"Iacobus" - читать интересную книгу автора (Asensi Matilde)

V

A mediodía, con el sol luciendo en lo alto, entramos en la magnífica y soberbia ciudad de Burgos, capital del reino de Castilla. Ya desde la distancia, por el ajetreo de carros, gentes y animales, y por la cantidad de peregrinos que iban y venían a nuestro alrededor, reparamos en que nos estábamos acercando a la más grandiosa de las poblaciones principales del Camino. A empujones tuvimos que abrirnos paso para cruzar el puentecillo que, junto a la iglesia de San Juan Evangelista, salvaba el foso y daba paso a la puerta de la muralla. Aunque el control era escaso por ser hora de comercio, los guardias nos pidieron los salvoconductos y sólo después de examinarlos atentamente nos dejaron paso libre. La larga vía empedrada que cruza la ciudad de lado a lado, y que forma parte del propio Camino del Apóstol, estaba flanqueada por ruidosos mesones y bulliciosas posadas, por innumerables tiendas en las que se vendían toda clase de mercancías y por pequeños obrajes de artesanos cristianos, judíos y moriscos. El olor a orines y excrementos era fuerte y penetrante, y flotaba sobre la ciudad como una emanación densa cargada de insalubres pestilencias. A buen seguro, los físicos de la ciudad no darían abasto para curar dolencias de pecho e intestinos.


En lugar de buscar acomodo, como la mayoría de peregrinos, en alguna de las muchas alberguerías que se aglomeraban en torno a San Juan Evangelista, Jonás y yo pensábamos pedir asilo en el suntuoso Hospital del Rey, un opulento albergue regido por las dueñas bernardas del cercano Real Monasterio de Las Huelgas. Sara, que apenas había abierto la boca desde San Juan de Ortega, se despediría de nosotros en la grande y próspera judería de Burgos, donde pensaba alojarse en casa de un pariente lejano, un tal don Samuel, rabino de la aljama, que había sido almojarife mayor del fallecido rey don Fernando IV.


Pasamos por delante de las muchas y ricas iglesias que jalonaban la calzada, pero sólo ante la perfección y la monumentalidad de la catedral, sin parangón con ninguna otra edificación sagrada del Camino, enmudecimos y quedamos maravillados como si hubiésemos sido agasajados con una visión celeste y gloriosa. Los siglos, quizá, conocerán Burgos por sus héroes, como el caballero Ruy Díaz de Vivar, de quien ya hablan las crónicas y los juglares, pero no dudo que la conocerán mucho más por su catedral, ejemplo de la belleza en piedra que puede crear el hombre con la inteligencia de su mente y la habilidad de sus manos.


Por desgracia, sólo unos pocos pasos más adelante tropezamos ya con la aljama. Allí, en la puerta, nos despedíamos de Sara quizá para siempre, y era un momento que, sepultado por los recientes acontecimientos en Ortega y por los que se avecinaban con los Mendoza, había carecido de importancia hasta prácticamente ese mismo instante, como si nunca hubiese de llegar, como sí no fuera posible.

– No quiero que nos digamos adiós con tristeza -musitó Sara echándose su escarcela a la espalda con: resolución-. La vida nos ha unido dos veces y puede volver a juntarnos algún día. ¿Quién sabe?

– ¿Y si no es así? -preguntó Jonás, inquieto-. La vida también puede decidir que no nos encontremos nunca.

– Eso no ocurrirá, guapo Jonás -prometió la judía pasándole la mano por el bozo de la quijada-. Las personas importantes siempre vuelven. Todo gira en el universo, todo da vueltas, y en alguna de esas trayectorias nos encontraremos de nuevo. Os deseo lo mejor, sire Galcerán -dijo volviéndose hacia mí-. A vos es muy posible que no vuelva a veros.

– Será difícil, sí -convine, rechazando en mi interior la verdad de sus palabras-, porque cuando todo esto termine regresaré a mi casa en Rodas. Pero si vais por aquella isla algún día, buscadme en el hospital de mi Orden.

