"La Provincia Del Hombre" - читать интересную книгу автора (Canetti Elías)

1942

Estaría bien, a partir de cierta edad, irse haciendo cada vez más pequeño, año tras año, e ir recorriendo hacia atrás los mismos estadios por los que antaño trepó uno con orgullo. Los honores y dignidades de la edad, con todo, deberían seguir siendo los mismos de hoy, de modo que gente muy menuda, como muchachos de seis u ocho años, serían los más sabios y los de mayor experiencia. Los reyes más viejos serían los más pequeños; sólo habría Papas muy pequeños; los obispos mirarían desde arriba a los cardenales y los cardenales al Papa. No habría ya ningún niño que quisiera llegar a ser una persona mayor. La historia perdería importancia con la edad; uno tendría la impresión de que sucesos ocurridos trescientos años antes habían tenido lugar entre seres parecidos a los insectos, y el pasado tendría, al fin, la suerte de que nadie se fijara en él.


La palabra libertad sirve para expresar una tensión muy importante, quizás la más importante de todas. Uno quiere siempre marcharse y cuando el lugar al que uno quiere ir no tiene nombre, cuando es indeterminado y no se ven en él fronteras, lo llamamos libertad.

La expresión espacial de esta tensión es el ardiente deseo de traspasar una frontera, como si ésta no existiera. Para el sentimiento mítico de los antiguos; la libertad de volar llega hasta el sol. La libertad en el tiempo es la superación de la muerte, y llegamos incluso a contentarnos con irla retrasando indefinidamente. La libertad que tiene lugar en las cosas es la disolución de los precios, y no hay nada que el derrochador ideal – que es un hombre muy libre – desee tanto como un cambio incesante en los precios, un cambio que no esté determinado por regla alguna, el indiscriminado subir y bajar de éstos, algo sobre lo que, como el tiempo, no podemos influir y que ni siquiera podemos realmente predecir. No hay ninguna libertad «para algo»; la gracia y la fortuna de la libertad es la tensión del hombre que quiere saltar sus propias barreras y que, en aras de este deseo, elige siempre las peores barreras que encuentra. Uno que quiere matar tiene que vérselas con las más temibles amenazas que acompañan a la prohibición de matar, y si estas amenazas no lo hubieran atormentado tanto, seguro que habría tomado sobre sí tensiones más afortunadas. El origen de la libertad está, sin, embargo, en la respiración. El aire era para todos, todo el mundo podía tomarlo, cualquiera que fuera este aire y quienquiera que fuera el que lo tomara, y la libertad de respirar es la única que hasta la fecha no ha sido realmente destruida.


Lo único que puede gustarnos del todo es una imagen, jamás un hombre. El origen del ángel.


En cuán poco tiempo el volar – este antiquísimo, precioso sueño del hombre – ha perdido todo su encanto, todo su sentido y su alma. Así es como se realizan los sueños, uno tras otro, hasta la muerte. ¿Puedes tener un sueño nuevo?


¡Qué inmensamente modestos son los hombres que se proponen tener una sola religión! Yo tengo muchísimas religiones, y aquella a la que las demás se subordinan se va formando únicamente a lo largo de mi vida.


Vemos cómo los pensamientos sacan sus manos del agua; pensamos que están pidiendo auxilio; qué engaño: abajo viven en perfecta paz y armonía; hagamos sólo una prueba: saquemos a uno de ellos.


El equilibrio entre saber y no saber depende de cómo uno va adquiriendo sabiduría. El no saber no puede empobrecerse con el saber. A cada respuesta – a lo lejos y aparentemente sin relación alguna con ella debe saltar una pregunta que antes dormía acurrucada. El que tiene muchas respuestas debe tener todavía más preguntas. A lo largo de toda una vida, el sabio no pasa de ser un niño y las respuestas lo único que hacen es secar el suelo y la respiración. El saber es un arma sólo para los poderosos, y no hoy nada que el sabio desprecie tanto como las armas. El sabio no se avergüenza de su deseo de amar a más hombres de los que conoce; y jamás se separará arrogantemente de aquellos sobre quienes no sabe nada.


En las mejores épocas de mi vida pienso siempre que estoy haciendo sitio, haciendo más sitio en mí; ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella; hay lagos que sobran, dejo salir el agua – los peces los salvo -; bosques que han crecido ahí, suelto en ellos manadas de monos nuevos; todo está en pleno movimiento, lo único que falta siempre es sitio; jamás pregunto para qué; jamás siento para qué; lo único que tengo que hacer es volver a hacer sitio una y otra vez, más sitio; y mientras pueda hacer esto merezco vivir.


¡Que este rostro haya llevado a esta guerra y que no lo hayamos exterminado! Y somos millones y la Tierra está llena de armas; munición habría para tres mil años, y este rostro sigue estando aquí, a lo lejos, tendido sobre nosotros, la mueca de Gorgona; y nosotros, todos, petrificados asesinando a los demás.


