"Iacobus" - читать интересную книгу автора (Asensi Matilde)INada más descender de la robusta Mi caballo, un bello animal de poderosos cuartos, hacia verdaderos esfuerzos por correr al ritmo que mi prisa le imponía, mientras cruzábamos al galope los campos de trigo y cebada y atravesábamos velozmente numerosas aldeas y villorrios. No era un buen año para las cosechas aquel de mil trescientos quince, y el hambre se extendía como la peste por todos los reinos cristianos. Sin embargo, el largo tiempo pasado lejos de mi tierra me hacía verla con los ojos ciegos de un enamorado, hermosa y rica, como siempre fue. Pronto avisté los vastos territorios mauricenses, cercanos a la localidad de Torá, y enseguida los altos muros de la abadía y las puntiagudas torres de su hermosa iglesia. Sin albergar ninguna duda, me atrevo a asegurar que Ponç de Riba, fundado ciento cincuenta años atrás por Ramón Berenguer IV, es uno de los monasterios más grandes y majestuosos que yo haya visto jamás, y su riquísima biblioteca es única a este lado del orbe, pues no sólo posee los códices sacros más extraordinarios de la cristiandad, sino la práctica totalidad de los textos científicos, árabes y judíos, condenados por la jerarquía eclesiástica, ya que, por fortuna, los monjes de San Mauricio se han caracterizado siempre por tener un espíritu muy abierto a todo tipo de riquezas. En los archivos de Ponç de Riba he llegado a ver cosas que nadie creería: cartularios hebreos, bulas papales y cartas de reyes musulmanes que hubieran impresionado al estudioso más imperturbable. Es evidente que un caballero hospitalario como yo no tiene sitio, al menos en apariencia, en un recinto sagrado dedicado al estudio y la oración, pero mi caso era singular, ya que, además de la verdadera y secreta razón que me había llevado hasta Ponç de Riba, mi Orden estaba especialmente interesada, por el bien general de nuestros hospitales, en el conocimiento de las terribles fiebres eruptivas, las viruelas, que tan magníficamente han sido descritas por los físicos árabes, así como en la preparación de jarabes, alcoholes, pomadas y ungüentos de los que habíamos tenido alguna noticia durante los años que duró nuestra presencia en el reino de Jerusalén. En concreto, yo sentía un particularisimo afán por estudiar el No dejaba de ser un proyecto apasionante, desde luego, pero, como he dicho, no era el verdadero motivo por el cual estaba entrando en las tierras del cenobio; la auténtica razón que me había llevado hasta allí -una razón exclusivamente personal, que había sido amparada desde el primer momento por el gran senescal de Rodas- era que, en aquel lugar, debía encontrar a alguien muy importante de quien no sabía absolutamente nada: ni cuál era su nombre, ni quién era, ni cómo era…, ni siquiera si seguía allí en aquel momento. Sin embargo, confiaba en mí mismo y en la Providencia para lograr el triunfo en tan espinosa misión. No por nada me apodan el Atravesé al paso el portalón de la muralla y desmonté sosegadamente de mi caballo para no dar impresión de violencia en un recinto de paz. Me recibió el hermano cellerer, prevenido de mi llegada -luego supe que un Nos detuvimos, por fin, frente a la puerta principal de la abadía, donde me recibió cortésmente el subprior, un monje joven y serio, de noble aspecto y, sin duda, de encumbrada cuna, por lo que pude deducir de sus maneras y andares, el cual me introdujo con presteza en la muy bella casa del abad. También éste y el prior me recibieron de manera muy correcta, se notaba que eran personas principales acostumbradas a recibir visitantes ilustres, pero aún se mostraron mucho más acogedores y amables cuando me vieron salir de mí nueva celda ataviado con lo más parecido al hábito mauricense que pudieron encontrar sin contravenir el respeto debido a su Regla: túnica talar blanca con esclavina, sin escapulario ni cinturón, y