– No, sire…, no creo que vaya nunca Rodas. Aceptar ese consuelo sería absurdo. Sed feliz. Que Yahvé guíe vuestros pasos.

– Que el cielo guíe los vuestros -murmuré entristecido, girando sobre mí mismo. Sentía cómo se desgarraba mi corazón, cómo mis nervios se tensaban-. Vámonos, Jonás.

– Adiós, Jonás -oí que decía Sara, alejándose.

– Adiós, Sara.


A poco de pasar la puerta de San Martín, descendiendo hacia el Hospital del Emperador -situado a escasa distancia del Hospital del Rey-, Jonás escupió lo que rumiaba:

– ¿Por qué tenemos qué separarnos de ella?

– Porque ella ama a un hombre que se encuentra en esta ciudad y no podemos inmiscuimos en su vida -hubiera querido ser libre para gritar el dolor que sentía en mi pecho-. Si prefiere quedarse en Burgos, es cosa suya, ¿no te parece…? -la voz se me quebraba en la garganta-, es imposible llevarla a rastras hasta Compostela. Además, tú y yo tenemos nuestro propio asunto en Burgos, así que date prisa.

– ¿Qué asunto? -preguntó curioso.

– Algo demasiado importante para ponerte al tanto en mitad de estos parajes -caminábamos ya dentro del recinto amurallado del Hospital del Rey, por una senda amplia entre altísimos árboles que nos conducía hacia una construcción con aspecto de fortaleza más que de santo cenobio de dueñas.


Desde que iniciamos el viaje, no habíamos descansado en recinto más lujoso que el Hospital del Rey, donde los salvoconductos falsos nos abrieron las puertas de par en par. Dejamos de sentirnos pobres peregrinos para considerarnos cortesanos de la más rancia nobleza: regios aposentos gratamente caldeados por buenos fuegos, blandas camas con dosel, tapices en las paredes, telas finas, pieles de oso y zorro para los asientos, y abundantes raciones de bien preparada comida suficientes para alimentar a los ejércitos castellanos de Alfonso IX. Los legos que atendían a peregrinos como nosotros, es decir, a gente de linaje venida de toda Europa, eran limpios, esmerados y serviciales como no los habíamos visto antes, y lo más asombroso de todo era que aquel meritorio conjunto de fastuosa caridad y oración representaba sólo una pequeña parte de la abadía de Las Huelgas Reales, integrada, además, por numerosos conventos, iglesias, cenobios, ermitas, aldeas, bosques y dehesas gobernadas por la férrea mano de una sola mujer: la todopoderosa abadesa de Las Huelgas, señora, superiora y prelada con jurisdicción omnímoda y cuasi episcopal.


Después de la comida, sintiendo un sudor frío por todo el cuerpo, arreglé mi aspecto lo mejor que pude (incluso recorté mi larga barba con ayuda de la daga de Le Mans) y dejé a Jonás dormitando en el albergue para dirigirme a la portería del monasterio, expresión pura del arte castrense del Cister. Era el recibidor una nave larga en cuyos encumbrados frisos podían verse cenefas de clarión labrado, atauriques y, pintado sobre el yeso, un largo texto latino recitando estrofas de los salmos. Una lega de baja condición vino a recibirme entre aspavientos y con grandes muestras de respeto:

– Pax Vobiscum.

– Et cum spiritu tuo.

– ¿Qué buscáis en la casa de Dios, sire?

– Quiero ver a la dueña Isabel de Mendoza.

La monja, una vieja a quien debí despertar de algún sopor, me miró sorprendida desde debajo de su toca negra.

– Las dueñas de este monasterio no reciben visitas que no hayan sido autorizadas por la Alta Señora -dijo refiriéndose a la abadesa.

– Decidle, pues, a la Alta Señora, que don Galcerán de Born, enviado papal de su santidad Juan XXII, con autorización firmada por el propio Santo Padre para entrar en este cenobio de dueñas y ser recibido en cualquier momento por doña Isabel de Mendoza, quiere hacerle llegar sus respetos y sus mejores deseos.


