"Ella, maldita alma" - читать интересную книгу автора (Rivas Manuel)

La novia de Liberto

Mi amigo Eloy tenía un muñeco de ventrílocuo al que llamaban Liberto.

Vestía, el muñeco, un pantalón de peto de color azul, de tela de mahón, y una camisa de franela a cuadros rojos y blancos. Liberto vivía en una maleta. Allí pasó muchísimos años sin ver la luz, como un topo en el desván, después de que hubiese desaparecido su verdadero dueño, un tío abuelo de Eloy, conocido por Rubí, que tenía ese don de hablar con la barriga y sin mover los labios.

Lo que sabemos de Rubí, por lo poco que nos contaron, es que era un zapatero habilidoso y un solterón muy juerguista en su tiempo libre. Recorrió todas las tabernas de la comarca con su compañero Liberto, que él mismo había construido, y pagaba aguardiente para dos, aunque se la bebiese él toda. Rubí tenía un hablar tranquilo y socarrón pero, en la voz de Liberto, era todo chispa y no se mordía la lengua. El final de la historia de Rubí es que había tenido que huir durante la guerra, lo que hizo por la frontera de Portugal, y que lo habían dado por muerto pues no se volvió a tener noticia de él.

Liberto retornó al mundo gracias a nosotros.

Mis padres iban siempre de vacaciones a Cardarás, donde habían nacido. Vivíamos en casa de Aurora, mi tía, que había heredado la casa de los abuelos. Excuso decir que Aurora tenía buen corazón, pero un genio endemoniado. Era soltera, pero nada juerguista. Al contrario. Nos recibía con los brazos abiertos y bandejas rebosantes de comida, pero los niños eran para ella como esa especie de duendes que por la noche mean en el cazo de la leche. Desde pequeño, durante esas vacaciones, mi hogar natural era la casa de Eloy. Allí los niños eran bienvenidos e incluso celebrados por sus travesuras.

Un día, rebuscando con Eloy en el desván, abrimos la maleta en la que vivía Liberto. Nos miró de frente con sus ojos de esmalte azul, y Eloy cerró la maleta, en un reflejo de espanto.

Era el atardecer de un domingo y los mayores estaban en la cocina viendo un programa que se llamaba Reina por un día. En casa de Eloy había televisión porque la había traído su padre de Alemania, donde trabajó de ebanista en una fábrica de muebles. Se reunían muchos vecinos como si fuese un cine.

En el programa Reina por un día aparecía siempre una mujer que lloraba mucho con la emoción. Se notaba que las mujeres que miraban la televisión también estaban a punto de llorar.

Mamá, dijo Eloy tirándole de la manga, ahí arriba hay un hombrecito.

Sí, hijo, sí, dijo su madre. Y siguió viendo como si nada Reina por un día.

Nosotros también miramos. A la mujer de. la televisión le hacían regalos, uno por cada hijo. Y decían que había tenido dieciséis. Así que no me extrañaba que llorase de emoción, con aquellos dieciséis paquetes con lacito delante de sus ojos.

Pasaron los minutos, y Eloy y yo perdimos el interés, así que volvimos al desván. Nos aproximamos a la maleta con mucha cautela, como si fuese una ratonera. Después, puestos de acuerdo por instinto, comenzamos a golpearla con puñetazos y patadas. Fui yo quien se atrevió a pegar la oreja al forro.

¿Oyes algo?, preguntó Eloy.

Un lamento. Parece que se queja, inventé yo.

Haciéndome el valiente, como si fuese uno de los del barrio de Katanga, que reventaban todas las verbenas de Coruña, abrí la maleta. Sus ojos de esmalte azul se clavaron en mí como dos faros en noche cerrada.

Fue entonces cuando noté aquel runrún en el estómago. Me estaba naciendo viento. Y ese viento crecía sin yo quererlo, como el fuelle de una gaita, y luego hablaba por mí.

¡Manda carajo!, dijo el muñeco. ¡Vale más tarde que nunca!

Años después, en un libro, descubrí el caso de Tom, un irlandés americano que comió un plato de lentejas tan calientes que le quemó el esófago, y de la investigación que de su caso hizo el profesor Stewart Wolf, de Oklahoma. Recuerdo el lugar porque siempre me ha gustado decir ¡Oklahoma! A Tom habían tenido que hacerle un agujero en el estómago para introducirle la comida. Pues bien, por ese agujero el doctor Wolf pudo comprobar, en un estudio que duró años, la relación entre el estómago y las emociones. En sentido literal, el alma habita el estómago y no el corazón. Debe ser por la amplitud, y porque el alma es muy glotona.

