"Un Milagro En Equilibrio" - читать интересную книгу автора (Etxebarria Lucia)

1. EL EFECTO BAMBI

Vendrán contra nosotros nuestros sucesores. Filippo Tomasso Marinetti, Manifiesto futurista

Oxitocina: La oxitocina es una hormona relacionada con los patrones sexuales y con las conductas maternal y paternal. También se asocia con la afectividad y la ternura. Algunos la llaman la «molécula de la monogamia».

La oxitocina influye en funciones tan básicas como el enamoramiento, el orgasmo, el parto y la lactancia. En el período de celo, muchos mamíferos (especie humana incluida) y algunas aves producen químicamente esta hormona tanto desde el cerebro como desde los genitales (ovarios y testículos). Cuando la hormona pasa al torrente sanguíneo desencadena una amplia serie de sensaciones, casi todas relacionadas con el sexo o con los efectos posteriores al acto sexual. Tanto en hombres como en mujeres, el orgasmo provoca el fluir de esta hormona y, por consiguiente, facilita la circulación del esperma y la contracción de los músculos en los canales reproductores de ambos sexos. Cuando una persona vive una relación sexual estable y satisfactoria con otra, se hace adicta a su propia oxitocina y se convierte en dependiente de su pareja: ésta es la explicación química del enamoramiento.

La oxitocina estimula además otros comportamientos en las mujeres: relaja los músculos y ayuda en las contracciones uterinas durante el parto, amén de estimular la producción de la leche materna. Y consigue, por supuesto, que la madre se enamore del bebé.

En 1953, el doctor Vincent du Vigneaud sintetizó químicamente la oxitocina, razón por la cual dos años más tarde recibió el premio Nobel de Química. Desde entonces se cuenta en obstetricia con oxitocina sintética altamente purificada que se emplea, básicamente, como inductora del parto.

En España, en la mayoría de los hospitales se recurre a la oxitocina por protocolo; es decir, que en cuanto una parturienta llega al centro se le administra oxitocina química a través de un goteo intravenoso.


Enciclopedia Médica y Psicológica de la Familia


Voy a empezar esta historia con el título de una canción de Los Secretos que decía Soy como dos y te voy advirtiendo, querida, queridísima, juguetito mío, bomboncito de licor con guinda, luz de donde el sol la toma y, ya de paso, de todos los flexos eléctricos de esta casa, incluyendo éste bajo el que escribo aprovechando tu sueño que es mi tranquilidad y mi reposo y el único momento que tengo para mí, te voy advirtiendo, digo, que nunca me gustaron Los Secretos, más que nada porque en la época en que tenían que gustarme (los quince años, edad en la que se entiende que es cuando una debe tararear canciones de amor) no me permití que me gustaran y me negué tozudamente a que se instalara en mi cabeza ninguno de los estribillos de sus canciones por muy pegajosos que fueran, que lo eran, y si me pillaba a mí misma tarareando Déjame me ponía inmediatamente a cantar bien alto Bela Lugosi Is Dead como si de una letanía se tratara para exorcizar los malos pensamientos, porque lo que ellos hacían era blandipop y lo que nosotras escuchábamos (y nosotras éramos Sonia, Tania y yo, tres adolescentes que lucíamos similares cortes de pelo palmera, vestíamos las mismas túnicas negras hasta los tobillos y llevábamos idénticas muñequeras de pinchos, emulando a Robert Smith y a Siouxsie) eran músicas más siniestras, infinitamente más a tono con nuestro estado de ánimo que oscilaba, por aquel entonces, entre el Hoy tengo ganas de hacerme cortes en el brazo con una cuchilla de afeitar y el No sé si esta acuciante náusea en el estómago es producto del asco existencial o de los tres días que llevo sin comer.

Pero no era de mis gustos musicales de lo que quería hablarte al mencionar aquella canción, sino de por qué tanta gente se siente dos dentro de uno, de por qué yo siempre me he sentido dos. Una, mi yo esencial, la persona que verdaderamente soy bajo todas estas capas de cebolla de disfraces y convenciones sociales que se superponen unas a otras y esconden lo que hay en el interior, en mi centro mismísimo, en el círculo último y oscuro: una criatura escondida que se alza intacta desde las memorias de infancia, sosteniendo como puede el peso de mi vida y de las secretas razones que la mueven. Y la otra, la persona que no soy pero que siempre creí ser a partir de lo que los demás decían que era: un absoluto, auténtico y soberano desastre. Porque desde que recuerdo he escuchado a mi madre decir según entraba en mi habitación: «Hija, mira que eres desastre, que tienes tu cuarto hecho una leonera.» Y también una histérica, porque así me ha llamado siempre mi hermano Vicente: «Eva, te quejas de vicio porque eres una histérica.» Y, cómo no, una inmadura, o eso deduje de los comentarios de Asun, que no paraba de decir que su hermana pequeña (yo, la desastre e histérica) nunca se casaría porque en el fondo no era más que una inmadura incapaz de sentar la cabeza: «Eva, te diré, no es capaz de decidirse por uno o por ninguno, y así se está ganando la fama, ya sabes…» Y por supuesto una gorda, o eso se entendía por las miradas desdeñosas que me dirigía mi hermana Laureta cada vez que me veía comiéndome una chocolatina: «Y luego te quejarás de que no te caben los vaqueros.»

Eva (la desastre, histérica, inmadura y gorda, yo misma), a pesar de todo, no era exactamente como los demás creían.

Y eso, supongo, le pasa a todos. Y también te pasará a ti, porque nadie, ninguno de nosotros, constituye un todo material y tajantemente construido, idéntico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como si se tratara de una escritura de propiedad o un testamento, sino que cada cual se parece a un caleidoscopio que cambia de forma según quién y dónde se le mire, por mucho que mantenga siempre los mismos elementos que, agrupados, crean los dibujos en los que los demás se recrean; o a una pantalla en la que los otros proyectan sus propias ilusiones, carencias, decepciones y frustraciones, y así reconocen antes lo que quieren ver que lo que realmente hay, porque la imagen proyectada no es sino un espejismo inasible, pues lo material sólo es la superficie reflectante que hay debajo. Y es que cada cual, enfrentado a otra persona, colma la apariencia física de quien está viendo con todas las ideas que sobre él o ella albergara y, en el aspecto total que del otro imaginamos, esos prejuicios acaban ocupando la mayor parte.