La lega se alarmó. Luego de echarme una larga mirada recelosa desapareció tras una puerta de roble labrado que se movió con dificultad bajo el cansino empuje de sus manos. Poco después reapareció acompañada por otra reverenda de refinado porte señorial. Ambas debían estar, por sus funciones, exentas de la reclusión.

– Soy doña Maria de Almenar. ¿Qué deseáis?


Hinqué rodilla en tierra y besé ceremoniosamente el rico crucifijo del rosario que colgaba de su cíngulo.

– Mi nombre es don Galcerán de Born, mi dueña, y traigo una autorización del papa Juan XXII para violentar la clausura de este monasterio y entrevistarme con doña Isabel de Mendoza.

– Dejadme ver esos papeles -pidió con cortesía. Fuera cual fuera el origen de aquella monja, se trataba, sin duda, de una mujer principal. Por sus modales se adivinaba que debía haber pasado la mayor parte de su vida en la corte.


Le alargué los documentos y, tras examinarlos un momento, desapareció por la misma puerta por la que había entrado. Esta vez el regreso se aplazó más de lo debido. Sospechaba que una turbulenta discusión tenía lugar tras aquellos muros y que la Alta Señora debía estar pidiendo pareceres a diestro y siniestro, temiendo un engaño o una falsificación. Sin embargo, en este caso concreto, y a pesar de ser la mentira mi gran especialidad, la autorización que había entregado era estrictamente auténtica, firmada y sellada por el propio Juan XXII la noche en que me encomendó la desagradable misión que para él y para mi Orden estaba llevando a cabo a lo largo del Camino de Santiago.

Doña María de Almenar volvió con un gesto adusto en la cara.

– Seguidme, don Galcerán.


Salimos a un bello claustro de grandes proporciones que abandonamos al momento, girando dos veces hacia la siniestra por un carrejo que nos dejó en otro claustro más pequeño y de aspecto mucho más antiguo.

– Esperad aquí -dijo-. Doña Isabel vendrá pronto. Os halláis en la parte del monasterio que llamamos «las Claustrillas». Era el jardín de la antigua mansión de recreo que los reyes de Castilla utilizaban para holgar lejos de los problemas del reino. Es por ello que este cenobio se llama Las Huelgas.


Yo no la estaba escuchando y tampoco noté su ausencia cuando desapareció. Con la mirada fija en los parterres, estaba muy ocupado intentando detener los impetuosos latidos de mi corazón. Tenía tanto o más miedo que en mis lejanos días de batalla cuando, armado hasta los dientes y cubierto por la armadura, me lanzaba al galope hacia el campo enemigo siguiendo la estela de mi gonfalón. Sabía que debía matar -y morir si llegaba el caso-, pero mis piernas no flaqueaban, ni temblaban mis manos como en aquellos momentos. Me hubiera gustado vestir hábitos nuevos y lucir la barba limpia y bien peinada, ir armado con espada y cubierto por el largo manto blanco con la cruz negra ochavada de los hospitalarios. Pero, lamentablemente, sólo vestía la mísera indumentaria de un jacobípeta pobre, y eso no era mucho para una dueña como Isabel de Mendoza.


Isabel de Mendoza… Todavía podía escuchar su risa infantil resonando por los corredores del castillo de su padre y ver el brillo de las llamas reflejado en sus hermosos ojos azules. Recordaba muy bien, para mi desgracia, el tacto aterciopelado de su joven piel y las formas de su cuerpo y, sin gran esfuerzo de memoria, podía revivir aquellos instantes en que se me entregaba entera, arrebatados ambos por la pasión propia de la mocedad. En uno de aquellos escasos momentos, fuimos descubiertos por su vieja aya -doña Misol se llamaba, jamás olvidaré su nombre-, que corrió a informar de nuestro delito a su padre, don Nuño de Mendoza, muy amigo del mío, en cuya casa estaba sirviendo yo como escudero. Aquello hubiera podido representar el final de mis posibilidades de ser nombrado caballero (don Nuño pidió al obispo de Álava un juicio de honor contra mí), pero, por intercesión de mi padre, tuve la suerte de poder profesar en la Orden Militar del Hospital de San Juan de Jerusalén. Fui separado de Isabel y de mi familia y enviado a Rodas a la edad de diecisiete años, sin que nadie me informara nunca del nacimiento de Jonás.

