"El Origen Perdido" - читать интересную книгу автора (Asensi Matilde)IEl problema que yo apenas vislumbraba aquella tarde mientras permanecía de pie, inmóvil entre el polvo, las sombras y los olores de aquel viejo y cerrado edificio, era que ser un urbanícola progresista, escéptico y tecnológicamente desarrollado de principios del siglo XXI me incapacitaba para tomar en consideración cualquier cosa que quedara fuera del ámbito de los cinco sentidos. En aquel momento, la vida, para un Recuerdo que me detuve un segundo para contemplar con extrañeza los ajados detalles de aquel plató que, en un tiempo para mí muy lejano (veinte o, quizá, treinta años), había resplandecido y vibrado con las luces de los focos y la música de las orquestas en directo. Aún no habían transcurrido por completo las últimas horas de aquel día de finales de mayo y ya no podía verse el sol por detrás de los contrafuertes de los antiguos estudios de televisión de Miramar, en Barcelona, que, aunque clausurados y abandonados, gracias a mis amigos y a mí estaban a punto de servir de nuevo al que fuera su propósito original. Mirándolos desde dentro, como hacía yo, y escuchando el eco de las famosas voces que siempre los habitarían, parecía imposible pensar que en pocos meses fueran a convertirse en otro hotel más para turistas de lujo. A mi lado, – He terminado -me dijo – ¿Las conexiones están operativas? -pregunté a – Dentro de un par de minutos. Miré mi reloj. Las manecillas, que salían directamente de la nariz del barbudo capitán Haddock, marcaban las ocho menos cinco. En poco más de media hora todo habría terminado. De momento, la antena parabólica ya estaba orientada y el punto de acceso listo para abrirse, así que sólo faltaba que En ese momento descubrí qué era lo que, desde hacía un buen rato, me resultaba tan familiar de aquel plató: olía igual que el desván de la casa de mi abuela, en Vic, un olor de muebles viejos, bolsitas antipolillas y metal oxidado. Hacía mucho tiempo que no hablaba con mi abuela, pero de eso no tenía yo la culpa porque, siempre que tomaba la decisión de ir a verla, ella salía de viaje hacia algún lugar remoto del globo en compañía de sus locas amigas, todas viudas y octogenarias. Sin duda, hubiera estado encantada de visitar aquellos viejos estudios de Miramar porque en sus tiempos había sido una seguidora apasionada del programa de Herta Frankel y su perrita – Listo -anunció Me senté en el suelo mohoso con las piernas cruzadas y apoyé el portátil entre las rodillas. – ¿Cómo conseguiste las claves? -quiso saber – He tenido los ordenadores de mi casa haciendo pruebas desde que empezó todo este asunto -le respondí sonriendo. Jamás, ni bajo los efectos del pentotal, revelaría mis secretos más valiosos a otro El sistema, que trabajaba con Microsoft SQL Server y usaba Windows NT para su red local, no disponía de la menor medida de seguridad. Por no tener, aquella red no tenía ni el antivirus actualizado. La última revisión era de mayo de 2001, justo un año atrás. Resultaba deprimente piratear así, sobre todo después del esfuerzo invertido en una operación de tal envergadura. – Son unos inconscientes… -Para un buen – ¡Cuidado! -me advirtió de pronto (1) Pequeñas aplicaciones de – Ahí tienes la carpeta de logos -me indicó No había tenido que esforzarse mucho para encontrarla. El ingeniero responsable del sistema informático de TraxSG, con muy buen criterio, había bautizado dicho subdirectorio como «Logos» y después, supuse, se había ido a tomar unas cervezas para celebrar su gran inteligencia. Me hubiera gustado dejarle algún mensaje de felicitación, pero me limité a examinar el contenido del ordenador y a transferir un nuevo juego de logos que sustituirían los famosos diseños de TraxSG -el nombre en vertical con letras de diferentes tipos, tamaños y colores-, dejando leer la frase «Ni canon, ni corsarios» cada vez que alguien en la Fundación pusiera en marcha un ordenador, arrancara un programa o, simplemente, quisiera desconectarse. Envié, además, un fichero ejecutable que permanecería escondido en las profundidades de la máquina y que renovaría las modificaciones cada vez que alguien intentara borrarlas, de modo que les costara muchísimo tiempo y dinero recuperar su marca original. Este fichero, entre otras cosas, imprimiría en todos los documentos una calavera pirata sobre dos tibias cruzadas y, de nuevo, la frase «Ni canon, ni corsarios». Por último, hice una copia de todos los documentos que encontré relativos al dichoso canon que la Fundación había conseguido imponer a los fabricantes de software y los distribuí generosamente a través de internet. Ya sólo quedaba lanzar a la red, desde aquellos estudios de Miramar y por el tiempo que tardaran en localizar el equipo y apagarlo, la campaña diseñada por nosotros pidiendo el boicot a todos los productos de la TraxSG y animando a la gente a comprar esos mismos productos en el extranjero. – Debemos irnos -avisó Cerré el portátil, lo dejé en el suelo y me puse en pie sacudiéndome los vaqueros. Aprovechando los últimos segundos de nuestra estancia allí, mientras – ¡Vámonos! -urgió Apagamos las linternas y, con la única luz de los pequeños pilotos de emergencia como guía, atravesamos pasillos y bajamos escaleras rápida y sigilosamente. En los sótanos se encontraba el cuchitril de los transformadores que alojaba los antediluvianos cuadros eléctricos de los estudios. Allí, en el suelo, disimulada por nuestros útiles de espeleología, una plancha de hierro daba paso al extraño mundo subterráneo que se escondía bajo el asfalto de Barcelona: enlazado en múltiples puntos con los casi cien kilómetros de túneles de las líneas del metro y del ferrocarril, se hallaba el colosal entramado de galerías del alcantarillado que conectaba con todos los edificios, centros e instituciones oficiales de la ciudad. Como Nueva York, Londres o París, Barcelona escondía una segunda ciudad en sus entrañas, una ciudad tan viva y llena de misterios como la de arriba, la que recibía la luz del sol y las aguas del mar. Esta ciudad oculta, además de poseer sus propios núcleos habitados, su propia vegetación autóctona, sus propios animales y su propia unidad de policía (la llamada «Unitat de subsòl»), contaba también con numerosos turistas que acudían desde todos los lugares del mundo para practicar un deporte -naturalmente, ilegal- conocido como espeleología urbana. Me quité la goma elástica con la que me recogía el pelo y me encajé en la cabeza el casco, ajustándome el barboquejo hacia delante. Nuestros tres cascos Ecrin Roc llevaban, sujetas en los clips, linternas frontales de (2) Como un destacamento militar perfectamente sincronizado encendimos los detectores de gas, levantamos la plancha de hierro del suelo que exhibía la marca forjada de la compañía eléctrica, y nos lanzamos por una estrecha galería vertical que descendía a plomo un largo trecho provocando una opresiva sensación de claustrofobia -sobre todo a Alcanzamos, por fin, el túnel de servicio que unía la Zona Franca con la plaça de Catalunya. En el subsuelo, si hay algo que impresiona de verdad no son las serpientes, ni las ratas, ni la gente fantasmal que puedas encontrar en tu camino; lo que realmente te encoge el corazón y te retuerce el estómago es el rotundo silencio, la absoluta oscuridad y el intenso olor a humedad viscosa. Allí, en mitad de la nada, cualquier pequeño ruido se multiplica y distorsiona hasta el infinito y todos los lugares parecen iguales. En París, un par de años atrás, a pesar de que íbamos acompañados por un tipo del Grupo Francés de Espeleología Urbana que conocía las tripas de la ciudad mejor que la palma de su mano, mi equipo se había perdido durante siete horas en el gélido alcantarillado medieval que perfora la cuenca oriental del Sena. Nunca más me había vuelto a suceder, pero la experiencia fue lo bastante peligrosa como para obligarme a tomar, desde aquel día, todas las precauciones posibles. Aún descendimos un poco más utilizando uno de los pozos rápidos del sistema de alcantarillas pero, a la altura de la calle del Hospital, después de desviarnos en el entronque de colectores del Liceo -donde, por cierto, mi En el centro de aquel pasadizo, que hedía a orines y mugre, se encontraba la vieja puerta metálica que franqueaba la entrada a un nivel inferior de corredores. Nada más descender por unas escaleras metálicas, nos encaminamos hacia la boca del túnel que teníamos enfrente. Marchamos en hilera unos cien metros por el lado derecho de las vías, con los oídos atentos por si se aproximaba algún tren (lo que no hubiera sido nada extraño, pues avanzábamos por un tramo de la línea 4), y nos detuvimos frente a un estrecho portillo que difícilmente se reconocía en el ennegrecido muro. Con la llave que guardaba en uno de los bolsillos del vaquero lo liberé del candado y lo abrí, y, en cuanto estuvimos dentro, Con gran estrépito pusimos, por fin, los pies en el suelo del viejo túnel abandonado en el que teníamos nuestro «Serie 100». Nadie, aparte de nosotros tres, conocía la existencia de aquella galería. Se trataba de uno de los primeros tramos de ferrocarril suburbano que hubo en la ciudad, construido poco después de 1925 para la Compañía del Gran Metro de Barcelona. Tenía forma de Y, y la bifurcación se localizaba, precisamente, en la calle Aragó, donde yo vivía y donde se encontraba mi empresa de software, Ker-Central. Disfrutando de la corriente de aire que llegaba a través de los imbornales de la bóveda, nos fuimos desembarazando del material de espeleología mientras remontábamos tranquilamente la caverna, tan ancha que hubiera permitido la circulación en paralelo de un par de grandes camiones. A nuestro alrededor, todo seguía estando oscuro, pues allí siempre era de noche y siempre era otoño, pero nos hallábamos en territorio seguro y conocido. Quinientos metros más arriba encontramos el gigantesco cartel anunciador de color rojo en el que el actor Willem Dafoe, publicitando una marca de whisky, decía algo tan profundo como «Lo auténtico comienza en uno mismo». A instancias de (3) Vanidoso, en catalán. Justo en la bifurcación del túnel, casi chocando con el apeadero de passeig de Gracia, se encontraba nuestro centro de operaciones clandestinas, el «Serie 100», un digno vagón que fue abandonado cuando se cerró aquella línea del Ferrocarril Metropolitano. El día que lo descubrimos fue nuestro gran día de suerte. Varado en sus raíles desde hacía al menos cuarenta años, el «Serie 100» -como rezaban las placas metálicas de sus costados-, se desmoronaba lustro tras lustro sin que nadie recordara su existencia. Hecho enteramente de madera, con numerosas ventanas ovaladas, un interior blanco donde permanecían todavía los asientos longitudinales y una iluminación de bombillas incandescentes que seguían colgando del techo, hubiera merecido estar en cualquier museo de trenes del mundo, pero, por suerte para nosotros, algún funcionario incompetente lo había dejado dormir el sueño de los justos, convirtiéndose con los años en albergue para ratas, ratones y toda clase de alimañas. Pasamos mucho tiempo quitándole la mugre, lijando, barnizando y puliendo las maderas, reforzando los estribos y las juntas, bruñendo las placas y, cuando estuvo tan flamante que cegaba y tan firme como una piedra, lo llenamos de cables, ordenadores, monitores, impresoras, escáneres y toda suerte de equipos de radio y televisión. Iluminamos aquella zona del túnel y el interior del vagón y llenamos una pequeña nevera con alimentos y bebidas. De aquello hacía ya algunos años, durante los cuales le habíamos añadido nuevas comodidades y equipos más modernos. Nada más entrar, y antes de que tuviera tiempo de soltar la mochila, el teléfono al que tenía desviadas las llamadas de mi móvil empezó a sonar. – ¿Qué hora es? -preguntó – Casi las nueve -respondió éste mirando con ansiedad las pantallas encendidas de los ordenadores. Había dejado en marcha un programa que intentaba romper, por la fuerza bruta (probando millones de posibles combinaciones alfanuméricas almacenadas en bases de datos), las claves de unos ficheros sobre arquitectura de sistemas. La pantalla del teléfono avisaba de que era mi hermano quien me llamaba. Me quité, sacándolo por la cabeza a toda velocidad, el jersey negro de cuello alto y contesté mientras me recogía de nuevo el pelo en una coleta. – Dime, Daniel. – ¿Arnau…? -Esa voz femenina no era la de mi hermano sino la de mi cuñada, Mariona. – Soy yo, Ona, dime. – ¡Llevo horas intentando localizarte! -exclamó con voz aguda-. Estamos en el hospital. Daniel se ha puesto enfermo. – ¿El niño o mi hermano? -Mariona y Daniel tenían un hijo de un año, mi único sobrino, que se llamaba igual que su padre. – ¡Tu hermano! -dejó escapar ella con tono de impaciencia. Y como si mi confusión fuera una estupidez incomprensible, aclaró-: ¡Daniel! Por un momento me quedé paralizado, sin reacción. Mi hermano tenía una salud de hierro; ni siquiera cogía la gripe cuando todo el mundo andaba con el pañuelo en la mano y unas décimas de fiebre, así que la idea de que pudiera estar en el hospital no me entraba en la cabeza. Entonces… Un accidente. Con el coche. – Estábamos en casa -empezó a explicarme Mariona- y, de pronto, se quedó como alelado, como ido… Sólo decía tonterías. Me asusté mucho y llamé al médico, y éste, después de examinarle durante un buen rato, llamó a una ambulancia para traerlo al hospital. Llegamos a urgencias sobre las siete de la tarde. ¿Por qué no contestabas el teléfono? Te he llamado a casa, al despacho… He llamado a tu secretaria, a Lola y Marc, a tu madre… – ¿Has… llamado a Londres? -estaba tan aturdido que no encontraba las palabras. – Sí, pero tu madre había salido. He hablado con Clifford. Para entonces, – ¿En qué hospital estáis? – En La Custodia. Miré el reloj, aturdido, y calculé cuánto tardaría en llegar hasta allí. Necesitaba una ducha, pero eso ahora era lo de menos. Tenía ropa limpia en el «100» y podía estar en el garaje en cinco minutos, coger el coche y plantarme en Guinardó en otros diez. – Voy en seguida. Dame un cuarto de hora. ¿El niño está contigo? – ¡Qué remedio! -En su tono había una nota crispada que denotaba hostilidad. – Ahora mismo voy. Tranquila. – Nos iremos a casa en cuanto Abandoné el «100» como una exhalación, crucé el túnel hasta el extremo opuesto y ascendí por las escaleras verticales que llevaban directamente hasta el cuarto de los trastos de limpieza del sótano de Ker-Central. Una vez allí, cerré precipitadamente la tapa de hierro y salí al garaje, atravesándolo a la carrera hasta llegar a mi coche, el Volvo color burdeos aparcado junto a la Dodge-Ram roja de En cuanto las ruedas del coche pisaron la acera, caí en la cuenta de que era la peor hora del día para circular por la ciudad. Cientos de personas deseosas de llegar a casa y cenar frente al televisor inundaban con sus coches la calle Aragó. Sentí que me subía la presión sanguínea y que comenzaba la transformación que me llevaría del ciudadano pacífico que todavía era al conductor agresivo incapaz de soportar el menor ultraje. Seguí la calle Consell de Cent hasta Roger de Llúria. Tuve que saltarme el semáforo en rojo de