"La reina sin espejo" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)CAPÍTULO 2 ENTES AUTÓNOMOSAntes de llevárselo a la boca, Chamorro dejó escurrir con meticulosidad casi exasperante el aceite del pimiento que había pinchado con su tenedor. Para ser franco, no le agradecía esa clase de gestos. Al verla tan escrupulosa, tenía la vívida sensación de que toda la grasa que yo desaprensivamente tragaba se iba depositando en tiempo real en el perímetro de mi abdomen, bajo mi barbilla y en otros alojamientos indeseables. Nunca he padecido de un sobrepeso significativo, pero tan pronto como rompo el ascetismo alimentario (al que por regla general me inclina la escasez de mi renta disponible, algo bueno tenía que tener) los efectos se hacen perceptibles allí donde más humilla a un varón que a ritmo lento pero inexorable camina hacia su decadencia. Chamorro, por el contrario, y dejando aparte la ventaja de su juventud, acreditaba tal disciplina en la mesa que desde que la conocía no me constaba que hubiera estado jamás expuesta a la sordidez de andar preocupándose por si le apretaba o no la cinturilla del pantalón. – Qué manía de empapuzarlo todo en aceite -protestó, para dejar todavía más en evidencia mi negligencia al comer aquello tal cual. – Es de oliva, el más sano -salí en defensa del establecimiento. – Sano es cuando está crudo, no requemado como éste. Era verdad que el lugar al que habíamos ido a parar no habría conquistado un cuarto de estrella en la Guía Michelín, ni aun en el supuesto de que a alguno de sus inspectores lo hubieran conducido hasta allí a punta de pistola o bajo cualquier otra coacción que le sugiriera la conveniencia de mostrarse benévolo. Era un mesón a medio camino entre el bar y el restaurante, y lo que estábamos comiendo eran restos de las tapas del día, porque, según nos había informado el hombre que parecía ejercer funciones de gerente, la cocina ya estaba cerrada. Con todo, los años que llevo rodando por ahí como perro policía me han proporcionado la ocasión de roer peores huesos y en peores platos. – Tienes un paladar inadecuado para el lugar que ocupas en el mundo, Virginia -me burlé-. Mientras sigas en esto conmigo, tendrás más pimientos aceitosos que centollo. Tal vez deberías pensar en buscarte un buen marido que te sacara de la calle. Qué sé yo, un promotor inmobiliario, un intermediario hortofrutícola, o cualquier otro hombre de provecho que pudiera llevarte a los locales que mereces. Chamorro me observó con semblante fatigado. Ya había escuchado antes de mis labios aquella maldad, u otras bastante parecidas, y estaba más que preparada para no dejarse irritar por ella. – No voy a picar, mi sargento -dijo al fin-. Pero ya que me hablas de buscar marido, ¿qué te ha parecido el que se buscó Neus? Si se prescindía de la hora y del agotamiento que hacía mella en mí, la pregunta de mi compañera resultaba tan perspicaz como oportuna. El hombre al que se refería no dejaba de ocupar mis pensamientos. – Pues verás -dije, tras largarle un buen sorbo a mi cerveza-. El caso es que para mí resulta difícil analizarlo con objetividad. ¿Quieres saber algo que te permitirá reírte a placer de tu superior y maestro? – O sea de ti… – O sea de mí. – No es una oferta muy tentadora, eso puedo hacerlo a menudo. Había soltado su pulla así como al descuido, con la mirada perdida en la tenue espuma de su cerveza sin alcohol de 0,0 grados. – No hasta el punto que podrás si te cuento esto. – Desembucha -pidió, probándome que la intrigaba. – Hace muchos años -recordé-, cuando yo estaba aún en la facultad trasegando los delirios de los paranoicos narcisistas que se dedican a etiquetar la mente de sus semejantes, tuve una historia con una compañera de la que me enamoré como un becerro. Me resultó bastante útil, porque la relación nunca fluyó bien y eso me ofreció la posibilidad de realizar un gran trabajo de campo sobre la neurosis utilizándome a mí