y comprendí que lo que no tenía sentido era hacer una montaña de la cuestión.

– Está bien -concedí-, mofaos a gusto del machote, sin espantármelo. Yo me llevo a Rubio a tomar algo y ya nos ocupamos de la parte aburrida. Pero no seáis demasiado crueles con el chaval, que allá arriba el buen Dios y acá abajo vuestra conciencia os están mirando.

– Descuida. Lo haremos todo con mucho amor -se rió Chamorro.

Salí con Rubio, que aún trataba de descifrar nuestro coloquio, y nos fuimos a tomar unas cervezas mientras le explicaba dónde andábamos y qué planeábamos para el día siguiente. Mi colega se mostró sorprendido por lo que nos había dado de sí el fin de semana.

– Cuando lo pienso, me parece que vivimos en un mundo raro de cojones -observó-. Olvídate de las técnicas y de las herramientas tradicionales. Cuando todo lo demás lo teníamos atorado, resulta que va Chamorro, se lanza al océano de Internet y da con el tipo. Y ahí está, hablando con él, y no sabemos desde dónde coño le escribe, pero no cabe duda de que ha establecido la conexión. Y ahora, para localizarle, la clave es que podamos rastrearle una huella electrónica.

– Pues ya ves, es lo que hay. A adaptarse.

– Yo tengo un chaval de seis años -dijo-. Dentro de otros seis, o de siete, ya estará ahí. Viviendo en un mundo que yo no sé si entiendo, que no sé si en general hemos acertado a entender aún, aunque ya todos vivamos en él, y cada día más metidos y más enredados.

– Mi chaval tiene doce. Así que sospecho que ya sabe más que yo. Pero la vida, en el fondo, siempre ha sido así. Tenemos hijos y los educamos para un mundo del que ignoramos casi todo. Vivir en esa perplejidad es la aventura que a nosotros nos hace levantarnos cada mañana. Ellos también tienen derecho a estar perdidos, ¿no crees?

– Pero da miedo, tío. Da miedo de que nos volvamos todos locos.

– Todos estamos locos ya. Eso no es demasiado grave. Lo grave es tener un cáncer de páncreas o una septicemia.

– Lo tendré en cuenta. Viniendo de un psicólogo…

– No confíes en ese título. El único importante me lo dan los años que llevo levantando muertos y enchiquerando a los que matan. Y que no es que me hayan enseñado a ser sabio, pero sí a no prejuzgar.

– ¿Tampoco prejuzgas a ese cabrón?

– Tampoco, compañero. Esperaré a verlo temblando delante de mí. O comoquiera que reaccione. Ésa es la hora de la verdad, y ése es nuestro privilegio, que compensa algo toda la mierda que nos comemos. Nosotros vemos a la gente en la hora de la verdad, sin los arreglos varios con que despistan a los demás sobre su auténtica condición.

– ¿Y crees que eso es un privilegio?

– Pues claro. La verdad os hará libres. ¿No?

– Ya ves tú lo libres que somos tú y yo. Aquí clavados, el domingo por la tarde, mientras todo Cristo anda viendo el partido.

– Mi cuerpo puede estar más prisionero, pero mi alma la siento un poco más libre que la de esos a los que mencionas.

– Claro, porque a ti el fútbol no te gusta.

– Sí, eso también contribuye -reconocí.

Cuando regresamos, Chamorro y Tena seguían metidas en harina. En el momento en que hicimos acto de presencia, se oía decir a la más joven y bisoña de las dos, con voz entre traviesa y mimosa:

– Negro, con encajitos.

Chamorro alzó las cejas y colocó el índice formando una cruz con sus labios fruncidos. El ordenador hizo un ruido y Tena añadió:

– Bueno, dejan intuir lo más interesante.

Era un espectáculo digno de verse. Chamorro tenía que hacer grandes esfuerzos por no soltar una risotada. Sonó otra vez la musiquita del ordenador y Tena miró a Chamorro con gesto interrogativo. Mi compañera colocó sus dos manos abiertas delante de su pecho e hizo el ademán de acercarlas y después separarlas más de una cuarta, varias veces. Tena entendió el mensaje, como no podía ser menos.

– Una 95 -dijo.