En el instituto teníamos un profesor que se llamaba José Merlo y que fue nuestro amor imposible («Nuestro» significa de Sonia y mío. A Tania no le gustaba porque por entonces no le gustaba nadie, o sí le gustaba alguien, pero no tenía valor para decirlo, y lo que no se nombra no existe, de forma que a efectos oficiales Tania era un ser con un pedernal en lugar de corazón).José Merlo también era dos: el esencial era un hombre encantador, culto, apuesto (aire de Roma andaluza le doraba la cabeza) y exquisito (donde su risa era un nardo de sal e inteligencia) con un solo defecto: no se atrevía a vivir por sí mismo y lo hacía a través de las palabras de los demás; y el otro José, el que se había ido adhiriendo con el tiempo al esencial, el que el José primigenio veía a través de los ojos ajenos, era un perverso degenerado, porque el primer José toda su vida había oído decir a su alrededor que un hombre que ama a otro hombre no merecía más que los tormentos eternos del infierno (no olvidemos que José Merlo tenía casi cincuenta años cuando yo tenía quince y que se crió en una sociedad en la que lo gay no estaba de moda, en la que lo gay, por no estar, ni siquiera estaba, porque en aquellos tiempos no se era otra cosa más que maricón, y maricón no era un apelativo cariñoso de los que dirigen los chicos modernos a sus amigos en las barras de los bares de diseño, sino un insulto de los de encono y saña y de los de eso no me lo dices a mí en la calle), de forma que el José esencial odiaba al otro José, a la maricona asesina de palomas, a la perra de tocador, de carne tumefacta y pensamiento inmundo, al enemigo sin sueño del Amor que reparte coronas de alegría. Porque José Merlo, como cualquier profesor de Literatura de instituto y como buena marica reprimida, adoraba a Lorca, que era otra mariquita triste, y por eso, cuando se prendó de David Muñoz, el guapo de la clase del que estaba enamorado medio instituto (pero no Sonia y tampoco yo, porque unas siniestras como nosotras no nos íbamos a prendar, faltaba más, de un niñato que sí escuchaba a Los Secretos; y mucho menos Tania, por lo que ya he explicado antes) y que evocaba más a Cernuda que a Lorca, porque tenía más de marinero que de torero (era David más bien de labios salados y frescos que se intuían dúctiles al deseo, era David un moreno que parecía recién salido de un anuncio de Gaultier antes de que los anuncios de Gaultier existieran siquiera, cuando la tele sólo tenía dos canales y podíamos ver, como mucho, anuncios de Varón Dandy que a nadie podrían poner cachondo), José Merlo, que ya fumaba, se puso a hacerlo como un carretero, a razón de dos paquetes de negro diarios, y fue dejando que las noches lo enredaran en sus esqueletos de tabaco (otra vez Lorca) de tal modo que acabaron por materializarse en enfisema y, tal era la desesperación de su odio contra sí mismo, que ni siquiera por ésas dejó de fumar. Y de eso murió. No sólo la muerte le cubrió de pálidos azufres, también le ennegreció los pulmones de alquitrán. De un cáncer murió, dirían los médicos.

Pero yo diría que no, que no fue el cáncer el que lo mató, sino su Otro. Yo creo que el yo impostado, el que la mirada de los otros le impuso, asesinó a su yo esencial, que la tristeza que tuvo su valiente alegría lo mató para siempre, quejóse Merlo, incapaz de quererse a sí mismo pero incapaz también de suicidarse a la manera clásica (es decir, de un golpe contundente y certero, tipo salto por la ventana, corte de muñecas o ahorcamiento), se fue matando lentamente: no dejó de fumar porque no quería vivir.

Cuando José Merlo murió yo tenía veintiséis años y ya no llevaba túnicas ni muñequeras, entre otras cosas porque ya no estaban de moda, y había acabado la carrera y me sabía por supuesto de memoria a Lorca y a Cernuda (cambié las túnicas por unos vaqueros y las muñequeras por una pulsera de plata azteca que me regaló Sonia con ocasión de mi vigésimo cumpleaños), ya no escuchaba a The Cure sino a Portishead, pagaba yo misma mis facturas y la hipoteca de mi apartamento y, aunque desde fuera pareciera una, y entera, desde dentro éramos dos.

A esa edad yo elegí para matarme otro veneno de baja intensidad, pero también legal. La verdad es que lo había elegido hacía mucho, en la época de las túnicas y las muñequeras, pero había sabido contenerme y, hasta entonces, me envenenaba lentamente y con mesura, espaciando las dosis. Quizá fuera la muerte de mi antiguo profesor la que disparó el mecanismo de autodestrucción, no sé cuánto tuvo que ver el dolor de ver morir a José Merlo con la saña destructiva de un yo contra otro yo, pero sí sé que fue más o menos a aquella edad cuando la cosa se recrudeció. Yo elegí, sin saber siquiera que lo había elegido (y lo peor de todo es que las elecciones inconscientes son las únicas sinceras), matarme a base de copas haciendo honor al viejo dicho que reza «alicantina, borracha y fina»; y lo cierto es que si hubiera seguido al ritmo que llevaba, quizá hubiera recorrido un camino parecido al de José Merlo, sólo que en lugar de palmarla de un enfisema habría sucumbido a una cirrosis.

Yo creía que me lo pasaba bien navegando en un turbulento mar de alcohol que amainaba las heridas sin llegar nunca a puerto; creía de verdad que había algo de heroico en levantarse sudando ginebra y lágrimas al lado de un bulto sin identificar, con la resaca como una piedra atada a una soga que colgara de mi cuello y que me arrastrara hacia el fondo de unas sábanas extrañas y arrugadas de las que no podía despegarme.

Yo creía de verdad que cada copa era como una llave mágica capaz de abrir celdas interiores desde donde liberar sentimientos y recuerdos reprimidos; creía de verdad encontrar confesores discretos y solidarios en los compañeros de borrachera y refugio en las barras de los bares en las que mis dolores no tendrían que rendir exámenes ni explicar sus orígenes.

Yo creía, lo creía de verdad, que estaba salvada si me jugaba a los bares mis últimas fichas, creía en las letras de los tangos y en la mística de las barras, y así me convertí en la loca que busca en el licor que aturda la curda que al final ponga el punto final, el último golpe de gracia y talento a la función, corriéndole un telón al corazón, casi sin esperar a oír el último aplauso.

Pero no conseguí nada, ni telones en el corazón ni telarañas, ni siquiera unos visillos blancos, y allí seguía el muy puto corazón, a la intemperie, diseccionado, con las arterias obstruidas y mermada la fuerza de contracción. Ya no es Cernuda ni Lorca el poeta homosexual que citaría, porque yo, a fin de cuentas, nunca aspiré a ser profesora y a Gil de Biedma no se le enseña en clase, o al menos no se le enseñaba cuando yo llevaba túnicas negras y muñequeras de pinchos y cuando David Muñoz era la estrella de mi instituto; no lo citó jamás José Merlo, pero lo cito yo para explicarte que la otra, mi embarazosa huésped, la otra yo dentro de la una que éramos dos, recorría las barras de los bares últimos de la noche y las calles muertas de la madrugada con ojos de perdida, bebiendo hasta perder el control (siento citar de nuevo a Los Secretos, pero es que venía a huevo), y cuando llegaba a casa en la cabina de un ascensor de luz amarilla, y se paraba a verse en el espejo y miraba su cara abotargada, y su sonrisa de muchacha soñolienta, y sus ojos de huérfana verdadera, caía en la cuenta de que sus borracheras torpes ya no tenían puta la gracia y de que sus juergas de adolescente resultaban patéticas habiendo ya cumplido treinta años, y entonces abría la puerta de un apartamento sucio y avanzaba a tientas por la casa tropezando con los muebles y me arrastraba a mí a la cama, a dormir con ella, perra enferma, arrepentida y furiosa de impotencia.

Así que sin elegirte te elegí porque, repito, son las elecciones inconscientes las únicas sinceras y yo, conscientemente, nunca pensé en tenerte, pero ¿no es curioso que en todos aquellos años que pasé borracha nunca se me olvidó enfundar en condones los aparatos de mis amantes esporádicos o que, cuando me embarcaba en una relación más larga, no hubiera resaca ni borrachera capaz de hacerme olvidar la ingesta diaria de mi pastillita blanca ni hubiera vómito que arrojara de mi estómago la mágica pildorita (como le sucedió, por ejemplo, a mi vecina, cuya hija fue el resultado de una noche de amor, por supuesto, pero también de una indigestión en la que devolvió el desayuno y con él la Ovoplex que el primer café de la mañana había ayudado a tragar) y, sin embargo, fuese precisamente tras dejar de beber cuando olvidé una noche, disuelta en esa niebla del cuerpo absorto en sus propios misterios, mis precauciones profilácticas y me abrí de piernas y de paso a la posibilidad de que existieras?