mismo como cobaya. Pero lo que hace al caso no es esto, sólo te lo cuento para situarte. El hecho es que en una de mis patéticas y fallidas tentativas de retenerla a mi lado, di en regalarle un libro que por aquel tiempo me fascinaba: Chamorro quedó sospechosamente pensativa. – Bonito título -juzgó-. ¿Y no encontraste nada más pesimista, que la pudiera predisponer un poco más en contra de hacerte caso? – Es que tendrías que haberme visto entonces. Era un tipo de lo más trágico, y llevaba ese talante a todos los extremos de la vida. Siempre iba vestido de negro, veneraba a Dostoievski, oía música de Mahler y de Bruckner y en vez de contar chistes soltaba citas nihilistas de Cioran. Lo más gracioso es que alguna vez llegué a creer que eso me hacía atractivo a los ojos de ella. De ahí regalarle aquel libro. – Bueno, si estudiaba Psicología, cabe la posibilidad de que ella también fuera una colgada. A lo mejor no ibas tan descaminado. – Sí, sí que lo iba. Cuando terminó la carrera hizo un master en Recursos Humanos. Mientras yo estaba aún comiéndome los puños en la cola del INEM, ella ya tenía un puesto en el que contrataba y despedía gente. Pero en fin, Paula no fue más que un eslabón de la deplorable cadena de mi currículum sentimental. Lo que trato de decirte es que a ese hombre al que hemos visto esta tarde yo le leía cuando era joven, y que durante un tiempo me pareció el no va más como escritor. – El mundo es pequeño, y la vida sorprendente. – No sabes tú cuánto. – Has dicho Acabé mi cerveza. Ya no estaba fría. – Tantas cosas cambian en veinte años -reconocí, melancólico-. No me acuerdo de una sola cita de Cioran, y cuando oigo a Bruckner me sigue pareciendo un genio, pero ya no siento ese misterio que me sobrecogía, sino el alma de un hombre anciano que ha aprendido demasiado. Y en cuanto a Gabriel Altavella, leí sus dos libros siguientes y te confieso que dejó de interesarme. Me dio la sensación de que empezaba a repetirse, de que dejaban de tener pulso sus historias y sólo se dedicaba a hacer sonar bien las palabras, malgastando su habilidad para ese arte. Chamorro dibujó una sonrisa compasiva. – No eres tan viejo, mi sargento. Y conste que ya sé que lo dices sólo para que te lo niegue. Es enternecedora esa necesidad que os entra a los hombres de que se os diga que seguís siendo unos chavales, cuando empezáis a verle las orejas al lobo. No quiero pensar qué sería de vosotros si tuvierais que enfrentaros a lo que nos toca a las mujeres. A la invisibilidad tan pronto como se te arruga un poco la manzana. – No estarás pensando ya en eso, ¿no? – No me queda mucho para tener que pensarlo. Soy consciente. Pero no me asusta. Hay cosas peores que dejar de sufrir a los babosos. – Bueno, siempre te queda el recurso de Neus. – ¿Cómo dices? – Lo que hizo ella. Casarte con alguien quince años mayor. Con pocas energías ya, que te moleste sólo lo justo. Luego enviudas a una edad aceptable y eres libre para divertirte con lo que salga. O te lo buscas, que ahora existe toda una oferta que las mujeres de antes no tenían. Mi compañera asintió despacio. – Si me hubieras dicho eso hace cinco años, te habría respondido que mi ilusión era casarme con alguien para siempre. Ahora, y después de haber visto y vivido unas cuantas cosas, lo que te digo es que me vale que quien sea, y durante el tiempo que sea, me acompañe, me haga sentir querida y no me dé la tabarra con estupideces. Ya se me ha pasado la edad de jugar a las princesas y también al escondite. – Dios mío, es increíble la precocidad para el desengaño que tenéis las nuevas generaciones -me admiré-. Yo, a tu edad, todavía creía en la pasión. Hasta dudaría si ahora mismo, en algún momento de debilidad, no se me pasa por la cabeza la idea de volver a creer. Me observó con un detenimiento y una intensidad inquietantes. – Ya -dijo, mientras bajaba los ojos. En aquel momento no me sentí excesivamente inteligente. Cualquiera