A lo que más nos parecemos es a los bolos. En las familias se nos coloca de pie, aproximadamente nueve. Cortitos, de madera; con los demás bolos no sabemos qué hacer. El golpe que nos va a derribar tiene la trayectoria marcada desde hace tiempo; estúpidamente estamos esperando a ver qué pasa; en el caso de que, al caer, tumbemos al máximo número de bolos que podemos tumbar, el golpe que les transmitimos es el único contacto que nos dignamos concederles en nuestra rápida existencia. Esto significa que nos vuelven a poner de pie. Pero da igual quién sea aquel a quien le ha ocurrido esto; en la nueva vida somos exactamente lo mismo, sólo que entre los nueve, en la familia, hemos cambiado de sitio; incluso esto no ocurre siempre; de madera, estúpidos, volvemos a esperar el viejo golpe.


Mi deseo más ardiente es ver cómo un ratón se come vivo a un gato. Pero tiene que estar jugando con él el tiempo suficiente.


Los días se distinguen, pero la noche tiene un solo nombre.


Tiene los ojos insensibles propios de uno a quien aman por encima de todo.


Sobre la oración. La oración es la forma de repetición más eficaz y más peligrosa. La única forma de protegerse de ella es que se vuelva mecánica, como ocurre con los curas y los mascaoraciones. No entiendo cómo los hombres pueden proponerse emplear la intimidad necesaria en cada una de las infinitas oraciones que rezan. La fuerza de todos los hombres, sumada, no sería suficiente para el blablablá de uno solo de los que han caído en este vicio.


El infantilismo de la oración: uno reza para pedir aquello que de todas maneras va a recibir, en vez de rezar para pedir lo inalcanzable. Si no hubiera más remedio que rezar, sería mejor que uno tuviera que dirigirse a muchos dioses y a dioses muy distintos. Entonces esta práctica de la metamorfosis, ineludible para rezar, redundaría en beneficio de uno.

Si esto se hiciera en serio, para una sola oración habría que estar antes semanas y semanas cogiendo ánimos.

A su Dios pueden llevárselo a la boca como si fuera pan. Pueden darle un nombre, llamarlo y explicarlo siempre que quieran. Mastican su nombre, se tragan su cuerpo. Encima luego dicen que para ellos no hay nada más grande que Dios. De muchos de los que rezan tengo la sospecha de que intentan sacarle a Dios toda clase de cosas – que, naturalmente, no van a dar a nadie más -, y que se las quieren sacar antes de que ningún otro se las saque. Lo curioso de esto es que todos quieren lo mismo, las necesidades más comunes y vulgares de la vida, y que luego, no obstante, rezan juntos. En esto se parecen a un tropel de mendigos que, como un enjambre molesto, atrevido, acometen a un extranjero.

Aunque pudiera tener fe no me sería posible rezar. La oración me parecería siempre la manera más desvergonzada de molestar a Dios, el pecado realmente más repugnante, y para cada oración pondría yo un largo tiempo de penitencia.


A veces pienso que las frases que estoy oyendo han sido pactadas para mí, por otra gente, tres mil años antes de que yo existiera. Cuanto más atentamente las escucho, tanto más envejecen.


Las intuiciones de los poetas son las aventuras olvidadas de Dios.


Sus grandes palabras, sus miradas al sol, sus besos de estrella a estrellas, sus vanidosas tormentas, sus rayos, que van dando saltos de un modo arrogante y fanfarrón; los pájaros cantarán tiernamente cuando los hombres se hayan aniquilado completamente los unos a los otros. Tendrán nostalgia de nosotros y, de entre ellos, los pájaros burlones guardarán mucho tiempo aún nuestros diálogos.


Habría que educar a los hombres, por medio de una fiesta anual, a soportar que les robaran. No debería haber nada de lo que no pudieran apoderarse los pontífices de esta fiesta, ningún objeto de valor, nada que estuviera cargado de los más sagrados recuerdos. No se podría devolver nunca nada. Las medidas de protección para evitar que estallara esta fiesta deberían estar rigurosamente prohibidas. Tampoco debería estar permitido seguir la pista de los objetos que la gente echara de menos, inquirir sobre su destino y su uso. Solamente a los hombres, tanto a los más viejos como a los más jóvenes, habría que excluirlos como objetos de robo. Tal vez de esta manera recuperarían algo del valor que las cosas les habían quitado. Las lamentaciones de más de un infortunado, después de estas saturnales, puede uno imaginárselas: pero tales lamentaciones se podrían compensar casi usando cada uno generosamente del plazo concedido por esta fiesta. La posesión perdería mucho de su carácter cuasidivino y de su eternidad. Durante el tiempo del año que quedara, el tiempo honrado, el hombre, junto con lo comprado y lo regalado, tendría que soportar en su casa también lo robado, y sólo esto, y nada más que esto, sería sacrosanto, es decir, estaría a resguardo de otros robos en la fiesta siguiente.


El hombre ha reunido la sabiduría de todos sus antepasados ¡y fijaos qué tonto es!


La demostración es la desgracia hereditaria del pensamiento.


El saber tiende a manifestarse. Guardado en secreto tiene que vengarse necesariamente.


No está en manos de Dios el poder salvar de la muerte a un solo hombre. Ahí está el carácter uno y único de Dios.