para los pies, unas sandalias de cuero sin tintar, muy diferentes de las suyas, cerradas y negras. Paseando por el claustro comprobé que aquellas vestiduras resultaban muy apropiadas para el frío, mucho más calientes que mi jubón de mangas anchas y mi gramalla, de manera que mí encallecido cuerpo, acostumbrado a grandes rigores, se acomodó rápidamente a aquel atuendo que, en adelante, sería el mío. Se acercaba el invierno y, aunque en Ponç de Riba la nieve no es cosa extraña, aquel año fue especialmente duro, no sólo para el campo y las cosechas, sino también para los hombres. La Nochebuena nos pilló, a los habitantes del monasterio, sitiados por un interminable manto blanco. Durante las semanas que siguieron a mi llegada procuré, dentro de lo que me fue posible, permanecer al margen de la vida y las intrigas del monasterio. Aunque de distinta índole, también en las capitanías de los caballeros hospitalarios se producían situaciones de profunda tensión por motivos casi siempre baladíes… Un buen abad o un buen prior -como también un buen maestre o un buen senescal- se distinguen, precisamente, por el control que ejercen sobre su comunidad evitando estos problemas. Mi distanciamiento de la vida del cenobio, sin embargo, no podía ser total, ya que, como monje hospitalario, debía asistir a los oficios religiosos comunitarios y, como médico, pasaba algunas horas al día en el hospital, en contacto con los hermanos enfermos. Naturalmente, me saltaba los capítulos, que eran asunto privado, y en absoluto estaba obligado a realizar tarea alguna que no fuera de mi agrado. Laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas regulaban mi horario cotidiano de estudio, comida, paseo, trabajo y sueño con precisión matemática. A veces, presa de la inquietud y la nostalgia de mi lejana isla, rondaba incansablemente por el claustro contemplando sus singulares capiteles, o me subía a la linterna de la iglesia para hacer compañía al Cierto día, durante el rezo, escuché entre los cantos una tos infantil y cavernosa que me sobresaltó: de no ser porque aquella tos no había salido de mi pecho, hubiera jurado que era yo mismo quien carraspeaba y se ahogaba. Miré afanosamente en dirección a la zona desde la que, bajo la atenta mirada del pacientísimo hermano nodriza, los Cuando entré en la enfermería, a primera hora de la mañana del día siguiente, el hermano enfermero examinaba con atención a un niño, casi un muchacho ya, que miraba con gesto adusto y desconfiado todo cuanto le rodeaba. Me coloqué discretamente en un rincón y realicé también, a distancia, mi propia exploración del paciente. Ciertamente tenía mal color, sus ojos y sus mejillas estaban un poco hundidos y se le veía sudoroso, pero no parecía tener nada fuera de lo corriente, amén de un vulgar enfriamiento; su pecho escuálido subía y bajaba con ansiedad, produciendo un débil silbido, y sufría accesos repentinos de una fuerte tos seca. Lo más conveniente, me dije a mí mismo, sería meterlo en la cama y tenerlo varios días a base de caldos calientes y de vino para que exudara los malos humores… – Lo más conveniente -dijo, sin embargo, el enfermero propinándole unos golpecitos en la espalda- es practicarle una sangría y darle un purgante suave. Dentro de una semana estará perfectamente. – ¿Lo veis? -gritó Jonás volviéndose hacia el benévolo hermano nodriza-. ¿Veis cómo quiere hacerme una sangría? ¡Prometisteis que no le dejaríais! – Así es, hermano enfermero -repuso éste-. Se lo prometí. – ¡Muy bien, pues entonces el purgante más fuerte que tenga! – ¡No! Es curioso cómo la naturaleza juega con la carne y la sangre de generación en generación. Jonás, que no había sacado ni uno solo de mis rasgos, tenía, sin embargo, una voz idéntica a la mía, una voz infantil que, de vez en cuando, por estar convirtiéndose en hombre, se le volvía grave, y era entonces cuando nadie hubiera podido