En fin, aquello era una juerga en toda regla, pero no era de lo que se trataba. Me fastidiaba mucho tener que representar el papel de aguafiestas, y mucho más el de sargento-profesor regañando a las alumnas díscolas, pero me acerqué y le pedí a Chamorro el folio en el que estaba haciendo anotaciones. Cogí un bolígrafo y le escribí:


CORTA MICRO Y QUEDA MAÑANA, TARDE.


Puso morritos, como si le estuviera quitando un juguete. Le indiqué con la palma oblicua respecto de mi frente que era una orden. Lo captó y me devolvió el gesto. Escribió a toda prisa que alguien acababa de abrir la puerta y que tenía que cortar el micrófono, e hizo un clic.

En cuanto estuvo segura de que el otro ya no la oía, a Chamorro le entró la risa floja. Tena la secundó, aunque ruborizándose.

– De verdad, es que es un pardillo total -juzgó mi compañera, mientras seguía tecleando para concertar la cita del día siguiente.

– Ya. Te recuerdo que existe alguna posibilidad de que ese pardillo haya convertido un cuerpo humano vivo en un steak tartar con nata.

– De acuerdo, pero lo uno no quita lo otro. A ver, jefe, instrucciones para mañana. ¿Alguna preferencia en cuanto a la hora?

– Que sea lo más tarde posible. Así tenemos tiempo para prepararlo y también le pillamos menos despierto y más desprevenido.

– ¿Te hace las nueve y media?

– Por qué no.

– Muy bien.

Chamorro seguía aporreando el teclado, con rostro absorto.

– Me dice que si puedo comprarme una webcam de aquí a mañana.

– Joder, este tío es un vicioso -anotó Tena.

– Le estoy escribiendo que no tengo pelas. Soy estudiante.

– Pero qué bruja eres.

– Qué tío. Me informa que las tengo por 15 euros.

– ¿Tan baratas?

– ¿Qué me dices, papá, me das quince euros para comprarme una webcam y hacerle un numerito mañana al salido éste?

Hube de advertir que la pregunta se dirigía a mí. Se la devolví:

– Tú verás. Si te apetece y estás dispuesta a arrostrar las consecuencias… Como padre no creo en la pedagogía de la prohibición, sino en educar a los hijos en libertad y responsabilizarlos de sus actos.

– Uf, hacerle posturitas ya me da pereza. Le diré que me lo pienso. A los efectos de picarle vale igual y así mañana no siente que he incumplido el trato si no me la he conseguido. ¿Te parece, mi sargento?

– Te lo he dicho -reiteré-. A este respecto tienes autonomía operativa. Sigue tu iniciativa personal, aquí no puedo darte órdenes.

– Okey, lo dejo en veremos. -Y escribió como una ametralladora-. Mira qué mono. Me da las gracias. Por mi generosidad. Qué guay.

– Por lo menos es educado -dijo Tena.

– Pues ya está todo, voy a decirle que cortocierro, que papi ya ha pasado por mi habitación, nos ha preguntado qué hacemos con el ordenador y me ha dado tiempo de milagrito a cambiarme a la página web de Shakira. No me negaréis que tengo una imaginación desbordante.

– Estoy más que impactado, por tu imaginación -confesé.

Le arreó un dedazo fuerte a la tecla Enter y proclamó:

– Ya está. La trampa lista, el pichoncito caliente.

– Te felicito. Pero mañana el juego será un poco más tenso. Y tienes que arreglártelas para que se quede ahí pegado un buen rato.

– No lo dudes. Me las arreglaré.

Creí llegado el momento de poner al tanto a mis superiores. Llamé primero a Pereira, porque con él tenía que seguir viviendo después de aquel caso y sabía que no me disculparía que diera un paso de tamaño calibre sin debatirlo previamente con él. Él sí estaba viendo el partido, por lo que se oía de fondo, y me pareció que, pese a lo trascendental que pudiera ser lo que le estaba contando, me atendía con la atención dividida. Al día siguiente me enteraría de que el Madrid había empezado encajando un gol y terminado empatando por los pelos, todo ello en el Santiago Bernabéu, y me hice cargo de su dispersión. Por lo menos, dio en aprobar mi plan y me autorizó a llamar a la juez.

A mi respetada señoría doña Carolina Perea la cogí en su casa, escuchando música de blues y acaso leyendo un libro o estudiando un expediente de su recién asumido juzgado. Lo primero puedo afirmarlo porque también lo oí, lo otro es mi conjetura basada en que al principio, igual que Pereira, me pareció algo ausente. Pero en cuanto le hube dibujado a grandes rasgos el panorama, se implicó a fondo.