– Mi señor Galcerán de Born… -exclamó una voz a mí espalda. ¿Era la voz de Isabel? Podía serlo, pero no estaba seguro. Habían transcurrido quince años desde la última vez que la escuché y ahora sonaba más aguda, más estridente. ¿Era Isabel quien estaba detrás de mí? Podía serlo, pero no estaría seguro hasta que no me diera la vuelta, y no tenía fuerzas para hacerlo. Me ahogaba. Con un firme acto de voluntad, conseguí avasallar mis miedos y giré sobre mí mismo.

– Mi señora doña Isabel… -atiné a pronunciar.


Unos ojos azules me miraban con curiosidad y espanto. En torno a ellos, el grueso óvalo de una cara desconocida, aunque lejanamente parecida a la de Jonás, enmarcaba unas cejas finas y una amplia frente depilada, así como unos pómulos cortantes que yo no recordaba. Gran cantidad de afeites, polvos y colores distorsionaban su apariencia. ¿Quién era aquella mujer?

– Es un placer volver a veros después de tantos años -dijo secamente, desmintiendo con el tono sus palabras de bienvenida. Sus ropajes negros conforme a la Regla bernarda (cubiertos, eso sí, de hermosas joyas), y la toca que escondía sus cabellos, me desconcertaron. No la reconocía. Entrada en años y en carnes, en nada se parecía a mi preciosa Isabel. No, no sabía quién era aquella dueña de avanzada edad y semblante agriado.

– Lo mismo digo, señora. Mucho es el tiempo que ha pasado, en efecto.


Como por ensalmo desaparecieron mis temores, mis angustias y mis dolores. Todo mi trastorno se desvaneció en humo.

– ¿Y cuál es el motivo de vuestra extraordinaria visita? Habéis levantado verdadero revuelo en el cenobio, y la Alta Señora no sabe bien qué pensar sobre vos y vuestros documentos.

– Aclaradle a la Alta Señora que los documentos son auténticos y que están en regla. Mucho me está costando haberlos conseguido, pero doy mis esfuerzos por bien empleados.

– Paseemos, don Galcerán. Las Claustrillas, como veis, es un lugar apacible.


De fondo se escuchaba el ruido del agua de una fuentecilla y el canto de los pájaros. Todo era paz y serenidad…, incluso en mí corazón. Iniciamos así un recorrido por las galerías, cuyos arcos, sobrios y carentes de adornos, descansaban sobre columnas pareadas.

– Decid, señor, a qué debo el honor de esta visita.

– A nuestro hijo, doña Isabel, al joven García Galceráñez, abandonado en el cenobio de Ponç de Riba hace poco más de catorce años.


La dueña reprimió un sobresalto encubriendo su confusión con una sonrisa seca.

– No existe tal hijo -mintió.

– Sí que existe. Es más, ahora mismo se encuentra en el vecino albergue del Hospital del Rey, descansando, y os aseguro que nadie en su sano juicio podría negar lo evidente: tiene vuestra misma cara, fielmente reproducida por la naturaleza hasta en los menores detalles. Sólo en el genio, la voz y la estatura se parece a mí. Hace poco, señora, que lo encontré donde vos ordenasteis dejarlo.

– Os equivocáis, señor -rechazó obstinadamente, pero el temblor de sus manos cargadas de anillos la delataba-. Nunca tuvimos un hijo.

