"El Hablador" - читать интересную книгу автора (Llosa Mario Vargas)IVConocí la selva amazónica a mediados de 1958, gracias a mi amiga Rosita Corpancho. Sus funciones en la Universidad de San Marcos eran inciertas; su poder, inconmensurable. Merodeaba entre los profesores sin ser uno de ellos y todos hacían lo que Rosita les pedía; gracias a sus artes, las legañosas puertas de la administración se abrían y los trámites se facilitaban. – Hay un sitio en una expedición por el Alto Marañón, organizada por el Instituto Lingüístico para un antropólogo mexicano -me dijo, un día que me la crucé en el patio de Letras-. ¿Quieres ir? Yo había conseguido por fin la ansiada beca a Europa y debía partir a España el mes siguiente. Pero, sin dudar un segundo, acepté. Rosita es loretana y, si uno presta atención, todavía advierte en ella un resabio del tantito sabroso de los peruanos del Oriente. Era -lo sigue siendo, sin duda protectora y promotora del Instituto Lingüístico de Verano, una institución que, en los cuarenta años de vida que lleva en el Perú, ha sido objeto de virulentas controversias. Entiendo que ahora, mientras escribo estas líneas, hace sus maletas para marcharse del país. No porque lo hayan echado (estuvo a punto de ocurrirle cuando la dictadura del General Velasco); de motu proprio, porque considera que ha cumplido la misión que lo llevó a Yarinacocha, su base de operaciones, a orillas del Ucayali, a unos diez kilómetros de Pucallpa, y, desde allí, lo extendió prácticamente por todos los repliegues y vericuetos de la Amazonía. ¿En qué consiste la misión del Instituto? Según sus enemigos, es un brazo del imperialismo norteamericano, que, bajo la coartada de la investigación científica, realiza trabajos de inteligencia y una labor de penetración cultural neocolonialista entre los indígenas amazónicos. Estas acusaciones proceden, sobre todo, de la izquierda. Pero también son adversarios suyos algunos sectores de la Iglesia Católica -principalmente, los misioneros de la selva- que lo acusan de ser nada más que una falange de evangelizadores protestantes disfrazados de lingüistas. Entre los antropólogos, hay quienes le reprochan pervertir a las culturas aborígenes, tratar de occidentalizarlas e incorporarlas a una economía de mercado. Algunos conservadores critican la presencia del Instituto en el Perú por razones nacionalistas e hispánicas. Era de esos últimos mi maestro y jefe de entonces, el historiador Porras Barrenechea, quien, al enterarse de que yo partía en aquella expedición, me sermoneó: «Tenga cuidado, esos gringos tratarán de comprárselo.» Para él, era intolerable que, por culpa del Instituto, los indígenas selváticos aprenderían probablemente a hablar inglés antes que español. Sus amigos, como Rosita Corpancho, defendían el Instituto con argumentos pragmáticos. La labor de los lingüistas -estudiar las lenguas y dialectos de la Amazonía, establecer vocabularios y gramáticas de las distintas tribus- servía al país, y, además, por lo menos en teoría, estaba cautelada por el Ministerio de Educación, que debía dar el visto bueno a sus proyectos y recibía copias de todo el material recogido por el Instituto. Mientras el propio Ministerio o las Universidades peruanas no se tomaran el esfuerzo de hacer ese trabajo, convenía al Perú que alguien lo hiciera. De otro lado, la infraestructura montada por el Instituto en la Amazonía, con su flotilla de hidroaviones y su sistema de comunicaciones por radio entre la base de Yarinacocha y la red de lingüistas viviendo en las tribus, también era aprovechada por el país, ya que los maestros, funcionarios y militares de remotas localidades selváticas solían, y no sólo en casos de emergencia, recurrir a ella. La controversia no ha terminado ni terminará, por supuesto. Esa expedición de pocas semanas en la que tuve la suerte de participar, me causó una impresión tan grande que, veintisiete años después, todavía la recuerdo con lujo de detalles y aún escribo sobre ella. Como ahora, en Firenze. Estuvimos primero en Yarinacocha, conversando con los lingüistas, y, luego, a gran distancia de allí, en la región del Alto Marañón, recorriendo una serie de caseríos y aldeas de dos tribus de origen jíbaro: aguarunas y huambisas. Después, subimos hasta el Lago de Morona a visitar a los shapras. Viajábamos en un pequeño hidroavión y, en ciertos lugares, en canoas indígenas, a través de delgados caños de aguas sumergidas bajo una vegetación tan intrincada que, en pleno día, parecía de noche. La fuerza y la soledad de la Naturaleza -los altísimos árboles, las tersas lagunas, los ríos inmutables- sugerían un mundo recién creado, virgen de hombres, un paraíso vegetal y animal. Cuando llegábamos a las tribus, en cambio, tocábamos la prehistoria. Allí estaba la existencia elemental y primeriza de los distantes ancestros: los cazadores, los recolectores, los flecheros, los nómadas, los irracionales, los mágicos, los animistas. También eso era el Perú y sólo entonces tomaba yo cabal conciencia de ello: un mundo todavía sin domar, la Edad de Piedra, las culturas mágico-religiosas, la poligamia, la reducción de cabezas (en una localidad shapra, de Moronacocha, el cacique Tariri nos explicó, a través de un intérprete, la complicada técnica de relleno y cocimientos que exigía la operación), es decir, el despuntar de la historia humana. A lo largo de todo el recorrido, estoy seguro que pensé continuamente en Saúl Zuratas. Y, también, hablé mucho sobre él con su maestro, el Doctor Matos Mar, que formaba parte de la expedición y con quien, desde aquel viaje,, nos hicimos amigos. Matos Mar me contó que había invitado a Saúl a venir con nosotros, pero que éste se negó porque objetaba severamente la labor del Instituto. El viaje me permitió entender mejor el deslumbramiento de Mascarita con esas tierras y esas gentes, adivinar la fuerza del impacto que cambió el rumbo de su vida. Pero, además, me dio experiencias concretas para justificar muchas de las discrepancias que, más por intuición que por conocimiento real del asunto, había tenido con Saúl sobre las culturas amazónicas. ¿Qué ilusión era aquella de querer preservar a estas tribus tal como eran, tal como vivían? En primer lugar, no era posible. Unas más lentamente, otras más de prisa, todas estaban contaminándose de influencias occidentales y mestizas. Y, además, ¿era deseable aquella quimérica preservación? ¿De qué les serviría a las tribus seguir viviendo como lo hacían y como los antropólogos puristas tipo Saúl querían que siguieran viviendo? Su primitivismo las hacía víctimas, más bien, de los peores despojos y crueldades. En la aldea aguaruna de Urakusa, donde llegamos un atardecer, vimos, desde las ventanillas del hidroavión, el espectáculo acostumbrado cada vez que acuatizábamos a orillas de alguna tribu: el pueblo entero de hombres y mujeres semidesnudos y pintados, atraídos por el ruido del motor, siguiendo las evoluciones del aeroplano, mientras todos se iban golpeando caras y pechos con ambas manos (para espantar a los insectos). Pero, en Urakusa, además de cuerpos cobrizos, tetas colgantes, niños de vientres hinchados por los parásitos, pieles rayadas de rojo o de negro, nos esperaba un espectáculo que nunca olvidé: el de un hombre recientemente torturado. Se trataba del cacique del lugar, llamado Jum. Una expedición de blancos y mestizos de Santa María de Nieva, una factoría a orillas del río Nieva, donde también estuvimos, alojados en una misión católica había llegado una semanas antes que nosotros a Urakusa. Todas las autoridades civiles del poblado, más un militar de una guarnición de frontera, formaban parte de ella. A Jum, que salió a recibirlos, le partieron la frente de un linternazo. Luego, quemaron las cabañas de Urakusa, golpearon a los indígenas que pudieron echar mano y violaron a varias mujeres. A Jum se lo llevaron a Santa María de Nieva, donde lo sometieron a la vejación de raparlo. Luego, lo torturaron en público. Lo azotaron; le quemaron las axilas con huevos calientes y, finalmente, lo izaron a un árbol, como se hace con los paiches del río para que se escurran. Luego de tenerlo allí unas horas, lo soltaron y le permitieron volver a su pueblo. La causa inmediata de este salvajismo era un incidente menor ocurrido en Urakusa entre los aguarunas y un grupo de soldados que pasó por allí. Pero la razón profunda era que Jum había tratado de organizar una cooperativa entre los pueblos aguarunas del Alto Marañón. El cacique era un hombre empeñoso, de mente ágil, y el lingüista del Instituto que trabajaba entre los aguarunas lo animó para que fuera