– Visto, sargento. Dígame, acciones.

Aquella fe en mí, aquella energía, y por añadidura, la voz clara y cristalina con que me decía todo, me desarmaban. Que yo recordara, era la primera vez que me sentía seducido por una mujer que ejercía la función jurisdiccional. ¿Se trataba de una perversión? ¿Podía achacarla a la edad, al aburrimiento, a la nunca extinta sed de aventura?

Todas estas cuestiones me parecían fascinantes, pero por desgracia hube de descender a territorios mucho más prosaicos.

– Necesitaríamos tener intervenida esta cuenta de correo electrónico lo antes posible -le dije.

– Mañana yo estaré en el juzgado a las siete de la mañana. Mándeme en un mensaje a la dirección del juzgado los datos de la cuenta y a las ocho, como tarde, tienen el fax ordenándolo. ¿Le vale?

Juárez, el informático, cuyos contactos y ciencia necesitábamos para que la orden fuera eficaz, no estaría antes de esa hora en su puesto.

– De sobra.

– Pues cuente con ello -me garantizó-. ¿Entiendo que lo del teléfono que nos faltaba por intervenir le sigue interesando, o ya no? Se lo digo para gastarme apretándole las tuercas al lechuguino de la compañía telefónica o dedicarme a otras cosas. Ando un poco desbordada.

– Si puede, nos sigue interesando.

– Lo persigo, entonces. ¿Algo más?

– De momento esto basta. Si hay que entrar en domicilio o algo…

– Me lo pide. Para usted, estaré a tiro de móvil permanentemente. Además, mañana no tengo vistas. Llámeme siempre desde ese número de teléfono, será el único que coja en cualquier situación.

Me encantaba. Hasta tal punto que me dije que debía vigilarme.

– Gracias. A sus órdenes, señoría.

– Gracias a usted, sargento. Buenas noches.

La mañana siguiente fue trepidante. A las ocho menos cinco teníamos en nuestro poder el fax que nos autorizaba a fisgar todas las miserias de pab_penya_ 79, y a las ocho y cuarto ya se lo habíamos retransmitido a Juárez, con el requerimiento de que forzara la máquina con su contacto en el proveedor de Internet y fuera montando el dispositivo técnico necesario para localizar en tiempo real desde dónde se conectaba nuestro objetivo. Le pedí que iniciara la vigilancia cuanto antes, tan pronto como tuviera acceso, por si nuestro hombre usaba la cuenta antes de su cita con Chamorro. Entre tanto, también nos desbloquearon el acceso al teléfono móvil que nos faltaba, aunque nuestro gozo al respecto se vio enfriado cuando al cabo de dos horas no dio ninguna señal de vida. En vista del fiasco, autoricé a Gil y a Ponce para que fueran a ver a Gervasi Sánchez, el pelirrojo usuario de la única línea telefónica cuyas comunicaciones habíamos conseguido interceptar, y trataran de averiguar qué le relacionaba con Neus y de qué habían hablado el día de su muerte hacia las doce de la mañana.

Gil y Ponce cumplieron el encargo con presteza: tras entrevistarse con él, me llamaron para contarme que Gervasi juraba no haber hablado con Neus más que esa vez en su vida y que parecía sincero. La razón, que al propio Gervasi le había sorprendido: Neus le había llamado por recomendación de alguien que la había informado de que en cierta ocasión el joven periodista había hecho para la televisión local un reportaje sobre clubes de alterne. Le preguntó direcciones y le pidió contactos, que Gervasi le prometió, pero nunca llegó a darle, porque lo siguiente que supo de ella fue la noticia de su asesinato. Recibí todas aquellas novedades, que en otras circunstancias habrían ocupado por entero mi atención, como si formaran parte del ruido de fondo. Algún resorte seguía, no obstante, funcionando en mí para hacer que no perdiera la mínima diligencia policial exigible. Pedí a Gil y a Ponce que trataran de contrastar la historia con Meritxell. Apenas una hora después, cuando ya nos íbamos a comer, volvió a llamarme Gil:

– La señorita Pepis lo confirma. Que Neus hizo la llamada en su presencia. Y que la hizo con su móvil y personalmente para agilizar la gestión. Que Neus era así, dice, que no se le caían los anillos por hacer lo que hubiera que hacer. A mí me ha convencido, y conmovido.