con dos dedos de frente se habría percatado de que aquella conversación no era la más apropiada ni tampoco la más alentadora que podíamos mantener ella y yo a las doce y media de la noche, lejos de casa y con una muerta todavía reciente sobre nuestras espaldas. A veces uno busca evadirse del trabajo para relajarse, y resulta que es el trabajo (y sus avatares, fútiles o no) lo que sirve para aliviarle de otras cargas y otros problemas mucho más complicados e irresolubles. – Volviendo al negocio y a tu pregunta, creo que si tuviera que resumir en una palabra lo que opino de la actitud del viudo y del parco testimonio que hemos podido sacarle esta tarde, no diría que estaba desolado, aunque le haya visto llorar. Tampoco diría que conmocionado, aunque en algún momento me haya dado sensación de aturdimiento. Si tengo que escoger un adjetivo, me inclino por uno que abarca a los otros dos, pero con un matiz: sobre todo, lo he visto fastidiado. – ¿Fastidiado? ¿Qué quieres decir? Traté de afinar mis palabras. Lo que buscaba expresar no era sencillo, y yo mismo recelaba de ello. Temía dejarme influir demasiado por algo que, nos guste o no, nos pesa a todos sin remedio: el ínfimo punto del cosmos en el que la fortuna y nuestras obras nos han colocado, y desde el que incurrimos en la arrogancia de juzgar a los demás. – Me refiero a que por encima y más allá del dolor, el horror y el etcétera que se da por descontado en un trance como éste, y que todos, queramos o no, representamos con mayor o menor oficio y mayor o menor convicción, incluso cuando nuestra pesadumbre es verdadera, lo que me ha llamado la atención de Altavella ha sido el aire que tenía de sentirse atrapado de pronto en una situación vejatoria, por la ligereza o la mala pata de su cónyuge. Una situación en la que tiene que dar explicaciones de cómo vive y por qué, alguien como él, acostumbrado a caminar por encima del bien y del mal, a recibir homenajes permanentes, a que sus admiradores le llamen maestro y sus enemigos se mueran de envidia. Y no quisiera ser injusto, pero me da que lo que más le revienta es tener que darles esas explicaciones a dos muertos de hambre como tú y yo, y pensar en algo que desde luego tiene razones para ir pensando, que la función no ha hecho más que empezar y que vamos a meter mucho más el dedo y la nariz en sus cosas. – Bueno, eso es normal, a nadie le gusta. – Claro que no. Pero compara su actitud con la de los últimos deudos con los que hemos tratado. Les han matado a alguien cercano, igual que a éste, les hemos tenido que mirar los fondillos, como todavía no se los hemos mirado al eximio escritor, y a pesar de todo eso, de sus labios no ha salido una queja ni han tenido el menor gesto de rechazo hacia nosotros. Todo lo contrario, se ponen en tus manos. Mi compañera hizo chasquear la lengua. – También estás comparando con una gente peculiar. No siempre nos encontramos con familiares como los que estás tomando de ejemplo. – Es que a mí eso es lo que no me parece peculiar. Cuando te han matado a alguien cercano, lo natural es pensar que todo lo demás, tus propias incomodidades, incluso tus pequeñas miserias que salgan a la luz, son cuestiones secundarias, a las que resulta más bien indigno darles trascendencia. La gente sencilla, como la llaman los listos y los petulantes, es más sensata y está más cerca de la lógica profunda de la vida. Lo absurdo, por no decir algo peor, es preocuparse de cómo sales o dejas de salir en la foto cuando bajo tus pies se ha abierto la tierra y se ha tragado a uno de los tuyos. O será que yo soy un simple. – No, no creo que seas un simple -se opuso-. Pero me da que exageras un poco. Puede que el tipo sea algo estirado, como les pasa a todos éstos, o como te pasaría a lo mejor a ti si la gente te reconociera por la calle y salieras en los periódicos y en la televisión. Pero tampoco ha dejado de estar en su sitio. Y me ha dado la impresión de que