Aquel día, en el desván, Eloy y yo nos miramos con más sorpresa que miedo. El muñeco me parecía ahora un bicho maravilloso llegado de un lejano planeta. Un extraño valor, quizá el haber pensado en la banda de los de Katanga, me llevó a cogerlo en brazos. Pesaba como una osamenta de enano. Sin mediar ninguna intención, miré para Eloy y escuché de nuevo aquella voz de viejo cascarrabias que me salía de dentro.

¡Hola, Jorobadito!

A Eloy se le abrieron los ojos como si escuchase la burla de un diablo. Así era el apodo por el que era conocida su familia en privado, aunque se evitase usarlo en público. Los Jorobados. Era una cosa que venía de lejos. Ahora, nadie de la familia tenía joroba. El último jorobadito había sido precisamente Rubí. La gente le pasaba la mano por la espalda porque daba buena suerte, y se cuenta que entonces el muñeco Liberto decía cabreado: ¿Por qué no os la metéis en el culo?

Cuando bajamos con el muñeco, los mayores estaban todos atentos a la pantalla con un brillo de lágrima retenida en los ojos. Era la escena final de Reina por un día. En principio, no le prestaron atención al bulto que traíamos. Una vez más, se me llenó el fuelle del alma y exploté sin querer.

¡Pobre reina la reina por un día!, exclamó el muñeco.

Recuerdo muy bien aquella mirada colectiva. Yo había hecho frente a esa amenaza, pero de manera individual, encarnada, por ejemplo, en la mirada fulminante de la tía Aurora, tras pisar su alfombra turquesa con barro en los zapatos.

¡Qué simpático!, decía. Y sus ojos me atravesaban como alfileres.

Pero ahora eran un par de docenas de ojos enojados los que me tenían por objetivo. Mucho más tarde, por aquello de decir lo que no debía en campo equivocado, llegaría a definir aquella sensación. Era el Efecto Guadaña.

¡Tranquilidad, tranquilidad!, dijo entonces el muñeco para disculpar la interrupción.

¡Ay, por los clavos de Cristo! ¡El Liberto!

Fue la abuela de Eloy, con su mirada miope, la primera de todo el corro que reconoció el muñeco. La televisión quedó como un chisporroteo de fondo. Liberto era ahora el celebrado centro de la reunión, iba de brazo en brazo e incluso le dieron a probar el anís, pero no volvió a hablar en aquel atardecer que se hizo noche y luego sueño.

Regresamos cada año de vacaciones. De vez en cuando, Eloy y yo subíamos al desván para abrir la maleta y charlar un poco con Liberto. Le contábamos a nuestra manera las novedades de Gardarás y las revelaciones de la vida. Y muchas veces él decía desde mi barriga: ¡Manda carajo!

El año pasado fue la última vez que estuve con Eloy. Y con Liberto. Este año no volveré. Creo que no volveré jamás.

Eloy está acabando Derecho y yo Filología. Los dos estudiamos en Santiago, pero casi no nos vemos. Tenemos vidas muy distintas. Él va mucho por el Ensanche, por las copas de la parte nueva. Y yo… Bien, yo ando por otra parte. No hay más que explicar.

El caso es que el año pasado fui a casa de Eloy la primera noche de nuestro veraneo. Era noche de parranda, la noche de san Juan. En Gardarás se conserva la costumbre de las hogueras y las sardinas asadas acompañadas con pan de maíz. Allí estuvimos, con los vecinos. Las chicas habían crecido, como nuestra edad, y los viejos nos hacían bromas.

¡A ver si vais a casaros en Gardarás!

Muy entrada la noche, a la hora del café con aguardiente, cuando sólo quedaban alrededor del fuego los más viejos, Eloy, con los ojos algo enrojecidos, se acercó en confidencia y me dijo: ¿Por qué no vamos a buscar novia al Saltón?

Ése era un chiste que se hacía en Gardarás. El Saltón era la parte de la montaña con casales todavía medio aislados. Para los de Gardarás, era el mundo de lo remoto. Cuando alguien decía una blasfemia demasiado fuerte o hacía una cosa con torpeza, se le decía: ¡Ni que fueses del Saltón!

Pero Eloy me guiñó el ojo como si hablase en serio, con esa voz que tienen los juerguistas de la estirpe de los Jorobados.

¡Venga, hombre, vamos de mozas al Saltón!

Estaba medio borracho. Y yo también.

Yo ni sabía lo que era ir de mozas al Saltón. Iría tras ellas a cualquier parte.

Y entonces me acordé de Liberto.

Voy, dije, pero si nos llevamos a Liberto.

Eloy tardó un poco en entender. Contempló las brasas como si leyese una historia antigua y luego rompió a reír.

¡Liberto! ¡Pues claro que nos llevamos a Liberto!