El comportamiento externo del hombre es tan equívoco que a uno le basta con manifestarse tal como es para vivir de un modo totalmente desconocido y oculto.


Una guerra ocurre siempre como si la Humanidad no hubiera llegado aún al concepto de justicia.


La Historia conserva cosas distintas de las que conservan todas las anteriores formas de tradición. Es difícil determinar qué cosas; a la Historia la vemos antes que nada como una especie de ley del talión de las masas – un proceso que hubiera quedado fijado definitivamente -, pero una venganza de todas las masas, y es justamente esto lo que la rige. La historia vela por la eternización de todas las religiones, las naciones y las clases. Pues, de entre ellas, incluso las más pacíficas le han extraído alguna vez la sangre a alguien, y la historia lo vocea con lealtad al cielo. Mucho se ha intentado hacer contra ella, pero no hay quién escape. Es la serpiente gigante que tiene atenazado al mundo. Como una especie de antiquísimo vampiro, le chupa la sangre del cerebro a cada nuevo ser. No hay quien resista el espectáculo de ver cómo en infinidad de lenguas distintas se dan exactamente las mismas órdenes. Las más abyectas formas de fe, unas creencias de las que todo el mundo debería avergonzarse, las mantiene vivas demostrando que son antiguas. Todavía no ha habido nadie que haya tenido que darle las gracias excepto unos cuantos sacerdotes miopes y éstos, sin ella, todavía serían más insignificantes. Se objetará que la historia ha llevado a la Tierra a un estadio muy cercano a la unificación, pero a qué precio; además, ¿está unificada ya la Tierra? Tengo la impresión de que antes la historia era mejor, o por lo menos más inofensiva: antes, cuando en algunas ocasiones aún se perdía. Hoy las cadenas de la letra escrita la han atado a sí misma para siempre. Ofrece a los siglos venideros los documentos más falsos, más mentirosos y más bajos. Hoy en día no hay quien pueda cerrar un trato sin que se sepa al cabo de mil años. No hay quien pueda venir al mundo sin que los demás lo noten; lo menos que se hará con él es tenerlo en cuenta en una estadística. No hay quien pueda pensar, no hay quien pueda respirar, la historia inficiona el hálito puro del hombre y hace que sus palabras le den vueltas en la cabeza. ¡Cuánta fuerza debería tener un Hércules que la asfixiara! Será más fácil vencer a la muerte que a la Historia y la única que se aprovechará de esta victoria será ésta.


La Humanidad, como todo, no podrá jamás volver a conformarse.


Se necesitan años para destruir el amor de un ser humano, pero ninguna vida será bastante larga para lamentar este crimen, que es más que un crimen.


La ley de las compensaciones en la vida psíquica: no es posible hacerle a otro nada, por muy secreto que sea, sin que a uno le ocurra lo correspondiente. Podría ser que el desquite estuviera contenido ya en la manera como actuamos.


La idea de una religión futura de la que en estos momentos no sabemos absolutamente nada, tiene algo de indescriptiblemente torturador.


Al usar sus giros y sus palabras preferidas, los hombres son literalmente inocentes. No sospechan de qué modo se están traicionando cuando, sin ton ni son, van diciendo cosas del modo más inofensivo. Piensan que cuando hablan de otras cosas están silenciando un secreto, pero he aquí que, de repente, hosco y amenazador, de las expresiones más frecuentes, surge su secreto.


El hombre más bajo: aquel a quien se le han cumplido todos sus deseos.


El mismo Dios fue quien metió la serpiente en el cuerpo de Adán y Eva, y todo dependía de que ella no le traicionara. Este animal venenoso se ha mantenido hasta hoy fiel a Dios.


La muerte de Moliére: No puede dejar la representación; los grandes papeles que él hace y el aplauso que por ello recibe de la multitud que llena el teatro suponen demasiado para él. Sus amigos le piden una y otra vez que deje la actuación, pero él rechaza estos bienintencionados consejos. El mismo día de su muerte declara que no puede quitarles su paga a los actores. En realidad, lo que a él le importa es el aplauso del público, parece que sin él no puede vivir. Lo curioso es que el día de su entierro una multitud de enemigos se agolpa ante su casa, el negativo de aquella multitud que acudía al teatro. Está formada por gente de mentalidad clerical; sin embargo, como si supieran que, de un modo misterioso, tienen que ver con aquella multitud que antes aplaudía, permiten que se les disperse echándoles dinero, es la devolución del dinero de las entradas.


Distintas lenguas que uno debería conocer: una para su madre, lengua que luego ya no vuelve a hablar nunca más; una sólo para leer y en la que nunca se atreverá a escribir; una para rezar y de la que no entiende ni una palabra; una para contar y a la que pertenece todo lo que tiene que ver con el dinero; una para escribir (pero no para escribir cartas); una para viajar, en ésta se pueden escribir cartas también.