a seguir un cursillo a Yarinacocha, a fin de convertirse en maestro bilingüe. Éste era un programa diseñado por el Ministerio de Educación con ayuda del Instituto Lingüístico. Se llevaba a Yarinacocha a hombres de las tribus que, como Jum, parecían capacitados para desarrollar una labor pedagógica en su aldea. En Yarinacocha recibían un entrenamiento -bastante somero, me imagino-, impartido por los lingüistas y por maestros peruanos, para que pudieran alfabetizar a los suyos en su propia lengua. Luego, se los devolvía a su lugar de origen con material didáctico y el título, algo optimista, de maestro bilingüe. El programa no alcanzó el objetivo que se había propuesto -la alfabetización de los indígenas de la Amazonía-, pero, en lo que concierne a Jum, tuvo consecuencias imprevisibles. Su paso por Yarinacocha, su contacto con la «civilización», hizo descubrir al cacique de Urakusa -por sí mismo o con ayuda de sus instructores- que él y los suyos eran inicuamente explotados por los patronos con los que comerciaban. Los patronos, blancos o mestizos de la Amazonía, recorrían periódicamente las tribus para comprarles caucho y pieles de animales. Ellos mismos fijaban el precio de lo que compraban y pagaban en especies -machetes, anzuelos, ropas, escopetas-, cuyos precios también determinaban a su capricho y conveniencia. Su paso por Yarinacocha hizo comprender a Jum que si, en vez de comerciar con los patronos, los aguarunas se daban el trabajo de ir a vender el caucho y las pieles a las ciudades -a las oficinas del Banco Hipotecario, por ejemplo-, recibirían por esas mercancías un precio mucho más elevado. Y que allí podrían comprar más barato aquellos productos que les vendían los patronos. Descubrir el valor del dinero fue trágico para los urakusas. Jum hizo saber a los patronos que ya no seguiría comerciando con ellos. Esta decisión significaba, pura y simplemente, la ruina de aquellos viracochas de Santa María de Nieva que nos habían recibido tan cordialmente. Unos blancos y mestizos miserables, por lo demás, semianalfabetos y descalzos, que vivían en condiciones casi tan ínfimas como sus víctimas. Los excesos feroces que perpetraban con los aguarunas no los hacían ricos, eran apenas para sobrevivir. La explotación, en ese rincón del mundo, se llevaba a cabo a un nivel poco menos que infrahumano. Por eso se había organizado la expedición punitiva contra Urakusa y por eso, mientras supliciaban a Jum, le habían repetido: «Olvídate de la cooperativa.» Aquello acababa de ocurrir. Las heridas de Jum aún supuraban. El pelo no le había crecido. Mientras, en el apacible claro de Urakusa, nos traducían esta historia -Jum apenas carraspeaba una que otra frase en español- yo pensaba: «Tengo que hablar de esto con Saúl.» ¿Qué me diría Mascarita? ¿Admitiría que, en un caso así, se veía, clarísimo, que lo que convenía a Urakusa, a Jum, no era el movimiento hacia atrás sino adelante? Es decir, establecer su cooperativa, comerciar con las ciudades, prosperar económica y socialmente, de modo que ya no pudieran hacer con ellos lo que habían hecho los «civilizados» de Santa María de Nieva. ¿O Saúl me diría, irrealmente, que no, que la verdadera solución era que aquellos viracochas se marcharan de allí y dejaran a los urakusas retomar su vida tradicional? Aquella noche, Matos Mar y yo la pasamos en vela, conversando sobre la historia de Jum y el horror que ella mostraba sobre la condición del débil y del pobre en nuestro país. Invisible y mudo, participó en la conversación el fantasma de Saúl Zuratas, a quien ambos hubiéramos querido tener allí, opinando y discutiendo. Matos Mar creía que, de la desgracia de Jum, Mascarita extraería razones para apuntalar sus tesis. ¿No probaba aquello que la coexistencia era imposible, que fatalmente se convertía en dominio de viracochas sobre indígenas, en la gradual y sistemática destrucción de la cultura más débil? Esos borrachines salvajes de Santa María de Nieva no abrirían nunca, en ningún caso, a los urakusas, el camino de la modernidad, sólo el de su extinción; su «cultura» no tenía más títulos a la hegemonía que la de los aguarunas, quienes, por primitivos que fuesen, habían desarrollado los conocimientos y las artes suficientes para coexistir -ellos sí- con la Amazonía. Por razones de antigüedad, de historia y de moral había que reconocerles soberanía sobre ese territorio y expulsar de allí a los forasteros intrusos de Santa María de Nieva. Yo no estaba de acuerdo con Matos Mar; pensaba que, más bien, la historia de Jum tal vez induciría a Saúl a consideraciones más prácticas, a resignarse al mal menor. ¿Había, acaso, la más remota probabilidad de que algún gobierno peruano, del signo que fuera, concediese a las tribus un derecho de extraterritorialidad en la selva? Era obvio que no. ¿Por qué, entonces, no cambiar más bien a los viracochas, para que su manera de tratar a los indígenas fuera otra? Dormíamos en el suelo de tierra, compartiendo un mosquitero, en una cabaña impregnada de olor a caucho (era el depósito de Urakusa), cercados por la respiración de nuestros compañeros y los rumores desconocidos de la selva. Matos Mar y yo compartíamos también, en aquel tiempo, entusiasmos e ideas socialistas y en el curso de la charla comparecieron, claro está, esas famosas relaciones sociales de producción que, como una varita mágica, servían para explicar y resolver todos los problemas. El de los urakusas -el de todas las tribus había que entenderlo como parte del problema general derivado de la estructura clasista de la sociedad peruana. El socialismo, al sustituir la obsesión del provecho económico -la ganancia individual- por la noción de servicio a la colectividad como incentivo del trabajo y reintroducir un sentido solidario y humano en las relaciones sociales, permitiría aquella coexistencia entre el Perú moderno y el Perú primitivo que Mascarita creía imposible e indeseable. En el nuevo Perú, inspirado en la ciencia de Marx y de Mariátegui, las tribus amazónicas podrían, simultáneamente, modernizarse y conservar lo esencial de su tradición y sus costumbres dentro de ese mosaico de culturas que constituiría la futura civilización peruana. ¿Creíamos, de veras, que el socialismo garantizaría la integridad de nuestras culturas mágico religiosas? ¿No había ya bastantes pruebas de que el desarrollo industrial, fuera capitalista o comunista, significaba fatídicamente el aniquilamiento de aquéllas? ¿Había una sola excepción en el mundo a esta terrible, inexorable ley? Pensándolo bien -y desde la perspectiva de los años transcurridos y del mirador de esta Firenze calurosa- éramos tan irreales y románticos como Mascarita con su utopía arcaica y antihistórica. Esa larga conversación con Matos Mar, bajo el mosquitero, mirando cimbrearse unas bolsas oscuras colgadas del techo de hojas de palmera que misteriosamente desaparecieron al amanecer -eran cientos de arañas, supimos después, que venían a ovillarse de este modo, en las noches, al calor de la fogata de la cabaña- es una de las imágenes imperecederas de aquel viaje. Otra: el recuerdo de un prisionero, de una tribu enemiga, al que los shapras del Lago de Morona tenían en libertad, permitiéndole desplazarse tranquilamente por la aldea. Pero, su perro, en cambio, se hallaba encarcelado en una jaula y era objeto de cuidadosa vigilancia. Capturado y captores estaban evidentemente de acuerdo en el sentido de aquella metáfora; para aquéllos y para éste, el animal enjaulado impedía que el prisionero huyera, ataba a éste a sus captores con más fuerza -la fuerza del rito, de la creencia, de la magia- que una cadena de hierro. Y otra más: las habladurías y fantasías que nos persiguieron en todo el viaje en torno a un aventurero, pillo y señor feudal, un japonés llamado Tushía, de quien se decía que habitaba en una isla del río Pastaza con un harén de niñas robadas a lo largo y ancho de la Amazonía. Pero, a la larga, el recuerdo más memorable y recurrente de aquel viaje -un recuerdo que, en esta tarde florentina, arde casi con la misma violencia que las ascuas del sol veraniego de Toscana- sería lo que les oí contar, en Yarinacocha, a una pareja de lingüistas: los esposos Schneil. Al principio, me pareció que era la primera vez que oía nombrar a aquella tribu. Pero, de pronto, me di cuenta que era la misma sobre la que había oído tantas historias a Saúl, aquella con la que entró en contacto desde su primer viaje a Quillabamba: los machiguengas. Y, sin embargo, salvo en el nombre, ambas no parecían tener mucho en común. Poco a poco, fui adivinando la razón de la desinteligencia