Fuimos por carretera en el coche de Eloy y luego lo dejamos al abrigo de un seto de laureles.

Ahora es mejor ir a pie, dijo Eloy, siguiendo la ruta de las hogueras.

Y era cierto que desde allí se veían tres o cuatro fuegos como grandes luciérnagas centelleando en las faldas de la noche. Yo llevaba la maleta con Liberto.

En el primer lugar al que llegamos nos recibió un perro que ladraba sin mucha convicción. La noche de san Juan los perros ladran poco porque suele haber restos que roer alrededor de las fogatas. Junto al fuego, como guardianes de la noche, había solamente dos viejos que nos invitaron a licor café. Después de unos tragos y de saber que éramos de Gardarás, de tal y tal familia, nos preguntaron con sorna: Y entonces, ¿qué os trae por aquí?

¡Buscamos mozas!, dijo Eloy con la alegre resolución de un borracho.

¿Mozas, eh? ¡Pues mozas, buenas mozas las hay más arriba!, dijo el más socarrón, señalando lo alto.

Como navegantes atraídos por un faro, nos dirigimos hacia la siguiente fogata. Eloy propuso un atajo y nos metimos por un sendero. Enseguida nos dimos cuenta de que era un camino en desuso, invadido por las zarzas. Yo me abría camino con la maleta de Liberto, azotando aquella selva espinosa. Las circunstancias nos habían ido despejando y tuve la impresión de que la luna se reía de nosotros.

¿No sería mejor volver?, le dije a Eloy.

Ahora ya estamos llegando, dijo él sin aliento y con mucho amor propio.

No había nadie alrededor de la hoguera. Ni un perro.

íbamos a dar la vuelta y bajar hacia Gardarás cuando se encendió una luz y asomó por el quicio de la puerta un viejo con una linterna y un bastón.

¿Buscan a alguien?

¡Buscamos mozas, patrón!, gritó Eloy con descaro.

¡Pues aquí hay mozas!, dijo el viejo muy serio.

Había un aroma a fuego cansado que la brisa esparcía como polvo de luna. Yo me había quedado clavado en el suelo con la maleta, a la manera de un viajero que desciende en una estación sin nombre.

Eloy me empujó: ¡Avante, Don Juan!

Era una casa de labranza, construida en piedra, madera y pizarra, excepto el ladrillo a la vista que tapiaba los antiguos comederos que daban al establo de las vacas. Nada más entrar, te subía a la cabeza un aroma a verdura lavada, a leche recién ordeñada y a estiércol no lejano. Había una luz de película íntima, velada por el humo del lar, que respiraba en el rincón del fondo como un animal de cuento. Sentada en el banco de la chimenea había una vieja vestida de luto que cosía con la cabeza inclinada. Parecía que hacía una costura con el hilo de sus pestañas. Me fijé mucho en ella porque el patriarca de la casa nos guió hacia allí, junto al fuego.

El viejo dio unas palmas y gritó: ¡Niñas, bajad que hay visita!

En verdad, la muchacha que bajó tenía un rostro de niña, de manzana colorada. Su cuerpo, no obstante, era ya el de una mujer hecha, de pecho generoso y con los brazos desnudos y robustos. Pensé que sería capaz de besar con dulzura en la cama y después ir a segar en un santiamén la dura maleza de un monte. Nos sonrió con timidez y se sentó en el vano del lar, sobre la piedra, muy cerca de Eloy.

Se llama Lidia, dijo el viejo, acomodado en la mesa. Ahora llevaba gafas y se disponía a leer El Progreso. No sé por qué, pero en aquel momento sentí envidia de él. Debe de ser que también me gusta leer por la noche, cuando los demás charlan y tienen que hacer una red con palabras.

Pues sí, me llamo Lidia, dijo Lidia con una sonrisa de verbena.

¡María, baja, mujer, baja!, volvió a gritar el viejo sin apartar la mirada del periódico. Y luego murmuró: Baja, que no te van a comer.

Sin disimulo, Eloy y yo nos pusimos al acecho como cazadores de perdiz. Y a mí me dio un brinco de horror el corazón. Alguien bajaba, finalmente, por la escalera, y era el perfil de una sombra enlutada, la cabeza cubierta también por un paño negro. Por la forma de descender los peldaños, engurruñada, a punto de caer, parecía una gemela de la vieja chocha que cosía.

Es María, dijo la niña mujer con ojos de un brillo triste.

Eloy carraspeaba, como quien espanta la borrachera. También él tenía la noche atravesada en la garganta.

