"Patagonia Express" - читать интересную книгу автора (Sepúlveda Luis)Primera parte Apuntes de un viaje a ninguna parte1El pasaje a ninguna parte fue un regalo de mi abuelo. Mi abuelo. Un ser insólito y terrible. Creo que recién había cumplido los once años cuando me entregó el pasaje. Caminábamos por Santiago una mañana de verano. El viejo ya me había invitado a unas seis gaseosas y otros tantos helados, ya muy licuados en mi barriga, y yo sabía que esperaba el aviso de mis ganas de orinar. Tal vez se preocupó verdaderamente por mis riñones al consultarme: – ¿Qué? ¿No quieres mear? Joder, mi niño. Con todo lo que has bebido… Mi respuesta natural y acostumbrada debía de sonar dramáticamente afirmativa, con juntura de piernas acompañando a las palabras. Entonces él, quitándose el resto del caliqueño que siempre le colgaba de los labios, suspiraría antes de exclamar con el más didáctico de sus tonos: – Espere, mi niño. Espere y aguante hasta que encontremos la iglesia adecuada. Pero aquella mañana yo iba decidido a mojarme en los pantalones antes de soportar una vezmás las puteadas de algún cura. La broma de inflarme de helados y gaseosas para luego hacerme orinar en las puertas de las iglesias la veníamos repitiendo desde el día en que empecé a caminar y el viejo me transformó en su camarada de correrías, pequeño cómplice de sus bellaquerías de ácrata jubilado. Cuántas puertas de iglesias habré meado. Cuántos curas, cuántas beatas me habrán insultado. – ¡Chiquillo cochino! ¿No tienes baño en tu casa?! -era lo más suave que me soltaban. – ¡Cómo te atreves a insultar a mi nieto, que es un hombre libre! ¡Parásito! ¡Escoria! ¡Asesino de la conciencia social! -les espetaba mi abuelo mientras yo dejaba caer hasta la última gota, jurándome que el próximo domingo no le aceptaría ni una Papaya, ni una Bilz, ni una Orange Crush, los refrescos a los que me invitaba con más que generosidad. Aquella mañana me puse firme con el viejo. – Sí. Estoy que me meo, Tata. Pero quiero ir a un servicio. El viejo mordió el resto del caliqueño antes de escupirlo. Enseguida murmuró un "mecagonlaleche", se alejó un par de pasos, pero regresó de inmediato a acariciarme la cabeza. – ¿Es por lo del domingo pasado? -consultó sacando otro cigarro de un bolsillo. – Claro, Tata. Ese cura quería matarlo. – Es que esos hijos de puta son peligrosos, mi niño. Pero en fin, si la naturaleza así lo quiere, pues pasaremos a expresiones de mayor consecuencia. El domingo anterior había vaciado aguas contra la centenaria puerta de la iglesia de San Marcos. No era la primera vez que aquellos vetustos tablones me servían de mingitorio, mas al parecer el cura estaba sobre aviso porque me sorprendió en lo mejor de la meada, cuando era imposible detener el chorro y, jalándome de un brazo, me obligó a volver el cuerpo hacia el abuelo. Entonces, mientras indicaba mi chorreante pito con un dedo profético, el cura bramó: – ¡Se ve que es tu nieto! ¡Se le nota la pequeñez de raza! Vaya un domingo. Culminé la meada sobre los peldaños de la iglesia, aterrado de ver a mi abuelo arrojar el saco, subirse las mangas de la camisa, y desafiar al cura a un duelo a trompadas que afortunadamente evitaron los monaguillos y beatos del coro, porque el cura respondió al desafío arremangando la sotana. Vaya un domingo. Una vez aliviado en el respetable urinario de un bar, el viejo decidió que la mejor manera de terminar la mañana era acudir al centro asturiano, donde los domingos se engalanaban especialmente con las fabes de la tierra y el cabrales del exilio republicano. Para mí, el cabrales era una masa repugnante y apestosa que tan sólo degustaban esos vejetes con boina, que a diario se acercaban a la casa de mis abuelos siempre precedidos por la misma pregunta: – ¿Qué? ¿Se murió el cabrón? Mientras le hacía honores a un arroz con leche pensé en qué había querido decir el viejo con eso de las "expresiones de mayor consecuencia", y supongo que debí de temblar al adivinar intenciones escatológicas en sus palabras, pero mis temores se disiparon al verlo entrar junto con otros comensales al gran salón adornado con la bandera rojinegra de la CNT. De aquel salón salían los libros de Julio Verne, de Emilio Salgari, de Stevenson, de Fenimore Cooper, que la abuela me leía por las tardes. Lo vi salir con un libro de formato pequeño. Me llamó a su lado, y mientras lo escuchaba leí el lomo del libro: Así se templó el acero. Nicolai Ostrowisky. – Bueno, mi niño. Este libro lo tienes que leer tú mismo, pero antes de entregártelo quiero de ti dos promesas. – Las que quiera, Tata. – Este libro será una invitación para un gran viaje. Prométeme que lo harás. – Lo prometo. Pero, ¿adónde viajaré, Tata? – Posiblemente a ninguna parte, mas te aseguro que vale la pena. – ¿Y la segunda promesa? – Que un día irás a Martos. – ¿Martos? ¿Dónde queda Martos? – Aquí -dijo golpeándose el pecho con una mano. |
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