El hecho de que haya distintas lenguas es lo más terrible del mundo. Significa que para las mismas cosas hay distintos nombres; además habría que poner en duda que se trate de las mismas cosas, Detrás de toda ciencia del lenguaje se oculta el afán de reducir las lenguas a una. La historia de la torre de Babel es la historia del segundo pecado original. Una vez hubieron perdido la inocencia y la vida eterna, los hombres, de un modo artificial, valiéndose de su ingenio, quisieron llegar hasta el cielo. Primero probaron la fruta del árbol del bien y del mal, luego aprendieron las artes de éste y subieron directo hacia el cielo. Por esto les fue arrebatado lo que todavía guardaban después del pecado original: el tener los mismos nombres. Esta acción de Dios fue la más diabólica de cuantas se hayan cometido jamás. La confusión de los nombres fue la confusión de su propia creación, y no se puede comprender para qué llegó a salvar algunas cosas del Diluvio Universal.


Si los hombres tuvieran en sus mentes la más ligera idea, el más leve y descomprometido barrunto del vivir y del trajinar en el mundo se horrorizarían de muchas de sus palabras y de sus frases como si fuesen veneno.


Siempre que uno observa con detalle a un animal tiene la sensación de que dentro hay un hombre que se está burlando de él.


Sobre el drama. Poco a poco voy viendo con claridad que en el drama he querido realizar algo que proviene de la música. He manejado constelaciones de personajes como si fueran temas. La resistencia fundamental que he notado en el momento de «desarrollar» personajes (como si fueran hombres de carne y hueso) hace pensar en el hecho de que también en la música se reparten los instrumentos. Así que uno se ha decidido por éste o por aquel instrumento, está atado a él; mientras dura la obra no puede transformarlo en otro instrumento. Algo del hermoso rigor de la música descansa en esta claridad de los instrumentos.

La reducción del personaje dramático a un animal enlaza muy bien con este modo de ver las cosas. Cada instrumento es un animal muy concreto, o por lo menos un ser particular de límites perfectamente definidos, que sólo permite que se le toque según su modo de ser propio. En el drama uno tiene el poder divino, que está muy por encima de todas las demás artes, de inventar nuevos animales, es decir, nuevos instrumentos, nuevos seres, y, de acuerdo con su ensamblamiento temático, inventar una forma que tiene siempre una plasmación distinta. De ahí que, mientras haya nuevos «animales», habrá siempre un número inagotable de formas distintas de drama. Por esto, la creación, tanto si está agotada como si ha sido superada por la velocidad del hombre, se trasladará de un modo absolutamente literal al drama.

Habría que demostrar hasta qué punto la ópera ha confundido al drama. El drama musical es la cursilería más sucia y más repulsiva que se ha inventado jamás. El drama es una forma muy particular de música y sólo en contadas ocasiones y en una medida muy escasa, tolera a la música como condimento. No hay forma de armonizar instrumentos con personajes, a no ser que éstos se conviertan en figuras alegóricas y, desde un punto de vista dramático, pierdan toda su importancia y todo su significado; son sólo animales de fábula los que allí actúan; al convertirse la música en el todo de la obra el drama pierde su importancia.


No sirve de nada; uno puede cantarse coros a sí mismo, admirar a caníbales, estar doscientos años bajando por el tronco de un árbol al que antes había trepado; uno puede encerrar al mes como a un loco, en inofensivas cruzadas ir de peregrinación a Palestina con toda una quincallería en el cuerpo, escuchar a Buda, amansar a Mahoma, creer en Cristo, vigilar un capullo, pintar una flor, malograr la aparición de una fruta; uno puede también ir detrás del sol, así que éste se dobla; enseñar a los perros a maullar, a los gatos a ladrar, devolverle todos los dientes a un centenario, cosechar bosques, regar calvas, castrar vacas, ordeñar bueyes; uno puede hacerlo todo con excesiva facilidad (termina uno tan rápidamente con todo), aprender la lengua del hombre de Neanderthal, cortar los brazos de Shiva, quitar de las cabezas de Brahma los Vedas que están anticuados, vestir los Vedas desnudos; impedir que en los cielos de Dios canten los coros de ángeles, espolear a Lao-Tse; incitar a Confucio a que asesine a su padre, arrebatarle a Sócrates la copa de cicuta; quitarle de la boca la inmortalidad; uno puede…, pero no sirve de nada, no hay nada que sirva para nada, no hay qué hacer, no hay más pensamiento que éste: ¿cuándo se dejará de asesinar?


¡Oh, un estetoscopio, un estetoscopio fino para identificar a los generales en el seno materno!

Jamás los hombres han sabido menos de sí mismos que en esta «era de la Psicología». No pueden estar quietos. Escapan de sus propias metamorfosis. No están a la espera de ellas, las anticipan; prefieren serlo todo menos lo que podrían ser. Recorren en automóvil los paisajes de su propia alma, y como sólo se detienen en los puestos de gasolina, piensan que están hechos de gasolina. Sus ingenieros no construyen otra cosa que puestos de gasolina: lo que comen huele a gasolina. Sueñan en charcos negros.