la esquina de passeig de Sant Joan con travessera de Gràcia por culpa de un Skoda que venía a toda velocidad detrás de mí, y en Secretan Coloma me pilló un atasco monumental que aproveché para llamar al móvil de mi hermano y decirle a Ona que ya estaba llegando y que saliera a buscarme. La mole gris del viejo edificio de La Custodia resultaba bastante deprimente. Parecía un amontonamiento de cubos llenos de diminutos agujeros. Si todo lo que podía ingeniar un arquitecto después de tantos años de estudio era aquello, me dije mientras buscaba la entrada de vehículos, más hubiera valido que se dedicara a tapar zanjas. Afortunadamente, una gran cantidad de coches estaba saliendo en aquel preciso instante -debía de ser la hora del cambio de turno de personal-, así que pude aparcar en seguida, librándome de dar vueltas y más vueltas en torno a aquel indignante paradigma de la vulgaridad. No había estado en aquel hospital en toda mi vida y no tenía ni idea de adónde debía dirigirme. Por suerte, Ona, que me estaba esperando, me había visto aparcar y, con el pequeño Dani dormido en los brazos, se fue acercando mientras yo salía del vehículo. – Gracias por venir tan rápido -murmuró mientras, ladeada para no despertar al niño, me daba un beso y sonreía con tristeza. Envuelto en los pliegues de una pequeña manta de color azul, Dani apoyaba la cabeza sobre el hombro de su madre y tenía los ojos cerrados y el chupete en la boca. Su pelo, escandalosamente rubio y muy recortado, nacía tan erizado que, según como le diera la luz, parecía una aura eléctrica relampagueante. En esto, había salido a su padre. – ¿Y mi hermano? -pregunté caminando con ella hacia la escalinata de la entrada. – Acaban de subirlo a la planta. El neurólogo todavía está con él. Cruzamos las puertas del inmenso edificio y atravesamos pasillos y más pasillos de paredes desconchadas hasta llegar a los ascensores. El revestimiento de mármol del suelo original ya no era detectable, pues donde las placas no estaban totalmente desgastadas, se veían pegotes de algo parecido a caucho negro que hacían saltar por los aires las ruedas de las camillas que empujaban los celadores. Todas las esquinas exhibían rótulos con indicaciones hacia lugares poco deseables: «Cirugía», «Cobalto», «Rehabilitación», «Diálisis», «Extracciones de sangre», «Quirófanos»… Ni siquiera el chirriante ascensor en el que nos embutimos con otras quince o veinte personas, muy parecido en tamaño y forma a un contenedor portuario, se libraba de ese olor a vaya usted a saber qué, tan característico de los hospitales. Frías luces blancas de neón, laberintos de caminos y escaleras, puertas gigantescas con letreros misteriosos (UCSI, TAC, UMP), gentes con miradas perdidas y muecas de ansiedad, preocupación o dolor paseando de un lado a otro como si el tiempo no existiera… Y, de hecho, el tiempo no existía en el interior de aquel taller de reparación de cuerpos, como si la cercanía de la muerte detuviese los relojes hasta que el médico-mecánico diera el permiso para seguir viviendo. Ona caminaba a mi lado cargando resueltamente con la bolsa de pertrechos de Dani y los casi diez kilos de su hijo. Mi cuñada era muy joven, apenas tenía veintiún años recién cumplidos. Había conocido a Daniel en el primer curso de carrera, en la clase de Introducción a la Antropología que aquel año impartía mi hermano en la facultad, y se fueron a vivir juntos poco después, en parte por amor y en parte, supongo, porque Mariona era de Montcorbau, un pueblecito del Valle de Aran, y no debían encontrarse muy cómodos compartiendo su intimidad con las otras cuatro estudiantes aranesas que se alojaban en el mismo piso de alquiler que Ona. Hasta entonces, Daniel había vivido conmigo, pero, de repente, un día, apareció en la puerta del salón con el monitor de su ordenador bajo el brazo, una mochila al hombro y una maleta en la mano. – Me voy a vivir con Ona -anunció con una mirada alegre. Los ojos de mi hermano eran de un color sorprendente, un violeta intenso que no se veía con frecuencia. Por lo visto los había heredado de su abuela paterna, la madre de Clifford, y él estaba tan orgulloso de ellos que se había llevado un buen disgusto cuando los ojos de su hijo Dani, al ir aclarándose, se quedaron simplemente en azules. Para resaltar el diferente combinado genético del que procedíamos, los míos eran de color castaño oscuro, como el café, igual que mi pelo, moreno, aunque ahí terminaban las diferencias físicas. – Enhorabuena -fue todo lo que le respondí aquel día-. Que os vaya bien. No es que mi hermano y yo nos llevásemos mal. Todo lo contrario; estábamos tan unidos como podían estarlo dos hermanos que se quieren y que se han criado prácticamente solos. El problema era que, siendo ambos hijos de Eulalia Sané (antes, la mujer más habladora de Cataluña y, desde hacía veinticinco años, la de Inglaterra), teníamos que salir silenciosos a la fuerza. Y, al fin y al cabo, a lo largo de la vida, se aprende, se experimenta y se madura; pero cambiar, lo que se dice cambiar, no se cambia mucho porque uno es, en todo momento, el que siempre ha sido. Mi padre murió en 1972, cuando yo tenía cinco años, después de permanecer en cama durante mucho tiempo. Apenas conservo en la memoria una imagen suya sentado en un sillón, llamándome con la mano, pero no estoy seguro de que sea real. Al poco, mi madre se casó con Clifford Cornwall y Daniel nació dos años después, cuando yo acababa de cumplir siete. Le pusieron ese nombre porque era idéntico en ambos idiomas, aunque nosotros siempre lo pronunciábamos a la inglesa, poniendo el acento en la «a». El trabajo de Clifford en el Foreign Office le obligaba a viajar incesantemente entre Londres y Barcelona, donde estaba el Consulado General, de modo que continuamos residiendo en la casa de siempre mientras él iba y venía. Mi madre, por su parte, se ocupaba de las amistades, la vida social y de seguir siendo -o considerándose- la musa espiritual del amplio grupo de viejos compañeros de mi padre de la universidad, en la que había sido catedrático de Metafísica durante veintitantos años (era mucho mayor que mi madre cuando se casaron, en Mallorca, de donde era originario), así que Daniel y yo tuvimos una infancia bastante solitaria. De vez en cuando nos mandaban unos meses a Vic, con la abuela, hasta que se dieron cuenta de que mis notas escolares empezaban a ser espantosas a fuerza de tanto faltar a clase. Entonces me matricularon como interno en el colegio La Salle y mi madre, Clifford y Daniel se fueron a vivir a Inglaterra. En un primer momento pensé que me llevarían con ellos, o sea, que nos iríamos todos, pero cuando me di cuenta de que no iba a ser así, asimilé sin problemas que tendría que aprender a sobrevivir solo y que no podía confiar en nadie más que en mi abuela, quien todos los viernes por la tarde me esperaba como un poste a la salida del colegio. Cuando monté mi primera empresa, Inter-Ker, en 1994, mi hermano, desesperado por alejarse de las faldas de nuestra madre, regresó a Barcelona para estudiar Filología Hispánica y, después, el segundo ciclo de Antropología en la Universidad Autónoma. Desde entonces, y hasta que se marchó diciendo «Me voy a vivir con Ona», habíamos compartido casa. A pesar de ser tan introvertido como yo, la gente, en general, apreciaba mucho más a Daniel por su afabilidad y dulzura. Hablaba poco pero, cuando hablaba, todo el mundo prestaba atención y todos pensaban que nunca habían oído algo tan oportuno e interesante. Como su hijo, casi siempre mantenía una sonrisa en los labios, mientras que yo era hosco y taciturno, incapaz de sostener una conversación normal con alguien en quien no hubiera depositado desde muchos años atrás toda mi confianza. Es verdad que tenía amigos (aunque más que amigos eran, en realidad, conocidos cercanos) y que, por negocios, conservaba buenas relaciones con gentes de todo el mundo, pero eran tan raros como yo, poco dispuestos a comunicarse o a hacerlo sólo a través de un teclado, con vidas que transcurrían casi siempre bajo luz artificial y que, cuando no estaban frente a un ordenador, se dedicaban a aficiones tan pintorescas como la espeleología urbana o los juegos de rol, a coleccionar animales salvajes o a estudiar funciones fractales (4), mucho más importantes, naturalmente, que cualquier persona viva que tuvieran cerca. (4) Parte de la Teoría del Caos. Las formas aparentemente caóticas de la naturaleza, tales como árboles, nubes, montañas, costas, etc., pueden describirse y reproducirse mediante sencillas fórmulas matemáticas. – …y repetía que estaba muerto y que quería que le enterrara -la garganta de Ona dejó escapar un pequeño sollozo. Volví de golpe a la realidad, cegándome con las luces de neón como si hubiera estado caminando con los ojos cerrados. No me había enterado de nada de lo que me había estado contando mi cuñada. Los ojos azules de mi sobrino me miraban ahora atentamente desde el hombro de su madre y por el borde del chupete se deslizaba un ligero reguero de baba que manaba de una somnolienta sonrisa. En realidad, más que mirarme a mí, lo que mi sobrino contemplaba era el diminuto pendiente que brillaba en el lóbulo de mi oreja. Como su padre llevaba uno igual, para el niño representaba un elemento familiar que nos identificaba. – ¡Hola, Dani! -murmuré, pasándole un dedo por la mejilla. Mi sobrino sonrió más ampliamente y la baba fluyó con libertad hasta el jersey de Ona. – ¡Se ha despertado! -exclamó su madre con pesar, deteniéndose en mitad del pasillo. – Marc y Lola se han ofrecido a quedarse con él esta noche -le dije-. ¿Te parece bien? Los ojos de mi cuñada se ensancharon, mostrando un agradecimiento infinito. Ona tenía el pelo castaño claro y lo llevaba muy corto, arreglado de tal manera que siempre parecía cómicamente despeinada. Una apreciable mecha teñida de color naranja le perfilaba la patilla derecha, resaltando sus pecas y el blanco intenso de la piel de su rostro. Aquella noche, sin embargo, más que una joven de aspecto fresco y llamativo, parecía una niña temerosa necesitada de su madre. – ¡Oh, sí! ¡Claro que me parece bien! -con un movimiento enérgico incorporó a Dani y se lo puso cara a cara-. ¿Te vas a casa de Marc y Lola, cariño, sí…? -le preguntó demostrando una inmensa alegría y el bebé, sin saber que estaba siendo manipulado, sonrió encantado. A pesar de que el hospital estaba lleno de carteles prohibiendo utilizar los teléfonos móviles, allí nadie parecía saber leer y menos que nadie el propio personal sanitario, de modo que, sin preocuparme demasiado, saqué el mío y llamé directamente al «100». Para quitar mi móvil de la vista de Dani mientras yo hablaba con – Llegarán en seguida -dije, sentándome a su lado y entregándole a mi sobrino el diminuto móvil con el teclado bloqueado. Ona, que había visto el teléfono de mi hermano volando por los aires y chocando estrepitosamente contra el suelo en varias ocasiones, intentó impedirlo, pero yo insistí; de manera radical, Dani dejó de existir a todos los efectos, entretenido con el preciado juguete. – Si Lola y Marc van a venir a llevárselo -me explicó mi cuñada señalando al niño con un gesto de la barbilla-, podemos esperarlos aquí, por si sale el médico y quiere hablar con nosotros. – ¿Daniel está en esa planta? -me sorprendí, y giré la cabeza hacia un largo pasillo que se abría a nuestra izquierda y sobre cuyo vano de entrada podía leerse «Neurología». Ona asintió. – Ya te lo he dicho antes, Arnau. Me había pillado in fraganti y no era cuestión de disimular. Sin embargo, no pude evitar el gesto automático de atusarme la perilla y, al hacerlo, noté que tenía el pelo áspero y grumoso por la humedad de las alcantarillas. – Discúlpame, Ona. Estoy… desconcertado por todo esto. -Con la mirada abarqué el espacio-. Ya sé que pensarás que estoy loco, pero… ¿podrías volver a contármelo todo, por favor? – ¿Otra vez…? -se sorprendió-. Ya me parecía que no estabas escuchándome. Pues… A ver. Daniel vino de la universidad cerca de las tres y media. El niño se acababa de dormir. Estuvimos hablando un rato después de comer sobre… Bueno, no andamos muy bien de dinero y, ya sabes, yo quiero volver a estudiar, así que… En fin, Daniel se metió en su despacho como todos los días y yo me quedé leyendo en el salón. No sé cuánto tiempo pasó. Este pelmazo… -dijo refiriéndose a Dani, que estaba a punto de lanzar mi móvil contra la pared para comprobar cómo sonaba-. ¡Eh! ¡No, no, no! ¡Dame eso! ¡Devuélveselo a Arnau! Mi sobrino, obediente, alargó la mano para entregármelo pero, en el último momento, se arrepintió, ignorando con elegancia las tonterías que le pedía su madre. – Bueno… El caso es que me quedé dormida en el sofá -Ona titubeaba, intentando recomponer en su mente la cronología de los acontecimientos-, y sólo recuerdo que me desperté porque notaba que alguien me estaba respirando en la cara. Cuando abrí los ojos me llevé un susto de muerte: tenía a Daniel frente a mí, mirándome inexpresivo, como en una película de terror. Estaba de rodillas, a menos de un palmo de distancia. No solté un grito de milagro. Le pedí que dejara de hacer el idiota porque la broma no tenía gracia, y, como si no me hubiera escuchado, va y me dice que acaba de morirse y que quiere que le entierre. -Debajo de los ojos de Ona habían aparecido unos cercos oscuros y abultados-. Le di un empujón para ponerme de pie y salté del sofá. ¡Estaba muy asustada, Arnau! Tu hermano no se movía, no hablaba, tenía la mirada vacía como si de verdad estuviera muerto. – ¿Y qué hiciste? -me costaba mucho imaginar a mi hermano en una situación semejante. Daniel era el tipo más normal del mundo. – Cuando vi que no era una broma de mal gusto y que no reaccionaba de verdad, intenté localizarte pero no pude. Él se había sentado en el sofá, con los ojos cerrados. Ya no volvió a moverse. Llamé a urgencias y… Entonces, me dijeron que lo trajera aquí, a La Custodia. Les expliqué que no podría levantarlo, que pesaba treinta kilos más que yo y que se estaba dejando caer hacia adelante como si fuera un muñeco de trapo, que si no venían a ayudarme terminaría en el suelo con la cabeza abierta… -Los ojos de Ona se llenaron de lágrimas-. Mientras tanto, Dani se había despertado y lloraba en la cuna… ¡Dios mío, Arnau, qué pesadilla! Mi hermano y yo medíamos lo mismo, casi un metro noventa, pero él pesaba sus buenos cien kilos por culpa de la vida sedentaria. Difícilmente hubiera podido mi cuñada levantarle del sofá y trasladarle a cualquier parte; ya había hecho bastante con mantenerle erguido. – El médico tardó media hora en llegar -siguió relatándome, llorosa-. Durante todo ese tiempo, Daniel sólo abrió los ojos un par de veces y fue para repetir que estaba muerto y que quería que le amortajara y le enterrara. Como una tonta, mientras le empujaba contra el sofá para que no se derrumbara, intenté razonar con él explicándole que su corazón seguía latiendo, que su cuerpo estaba caliente y que estaba respirando con total normalidad, y él me contestó que nada de todo eso quería decir que estuviera vivo porque era indiscutible que estaba muerto. – Se ha vuelto loco… -murmuré con amargura, examinando la punta de mis