percibir la diferencia entre él y yo. – Si me lo permitís, hermano Borrell -le dije al enfermero acercándome al escenario del drama-, quizá podríamos sustituir la purga por una Levanté el párpado derecho de Jonás y me aproximé lo suficiente para verle el fondo del iris. Su salud general era excelente, quizá estaba un poco flojo en esos momentos, pero una buena exudación y un largo sueño le vendrían espléndidamente. No pude evitar darme cuenta de que, como los ojos de su madre, los de Jonás eran también de un azul claro estriado de gris, unos ojos que ambos habían heredado de un lejano antepasado francés… Porque, aunque Jonás no lo sabía, su linaje materno era noble, descendiente de la rama leonesa de los Jimeno y del solar alavés de los Mendoza, y antiguo y real su linaje paterno que, aunque venido a menos, no por eso olvidaba su origen en Wifredo el Velloso. Por sus venas corrían las sangres de los fundadores de los reinos españoles, y en sus escudos -aunque él tampoco sabía aún que tenía escudos- se mezclaban hermosos cuarteles de castillos, leones y cruces patadas. Si, como yo sospechaba, aquel niño era realmente Jonás, nunca, bajo ningún concepto, sería ordenado monje, por muy – No me gustan las exudaciones -rezongó el hermano Borrell replegando velas-. Surten poco efecto contra los humores de bilis. – ¡Pero, hermano…! -protesté-. Fijaos bien y veréis que este niño no sufre de humores de bilis sino de enfriamiento, y que, además, esta en pleno cambio, en pleno estirón viril. En cualquier caso, podéis aplicarle un emplasto de piedra pómez, azufre y alumbre, que le ayudará en la exudación, y preparadle también unas píldoras para la tos con pequeñas cantidades de opio, castoreo, pimienta y mirra… Convencido con esta sugerencia que ponía a prueba su reconocida capacidad de herbolario, el hermano Borrell se dirigió a la farmacia para preparar las mezclas, mientras Jonás y el hermano nodriza me observaban con admiración. – Vos sois el caballero hospitalario que vive en nuestro monasterio desde hace unas semanas, ¿verdad? -preguntó el anciano-. Os he visto muchas veces en los rezos… ¡Corren tantos rumores sobre vos en la comunidad! – Los invitados despiertan siempre la curiosidad -me limité a observar con una sonrisa. – Los niños no hacen otra cosa que hablar sobre vos, y he tenido que arrancar a más de uno de las ventanas de la biblioteca cuando os ponéis a estudiar, ¿no os habíais fijado? ¡Éste, por ejemplo, que más que un niño parece un gato, se ha llevado muchos pescozones por tal motivo! Me eché a reír viendo la cara de pasmo de Jonás, que me observaba de hito en hito sin pronunciar una palabra. Por mi elevada estatura y por la forma que el constante manejo de la espada había dado a mis brazos y a mis hombros, yo debía parecerle algo así como un Hércules o un Sansón, sobre todo si me comparaba con los monjes de coronas rasuradas de la comunidad, siempre entregados a ayunos y penitencias. – Así que me has estado observando por la ventana… Mi voz le despertó de su ensueño y le sobresaltó. Recogiéndose los faldones del hábito hasta la cintura, saltó de la mesa y echó a correr, cruzando la puerta como una exhalación y perdiéndose entre los edificios. – ¡Bendito sea Dios! -chilló el monje nodriza lanzándose en su persecución-. ¡Morirá de pulmonía! El hermano Borrell, con el fétido emplasto entre las manos, dejó escapar un suspiro de resignación desde las cortinas de la farmacia. El corazón de la biblioteca era el – ¿Y a qué se debe vuestro sorprendente interés por los anales del monasterio? – Seria muy largo de contar, prior, y puedo aseguraros que no se ocultan malas intenciones en mi ruego. – No quise ofenderos con mi pregunta, Siempre la misma historia…, pensé alarmado. No debo bajar la guardia o los hospitalarios acabaremos también como los caballeros del temple… – Debéis disculparme, prior. Mi aislamiento no