Me escindí en dos entonces, pero no en dos enfrentadas sino en una que crecía dentro de otra, que se hacía sitio dentro de la otra, desplazando sus órganos internos para crear los suyos, bebiendo de la sangre de su anfitriona como un vampiro bienvenido, un vampiro interno y propio y deseado que sorbía su vida por el cordón umbilical a modo de pajita. Y durante nueve meses fui dos, pero por una vez no dos rivales, sino dos organismos perfectos, simbióticos, aliados, como aquellos soldados espartanos que entraban en batalla enamorados y cuyo amor los volvía invencibles, y nunca fui más fuerte pese a que nunca fui más torpe, pese a que al final ni siquiera pudiera caminar sin ayuda, pese a que las señoras me cedieran los asientos en el metro conmovidas ante mi aparente desvalimiento. Tuve que convertirme en dos para dejar de ser dos, porque una de ellas iba a matarme, pero en lugar de matar creé vida, y así sobreviví.


Tú tienes once días de vida. Y yo he jurado que me iba a sentar frente al ordenador y no me iba a mover de aquí durante dos horas hasta que acabara alguna página. Hace poco, días antes de que tú nacieras, pensaba que nunca más podría escribir. De hecho, apenas he tocado el ordenador durante casi nueve meses, puede que más, a excepción de un capítulo que redacté en Santa Pola para una novela cuya protagonista lleva tu nombre, capítulo que luego tiré y novela que no sé si alguna vez continuaré. Total, para qué, si es casi seguro que compartirá la misma triste suerte de sus hermanas mayores y acabará la pobre criando polvo en un cajón. Lo que sé es que ahora mismo me resulta imposible hablar acerca de algo que no seas tú. Y yo.

Desde este carrusel hormonal y vital al que de pronto me encuentro subida, no me veo capaz de escribir de otra cosa que no sea lo que estoy viviendo. Ahora, no esperes tú ni espere quien lea esto encontrarse con una autobiografía o un diario al uso. Estas palabras están desprovistas desde el principio de la intención de querer convencer a la ajena voluntad de la veracidad de su contenido: no pienso ser fiel a la realidad, entre otras cosas porque dicho propósito sería imposible, ya que la realidad es multiforme y la memoria una farsante que interpreta el pasado según le da la gana, lo cual quiere decir que aunque una albergue la firme intención de contar las cosas tal y como fueron, siempre acabará contándolas tal y como las recuerda, que no es lo mismo.

Cualquiera se encuentra un día, hablando con sus hermanos o familiares, con que cada uno de los asistentes a un mismo momento (pongamos como ejemplo una cena de Navidad) recuerda un episodio distinto pese a que todos, en teoría, compartieron el mismo: Era pavo. No, te digo que era pollo. Qué va, cenamos lenguado, estoy segura. ¿Cómo vamos a cenar lenguado, desde cuándo hemos cenado lenguado en esta casa? Y la que se emborrachó y dijo aquellas tonterías fue mamá, no la tía Reme. ¡Pues claro que fue la tía Reme, que se arrancó a cantar tangos como una descosida, si además tu madre casi no bebe! Y así hasta el infinito…

La memoria se rige según sus propios caprichos: es petulante y da o quita sin razones lógicas. Y, a veces, trae a la luz desde lo oscuro un pasado presente de repente pero que no existía hasta entonces (ese lenguado de cierto restaurante que nos trae de forma abrupta el recuerdo de cierta Nochebuena en la que la tía Reme se emborrachó y empezó a decir tonterías, cuando hasta entonces nunca nos habíamos acordado ni del lenguado ni de la cogorza de la tía Reme), dándole la vuelta a los hechos como si se trataran de un abrigo muy usado, como si el tiempo y las certezas fueran reversibles. Pero, ¿es verdad que lo recordamos? Quizá lo hemos imaginado, o quizá hemos reconstruido una historia a partir de ciertos datos, añadiendo luego otros que sólo corresponden a la cosecha de nuestra imaginación.

Recuerdo por ejemplo una historia que alguien contaba en una película, Session 9, y que, por lo visto, estaba basada en un suceso real. Resulta que una jovencita, paciente de un hospital psiquiátrico, particularmente agresiva y reticente al sexo, se sometió a unas sesiones de regresión. Bajo la hipnosis dirigida por su terapeuta, la atribulada paciente acabó recordando que su padrastro la violó varias veces cuando ella era aún prepúber, reviviendo aquellos -convincentes- episodios con todo tipo de detalles escabrosos y paso a paso, primero las caricias iniciales más o menos inocentes, después los tocamientos que dejaban de ser cariñosos para convertirse en sospechosos hasta llegar, finalmente, a la penetración pura y dura. La madre de la chica, informada por el terapeuta y ya divorciada del (ex) padrastro, ardió en santa ¿y justificada? indignación: no bastaba con que el hombre bebiera como un cosaco, con que le pegara día sí y día también, con que le pusiera cuernos con todo lo que se moviera… ¿tenía además que llegar a profanar lo más sagrado, la virtud de su pobre hijita? Así pues, la madre interpuso una denuncia por estupro aun sabiendo que iba a resultar difícil probar lo que sucedió. O lo que no sucedió, pues los abogados del ex padrastro descubrieron un informe clínico que probaba que la chica era virgen cuando contó la historia y desmontaron, por tanto, toda la narración, desde los primeros besos hasta el estupro consumado. Lo que yo me pregunto ahora es, ¿era real la historia si ella la vivía como tal? ¿O quizá la chica exorcizó de aquella manera el deseo reprimido hacia el padrastro culpándole a él de unos apetitos que vivían en su imaginación pero que ella no podía admitir? De ese modo, al imaginar una violación, recreaba algo que hubiera deseado -seducir al padrastro- pero librándose del sentimiento de culpa, pues le adjudicaba al objeto de sus fantasías la responsabilidad de las mismas.

Del mismo modo, lo que yo pueda o no recordar puede ser, o no, del todo exacto. Al fin y al cabo, ¿qué es mentir sino recordar algo que no ha sucedido?

Por eso mismo esto que escribo, que seguiré escribiendo, no va a ser más que una retahila desordenada de notas. De hecho, no sé muy bien lo que es o en lo que se convertirá. Es la primera vez que me siento frente al teclado con tan poca idea de por dónde va a Transcurrir lo que sea que acabe contando. Y esto se debe a que tu madre, como ya descubrirás con el tiempo, es un poco control freak y antes de preparar un libro necesita tener una idea clarísima de lo que va a contar, lo que supone la organización previa de esquemas, notas de protagonistas, lecturas y documentaciones varias; la inclusión en el dossier, si hiciera falta, de recortes de periódicos, mapas del lugar donde se supone que la trama transcurre, entrevistas con personas reales que pudieran parecerse a los futuros personajes imaginarios, y un concepto clarísimo del principio, nudo y desenlace de la historia a relatar. Y todo esto ¿para qué? Para nada. Para que luego nadie quiera publicar sus novelas.

Muchas veces pienso que esto responde a una necesidad desesperada de ordenar el mundo: ya que aquel en el que vivía siempre me pareció inordenable y gobernado por el caos más absoluto, al menos me quedaba el consuelo de instituirme en demiurgo de una realidad paralela en la que las cosas respondieran a un plan preciso. El mío.