deportivas. – Pues eso no es todo. Al médico le dio la misma explicación, con algún nuevo detalle como que no tenía tacto, ni olfato, ni gusto porque su cuerpo era un cadáver. El doctor sacó entonces una aguja del maletín y, muy suavemente para no hacerle mucho daño, le pinchó en la yema de un dedo. -Ona se detuvo un instante y, luego, me sujetó por el brazo para atraer toda mi atención-. No te lo vas a creer: terminó clavándole la aguja entera en varias partes del cuerpo y… ¡Daniel ni siquiera se inmutó! Debí de poner cara de imbécil porque si había algo que mi hermano no soportaba desde pequeño eran las inyecciones. Se caía redondo ante la visión apocalíptica de una jeringuilla. – Entonces el doctor decidió pedir una ambulancia y traerlo a La Custodia. Dijo que debía examinarle un neurólogo. Arreglé a Dani y nos vinimos. A él se lo llevaron para adentro y nosotros nos quedamos en la sala de espera hasta que una enfermera me dijo que subiera a esta planta porque lo habían ingresado en Neurología y que el médico hablaría conmigo cuando hubiera terminado de reconocer a Daniel. Estuve intentando localizarte por todas partes. Por cierto… -comentó pensativa, acurrucando al niño contra su pecho a pesar de las airadas protestas de éste-, deberíamos llamar a tu madre y a Clifford. El problema no era llamarlos; el problema era cómo demonios recuperar mi móvil sin que mi sobrino montara una bronca descomunal, así que inicié un cauteloso acercamiento agitando en el aire las llaves del coche hasta que me di cuenta de que tanto el niño como mi cuñada me ignoraban y dirigían la mirada hacia un punto situado a mi espalda. Dos tipos con cara de funeral se dirigían hacia nosotros. Uno de ellos, el de mayor edad, vestía de calle con una bata blanca encima; el otro, de tamaño diminuto y con gafas, lucía el uniforme completo, zuecos incluidos. – ¿Son ustedes familia de Daniel Cornwall? -preguntó este último pronunciando el nombre completo de mi hermano con un correcto acento británico. – Ella es su mujer -dije, poniéndome en pie; el mayor se me quedó a la altura del hombro y al otro le perdí por completo de vista-, y yo soy su hermano. – Bien, bien… -exclamó el mayor, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata. Aquel gesto, que guardaba cierto parecido con el de Pilatos, no me gustó-. Soy el doctor Llor, el neurólogo que ha examinado a Daniel, y éste es el psiquiatra de guardia, el doctor Hernández. -Sacó la mano derecha del bolsillo pero no fue para estrechar las nuestras sino para indicarnos el camino hacia el interior de la planta. Quizá mi aspecto, con el pendiente, la perilla y la coleta, le desagradaba; o quizá el mechón de pelo color naranja de Ona le resultaba deplorable-. Si fueran tan amables de pasar un momento a mi despacho, podríamos hablar tranquilamente sobre Daniel. El doctor Llor se colocó sin prisa a mi lado, dejando que el joven doctor Hernández acompañara a Ona y a Dani unos pasos más atrás. Toda la situación tenía un no sé qué de ilusorio, de falso, de realidad virtual. – Su hermano, señor Cornwall… -empezó a decir el doctor Llor. – Mi apellido es Queralt, no Cornwall. El médico me miró de una manera extraña. – Pero usted dijo que era su hermano -masculló con irritación, como alguien que ha sido vilmente engañado y está perdiendo su valiosísimo tiempo con un advenedizo. – Mi nombre es Arnau Queralt Sané y mi hermano se llama Daniel Cornwall Sané. ¿Alguna duda más…? -proferí con ironía. Si yo había dicho que Daniel era mi hermano, ¿a qué venía ese ridículo recelo? ¡Como si en el mundo sólo existiera un único e inquebrantable modelo de familia! – ¿Es usted Arnau Queralt? -se sorprendió el neurólogo, tartamudeando de repente. – Hasta hace un momento lo era -repuse, sujetándome detrás de la oreja un poco de pelo que se me había soltado de la coleta. – ¿El dueño de Ker-Central…? – Yo diría que sí, salvo que haya ocurrido algo imprevisto. Habíamos llegado hasta una puerta pintada de verde que exhibía un pequeño letrero con su nombre, pero Llor se resistía a franquear el paso. – Un sobrino de mi mujer, que es ingeniero de telecomunicaciones, trabaja en su empresa. -Por su tono intuí que acababan de cambiar los papeles: el tipo de la pinta rara ya no era un impresentable cualquiera. – ¿Ah, sí? -repuse con desinterés-. Bueno, y de mi hermano, ¿qué? Se apoyó en la manija de la puerta y la abrió con actitud obsequiosa. – Pase, por favor. El despacho estaba dividido en dos zonas distintas por una mampara de aluminio. La primera, muy pequeña, sólo tenía un pupitre viejo lleno de carpetas y papeles sobre el que descansaba un enorme ordenador apagado; la segunda, mucho más grande, exhibía un formidable escritorio de caoba bajo la ventana y, en el extremo opuesto, una mesa redonda contorneada por mullidos sillones de piel negra. En las paredes no cabían más fotografías del doctor Llor con personajes célebres, ni más recortes de prensa enmarcados en cuyos titulares destacaba su nombre. El neurólogo, haciéndole una carantoña a Dani, apartó de la mesa uno de los asientos para que Ona se acomodara. – Por favor… -murmuró. El diminuto doctor Hernández se colocó entre Ona y yo, dejando caer sobre la mesa, con un golpe seco, una abultada carpeta que hasta entonces había llevado bajo el brazo. No parecía muy feliz, pero, en realidad, allí nadie lo era, así que, ¿qué más daba? – El paciente Daniel Cornwall -empezó a decir Llor con voz neutra, calándose unas gafas que extrajo del bolsillo superior de su bata- muestra una sintomatología infrecuente. El doctor Hernández y yo estamos de acuerdo en que podría tratarse de algo parecido a una depresión aguda. – ¿Mi hermano está deprimido? -pregunté, asombrado. – No, no exactamente, señor Queralt… -me aclaró, mirando al psiquiatra de reojo-. Verá, su hermano presenta un cuadro bastante confuso de dos patologías que no suelen darse a la vez en un mismo paciente. – Por un lado -intervino por primera vez el doctor Hernández, que disimulaba mal su emoción por tener entre manos un caso tan raro-, parece sufrir lo que la literatura médica llama ilusión de Cotard. Este síndrome se diagnosticó por primera vez en 1788, en Francia. Las personas que lo padecen creen de manera irrefutable que están muertas y exigen, a veces incluso de manera violenta, que se les amortaje y se les entierre. No sienten su cuerpo, no responden a estímulos externos, su mirada se vuelve opaca y vacía, el cuerpo se les queda completamente laxo… En fin, que están vivos porque nosotros sabemos que viven pero reaccionan como si de verdad estuvieran muertos. Ona empezó a llorar en silencio sin poder contenerse y Dani, asustado, se giró hacia mí en busca de apoyo pero, como me vio tan serio, terminó por echarse a llorar también. Si Como el llanto del niño impedía la conversación, Ona, intentando calmarse, se incorporó y empezó a pasear de un lado a otro consolando a Dani. En la mesa, ninguno de los que quedábamos abrimos la boca. Por fin, después de unos minutos interminables, mi sobrino dejó de llorar y pareció adormecerse. – Es muy tarde para él -musitó mi cuñada volviendo a tomar asiento con cuidado-. Hace rato que debería estar durmiendo y ni siquiera ha cenado. Crucé las manos sobre la mesa y me incliné hacia los médicos. – Bueno, doctor Hernández -dije-, ¿y qué solución hay para esa ilusión de Cotard o como quiera que se llame? – ¡Hombre, solución, solución…! Se recomienda el ingreso y la administración de psicofármacos y el pronóstico, bajo medicación, suele ser bueno, aunque, para no engañarles, en casi todos los casos se dan recaídas. – Los últimos estudios sobre la ilusión de Cotard -observó el doctor Llor, que parecía querer aportar su particular granito neurológico de arena- revelan que este síndrome suele estar asociado a un cierto tipo de lesión cerebral localizada en el lóbulo temporal izquierdo. – ¿Quiere decir que se ha dado algún golpe en la cabeza? -preguntó Ona, alarmada. – No, en absoluto -rechazó el neurólogo-. Lo que quiero decir es que, precisamente sin mediar traumatismo, hay una o varias zonas del cerebro que no reaccionan como deberían o, al menos, como se espera que lo hagan. El cerebro humano está formado por muchas partes distintas que tienen funciones diferentes: unas controlan el movimiento, otras realizan cálculos, otras procesan los sentimientos, etc. Para ello, estos segmentos utilizan pequeñas descargas eléctricas y agentes químicos muy especializados. Basta que uno solo de esos agentes se altere levemente para que cambie por completo la forma de trabajar de una zona cerebral y, con ella, la forma de pensar, sentir o comportarse. En el caso de la ilusión de Cotard, las tomografías demuestran que existe una alteración de la actividad en el lóbulo temporal izquierdo… aquí. -Y acompañó la palabra con el gesto, apoyando su mano en la parte posterior de la oreja izquierda, ni muy arriba ni muy abajo, ni tampoco muy atrás. – Como un ordenador al que se le estropea un circuito, ¿no es así? Los dos médicos fruncieron las cejas al mismo tiempo, desagradablemente sorprendidos por el ejemplo. – Sí, bueno… -admitió el doctor Hernández-. Últimamente está muy de moda comparar el cerebro humano con el ordenador porque ambos funcionan, digamos, de manera parecida. Pero no son iguales: un ordenador no tiene conciencia de sí mismo ni tampoco emociones. Ése es el grave error al que nos conduce la neurología. -Llor ni pestañeó-. En psiquiatría el planteamiento es totalmente diferente. No cabe duda de que existe un componente orgánico en la ilusión de Cotard, pero también es cierto que sus síntomas coinciden casi por completo con los de una depresión aguda. Además, en el caso de su hermano, no se ha podido verificar esa alteración en el lóbulo temporal izquierdo. – Sin embargo, como el paciente está a mi cargo -ahora fue Hernández quien no movió ni un músculo de la cara-, he pautado un tratamiento de choque con neurolépticos, Clorpromacina y Tioridacina, y espero poder darle de alta antes de quince días. – Hay, además, otro problema añadido -recordó el psiquiatra-, y es que Daniel presenta, junto a la ilusión de Cotard, que es lo más llamativo, signos evidentes de una patología llamada agnosia. Sentí que algo dentro de mí se rebelaba. Hasta ese momento había conseguido convencerme de que todo aquello era algo pasajero, que Daniel sufría una «ilusión» que tenía cura y que, una vez eliminada, mi hermano volvería a ser como antes. Sin embargo, el hecho de que añadieran más enfermedades me producía una dolorosa impresión. Miré a Ona y, por la contracción de su cara, adiviné que estaba tan angustiada como yo. El pequeño Dani, arropado por la manta azul y por su madre, había caído, por fin, en un profundo sueño. Y fue una suerte que estuviera tan dormido porque, en ese momento, mi móvil, que seguía en sus manos, firmemente sujeto, comenzó a emitir las notas musicales que identificaban las llamadas de Preguntando por Daniel en urgencias, – ¿Esperamos a la mujer de Daniel o seguimos? -quiso saber Llor con cierta impaciencia. Su tono me llevó a recordar una cosa que leí una vez: en China, antiguamente, los médicos sólo cobraban sus honorarios si salvaban al paciente. En caso contrario, o no cobraban, o la familia les mataba. – Acabemos de una vez -repliqué, pensando que los antiguos chinos eran realmente muy sabios-. Ya hablaré yo con mi cuñada. El pequeño doctor tomó la palabra. – Asociada al síndrome de Cotard, su hermano padece también una agnosia bastante acusada. -Se caló las gafas hasta las cejas y miró intranquilo al neurólogo-. Como le explicaba Miquel… el doctor Llor, la agnosia, una patología mucho más común, aparece, básicamente, en pacientes que han sufrido derrames cerebrales o traumatismos en los que han perdido parte del cerebro. Como ve, éste no es el caso de su hermano ni tampoco el de los pacientes con Cotard y, sin embargo, Daniel es incapaz de reconocer objetos o personas. Para que lo entienda mejor, su hermano, que afirma estar muerto, vive en este momento en un mundo poblado de cosas extrañas que se mueven de manera absurda y hacen ruidos raros. Si usted le mostrara, por ejemplo, un gato, él no sabría lo que le está enseñando, como tampoco sabría que se trata de un animal porque no sabe qué es un animal. Me pasé las manos por la cabeza, desesperado. Notaba una presión terrible en las sienes. – No podría reconocerle a usted -continuó explicándome el doctor Hernández-, ni a su mujer. Para Daniel todas las caras son óvalos planos con un par de manchas negras en el lugar donde deberían estar los ojos. – Lo malo de la agnosia -añadió Llor frotándose repetidamente las palmas de las manos-, es que, como se produce por un derrame o una pérdida traumática de masa, no tiene ni tratamiento ni cura. Ahora bien… Dejó la frase en el aire, goteando esperanza. – Las tomografías que le hemos hecho a su hermano revelan que el cerebro de Daniel se encuentra en perfectas condiciones. – Ya le dije que ni siquiera aparecía la disfunción del lóbulo temporal -apuntó Hernández, exhibiendo por primera vez una leve sonrisa-. Daniel sólo presenta los síntomas, no las patologías. Lo miré como si fuera idiota. – ¿Y quiere decirme qué diferencia hay entre sumar dos y dos y aparentar que se suman dos y dos? Mi hermano estaba normal esta mañana, fue a su trabajo en la universidad y volvió a casa para comer con su mujer y su hijo, y ahora está ingresado en este hospital con unos síntomas que El viejo Llor, sorprendido por mi súbito arranque de furia, se sintió obligado a sincerarse conmigo como si fuéramos colegas o amigos de toda la vida: – Mire, por regla general, a los médicos no nos gusta pillarnos los dedos, ¿sabe? Preferimos no dar demasiadas esperanzas al principio por si la cosa no sale bien. ¿Que el enfermo se cura…? ¡Estupendo, somos grandes! ¿Que no se cura…? Pues ya advertimos al principio de lo que podía pasar. -Me miró con lástima y, apoyando las manos sobre la mesa, echó ruidosamente el sillón hacia atrás antes de ponerse de pie-. Le voy a decir la verdad, señor Queralt: no tenemos ni idea de lo que le pasa realmente a su hermano. En ocasiones, cuando más ajeno estás a todo, cuando menos esperas que ocurra algo que altere tu vida, el destino decide jugarte una mala pasada y te golpea en la cara con guante de hierro. Entonces miras a tu alrededor, desconcertado, y te preguntas por dónde vino el golpe y qué ha pasado exactamente para que el suelo se esté hundiendo bajo tus pies. Darías lo que fuera por borrar lo que ha sucedido, añoras tu normalidad, tus viejas costumbres, quisieras que todo volviera a ser como antes… Pero ese Aquella noche, Mariona y yo nos quedamos con Daniel. La habitación era muy pequeña y sólo disponía de un sillón abatible para el acompañante, sillón que, por cierto, estaba tan destrozado que dejaba al aire la gomaespuma del relleno por varios sitios. Sin embargo, era la mejor habitación de la planta y era individual, de modo que todavía teníamos que dar las gracias. Mi madre llamó al poco de salir de la reunión con Llor y Hernández. Por primera vez en su vida fue capaz de mantenerse callada durante un buen rato y de prestar atención sin interrumpir continuamente para