– Mirad, dueña, que no estoy para chanzas ni pamplinas. Hace tres años -le expliqué-, trajeron a la enfermería de mi hospital, en Rodas, a un pobre mendigo comido por la lepra. No le quedaban muchas horas de vida y ordené trasladarlo a la sala de los moribundos. Al yerme, el hombre me reconoció: era vuestro criado Gonçalvo, ¿os acordáis de él?, uno de los porquerizos del castillo Mendoza, el más joven. Fue Gonçalvo quien me contó vuestro parto, ocurrido a principios de junio de 1303, quien me explicó que doña Misol y vos le entregasteis al niño para que lo llevara al lejano monasterio de Ponç de Riba, a cambio de lo cual obtuvo la libertad (de lo que deduzco que vuestro padre estaba detrás del asunto), y quien me explicó que habíais profesado como dueña bernarda en este cenobio de Burgos.

– ¡No fui yo la que parió aquel día! -exclamó con vehemencia. Su voz sonaba muy aguda, señal de que se encontraba atrozmente alterada-. Fue doña Elvira, mi dama de compañía, aquella que os hacía reír con su gracejo.

– ¡Dejad de mentir, dueña! -bramé, deteniendo mi paseo y mirándola fijamente-. El niño abandonado por Gonçalvo en Ponç de Riba portaba al cuello el amuleto judío de azabache y plata con forma de pez que yo os regalé cierta noche, ¿lo recordáis? Había colgado siempre sobre mi pecho, bajo las ropas, desde que mí madre lo puso allí el día de mi nacimiento hasta que vos os encaprichasteis de él porque os lo habíais clavado en la piel mientras estabais conmigo. Y en la nota dejada junto al niño ¿qué nombre pedíais que recibiera en el bautismo? García, el mismo que me dabais a mí en secreto porque os gustaba mucho desde que habíais oído un poema cuyo héroe se llamaba así.


Isabel, que me había estado contemplando con ojos extraviados y húmedos, se calmó de pronto. Una fría corriente de aire pareció atravesar su cuerpo, calmando su ánimo y dejando cristales de hielo en su mirada. Sus labios se curvaron en una mueca que pretendía ser una sonrisa y me observó con desprecio:

– ¿Y qué? ¿Qué importa que diera a luz un hijo? ¿Qué importa un bastardo más o menos en este mundo? No fui la primera ni seré la última en parir ilegítimos. También la Alta Señora tuvo un hijo con un conde antes de profesar y nadie viene a recordárselo ni a echárselo en cara.

– No habéis entendido nada -murmuré apenado.

– ¿Qué tengo que entender, que habéis venido con nuestro hijo a sacarme de aquí, que queréis formar una familia a la vejez? ¡Eso es…! -me escupió a la cara-. ¡Queréis una boda entre monje y monja, con nuestro bastardo como obispillo!

– ¡Basta! -grité-. Basta…

– No sé qué pretendíais al venir, pero sea lo que sea, no lo conseguiréis.

– Vos no erais así antes, Isabel -me lamenté-. ¿Qué os ha pasado? ¿Por qué os habéis vuelto tan ruin?

– ¿Ruin? -se sorprendió-. He pasado quince años de mi vida, los mismos que tenía cuando llegué, encerrada entre estos muros por vuestra culpa.

– ¿Por mi culpa? -pregunté asombrado.

– Vos, al menos, fuisteis enviado a ultramar. Viajasteis, conocisteis mundo y estudiasteis, pero ¿y yo? Yo me vi confinada a la fuerza en este cenobio, sin más entretenimiento que los rezos ni más música que los cantos litúrgicos. Aquí dentro la vida no es fácil, señor… Mi tiempo pasa entre chismorreos, comadreos y murmuraciones. Lo que más me entretiene es crear alianzas y enemistades que invierto, por gusto, al cabo de un tiempo. Lo mismo hacen las demás, y la vida se nos pasa en estos vacuos menesteres. Excepto la Alta Señora y las sórores más próximas a ella, y las cuarenta legas que llevan la casa, las demás no tenemos gran cosa que hacer. Y así un día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro…

– ¿De qué os quejáis? Vuestra vida no hubiera sido muy diferente fuera de aquí, Isabel. Si nuestros abolengos hubieran sido parejos y nos hubieran casado, o si os hubieran casado con otro, ¿qué cosas distintas habríais hecho?