El problema es que una cosa es tener vocación y otra tener talento. Y yo estoy segura de que tuve la primera, pero no tanto de que llegara acompañada por el segundo. Sabido es que toda obra tiene que ser imperfecta, como lo es que la menos segura de las contemplaciones estéticas es siempre aquella que hemos creado nosotros mismos, pero ni siquiera estas dos certezas me animan a pensar que la magnitud de mis capacidades no fuera inversamente proporcional a la de la disposición que las animara. Te diré: yo, desde pequeñita, quería ser escritora. Desde que recuerdo, creo, aunque ya te he explicado que la memoria es mentirosa. En primero de Básica escribía cuentos sobre duendes del bosque y princesitas valientes, los ilustraba con ceras Plastidecor y encuadernaba con grapas. Después llegaron las poesías adolescentes y los primeros relatos de cinco páginas, y más tarde los pequeños premios literarios de ayuntamientos perdidos, los accésit de concursos un poco más importantes y los cuentos publicados en alguna antología de tercera fila. Terminé la carrera de Filología Hispánica, después hice un curso del INEM de corrección y edición y acabé trabajando de negra para una famosa presentadora de televisión que presuntamente escribió un libro titulado Cómo conseguir a ese chico que te gusta (pero ésa es otra historia, como diría Moustache, el camarero, en Irma la dulce); de correctora de textos y/o lectora para varias editoriales, de consejera sentimental (bajo seudónimo, y haciéndome pasar por sexóloga) para una revista de adolescentes y de reportera dicharachera en una revista femenina, amén de ocuparme de la sección cultural semanal de un programa de radio.

Y ya ves, a lo tonto te he resumido en apenas una docena de líneas más de diez años de trayectoria laboral. En esos diez años escribí tres novelas: la primera la envié a veinte editoriales y todas me respondieron con la misma carta tipo: «Le agradecemos que nos haya enviado su manuscrito, pero lamentamos informarle de que no está previsto en nuestros planes editoriales, bla, bla, bla.» La segunda, aconsejada por los mismos editores de las casas para las que trabajaba, se la envié a una agente que me dijo que la novela era impublicable pero que «apuntaba maneras» (como si yo fuera un torero) y aceptó firmarme un contrato de representación para el caso de que escribiera una tercera novela menos densa, obra que escribí, claro, y que la agente encontró mucho más interesante, opinión que no compartió editor ninguno, puesto que el pobre libro, tras haber recorrido los despachos de todas las editoriales del país (incluidas aquellas que contrataban mis servicios de correctora) acabó compartiendo cajón con los otros dos pero habiendo conocido mucho más mundo, eso sí, que sus hermanos mayores. Y entretanto yo vivía amargada porque me tocaba hacer editings, esto es, corregir y rehacer auténticos bodrios de calidad ínfima e interés nulo que ni tenían enjundia literaria ni historia interesante, ni sinceridad, ni fuerza ni nada, que por no tener no tenían ni ortografía, pero que habían sido escritos por periodistas conocidos, esposas o amantes de editores o escritores, primos hermanos de directores de periódicos o, cómo no, incluso por los propios directores de periódicos o por sus jefes de sección, que redactaban el manuscrito pero nunca lo firmaban.

Lo curioso es que acabé publicando, pero a mi pesar, y no precisamente una novela. Me explico: como te he dicho antes, a los trabajos de correctora y negra añadí en mi currículo la redacción de reportajes para una revista mensual y mi aparición semanal en un programa de radio nocturno en el que me encargaba de la sección de Cultura. No es que mi firma tuviese ningún valor o mi nombre fuera demasiado conocido pero, de alguna manera, se me podía llamar periodista. Así que mi agente, inasequible al desaliento, y que aún seguía confiando en mí pese a no haber podido colocar mi novela en ninguna parte, me puso en contacto con la editora responsable de una colección de libros-testimonio destinados al público femenino que ya había sacado al mercado tres títulos: Prostitutas: el mercado de la carne, Maltratadas: el drama oculto y Anoréxicas: el precio de la belleza. Cada uno recogía testimonios de mujeres y les daba forma en diferentes capítulos con nombre e historia propios (desde el bellezón despampanante que entretiene a altos ejecutivos en D'Angelo hasta la puta arrastrada que se vende en la calle Montera por nueve euros; desde la marquesa consorte que lleva años disimulando moratones bajo la base de maquillaje reflectante de Chanel hasta la analfabeta virtual que limpia escaleras y vive en una casa de acogida; desde la ex top model que se niega a dar su nombre y que vivió a base de anfetaminas durante todos los años en los que estuvo desfilando hasta la estudiante ejemplar que subsistió sólo con tres manzanas diarias y a la que acabaron por ingresar de urgencia, gravemente desnutrida, en el hospital del Niño Jesús, etc., etc., etc.). Luego se le añadía al libro un prólogo, a poder ser de alguna famosa que hubiera vivido en sus propias carnes el drama en cuestión, y un epílogo que recogiera estadísticas sobre el tema. Y a vender.

Tras las putas, las maltratadas y las anoréxicas, les tocaba el turno, en buena lid, a las drogadictas, y para darles voz hacía falta una periodista que a poder ser hubiese colaborado en revistas femeninas. La verdad es que yo en realidad soy filóloga, pero teniendo en cuenta mi pluriempleo se me podía considerar cualquier cosa. Y así fue como tu madre se encontró escribiendo su segundo libro por encargo (el primero fue el que firmó la presentadora pija) y entrevistando a yonquis chandalistas, ejecutivas cocainómanas, niñas in-diepastilleras, universitarias porreras y amas de casa enganchadas a los tranquilizantes o a la botella, no tanto porque le hiciera particular ilusión tratar con unas y con otras como porque se había encontrado un mes con que estaba más pelada que el chocho de la Nancy y con que el banco amenazaba con embargarle la casa a cuenta del impago de los últimos plazos de la hipoteca. Finalmente resultó que escribir un libro semejante resultaba más apetecible que ponerse a trabajar ella misma en el D'Angelo, y así fue como nació Enganchadas: ellas nunca dicen no, que acabó agotando ¡catorce ediciones!, que se dice pronto (hazaña sólo comparable, en lo que a obras de no ficción destinadas al mismo tipo de público se refiere, al pelotazo de la Alborch con Solas), y haciendo famosa a tu madre de la noche a la mañana y muy a su pesar, porque a tu madre -que había aspirado a darse a conocer como escritora seria y que siempre pensó que aquel libro, al igual que los otros integrantes de la Colección Femenino Plural, pasaría más bien desapercibido- no le hizo ninguna gracia saltar a la palestra como escritora de best sellers sensacionalistas. Y te cuento esto porque a ti te llevé en el vientre, necesariamente, cuando hacía la gira de promoción, que se organizó aprovechando la salida de la decimoquinta edición. Pero ésa es otra historia, como diría de nuevo Moustache en Irma la dulce, que te contaré más adelante.


Ayer se pasó a verte Elena, la vecina, y me estuvo contando que había visto a nuestra común amiga Nenuca en Marbella, donde se dedica al cultivo exhaustivo de la nada más absoluta, y es que Nenuca no trabaja porque no lo necesita: su familia es lo suficientemente rica como para que ella no tenga ni que pensar en ganarse los garbanzos. Y quien dice los garbanzos dice el todoterreno, el chalet ideal, la ropa de marca y los caprichitos varios. Y Elena comentó al respecto: «Yo no entiendo cómo puede vivir así, ¿no se aburre? Estoy segura de que con el tiempo va a acabar frustrada, nadie puede vivir sin hacer nada de provecho.» A lo que yo respondí: «Pues yo podría divinamente, es más, sería mi sueño: saber que no tengo que trabajar el resto de mi vida.» Elena: «No me lo creo, tú escribirías, seguro.»