apoderarse del turno de palabra. En realidad, estaba paralizada. No resultó fácil explicarle lo que nos habían dicho los médicos. Para ella, todo lo que no fuera una enfermedad del cuerpo carecía de valor, de modo que tuvo que hacer un gran esfuerzo, despejar su entendimiento y aceptar la idea de que su hijo menor, a pesar de ser un hombretón con una salud de hierro, se había convertido en un enfermo mental. Al final, con voz temblorosa, y después de pedirme infinidad de veces que de ninguna manera le comentara nada a la abuela si me llamaba, me anunció que Clifford ya estaba reservando billetes para el vuelo que salía de Heathrow a las seis y veinticinco de la mañana. No pudimos descansar en toda la noche. Daniel abría los ojos continuamente y hablaba sin parar con frases largas y bien construidas aunque erráticas, delirantes: a veces, se explayaba disertando sobre temas que debían de ser materia de su asignatura, como la existencia de un desconocido lenguaje primigenio cuyos sonidos eran consustanciales a la naturaleza de los seres y las cosas y, en otras ocasiones, explicaba minuciosamente cómo se preparaba el desayuno por las mañanas, cortando el pan con el cuchillo de mango azul, recogiendo las migas con la mano izquierda, programando el tostador dos minutos y el microondas cuarenta y cinco segundos para calentar la taza de café. No cabía duda de que ambos habíamos salido tan metódicos y organizados como la abuela Eulalia, de quien (a falta de una madre como Dios manda) lo habíamos aprendido casi todo. Pero el argumento favorito de mi hermano era la muerte, la suya propia, y se preguntaba, angustiado, cómo iba a poder descansar si no sentía el peso de su cuerpo. Si le dábamos agua, bebía, pero decía que no sentía la sed porque los muertos no la sienten y, en una ocasión en que rozó el vaso con los dedos, se sorprendió mucho y nos preguntó por qué le colocábamos aquella cosa fría en la boca. Era como un títere desarticulado que sólo quería reposar un par de metros bajo tierra. No sabía quiénes éramos ni por qué nos empeñábamos en acercarnos a él. A veces se nos quedaba mirando y sus ojos parecían tan muertos como los ojos de cristal de un muñeco de juguete. Por fin, sobre las siete de la mañana, el sol comenzó a iluminar el cielo. Los padres de Ona llegaron minutos más tarde y mi cuñada se marchó con ellos a desayunar, dejándome solo con mi hermano. Hubiera querido acercarme a él y decirle: «¡Eh, Daniel, levántate y vámonos a casa!» y, me parecía tan posible, tan factible, que apoyé varias veces las manos sobre los reposabrazos del sillón para ponerme en pie. Por desgracia, en cada una de esas ocasiones, mi hermano abrió súbitamente los ojos y me espetó tal retahíla de tonterías que me quedé hecho polvo y con el alma en los pies. Poco antes de que Ona y sus padres volvieran, mirando fijamente hacia el techo, empezó a hablar con voz monótona sobre Giordano Bruno y la posible existencia de infinitos mundos en el infinito universo. Observándole con cariño, me dije que su locura, su extraña enfermedad, de alguna manera podía compararse con una de esas páginas de código perfecto que se escriben pocas veces en la vida: ambas contenían una cierta forma de belleza que sólo podía percibirse por debajo de una apariencia ingrata. Como tenía que pasar por casa antes de ir al aeropuerto, a las ocho, sin haber pegado ojo, me marché del hospital. Estaba cansado y deprimido, y necesitaba desesperadamente una ducha y otra ropa. No me apetecía pasar por el despacho de modo que, en lugar de utilizar uno de los tres ascensores de la empresa, usé el mío particular. Este ascensor, controlado por un ordenador con reconocimiento de voz, sólo tenía tres paradas: el garaje, la planta baja (donde estaban la recepción y el vestíbulo de Ker-Central) y mi casa, situada en la azotea del edificio, rodeada por un jardín de quinientos metros cuadrados protegido por mamparas opacas de material aislante. Aquél era mi paraíso personal, la idea de más difícil realización de todas las que había tenido en mi vida. Para poder construirla hubo que trasladar todos los servicios de refrigeración, calefacción y electricidad a la última planta, la décima, y cubrir el suelo del tejado con capas de impermeabilizante, aislante térmico, hormigón poroso y tierra cultivable. Contraté un equipo de profesionales en paisajismo y jardinería de la Escuela Técnica superior de Arquitectura de Barcelona, y la empresa americana que construyó la vivienda -un chalet de doscientos metros cuadrados, de una sola planta-, estaba especializada en materiales ecológicos, domótica y seguridad inteligente. El proyecto me costó casi lo mismo que el resto del inmueble, pero sin duda valió la pena. Podía afirmar, sin mentir, que vivía en plena naturaleza en el centro de la ciudad. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, me encontré, por fin, en el salón de casa. La luz entraba a raudales por las cristaleras, a través de las cuales vi a Sergi, el jardinero, inclinado sobre los arbustos de adelfas. Magdalena, la asistenta, ya empujaba el aspirador por alguna habitación del fondo. Todo estaba limpio y ordenado, pero la sensación de extrañeza que llevaba dentro de mí se adhería a las paredes y a los objetos con sólo pasarles la mirada por encima. No sentí esa relajante conmoción que me invadía cada vez que llegaba. Ni siquiera el agua de la ducha se llevó por el desagüe la mugre de irrealidad; tampoco el desayuno, ni las conversaciones telefónicas con Sobre las doce de la mañana dejé a Ona, a Dani El teléfono estaba sonando. Yo no me podía mover. Por fin, se interrumpió y volví a dormirme. Instantes después, de nuevo, comenzó a sonar. Una vez, dos, tres… Silencio. Todo estaba oscuro; debía de ser de noche. El maldito aparato insistía. Di un salto en la cama y me quedé sentado, con los ojos muy abiertos. De repente, recordé… ¡Daniel! – ¡Luz! -exclamé; la lamparilla de la cabecera de la cama se iluminó. El reloj de la mesita indicaba que eran las ocho y diez de la noche-. Y manos libres. El sistema emitió un chasquido suave para indicarme que acababa de descolgar el teléfono en mi nombre y que ya podía hablar. – Soy Ona, Arnau. Estaba aturdido y desubicado. Me froté la cara con las manos y me agité el pelo, adherido como un casco a la cabeza. El resto de luces de la habitación se fueron encendiendo suavemente de manera automática. – Me he dormido -farfullé a modo de saludo-. ¿Estás en La Custodia? – Estoy en casa. – Bueno, pues dame media hora y te recojo. Si quieres, cenamos allí, en la cafetería. – No, no, Arnau -rehusó rápidamente mi cuñada-. No te llamo por eso. Es que… Bueno, verás, he encontrado unos papeles sobre la mesa de Daniel y… No sé cómo explicártelo. Es muy raro y estoy preocupada. ¿Podrías venir tú a verlos? Tenía el cerebro abotagado. – ¿Papeles…? ¿Qué papeles? – Unas notas suyas. Una cosa muy rara. A lo mejor estoy desvariando pero… Prefiero no contártelo por teléfono. Quiero que tú mismo lo veas y me des tu opinión. – Vale. Ahora mismo voy. Tenía un hambre de lobo, así que fui devorando por etapas, mientras me duchaba y me vestía, la cena que Magdalena me había dejado preparada. Estuve dudando mucho rato si ponerme vaqueros como siempre o quizá algún otro pantalón más cómodo para pasar la noche en el hospital. Al final, opté por lo segundo; los vaqueros son casi un estilo de vida, pero, a la hora de la verdad, resultan muy rígidos y, a las cinco de la madrugada, pueden convertirse en perversos instrumentos de tortura. De modo que me puse un jersey, los pantalones negros de uno de mis trajes de negocios y unos viejos zapatos de piel que encontré en el vestidor. Por suerte, todavía no necesitaba afeitarme, así que me recogí el pelo y listo. Saqué una chaqueta del armario, guardé el móvil en uno de los bolsillos, tomé el macuto, metí dentro el ordenador portátil por si esa noche podía trabajar un rato y me fui a casa de mi hermano. La calle Xiprer era una de esas calles estrechas y arboladas en las que todavía podían encontrarse viejos chalets habitados y el ambiente vecinal de una ciudad pequeña. Había que dar muchas vueltas y subir y bajar muchas cuestas para llegar hasta allí pero, cuando creías que las dificultades habían terminado y que sólo restaba aparcar el coche, descubrías con horror que los vehículos se comprimían de tal manera a ambos lados de la calle que era casi imposible pasar de una acera a otra sin usar un abrelatas. Hubiese sido un milagro que aquella noche la situación fuera distinta, pero, claro, no fue así y terminé haciendo lo mismo de siempre, es decir, subiendo la mitad izquierda del coche a la acera de un chaflán. La casa de mi hermano estaba en el cuarto piso de un edificio no demasiado antiguo. Yo estaba convencido de que allí habitaba una rama clónica de – ¿Cierto parecido…? -exclamé, indignado. – ¡Hombre, todos son enormes y pelirrojos, pero ahí termina la cosa! – Pues, yo diría que son idénticos. – ¡No te pases! Pero ahora mi hermano no estaba en su casa y no podía contarle, como hacía siempre, que había vuelto a encontrarme en el ascensor con uno de aquellos clones. Me abrió la puerta mi cuñada, que, aunque ya arreglada para irnos, estaba demacrada y con ojeras. – Tienes mala cara, Arnau -me comentó ella con una sonrisa cariñosa. – Creo que no he dormido muy bien -repuse mientras entraba en la casa. Por el pasillo que se abría frente a mí y que terminaba en el salón, una figura diminuta avanzaba con paso vacilante, arrastrando, como el Linus de – Está muerto de sueño -me comentó Ona, bajando la voz-. No lo espabiles. No tuve ocasión de hacerlo. A medio camino, la figura entoquillada decidió que no valía la pena el esfuerzo y dio media vuelta, regresando con sus abuelos, que estaban viendo la televisión. Como el sofá resultaba visible desde la entrada, saludé a los padres de Ona levantando la mano en el aire mientras mi cuñada tironeaba de mi brazo izquierdo para llevarme hacia el despacho de Daniel. – Tienes que ver esto, Arnau -dijo mientras encendía la luz. El estudio de mi hermano era incluso más pequeño que mi vestidor, pero él se las había ingeniado para colocar por todas partes una cantidad ingente de altísimas estanterías de madera que rebosaban libros, revistas, cuadernos y archivadores. Ocupando el espacio central de todo aquel maremágnum estaba su mesa de trabajo, cubierta por pilas inestables de carpetas y papeles que rodeaban como altos muros unas cuartillas con anotaciones sobre las que descansaba un bolígrafo, y, al lado, el ordenador portátil apagado. Ona se dirigió hacia la mesa y, sin mover nada, se inclinó sobre las hojas y puso un dedo sobre ellas. – Lee esto, anda -murmuró. Yo todavía llevaba el macuto al hombro, pero la urgencia que se transmitía en la voz de Ona me arrastró hacia la mesa. Allí donde ella señalaba con el índice estaban escritas unas frases con la letra de mi hermano que, aunque al inicio se entendían bastante bien, al final resultaban casi ilegibles: »Los demás (ellos) Después, como si Daniel hubiera ido perdiendo el conocimiento mientras su mano seguía intentando escribir, aparecían una serie de líneas, de rayas inseguras que terminaban abruptamente. Me quedé en suspenso unos segundos y, luego, incrédulo, releí aquellas notas un par de veces más. – ¿Qué me dices, Arnau? -preguntó Ona, nerviosa-. ¿No te parece un poco raro? Abrí la boca para decir… no sé qué, pero de mi garganta no salió ni un sonido. No, no era posible. Simplemente, resultaba ridículo pensar que aquellas frases estuvieran directamente relacionadas con la enfermedad de Daniel. Sí, la describían punto por punto y, sí, también sonaban amenazadoras, pero, ¿qué mente en su sano juicio podría aceptar algo tan absurdo como que lo último que mi hermano escribió antes de enfermar pudiera tener algo que ver con lo que le había pasado? ¿Es que nos estábamos volviendo tan locos como él? – No sé qué decirte, Ona -balbucí-. En serio. No sé qué decirte. – ¡Pero es que Daniel estaba trabajando en esto cuando…! – ¡Lo sé, pero no perdamos la cabeza! -exclamé. Mi cuñada apoyaba las manos sobre el respaldo del sillón de Daniel y lo apretaba con tanta fuerza que tenía los dedos crispados y los nudillos blancos-. Piénsalo, Ona. ¿Cómo podría este papel ser el causante de su agnosia y de su dichosa ilusión de Cotard…? Ya sé que parece tener alguna relación, pero es imposible, es… ¡grotesco! Durante unos instantes eternos nos quedamos los dos en silencio, inmóviles, con la vista fija en las anotaciones de Daniel. Cuanto más leía aquellas letras, más crecía en mi interior un miedo aprensivo y receloso. ¿Y si aquello le había afectado de verdad? ¿Y si se había sentido tan impresionado por lo que quiera que fuese que leía y traducía que su inconsciente le había jugado una mala pasada, adoptando aquella especie de maldición y convirtiéndola en una enfermedad real? No quería dar alas a la imaginación de Ona, así que me abstuve de comentarle lo que estaba pensando, pero la idea de que mi hermano hubiera podido somatizar aquellas palabras por la razón que fuese hizo mella en mi interior. Quizá estaba demasiado cautivado por aquel trabajo o demasiado cansado de estudiar; quizá había rebasado el límite de sus fuerzas, dedicando más energía y tiempo de los debidos a su carrera profesional. Todo podía, y debía, tener una explicación racional, por más que aquellas cuartillas garabateadas parecieran indicar que Daniel había sido hipnotizado… O algo por el estilo. ¿Qué demonios sabía yo de estúpidas brujerías y encantamientos? Giré lentamente la cabeza para mirar a Ona y descubrí que ella, a su vez, me estaba mirando con unos ojos llorosos y enrojecidos. – Tienes razón, Arnau -susurró-. Tienes toda la razón. Es una tontería, ya lo sé, pero es que, por un momento, he pensado que… Le pasé un brazo por encima de los hombros y la atraje hacia mí. Ella se dejó arrastrar blandamente. Estaba rota. – Esto no es fácil para nadie, Ona. Tenemos los nervios destrozados y estamos muy asustados por Daniel. Cuando alguien tiene miedo, se refugia en cualquier cosa que le aporte un poco de esperanza y tú has creído que, a lo mejor, si todo era producto de una especie de maldición, con otro poco de magia podría curarse, ¿no es verdad? Ella se echó a reír bajito y se pasó una mano por la frente, intentando quitarse aquellas ideas locas de la cabeza. – Vámonos al hospital, anda -murmuró sonriendo y soltándose de mi brazo-. Clifford y tu madre estarán agotados. Mientras cogía sus bártulos y se despedía de sus padres y su hijo, yo continué allí, frente a aquel condenado papel que me aguijoneaba el cerebro como un enjambre de mosquitos en verano. Nos encontrábamos muy cerca de La Custodia y no hubiera valido la pena utilizar el coche de no ser porque, a la mañana siguiente, cansados e insomnes, esos diez minutos de caminata nos habrían parecido una eternidad. – ¿En qué estaba trabajando Daniel? -le pregunté a Ona sin quitar los ojos del semáforo en rojo que nos acababa de detener en la Ronda Guinardó. Mi cuñada suspiró largamente. – En esa odiosa investigación sobre etnolingüística inca -manifestó-. Marta, la catedrática del departamento, le ofreció una colaboración