colaborará, le guste más o le guste menos que fisguemos en su vida. – En fin, ya se verá -dije-. A lo mejor me precipito, pero tengo mis razones para andar prevenido frente a la soberbia de la gente que está demasiado imbuida de su valía y su talento. Tuve que padecer a unos cuantos así en la facultad y desde entonces aprendí a evitarlos. – Eso te pasa por ser un intelectual, te diría el comandante. – Ex intelectual, en todo caso. Y a mucha honra. Me refiero al ex. – No te creo. – Créeme. Si he llegado a amar la mugre de la calle, con todos sus inconvenientes, es porque me ha librado de la mugre de la palabrería. – En el fondo, mi sargento, nunca dejarás de ser un poeta -se mofó. – Cuéntaselo a Altavella, en un aparte que hagáis la próxima vez que le veamos, a ver si así aumenta su grado de empatía conmigo. – ¿Tú crees que serviría? – No, la verdad es que no. Temería que le mandara un manuscrito y le pidiera ayuda para publicarlo. Temblaría al pensar en los versos que pudiera parir un picoleto, supongo que sólo imaginaría octosílabos rimados en asonante y llenos de sentimientos campestres y morales. En cuanto me viera, saldría corriendo como alma que lleva el diablo. – Oye, entonces creo que sí se lo voy a decir -amenazó, riéndose. – Sí, seguro que ibas a divertirte. Pero más valdrá que nos tomemos un poco en serio el servicio. Ese tipo es ahora nuestro reto. Sea como sea, y nos guste o no, tenemos que ganarnos su confianza. Éramos los últimos clientes que quedábamos en el local, y al echar una ojeada a la barra sorprendí en la camarera que seguía limpiándola, aunque ya estaba más que limpia, esa mirada de odio legítimo de quien no puede irse a casa porque unos idiotas inconscientes no encuentran mejor lugar para perder el tiempo que aquel donde el afectado trabaja. Nunca he sido camarero, pero siempre he admirado la abnegación que se requiere para sobrellevar la dureza de la profesión, y he conocido también alguna vez la contrariedad de no poder irme a casa porque a alguien le apetece escucharse a sí mismo a deshora y decide entregarse a ese vicio con acompañamiento de un público cautivo. Por respeto y por solidaridad, pues, pedí sin demora la cuenta. Al salir a la calle nos recibió el aire fresco de la noche. Estábamos a finales de mayo, pero allí todavía caía bastante la temperatura en cuanto se iba el sol. Era una noche clara y despejada, con una luna a medio crecer, a cuyo resplandor se distinguía leve y fantasmal la cumbre predominante de la cordillera próxima. Siempre me ha gustado caminar en el silencio de la madrugada por las calles de los pueblos, y más cuando de pronto lo quiebra el tañido de las campanas. Sonaron las que daban la una, ahogando durante un instante bajo la aguda vibración del metal el ruido de nuestros pasos sobre el pavimento. – Estoy recordando todo lo que nos ha dicho -habló Chamorro en voz queda-. Al margen de su actitud hacia nosotros, o de cómo reaccionara ante la situación, no acabo de entenderle. ¿Qué relación mantenía con su mujer? Te confieso que me despista. Lo fácil sería pensar que era un matrimonio que ya sólo guardaba las apariencias, que cada uno iba por su lado y que por tanto su pena es relativa. Pero no creo que sea tan sencillo. Su dolor parecía verdadero y profundo. Sopesé las palabras de mi compañera. Después de unos cuantos años trabajando juntos, había aprendido a valorar su intuición. Chamorro era observadora y desapasionada, y por carácter y formación estaba felizmente exenta del afán de confirmar ideas preconcebidas sobre nadie, lo que le daba una destreza especial para calar a la gente. Pero para juzgar y situar debidamente la apreciación de mi subordinada, no sobrará detallar cómo había transcurrido nuestro encuentro con el viudo. Por razones jerárquicas y protocolarias, dejamos que fueran los capitanes al mando quienes se encargaran de la recepción oficial. También fueron ellos, y no tuvimos ningún