"El cuento de la criada" - читать интересную книгу автора (Atwood Margaret)

CAPÍTULO 12

El cuarto de baño está junto al dormitorio. Tiene un empapelado de florecillas azules, nomeolvides, y cortinas haciendo juego. Hay una alfombra de baño azul y, sobre la tapa del inodoro, una cubierta azul de imitación piel. Lo único que le falta a este lavabo para ser como los de antes es una muñeca cuya falda oculta el rollo extra de Papel higiénico. Aparte de que el espejo de encima del lavabo ha sido quitado y reemplazado por un rectángulo de estaño y que la puerta no tiene cerradura, y que no hay maquinillas de afeitar, por supuesto. Al principio, en los cuartos de baño se producían incidentes: cortes, ahogos. Antes de que suprimieran todos los micrófonos. Cora se sienta en una silla, en el vestíbulo, para vigilar que nadie más entre. En un cuarto de baño, en una bañera, una es vulnerable, decía Tía Lydia. No decía a qué.

El baño es un requisito, pero también un lujo. El simple hecho de quitarme la toca blanca y el velo, el simple hecho de tocar otra vez mi propio pelo, es un lujo. Tengo el pelo largo y descuidado. Debemos llevarlo largo, pero cubierto. Tía Lydia decía: San Pablo afirmaba que debía llevarse así, o rapado. Y largaba una carcajada, una especie de relincho con la cabeza echada hacia atrás, tan típico de ella, como si hubiera contado un chiste.

Cora ha llenado la bañera, que humea como un plato de sopa. Me quito el resto de mis ropas, la sobrepelliz, la camisa blanca y las enaguas, las medias rojas, los pantalones holgados de algodón. Los leotardos te pudren la entrepierna, solía decir Moira. Tía Lydia jamás habría utilizado una expresión como pudrirte la entrepierna. Ella usaba la palabra antihigiénico. Quería que todo fuera muy higiénico.

Mi desnudez me resulta extraña. Mi cuerpo parece anticuado. ¿De verdad me ponía bañador para ir a la playa? Lo hacia, sin reparar en ello, entre los hombres, sin importarme que mis piernas, mis brazos, mis muslos y mi espalda quedaran al descubierto y alguien los viera. Vergonzoso, impúdico. Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente.


Me meto en el agua, me acuesto y me dejo flotar. El agua está templada. Cierro los ojos y súbitamente, sin advertencia, ella está conmigo; debe de ser el olor del jabón. Pongo la cara contra el suave pelo de su nuca y la huelo: talco de bebé, piel de niño recién bañado y champú, con un vago olor a pis en el fondo. Ésta es la edad que tiene cuando estoy en la bañera. Se me aparece a diferentes edades, por eso sé que no es un fantasma. Si lo fuera, siempre tendría la misma edad.

Una vez, cuando tenía once meses, justo antes de que empezara a caminar, una mujer me la robó del carrito del supermercado. Era un sábado, el día que Luke y yo hacíamos la compra de la semana, porque los dos trabajábamos. Ella estaba sentada en el asiento para los niños que tenían antes los carritos de los supermercados, con agujeros para las piernas. Estaba muy contenta; yo me giré de espaldas, creo que era en la sección de comida para gatos; Luke estaba en la carnicería al otro extremo de la tienda, fuera de la vista. Le gustaba elegir la carne que íbamos a comer durante la semana. Decía que los hombres necesitaban más carne que las mujeres, que no se trataba de una superstición y que él no era ningún tonto, para algo había seguido unos estudios. Existen diferencias, decía. Le encantaba repetirlo, como si yo intentara demostrar lo contrario. Pero en general lo decía cuando estaba mi madre presente. Le encantaba provocarla.

Oí que empezaba a llorar. Me giré y vi que desaparecía pasillo abajo, en brazos de una mujer que yo jamás había visto. Lancé un grito y la mujer se detuvo. Debía de tener unos treinta y cinco años. Lloraba y decía que era su bebé, que el Señor se la había dado, que le había enviado una señal. Sentí pena por ella. El gerente de la tienda se disculpó, y la retuvieron hasta que llegó la policía.

Simplemente, está loca, dijo Luke.

En ese momento, creí que se trataba de un incidente aislado.


Su imagen se desvanece, no puedo retenerla aquí conmigo, ya ha desaparecido. Tal vez sí pienso en ella como en un fantasma, el fantasma de una niña muerta, una criatura que murió cuando tenía cinco años. Recuerdo las fotos que alguna vez tuve de nosotras dos, yo sosteniéndola en brazos, en poses típicas, encerradas en un marco y a salvo. Desde detrás de mis ojos cerrados me veo a mí misma tal como soy ahora, sentada junto a un cajón abierto, o junto a un baúl en el sótano, donde guardo la ropa de bebé doblada y un sobre con un mechón de pelo de cuando tenía dos años, de color rubio claro. Después se le oscureció.

Ya no tengo esas cosas, ni la ropa ni el pelo. Me pregunto qué ocurrió con nuestras pertenencias. Saqueadas, tiradas y arrancadas. Confiscadas.

He aprendido a arreglármelas sin un montón de cosas. Si tienes demasiadas cosas, decía Tía Lydia, te aferras demasiado al mundo material y olvidas los valores espirituales. Bienaventurados los humildes. No agregó nada acerca de que heredarían la tierra.