en Navidad. «Un estudio muy importante», le dijo, «una publicación que dará renombre al departamento»… ¡Patrañas! Todo lo que quería era que Daniel le hiciera el trabajo sucio para, luego, quedarse con todo el mérito, como siempre. Ya sabes cómo funciona. Mi hermano era profesor de Antropología del lenguaje en la UAB, la Universidad Autónoma de Barcelona, adscrito al Departamento de Antropología Social y Cultural. Siempre había sido un magnífico estudiante, un coleccionista de éxitos académicos y, con veintisiete años recién cumplidos, no podía llegar más lejos ni hacerlo más rápido. Curiosamente, a pesar de todo ello, sufría de una inexplicable rivalidad hacia mí; nada exagerado, naturalmente, pero sus frecuentes comentarios sobre mis negocios y mi dinero no dejaban lugar a dudas y, por eso (creía yo), se esforzaba de aquella manera en su trabajo. Tenía un brillante futuro por delante antes de caer enfermo. – ¿Has llamado al departamento para avisar de lo que ha ocurrido? – Sí. Lo hice esta mañana antes de acostarme. Me han dicho que tengo que llevar la baja para que puedan contratar a un interino que le sustituya. Entramos en La Custodia atravesando una marabunta de gente silenciosa. Volver allí me produjo una extraña sensación: era un lugar ajeno y triste en el que sólo había estado una vez en mi vida y, sin embargo, lo sentí como una prolongación de mí mismo, como un recinto familiar. Seguramente, la presencia de Clifford y mi madre contribuía bastante pero estaba seguro de que se trataba, más bien, de la carga emocional de la situación. Daniel seguía exactamente igual que aquella mañana cuando nos marchamos. No había experimentado ninguna mejoría, me explicó mi madre, pero tampoco había empeorado y eso era muy positivo. – A mediodía vino a verle el psiquiatra, el doctor Hernández -siguió contándonos sin levantarse del sillón; no parecía cansada en absoluto-. Por cierto, ¡qué hombre más encantador! ¿Verdad, Clifford? ¡Qué amable y qué simpático! Nos ha tranquilizado mucho, ¿verdad, Clifford? Clifford, sin hacerle caso, permanecía de pie junto a la cama de su hijo. Supuse que apenas debía de haberse movido de allí en todo el día. Avancé unos pasos hacia él y me coloqué a su lado, contemplando también a mi hermano. Daniel tenía los ojos abiertos pero seguían sin vida y no parecía escuchar nada de lo que se decía a su alrededor. – El doctor Hernández… Diego, nos ha asegurado que Daniel se pondrá bien muy pronto y nos ha explicado que los medicamentos que le están dando empezarán a hacerle efecto en dos o tres días, ¿verdad, Clifford? ¡La semana que viene lo tenemos de nuevo en casa, ya lo veréis! Ona, cariño, no dejes la bolsa en el suelo… Ahí tienes el armario. Por cierto, ¡qué horrible es este hospital! ¿Por qué no le llevasteis a una clínica privada? ¡Si ni siquiera podemos sentarnos todos! -protestó desde el sillón-. Clifford, anda, mira a ver si las enfermeras de este turno son más amables que las otras y nos dejan una silla. ¿Podéis creer que nos han dicho que no quedaban asientos libres en toda la planta? ¡Vaya mentira!, pero ya me contarás cómo se lo dices en la cara a una de esas… furias vestidas de blanco. ¡Qué gente tan desagradable! ¿Verdad, Clifford? Pero, ¿por qué no vas a preguntar, hombre? Seguro que ahora nos dejan al menos una banqueta o un taburete, no sé…, un escabel… ¡Cualquier clase de asiento estará bien! Y sí, sí nos dejaron otro asiento, una silla de plástico verde como las de la sala de espera, pero sólo después de que mi madre hubiera salido por la puerta de la planta para no regresar hasta el día siguiente. Las enfermeras debían de habérselo tomado como una cuestión personal y, sinceramente, no me sorprendía lo más mínimo. Crucé los dedos para que Clifford y mi madre recordaran los códigos de acceso a mi casa porque, de no ser así, me veía rescatándoles de la comisaría de Via Laietana. Ona ocupó el sillón y se concentró en un libro y yo acerqué la silla a esa especie de mostrador con suplemento abatible que hacía las veces de mesita de noche y de banco de trabajo para el personal de la planta. Aparté la caja de pañuelos de papel, la botella de agua, el vaso de Daniel y el dosificador del colirio que le teníamos que poner cada cierto tiempo porque se le secaban los ojos de no parpadear lo suficiente. Extraje mi pequeño ordenador del macuto (un ultraligero de gama alta, de poco más de un kilo de peso) lo abrí y lo coloqué de manera que pudiera teclear con cierta comodidad y que quedara espacio para situar cerca el teléfono móvil; necesitaba conectar con la intranet de Ker-Central, la red privada de la empresa, para echar una ojeada al correo, repasar los asuntos y las reuniones pendientes y estudiar la documentación que Núria me había dejado preparada. Trabajé durante una media hora, abstrayéndome por completo de la realidad, concentrado en resolver lo mejor posible los asuntos urgentes de la compañía y, cuando menos lo esperaba, escuché una risa muy sombría que salía de la cama de Daniel. Levanté la mirada, atónito, por encima del monitor y vi a mi hermano con una extraña curva dibujada en los labios. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Ona había saltado del sillón y se había colocado a su lado, inclinándose nerviosamente sobre él, que seguía sonriendo con tristeza y movía los labios como si estuviera intentando decir algo. – ¿Qué te pasa, Daniel? -le preguntó ella, acariciándole la frente y las mejillas. – – ¿Qué ha dicho? -quise saber, extrañado, acercándome. – ¡No lo sé, no le he comprendido! – Estoy muerto -dijo Daniel con voz hueca-. Estoy muerto porque los – ¡Por el amor de Dios, cariño, deja de decir tonterías! – ¿Qué significa – Déjale, Arnau -repuso Ona, abatida, volviendo al libro y al sillón-. No dirá nada más. Ya sabes lo cabezota que es. Pero yo seguía preguntándome por qué Daniel se había reído de aquella manera tan extraña y había pronunciado aquellas palabras tan raras. ¿Qué lengua era ésa? – Quechua o aymara -me aclaró Ona cuando se lo pregunté-. Seguramente, aymara. El quechua era la lengua oficial de los incas, pero en la zona sudeste del imperio se hablaba aymara. Daniel tuvo que aprender las dos para poder trabajar con Marta. – ¿En tan pocos meses? -me sorprendí, regresando a mi silla y girándola para sentarme mirando hacia Ona. El programa de administración de energía del portátil había apagado el monitor y parado el equipo para ahorrar batería. En unos pocos minutos, si no movía el ratón o pulsaba alguna tecla, desactivaría también el disco duro. – Tu hermano tiene una facilidad inmensa para los idiomas, ¿no lo sabías? – Aun así-objeté. – Bueno… -murmuró frunciendo los labios y la frente-, lo cierto es que ha estado trabajando muy duro desde que empezó a colaborar con Marta. Ya te dije que estaba obsesionado. Llegaba de la universidad, comía y se encerraba en su despacho toda la tarde. De todas formas, el quechua lo abandonó pronto para dedicarse por entero al aymara. Lo sé porque me lo contó él. – Ese texto… el que me enseñaste en tu casa, ¿también estaba escrito en aymara? – Supongo que sí. – Y ese trabajo de… ¿dijiste etnolingüística inca? – Sí. – ¿Qué demonios es eso? – La etnolingüística es una rama de la antropología que estudia las relaciones entre la lengua y la cultura de un pueblo -me explicó pacientemente-. Ya sabes que los incas no conocían la escritura y que, por tanto, toda su tradición era oral. Eso de que yo ya lo sabía era mucho suponer por su parte. A mí aquello me sonaba al descubrimiento de América por Colón, las tres carabelas y los Reyes Católicos. Si hubiera tenido que situar en un mapa a los incas, los mayas y los aztecas, me hubiera hecho un lío terrible. – Marta, la catedrática de Daniel, es una eminencia en el tema -siguió explicándome mi cuñada con cara de fastidio; no cabía la menor duda de que aquella tal Marta le caía como una patada en el estómago y que abominaba de la colaboración de Daniel con ella-. Ha publicado multitud de estudios, colabora con revistas especializadas de todo el mundo y participa como invitada en todos los congresos sobre antropología de América Latina. Es un personaje muy importante, además de una vieja estirada y prepotente. -Cruzó las piernas con aire de suficiencia y me miró-. Aquí, en Cataluña, además de ocupar la Cátedra de Antropología Social y Cultural de la UAB, dirige el Centre d'Estudis Internacionals i Interculturals d'Amèrica Llatina y es la presidenta del Instituí Cátala de Cooperació Iberoamericana. Ahora ya puedes entender por qué Daniel tenía que trabajar a la fuerza con ella: rechazar su ofrecimiento hubiera significado el fin de su carrera como investigador. Mi hermano se removía, inquieto, en la cama, volviendo la cabeza de un lado a otro y agitando las manos en el aire como si aleteara. De vez en cuando murmuraba de nuevo la inexplicable palabra que ya había pronunciado antes: – Bueno, vale -asentí, pasándome las manos por las mejillas rasposas-. Pero, dejando al margen a esa tal Marta, explícame en qué consistía exactamente el trabajo. Mi cuñada, que mantenía el libro abierto sobre uno de los reposabrazos del sillón, lo recuperó perezosamente, puso el punto de lectura entre las páginas y lo cerró, dejándolo caer de cualquier manera sobre sus piernas. – No sé si debo… -manifestó, insegura. – Ona, no pienso apropiarme de las ideas de Daniel y la catedrática. Ella se rió y alargó las mangas de su jersey hasta que consiguió ocultar las manos dentro. – ¡Lo sé, Arnau, lo sé! Pero es que Daniel me advirtió mucho que no dijera nada a nadie. – Bueno, pues tú verás… Yo sólo pretendo entender lo que está pasando. Se quedó ensimismada unos segundos y, por fin, pareció tomar una decisión. – No comentarás nada, ¿verdad? -quiso saber antes de revelar el gran secreto. – ¿Con quién quieres que hable sobre etnolingüística inca? -Me reí-. ¿Crees de verdad que un rollo semejante le puede interesar a alguno de mis amigos? Ella se rió también, dándose cuenta de la tontería que había dicho. – ¡Dios mío, no! ¡Serían unos amigos muy originales! – Pues ya te has contestado tú misma y, ahora, explícame eso que Daniel te pidió que no dijeras a nadie. – Es una historia un poco complicada -empezó, y cruzó los brazos sobre el pecho sin sacar las manos de las mangas-. Una amiga de Marta, la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, en Italia, tuvo conocimiento, a principios de los noventa, de unos misteriosos documentos del siglo XVII encontrados por casualidad en un archivo privado de Nápoles, los llamados documentos Miccinelli. Según me contó Daniel, estos documentos contenían muchos datos sorprendentes y extraños sobre la conquista de Perú, pero lo más extraordinario de todo, por lo que la profesora Laurencich-Minelli se puso inmediatamente en contacto con su amiga Marta Torrent, era que aportaban las claves necesarias para interpretar un olvidado sistema de escritura incaica que demostraba que aquélla no fue una civilización atrasada que carecía de alfabeto. Lo que Ona acababa de contarme debía de ser algo extraordinario, sin duda, porque me ojeaba esperando una reacción de entusiasmo que, obviamente, no tuve. – ¿Has oído lo que te he dicho, Arnau? -inquirió, perpleja-. ¡Los documentos Miccinelli demostraban la falsedad de las crónicas españolas, afirmando con pruebas incuestionables la existencia de un lenguaje escrito entre los incas! – ¡Oh, vaya, qué… bien! -atiné a decir, sin comprender del todo la película. Afortunadamente, se percató de mi ignorancia e intentó echarme un cable para reparar en lo posible el mal lugar en el que me estaba dejando. Resultaba evidente que a ella el tema le apasionaba; no en vano, recordé, había empezado a estudiar la carrera y, según me había confesado el día anterior, tenía la intención de terminarla. – Verás, Arnau, demostrar que los incas escribían es como descubrir que el hombre no desciende del mono… Algo impensable, increíble y asombroso, ¿comprendes? – Bueno, la teoría de Darwin no deja de ser sólo una teoría -comenté-. Si, a estas alturas, hubieran podido demostrarla, sería la ley de Darwin. Mi cuñada perdió la paciencia. Era muy joven y carecía de la correa necesaria para aguantar las tonterías ajenas. Pero lo cierto era que a mí el tema de Darwin siempre me había interesado: ¿no resultaba sorprendente pensar que jamás había sido encontrado ni uno solo de los miles de supuestos eslabones perdidos que hubieran hecho falta para demostrar la teoría de la evolución, y no sólo de los seres humanos sino de todo tipo de animales o plantas? Algo querría decir eso y a mí me parecía muy curioso. – ¿Quieres que siga contándote en qué trabajaba Daniel o no? -explotó-. Porque, si no te interesa, me callo. Hay ocasiones en las que es mejor apagar el ordenador que estrellarlo contra el suelo. Ona sólo era una cría con muchos problemas, el peor de los cuales estaba tumbado en la cama que ocupaba el centro de aquella habitación. – Sigue, por favor -respondí con afabilidad-. Me interesa mucho. Sólo te pido que comprendas que no tengo ni idea de estas cosas. Ella soltó una carcajada, aliviando la tensión que reinaba en el cuarto. Mi hermano también se había calmado y parecía dormir. – ¡Pobrecito! -bromeó sin malicia alguna-. ¡Daniel siempre dice que tú eres la prueba viviente de que no estudiar es muy rentable! Sonreí bajando resignadamente la cabeza. Esa frase la había escuchado muchas veces de boca de mi hermano. A los dieciséis años, mi madre, que entonces ya vivía en Londres, me regaló mi primer ordenador, un pequeño Spectrum con el que empecé a programar en BASIC. Hacía aplicaciones muy simples que vendía, con ligeras modificaciones, a un sinfín de empresas que empezaban en aquello tan raro de la informática de gestión. Poco después compré un Amstrad y, casi en seguida, un 286 clónico con tarjeta gráfica. La demanda de programas informáticos por parte de compañías y organismos oficiales no hacía otra cosa que aumentar. Fui uno de los pioneros de internet, que entonces no era, ni de lejos, la conocida World Wide Web (significa, aproximadamente, telaraña global.), nacida en 1991, sino sólo una caótica red mundial de redes locales que se comunicaban entre sí con protocolos demenciales y resultados frustrantes. En septiembre de 1993, invirtiendo todo el dinero que había ganado como programador, monté el primer proveedor de internet de Cataluña, Inter-Ker, y puse en marcha un servicio de diseño de páginas Web escritas en HTTP (6). Por aquel entonces nadie sabía nada de internet. Todo era absolutamente nuevo y desconocido, un mundo hecho por autodidactas que aprendíamos sobre la marcha, resolviendo los problemas a golpe de tecla. La empresa funcionó bien, pero resultaba evidente que aquello no tenía futuro: la World Wide Web era territorio comanche y, en muy poco tiempo, habría que darse de bofetadas con otros colonos por unas migajas del pastel. Por eso, cuando vendí Inter-Ker en 1996, decidí poner en marcha una página de finanzas, un portal que ofreciera toda esa información (cotizaciones bursátiles, datos sobre bancos, hipotecas y préstamos, tablón de inversiones y negocios, etc.) que las empresas para las que había programado aplicaciones