Viendo la fiesta estropeada, me acordé de Liberto. Abrí la maleta y lo cogí en brazos. Lidia soltó una risita nerviosa y Eloy miró para mí con una melancolía somnolienta y tristona. Noté en las entrañas el fuelle del aire y mi mano activó el alma de madera de Liberto.

Esperta e aviva corazón

que tes diante as flores de Saltón! [4]

Por vez primera desde nuestra llegada, la vieja que cosía apartó la vista del paño y observó con curiosidad al muñeco.

Cosa, señora, cosa, dijo Liberto señalando de soslayo al viejo, concentrado nuevamente en la lectura. ¡Cósale el rabo al lagarto!

Ayudado por el humor de Liberto, vencí mi repulsión y busqué el rostro de la recién llegada. Sentí ahora que yo era el muñeco articulado al que alguien hacía temblar los labios. Por la pañoleta asomaban unos rizos castaños y sus ojos eran dos gemas verdes que destellaban en la penumbra. Se podría decir que no tenía edad y que era hermosa porque sí.

También el rostro de Eloy reflejaba el asombro de aquella extraña aparición. Aceptamos reanimados el café que nos ofreció la niña Lidia, a quien el calor del fuego había hecho madurar. Después, como si respondiese a una elección natural, Eloy y Lidia se enzarzaron a hablar y yo me quedé frente a frente con María. Hechizado. Le dije cuatro tonterías. Que era de Gardarás, pero que me había criado en la ciudad y que estudiaba Filología.

¿Por qué estudias eso?

Porque me gusta la historia de las palabras, dije algo avergonzado.

¡Las palabras!, exclamó ella. Y luego murmuró: Les feuilles mortes.

Yo sabía lo que ella había dicho, lo entendía, pero no podía entender que ella lo dijese.

¡Eso es francés!, comenté con asombro.

Sí, dijo ella con una sonrisa triste, eso es francés. Por un instante, guardó silencio, como ausente. Y más tarde añadió: Yo estuve mucho tiempo en París, ¿sabes?

¿De emigrante?, pregunté aturdido.

Claro. ¿De qué iba a ser? Limpiadora. Fregona. ¿Fumas?

Eloy sí que fumaba. Le pedí un pitillo con urgencia. María lo cogió con los labios y lo encendió con un tizón del fuego. Exhaló una nube de humo y después tosió. Muy fuerte, como si le estallase el pecho.

¡No fumes, María!, gritó como una orden el viejo desde la mesa. ¡Sabes que no puedes fumar!

Ella tenía ahora los ojos enrojecidos y hermosos como dos llamaradas verdecidas. Pero la piel de su rostro era pálida porcelana con pecas de color café.

Así que estudias Filología, dijo ella con una voz que parecía doblarse en su propio eco.

Sí, Románicas.

Románicas, claro. Debe de ser interesante.

Y luego, ajena a mí, ajena a todo, hipnotizada por las llamas, María cantaba en voz baja:

En ce temps-lá la vie était plus belle Et le soleil plus brulant qu'aujour d'hui. Les feuilles mortes se ramassent a la pelle… [5]

Y entonces se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar, tan a chorro que las lágrimas se le escurrían entre los dedos. De repente, dejó de sollozar, descubrió su rostro, una naturaleza radiante, mojada por la lluvia, y muy despacio me acarició las mejillas con dedos temblorosos.

Mon amour, mon amour! As follas secas caen ó chan.

Se hizo un silencio dolorido. Eloy, que jugueteando había avanzado por las rodillas de Lidia, me miró inquieto, como quien pide una explicación.

Sólo Liberto, dentro de mí, fue capaz de decir algo. Una vieja copla:

Eu non sei o que me deches Que non te podo olvidar De día no pensamento e de noite no soñar [6]

¡Ya está bien, María!, gritó el viejo. Y después, con un tono más suave: Deja de llorar, mujer. Mejor vete a dormir.

Pobrecita, dijo Lidia, se había levantado y la tenía abrazada por detrás, por los hombros, con la cabeza de María apoyada en su vientre. Ha vuelto enferma. ¡Sabe Dios cuántas habrá pasado, tan bonita! Se le metieron los nervios en la cabeza.

El muñeco miró a María con sus ojos de esmalte azul y el fuelle de su alma pronunció una despedida.

Merci dame, la plus belle.

Y yo, llevado por una desazón mecánica, metí a Liberto en la maleta. Antes de que la hubiese cerrado, la vieja lo miró con lástima y dijo haciendo la señal de la cruz: ¡Vaya hombrecito! Así y todo, tenemos que dar gracias a Dios por ser como somos.

No. Este año no volveré a Gardarás. No sería capaz de mirar hacia las laderas de oscuros óleos verdes del montañoso país de Saltón. De día en el pensamiento, y de noche en el soñar.