"Los jefes, Y Otros Cuentos" - читать интересную книгу автора (Llosa Mario Vargas)

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Un rayo de sol atravesaba el sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos, me invadía de paz. Sin embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos sentía ahogos. Faltaba media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había decaído un poco. ¿Responderían, después de todo?

– Siéntese, Montes -dijo el profesor Zambrano-. Es usted un asno.

– Nadie lo duda -afirmó Javier, a mi costado-. Es un asno.

¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasíón feliz para atacar al enemigo que había bajado la guardia?

– Toma -dijo a mi lado, alguien-. Es de Lu.

"Accpto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu había firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta brillante aún, un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula, encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandíbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le exigía ser cordial.

En el mismo papel respondí: "Con Javier". Leyó sin inmutarse y movió la cabeza afirmativamente.

– Javier -dije.

– Ya sé -respondió-. Está bien. Le haremos pasar un mal rato.

¿Al director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida. Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien -¿Córdoba, quizá?

– silbaba con fuerza, como queríendo destacar.

– ¿Ya saben? -dijo Raygada, en la fila-. Al Malecón.

¡Qué vivo! -exclamó uno-. Está enterado hasta Ferrufino.

Salíamos por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la Primaria. Otros lo habían hecho ya, y la mayoría de alumnos se había detenido en la calzada, formando pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban.

– Que nadie se quede por aquí -dije.

¡Conmigo los coyotes! -gritó Lu, orgulloso.

Veinte muchachos lo rodearon.

– Al Malecón -ordenó-, todos al Malecón.

Tomados de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos.

Una brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón. Habían respondido. Ante nosotros -Lu, Javier, Raygada y yo-, que dábamos la espalda a la baranda y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos estridentes.

– ¿Quién habla? -preguntó Javier.

– Yo -propuso Lu, listo para saltar a la baranda.

– No-dije-. Habla tú, Javier.

Lu se contuvo y me miró, pero no estaba enojado.

– Bueno -dijo; y agregó, encogiendo los hombros-: ¡Total!


Javier trepó. Con una de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la otra se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que desaparecía a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico, veía yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis meses imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido infinitamente pequeño, y luego la sangre, corríendo en abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños.

– Te he ganado -dijo, resollando-. Ahora soy el jefe. Así acordamos.

Ninguna de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné a gritar:

– Me retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor.

Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no era verdad.

– Me retiro yo también -dijo Javier.

Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y mientras caminábamos por las calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre y las lágrimas.

– Habla tú ahora -dijo Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían.

– Bueno -repuse y subí a la baranda.

Ni las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos húmedas y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía.

– Pediremos al director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada, Javier, Lu y yo formamos la Comisión. La Media está de acuerdo, ¿no es verdad?

La mayoría asíntió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "Sí", "Sí".

– Lo haremos ahora mismo -dije-. Ustedes nos esperarán en la Plaza Merino.

Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza; escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector Gallardo.

– ¿Están locos? -dijo-. No hagan eso.

– No se meta -lo interrumpió Lu-. ¿Cree que el serrano nos da miedo?

– Pasen -dijo Gallardo-. Ya verán.