debían obtener trabajosamente a través de diferentes medios. Se llamaba Keralt.com y tuvo un éxito inmediato. Al cabo de sólo un año, empecé a recibir ofertas de compra por parte de las empresas bancarias más importantes del mundo. En 1999, el mismo día que cumplí los treinta y dos años, me convertí en uno de esos tipos que en Norteamérica llaman ultra-ricos, al vender Keralt.com al Chase Manhattan Bank por cuatrocientos sesenta millones de dólares. Mi historia no fue ni la única de estas características ni la más sonada, ganándome en beneficios, por ejemplo, Guillermo Kirchner y los hermanos Casares, María y Wenceslao, de Argentina, quienes vendieron el setenta y cinco por ciento de su portal Patagon.com al Banco Santander Central Hispano por quinientos veintiocho millones de dólares. A fin de cuentas, lo importante de aquella transacción no fue tanto el dinero que recibí como el hecho de que me hubieran comprado una idea, sólo una de las muchas que yo podía concebir, de modo que, con los dólares bien invertidos, unos meses después empecé a construir mi casa y monté Ker-Central, dedicada, por un lado, a programar aplicaciones de seguridad para la red -antivirus y cortafuegos- y, por otro, a financiar proyectos innovadores en el campo de la inteligencia artificial aplicada a las finanzas (por ejemplo la creación de redes neuronales para el pronóstico avanzado de los precios de las acciones). Ker-Central recibía estos proyectos, los estudiaba y, si cumplían los requisitos y satisfacían al equipo asesor, los producía y financiaba, llevándose, obviamente, un porcentaje muy elevado de los beneficios. Lo que nadie de mi familia parecía comprender es que todo aquello me había costado muchos años de duro trabajo, de luchas a brazo partido y de estar robándole siempre horas al sueño. A sus ojos, la fortuna me había sonreído por caprichosa veleidad y, por lo tanto, mi suerte sólo era eso, suerte, y no el producto de un esfuerzo como el que había realizado Daniel para llegar hasta donde estaba. (6) HyperText Transfer Protocol. – Los documentos Miccinelli -continuó Ona sin borrar la sonrisa de su boca-, escritos por dos jesuitas italianos, misioneros en Perú, se componían de trece folios, uno de los cuales, plegado, guardaba en su interior un quipu que… – ¿Qué es un quipu? -la interrumpí. – ¿Un quipu…? Pues, un quipu… -Parecía no encontrar las palabras adecuadas-. Un quipu es un grueso cordón de lana del que cuelgan una serie de cuerdas de colores llenas de nudos. Según la disposición de estos nudos, el grosor y la distancia entre ellos, el significado variaba. Los cronistas españoles sostuvieron siempre que los quipus incas eran instrumentos de contabilidad. – Entonces, el quipu era una especie de ábaco -sugerí. – Sí y no. Sí, porque realmente permitía que los incas llevaran minuciosamente las cuentas de los impuestos, las armas, la población del imperio, la producción agrícola, etcétera, y no, porque, según se desprendía de referencias halladas en documentos menores y en la crónica de Guamán Poma de Ayala, descubierta en 1908 en Copenhague, los quipus eran algo más que simples calculadoras: también narraban hechos históricos, religiosos o literarios. El problema fue que Pizarro y los sucesivos virreyes de Perú se encargaron de destruir todos los quipus que encontraron, que fueron muchos, y de masacrar a los Sonaron unos golpecitos presurosos en la puerta y, a continuación, entró en la habitación una enfermera de enormes ojos saltones y voz cascada que traía en la mano una batea llena de potingues. – Buenas noches -saludó con amabilidad, dirigiéndose rápidamente hacia Daniel. Como la mesa auxiliar estaba ocupada por mi ordenador y mi móvil, dejó la batea sobre la cama-. Es la hora de la medicación. Mi cuñada y yo le devolvimos el saludo y, como los espectadores de una obra de teatro que contemplan a los actores en el escenario, nos quedamos en nuestros asientos y la seguimos con la mirada. Conocíamos el ritual por haberlo visto la noche anterior. Después de hacer ingerir a mi hermano, con grandes dificultades por su falta de colaboración, el comprimido de Clorpromacina y las gotas de Tioridacina, le puso el termómetro de mercurio bajo uno de los brazos y, en el contrario, le ciñó el manguito del aparato de la tensión. Todo esto lo hacía con agilidad y pericia, sin errores, moviéndose con la destreza que dan los muchos años de experiencia. Concluida esta primera fase, pasó a una segunda que no conocíamos: – ¿Quieres dar un paseo, Daniel? -le preguntó con voz fuerte y grumosa, pegando literalmente su cara a la de mi hermano, que ahora tenía los ojos nuevamente abiertos. – ¿Cómo voy a querer si estoy muerto? -respondió él, fiel a su nuevo credo. – ¿Prefieres que te sentemos en una silla? – ¡Ojalá supiera lo que es una silla! – Yo le levantaré -dije, incorporándome. No podía resistir por más tiempo aquella absurda conversación. – No se preocupe -me indicó la enfermera bajando el tono de voz y haciéndome un gesto con la mano para que no me moviera-. Tengo que hacerle estas preguntas. Hay que comprobar su evolución. – No parece que haya ninguna… -murmuró Ona, tristemente. La enfermera le sonrió con afecto. – Ya la habrá. Todavía es pronto. Mañana estará muchísimo mejor. -Luego, volviéndose hacia mí mientras soltaba el manguito del brazo de mi hermano y recogía el termómetro y el resto de sus bártulos, comentó-: Insista en preguntarle si quiere dar un paseo. Hágalo cada vez que le pongan las gotas en los ojos. Tiene que moverse. – Ya no tengo cuerpo -afirmó Daniel poniendo la mirada en el techo. – ¡Sí lo tienes, cariño, y un cuerpazo muy hermoso, además! -exclamó ella, contenta, mientras salía por la puerta. Ona y yo nos miramos intentando contener la risa. Al menos alguien conservaba el buen humor en aquel lugar infame. La cara de mi cuñada, sin embargo, cambió de pronto: – ¡Las gotas! -profirió con acento de culpabilidad. Yo asentí con la cabeza y las cogí de encima de la mesilla, ofreciéndoselas. Mi portátil se había apagado del todo y el móvil había concluido automáticamente la conexión a internet. Sin dejar de hablarle y de decirle cosas cariñosas, Ona vertió aquellas falsas lágrimas en los ojos color violeta de mi hermano. Yo les observaba atentamente, reafirmándome por enésima vez en mi inquebrantable decisión de no formar parte jamás de una comunidad afectiva de dos. Me resultaba insoportable la idea de ligar mi vida a la de otra persona aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo y si, arrastrado por las circunstancias, alguna vez había estado tan loco como para hacerlo, siempre había terminado harto de aguantar necedades y desesperado por recuperar mi espacio, mi tiempo y mi supuesta soledad, en la que me encontraba muy a gusto y muy libre para hacer lo que me diera la gana. Como el título de aquella vieja película de Manuel Gómez Pereira, yo siempre me preguntaba por qué lo llamaban amor cuando querían decir sexo. Mi hermano se había enamorado de Ona y era feliz viviendo con ella y con su hijo; a mí, sencillamente, me gustaba mi vida tal y como era y no me planteaba la necesidad de ser feliz, algo que me parecía una pretensión ajena a la realidad y una ficción sin fundamento. Me conformaba con no ser desgraciado y con disfrutar de los placeres pasajeros que la vida me ofrecía. Que el mundo tuviera sentido a través de la felicidad me sonaba a excusa barata para no afrontar la vida a pelo. Cuando Ona regresó a su sillón, yo retomé el asunto de los quipus. Algo me decía que había que deshacer algunos nudos. – Me estabas hablando antes de los documentos Miccinelli y del sistema de escritura incaica… -le dije a mi cuñada. – ¡Ah, sí! -recordó, subiendo las piernas al asiento y cruzándolas como los indios-. Bueno, pues la cuestión es que mientras Laura Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos, Marta Torrent investigaba el quipu que venía cosido en el folio plegado y, de este modo, descubrió que había una relación directa entre los nudos y las palabras quechuas que aparecían escritas encima de las cuerdas. Dedujo, obviamente, que se encontraba ante una nueva Piedra de Rosetta, la que le permitiría encontrar la clave perdida para descifrar todos los quipus, pero se trataba de una tarea de años, de modo que, con el permiso de la propietaria del archivo de Nápoles, Clara Miccinelli, hizo copias de todo el material y se lo trajo consigo a Barcelona. – Y, una vez aquí, nuestra querida Marta puso manos a la obra y empezó a desentrañar los misterios de aquel viejo sistema de escritura -comenté- pero, como era un trabajo titánico, buscó ayuda entre los mejor preparados y los más inteligentes de sus profesores y eligió a Daniel, a quien, inmediatamente, propuso colaborar en el proyecto. El rostro de Ona mudó de expresión para recuperar el gesto furioso. – Pero, Ona… -titubeé-, la catedrática no hizo más que ofrecerle a Daniel una oportunidad única. ¡Imagínate que se la hubiera brindado a otro! No entiendo por qué te molesta tanto que pensara en Daniel para algo tan importante. – ¡Marta Torrent sólo le ofreció a Daniel el trabajo duro del proyecto! -se irritó mi cuñada-. Tu hermano lo tenía muy claro, sabía desde el principio que ella le explotaría y que, luego, cuando llegara la hora de los reconocimientos y los méritos académicos, él no recibiría ni las gracias. ¡Siempre es así, Arnau! Se mataba a trabajar fuera del horario de clases para que ella recibiera, cómodamente sentada en su cátedra, los progresos que él hacía. Me quedé un tanto sorprendido por aquella enérgica respuesta. Las cosas debían de andar muy mal por la universidad para que Ona se expresara de aquella manera. Habitualmente mi cuñada era una joven agradable y tranquila. No es que no hubiera oído comentar los abusos que se producían en los departamentos, pero jamás hubiese sospechado que mi propio hermano era uno de aquellos pobres desgraciados a los que sus superiores les chupaban la sangre. Aun así, fue la forma y no el fondo de las palabras de Ona lo que me chocó. Daniel, probablemente alterado por el tono de nuestra conversación, se agitó de pronto con violencia y comenzó a repetir sin descanso la palabra que aquella noche le obsesionaba: – – Aún hay otra cosa que no entiendo, Ona -comenté, pensativo-. Si el quechua era la lengua oficial del Imperio inca y el quipu de Nápoles aportaba la clave también en quechua, ¿por qué abandonó Daniel el estudio de esta lengua para consagrarse por entero al aymara? Mi cuñada enarcó las cejas y me miró con unos ojos muy grandes y desconcertados. – Eso no lo sé -declaró, al fin, con voz apocada-. Daniel no me lo explicó. Sólo me dijo que debía centrarse en el aymara porque estaba seguro de que ahí encontraría la solución. – ¿La solución a qué? -objeté-, ¿a los quipus en quechua? – No lo sé, Arnau -repitió-. Acabo de caer en la cuenta. Cuando escribía el código de alguna aplicación, por sencilla que fuera, jamás cometía el error de suponer que, entre las miles de líneas que iba dejando atrás, no quedaba agazapado algún error fatal que impediría el funcionamiento del programa en el primer intento. Tras el esfuerzo de concebir el proyecto y de desarrollarlo durante semanas o meses, todavía quedaba la tarea más dura y apasionante: la búsqueda desesperada de esos imperceptibles fallos de estructura que daban al traste con el inmenso edificio costosamente levantado. Sin embargo, jamás me enfrentaba al código con las manos vacías pues, mientras escribía rutinas y algoritmos, un sexto sentido me iba indicando dónde quedaban esas zonas oscuras que, probablemente, más tarde serían la fuente de todos los problemas. Y nunca dudaba de la verdad de estas intuiciones. Cuando, al finalizar, aplicaba el compilador para comprobar el funcionamiento, siempre terminaba confirmando la relación entre los fallos finales y aquellas zonas oscuras. Buscarlas y encontrarlas resultaba mucho más interesante que corregirlas, porque corregir era algo simple y mecánico mientras que descubrir el problema, correr tras él llevado por una corazonada o una sospecha, tenía su parte de gesta, de Ulises intentando llegar a Ítaca. Como si mi hermano Daniel fuera una aplicación de millones de líneas, mi valioso sexto sentido me estaba advirtiendo de la presencia de zonas oscuras relacionadas con los fallos de su cerebro. El problema era que yo no había escrito ese supuesto programa que representaba a Daniel, de modo que, a pesar de sospechar la existencia de esos datos incorrectos, no tenía forma de averiguar cómo localizarlos y repararlos. Pasé el resto de aquella segunda noche trabajando y atendiendo a mi hermano, pero, para cuando la luz empezó a entrar por la ventana y Ona se despertó, ya había fraguado la decisión de meterme de lleno en el asunto y dilucidar (si es que mi sexto sentido tenía razón y si es que era factible) la posible relación entre la agnosia y el Cotard de Daniel, por un lado, y su extraño trabajo de investigación, por otro. Si me estaba engañando a mí mismo y, como le había dicho a Ona por la tarde, todo era producto de los nervios y del miedo que sentíamos, lo único que podía perder era el tiempo invertido y si, además, durante los días siguientes Daniel respondía al tratamiento y se curaba, ¿iba a ser tan idiota de hacerme reproches por correr tras un presentimiento seguramente ridículo…? Bueno, quizá sí, pero daba lo mismo. Cuando llegamos a la calle Xiprer, subí con mi cuñada hasta su casa para recoger el papel escrito por Daniel porque quería estudiarlo aquella tarde, pero, al salir de allí, iba cargado con una montaña de libros sobre los incas y con las carpetas de los documentos de la investigación sobre los quipus. Me acosté cerca de las nueve y media de la mañana, hecho polvo, con los ojos irritados y agotado como nunca antes en mi vida. Por culpa del cambio de horario del sueño y la vigilia, sufría de Estaba profundamente dormido cuando la música de Vivaldi, el Las cortinas de las amplias puertaventanas que daban al jardín se fueron replegando suavemente dejando pasar una tenue luz verde ultramarino mientras la pantalla que cubría por completo la pared del fondo reproducía una visualización del cuadro – ¿De verdad quieres seguir durmiendo? -preguntó, muy extrañada, mientras caminaba ruidosamente sobre la madera, arrastraba sillas, abría y cerraba las puertas de los armarios y ponía en marcha de nuevo la música pulsando el botón de mi mesilla; si no bailó sobre mi cabeza fue porque tenía más de cincuenta años pero, de haber podido, lo hubiera hecho-. He pensado que no te apetecería la comida que tenía preparada, así que te traigo el desayuno de siempre: zumo de naranja, té con leche y tostadas. – Gracias -farfullé desde debajo de la almohada. – ¿Cómo estaba tu hermano anoche? No sabía qué demonios andaría haciendo, pero los chirridos, golpes y ruidos varios continuaban. – Igual. – Lo siento -dijo con voz apenada. Magdalena ya trabajaba para mí cuando Daniel aún vivía conmigo. – Hoy tienen que empezar a notarse los resultados del tratamiento. – Ya me lo ha dicho tu madre esta mañana. ¡Plam! Puertas del jardín abiertas de par en par y corriente de aire fresco que entró como un huracán en la