Sí, claro. Escribiría, leería, pintaría incluso… Pero no publicaría lo que escribiera, no me sometería al escrutinio constante de críticos, admiradores, detractores, amigos, enemigos, ex amantes, ex amantes de ex amantes, conocidos de conocidos y desconocidos varios. Podría quizá hacer ediciones especiales y limitadas para mis amigos o, como el Sebastián Venable de De repente, el último verano, dejar constancia expresa de que mis escritos sólo podrían publicarse tras mi muerte (por cierto, que lo mismo hizo Katherine Hepburn -Violet Venable en la película- con sus memorias), cuando a mí ya no pudieran herirme los aguijones y las flechas de la maledicencia ajena. Porque si ya sufrí bastante con todo el revuelo que se organizó a cuenta de Enganchadas (unas críticas feroces que me acusaban poco menos que de incitación a la politoxicomanía y un escándalo sonado cuando unas fotos mías aparecieron en la portada de la revista Cita, pero de esto ya hablaré más adelante), que al fin y al cabo era un libro que me daba bastante igual, no quiero ni imaginar lo que sufriría si me atacaran por una obra que tratase de algo más personal, un libro en el que hubiera volcado mis experiencias, mis sentimientos, mi vida. Me he pasado la mitad de ella anhelando publicar y, cuando finalmente lo hice, descubrí tantas paradojas al respecto de la misma que tuve que agradecer al Todo Cósmico, o a la Divina Providencia, o a quienquiera que rija este universo de locos, que mis tres novelas anteriores no se hubieran publicado, pues me di cuenta de pronto de que, de haberlo conocido, probablemente no hubiera sobrevivido al éxito: no hubiera soportado verlas escrutadas, despedazadas, arrastradas. De esta forma me consuelo por no haber alcanzado a culminar mi sueño, sueño que, en teoría, aún podría cumplirse aunque empiezo a sospechar que nunca se materializará. Lo malo de haber albergado un sueño que tuvo visos de ser posible es que aparejó la verdadera desilusión. Porque si hubiera soñado desde pequeña con algo más grande, con ser reina o astronauta, por ejemplo, no me hubiera costado tanto resignarme a no serlo al crecer. El sueño que promete lo imposible ya nos priva con su propia promesa de su consecución, pero un sueño accesible delega en nosotros su solución: nos parece que si no se ha cumplido es nuestra la culpa y no del azar o del destino. Y, así, me temo que yo moriré como he vivido, en el baratillo de los fracasados.

¿Que por qué te cuento esto? Porque según tecleo me tengo que enfrentar a la posibilidad de que lo que escribo ahora mismo, estas palabras sólo para ti, pudieran publicarse (ésta es una carta para ti, en principio, pero todo lo escrito se escribe en realidad para uno mismo, y a partir de ahí para el Otro o la Otra que uno lleva dentro y que representa también al Otro u Otra que son los demás, porque toda carta, decía Derrida, está condenada a viajar interminablemente, tanto por su plurivocidad como por la indeterminación inconsciente de su destino, y ya me ha salido la vena filóloga y me he puesto pedante), y es que tanto mi agente como la editora de Enganchadas no hacen más que decirme que por qué no escribo sobre la maternidad, ansiosas como están de repetir éxito ahora que el público me conoce (eso sí, no aceptaron mi propuesta de editar, aprovechando el tirón de mi recién adquirida popularidad, algunas de esas tres novelas inéditas que duermen en el cajón, ya ves) y no estoy muy segura de que merezca la pena exponerse tanto, porque sé que cualquier libro que hiciera sobre el tema acabaría tratando sobre ti.

Pero tú y yo tenemos un problema: necesitamos dinero. (Dinero, dinero, metal sin corazón, no compra lo que quiero, que decían el tango y mi tía Reme, pero sí paga las facturas.) Y la única forma en la que tu madre ha demostrado, hasta el día de hoy, que sabe conseguir tan vil metal es escribiendo. La pena es que ahora mismo tu madre, yo, se ve incapacitada para hacerlo sobre otra cosa que no seas tú y tus circunstancias, las razones por las que llegaste, a través de mi cuerpo, hasta aquí. Y escribir sobre ti es arriesgarse mucho, es poner la propia vida en bandeja, festín en una orgía de palabras que muerden, a disposición de cualquiera que desee trincharla y desmenuzarla. Sí, por supuesto, estas notas se expurgarán convenientemente y se eliminará cualquier referencia que pueda hacer reconocible a algunos personajes, se cambiarán los nombres y me escudaré además en eso que se dice de que la ficción es siempre ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Aunque, a fin de cuentas, ¿qué es realidad? Algo tan maleable, gaseoso e inasible… En fin, no tengo ni idea de si esto se publicará o no. Puede que te dé estas notas cuando cumplas los dieciocho años y entonces tú decidirás. O, si resuelvo publicarlo antes, lo haré previa poda y censura y luego tú tendrás el dudoso honor y privilegio de acceder a las partes no rechazadas, para que sepas qué tipo de madre te ha tocado en gracia. De todas formas, para cuando estés en condiciones de leer esto, me temo que ya tendrás una idea bastante precisa sobre el particular.

(Por cierto, cuando yo dudaba sobre si aceptar o no el encargo de Enganchadas, tu madrina Consuelo -una de tus muchas madrinas, porque tú eres demasiado especial para tener una sola-, doula en tu nacimiento y «hermana en dios» de tu madre -así se les llama a las mujeres que asisten al parto de otra-, insistía en recordarme, para convencerme de que escribir por dinero no es algo indigno ni mucho menos, que Dostoievski escribió El jugador a toda prisa porque necesitaba pagar unas deudas. Pues dicho -escrito- queda.)

Verás, me acuerdo de cuando tú llevabas cuatro meses o más dentro de mí y eras un feto que medía aproximadamente dieciocho centímetros y pesaba cerca de ciento veinte gramos. Algunas partes de tu esqueleto ya se habían endurecido en forma de huesos y los músculos del cuello y la espalda ya podían sostenerte la cabecita hacia arriba. Eras todo un pequeño ser humano, ovillada flotante en la placenta, donde el amor era un fruto que pesaba y maduraba, con diez dedos en las manos y diez dedos en los pies, cada uno rematado con su correspondiente uñita. Ya te movías y yo ya sabía que eras una niña. Y que te ibas a llamar Amanda. Pues bien, entonces tuve que ir a Barcelona a promocionar Enganchadas porque acababan de lanzar, como antes te dije, su decimoquinta edición. En Cataluña es tradición que los enamorados se regalen por Sant Jordi una rosa y/o una espiga de trigo (según rezaba la tradición, el chico debía regalarle a la chica una rosa y una espiga, símbolos del amor y la fertilidad, y ella a él un libro, pero con la emergencia de lo políticamente correcto y el auge del movimiento gay, ahora cada cual regala rosa, o libro, o ambas cosas, sin que el género del destinatario cuente demasiado). La cuestión es que la calle se llena de tenderetes y casetas de venta de libros y flores y hay una muchedumbre enorme que se desplaza de un lado a otro de la ciudad, rosa o libro en mano, a la búsqueda del amante; o con las manos vacías y ávidas de comprar el susodicho ejemplar o la rosa que, si no se destinan al enamorado, irán a parar a la madre, la tía, la mejor amiga, la vecina del quinto… (Yo, sin ir más lejos, recibí aquel mismo día unas quince rosas, todas ellas con su correspondiente espiga pese a que a mí puñetera la falta me hicieran los amuletos para la fertilidad.) El caso es participar en la fiesta, regalar y ser regalado.