interés en reemplazarlos, quienes acompañaron a Gabriel Altavella al interior de su propiedad para echar una ojeada al lugar del crimen. Ya no estaba allí el cuerpo de su esposa, aunque los nuestros seguían recogiendo, etiquetando y fotografiando vestigios minuciosamente. Si antes de realizar esa visita el rostro del viudo ofrecía bastante mal aspecto, al salir lucía como si hubiera comido un par de docenas de ostras echadas a perder. Fue entonces cuando el capitán Navarro nos lo confió, con el encargo ingrato y añadido de que le lleváramos al tanatorio para ver cómo habían quedado los restos de su esposa e identificarlos. – Yo debo seguir por aquí, supervisando a mi gente -se excusó ante el escritor-. Tenemos mucho trabajo para recoger las huellas en una casa tan grande, y me gustaría cerciorarme personalmente de que todo se hace como se debe. Pero le dejo en buenas manos, con el sargento y la cabo. Y le ruego que les atienda, hasta donde su ánimo se lo permita. Vienen de Madrid, son nuestros especialistas en homicidios. Como sabía que el capitán no iba a coger unas pinzas para buscar pelos ni así se hallara bajo los efectos del LSD, me percaté de que estaba escurriendo el bulto. Pero no podía protestar, primero porque sólo soy suboficial, y segundo porque había una tarea que nos correspondía a nosotros y no era mala idea comenzarla con aquel trámite. De modo que invitamos a Altavella a subir a nuestro coche, y con él a bordo salimos a enfrentarnos a la horda de periodistas que esperaba a las puertas de la casa. Hice sonar la sirena y metí unos cuantos destellos con las luces largas para advertirles que no iba a andarme con contemplaciones. El aviso surtió efecto: como el mar Rojo ante Moisés, se apartaron para dejarnos pasar. Nuestro pasajero iba cabizbajo, y así quedaría registrado en la fotografía que pese a todo lograron hacerle. Durante el trayecto de la casa al tanatorio, Gabriel Altavella apenas despegó los labios. Sólo recompensó con algún murmullo monosilábico mis esfuerzos por darle conversación, en los que por respeto me abstuve, aún, de decirle nada que pudiera interpretar remotamente como una aproximación de carácter inquisitivo. Aproveché para observarle por el retrovisor. Su mirada se perdía en el paisaje que iba desfilando al costado de la carretera y en su expresión había un infinito desánimo. Parecía un hombre que, tras haber conocido la desesperación mucho tiempo atrás, hubiera llegado a la conclusión de que vivir y morir no eran más que formas diversas del mismo engorro. No movía un músculo de la cara, y tampoco lloraba, ahora (antes, al salir de la casa, le había visto enjugarse unas lágrimas). Iba en el coche, se dejaba llevar, pero en el fondo no estaba allí. Trataba de representarme por dónde estaría vagando su imaginación en esos instantes. Por el pasado compartido con la difunta, tal vez. O acaso por el espacio del que había tenido que ausentarse repentinamente para venir a hacerse cargo de ella. Mientras discurría todo esto reparé en que casi sin querer mis elucubraciones se mezclaban con retazos borrosos de sus historias y de sus atormentados personajes de ficción, con los que tal vez resultaba torpe y arbitrario por mi parte adjudicarle alguna semejanza. En el depósito de cadáveres, antes de pedir que nos abrieran la cámara frigorífica, le di una última oportunidad de ahorrárselo: – Si resulta muy penoso para usted, le recuerdo que se trata de una persona de identidad notoria, y que ya la ha reconocido la señora Palau. No tiene que pasar por este trago si prefiere no hacerlo. Altavella meneó la cabeza. – El capitán me ha dicho que es mejor para completar las diligencias contar con la identificación de los parientes. Si es así, ni tengo ni debo tener ninguna objeción. Además, el oficio al que me dedico exige que uno sepa mirar y no tenga nunca miedo de ver. Adelante. Al hacer aquella reflexión en voz alta, se insinuó por primera