habitación. ¿Para qué demonios tenía un sistema de control de temperatura y renovación del aire en toda la casa? Según Magdalena, para nada. Menos mal que el día era bueno y que no faltaba mucho para la llegada del verano; aun así, comencé a estornudar una vez y otra, lo que terminó por despertarme del todo al verme en la necesidad de buscar un pañuelo en el cajón de la mesilla. Ser un urbanícola tecnológicamente desarrollado tenía sus inconvenientes y uno de ellos era la incapacidad adquirida para enfrentarse a la naturaleza a pecho descubierto, como estaba yo en ese momento, pues sólo llevaba los bermudas del pijama. Desayuné rápidamente mientras ojeaba la selección de titulares de prensa que me enviaba Núria cada mañana a la pantalla de la habitación y, tal cual estaba, sin lavarme siquiera la cara, me dirigí al estudio -amplio concepto que englobaba tanto un despacho de trabajo como una sala de videojuegos- dispuesto a darme un atracón de cultura inca. – Localiza a – ¿Dónde quieres que esté? -repuso. – Necesito tu ayuda y la de – ¿Qué pasa? -se alarmó-. ¿Cómo está Daniel? – Esta mañana estaba igual. Sin cambios. -El pelo suelto y desgreñado me molestaba, así que me lo enrosqué sobre la cabeza y lo recogí dentro de una vieja gorra de los Barcelona Dragons. Desde hacía un mes tenía las entradas para el partido del próximo sábado contra los Rhein Fire de Dusseldorf que iba a celebrarse en el Estadio Olímpico de Montjuic, pero, tal y como andaba la cosa, mucho me temía que no iba a poder asistir-. Necesito un favor. – Pues pide. – Tengo delante un montón de libros que debo hojear antes de irme al hospital. – Supongo que no querrás que los lea por ti. – No seas borde. No se trata de eso. – Pues mete el turbo que tengo trabajo. – Te libero de él. Tienes la tarde libre, y – Vale. Genial. Precisamente teníamos que ir a comprar un sofá. Hala, adiós. – ¡Espera, idiota! -grité, sonriendo-. No puedes marcharte. – ¿Ah, no? ¿Entonces para qué me das la tarde libre? – Para que investigues un asunto por mí. Necesito que El silencio más profundo reinó en mi estudio, tan profundo que casi era un hondo agujero. Empecé a tamborilear con los dedos sobre la mesa como señal auditiva de impaciencia, pero ni aun así me contestó. Al final, me harté. – ¿Estás ahí, capullo? – No -respondió sin cortarse. – ¡Venga ya, hombre! No es tan difícil. – ¿Que no? -exclamó con su vozarrón de hierro-. ¡Pero si no he entendido ni lo que has dicho! ¿Cómo demonios quieres que lo investigue? – Porque tú vales mucho. Eso lo sabemos todos. – No me des jabón, anda. – Necesito que lo investigues, Marc, en serio. Se repitió el silencio de antes, pero sabía que estaba ganando la batalla. Escuché un largo resoplido que llegaba desde los altavoces. – Explícame otra vez qué era eso que querías que buscáramos. – Los incas, los habitantes del Imperio inca… – Ya, los incas de Latinoamérica. – Esos mismos. Bueno, pues esos tipos hablaban dos idiomas. El oficial del imperio era el quechua, mayoritario entre la población, y, el otro, el aymara, se hablaba en el sudeste. – ¿Qué sudeste? – ¡Y yo qué sé! -solté. ¿Es que – Bueno, entonces quieres saberlo todo sobre el aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca. – Exacto. – Bien. Pues espero que tengas una buena razón para hacernos pasar la tarde a Jamás deben tomarse en vano las palabras de un – Tengo una buena razón. ¿La tenía…? – Está bien. Voy a buscar a – De acuerdo. Llamadme cuando terminéis. – Por cierto, no me has preguntado por el resultado de la campaña contra la TraxSG. ¡Lo había olvidado por completo! Tenía el disco duro mental formateado desde el lunes. – ¿Cómo ha ido? -pregunté con una sonrisa malvada en la boca. – Genial. Está en todos los periódicos de hoy. Los de la TraxSG van a sudar sangre para salir de ésta con buen pie. Y no tienen ni idea del origen del boicot. Solté una carcajada. – Me alegro. Déjales que busquen. Bueno, espero tu llamada. – Que sí. Adiós. Estaba solo de nuevo en mi estudio y en silencio… Bueno, solo del todo no, porque tenía siempre conmigo la presencia sigilosa del ordenador central. Al principio, pensé ponerle un nombre apropiado, algo así como Eché una mirada melancólica a mi fantástica colección de películas en DVD y a mis consolas de videojuegos, abandonadas sobre la pequeña mesa de ratán, y alargué la mano hasta la pila de libros que había traído de casa de mi hermano. Por decisión propia, mi estudio era lo más parecido que podía encontrarse a la cabina de una nave espacial (otra concesión a mi espíritu lúdico). Además de la pantalla gigante que, como en el resto de las habitaciones de la vivienda, ocupaba por completo una de las paredes, tenía un equipo parecido al del «100», aunque sólo con tres monitores, un par de teclados, algunas grabadoras, dos impresoras, una cámara digital, un escáner, un DVD y mis consolas de juegos. Todo era del color del acero inoxidable o de un blanco impecable, con sillones, mesas y librerías fabricados en aluminio, titanio y cromo. Las luces eran halógenas, de un tono celeste tan frío que conferían al estudio el aire de una cueva excavada en el hielo. Las largas filas de libros de las estanterías y la pequeña mesa baja de ratán eran, pues, las únicas excepciones coloristas en el interior de aquel aparente iceberg, pero de ninguna manera iba a renunciar a tener allí parte de mis libros y, desde luego, tampoco a la mesa, que era un viejo recuerdo de mi antigua casa del que no estaba dispuesto a deshacerme. Con un bufido de resignación, abrí el primero de los tochos de historia de Daniel y comencé a leer. Después de un buen rato abrí otro y, una hora después, otro más. La verdad es que, al principio, no entendí demasiado y eso que yo no era lo que podría decirse tonto precisamente. Los historiadores que habían escrito aquellas sesudas obras se empeñaban en no computar el tiempo de la manera habitual y hablaban de «Horizontes» en lugar de épocas -«Horizonte Temprano», «Horizonte Medio», «Horizonte Tardío» y sus períodos intermedios-, con el resultado de que, al menos para un inexperto como yo, era imposible ubicar lo que estaban contando en un momento conocido de la historia. Cuando, por fin, encontré un cuadro aclaratorio de fechas, resultó que el Imperio inca, uno de los más poderosos imperios del mundo, que llegó a tener treinta millones de habitantes y a ocupar un territorio que se extendía desde Colombia hasta Argentina y Chile, pasando por Ecuador, Perú y Bolivia, había durado menos de cien años y había caído en manos de un miserable ejército español de apenas doscientos hombres al mando de Francisco Pizarro, un tipo que, increíblemente, no sabía ni leer ni escribir y que había sido porquerizo en su Extremadura natal, de la que se marchó muy pronto en busca de fortuna. Pizarro había salido de Panamá en 1531, comandando una expedición de varios barcos que fueron descendiendo desde Centroamérica hacia el sur por el Pacífico, descubriendo tierras a su paso y fundando ciudades en las islas y las costas de Colombia y Ecuador. Nadie que no fuera un habitante original de aquellos lugares -es decir, nadie que no fuera indio- había cruzado los Andes todavía, ni lo haría hasta muchos años después, como tampoco nadie había cruzado la selva amazónica ni visto nunca Perú, ni Bolivia, ni Tierra de Fuego. La conquista del Nuevo Mundo se hizo, básicamente, desde la estrecha cintura del continente (desde Panamá, llamado entonces Tierra Firme), extendiéndose hacia arriba y hacia abajo por el litoral, de modo que, todo lo que Pizarro contemplaba desde su barco mientras se dirigía en aquel siglo XVI hacia un misterioso Imperio inca rebosante de oro del que había oído hablar a los indígenas, era Al parecer, el término «Inca» designaba solamente al rey, es decir, que llamar incas a todos los pobladores del Imperio había sido un error por parte de los españoles. Aquel Estado recibía, entre sus habitantes, el nombre de Tihuantinsuyu, el Reino de las Cuatro Regiones, y había comenzado en el año 1438 de nuestra era bajo el gobierno del Inca Pachacuti, el noveno de los doce únicos Incas que existieron hasta la llegada de Pizarro en 1532, quien se encargó de matar vilmente al que iba a ser el último de ellos, el Inca Atahualpa. Antes del Inca Pachacuti la memoria era confusa e incompleta ya que, según afirmaban todos los historiadores, era totalmente imposible reconstruir lo que había ocurrido dada la carencia de documentos escritos en las culturas andinas. Por supuesto, la arqueología había desvelado, y seguía haciéndolo, gran parte de ese oscuro pasado, dejando muy claro el período de miles de años transcurridos desde que los primeros pobladores cruzaron un congelado y transitable estrecho de Bering y colonizaron el continente americano… ¿O no había sido así? Pues no, porque los últimos descubrimientos hablaban de grandes migraciones llegadas por mar desde la Polinesia. ¿O tampoco había sido así? No estaba claro, porque la profesora Anna C. Roosevelt, directora del Departamento de Antropología del Field Museum of Natural History de Chicago, acababa de descubrir en el Amazonas un yacimiento de piezas de fabricación humana que tenían unos mil años más de los debidos y que daban al traste, en principio, con las teorías anteriores. En fin, la cuestión era que las revelaciones arqueológicas también diferían bastante en lo sustancial, dejando el asunto tan incierto y borroso como al principio. Uno tras otro, los investigadores y eruditos terminaban reconociendo en algún lugar de sus libros que, realmente, no existían certezas de nada y que los datos barajados hasta ese momento podían cambiar con el próximo descubrimiento arqueológico. Tampoco había acuerdo en las suposiciones generales extraídas de las mitologías y leyendas recogidas por los españoles, pero, en líneas generales, se podía afirmar que, por mayoría, la versión final era algo parecido a esto: alrededor del año 1100 de nuestra era, un insignificante y belicoso grupo de incas se desplazó desde el sudeste, desde las tierras altas de la cordillera central de los Andes, hasta el valle de Cuzco, al norte, donde, durante los 300 años siguientes pelearon sin cesar con las tribus que habitaban la zona hasta hacerse con el poder absoluto. A principios del siglo XV iniciaron lo que sería conocido como el Tihuantinsuyu, que terminó a principios del siglo XVI con Pizarro. O sea, poca cosa para tanto esfuerzo. En cuanto a la religión, los incas adoraban como deidad suprema a Inti, el Sol, de quien se consideraban hijos, aunque desde el reinado del famoso Inca Pachacuti esta categoría se trasladó, más o menos, a Viracocha, llegando ambos a confundirse. Viracocha era un dios ciertamente extraño al que la gente llamaba «el anciano del cielo» pero que, sin embargo, había emergido de las aguas del lago Titicaca, procediendo a continuación a crear por dos veces a la humanidad porque no le había gustado el resultado del primer intento: esculpió en piedra una raza de gigantes y les dio vida, pero pronto comenzaron a pelear entre ellos y Viracocha los destruyó. Unos decían que lo hizo con columnas de fuego que cayeron desde el cielo y otros, que con un terrible diluvio que los ahogó, pero el caso es que el mundo se había quedado a oscuras después de semejante hecatombe. Destruidos los primogénitos, y mientras Viracocha iluminaba de nuevo el mundo sacando al sol y a la luna del lago Titicaca, la segunda raza humana construyó y habitó la cercana ciudad de Tiwanacu (o Tiahuanaco), las ruinas arqueológicas más antiguas de toda Sudamérica. Había decenas de versiones diferentes pero, al margen de si la creación de la segunda raza había tenido lugar antes o después del diluvio -un hito que también aparecía ampliamente reflejado en todas las leyendas andinas-, lo más destacado era el pequeño detalle de que Viracocha había sido un hombrecillo de mediana estatura, piel blanca y dueño de una hermosa barba. Lo de la piel blanca no tenía mucha explicación, desde luego, pero lo de la barba era lo que desconcertaba por completo a los investigadores porque, de manera incuestionable, todos los indígenas americanos han sido desde siempre completamente imberbes. Por eso, cuando Pizarro y sus hombres, de piel blanca a pesar de la mugre, y ciertamente barbudos, hicieron acto de presencia en Cajamarca, los incas se quedaron tan perplejos que los confundieron con dioses. Finalmente, según contaban las leyendas con infinitas variaciones, Viracocha había enviado a sus propios hijos, Manco Capac y Mama Ocllo, hacia el norte para que fundaran la ciudad de Cuzco, capital del imperio, y dieran origen a la civilización inca. Los descendientes directos de aquellos hijos de Viracocha fueron los auténticos Incas, los reyes o miembros de la familia real, por cuyas venas circulaba una preciosa sangre solar que debía mantenerse pura a toda costa, por lo que, habitualmente, llevaban a cabo matrimonios entre hermanos. A estos soberanos y aristócratas -hombres y mujeres-, se les llamaba Orejones, porque la costumbre ordenaba perforar los lóbulos de las orejas a los jóvenes de estos linajes para diferenciarlos de las demás clases sociales. Cuando los agujeros estaban lo suficientemente ensanchados, insertaban en ellos grandes discos de oro con forma de sol, adorno que simbolizaba su origen y la alta dignidad de la persona. Conforme fui conociendo la historia y definiendo en mi mente una tabla cronológica de los acontecimientos, pude ir rellenando aquel primer esquema general. Como si de pintar un gran cuadro se tratara, en el lienzo blanco ya era capaz de bosquejar al carboncillo la escena íntegra con su perspectiva correcta; sin embargo, todavía me faltaban los colores, pero no iba a poder entretenerme buscándolos: leyendo sin descanso se me había pasado la tarde y, a las ocho, el ordenador me recordó que debía cenar y prepararme para salir. La realidad me cayó encima de golpe. Parpadeé, aturdido, levantando la mirada de los libros y, en décimas de segundo, me vino a la mente, no sólo que debía ducharme, vestirme y comer algo, sino que Mientras cenaba me llamó mi madre para preguntarme cuánto íbamos a tardar. Por lo visto, Clifford no se encontraba bien y querían venirse pronto a casa. – Tu hermano no ha mejorado nada -me explicó con una voz que dejaba entrever cierta preocupación-. Diego dice que hoy todavía era pronto para ver resultados y que habrá que esperar un poco más, pero Clifford se ha puesto nervioso y le ha dado una de sus jaquecas. En la familia nadie se atrevía a reconocerlo en voz alta, pero no dejaba de ser significativo que aquellas terribles jaquecas de Clifford hubieran comenzado poco después de su boda con mi madre. – ¿Quién es Diego? -pregunté, engullendo sin masticar el trozo de lenguado que acababa de meterme en la boca. – ¡El psiquiatra de Daniel, Arnau! Para las cosas importantes siempre estás en las nubes, cariño -me reprochó una vez más, y todo porque yo era incapaz de memorizar los nombres, apellidos y linajes que a ella tanto le gustaban y que dominaba como una virtuosa a pesar de su larga ausencia-. También ha venido Miquel… el doctor Llor, ¿te acuerdas?, el neurólogo. ¡Oh, que hombre tan bueno! ¿Verdad, Clifford? ¡Pobre…, ni