Como suele suceder con la mayoría de las tradiciones, ésta también se comercializó, lo que significa que las librerías catalanas encargan los pedidos más grandes del año para el día de Sant Jordi, que las editoriales envían en esa fecha a sus escritores estrella a firmar libros a Barcelona, y que hay un montón de autores que se enfadan con sus editores porque no les han considerado lo suficientemente importantes como para pagarles un billete y una noche de hotel a fin de que en tan señalado día puedan encontrarse firmando sus obras en un puesto de las Ramblas. Y no sé a qué les viene el cabreo, porque si al final conmovieran a sus editores y les tocara hacerse el paseíllo de tenderete en tenderete igual hasta se arrepentían de tanta súplica tras acabar baldados (no, si ya lo decía santa Teresa, líbrame Dios de las plegarias atendidas), porque al escritor firmante en Sant Jordi le despiertan a las siete de la mañana y desde las diez hasta las nueve de la noche (exceptuando la pausa de la comida) se las pasa de caseta en caseta, desplazándose de un lado a otro de la ciudad y firmando libros hasta que se le agarrotan las articulaciones. Eso si tiene suerte, como yo -toco madera-, y firma, que también los hay que se la pasan mano sobre mano mirando desfilar al gentío y sin que nadie les venga con un triste ejemplar de su obra.

En fin, que debían de ser la seis de la tarde y estábamos en el puesto de El Corte Inglés tu tía Paz (tía adoptiva y no biológica), Bea (la chica de prensa de la editorial) y yo, alucinadas ante el panorama que se nos presentaba: frente a nosotras había una fila, una fila, de gente que venía a comprar un libro sobre el que se estampara una firma MÍA, de tu madre. Bien que no se trataba de una fila muy larga, en realidad no habría allí más de cinco personas (dos casetas más allá Andreu Buenafuente tenía a una masa de cientos de individuos apiñándose y poco menos que pegándose codazos por conseguir su rúbrica estampada en un libro de monólogos), pero seguía siendo una fila, y ya era más de lo que tenían otros escritores que miraban al tendido con cara de aburrimiento y mano inmóvil. Me invadió un sentimiento ambiguo: por una parte me halagaba tener lectores, y estaba segura de que el día en que la suerte cambiara y me encontrase de la noche a la mañana sin ellos me vería más deprimida que Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, por mucho que prefiriera que mi público me amase más por una novela que por un libro de encargo (aunque, como bien decía tu casi madrina Consuelo, la misma que dijo aquello de que no era indigno escribir por dinero, al fin y al cabo Enganchadas era una mezcla entre libro de cuentos y nuevo periodismo; es más, acabó comparándolo con A sangre fría por aquello de la realidad confundida con la ficción, con lo cual si bien no contaba con lectores de novela, al menos sí contaba con lectores, y menos daba una piedra: con Consuelo por amiga, la que no se consuela es porque no quiere). Pero, por otra, los desconocidos me inspiran un miedo terrible, por no hablar del temor al compromiso y a la responsabilidad que a tu madre la caracteriza, y que hace que, cuando siente que alguien la admira por cualquier razón -razón, en cualquier caso, para ella incomprensible- se sienta agobiada por una especie de tenaza que le aprieta la garganta a fuerza de pensar que no va a estar a la altura de lo que esperan de ella. Es por eso que necesitaba a Paz y a Bea cerca, porque si no me hubiera visto incapaz de quedarme allí sentada, de dedicarles sonrisas a cada uno de mis «clientes» y de comportarme con cierta amabilidad.

Pues eso, que allí estábamos, la Bea, Paz y yo, cuando vemos emerger de entre la cola al joven más guapo que había visto yo aquel día (y te diré que, justamente ese día, había visto a unos cuantos), un adonis rubio de sonrisa de anuncio y ojos azul eléctrico que destacaba entre la multitud que recorre en Sant Jordi la ciudad como una blanca orquídea en un campo de amapolas. Codazo e inclinación de cabeza de Eva a Paz, gesto que se reproduce acto seguido, de idéntica manera, de Paz a Bea. A buenas entendedoras pocas palabras bastan. El adonis se presenta por fin ante mí y yo le dedico una sonrisa, esta vez completamente espontánea. Entonces él me dice que quiere que le dedique mi libro a «su princesa», y no me paro a pensar en lo cursi que resulta que un hombre le llame a su chica «princesa» porque pienso que un hombre como ése tiene bula para llamarle a su chica princesa, bomboncito o caramelito, y me sale del alma escribir sobre la primera página del libro: Nuria, princesa, ¡QUÉ suerte tienes! Que disfrutes el libro y, sobre todo, el novio, con salud. El chico desaparece y allí nos quedamos las tres comentando la jugada. «Las hay con suerte.» «Es que hombres así no quedan, guapo y encima cariñoso.» «Algún defecto tendrá, seguro… Que no es oro todo lo que reluce.» «Sí, fijo que escribe con faltas de ortografía.» «O es impotente…» Y no seguimos viboreando porque el escritor que está sentado a mi lado -un cuarentón desabrido con tripa y gafas de pasta que no tiene cosa mejor que hacer que escuchar nuestra conversación pues nadie ha acudido a que le firme- empieza a mirarme con cara rara.

Al rato aparece por una esquina de la caseta una chiquita rubia, bastante mona, que me dice: «Yo no vengo a que me firmes ningún libro, sólo quiero darte esta nota.» Me deja un papel azul sobre la mesa y desaparece. Guardo el papel en el bolso con la sana intención de leerlo más tarde, rogando a la Diosa que no se trate de una carta de amor enfebrecido del mismo tono delirado de algunas de las que suelo recibir por parte de lectoras de Enganchadas, enganchadas también ellas no sólo al libro, sino a todas las drogas habidas y por haber, y no lo leo hasta la mañana siguiente.

Aquí tengo la nota, la guardo para que la leas de mayor y para que tengas un recuerdo de cuando estabas dentro de mí.

Te la transcribo:


«Querida Eva, soy la "princesa" a la que has felicitado por el novio. Me encantó Enganchadas. Yo también estuve enganchada a la coca mucho tiempo, y me identifiqué absolutamente con el capítulo de Gloria… Pero esta nota no es para contarte mi vida. Es para decirte que el libro me gustó tanto que se lo presté a todas mis amigas y al final, como suele suceder en estos casos, una no me lo devolvió y me quedé sin él. De ahí que mi novio, que sabe lo mal que me sentó perderlo, me lo haya vuelto a regalar por Sant Jordi, pero esta vez ¡firmado! Me ha hecho muchísima ilusión.

»Sé que estás embarazada y quiero felicitarte de corazón. Yo tengo ahora treinta años y a veces pienso en tener un hijo, pero me asaltan un montón de dudas: ¿se me deformará el cuerpo?, ¿perderé mi libertad?, ¿sabré quererle? Por eso me parece tan importante que una mujer como tú escriba un libro sobre la experiencia, porque sé que no harás nada cursi ni lleno de tópicos. ¡Anímate a empezarlo! Y luego anímate a acabarlo, claro. Por favor… muchas te lo agradeceríamos.