No ha e imagen más siniestra que la de la tierra abandonada, la tierra abandonada por los hombres. Uno tiende a pensar que emigran para llevarse consigo los recuerdos de la tierra. En ningún sitio debería volver a estar tan bien como aquí. Debería ser posible que con instrumentos de largo alcance pudieran seguir contemplando la tierra, pero sin poder reconocer qué es lo que ocurre realmente en ella. Comprenderían lo que han perdido, una patria inagotable, y en la falsa religión a la que tienen que atribuir esta sospecha la habrían cambiado por otra, muy tarde ya, demasiado tarde. Es de suponer que esta nueva religión sería la verdadera; si hubiera llegado a tiempo, habría salvado la tierra por los hombres.


Han aconsejado tentar a los dioses y cuantas más veces mejor, y que no se les deje en paz ni un momento. Duermen demasiado y dejan al hombre sólo en la balsa de sus hermanos moribundos.


Los muertos se alimentan de juicios; los vivos, de amor.


Ningún tonto, ni ningún fanático me va a quitar jamás el amor a todos aquellos a quienes les han ensombrecido y recortado los sueños. El hombre se convertirá aún en todas las cosas, en el hombre total. Los esclavos liberarán a los señores.


Los «asesinados», qué grandioso suena esto todavía, qué franco, qué ancho y valiente. Los «asfixiados», los «machacados», los «carbonizados», los «reventados», qué avaro suena, ¡cómo si no hubiera costado nada!


Ya no tenemos medida, para nada, desde que la vida del hombre ha dejado de ser la medida.


Un hombre se dispone contar todas las hojas del mundo. La esencia de la estadística.


Él me robó la oreja izquierda. Yo le quité el ojo derecho. Él me escondió catorce dientes. Yo le cosí los labios. Él me coció el culo. Yo le cogí el corazón y se lo puse boca abajo. Él se comió mi hígado. Yo me bebí su sangre. Guerra.


Una guerra que no se haga únicamente con armas espirituales me repugna. El contrincante muerto no da testimonio más que de su muerte.


No quiero infundir miedo alguno; no hay nada en el mundo de lo que más me avergüence. Prefiero ser despreciado a ser temido.


Se va a vivir entre los soldados: ya no quiere saber lo que ocurre; ya no quiere saber lo que hace.


En la Conferencia de Paz se decide darle a Europa la oportunidad que merece, la oportunidad que se ha ganado en una guerra dura y prolongada durante años. Desde ahora mismo debe comenzar de nuevo. Para hacer posible esto se forma una flota internacional de bombarderos que aniquilará todas las ciudades que accidentalmente sigan todavía en pie.


Dios es la mayor arrogancia del hombre; y cuando éste la haya expiado no volverá nunca a encontrar una arrogancia mayor.


Los puestos honoríficos son para los débiles mentales; es mejor vivir en el oprobio que en el honor; sobre todo, ninguna dignidad; libertad, a cualquier precio, para pensar. A uno los honores se los cuelgan como tapices en torno a los ojos y los oídos; quién hay que continúe viendo; quién hay que continúe oyendo; en los honores los sueños se asfixian y los buenos años se agostan.


Su dinero lo recoge él en su corazón, los latidos lo cuentan.


Va a volver al mundo, repleto y maravilloso, cuando ya no muera nadie y cuando los hombres hagan que sus guerras las diriman las hormigas, que son tan humanas.


El poeta es probablemente el hombre que percibe lo que fue para predecir lo que será. Por esto, en realidad no sufre, sólo recuerda; y no hace nada, porque primero tiene que predecir.


Tiene siempre algo de mal visto el alistarse en una fe que, antes que uno, han compartido ya muchísimos. Hay aquí más renuncia de la que es posible expresar con palabras humanas. La fe es una capacidad del hombre que puede ampliarse, y todo el que sea capaz de ello debería colaborar en algo a esta ampliación.


Las voces del hombre son el pan de Dios.


Es curioso cuando un oriental aparece en un inglés. Una vez que me encontré con uno de estos asombrosos ingleses, no hace mucho, pensé que era un error y que el oriental se iba a esfumar otra vez. Pero luego vi que empezaba a crecer y que se iba convirtiendo en algo casi tan importante como un Buda. A un hombre así no le queda otro remedio que creer en la trasmigración de las almas, de qué otra manera si no se las arreglaría en una situación como aquella en la que se encuentra, en Inglaterra.

Como oriental se manifiesta en lo siguiente: está tranquilo en su rincón y no permite que le digan que esta calma es pereza: a través de ella puede uno llegar a una gran sabiduría. Le gusta que las mujeres lo adoren; una nueva mujer que se cruce en su camino le impresiona, aunque conoce ya a muchas otras; una no excluye a otra, y no se recata en absoluto de mostrar su complacencia. Así que se da cuenta de que con ello no va a herir a nadie, suelta pensamientos extraños y destructivos sobre Dios, producto de su sedentarismo, pensamientos que le parecen originales aunque los ha oído en la India; para Inglaterra siguen siendo originales.