de imágenes. Aunque se trataba de la misma tribu, los machiguengas -cuyo número se calculaba, a ciegas, entre cuatro y cinco mil- estaban desigualmente vinculados con el resto del Perú y entre sí mismos. Era un pueblo fracturado. Una línea divisoria, que tenía como hito principal el Pongo de Mainiqui, diferenciaba a los machiguengas dispersos en la ceja de montaña, colindante con la sierra -zona montuosa-, donde la presencia de blancos y mestizos era abundante-, de los machiguengas de la zona oriental, allende el Pongo, donde comienza la llanura amazónica. El accidente geográfico, aquel paso angosto entre montañas donde el Urubamba se embravecía y llenaba de espuma, remolinos y ruido, separaba a aquellos de arriba, que tenían contactos con el mundo blanco y mestizo y habían entrado en un proceso de aculturación, de los otros, diseminados en los bosques del llano, que vivían casi en total aislamiento y conservaban más o menos intacta su forma de vida tradicional. Los dominicos habían levantado misiones entre aquellos -como Chirumbia, Koribeni y Panticollo-, y en esa zona había, también, chacras de viracochas, en las que algunos machiguengas trabajaban. esos eran los dominios del célebre Fidel Pereira y el mundo machiguenga al que se referían las evocaciones de Saúl: el más occidentalizado y expuesto al exterior. El otro sector de la comunidad -pero ¿se podía hablar, en estas condiciones, de una comunidad?-, diseminado en el extensísimo territorio de las hoyas de los ríos Urubamba y Madre de Dios, se mantenía aún, a fines de los años cincuenta, celosamente aislado y se resistía a todo tipo de comunicación con los blancos. A ellos no habían llegado los misioneros dominicos y en esa zona no había, por el momento, nada que atrajera a los viracochas. Pero ni siquiera ese sector era homogéneo. Había, entre los machiguengas más primitivos, un pequeño grupo o fracción aún más arcaico, enemistado con el resto. Los llamados «kogapakori». Concentrados en la zona bañada por dos afluentes del Urubamba -los ríos Timpía y Tikompinía-, los kogapakori andaban totalmente desnudos, salvo algunos hombres que llevaban estuches fálicos hechos de bambú, y atacaban a quien penetrara en sus dominios, aun si eran de la misma etnia. Su caso era excepcional, porque, comparados con cualquier otra tribu, los machiguengas habían sido tradicionalmente pacíficos. Su carácter suave, dócil, hizo de ellos las víctimas privilegiadas de la época del caucho, cuando las grandes cacerías de indios para proveer de brazos a los asentamientos caucheros -período en que la tribu fue literalmente diezmada y estuvo a punto de extinguirse- y por ello habían llevado siempre la peor parte en las escaramuzas con sus enemigos inveterados, los yaminahuas y los mashcos, sobre todo estos últimos, famosos por su belicosidad. Éstos eran los machiguengas de los que nos hablaban los esposos Schneil. Llevaban ya dos años y medio de esfuerzos para ser admitidos por ellos y todavía encontraban desconfianza y a veces hostilidad en los grupos con los que habían logrado hacer contacto. Yarinacocha, a la hora del crepúsculo, cuando la boca roja del sol comienza a hundirse tras las copas de los árboles y la laguna de aguas verdosas llamea bajo el cielo azul añil, en el que titilan las primeras estrellas, es uno de los espectáculos más hermosos que yo haya visto. Estábamos en la terraza de una casa de madera y contemplábamos, por sobre el hombro de los Schneil, el horizonte de la selva, oscureciéndose. La visión era bellísima. Pero todos, creo, nos sentíamos incómodos y deprimidos. Porque aquello que nos contaba la pareja -ambos bastante jóvenes y con el aire deportivo, candoroso, puritano y diligente que lucían, como un uniforme, todos los lingüistas- era una historia lúgubre. Hasta los dos antropólogos del grupo -Matos Mar y el mexicano Juan Comas- estaban sorprendidos por el grado de postración y pesimismo en el que, según los Schneil, se hallaba la quebrada sociedad machiguenga. A juzgar por lo que oíamos, parecía estar virtualmente desintegrándose. Casi no habían sido estudiados. Salvo un pequeño libro, publicado en 1943 por un dominico, el Padre Vicente de Cenitagoya, y algunos artículos de otros misioneros sobre su folklore y su lengua, aparecidos en las revistas de la Orden, no existía un trabajo etnográfico serio sobre ellos. Pertenecían a la familia arawak y se confundían algo con los campas de los ríos Ene y Perené y el Gran Pajonal, pues sus idiomas tenían raíces semejantes. Su origen era un misterio total; su identidad, borrosa. Vagamente denominados Antis, por los Incas, que los arrojaron de la parte oriental del Cusco pero no pudieron nunca invadir sus dominios selváticos ni sojuzgarlos, figuraban, en las Crónicas y Relaciones de la Colonia, con apelativos arbitrarios -Manaríes, Opataris, Pilcozones- hasta que en el siglo XIX, por fin, los viajeros comenzaron a llamarlos por su nombre. Uno de los primeros en nombrarlos fue el francés Charles Wiener, quien, en 1880, encontró «dos cadáveres machiguengas abandonados ritualmente en el río», a los que decapitó e incorporó a su colección de curiosidades recogidas en la selva peruana. Estaban en movimiento desde tiempos remotos y era probable que jamás hubieran vivido de manera gregaria, en colectividades. El hecho de haber sido desplazados, cada cierto tiempo, por tribus más aguerridas, y por los blancos -en los períodos de las «fiebres»: la del caucho, la del oro, la del palo de rosa, la de la colonización agrícola- hacia regiones cada vez más insalubres y estériles, donde era imposible la supervivencia para grupos numerosos, había acentuado su fragmentación y desarrollado en ellos un individualismo casi anárquico. No existía un solo poblado machiguenga. No tenían caciques y no parecían conocer otra autoridad que la de cada padre en su propia familia. Estaban pulverizados en minúsculas unidades de, a lo más, una decena de personas, en ese vastísimo perímetro que abarcaba todas las selvas del Cusco y de Madre de Dios. La pobreza de la zona obligaba a estas células humanas a moverse continuamente, conservando una considerable distancia unas de otras, a fin de no mermar demasiado la caza. Debido a la erosión y empobrecimiento de la tierra, debían mudar sus sembríos de yucas cada dos años, a lo más. Lo que los Schneil habían podido averiguar de su mitología, creencias y costumbres, insinuaba la dureza de la existencia que habían llevado y dejaba entrever briznas de su historia. Habían sido soplados por el dios Tasurinchi, creador de todo lo existente, y carecían de nombres propios. Su nombre era siempre provisional, relativo y transeúnte: el que llega o el que se va, el esposo de la que acaba de morir o el que baja de la canoa, el que nació o el que disparó la flecha. Su idioma sólo admitía estas cantidades: uno, dos, tres y cuatro. Todas las otras se expresaban con el adjetivo «muchas». Su noción del Paraíso era modesta: un lugar donde los ríos tenían peces y los bosques, animales para cazar. Asociaban su vida nómada al tránsito de los astros por el firmamento. El índice de muertes voluntarias entre ellos era altísimo. Los Schneil nos refirieron algunos casos que habían presenciado de machiguengas -hombres y mujeres, pero, principalmente, estas últimas- que se quitaban la vida, clavándose espinas de chambira en el corazón o en las sienes, o tomando bebedizos ponzoñosos, por motivos fútiles, como una discusión, fallar la flecha o haber sido reprendidos por un familiar. Una contrariedad insignificante podía empujar al machiguenga a matarse. Era como si su voluntad de vivir, su instinto de supervivencia, se hubiera reducido a su mínima expresión. La menor enfermedad solía acabar con ellos. Tenían un miedo cerval al catarro, como muchas tribus de la Amazonía -estornudar delante suyo significaba, siempre, espantarlos- pero, a diferencia de otras, se negaban a sanar cuando caían enfermos. Al primer dolor de cabeza, hemorragia, accidente, se disponía a morir. Rechazaban tomar medicinas o dejarse curar. «Para qué, si de todas maneras hemos de irnos», respondían. Sus brujos o curanderos -los seripigaris- eran consultados y requeridos para exorcizar los malos espíritus y los daños del alma; pero una vez que éstos se manifestaban en males del cuerpo los tenían poco menos que por irreparables. Era un espectáculo frecuente, entre ellos, ver que el enfermo se iba a acostar junto al río, a esperar la muerte. Su susceptibilidad y desconfianza hacia los forasteros eran extremadas, así como su fatalismo y timidez. Los sufrimientos experimentados por la comunidad