vez en los labios de Gabriel Altavella algo semejante a una sonrisa. Era un trazo fatigado y descreído, como todo él, pero sonrisa al cabo. No me gusta tutelar a nadie mayor de edad más allá de lo que él mismo desea ser tutelado, así que le indiqué al empleado del tanatorio que abriera la cámara y nos sacara el cadáver. Antes de levantar la sábana que cubría aquel rostro conocido por millones de personas, consulté con la mirada al hombre que había podido contemplarlo como pocos otros. Altavella asintió con la cabeza y se lo mostré. Rara vez he podido percibir, al enseñar un cadáver a los parientes próximos, un empeño tan férreo en no dejar traslucir ninguna emoción. Sus facciones permanecieron inmóviles, y sólo en el fondo de sus ojos se abrió de pronto un abismo. En todo caso, supuse, tal abismo no debía de resultarle del todo novedoso al curtido y laureado novelista en quien la crítica había ponderado siempre su pulso a la hora de reflejar las profundidades más oscuras del alma humana. De nuevo dudé si no me estaría abandonando en exceso al influjo de viejas lecturas. – Permítame -pidió-. Me gustaría verla entera. Es la última vez. Cuando él tomó el extremo de la sábana, yo la solté y me eché un paso hacia atrás. La retiró sin exhibir la más mínima vacilación, con un cadencioso ademán que la recorrió de la cabeza a los pies. La expuso del todo y la contempló durante acaso diez, quince segundos. No hizo tampoco ningún gesto al ver las marcas de las puñaladas. Sólo ese abismo de los ojos, haciéndose cada vez un poco más hondo y negro. La volvió a cubrir con delicadeza, colocando casi maniáticamente el lienzo para que quedara lo más ajustado posible a las esquinas. – Gracias -dijo, cuando hubo terminado-. Ahora indíqueme por favor dónde tengo que firmar que se trata del cuerpo de mi esposa. – Salgamos, si no tiene usted inconveniente -le rogué. – No, no lo tengo -declaró, con una extraña solemnidad. Lo condujimos entonces a la casa-cuartel, donde nos aguardaba Meritxell Palau, enterada ya de su llegada. En el vestíbulo se fundieron en un abrazo desigual. Mientras la ayudante de Neus lloraba a moco tendido, el viudo seguía refrenando sus sentimientos. Los ojos se le humedecieron, pero no se le descompuso el semblante al decirle: – Meritxell no pudo articular palabra alguna frente a aquella piadosa apelación del escritor. Sollozaba con espasmos que me impresionaron, después de la imagen un tanto rígida y sosa que nos había dado durante el interrogatorio al que la habíamos sometido. Y por descortés que pudiera resultarle, eso mismo debimos hacer con Gabriel Altavella, practicarle un interrogatorio preliminar, después de que firmara la diligencia de reconocimiento del cuerpo. Se lo planteé tan suavemente como pude, pero no le sentó bien: – ¿No les parecería un gesto de humanidad esperar a mañana, y dejarme organizar ahora lo que se viene encima? -protestó. – Le aseguro que no le entretendremos mucho -prometí, con mi tono más conciliador-. Pero tenemos que hacerle ahora algunas preguntas, para poder encauzar la investigación desde el principio. – Está bien, soy su prisionero -rezongó-. Ustedes dirán. No puedo ocultar que me molestaba algo la desconsideración con que aquel hombre me trataba. Por otra parte, y como ya me ocurriera con Meritxell Palau, me maliciaba que Altavella no estaba muy predispuesto a sentir simpatía por un guardia civil, y mucho menos a darle su confianza. Lo aceptaba, porque forma parte de mi trabajo y porque en el desempeño de mi labor, en otros escenarios y otras circunstancias más difíciles, he sufrido hostilidades bastante peores. Pero le habría agradecido que, como antes Meritxell, el escritor hubiera tratado de sobreponerse a sus prejuicios para ayudamos a resolver el crimen. Aquel sarcasmo con que se sometía a mi petición me movía a desesperar de que lo hiciera. Sin embargo, procuré no dejar que prevalecieran mis propios prejuicios, y