Nuria»


Te diré que lo primero que me sorprendió fue la preocupación aquella por la posible deformación del cuerpo. En realidad, me pareció bastante frívola. Poco podía yo imaginar que acabaría compartiendo aquella inquietud que tan absurda me resultaba. Y sí, claro que se me deformó el cuerpo, aunque como tampoco es que antes del embarazo lo tuviera de top model, lo cierto es que no hubo que lamentar grandes desgracias.

Pero después venía su petición: que escribiera sobre mi estado.

Ya te he dicho que no era la primera vez que alguien me decía que debía escribir sobre el embarazo, o sobre mi embarazo (la verdad es que yo odio decir embarazo y prefiero decir preñez, porque la palabra embarazo implica algo vergonzoso, molesto, mientras que preñez reivindica la parte más animal del asunto). De hecho, todos me lo decían por aquel entonces, conocidos y desconocidos, amigos que me llamaban para felicitarme (por el éxito del libro o por mi nuevo estado o por ambas cosas) y periodistas que me entrevistaban, gente que me abordaba por la calle porque me acababan de reconocer (te digo que me hice muy famosa, sobre todo porque en el libro había testimonios sobre adolescentes que vivían la cultura del botellón o del éxtasis, y como el tema estaba candente, me llamaron para que participara en tropecientos mil programas de radio y en algunos debates de televisión), hasta el mismo portero del edificio me lo preguntó. En fin, tú imagínate que a Iñaki Gabilondo le sale una erupción en la piel y de repente todo cristo le pregunta si se está planteando escribir un libro sobre la dermatitis atópica. Pues más o menos así me sentía yo. ¿Qué iba a poder escribir? ¿De qué otra cosa iba a poder escribir? ¿Cómo evitar contar la realidad de mi embarazo, que en nada se parecía a esas vivencias color pastel que la gente gusta de asociar con lo que llaman «el estado de buena esperanza»? ¿Qué editorial iba a querer publicar algo así?:

«Hoy me he levantado con una náusea pegajosa en el estómago, como si me hubiera comido un kilo de toffees. Además, me dolía cada hueso de mi cuerpo. Cuando de alguna manera he conseguido arrastrarme hasta el cuarto de baño me he encontrado en el espejo con una réplica de mi persona a la que por poco no reconozco, porque no me acordaba de que las tetas me llegan hasta el ombligo. Y la verdad, no sé cómo había podido olvidarme, porque me duelen tanto que se me hace imposible obviarlas. En fin… ¡qué bonito es estar embarazada!»

Y es que, lejos del éxtasis sublime y la sensación de plena realización que se suponía que yo debía experimentar, llevaba cuatro meses más que largos viviendo lo que parecía ser la gripe más persistente de mi vida, un malestar físico constante, no lo suficientemente grave para que tuviera que guardar cama pero sí lo bastante insidioso como para que cualquier actividad física o mental me resultase una tortura, no digamos ya la promoción de un libro por los pueblos de España con sus correspondientes sesiones de entrevistas y firmas. Y, para colmo, todo el mundo, lectoras incluidas, empeñados en que escribiera sobre el bonito estado en el que me encontraba. Lo dicho: «buena esperanza» le llaman. Esperanza de que aquello acabara de una vez.

Cuando terminamos con las sesiones de firmas, y aprovechando que en el día de Sant Jordi los libros se venden con descuento, me compré, en la misma librería en cuya caseta había firmado el libro para Nuria la princesa, una especie de diario-ensayo cuya lectura me había recomendado fervientemente Elena: Tiempo de espera, de Carme Riera. Lo leí -o más bien lo devoré- en menos de una hora y, cuando lo cerré, me quedé con la sensación de que un abismo se abría entre la percepción del embarazo según la Riera y la realidad que yo estaba viviendo. En aquellas páginas -maravillosamente escritas, por cierto- se describía una especie de remanso idílico de días huecos y redondos, una paz derivada de la conexión mística entre la madre y el bebé. Nada que ver con lo mío: yo me sentía como la teniente Ripley teniendo que manejar una nave en la que se había colado un alien, con la diferencia de que no contaba ni con el valor ni con la resistencia física de la heroína galáctica. Además, ¿acaso nunca había vomitado la Riera, no se había mareado, no se cansaba, no le dolían todos y cada uno de los huesos?

Pensaba yo que quizá mi malestar físico no fuera otra cosa que una manifestación psicosomática: en realidad no quería tener un bebé, así que mi cuerpo estaba haciendo todo lo posible por rechazarlo. ¿No sería que ella era una mujer de una pieza, estable y serena, y yo poco más que una niñata inmadura e histérica? Acabé por escribir a la autora y le dije algo así como: «Me ha encantado tu libro, pero lo que describes no se parece en nada a mi vivencia del embarazo…» Ella me respondió a vuelta de e-mail, amabilísima, y vino a decirme que sí, que claro que había vomitado durante el embarazo y que lo había pasado tan mal como cualquiera, pero que, como el libro estaba destinado a su hija, quiso insistir en la parte más amable del proceso para que la niña pensara que ella había nacido como resultado de un acto de amor y no de una simple crisis de vómitos.

Yo no te quiero vender la moto de que el embarazo es un proceso maravilloso. De paso, tampoco quiero convencerte de que te ha tocado una madre estupenda ni pretendo que de mayor me idealices a base de ocultarte lo peor de mí. Mujer, no es que te lo vaya a contar todo, todo, pero uno de los problemas de ser despistada es el de que a los distraídos no sólo se nos da mal mentir, sino también economizar con la verdad, tú ya me entiendes, porque antes o después me olvido de que había algo que no debía decir y siempre acabo por meter la pata. Es decir, por ejemplo, que a qué vendría escribir aquí que nunca jamás dudé que quisiera tenerte o que el embarazo fue un estado pleno y dichoso de gozosa espera, si me conozco y sé que cualquier día, dentro de unos años, te acabaría contando la verdad a poco que tú me preguntaras. Espero que entiendas que yo no soy más que el vehículo que la Providencia o Dios o la Diosa o el Uno o el Todo o el Orden Cósmico o como quieras llamarlo puso a tu disposición para que tú vinieras al mundo, y que nunca tienes que esperar el tener una madre perfecta, porque yo no lo soy, ni de lejos.

De todas formas, me viene a la cabeza una frase que alguna señora con hijos me dijo una vez refiriéndose a la educación de los suyos: «Los niños aprenden más de lo que no se les dice que de lo que se les dice», con lo que quería decir que cuando les mientes, acaban por darse cuenta y la verdad que pretendía ocultárseles se les queda mucho más grabada que cualquier mentira que se les hubiera dicho. Algo parecido a lo que leí sobre niños con orejas de soplillo: si sus padres se empeñan en ocultar el defecto dejándoles crecer el pelo, los niños entienden que sus orejas son algo que hay que esconder a toda costa, algo repugnante, obsceno, y acaban mucho más acomplejados que si mamá les hubiera cortado el pelo al rape o peinado o con coletitas. La verdad es esquiva, juega al escondite, se repliega si la buscas, aparece cuando menos te lo esperas, y si intentas ignorarla se planta firme ante ti, agitando los brazos.