durante la época del caucho, cuando eran cazados por los «habilitadores» de los asentamientos o por indios de otras tribus que de este modo pagaban sus deudas con los patronos, habían dejado una impronta de terror en sus mitos y leyendas referidos a aquella época, a la que denominaban la sangría de árboles. Tal vez era cierto, como sostenía un misionero dominico, el Padre José Pío Aza -el primero en estudiar su idioma-, que ellos eran los últimos vestigios de una civilización panamazónica (sobre la que atestiguarían los misteriosos petroglifos dispersos por el Alto Urubamba) que, desde su choque con los Incas, había venido sufriendo derrota tras derrota y paulatinamente extinguiéndose. A los Schneil les costó mucho establecer los primeros contactos. Sólo un año después de iniciar sus tentativas, había conseguido, él, ser hospedado por una familia machiguenga. Nos contó la delicada experiencia que fue, su zozobra y expectación de aquella mañana, en una de las cabeceras del río Timpía, cuando, totalmente desnudo, avanzó hacia la solitaria cabaña de rajas de corteza y techo de paja, en la que ya había estado antes en tres ocasiones dejando presentes -sin encontrar a nadie pero sintiendo a sus espaldas las miradas de los machiguengas que lo observaban desde la floresta- y vio que la media docena de pobladores, esta vez, no corría. Desde entonces, los Schneil habían pasado cortas temporadas -por separado o juntos- con ésa y otras familias machiguengas del Alto Urubamba y afluentes. Habían acompañado a los grupos en la estación seca, cuando salían a pescar y de cacería, y hecho grabaciones que nos hicieron oír. Una crepitación sonora, con súbitas notas agudas, y, a veces, un gran desorden gutural que, nos explicaron, eran cantos. Tenían la transcripción y traducción de una de aquellas canciones, hecha por un misionero dominico en los años treinta y que los Schneil habían vuelto a escuchar, un cuarto de siglo después, en una quebrada del río Sepahua. El texto ilustraba admirablemente aquel estado de ánimo de la comunidad que nos habían descrito. Tanto, que lo copié. Desde entonces, lo he llevado conmigo, doblado en cuatro, en un rincón de mi cartera, como amuleto. Todavía se puede descifrar: Opampogyakyena shinoshinonkarintsi Me está mirando la tristeza opampogyakyena shinoshinonkarintsi me está mirando la tristeza ogakyena kabako shinoshinonkarintsi me está mirando bien la tristeza ogakyena kabako shinoshinonkarintsi me está mirando bien la tristeza okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza amakyena tampia tampia tampia me ha traído aire, viento ogaratinganaa tampia tampia me ha levantado el aire okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza amaanatyomba tampia tampia me ha traído el aire, el viento onkisabintsatenatyo shinonka mucho me enoja la tristeza shinoshinonkarintsi tristeza amakyena popyenti pogyentima pogyenti me ha traído gusanito gusanito tampia tampia tampia el aire, el viento, el aire. Aunque tenían suficientes conocimientos de la lengua machiguenga, a los Schneil les faltaba todavía mucho para dominar los secretos de su estructura. Era una lengua arcaica, de vibrante sonoridad y aglutinante, en la que una sola palabra compuesta de muchas otras podía expresar un vasto pensamiento. La señora Schneil estaba encinta. Ésa era la razón por la que ambos esposos se encontraban en la base de Yarinacocha. Una vez que hubiera nacido su primer hijo, la pareja volvería al Urubamba. El niño o la niña, decían, se criaría allá y dominaría el machiguenga mejor y, acaso, antes que ellos. Los Schneil habían recibido su diploma, igual que los demás lingüistas, en la Universidad de Oklahoma, pero eran, ante todo, como sus colegas, seres animados por un proyecto espiritual: la difusión de la Biblia. No sé cuál era su exacta filiación religiosa, pues hay entre los lingüistas del Instituto miembros de distintas iglesias. La intención que los inducía a estudiar las culturas primitivas era religiosa: traducir la Biblia a aquellas lenguas a fin de que esos pueblos pudieran escuchar la palabra de Dios a los compases y en las inflexiones de su propia música. Éste fue el designio que llevó al Doctor Peter Townsend -un interesante personaje, mezcla de misionero y pionero, amigo del Presidente mexicano Lázaro Cárdenas y autor de un libro sobre él- a fundar el Instituto, y el incentivo que mueve todavía a los lingüistas a hacer la paciente labor que realizan. El espectáculo de la fe sólida, inconmovible, que lleva a un hombre a dedicarle su vida y a aceptar por ella cualquier sacrificio, siempre me ha conmovido y asustado, pues de esta actitud resultan por igual el heroísmo y el fanatismo, hechos altruistas y crímenes. Pero, en el caso de los lingüistas del Instituto, su fe me pareció, en aquel viaje, benigna. Aún recuerdo a aquella mujer -una muchacha casi- que llevaba años viviendo entre los shapras del Morona, y a esa familia instalada entre los huambisas cuyos hijos -unos gringuitos pelirrojos- chapoteaban desnudos en las orillas del río con los cobrizos niños de la aldea, hablando y escupiendo como éstos. (Los huambisas escupen mientras hablan para mostrar que dicen la verdad. Un hombre que no escupe al hablar es para ellos un mentiroso.) Cierto que, por primitivas que fueran las condiciones en que vivían en las tribus, gozaban de una infraestructura que los protegía: aviones, aparatos de radio, médicos, medicinas. Pero, aun así, había en ellos una convicción profunda y una capacidad de adaptación nada común. Los lingüistas que vimos instalados en las tribus, con la diferencia de estar vestidos y sus huéspedes semidesnudos, vivían casi de la misma manera: en idénticas chozas o en la semiintemperie, bajo un endeble pamacari, compartiendo la dieta frugal y el régimen espartano de los nativos. Había en todos ellos, también, algo de esa predisposición por la aventura -la atracción de la frontera- tan frecuente en la mentalidad norteamericana y que es denominador común de gentes de la más diversa condición y oficio. Los Schneil eran muy jóvenes, estaban empezando su vida matrimonial, y por lo que nos dieron a entender en esa charla, no consideraban su venida a la Amazonía algo transitorio sino un compromiso vital de largo alcance. Lo que nos contaron sobre los machiguengas quedó rondándome en todo nuestro recorrido por el Alto Marañón. Era un asunto que quería comentar con Saúl; necesitaba oír sus críticas y observaciones al testimonio de los Schneil. Le daría una sorpresa, además. Porque aprendí de memoria el texto de aquella canción y se la recitaría en machiguenga. Me imaginaba su pasmo, la gran carcajada cordial… Las tribus que nosotros visitamos, en el Alto Marañón y en Moronacocha, eran muy diferentes de las del Urubamba y del Madre de Dios. Los aguarunas mantenían contactos con el resto del Perú y algunas de sus aldeas experimentaban un proceso de mestizaje evidente a simple vista. Los shapras estaban más aislados y, hasta hacía poco -sobre todo porque reducían cabezas- tenían fama de violentos, pero no se advertía en ellos ninguno de esos síntomas de desánimo, de colapso moral, que los Schneil nos habían descrito en los machiguengas. Cuando regresamos a Yarinacocha, para emprender la vuelta a Lima, pasamos una última noche con los lingüistas. Fue una sesión de trabajo, en la que éstos interrogaron a Matos Mar y Juan Comas sobre sus impresiones de viaje. Al terminar la reunión, pregunté a Edwin Schneil si no le importaba que conversáramos un rato. Me llevó a su casa. Su esposa nos preparó una taza de té. Vivían en una de las últimas cabañas, donde el Instituto terminaba y comenzaba la selva. El chirrido regular, armonioso, simétrico, de los insectos del exterior, sirvió de música de fondo a nuestra charla, que duró mucho rato y en la que, por momentos, participó también la señora Schneil. Fue ella la que me habló de la cosmogonía fluvial del machiguenga, donde la Vía Láctea era el río Meshiareni por el que bajaban los innumerables dioses y diosecillos de su panteón a la tierra y por el que subían al paraíso las almas de sus muertos. Les pregunté si tenían fotografías de las familias con las que habían vivido. Me dijeron que no. Pero me mostraron muchos objetos machiguengas. Tamboriles y bombos de piel de mono, flautas de caña y una especie de pífano, compuesto de tubitos de bejuco, sujetados en gradiente por fibras vegetales, que, apoyándolo en el labio inferior y soplando, daba una rica escala de sonidos desde un agudo extremo hasta un grave profundo. Cribas de hojas de caña cortadas en tiritas y tejidas en trenza, como