"Patagonia Express" - читать интересную книгу автора (Sepúlveda Luis)

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Siempre evité tocar el tema de la cárcel durante la dictadura chilena. Lo evité, porque, por una parte, la vida siempre me ha resultado apasionante y digna de vivirla hasta el último suspiro, de manera que tocar un accidente tan obsceno era una vil manera de ofenderla. Y por otra parte, porque se han escrito demasiados -por desgracia, en su mayoría, muy malos- testimonios al respecto.

Dos años y medio de mi juventud los pasé encerrado en una de las más miserables cárceles chilenas, la de Temuco.

Lo peor de todo no era el encierro en sí mismo, pues dentro la vida proseguía, y a veces más interesante que fuera. Los "prigué" -prisioneros de guerra- de mayor preparación -y ahí estaba todo el cuerpo docente de las universidades del surformaron varias academias, y así muchos de los prigué aprendimos idiomas, matemáticas, fisica cuántica, historia universal, historia del arte, historia de la filosofía. Un profesor de apellido Iriarte impartió durante dos semanas un magnífico seminario sobre Keynes y el razonamiento político de los economistas contemporáneos, al que asistieron, además de un centenar de presos, varios oficiales del ejército. Andrés Müller, periodista y escritor, disertó sobre los errores tácticos de los comuneros de París ante la estupefacción de la soldadesca que custodiaba el taller de calzado, bautizado por nosotros como Gran Salón del Ateneo de Temuco. Otro ilustre prigué, Genaro Avendaño -lo "desaparecieron" en 1979-, emocionó a presos y militares con

una dramatización del discurso de Unamuno en Salamanca.

Hasta llegamos a tener una pequeña biblioteca con títulos que fuera estaban prohibidísimos, gracias a la curiosa censura practicada por el suboficial encargado de filtrar los libros que nos mandaban los familiares y amigos. Nunca dejamos de agradecerle que catalogara entre los libros de primeros auxilios el ejemplar de Las venas abiertas de América Latina que engalanaba la biblioteca. Hasta clases de alta cocina tuvimos. Cómo olvidar la pasión de Julio Garcés, ex cocinero del Club de la Unión, la Meca de la aristocracia chilena, cuando defendía la sutil grasa del conejo como insustituible en la preparación de una buena salsa de hígado del mismo animal, e insistía en que era fundamental cocinar el caldillo de congrio con el mismo vino blanco que luego alegraría la mesa. Años más tarde encontré a Garcés en Bélgica. Era el chef de un prestigioso restaurante de Bruselas, y con orgullo me enseñó los dos diplomas con que la guía Michelín había premiado su arte culinario. Eran dos

diplomas elegantes que flanqueaban de honor a un tercero, escrito a mano en una hoja de cuaderno: el Michelín de Temuco, que le concedimos por un maravilloso soule de recuerdos del mar, preparado con amor, una lata de mejillones, restos de pan y hojitas aromáticas cultivadas en una maceta que todos cuidábamos con especial celo para que los gatos de la prisión no se la comieran.

Novecientos cuarenta y dos días duró la permanencia en aquella tierra de todos y de nadie. Estar dentro no era lo peor que podía ocurrirnos. Era una forma más de estar de pie sobre la vida. Lo peor llegaba cuando, más o menos cada quince días, nos llevaban al regimiento Tucapel para los interrogatorios. Entonces comprendíamos que por fin llegábamos a ninguna parte.