Sigo tendida, con el agua chocando suavemente contra mi cuerpo, junto a un cajón abierto que no existe, y pienso en una niña que no murió cuando tenía cinco años; que aún existe, espero, aunque no para mí. ¿Existo yo para ella? ¿Soy una imagen en tinieblas en lo más recóndito de su mente?

Ellos debieron de contarle que yo estaba muerta. Eso es lo que debieron de hacer. Seguramente pensaron que de ese modo a ella le resultaría más fácil adaptarse.


Ahora debe tener ocho años. He llenado el tiempo que perdí, sé todo lo que ha ocurrido. Ellos tenían razón, es más fácil pensar que ella está muerta. Así no tengo que abrigar esperanzas, ni hacer un esfuerzo inútil. ¿Por qué darse la cabeza contra la pared?, decía Tía Lydia. A veces tenía una manera muy gráfica de decir las cosas.


– No tengo todo el día -dice Cora, al otro lado de la puerta. Es verdad, no tiene todo el día. No tiene todo de nada. No debo robarle su tiempo. Me enjabono, me paso el cepillo de cerdas cortas y la piedra pómez para eliminar la piel muerta. Estos accesorios típicamente puritanos te los proporcionan. Me gustaría estar absolutamente limpia, libre de gérmenes y bacterias, como la superficie de la luna. No podré lavarme esta noche, ni más tarde, ni en todo el día. Ellos dicen que es perjudicial, así que, ¿para qué correr riesgos?

Ahora no puedo evitar que mis ojos vean el pequeño tatuaje de mi rodilla. Cuatro dedos y un ojo, un pasaporte del revés. Se supone que sirve como garantía de que nunca desapareceré. Soy demasiado importante, demasiado especial como para que eso ocurra. Pertenezco a la reserva nacional.

Saco el tapón, me seco, y me pongo la bata de felpa roja. Dejo aquí el vestido que llevaba hoy, porque Cora lo recogerá para lavarlo. Una vez en la habitación, me vuelvo a vestir. La toca blanca no es necesaria a esta hora porque no voy a salir. En esta casa, todos conocen mi cara. Sin embargo, el velo rojo sigue cubriendo mi pelo húmedo y mi cabeza, que no ha sido rapada. ¿Dónde vi aquella película de unas mujeres arrodilladas en la plaza del pueblo, sujetas por unas manos, y con el pelo cayéndoles a mechones? ¿Qué habían hecho? Debe de haber sido hace mucho tiempo, porque no logro recordarlo.


Cora me trae la cena en una bandeja cubierta. Antes de entrar golpea la puerta. Me cae bien ese detalle. Significa que piensa que me corresponde algo de lo que solíamos llamar intimidad.

– Gracias -le digo, cogiendo la bandeja de sus manos. Ella me sonríe, pero se vuelve sin responder. Cuando estamos las dos a solas, recela de mí.

Pongo la bandeja en la pequeña mesa pintada de blanco y acerco la silla hasta ella. Quito la cubierta de la bandeja. Un muslo de pollo, demasiado cocido. Es mejor que crudo, que es el otro modo en que lo prepara. Rita sabe cómo demostrar su resentimiento. Una patata al horno, judías verdes, ensalada. Como postre, peras en conserva. Es una comida bastante buena, pero ligera. Comida sana. Debéis consumir vitaminas y minerales, decía Tía Lydia, en tono remilgado. Debéis ser fuertes. Nada de café ni té, nada de alcohol. Se han realizado estudios. Hay una servilleta de papel, como en las cafeterías.

Pienso en los demás, los que no tienen nada. Éste es el paraíso del amor, aquí llevo una vida mimada, que el Señor nos haga realmente capaces de sentir gratitud, decía Tía Lydia, o sea agradecidas, y empiezo a comer mi comida. Esta noche no tengo hambre. Siento náuseas. Pero no hay dónde poner la comida, ni macetas de plantas, y no voy a probar en el lavabo. Estoy muy nerviosa, eso es lo que pasa. ¿Y si la dejara en el plato y le pidiera a Cora que no pasara el informe? Mastico y trago, mastico y trago, y floto que empiezo a sudar. La comida me llega al estómago convertida en una pelota, un puñado de cartones humedecidos y estrujados.

Abajo, en el comedor, deben de haber puesto la gran mesa de caoba, con velas, mantel blanco, cubertería de plata, flores, y el vino servido en copas. Se oirá el tintineo de los cuchillos contra la porcelana, y un chasquido cuando ella suelta el tenedor con un suspiro apenas audible Y deja la mitad de la comida en el plato, sin tocarla. Probablemente dirá que no tiene apetito. Tal vez no diga nada. Si dice algo, ¿él hace algún comentario? Si no dice nada, ¿él lo nota? Me pregunto cómo se las arregla para que reparen en ella. Supongo que debe de ser difícil.


A un costado del plato hay una porción de mantequilla. Corto una punta de la servilleta de papel, envuelvo en ella la mantequilla, la llevo hasta el armario y la guardo en la punta de mi zapato derecho -del par de recambio-, como he hecho otras veces. Arrugo el resto de la servilleta: seguramente, nadie se molestará en estirarla para comprobar si le falta algo. Usaré la mantequilla esta noche. No estaría bien que ahora oliera a mantequilla.


Espero. Me compongo. Mi persona es una cosa que debo componer, como se compone una frase. Lo que debo presentar es un objeto elaborado, no algo natural.