canastillas, para colar las yucas con que hacían masato. Collares y sonajas de semillas, dientes y huesos. Tobilleras, pulseras. Coronas de plumas de loro, huacamayo, tucán y paujil, engarzadas en aros de madera. Arcos, puntas de flechas labradas en piedra y unos cuernos donde guardaban el curare para envenenar sus flechas y las tinturas del tatuaje. Los Schneil habían hecho unos dibujos, en cartulinas, con las figuras que los machiguengas se pintaban en caras y cuerpos. Eran geométricas, algunas muy simples y otras como enrevesados laberintos; me explicaron que se llevaban según las circunstancias y la condición de la persona. Su función era atraer la buena suerte y conjurar la mala. Éstas correspondían a los solteros, éstas a los casados, éstas eran para salir de caza y sobre otras no se habían formado una idea muy clara. La simbología machiguenga era sumamente sutil. Había una figura -dos rayas cruzadas como un aspa, dentro de media circunferencia que, por lo visto, se pintaban los que iban a morir. Fue sólo ya al final, cuando buscaba un hueco en la conversación para despedirme, que, de manera casual, surgió el asunto que, a distancia, borra todos los otros de esa noche y es, seguramente, la razón de que yo dedique ahora mis días de Firenze, no tanto a Dante, Machiavelli y el arte renacentista, sino a entretejer los recuerdos y fantasías de esta historia. No sé cómo brotó. Yo les hacía muchas preguntas y algunas de ellas debieron versar sobre los brujos y curanderos machiguengas (los había de dos clases: los benéficos, seripigaris, y los maléficos, machikanaris). Acaso esto lo suscitó. O, acaso, cuando les pregunté acerca de los mitos, leyendas, historias, que hubieran podido recoger en sus viajes, se produjo la asociación de ideas. No sabían gran cosa sobre las prácticas de hechicería de seripigaris y machikanaris, salvo que ambos, como ocurría con los chamanes de otras tribus, se servían del tabaco, el ayahuasca y otras plantas alucinógenas -la corteza del kobuiniri, por ejemplo- en el curso de sus sesiones, a las que llamaban la mareada, ni más ni menos que a la simple borrachera de masato. Los machiguengas eran de por sí muy locuaces, magníficos informantes, pero los Schneil no habían querido insistir demasiado sobre el asunto de los brujos, temerosos de violentarlos. – Bueno, y, además del seripigari y el machikanari, hay también entre ellos ese personaje raro, que no parece curandero ni sacerdote -dijo, de pronto, la señora Schneil. Se volvió hacia su marido, dudando-. Bueno, tal vez sea un poco de las dos cosas, ¿no es cierto, Edwin? – Ah, te refieres al… -dijo el señor Schneil, y vaciló. Articuló un ruido fuerte, largo, gutural y con eses. Quedó en silencio, buscando-. ¿Cómo se podría traducir? Ella entrecerró los ojos y se llevó un nudillo a la boca. Era rubia, de ojos muy azules y labios delgadísimos y tenía una sonrisa infantil. – Tal vez, conversador. O, más bien, hablador -dijo, al fin. Y pronunció de nuevo el ruido: bronco, sibilante, larguísimo. – Sí -sonrió él-. Creo que es lo más aproximado. Hablador. Nunca habían visto a ninguno. Por su puntillosa discreción -su temor a irritarlos- nunca habían pedido a sus huéspedes una explicación detallada sobre las funciones que cumplía entre los machiguengas, ni que les precisaran si se trataba de uno o de muchos, o, incluso, aunque tendían a descartar esta hipótesis, si, en vez de seres concretos y contemporáneos, se trataba de alguien fabuloso, como Kientibakori, patrón de los demonios y creador de todo lo ponzoñoso e incomestible. Lo seguro era que la palabra «hablador» se pronunciaba con extraordinarias muestras de respeto por todos los machiguengas y que cada vez que alguien la había proferido delante de los Schneil, los demás habían cambiado de tema. Pero no creían que se tratara de un tabú. Pues el hecho era que la famosa palabreja se les escapaba muy a menudo, lo que parecía indicar que el hablador estaba siempre en sus mentes. ¿Era un jefe o mentor de toda la comunidad? No, no parecía ejercer ningún poder específico sobre ese archipiélago tan laxo, tan disperso: la sociedad machiguenga. Por lo demás, ésta carecía de autoridades. Sobre eso los Schneil no abrigaban la menor duda. Sólo habían tenido curacas cuando se los impusieron los viracochas, como en las pequeñas aglomeraciones de Koribeni y Chirumbia, organizadas por los dominicos, o en la época de las haciendas y de los asentamientos caucheros, cuando los patronos designaban a uno de ellos como jefe para controlarlos mejor. Tal vez el hablador ejercía un liderazgo espiritual, tal vez realizaba ciertas prácticas religiosas. Pero, por alusiones captadas aquí y allá, en una frase suelta de uno y en una réplica de otro, la función del hablador parecía ser sobre todo aquella inscrita en su nombre: hablar. A la señora Schneil le había ocurrido un curioso lance, hacía pocos meses, a orillas del río Kompiroshiato. Súbitamente, la familia machiguenga con la que estaban viviendo ocho personas: -dos ancianos varones, un adulto, cuatro mujeres y una niña- desapareció, sin darle ninguna explicación. La extrañó mucho, pues nunca antes habían hecho nada semejante. Los ocho volvieron unos días después, tan misteriosamente como se fueron. ¿Dónde se habían marchado de ese modo? «A oír al hablador», dijo la niña. El sentido de la frase era claro, pero la señora Schneil no pudo saber más, porque nadie añadió más detalles ni ella los pidió. Sin embargo, los días subsiguientes, los ocho machiguengas habían estado sumamente excitados, cuchicheando sin cesar. Y la señora Schneil, viéndolos enfrascados en sus interminables conciliábulos, sabía que estaban recordando al hablador. Los Schneil habían hecho conjeturas, barajado hipótesis. El hablador, o los habladores, debían de ser algo así como los correos de la comunidad. Personajes que se desplazaban de uno a otro caserío, por el amplio territorio en el que estaban aventados los machiguengas, refiriendo a unos lo que hacían los otros, informándoles recíprocamente sobre las ocurrencias, las aventuras y desventuras de esos hermanos a los que veían muy rara vez o nunca. El nombre los definía. Hablaban. Sus bocas eran los vínculos aglutinantes de esa sociedad a la que la lucha por la supervivencia había obligado a resquebrajarse y desperdigarse a los cuatro vientos. Gracias a los habladores, los padres sabían de los hijos, los hermanos de las hermanas, y gracias a ellos se enteraban de las muertes, nacimientos y demás sucesos de la tribu. – Y, también, de algo más -dijo el señor Schneil-. Tengo la "impresión de que el hablador no sólo trae noticias actuales. También, del pasado. Es probable que sea, asimismo, la memoria de la comunidad. Que cumpla una función parecida a la de los trovadores y juglares medievales. La señora Schneil lo interrumpió para aclararme que aquello era difícil de establecer. El sistema verbal machiguenga era intrincado y despistante, entre otras razones porque confundía fácilmente el pasado y el presente. Así como la palabra «muchos» -tobaiti- servía para expresar todas las cantidades superiores a cuatro, el «ahora» abarcaba a menudo el hoy y el ayer y el verbo en tiempo presente lo usaban con frecuencia para referirse a acciones del pasado próximo. Era como si sólo el futuro fuese para ellos algo nítidamente delimitado. La charla derivó hacia el tema lingüístico y terminó con un rosario de ejemplos que me dieron sobre las risueñas e inquietantes implicaciones de una manera de hablar en la que el antes y el ahora eran poco diferenciables. La idea de ese ser, de esos seres, en los bosques insalubres del Oriente cusqueño y de Madre de Dios, que hacían larguísimas travesías de días y semanas llevando y trayendo historias de unos machiguengas a otros, recordando a cada miembro de la tribu que los demás vivían, que, a pesar de las grandes distancias que los separaban, formaban una comunidad y compartían una tradición, unas creencias, unos ancestros, unos infortunios y algunas alegrías, la silueta furtiva, tal vez legendaria, de esos habladores que con el simple y antiquísimo expediente -quehacer, necesidad, manía humana- de contar historias, eran la savia circulante que hacía de los machiguengas una sociedad, un pueblo de seres solidarios y comunicados, me conmovió extraordinariamente. Me conmueve aún, cuando pienso en ellos, y, ahora mismo, aquí, mientras escribo estas líneas, en el Caffé Strozzi de la vieja Firenze, bajo el calor tórrido de julio, se me pone todavía la carne de gallina. – ¿Y por qué se te pone la carne de gallina? -dijo Mascarita-. ¿Qué es lo que tanto te llama la atención? ¿Qué tienen de particular los habladores? En efecto, ¿por qué no podía quitármelos de la cabeza, desde esa noche? – Son una prueba palpable de que contar historias puede ser algo más que una mera diversión -se me ocurrió decirle-. Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo. Quizá sea eso lo que me ha impresionado tanto. Uno no siempre sabe por qué lo conmueven las cosas, Mascarita. Te tocan una fibra secreta y ya está. Saúl se rió, dándome una palmada en el hombro. Yo le había hablado en serio, pero él lo tomó a la broma. – Ah, es por el lado literario que el asunto te interesa -exclamó, decepcionado, como si esa conexión devaluara mi curiosidad-. Bueno, no te hagas ilusiones. Lo más probable es que quienes te hayan contado el cuento de los contadores de cuentos sean esos gringos. Las cosas no pueden ser como se les ocurre a ellos. Te aseguro que los gringos entienden a los machiguengas todavía menos que los misioneros. Estábamos en un cafecito de la avenida España, comiéndonos un pan con chicharrón. Habían pasado varios días de mi regreso de la Amazonía. Apenas volví, por más que lo busqué en la Universidad y le dejé recados en La Estrella, no pude dar con él. Y ya estaba temiendo que me iría a Europa sin despedirme de Saúl, cuando, la víspera de mi partida a Madrid, me lo encontré al bajar de un ómnibus, en una esquina de la avenida España. Fuimos hasta aquel cafetín donde, me dijo, me ofrecería una despedida de sandwichs de chicharrón y cerveza helada cuyo recuerdo me acompañaría toda la estancia en Europa. El recuerdo que me quedó grabado fue, más bien, el de sus evasivas y su incomprensible desinterés por un asunto, los habladores machiguengas, que yo había creído lo entusiasmaría muchísimo. ¿Era un desinterés real? Naturalmente que no. Ahora sé que fingía no interesarse por el tema y que me mintió cuando, acosado por mis preguntas, me aseguró no haber oído jamás una palabra sobre los tales habladores. La memoria es una pura trampa: corrige, sutilmente acomoda el pasado en función del presente. He tratado tantas veces de reconstruir aquella conversación de agosto de 1958 con mi amigo Saúl Zuratas, en esa chinganita de sillas desfondadas y mesas cojas de la avenida España, que ahora ya no estoy seguro de nada, salvo, quizás, de su gran lunar color vino vinagre, que imantaba las miradas de los parroquianos, de su alborotado mechón de cabellos rojizos, de su camisita de franela a cuadros rojos y azules y de sus zapatones de gran caminante. Pero mi memoria no puede haber fabricado totalmente la feroz catilinaria de Mascarita contra el Instituto Lingüístico de Verano, que me parece estar oyendo, veintisiete años después, ni mi asombro al ver la sorda cólera con que hablaba. Fue la única vez que lo vi así: lívido de furia. Ese día supe que también el arcangélico Saúl era capaz, como el resto de los mortales, de ceder a aquellas rabias que, según sus amigos machiguengas, podían desestabilizar el universo. Se lo dije, tratando de distraerlo: – Vas a provocar un apocalipsis con esa pataleta, Mascarita. Pero él no me escuchó. – Ellos son los peores de todos, tus apostólicos lingüistas. Se incrustan en las tribus para destruirlas desde adentro, igualito que los piques. En su espíritu, en sus creencias, en su subconsciencia, en las raíces de su modo de ser. Los otros les quitan el espacio vital y los explotan o los empujan más adentro. En el peor de los casos, los matan físicamente. Tus lingüistas son más refinados, los quieren matar de otro modo. ¡Traduciendo la Biblia al machiguenga, qué te parece! Lo vi tan alterado, que no le discutí. Varias veces, oyéndolo, me mordí la lengua para no contradecirlo. Sabía que en el caso de Saúl Zuratas las objeciones al Instituto no eran frívolas ni inspiradas en prejuicios políticos; que, por cuestionables que me parecieran, reflejaban un punto de vista profundamente meditado y sentido. ¿Por qué la tarea del Instituto le parecía aún más nociva que la de esos barbados dominicos y esas monjitas españolas de Quillabamba, Koribeni y Chirumbia? Debió demorar su respuesta, pues la señora que atendía se acercó en ese momento con una nueva tanda de pan con chicharrón. Después de colocar el plato en la mesa, se quedó mirando un buen rato el lunar de Saúl, hechizada. La vi que se retiraba hacia el fogón, persignándose. – No me parece más nociva, te equivocas; -me contestó al fin, con sarcasmo, siempre frenético-. Ellos también les quieren robar el alma, por supuesto. Pero, a los misioneros se los está tragando la selva, como al Arturo Cova de La vorágine. ¿No los has visto, en tu viaje? Medio muertos de hambre y, además, poquísimos. Viven en un desamparo tal que ya no están en condiciones de evangelizar a nadie, felizmente. El aislamiento les ha embotado el espíritu catequístico. No hacen más que sobrevivir. La selva les cortó las uñas, compadre. Y, al paso que van las cosas en la Iglesia Católica, pronto ya no habrá curas ni para Lima, no te digo la Amazonía. Los lingüistas eran algo muy diferente. Tenían, detrás de ellos, un poder económico y una maquinaria eficientísima que les permitiría tal vez implantar su progreso, su religión, sus valores, su cultura. ¡Aprender las lenguas aborígenes, vaya estafa! ¿Para qué? ¿Para hacer de los indios amazónicos buenos occidentales, buenos hombres modernos, buenos capitalistas, buenos cristianos reformados? Ni siquiera eso. Sólo para borrar del mapa sus culturas, sus dioses, sus instituciones y adulterarles hasta sus sueños. Como habían hecho con los pieles rojas y los otros, allá en su país. ¿Eso quería para nuestros compatriotas de la selva? ¿Que se convirtieran en lo que eran, ahora, los aborígenes de Norteamérica? ¿Que se volvieran sirvientes y lustrabotas de los viracochas? Hizo una pausa porque advirtió que, en la mesa vecina, tres hombres habían dejado de hablar para escucharlo, atraídos por su lunar y su furor. La mitad sana de su rostro estaba congestionada; tenía la boca entreabierta y su labio inferior, adelantado, temblaba. Me levanté a orinar sin tener ganas, pensando que mi ausencia lo calmaría. La señora del fogón me preguntó al pasar, bajando la voz, si lo que mi amigo tenía en la cara era muy grave. Le susurré que no, sólo un lunar, ni más ni menos que el que tiene usted en el brazo, señora. «Pobrecito, qué pena da verlo», murmuró. Regresé a la mesa y Mascarita trató de sonreír mientras alzaba su vaso: – Salud, compadre, por ti. Perdona que se me subiera un poco la mostaza. Pero, en realidad, no se había calmado y se lo notaba tenso y a punto de estallar de nuevo. Le dije que su expresión me traía a la memoria un poema y le recité, en machiguenga, los versos que recordaba de aquella canción sobre la tristeza. Conseguí que sonriera, un momento. – Hablas el machiguenga con un ligero dejo californiano -se burló-. ¿Por qué será? Pero un rato después volvió a la carga sobre aquello que lo tenía en ascuas. Sin quererlo, yo había removido algo profundo, que lo angustiaba y hería. Habló sin pausas, como aguantando la respiración. Hasta ahora nadie lo había conseguido, pero podía ser que esta vez los lingüistas se salieran con la suya. En cuatrocientos, quinientos años de intentos, todos los otros habían fracasado. Nunca habían podido someter a esas tribus pequeñitas que despreciaban. Yo lo habría leído en las Crónicas que fichaba donde Porras Barrenechea, ¿no, compadre? Lo que les pasó a los Incas, cada vez que mandaron ejércitos al Antisuyo. A Túpac Yupanqui, sobre todo, ¿no lo había leído? Cómo sus guerreros se desvanecieron en la selva, cómo los Antis se les escurrieron entre los dedos. No habían sometido a uno solo y, despechados, los civilizados cusqueños se pusieron entonces a menospreciarlos. Por eso inventaron todos esos vocablos peyorativos en quechua contra los indios amazónicos: salvajes, depravados. Y, sin embargo, ¿qué le ocurrió al Tahuantinsuyo cuando debió hacer frente a una civilización más poderosa? Los bárbaros del Antisuyo, al menos, seguían siendo lo que eran, ¿no? ¿Y acaso los españoles habían tenido más éxito que los Incas? ¿No habían sido todas sus «entradas» un fracaso absoluto? Los mataban cuando podían echarles la mano encima, pero ocurrió rara vez. Los miles de soldados, aventureros, fugitivos, misioneros que bajaron al Oriente entre 1500 y 1800 ¿pudieron acaso incorporar una sola tribu a la muy ilustre civilización cristiana y occidental? Todo eso ¿no significaba nada para mí? – Dime, más bien, qué significa para ti, Mascarita -le contesté. – Que esas culturas deben ser respetadas -dijo, suavemente, como si, por