– No seas malo, Gil -le reprendí-. Volved acá echando cohetes.

– Susórdenes, mi sargento.

Después de la comida organizamos una reunión de coordinación. Vinieron también Cantero y Vendrell. La idea era sencilla en su planteamiento, pero en función de las circunstancias podía resultar complicada de ejecutar. Había que fijar la posición del sospechoso, con la aproximación que nos permitiera el tipo de conexión a Internet que utilizara, y después controlar el área y buscarle con la información de que disponíamos sobre él. Si le ubicábamos en un domicilio particular, y considerábamos que debíamos entrar y sorprenderle, nos tocaría pasar antes por el trámite de la orden de entrada y registro, obtenida sobre la marcha. No podíamos arriesgarnos a cometer un error y allanar la morada de alguien sin tener cobertura judicial para ello.

– Puedo hacer como la otra vez. Poner una docena de hombres a tu disposición -me ofreció Cantero-. ¿Bastará?

– Si hay suerte, puede que incluso sobre.

El capitán no comprendió.

– ¿Si hay suerte?

– Si está en un establecimiento público. Cuéntale, Chamorro.

– Sé que no es definitivo, porque nada garantiza que me dijera la verdad -explicó mi compañera-. Pero ayer me contó que hablaba conmigo desde un cibercafé que hay en su barrio, que tiene buenos ordenadores y donde le dan auriculares para que el sonido no llegue a oídos indiscretos. Si no me mintió, y si esta noche por lo que sea no le da por quedarse en casa, tal vez podríamos agarrarle ahí.

– Ojalá -dijo Cantero-. Eso sería un chollo.

– Pues rezad, los que creáis -rogué.

Por la tarde tuvimos una novedad relevante. El teléfono móvil que habíamos intervenido por la mañana despertó de pronto. Apareció en la zona de Sant Cugat, y pudimos oír esta conversación:

– Cómo va. Soy Luis.

– Ya, ya te tengo fichado. El teléfono me lo chiva.

– ¿Te pillo bien?

– Sí, aquí estoy, leyendo el guión para la prueba.

– ¿Cuándo la tienes?

– Mañana, tú, qué nervios.

– O sea, que hoy no te meneas.

– Pues me da que no. ¿Me ibas a ofrecer algún plan?

– Psé. Se me había ocurrido que nos divirtiéramos juntos esta noche con una paridilla que me he montado.

– Qué paridilla.

– Si no vas a venir, para qué voy a contártelo, tía.

– Qué borde eres. Si no estuvieras tan bueno, te iban a dar.

– Ya lo sé.

– Y tú, ¿dónde andas?

– Aquí, salgo de una entrevista.

– ¿Sí? ¿Y?

– Pues mal rollo, creo que me cogen.

– ¿Y cómo dices eso, hombre?

– Porque es para la chorrada de siempre. Estoy harto de hacer de fondo.

– Ah, amigo, ya sabes lo que cuesta… Bueno, tú, que si no vas a contarme nada te cuelgo, que yo tengo que aprenderme bien esto.

– Vale.

– Déu, cochinote.

– Déu, cerdita.

Cuando se interrumpió la comunicación, los seis guardias que la habíamos estado escuchando guardamos un denso silencio. Lo rompió Chamorro para preguntar, erigiéndose en portavoz del resto:

– Decidme que el que tenemos intervenido es Luis.

– Es Luis, mi cabo -confirmó Gil.

– Dios, se me va a salir la adrenalina por las orejas.

– No nos precipitemos -advirtió el sargento Rubio.

– Hay un detalle esperanzador -dije, con toda la frialdad de que era capaz de armarme-. Habla en castellano. La lengua en que está escrita casi toda la correspondencia de Neus con su galán. Teniendo en cuenta que ella era catalanoparlante, podemos inferir que el Caballero Blanco no domina el catalán y prefiere expresarse en castellano.

– También puede ser que la castellanoparlante sea la chica, y que por eso él no le haya hablado en catalán, aunque sepa -dijo Ponce.

– Teóricamente sí -admití-. Pero él no tiene mucho acento catalán. Y a ella, en cambio, sí que le salía en las eles y en las vocales.

– A ver, tú, da replay -pidió Ponce a Gil.

Volvimos a escuchar la conversación. Todos estuvieron de acuerdo con mi apreciación sobre sus acentos. Ella parecía catalana, él no.