– Habría hecho traer a los mejores juglares del reino para escucharles junto al fuego en las noches de invierno -empezó a enumerar-, habría paseado a caballo por nuestras tierras, como paseaba por las de mi padre, y habría tenido con vos muchos hijos que hubieran ocupado mi tiempo. Habría leído todos los libros y os habría convencido para que peregrinásemos a Santiago, a Roma e, incluso -dijo riendo-, a Jerusalén. Habría dirigido vuestra casa, vuestra hacienda y vuestros criados con mano firme, y os habría esperado cada noche en el lecho…


Se detuvo de pronto, con la mirada perdida, dejando la frase en el aire.

– No pudimos prever que doña Misol nos descubriría -murmure.

– No, no pudimos, pero el caso es que nos descubrió y que nos separaron, y que vos no hicisteis nada para impedirlo, y que, nueve meses después, de mí nació un niño que me quitaron, y que luego me trajeron aquí y que aquí sigo, y que aquí seguiré hasta mí muerte.

– Yo no podía hacer nada contra vuestro padre y el mío, Isabel.

– ¿No…? -inquirió con desprecio-. Pues yo, de haber sido vos, sí que hubiera podido.

– ¿Y qué hubierais hecho, eh? -quise saber.

– ¡Os hubiera raptado! -exclamó sin un asomo de duda en la cara. ¿Cómo podía explicarle que su padre me había hecho azotar hasta casi matarme, que me había encerrado en la torre-cárcel del castillo, y que allí me retuvo a pan y agua hasta que, inerte y privado, me entregó a los hombres del Hospital? Después de todo, nuestras vidas ya no tenían arreglo, pero había otra vida que silo tenía, y era por eso que yo estaba allí.

– Debí raptaros, si… -acepté apesadumbrado-. Pero os suplico que penséis alguna vez que si vos, por vuestra parte, no tuvisteis opción, yo, por la mía, tampoco la tuve. Pero el futuro que a nosotros nos quitaron, Isabel, podemos dárselo a nuestro hijo.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó con acritud.

– Dejad que le diga a García cuál es su auténtico origen, entregadle cartas de legitimidad como Mendoza y yo haré lo propio como De Born. No he querido contarle la verdad sin tener vuestro consentimiento. Es cierto que mi padre puede adoptarle si se lo pido, pero vuestro linaje es superior al mío y, como imaginaréis, me gustaría que él lo tuviera. Vos no perderíais mucho (vuestro hermano y vos sois los últimos Mendoza y ambos carecéis de descendencia legítima) y él obtendría el lugar que le corresponde por nacimiento. Cuando vuelva a Rodas, lo dejaré al cuidado de mi familia para que sea nombrado caballero al cumplir los veinte años. Es un muchacho admirable, Isabel, es bueno e inteligente como vos, y extremadamente guapo. Sólo os diré que, en París, alguien que conocía a vuestro hermano Manrique le asoció rápidamente con vuestra familia. Es, quizá, demasiado alto para su edad; a veces temo que se le descoyunten los huesos, porque está muy flaco. Y ya exhibe bozo en la cara.


Hablaba sin parar. Quería crear en Isabel vínculos afectivos con su hijo. Pero, desgraciadamente, no tuve éxito. Quizá si hubiera recurrido a un ardid, a una estratagema, lo hubiese conseguido, pero ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Soy un mentiroso y un perjuro, es verdad, pero hay ciertas cosas con las que mi conciencia no transige.

– No, don Ga1cerán, no acepto vuestra propuesta. Os repito, por si no me habéis oído con suficiente claridad, que, amén de cuestiones hereditarias ya resueltas en este momento y que se verían gravemente alteradas, yo no tengo ningún hijo.

– ¡Pero eso no es cierto!