es producto de mi condición de sanjuanista. Siempre fui así y no creo que pueda cambiar a estas alturas. Pero tenéis razón, quizá deba abrirme más al trato con los hermanos. De hecho, recientemente el hermano nodriza me comentó el interés que sienten por mi los – ¡Pero, – Sin duda habéis tenido una gran idea, prior -afirmé-. ¿Me dejaréis elegir o vos mismo nombraréis a mi asistente? – ¡Oh, no hay prisa, no hay prisa…! Hablad con el hermano nodriza y elegid vos al Después de todo, me dije gratamente sorprendido, aquel monje no era prior por casualidad. Esa misma tarde me encaminé a la biblioteca y saqué de los estantes del archivo los Una de las criaturas, afortunadamente, destacó sobre las otras desde el primer momento: el día 12 de junio, de madrugada, el hermano – ¡ Garcíaaaaaaaaa! Y García pasó por mi lado como una centella, corriendo como cuando escapó de la enfermería con el hábito recogido para no estorbarse las piernas. Y de nuevo estábamos en Navidad, y ese año celebramos las fiestas con la triste nueva de la muerte del abad de Ponç de Riba. Me había esforzado, sin demasiado éxito, en aliviar el dolor de sus últimos días con grandes dosis de adormideras, pero no había servido de mucho: cuando palpé su vientre, hinchado como el de una parturienta e igualmente consistente, supe que no había esperanza para él. Le propuse, por aliviar su ánimo, extirparle aquel maligno tumor, pero se negó en redondo y, entre grandes sufrimientos, entregó su alma a Dios durante la Epifanía de 1317. El pavoroso ruido de la matraca se pudo escuchar durante tres días seguidos en todo el recinto, haciendo más sobrecogedor el luto en el que se había sumido la comunidad. Los funerales duraron varios meses y estuvieron cargados de pompa y fasto; asistieron a ellos los prelados de las abadías hermanas de Francia, Inglaterra e Italia, y, por fin, a principios de abril, la comunidad en pleno se encerró y dio inicio al capitulo -presidido por el abad de la casa-madre, el monasterio francés de Bellicourt- para elegir de entre todos ellos a un nuevo Ya estábamos atravesando la tercera semana de capítulo cuando, una cálida mañana en la que reinaba el silencio por todas partes, el Jonás y yo trabajábamos en la herrería, limando unos delicados instrumentos quirúrgicos que, con gran sacrificio y torpeza, habíamos fabricado a semejanza de los que aparecían en las láminas del maestro Albucasis. Aquella tarea requería una enorme concentración, pues, a falta del hermano herrero, las aleaciones y el forjado dejaban mucho que desear, y los instrumentos se nos quebraban en las manos como figurillas de barro. Tanta era nuestra concentración en lo que estábamos haciendo, que no acudimos a recibir a los viajeros, como hubiera sido lo correcto; ellos, por su parte, tardaron poco en hacer acto de presencia en la herrería. – ¡Caballero Galcerán de Born! -gritó una voz familiar-. ¡Cómo os atrevéis a llevar ese sucio mandil de herrero en presencia de otros – ¡Joanot de Tahull!… ¡ Gerard! -exclamé, levantando de golpe la cabeza. – ¡Seréis duramente sancionado por el maestre provincial! -bramó mi hermano Joanot propinándomeun fuerte abrazo; el ruido del acero de su cota de mallas y los golpes de la vaina de su espada contra las grebas me despertaron bruscamente de un largo sueño. – – Se terminó el descanso, Me dejé caer, abrumado, en una de las banquetas y observé a mis hermanos lleno de entusiasmo. Allí estaban, frente a mí, los dos caballeros hospitalarios más dignos y honrados del orbe cristiano, con sus mantos negros, sus largas barbas sobresaliendo de los almófares y sus espadas bendecidas al cinto. ¡Cuántas batallas habíamos librado juntos, cuántos caminos habíamos recorrido hasta casi la muerte, cuántas horas de estudio, de duro entrenamiento, de servicio! Y ni siquiera me había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que los echaba de menos, de