Es impreciso; confunde con facilidad nombres, fechas y lugares. Lo sabe y para él es indiferente. Las relaciones están vacías y no significan nada; lo único importante es aquello que considera que es el sentido profundo de una frase. En cambio, los ingleses están enfermos de precisión. La falta de puntualidad es el segundo de los pecados y está inmediatamente después del asesinato; al afeitarse no hay que olvidarse de un sólo pelo; los minutos que debe durar una visita están contados antes de que ésta empiece; la cerca que rodea una propiedad es sagrada; un libro consta de un número determinado de letras; nadie miente. Es fácil imaginarse de qué modo este oriental, con su marcada flema frente a toda exactitud destaca entre sus paisanos ingleses.


También su amabilidad tiene otra coloración. Alaba a todos y a cada uno de los hombres de los que se habla, sin levantar mucho la voz, pero ciertamente, con la exaltación con que lo haría un meridional. La persona más ridícula es extraordinaria, ejemplar y sublime. Al dirigirse a la gente emplea los títulos que éstos podrían desear. Pero, sin que en realidad sea irónico – carece totalmente de incisividad -, deja entrever la poca importancia que los títulos tienen. Sus ansias de paz eterna están llenas de un sentimiento de pena por el hecho de que pronto ya no va a estar: padece del corazón; y no se avergüenza de hablar de su enfermedad. La manera detallada y exhaustiva de hacerlo traiciona de un modo especial aquella pena. Le gustaría que la gente admirara su corazón enfermo, y la verdad es que es pasmoso porque sigue trabajando «de un modo creativo», escribe. De las actividades humanas, escribir es sin duda la más tranquila, la más adecuada por tanto al oriental, que, con las piernas cruzadas, en una actitud llena de dignidad, deja que esta actividad se vaya produciendo sobre una pequeña tabla, con movimientos pequeños y circulares. Si realmente siguiera estando en Inglaterra, se guardaría de mencionar el hecho de que tiene un corazón, y no digamos un corazón enfermo, y todo lo que escribe lo habría guardado pudorosamente bajo llave.


A quien hemos visto dormir, ya no le podremos odiar nunca.


El hombre está enamorado de sus armas. ¿Qué remedio tiene esto? Las armas deberían ser de tal modo que, con frecuencia y de una forma totalmente inesperada, se volvieran contra el que las usa. El miedo que provocan las armas es demasiado unilateral. No basta con que el enemigo actúe con medios iguales. El arma misma debería tener una vida antojadiza e imprevisible y los hombres deberían tener más miedo al peligro que se encuentra en su mano que al enemigo.


De todas las religiones del hombre la guerra es la más tenaz; pero también ella puede desaparecer.


Si tuvierais que batiros desnudos os resultaría más difícil la carnicería. Los asesinos uniformes.


La fe en Dios tiene algo en sí que pesa mucho: uno cree en la existencia de un ser al que no se puede matar, ni siquiera empleando toda nuestra maldad.


En la oscuridad las palabras pesan doble.


Hoy en día ya o es verdad que los monos estén más cerca del hombre que otros animales. Durante mucho tiempo puede que no nos hayamos distinguido mucho de ellos; entonces eran parientes cercanos nuestros; hoy en día, un sinnúmero de transformaciones nos han alejado tanto de ellos que no tenemos menos de pájaro que de mono.

Para comprender de qué modo hemos llegado a ser hombres, lo que, sin duda, habría que investigar en primer lugar serían las condiciones imitativas de los monos. Aquí los experimentos tendrían un sentido muy especial. Tendríamos que poner los monos mucho tiempo con animales a los que hubieran podido conocer antes, y registrar cuidadosamente de qué manera su conducta se deja influir por la de estos animales. Tendríamos que ir cambiando los animales de su entorno siguiendo un orden cada vez distinto. De vez en cuando, después de estas impresiones, que serían fuertes, deberíamos dejar a los animales abandonados totalmente a merced de sí mismos. Con muchos intentos de este tipo, el concepto vacío de imitación cobraría un cierto contenido y tal vez se llegaría a la conclusión de que lo que estaba en juego era una transformación, no únicamente una “adaptación”, y que la “adaptación” era simplemente el resultado de torpes transformaciones conseguidas sólo a medias.


En el hombre, donde mejor se pueden estudiar estos procesos es en el mito y en el drama. El sueño, en el que estuvieron siempre, ofrece mucha menos precisión y permite interpretaciones arbitrarias. El mito no sólo es más bello sino que para los fines de una investigación de este tipo es también más útil porque permanece constante. Su fluidez es una fluidez interna, no se le escapa a uno de entre las manos. Allí donde tiene lugar regresa una y otra vez de la misma manera. Es lo más estable que los hombres son capaces de producir; no hay instrumento que a lo largo de milenios haya permanecido tan idéntico a sí mismo como algunos mitos. Su carácter sagrado los protege, su representación los eterniza, y el que sea capaz de llenar al hombre con un mito ha conseguido más que el más osado de los inventores.


De todas las posibilidades que el hombre tiene de hacer un resumen de sí mismo el drama es la menos engañosa.