fin, comenzara a serenarse Y la única manera de respetarlas es no acercarse a ellas. No tocarlas. Nuestra cultura es demasiado fuerte, demasiado agresiva. Lo que toca, lo devora. Hay que dejarlas en paz. ¿No han demostrado de sobra que tienen derecho a seguir siendo lo que son? – Eres un indigenista cuadriculado, Mascarita -le tomé el pelo-. Ni más ni menos que los de los años treinta. Como el Doctor Luis Valcárcel, de joven, cuando pedía que se demolieran todas las iglesias y conventos coloniales porque representaban el Anti-Perú. ¿O sea que tenemos que resucitar el Tahuantinsuyo? ¿También los sacrificios humanos, los quipus, la trepanación de cráneos con cuchillos de piedra? Es gracioso que el último indigenista del Perú sea un judío, Mascarita. – Bueno, un judío está mejor preparado que otros para defender el derecho de las culturas minoritarias a existir -me repuso-. Después de todo, como dice mi viejo, el problema de los horas, de los shapras, de los piros, es nuestro problema hace tres mil años. ¿Lo, dijo así? ¿Se podía cuando menos, de lo que me iba diciendo, inferir una idea de esta índole? No estoy, seguro. Tal vez sea una pura elucubración mía a posteriori. Saúl no era practicante, ni siquiera creyente, muchas veces le oí que iba a la sinagoga sólo por no decepcionar a Don Salomón. De otro lado, aquella asociación, leve o profunda, debió existir. El haber oído, en su casa, en el colegio, en la sinagoga, en los inevitables contactos con otros miembros de la comunidad, tantas historias de persecución y de diáspora, los intentos de sometimiento de la fe, la lengua y las costumbres judías por culturas más fuertes, intentos a los que, al precio de grandes sacrificios, el pueblo judío había resistido, preservando su identidad, ¿no explicaba, al menos en parte, la defensa recalcitrante que hacía Saúl de la vida que llevaban los peruanos de la Edad de Piedra? – No, no soy un indigenista a la manera de esos de los años treinta. Ellos querían restablecer el Tahuantinsuyo y yo sé muy bien que para los descendientes de los Incas no hay vuelta atrás. A ellos sólo les queda integrarse. Que esa occidentalización, que se quedó a medias, se acelere, y cuanto más rápido acabe, mejor. Para ellos, ahora, es el mal menor. Ya ves, no soy un utópico. En la Amazonía, sin embargo, es distinto. No se ha producido todavía el gran trauma que convirtió a los Incas en un pueblo de sonámbulos y de vasallos. Los hemos golpeado mucho, pero no están vencidos. Ahora ya sabemos la atrocidad que significa eso de llevar el progreso, de querer modernizar a un pueblo primitivo. Simplemente, acaba con él. No cometamos ese crimen. Dejémoslos con sus flechas, plumas y taparrabos. Cuando te acercas a ellos y los observas, con respeto, con un poco de simpatía, te das cuenta que no es justo llamarlos bárbaros ni atrasados. Para el medio en que están, para las circunstancias en que viven, su cultura es suficiente. Y, además, tienen un conocimiento profundo y sutil de cosas que nosotros hemos olvidado. La relación del hombre y la naturaleza, por ejemplo. El hombre y el árbol, el hombre y el pájaro, el hombre y el río, el hombre y la tierra, el hombre y el cielo. El hombre y Dios, también. Esa armonía que existe entre ellos y esas cosas nosotros ni sabemos lo que es, pues la hemos roto para siempre. Esto sí lo dijo. No con estas palabras, seguramente. Pero en una forma que se podría transcribir así. ¿Habló de Dios? Sí, estoy seguro que habló de Dios porque recuerdo haberle preguntado, sorprendido por lo que dijo, tratando de llevar a la broma algo que era sumamente serio, si resultaba que ahora teníamos que ponernos también a creer en Dios. Se quedó en silencio, cabizbajo. Un moscardón se había metido en el cafetín y se daba de encontrones en las paredes tiznadas. La señora que atendía no dejaba de observar a Mascarita desde el mostrador. Cuando Saúl alzó la vista, parecía incómodo, Su voz se había agravado: – Bueno, yo ya no sé si creo o no creo en Dios, compadre. Es uno de los problemas de nuestra cultura tan poderosa. Ha hecho de Dios algo prescindible. Para ellos, Dios es el aire, el agua, la comida, una necesidad vital, algo sin lo cual no sería posible la vida. Son más espirituales que nosotros, aunque no te lo creas. Incluso los machiguengas, que, comparados con los demás, resultan bastante materialistas. Por eso es tan grande el daño que les hacen los del Instituto, quitándoles a sus dioses para reemplazarlos con el suyo, un Dios abstracto que a ellos no les sirve para nada en su vida diaria. Los lingüistas son los destructores de idolatrías de nuestro tiempo. Con aviones, penicilina, vacunas y todo lo que hace falta para derrotar a la selva. Y, como son fanáticos, cuando les pasa lo que a esos gringos en el Ecuador, se sienten más inspirados. Nada como el martirio para estimular a los fanáticos, ¿no, compadre? Lo que había pasado en el Ecuador, semanas atrás, era que tres misioneros norteamericanos, de alguna iglesia protestante, habían sido asesinados por una tribu jíbara, en la que uno de los tres estaba viviendo. Los otros dos se hallaban de paso. No se conocían detalles del episodio. Los cadáveres, decapitados y flechados, habrían sido encontrados por una patrulla militar. Como los jíbaros eran reductores de cabezas, el motivo de la decapitación era obvio. Esto había provocado un gran escándalo en la prensa. Las víctimas no pertenecían al Instituto Lingüístico. Le pregunté a Saúl, intuyendo lo que me iba a contestar, qué pensaba de aquellos tres cadáveres. – Al menos, puedo asegurarte una cosa -me dijo-. Fueron decapitados sin crueldad. ¡No te rías! Así fue, créeme. Sin ánimo de hacerlos sufrir. En eso, pese a lo diferentes que son las tribus, todos se parecen. Sólo matan por necesidad. Cuando se sienten amenazados. Cuando se trata de matar o morir. O cuando tienen hambre. Pero los jíbaros no son caníbales, no los mataron para comérselos. Algo dijeron, algo hicieron los misioneros que hizo sentir de pronto a los jíbaros un gran peligro. Una historia triste, por supuesto. Pero no saques conclusiones apresuradas. Nada en ella que se parezca a las cámaras de gas de los nazis o a la bomba atómica sobre Hiroshima. Estuvimos juntos mucho rato, tal vez tres o cuatro horas. Comimos muchos sandwichs de chicharrón y, al final, la dueña del cafetín nos sirvió una mazamorra morada «como regalo de la casa». Al despedirnos, sin poder contenerse, la señora le preguntó a Saúl, señalándole el lunar, «si esa su desgracia le dolía mucho». – No, señora, felizmente no duele nada. Ni me doy cuenta de que la tengo así -le sonrió Saúl. Dimos una caminata, hablando todavía del único tema de aquella tarde, de eso tampoco tengo duda. Al despedirnos, en la esquina de la Plaza Bolognesi y el Paseo Colón, nos abrazamos. – Te tengo que pedir disculpas -me dijo, de pronto compungido-. He hablado como una cotorra no te dejé abrir la boca. Ni siquiera has podido contarme tus planes para Europa. Quedamos en escribirnos, aunque fuera una postal de cuando en cuando, para no perder el contacto. Yo lo hice tres veces, en los años siguientes, pero él nunca me contestó. Ésa fue la última vez que vi a Saúl Zuratas. La imagen sobrenada, indemne, el turbión de los años. La atmósfera gris, el cielo encapotado y la humedad corrosiva del invierno de Lima, sirviéndole de fondo. Detrás de él, el maremágnum de autos, camiones y ómnibus enroscados al monumento a Bolognesi, y Mascarita, con su gran mancha oscura en la cara, sus pelos flamígeros y su camisa a cuadros, haciéndome adiós con la mano y gritando: – A ver si vuelves hecho un madrileño, hablando con vosotros y con zetas. ¡Oye, y que tengas buen viaje! ¡Que te vaya muy bien por allá, compadre! Pasaron cuatro años sin que supiera de él. Nunca, nadie, entre los peruanos de paso, allá en Madrid, o en París, donde viví después de terminar mi posgrado, supo darme noticias de Saúl. Yo lo recordaba con frecuencia, sobre todo en España, y no sólo por el aprecio que le tenía, sino a causa de los machiguengas. La historia de los habladores que escuché a los Schneil volvía siempre a mi memoria, llena de incitaciones. Excitaba mi fantasía y mis deseos como una bella muchacha. Iba a la Universidad sólo en las mañanas; en las tardes, solía pasar algunas horas en la Biblioteca Nacional, en la Castellana, leyendo novelas de caballerías. Un día recordé el nombre del misionero dominico que había escrito sobre los machiguengas: Fray Vicente de Cenitagoya. Busqué en el catálogo y allí estaba el libro. Lo leí de un tirón. Era breve e ingenuo y los machiguengas, a quien