me apresté a cumplir con mi deber como lo habría hecho con cualquier otro que no me perdonara la vida. – En primer lugar -dije, midiendo cada palabra-, nos gustaría saber cuándo habló con su esposa o la vio por última vez. Altavella me escrutó con recelo. O seguía siendo suficiencia. – ¿Cuándo la vi o cuándo hablamos? Son cosas diferentes. – Infórmenos sobre ambas, si es tan amable. Entonces bajó la cabeza. Pero habló con voz firme: – La última vez que la vi fue hace tres días, el sábado por la mañana, cuando me fui a la casa de Gerona. Supongo que serían más o menos las diez y media cuando nos despedimos, si le importa el dato. – Le agradezco la precisión. – En cuanto a la última vez que hablé con ella, anteayer por la mañana. La llamé hacia las doce. ¿Quiere saber de qué fue la conversación? – Sólo aquello que crea que puede sernos útil. – ¿Y cómo voy yo a saber qué sí y qué no? Nunca he sido policía. – ¿Hubo algo fuera de lo común en esa conversación? – La llamé yo, para saber si quería acompañarme a una cena a la que me habían invitado este fin de semana. Una cosa más bien de rutina. La cena era para agasajar a un escritor norteamericano de visita en España al que mi editor, que también es el suyo, quería presentarme. – ¿Y qué le dijo ella? -preguntó Chamorro. – Que no. Que le daba pereza tener que hablar inglés un sábado. – ¿Eso le dijo? – Sí. Y es una razón tan buena como otra cualquiera. A mí los que me dan pereza son los norteamericanos, en general. Lo único bueno de todo esto es que ahora tengo una excusa para saltarme esa cena. El chiste era de dudoso gusto, o cuando menos de dudosa oportunidad, pero a Altavella pareció hacerle gracia. Su sonrisa se intensificó basta alcanzar, casi, la anchura de una sonrisa humana corriente. – ¿Hablaron de algo más? -indagué. – Nada relevante. De la casa de Gerona, que me la había encontrado bastante descuidada, y de si no sería conveniente coger a otra mujer que se encargara de tenerla al día. De alguna cuestión pendiente con el asesor, cosas de cheques, facturas, impuestos, etcétera. Más rutina. – ¿Notó algo extraño en ella en algún momento? Altavella meneó la cabeza y recobró su sonrisa a medias. – No, estaba de lo más normal. Muy ella. Como de costumbre. Di en juzgar que el escritor no estaba respondiendo de la forma más prudente, siquiera fuera porque no debía de escapársele, a nada que recordara algunas novelas policíacas cuyo conocimiento no podía dejar de presumirle, que el hecho de estar casado con la fallecida lo designaba como miembro nato de la lista de sospechosos (y máxime teniendo en cuenta que todas las pruebas materiales apuntaban a un crimen pasional). Pero cada uno se comporta con arreglo a su idiosincrasia, y se veía que a Altavella le perdía el afán de resultar excéntrico. – ¿Y ésa fue la última vez, anteayer? -quise cerciorarme. – Sí. – De modo que ayer no hablaron en todo el día. – No. Tras el segundo monosílabo, tan seco y contundente como el primero, titubeé durante un instante, antes de atisbar por dónde seguir. – Sí -agregó, como si yo, por mi infradotación intelectual o mi estrecha visión de la vida, necesitara una explicación complementaria-. La conclusión que está sacando es correcta, mi mujer y yo no nos llamábamos todos los días. Por si también le interesa la información, le puedo contar que tras ocho años de matrimonio ya habíamos superado la fase del cortejo, el embeleso y el no poder respirar el uno sin el otro. Si no teníamos nada concreto que decirnos, muy bien podíamos estarnos no uno, sino varios días sin hablar. Éramos entes autónomos. Por primera vez, contemplé seriamente la posibilidad de que Gabriel Altavella fuera un cínico. Y debo confesar que esa idea me llevó, también por primera vez, a temer que tendría que tratar con alguien que iba a acabar cayéndome muy gordo. De joven, como casi todo el mundo, coqueteé con el cinismo. Es disculpable que un mozalbete atolondrado