contestarme puede por el dolor de cabeza! El caso es que Miquel nos ha preguntado mucho por ti y nos ha contado que un sobrino de su mujer trabaja en Ker-Central y… Bueno, Clifford me está pidiendo que cuelgue. No tardéis mucho Ona y tú, ¿de acuerdo? Estamos cansados y quisiéramos acostarnos pronto. Por cierto, Para cuando el sistema cortó la comunicación, ya había terminado de cenar y estaba entrando en la ducha. Extrañado por el silencio de Clifford tenía realmente muy mala cara cuando Ona y yo entramos en la habitación de Daniel. Su piel exhibía un preocupante tono oliváceo y bajo los ojos se le hinchaban dos grandes bolsas oscuras. Tampoco mi hermano ofrecía aquella noche su mejor aspecto: precisaba con urgencia que alguien le pasara una maquinilla por la cara y me dio la impresión de que estaba algo demacrado, con las mejillas hundidas y los huesos de la frente más pronunciados. Por contraste, mi madre se mostraba tan saludable y estupenda como siempre, pictórica de energía y vigor, y eso que, según contó, habían estado recibiendo visitas sin parar durante todo el día (sus amigos de siempre, sus menos amigos, sus conocidos, los conocidos de sus conocidos…) y que su intensa guerra privada con las enfermeras y auxiliares de la planta estaba en pleno apogeo. También Miquel y Diego (el doctor Llor y el doctor Hernández) habían participado de la activa vida social de la habitación, y mi abuela, sin que nadie supiera cómo se había enterado, había llamado desde Vic para preguntar por su nieto y para anunciar que llegaría a primera hora de la mañana del día siguiente. – Y claro, con todo este jaleo -concluyó mi madre mirando con lástima a su marido, que languidecía silenciosamente sentado en la silla de plástico-, Clifford se ha puesto fatal. ¿Y mi pequeño Dani, Ona? ¿Crees que mañana podría verlo un rato? ¡Claro que si tus padres están tan cansados como nosotros…! Un niño cansa mucho. ¡Seguro que, con él, no hay manera de parar en todo el día! Estoy pensando -se cogió la barbilla con la mano para indicarnos que su reflexión era realmente profunda- que, si mi madre también se queda en casa de Arnau, podría hacerse cargo de Dani, ¿no crees, Clifford? Sería una solución fantástica. – Mamá, Clifford no está bien, tiene mal aspecto -le dije-. Deberíais marcharos. – Es cierto -comentó despreocupadamente, levantándose-. Vámonos, Clifford. Por cierto, Arnau, explícame qué tengo que hacer para que tu casa me obedezca. ¡Es que no hay manera con estas nuevas tecnologías! No consigo que nada funcione. ¿No podrías tener una casa normal, como todo el mundo? Mira que eres raro, hijo mío. ¡Quién me iba a mí a decir que acabarías dedicándote a todas estas tonterías infantiles de los ordenadores y los videojuegos…! No crecerás nunca, – Mamá -la atajé con voz firme-. Llévate a Clifford. – Tienes razón. Tienes razón. Vámonos, Clifford. ¿Cómo podía seguir teniendo ganas de hablar después de haber pasado el día entero conversando con unos y con otros? – ¿Pero no me vas a decir qué hago con lo de tu casa? -insistió, antes de salir. – Sí -repuse-. Intenta mantenerte callada. Estás volviendo loco al ordenador. Se quedó en suspenso unos segundos y, por fin, estalló en una alegre carcajada. – ¡Arnau, Arnau! ¡Mira que eres malo! -Y, diciendo esto, desapareció de nuestra vista mientras Clifford se despedía con un afectuoso cabeceo y cerraba la puerta. – ¡Por fin! -exclamó Ona, que había permanecido junto a Daniel desde que llegamos-. Perdóname, Arnau, pero tu madre es agotadora. – ¡A mí me lo vas a decir! Mi cuñada se inclinó sobre mi hermano y le dio un suave beso en los labios. Me llamó la atención descubrir que no se había atrevido a hacerlo antes, delante de sus suegros. Daniel, sin embargo, giró la cabeza hacia la ventana con brusquedad, rehuyendo el contacto. – ¿Sabes qué? -le dije acercándome a ella, que se había quedado petrificada por el desdén-. Vamos a levantarle y a afeitarle. Pero Ona no reaccionaba, así que la tomé del brazo y la zarandeé suavemente. – Vamos, Ona. Ayúdame. Cuando, después de incontables esfuerzos y peleas, conseguimos sentar a Daniel en el borde de la cama, sonaron unos golpecitos en la puerta. Mi cuñada y yo miramos en aquella dirección, esperando ver entrar a la primera enfermera de la noche, pero, en lugar de eso, sonaron de nuevo los golpes. – No estamos esperando a nadie, ¿verdad? -murmuró ella. – No -confirmé-. Y espero que no sea ni Miquel ni Diego. – Adelante -invitó ella, alzando la voz. Me quedé de una pieza cuando vi aparecer por la puerta las figuras de – Pasad -les dije, haciéndoles un gesto con la mano para que avanzaran. – No queremos molestaros -farfulló – No nos molestáis -les aseguró, sonriente, mi cuñada-. Venga. No os quedéis ahí. – Es que parece que os hemos pillado en un mal momento… -comentó – Bueno, íbamos a… -Me detuve en seco porque, de repente, me di cuenta de que Lola y Marc no hubieran acudido por sorpresa al hospital a aquellas horas sin un buen motivo-. ¿Ocurre algo? – Sólo queríamos enseñarte unas cosas -manifestó Sus miradas, no obstante, indicaban todo lo contrario y que, lo que fuera que habían venido expresamente a enseñarme, era muy urgente. – ¿Se trata del boicot a la TraxSG? – No, eso sigue yendo bien. O sea, que se trataba del aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca. – ¿Te importa que volvamos a acostar a Daniel? -le pregunté a mi cuñada-. No tardaré mucho. – Tranquilo -me animó ella, tumbando de nuevo a mi hermano con cuidado; era más fácil acostarle que levantarle-. Vete con ellos. No te preocupes. Pero sí estaba preocupado y no por Daniel precisamente. – Estaremos en la cafetería de la planta baja -le dije-. Llámame al móvil si me necesitas. Apenas salimos al pasillo y después de cerrar despacio la puerta detrás de mí, miré patibulariamente a aquellos dos. – ¿Qué demonios ocurre? – ¿No querías saberlo todo sobre el aymara? -me espetó – Sí. – ¡Pues prepárate! -declaró – ¿De qué está hablando? -le pregunté a – Mejor será que esperes a que nos sentemos. Es un consejo de amiga. No pronunciamos ni una palabra más hasta llegar a la cafetería e hicimos todo el trayecto caminando a buen paso detrás de A pesar de no haber demasiada gente, todas las mesas estaban ocupadas por solitarios familiares de enfermos que cenaban con la vista puesta en las bandejas que tenían delante. La comida, dispuesta en grandes fuentes de aluminio encajadas en la barra, tenía un aspecto desagradable bajo los focos de calor, como si la hubieran preparado con restos de rancho carcelario. Sin embargo, la gente que cenaba -sobre todo, mujeres de cierta edad educadas en la creencia de que la enfermedad y la muerte no eran cosas de hombres- la ingería en silencio, aceptando con resignación las inconveniencias de una hospitalización familiar. Al fondo del amplio comedor, una camarera vestida con un ridículo uniforme a rayas azules y blancas pasaba un paño húmedo sobre el tablero de formica que acababa de abandonar una de tantas ancianas. Cargando con la bandeja en la que se tambaleaban las bebidas que acabábamos de comprar, nos dirigimos hacia allí y tomamos posesión de la mesa bajo la antipática mirada de la camarera. – Bueno, a ver. ¿Qué es eso tan grave que habéis descubierto? – No, grave no -me aclaró – Toma -dijo-. Échale una mirada a esto. – ¡Venga, hombre! -repuse, devolviéndole las hojas-. No estamos en una reunión de trabajo. Cuéntamelo. Parecía no saber por dónde empezar a abordar el asunto y echaba largas miradas a – Al principio no encontramos nada raro -empezó ella, más decidida-. Cuando – En fin -continuó ella-, nos fuimos al «100» y pusimos manos a la obra. El asunto parecía enrevesado pero, descomponiéndolo por partes, como si fuera un problema de estrategia en programación, se simplificaba mucho. Teníamos varias palabras clave: aymara, incas, lenguaje, idioma… Había abundante información en la red sobre el tema. El aymara es una lengua que todavía se habla en buena parte del sur de Perú y en Bolivia, y sus hablantes, los aymaras o aymaraes, son un pacífico pueblo andino, de poco más de un millón y medio de personas, que formó parte del Imperio inca. Por lo visto, aunque el aymara ha convivido con el quechua durante siglos, no son lenguas hermanas, es decir, no proceden de la misma familia lingüística. – En realidad, el aymara no… -empezó a decir Marc, pero – ¡Espera un poco, que le vamos a marear! – Bueno. – Tú escúchame a mí, – Lo estoy haciendo, – El aymara… Bueno, ¿conoces el rollo ese del origen de las lenguas y todo eso? – ¿Estás hablando de la Torre de Babel? Los dos me miraron de forma extraña. – Algo así. Los lingüistas opinan que las cinco mil lenguas que existen hoy sobre el planeta probablemente tuvieron un origen común, una especie de protolenguaje original del que derivaron todos los demás, incluso los que se perdieron para siempre. Ese protolenguaje sería el tronco de un árbol del que salen muchas ramas y, de cada rama, otras más, y así hasta las cinco mil lenguas de hoy, que se agrupan en grandes familias lingüísticas… ¿lo entiendes? – Perfectamente. Ahora, háblame del aymara, si no te importa. – ¡No seas borrico y escúchala! -me exigió – A este protolenguaje original… – ¿La lengua de Adán y Eva? -bromeé, pero – …se le conoce como lenguaje nostrático y se calcula que existió hace unos trece mil años. Grandes cerebros de las mejores universidades del mundo se queman las neuronas desde hace medio siglo intentando reconstruirlo. – Muy interesante -dejé escapar, aburrido. – Pues ahora vas a saber cuánto, ignorante -me espetó Me quedé helado y mi cara debió de reflejarlo, porque el mal humor de mi amigo desapareció. – De hecho -dijo – Escucha esto… -dijo (7) – Pero no acaba ahí la cosa -apuntó raudamente – ¡No, no, ni mucho menos! Eco sigue explicando a continuación las características por las cuales el aymara podría calificarse como un lenguaje perfecto, aunque sin comprometerse del todo con la idea de que sea un lenguaje artificial. – Pero, ¡cómo un lenguaje artificial! -exploté-. ¡Eso son tonterías! – Para que lo entiendas -dijo pacientemente – Sin olvidar, por supuesto -añadió – ¿No ha variado nada, no ha cambiado? -me sorprendí. – Parece que no. Ha tomado algunas palabras del quechua y del castellano en los últimos siglos, pero muy pocas. Los aymaras creen que su lengua es sagrada, una especie de regalo de los dioses que pertenece a todos por igual y que no debe modificarse bajo ningún concepto. ¿Qué te parece? – ¿Viracocha les regaló su idioma? -quise saber sin bajar la guardia. – ¿Viracocha…? -se sorprendió – ¿De la lluvia o algo así? -sugirió éste, inseguro. – Eso. De la lluvia y el relámpago. Puede que, por influencia de los incas, crean en Viracocha, no sé -continuó – El problema es que nadie sabe nada -señaló – Pues pasa lo mismo con los incas -dije yo, recordando mis lecturas de la tarde-. No puedo comprender que, estando como estamos en el siglo XXI, todavía seamos tan incapaces de explicar ciertas cosas. – Es que esto no le interesa a nadie, Me removí en la silla, un tanto nervioso, y aproveché aquellos pocos segundos para decidir si les contaba mis tontas sospechas o no. – Suéltalo -me ordenó mi grueso amigo. No le di más vueltas. Fui relatándoles todo lo que sabía sin omitir detalle, ofreciéndoles datos y no opiniones para que su juicio, más imparcial que el mío, me ayudara a salir de la confusa maraña de disparates en la que me había metido. Sus miradas, mientras les explicaba la historia de los Documentos Miccinelli, los quipus y la maldición escrita en el papel encontrado sobre la mesa de Daniel, me hacían sentir incómodo. Ellos me conocían como alguien con una buena mente analítica capaz de idear el proyecto más complejo en un par de segundos y de encontrar una aguja lógica en un pajar de incoherencias, de modo que, a través de sus ojos, me estaba viendo como un auténtico botarate. Cuando, por fin, cerré la boca y, por hacer algo, cogí el vaso con la bebida y me lo acerqué, estaba seguro de haber caído para siempre en el más oscuro abismo de ridículo. – Ya no eres el de antes, – Lo sé. – Estaba pensando lo mismo -añadió – Lo comprendo. – Hubiera esperado mucho más de ti. Mucho más. – Vale, – No, – Tiene miedo. – Eso está claro. – ¡Bueno, se acabó! -exclamé, riéndome con nerviosismo-. ¿Qué demonios pasa aquí? – No quieres verlo, amigo mío. Lo tienes delante de la nariz y no quieres verlo. – ¿Qué es lo que tengo delante de la nariz? – Daniel descifró la clave de los quipus y tradujo la maldición. Estás perdiendo tu olfato de Se echó hacia atrás el pelo rojo, que clareaba bajo la luz blanca de neón y me observó con aires de suficiencia. – Ya te he dicho -protesté- que los quipus estaban escritos en quechua y que mi hermano sólo sabía aymara. – ¿Lo has comprobado? – ¿Qué tenía que comprobar? – Si la maldición estaba en aymara -apuntó – No, no lo he hecho. – Entonces, ¿por qué seguimos hablando? -arguyó – Daniel tuvo que encontrar algo que le hizo cambiar del quechua al aymara. Nos has contado que él le dijo a Ona que la solución estaba en esta última lengua. La pregunta es… ¿la solución a qué? Probablemente a algún quipu que no respondía a las reglas en quechua que iba encontrando. ¿Miraste todo lo que había en el despacho de tu hermano? – No. Pero me llevé mucho material a casa. Mañana le echaré una ojeada. – ¿Ves como ya no eres el de antes? -insistió – No hay que olvidar, además, otros dos pequeños detalles -siguió diciendo – Y, más recientemente, – ¡Oh, es fantástico! -exclamó ¿Aquélla era mi mejor mercenaria, la fabulosa y experta ingeniera a la que le pagaba una fortuna al año por encontrar fallos de seguridad en nuestros programas y agujeros en los programas de la competencia? – Y también – ¡Eso! -grité-. ¡Tú dale alas a la loca esta! – – ¡Basta ya! He pillado la idea, en serio. Las palabras. Está clarísimo. – Pero hay algo más -continuó – Buscando información sobre los aymaras y su lengua, encontramos un documento muy extraño sobre unos médicos de la antigüedad que curaban con hierbas y palabras. Por lo visto tenían un lenguaje secreto y mágico. Creíamos que era una de tantas supersticiones y no le hicimos caso, pero ahora… – ¡Aquí está el papel! -dijo – ¡Yatiris! -dejé escapar, alarmado. – ¿Qué pasa? -preguntó – ¡Es lo que dijo Daniel ayer! ¡Dijo que estaba muerto porque los yatiris le habían castigado! Repetía también otra palabra: – ¿Qué significa? -quiso saber – No tengo la menor idea. Tendré que comprobarlo. – Antes lo habrías hecho inmediatamente. – Sé comprensivo, Marc resopló. – Por ahí se salva. Pero se está convirtiendo en un ordenador sin sistema operativo, en un teclado sin Enter, en un triste monitor de fósforo verde, en… – ¡Marc! -le reprendió Pero – Dejadme todo este material. Voy a estudiarlo esta noche y, mañana, examinaré con mucha atención lo que cogí de casa de mi hermano. También iré allí para revisar lo que dejé. Si dentro de un par de días Daniel todavía no ha mejorado -declaré, mirándolos con determinación-, iré a hablar con la catedrática que le encargó el trabajo y le pediré ayuda. Ella tiene que saber más que nadie de todo esto. |
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