lo mucho que añoraba el regreso… – ¡Está bien -declaré incorporándome-, vámonos, aquí ya he aprendido todo lo que vine a aprender! – ¡Alto ahí! ¿Adónde crees que vas? -Mi hermano Gerard me paró en seco, apoyando su guante de malla sobre mi pecho. – ¿No habéis dicho que debo regresar…? – Pero no a Rodas, hermano. Tú todavía no vuelves a casa. Presumo que debí poner cara de estúpido. – ¡Ah, no, eso sí que no! -advirtió Joanot-. ¡A fe mía que no soporto ver lágrimas en los ojos de un hospitalario! – No seáis zoquete, – Dices bien, hermano, porque tu aspecto es el de… – ¡Callaos ya los dos! -vociferó Gerard-. ¡Y tú, Joanot, entrégale las cartas! – ¿Las cartas…? ¿Qué cartas? – Tres cartas muy importantes, Sólo pude murmurar un triste «¡Vivediós…!» antes de caer como un fardo sobre mis pobres instrumentos quirúrgicos. Las misivas eran taxativas. La del senescal me indicaba que debía ponerme a las órdenes del gran comendador de Francia antes de finales de mayo; la del gran comendador de Francia me indicaba que debía presentarme en la sede pontificia de Aviñón antes del 1 de junio, y la de su santidad Juan XXII contenía mi nombramiento como legado papal con todos los derechos y honores que esto representaba, muy en especial, según señalaba explícitamente, el de utilizar las caballerías más rápidas que yo mismo eligiera en las cuadras de cualquier cenobio, parroquia, o casa cristiana desde Ponç de Riba hasta Aviñón… O lo que venía a ser lo mismo, haciendo un breve resumen, que tenía que llegar a Aviñón antes de dos semanas… Admirable. Me encargué personalmente de alojar a mis hermanos en las celdas de la casa de los peregrinos, y luego, ya avanzada la tarde, me encerré en la iglesia para meditar. Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos probables de la partida, sin haber calculado todas las posibilidades -las más verosímiles, al menos-, sin haber pensado cuidadosamente en los beneficios y las pérdidas, en las eventuales consecuencias y en las repercusiones sobre la vida de uno y sobre las vidas de los que dependen de uno… aunque no lo sepan, como era el caso de Jonás. Así pasé el resto de la tarde y la noche, solo en el centro de la iglesia, arropándome por última vez con el hábito blanco que abandonaría en cuanto saliera el sol para recuperar definitivamente mis propios atavíos, aquellos que harían renacer al Galcerán que desembarcó en Barcelona diecisiete meses atrás. Recé maitines con los monjes, en la sala capitular, y pedí al prior que tuviera a bien recibirme unos instantes en su celda para comunicarle mi precipitada marcha del monasterio. Jamás le habría dado detalles sobre los motivos de mi partida de no haber sido porque, a cambio, pensaba obtener algo mucho más valioso, así que exhibí ante sus ojos la epístola del Papa, dejándole boquiabierto, y le hice creer que me estaba desahogando con él, como si fuera un amigo, al confesarle lo mucho que me trastornaba dicho nombramiento y cuánto me disgustaba mi salida de Ponç de Riba precisamente ahora que él iba a ser elegido abad. Antes de que pudiera abrir la boca, mientras todavía le tenía aturdido y deslumbrado, solicité su permiso para llevar conmigo al novicio García con el fin de no interrumpir su preparación, y le aseguré que, sin falta, antes de un año se lo devolvería maduro y formado, listo para tomar los votos. Le juré que el muchacho viviría siempre en el monasterio mauricense más cercano al lugar en el que yo me encontrara, y que cumpliría con todas las obligaciones y prácticas propias de su Orden. Ni que decir tiene que cometí perjurio a conciencia y que toda aquella palabrería no era más que una sarta de mentiras, a cuál mayor; pero debía obtener la custodia de Jonás de manos del prior y sacarlo de aquellos muros a los que, desde luego, no volvería jamás. La comitiva formada por tres caballeros hospitalarios, dos escuderos, llamados |
||
|