cometa el error de creer que puede jactarse de no tener fe en nada. Pero cuando eso lo hace alguien con una mínima edad y una mínima experiencia, a mis ojos se convierte en un imbécil cargante, a quien sólo soporto si me obligan. Y, como le pasa a cualquiera, llevo bastante mal verme forzado a hacer lo que no me apetece. Puede que fuera este disgusto momentáneo lo que me empujó a ser un poco más incisivo de la cuenta en mi siguiente pregunta: – ¿Debo entender que había algún problema en su matrimonio? Apenas dije estas palabras, me arrepentí del traspiés que acababa de dar. Mi propia compañera me buscó la mirada, con extrañeza. En cuanto a Altavella, alzó las cejas y abrió unos ojos como platos. – Dios santo, creía que los policías usaban la lógica -exclamó. Le entendí, cómo no, porque era eso mismo, haber dado un salto lógico desafortunado y prematuro, lo que ya me estaba recriminando, tan feroz como puntual, el enanito sádico que habita dentro de nosotros con la sola misión de zaherirnos cuando metemos la pata. – ¿Perdone? -pregunté, no obstante, haciéndome el bobo. – Lo único que trato de contarle es que no estábamos todo el día llamándonos para decirnos monerías, que podíamos concedernos el uno al otro espacios de vida independiente. No sé qué problema es ése. Mucho más problemático sería lo contrario, en mi opinión. – Ya -asentí, forzado a fingir lentitud-. De modo que su relación era buena, aunque no convivieran todo el tiempo. – Razonablemente buena, sí -dijo Altavella, desafiante-. Nos entendíamos, habíamos aprendido a soportarnos casi todas las miserias, y a no hacerle soportar al otro las que no podía tragar. Si un matrimonio sobrevive ocho años, y más entre personas como Neus y yo, es que los dos miembros del equipo han negociado con la habilidad suficiente los términos para seguir adelante sin estorbarse más de la cuenta. No era la descripción más romántica de la convivencia conyugal, pero tenía cierta consistencia, y al margen de que la compartiera o no, probaba que Altavella conservaba un cerebro en buen uso. Ahora me tocaba dar el paso de veras comprometido, el que nadie con algo de juicio habría sentido el menor deseo de acometer. Tomé aire y me lancé sin vacilar, que es como conviene hacer estas cosas. – Le pregunto todo esto porque parece que anoche su mujer estaba con otra persona. No sabemos si por voluntad propia o no. Altavella me aguantó la mirada. Inspiró hondo. – Y qué quiere que le diga -repuso-. Yo estaba en Gerona, trabajando. Ignoro si ella se había citado aquí con alguien. Es posible que sí. Desde luego no habría sido la primera vez. Yo no era su dueño. Admití que el escritor acababa de demostrarnos algo que muchos de su gremio nunca consiguen: sabía ahorrar palabras. Dicho aquello, me quedaba muy poco con lo que justificar seguir reteniéndole. – Está bien, señor Altavella. Habrá otras muchas cosas que tendremos que preguntarle, pero pueden esperar, soy consciente de que ya hemos abusado bastante de su paciencia. Sólo como formalidad final: ¿le consta que alguien pudiera desear la muerte de su esposa? Gabriel Altavella dejó escapar una risa amarga. – Mi mujer era una periodista de televisión -explicó-. Supongo que eso la hacía acreedora al odio de unos cuantos tarados. Yo mismo los he sufrido, sólo por haber alcanzado alguna notoriedad haciendo algo tan socialmente marginal como escribir literatura. Aparte de eso, no tengo ni puta idea de por qué nadie podía querer dañarla. Era una persona maravillosa, la más maravillosa que he conocido nunca. Horas después, mientras conducía hacia el hostal donde íbamos a dormir, pensé que Chamorro no andaba descaminada en su diagnóstico sobre los sentimientos de Gabriel Altavella. A su manera, que acaso no fuera la de los demás mortales, en aquellas palabras, y en la voz que las había pronunciado, se dejaba intuir un testimonio de amor. |
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