– Y la buena noticia -añadió Gil, señalando la pantalla-. No apaga el chivato, y se dirige hacia Barcelona. Hacia el centro.

– A lo mejor nos ha venido Dios a ver.

Todos listos. Las horas que faltaban hasta las nueve y media transcurrieron con exasperante lentitud. Apenas podíamos reprimir los nervios cuando vimos que el teléfono se inmovilizaba en la zona de Gracia. No lo apagaba, no hablaba ni le llamaban, pero se mantenía por allí, moviéndose en un radio de apenas quinientos metros. A las ocho no pude más y llamé a Cantero. El capitán se personó de inmediato en la sala.

– Mira, no se va de ahí -le dije-. ¿Te parece que vayamos mandando ya a media docena de tíos para ir controlando los cibercafés?

– No sé cuántos habrá en esa zona. Pon que unos pocos.

– Que abarquen los que puedan, mi capitán, el caso es que ya nos vamos situando sobre el terreno -le apremié.

– Vale, vale, tú marcas el ritmo -se plegó.

Rebusqué en mi cartera y después de apartar algunas otras encontré la tarjeta de Riudavets. Marqué su número y al cabo de siete interminables tonos de llamada apareció su voz en la línea:

– Digui.

– Riudavets, soy yo, Vila, el guardia de Madrid. El del caso Barutell.

– Ah, sí, hombre, dime.

– Vamos a montar una operación. No te puedo asegurar todavía cien por cien dónde, pero todo apunta a que lo hagamos en Gracia.

– Ya. Si no me equivoco, ésa es aún zona compartida.

– ¿Puedes encargarte de avisar a quien proceda a través de tu gente para que a nadie le coja de improviso?

– Sí, claro, hago una llamada. ¿Necesitáis algo?

– No, si todo sale bien es poca cosa y tiene poco riesgo.

– Muy bien, pues mucha suerte. Ya me contarás. Por pura curiosidad. Ah, por cierto. Tengo noticias para ti sobre la coartada de Altavella.

– Salvo que vayas a contarme que era falsa, ya te llamo yo, si no te importa, aquí estamos ahora mismo hasta arriba de trabajo.

– No, no era falsa. Estaba allí. Ya te daré los detalles.

– Gracias.

A las nueve y cuarto se conectó pab_penya_79. Segundos después llamaron al teléfono móvil de Luis. Oímos cómo sonaba la señal de llamada en el altavoz del equipo de escucha. No lo cogió. Telefoneé a Juárez, que estaba al quite con su ordenador en Madrid.

– Se ha enganchado -le anuncié-. ¿Cuánto tardas?

– Minutillos -prometió-. Cuelga, te llamo yo.

No sé cómo pude, pero colgué y me puse a esperar.

– ¿Me conecto? -preguntó Chamorro.

– No, aún no, no son y media todavía.

A las nueve y treinta y uno, sonó mi teléfono móvil. Era Juárez.

– Lo tengo -dijo solamente.

Le di luz verde a Chamorro y se conectó como una centella.

– Hemos pillado la dirección IP -dijo Juárez-. Y según las gestiones extraoficiales que me han hecho mis colegas está censada como perteneciente a un cibercafé en… ¿Te tomas nota de la calle?

– Por tus muertos, Juárez.

En cuanto tuve las señas, llamé al teniente Vendrell, que mandaba el equipo que ya estaba sobre el terreno, para que aseguraran el lugar. Luego me dirigí a Chamorro y a Tena y las arengué:

– Chicas, no os volveré a pedir esto. Sed tan guarras como podáis. Dependemos de vosotras. Cuento con que no nos defraudaréis.

– Pierde cuidado, mi sargento. Nos lo vamos a comer.

Me fui con Rubio y batí el récord del trayecto que separaba la comandancia del centro de Barcelona. Cuando llegamos ante el cibercafé, nos salió al encuentro Vendrell, que me explicó, solvente:

– Dos salidas. Ambas controladas. Quieres ir tú, supongo.

– Supones bien -confirmé.

Entré, lo vi absorto en la pantalla, me acerqué. Sabía que tenía toda la ventaja, con los auriculares no podía oírme. Le puse la mano en el hombro y, no lo oculto, pocas veces he disfrutado tanto al decir:

– Guardia Civil. ¿Me acompaña, por favor?