Siempre que a los ingleses les van mal las cosas, me entra una gran admiración por su Parlamento. Es como un alma hecha de luces y sonidos, un modelo delegado en el que, ante los ojos de todos, tiene lugar lo que de otro modo permanecería secreto. Además de la libertad de la que están hablando siempre, los hombres han conseguido aquí una libertad desconocida: la de contar en público pecados políticos y ser absueltos de ellos por una instancia terrena. Aquí existe una posibilidad de atacar a los poderosos como no se encuentra en ninguna otra parte. No por esto son menos poderosos; de sus decisiones pende realmente todo; es cierto que tienen la seguridad propia de su condición, pero no el engreimiento, porque el Parlamento les quita del todo las ganas de tenerlo. Seiscientos ambiciosos se vigilan unos a otros en el más mínimo detalle; las debilidades no pueden quedan ocultas; los aspectos positivos se toman en cuenta mientras lo son. Todo ocurre a la vista de todo el mundo. A uno le están citando continuamente. Pero, en medio del trajín diario, uno puede estar al margen y avisar de los peligros a los demás. Aquí, el profeta, con sólo que tenga suficiente paciencia, puede esperar. Aprende a expresarse de manera que el mundo le entienda. La primera condición de eficacia de las manifestaciones que se hacen aquí es su claridad. Y por muy enmarañado que esté el verdadero juego por conseguir el poder, de puertas afuera lo que hay son exigencias y empeños perfectamente delimitados.

No hay nada más curioso que este pueblo, la forma como resuelve de un modo ritual, deportivo, sus asuntos más importantes y cómo no se sale de estos modos ni aun cuando está con el agua al cuello.


La novela no debe tener prisa. Antes, incluso la prisa podía pertenecer a su esfera; ahora la ha tomado el cine. Comparada con el film, la novela apresurada se quedará siempre corta. La novela, como criatura de épocas más tranquilas, puede que aporte algo de su vieja calma a nuestro moderno apresuramiento. A mucha gente podría servirles de cámara lenta; podría incitarles a la perseverancia; podría sustituir las vacías meditaciones de sus cultos.


Tiene el ingenio de su maldad, la falta de memoria de sus años, la limitación de su sexo y la brutalidad de su profesión: un gran general.


Odio la eterna disposición para la verdad, la verdad como costumbre, la verdad por obligación. Que la verdad sea una tormenta y que, una vez ha limpiado el aire, pase. La verdad tiene que caer como un rayo, de otro modo no tiene efecto. Quien la conoce debe temerla. La verdad no debe convertirse nunca en el perro del hombre; ¡ay de aquel que la llama con un silbido! No hay que llevarla atada de una correa, no hay que llevarla en la boca. No hay que darle de comer, no hay que medirla; hay que dejarla que crezca en su terrible paz. Hasta Dios se ha ocupado de un modo demasiado confidencial de la verdad, y ha muerto asfixiado en ella.


El hombre tiene la eternidad que le dé el ocuparse de lo eterno… si no se ahoga en esta ocupación.


Los animales no sospechan que nosotros les damos nombres. O lo sospechan, y entonces es por esto por lo que nos temen.


Se muere con excesiva facilidad. Habría que morir de un modo mucho más difícil.


Un país de eternidad ilimitada: hay que andar días y días para encontrar a uno que mueva levemente el dedo meñique; por lo demás, todos están sentados alrededor mudos y como estatuas egipcias.


Los ingleses no tienen escritas sus leyes, las llevan consigo a donde quiera que vayan.


En Inglaterra las palabras enflaquecen.


Tendrá que haber judíos todavía cuando el último judío haya sido eliminado.


El peligro más grande del que el hombre debe protegerse conforme va adquiriendo mayor grado de conciencia es el rápido cambio de luz bajo el cual, cada vez más, se le manifiestan las cosas y las convicciones. Todo se hace fluido; lo más fluido se hace visible; uno no termina con nada; cada muro tiene su puerta; detrás sigue habiendo algo; las mismas flores se ofrecen en colores nuevos; la calzada, dura como el granito, se reblandece hasta convertirse en barro. Uno puede haber estado deseando durante veinte años algo muy concreto y, una vez adquirido un grado mayor de conciencia, dejar de desearlo. Lo que uno encontraba feo se desenmascara en forma de múltiples y hermosas imágenes: se esfuman después de una danza leve y centelleante. Todo se hace posible; el desagrado se debilita; el juicio sobre algo se dobla como una brizna de hierba bajo el viento; los huesos se alargan hasta adquirir cualquier longitud; un pensamiento tiene tanta sangre como uno quiere; y el hombre, que ha llegado a serlo todo, es también capaz de todo.


¡Cuántos objetos tuvo que hacer primero el hombre para poder llegar a una filosofía del materialismo!


La vivencia central de Swift es el poder. Es un Poderoso impedido. Sus ataques satíricos están en lugar de sentencias de muerte. Estas, durante su vida, le fueron negadas, han pasado a sus sátiras. De ahí que, en el más estricto sentido de la palabra, aquellas sátiras sean lo más terrible que jamás haya podido realizar un escritor.

Swift copia reinos, transforma reinos; las cortes no dejan de inquietarle. Presenta siempre de un modo sarcástico la forma cómo las cortes organizan sus Imperios: jamás se olvida de hacerlo notar al lector – es lo único que le hace notar – lo mucho mejor que él podría organizar estos Imperios.