el buen dominico llamaba a menudo salvajes y a los que reconvenía paternalmente por ser aniñados, indolentes, borrachines y por sus brujerías -que Fray Vicente calificaba de «aquelarres nocturnos»-, aparecían vistos desde afuera y de bastante lejos, pese a que el misionero había vivido entre ellos más de veinte años. Pero Fray Vicente elogiaba su honradez, su respeto a la palabra empeñada y su delicadeza de maneras. Y, además, su libro corroboraba algunas informaciones que acabaron de decidirme. Tenían una propensión poco menos que enfermiza a escuchar y contar historias, eran unos chismosos incorregibles. No podían estarse quietos, no sentían el menor apego por el lugar donde vivían y se los diría poseídos por el demonio de la locomoción. El bosque ejercía sobre ellos una suerte de hechizo. Los misioneros, valiéndose de toda clase de cebos, los atraían hacia los centros de Chirumbia, Koribeni y Panticollo. Se extenuaban tratando de arraigarlos. Les regalaban espejos, comida, semillas, los instruían sobre las ventajas de vivir en comunidad desde el punto de vista de su salud, de su educación, de su mera supervivencia. Parecían convencidos. Levantaban sus casas, hacían sus chacras, aceptaban enviar a sus hijos a la escuelita de la misión y ellos mismos comparecían, pintarrajeados y puntuales, al rosario de las tardes y a la misa de las mañanas. Se los creía enrumbados por la senda de la civilización cristiana. Y, de pronto, un buen día, sin decir gracias ni adiós, se hacían humo en el bosque. Era más fuerte que ellos: un instinto ancestral los empujaba irresistiblemente a la vida errante, los dispersaba por los enmarañados bosques vírgenes. Esa misma noche escribí a Mascarita, comentándole el libro del Padre Cenitagoya. Le contaba que había decidido escribir un relato sobre los habladores machiguengas. ¿Me ayudaría? Aquí, en Madrid, acaso por nostalgia o porque había dado muchas vueltas y revueltas a nuestras conversaciones, sus ideas ya no me parecían tan disparatadas ni tan irreales. En mi relato, en todo caso, haría el máximo esfuerzo para mostrar la intimidad machiguenga de la manera más auténtica. ¿Me echaría una mano, compadre? Me puse a trabajar con mucho entusiasmo. Pero los resultados fueron pobrísimos. ¿Cómo se podría escribir una historia sobre los habladores sin tener un conocimiento siquiera somero de sus creencias, mitos, usos, historia? El convento de los dominicos, en la calle Claudio Coello, me brindó una ayuda utilísima. Conservaban la colección completa de Misiones Dominicanas, órgano de los misioneros de la Orden en el Perú, y allí encontré abundantes artículos sobre los machiguengas, así como los estudios sobre la lengua y el folklore de la tribu del Padre José Pío Aza, sumamente valiosos. Pero, quizás, la colaboración más instructiva fue la charla, en la vasta y resonante biblioteca del convento -de techo altísimo, donde el eco nos regresaba lo que decíamos-, con un barbado misionero; Fray Elicerio Maluenda había vivido muchos años en el Alto Urubamba y se había interesado por la mitología machiguenga. Era un anciano alerta y erudito, con las maneras un poco silvestres de quien se ha pasado la vida a la intemperie, viviendo la vida ruda de la selva. A cada rato, como para impresionarme más, mechaba su castizo español con palabrejas machiguengas. Quedé encantado con sus informaciones sobre la cosmogonía de la tribu, riquísima en simetrías y -lo descubro ahora, en Firenze, leyendo por primera vez la Commedia en italiano- con reverberaciones dantescas. La tierra era el centro del cosmos y había dos regiones encima de ella y dos debajo. Cada una con su propio sol, su luna y su maraña de ríos. En la más elevada, Inkite, vivía Tasurinchi, el que todo lo puede, el soplador de la gente, y por allí circulaba, bañando fértiles riberas, con árboles cuajados de frutos, el Meshiareni o río de la inmortalidad, que se podía divisar desde la tierra pues era la Vía Láctea. Debajo de Inkite, flotaba la liviana región de las nubes o Menkoripatsa, con su río transparente, el Manaironchaari. La tierra, Kipacha, era la vivienda de los machiguengas, pueblo peripatético. Por debajo, anidaba la lóbrega región de los muertos, cubierta casi toda ella por el río Kamabiría, donde navegaban las almas de los fallecidos antes de instalarse en su nueva morada. Y, finalmente, la región más temible y profunda, la del Gamaironi, río de aguas negras, sin peces, y de páramos donde tampoco había nada que comer. Eran los dominios de Kientibakori, creador de inmundicias, espíritu del mal y jefe de una legión de de onamagarinis. El sol de cada región iba perdiendo fuerza, brillantez, en relación con la precedente. El de Inkite era un sol fijo y radiante, blanco. El de Gamaironi, un sol oscuro y helado. El dudoso sol de la tierra se iba y volvía: su supervivencia estaba míticamente vinculada al comportamiento machiguenga. ¿Cuánto habría de cierto en esto y en los otros datos que me dio Fray Maluenda? ¿No habría hecho el amable misionero demasiados añadidos y adaptaciones en el material que recogió? Se lo pregunté a Mascarita, en mi segunda carta. Tampoco hubo respuesta. Le envié la tercera como un año después, ya desde París. Lo reñía por su silencio contumaz y le confesaba que había renunciado a escribir mi relato sobre los habladores. Había borroneado cuadernos y pasado muchas horas en la Plaza del Trocadero, en la biblioteca y las vitrinas del Museo del Hombre, tratando de entenderlos y adivinarlos, en vano. Inventadas por mí, las voces de los habladores desafinaban. Así que me resigné a escribir otras historias. ¿Y él, qué hacía, cómo le iba, qué había estado haciendo todo este tiempo, qué proyectos? Fue sólo a fines de 1963, cuando Matos Mar apareció por París, invitado a un congreso de antropología, que tuve noticias de su paradero. Lo que le oí, me dejó atónito. – ¿Saúl Zuratas se fue a vivir a Israel? Estábamos en el Old Navy, en Saint-Germain des Prés, tomando un grog para resistir el frío y la tristísima tarde ceniza de diciembre. Fumábamos y yo me lo comía a preguntas sobre los amigos y los asuntos del remoto Perú. – Cosas de su padre, parece -me explicó Matos Mar, encogido debajo de una bufanda y un abrigo tan abultados que parecía un esquimal-. Don Salomón, el talareño, ¿lo conociste? Saúl lo quería mucho. ¿Te acuerdas que rechazó esa beca de Burdeos para no dejarlo solo? Al viejito se le metió ir a morirse en Israel, por lo visto. Y, con la devoción que le tenía, claro que Mascarita le dio gusto. Decidieron todo muy rápido, de la noche a la mañana. Porque cuando Saúl me lo dijo, ya habían vendido la tiendecita que tenían en Breña, La Estrella, y estaban con las maletas hechas. ¿Y a Saúl le hacía gracias eso de ir a instalarse en Israel? Porque, allá, habría tenido que aprender hebreo, hacer el servicio militar, reordenar su vida de pies a cabeza. Matos Mar pensaba que, acaso, por su lunar lo habrían eximido del Ejército. Escarbé la memoria tratando de recordar si alguna vez lo había oído hablar de sionismo, de hacer la aliá. Nunca. – Bueno, tal vez no haya sido una mala cosa para Saúl empezar todo desde cero -especuló Matos Mar-. Se debe haber adaptado a Israel, pues de esto hacen ya unos cuatro años y, que yo sepa, no ha vuelto al Perú. Me lo imagino muy bien viviendo en un kibbutz. La verdad es que Saúl en Lima no hacía nada. Se había decepcionado de la Etnología y de la Universidad por una razón que nunca acabé de entender. Dejó sin terminar su tesis doctoral. Y hasta creo que se eclipsó su enamoramiento con los machiguengas. «¿No vas a extrañar a tus calatos del Urubamba?», le pregunté, al despedimos. «Seguro que no», me dijo. «Yo me adapto a todo. Allá en Israel debe haber, también, muchos calatos!» En contra de lo que creía Matos Mar, pensé que a Saúl no le habría sido tan fácil hacerla allá. Porque estaba visceralmente integrado al Perú, demasiado desgarrado y soliviantado por asuntos peruanos -por uno de ellos, al menos- para desprenderse de todo eso de la noche a la mañana, como quien se cambia de camisa. Muchas veces traté de imaginármelo en el Medio Oriente. Conociéndolo, era previsible suponer que al ciudadano israelí Saúl Zuratas tenían que habérsele presentado en su nueva patria toda clase de dilemas morales sobre la cuestión palestina y los territorios ocupados. Divagué, tratando de verlo en su nuevo ambiente, chapurreando su nueva lengua, ejerciendo su nuevo oficio -¿cuál?- y le pedí a Tasurinchi que ninguna bala se hubiera tropezado con él en las guerras e incidentes fronterizos de Israel desde que Mascarita estaba allí. |
||
|