Te vengo a contar lo de los libros sobre embarazo porque este tema me tuvo muy interesada durante nueve meses. ¿Por qué, me preguntaba yo, si los dos acontecimientos límite en la vida del ser humano son, lógicamente, el nacimiento y la muerte, la una está tan tratada en la literatura mientras que el otro prácticamente no está descrito? Apenas hay descripciones de partos ni embarazos en los clásicos, omisión no tan sorprendente si se tiene en cuenta que el noventa y nueve por ciento de la literatura universal está escrita por hombres, y por eso queda constancia de los modelos exactos de botines que calzaba la Bovary (hasta Vargas Llosa tiene un estudio sobre el particular) y de sus desvelos para encontrar unas cortinas elegantes que le dieran un toque de distinción a su saloncito, pero nada se cuenta de esos largos nueve meses que pasó embarazada ni de las doce horas de parto que atravesó (si es que no fueron más) ni del mes de puerperio que debió pasar en la cama (como cualquier otra burguesita decimonónica). No recuerdo ningún párrafo que detallara sus vómitos matinales o sus problemas con el corsé cuando el pecho empezó a crecerle y la cintura a ensancharse. Es más, Emma tiene una niña, se la enchufa a la nodriza de turno y prácticamente nada más volvemos a saber de la pobre Berthe hasta que su madre se muere. Y vale, la Karenina se pasa el libro diciendo lo mucho que quiere a su niño pero, entre tú y yo, leyéndolo parece que quiera bastante más al teniente Vronski y, que yo recuerde, su amor por su hijo no le impide ni la frena a la hora de arrojarse al tren.

Pero es que tampoco encontré mucho más sobre embarazo o parto en la literatura moderna, porque hasta hace relativamente poco parecía que la mujer que escribía no paría y viceversa -cosa nada sorprendente teniendo en cuenta que lo que se entendía por normal era que la mujer casada renunciara a su vida en función de la de su marido; y la soltera, si era madre, lo iba a tener tan crudo como para no poder ni plantearse escribir- y por eso agradecí tanto el libro de la Riera, por muy parcial que fuese o me pareciera, porque resultó ser el único que encontré sobre el tema escrito en español que no fuera una guía de divulgación sobre los aspectos médicos del proceso.

Porque las susodichas guías tampoco tenían desperdicio: en una se decía algo así como «al cuarto mes de embarazo te podrán hacer la amniocentesis y sabrás el sexo del bebé. Ya puedes llamar a la abuela y decirle si tiene que tejer los patucos azules o rosas». O sea, tanto hablar de la educación no sexista y ya imponemos roles y colores desde antes del parto, y además ponemos a la abuela a calcetar, que la pobre señora por lo visto no tiene mejor cosa que hacer, que ya se sabe que las abuelas para eso están, que el abuelo es el que lee el periódico. En otra se explicaba la postura que la embarazada debía adoptar si tenía que agacharse para recoger algo -siempre con la espalda muy recta, en ángulo de noventa grados con el suelo- y se complementaba la información con dos ilustraciones: en la primera la señora recogía un cubo de ropa para lavar, y en la segunda un bebé, para que no dudemos de que una mujer preñada es una ama de casa y no una ejecutiva. En casi todas se hablaba del papel del padre, pero siempre en unos términos de merengue y cornucopia dignos de un pastel nupcial, y siempre recomendando a la pareja de la madre que se implicara en el proceso, como si eso no se diera por hecho en pleno siglo XXI. Casi nunca se planteaba la posibilidad de que la futura madre fuera soltera, y nunca jamás de que tuviera una pareja femenina.

La portada de un libro la ocupaba una pelirroja estupenda y semidesnuda con una tripa enoooooorme (de al menos ocho meses, calculé yo), con la foto cortada justo antes de la altura del pubis, para no tener que enseñarlo. Sus tetas resultaban un prodigio de desafío a las leyes de la gravedad. Nada que ver con mis ubres, desde luego, ni de lejos, pero tampoco con el pecho de ninguna de mis amigas embarazadas, que se inflaba y caía casi antes de que se hiciesen el Predictor incluso en el caso de las que habían sido más planas. Aquellas breves turgencias prácticamente adolescentes me resultaban imposibles en un cuerpo gestante… tan imposibles como que estaban retocadas con aerógrafo, como me hizo ver más tarde mi vecina Elena que, como buena diseñadora gráfica, tiene más ojo que yo para este tipo de detalles. Como también lo estaban las modelos del catálogo Prenatal de ropa interior, que tenían tripa de preñada pero muslos y senos de virgen prepúber, sin asomo de celulitis o retención de líquidos, ni flacidez o estrías. Y lo mismo digo de la mayoría de las futuras madres que aparecen en las guías médicas, que parecen fotografiadas por Hamilton (ese efecto flou tan setentón), peinadas por Rupert-te-necesito y vestidas por su peor enemiga en el más tradicional estilo entre mesa camilla y Casa de la Pradera.

Por no hablar de las revistas. Me refiero a Mi bebé y yo, Padres, Tu embarazo y demás. Sus jefes de redacción deben de pensar que existe una relación inversamente proporcional entre el aumento del estrógeno y la disminución inversa del cociente de inteligencia.

Hay una sección en este tipo de revistas en donde las presuntas lectoras escriben contando su parto y, ¡oh, sorpresa!, todas han tenido unos partos maravillosos y fantásticos, al contrario que la mayoría de mis íntimas y conocidas. Una amiga periodista se presentó en tres redacciones ofreciéndose a escribir un artículo sobre los verdaderos riesgos y consecuencias de la cesárea después de la nefasta experiencia que tuvo con la suya, que derivó en una sucesión encadenada de complicaciones posparto (gases, un punto que se soltó por coger a su bebé, una infección de la herida…) que hicieron de su puerperio una pesadilla que haría agradable, en comparación, una excursión nocturna por el bosque de la Bruja de Blair. Pero en las tres le vinieron a decir que no les gustaba la propuesta porque el tono editorial debía ser «optimista», y su artículo, a fuerza de realista, no lo era.

Eso por no hablar de lo poco coherentes que son. En la misma revista te dicen, en un artículo, que al bebé hay que darle de comer cada cuatro horas y procurar que se acostumbre a dormir solo («la opción del doctor Estevill», para entendernos), mientras que diez páginas más adelante, en otra sección diferente, defienden las virtudes del colecho y de la lactancia a demanda («la opción del doctor González»).

El problema de estas publicaciones es que son como los libros de autoayuda o las revistas femeninas: es fácil establecer una relación amor-odio con ellas, porque por un lado mantienen estereotipos sexistas y anticuados, pero por otro ¿quién más te habla de tus problemas específicos? Y una embarazada o una madre primeriza se siente siempre sola y desprotegida, y desesperadamente necesitada de información, de una mano amable que la guíe a través del misterio y la confusión de la maternidad y de su propio cuerpo. Así que, a regañadientes, acabé suscribiéndome a Padres, porque más valía tragarme tonterías que encontrarme sin saber qué hacer el día en que te diera un cólico. Y fue así, a fuerza de leer libros y revistas, como empecé a entender por qué todo el mundo me pedía que escribiera sobre la maternidad: porque hay muy poco escrito, y muy poco aceptable. Esto justifica, en cierto modo, por qué estoy sentada aquí, enredada en esta larga carta a la Amanda futura, este diario de tu vida que llevo yo por ti porque ahora tú no puedes escribirlo y de mayor tampoco podrás recordarlo, haciendo yo de tu memoria además de hacer de tu central lechera. Esta carta no es sólo para ti. Puede que también sea para Nuria, la princesa. Puede que sea para mí, para explicarme cosas que nunca entendería si no me paro a pensarlas y a escribirlas. En fin, Derrida que estás en los cielos, ¿qué querías decir cuando hablabas de la indeterminación aporética del destino de una carta?