De ahí que el Diario a Stella sea un documento único, porque, de un modo desnudo y sin maquillaje alguno, sólo con algunas pretensiones falsas muestra al hombre de espíritu que, en medio del despiadado sistema bipartidista de su tiempo, está a la espera del poder y que no puede conseguirlo porque mira con demasiado detalle los entresijos de este sistema.


Estas almas de gusano, ¿cómo van a comprender que lo importante es despreciar el dinero, aun cuando uno lo necesite?


Uno está contento de ver que los deseos de los demás se cumplen, sobre todo cuando uno mismo no ha hecho nada para ello: como si hubiera una complacencia y un oído invisibles, quién sabe dónde.


Actúa como jamás podrías volver a actuar.


El hombre de éxito únicamente oye aplausos. Para todo lo demás está sordo.


Todas las dominaciones del mundo que han tenido lugar en el pasado, todos los desprecios, opresiones, sojuzgamientos, se han concentrado en el corazón enfermo de un solo hombre, a él, lo contrario del chivo expiatorio, le ha tocado la tierra, y él la castiga por toda su historia.


Jamás he tenido noticia de un hombre que haya atacado al poder sin quererlo para sí, y en esto los moralistas religiosos son los peores.


La vida monstruosa que los perros llevan entre ellos: el más pequeño puede ir con el más grande y, en determinadas circunstancias, puede llegar a tener crías. Mucho antes que nosotros los perros viven entre monstruos y enanos que, no obstante, son sus semejantes y tienen su misma lengua.!La de cosas que pueden ocurrirles! ¡Qué parejas tan grotescamente distintas se buscan! ¡Cómo se temen, cómo se sienten atraídos por lo más maligno! Y siempre cerca de sus dioses, un silbido y la vuelta al riguroso mundo de las cargas simbólicas.

Muchas veces parece como si todo el mundo religioso que nos hemos imaginado, con demonios, enanos, espíritus, ángeles y dioses, estuviera tomado de la realidad de los perros. Ya sea porque hemos presentado nuestras múltiples formas de creer tomando como modelo a los perros, ya sea porque empezamos a ser hombres desde que tenemos perros; como sea, el caso es que leemos en ellos lo que nosotros, propiamente, somos y hacemos, y es de suponer que la mayoría de los señores están más agradecidos a este saber sordo y romo que a los dioses de los que están hablando siempre.


La música es el mejor de los consuelos por el solo hecho de no crear palabras nuevas. Incluso cuando se les pone música a unas palabras, su magia sobrepasa y borra el peligro que ellas conllevan. Pero cuando es más pura es cuando se toca para sí misma. Uno cree en ella de un modo incondicionado, porque la seguridad que infunde es una seguridad de los sentimientos. Su fluencia es más libre que todo lo que parece posible en el ser humano, y en esta libertad está la salvación. Cuanto más poblada esté la tierra y cuanto más domine la máquina en la configuración de la vida del hombre, tanto más imprescindible se va a hacer la música. Vendrá un tiempo en que sólo por ella podrá el hombre escapar a las estrechas mallas de las funciones, y el dejarla como una inmensa reserva de libertad, una reserva libre de toda influencia, va a ser la tarea más importante de la vida espiritual del futuro. La música es la verdadera historia viviente de la Humanidad, una historia de la cual, sin ella, sólo poseemos partes muertas. No es preciso que saquemos de ella nada porque ella está siempre entre nosotros, y basta con oír ingenuamente; todo lo que no sea esto es un aprender inútil.


Lo que es un tigre lo sé realmente desde que he leído el poema de Blake.


Los milagros como mezquinos restos de las viejas y pictóricas metamorfosis.


Cualquier tonto puede, siempre que le venga en gana, perturbar al espíritu más complicado.


La promesa de la inmortalidad basta para levantar una religión. La simple orden de matar basta para exterminar a tres cuartas partes de la Humanidad. ¿Qué quieren los hombres? ¿Vivir o morir? Quieren vivir y matar, y mientras quieran esto tendrán que contentarse con las distintas promesas de inmortalidad.


Algunas frases no empiezan a soltar su veneno hasta al cabo de años.


Lo que para el pobre es la esperanza, es para el rico el heredero.


No creas a nadie que esté diciendo siempre la verdad.


Éxito: el raticida de hombres, muy pocos salen con vida.


La duda se engaña más que la fe.


Cada lengua tiene su propio silencio.


De todos modos, siempre han vencido aquellos que han llevado al mundo a su vieja estructura espiritual, a la guerra. Ya puede irse a pique hasta el último: tras de sí dejan la guerra y las próximas guerras. Los judíos están otra vez en Egipto, pero los han dividido en tres grupos: a unos se les ha dejado salir; a otros los han convertido en esclavos; a los últimos los han matado. Así, de repente, todos deben repetir su viejo destino. Uno puede no hacer nada. Uno puede quejarse. Uno puede mejorar. Maldita sea la venganza, y si me matan al más querido de mis hermanos, no quiero venganza, quiero otros seres humanos. las guerras se hacen por mor de sí mismas. Mientras no reconozcamos esto, jamás será posible combatirlas realmente.