– Si lo es -repuso firmemente-. A mí me enterraron aquí a los quince años y muerta estoy, y los muertos no pueden hacer nada por los vivos. El día que crucé el umbral de este cenobio por primera y última vez supe que todo había terminado para mí y que sólo me restaba esperar la muerte al cabo de unos años. Yo ya no existo, dejé de existir cuando profesé, sólo soy una sombra, un fantasma. Tampoco vos existís para mí, ni existe ese hijo que está ahí afuera… -Me miró sin expresión-. Haced lo que queráis, contadle quién es su madre si os place, pero decidle que jamás podrá conocerla. Y ahora, adiós, don Galcerán. Se acerca la hora nona y debo acudir a la iglesia.


Y mientras Isabel de Mendoza desaparecía para siempre por debajo de las hojas y las flores de piedra que ornaban el arco de la puerta, sonaron las campanas del monasterio llamando a las dueñas a la oración. Allí quedaba la mujer que había marcado mi vida para siempre tanto como yo había marcado la suya. Ninguno de los dos hubiéramos sido los que éramos en aquel momento de no habernos conocido y enamorado. De algún modo, su destino y el mío, aunque a distancia, permanecerían entrelazados, y nuestras sangres, unidas, cruzarían los siglos en los descendientes de Jonás… ¡Jonás…!, recordé de pronto. Debía regresar sin tardanza al albergue.


Abandoné el cenobio y salvé en un suspiro la distancia que me separaba del Hospital del Rey. Estaba oscureciendo rápidamente y ya cantaban los grillos en la espesura. Encontré al muchacho jugando en la explanada, frente al edificio, con un enorme gato pardo que parecía tener malas pulgas.

– ¡Ya están sirviendo la cena, sire! -gritó al yerme-. ¡Daos prisa, que tengo hambre!

– ¡No, Jonás, ven tú aquí! -le grité a mi vez.

– ¿Qué ocurre?

– ¡Nada! ¡Ven! Echó una carrera hacia mí con sus largas piernas y se plantó a mi lado en un instante.

– ¿Qué queríais?

– Quiero que mires bien el monasterio de dueñas que tienes delante.

– ¿Hay en él alguna pista templaria que desvelar?

– No, no hay ninguna pista templaria. ¿Cómo empezar a contarle…?

– ¿Entonces? -me urgió-. Es que tengo mucha hambre.

– Mira, Jonás, lo que tengo que decirte no es fácil, así que quiero que me prestes atención y que no digas nada hasta que termine.


Todo se lo expliqué sin tomar un maldito respiro. Empecé por el principio y terminé por el final, sin omitir nada ni ahorrarle nada, sin disculparme, aunque disculpando a su madre, y cuando hube acabado -para entonces era ya noche cerrada-, di un largo suspiro y me callé, agotado. El silencio se prolongó durante largo rato. El muchacho no hablaba, ni siquiera se movía. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso: el aire, las estrellas, las sombras elevadas de los árboles… Todo era quietud y silencio, hasta que, de pronto, inesperadamente, Jonás se puso en pie de un salto y, antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar, echó a correr como un gamo en dirección a la ciudad.

– ¡Jonás! -grité, corriendo tras él-. ¡Eh! ¡Deténte, vuelve!

Pero ya no podía verle. El muchacho había sido tragado por la noche.


No supe nada de él hasta la tarde siguiente, cuando un criado de don Samuel, el pariente de Sara, vino a buscarme con el encargo de acompañarle a la aljama. Desde el primer momento supe que había acudido junto a la hechicera.


La casa de don Samuel era la más grande de su calle, con diferencia respecto a las otras, y aunque su fachada no lo aparentaba, el interior ostentaba el lujo propio de los palacios musulmanes. Multitud de servidores circulaban atareados por las salas que atravesé hasta llegar al blanco patio en el que, sentada sobre el brocal de piedra de un pozo bajo, me estaba esperando Sara. Verla no calmó mi inquietud, pero, al menos, alivió mucho mi corazón.

– No quisiera que os preocuparais por vuestro hijo, sire Galcerán. Jonás se encuentra bien y ahora duerme. Pasó la noche aquí y ha permanecido todo el día encerrado en el cuarto que don Samuel le ha dado en el piso superior -me explicó Sara al verme. Llamó poderosamente mi atención lo pálida que estaba (los lunares se le destacaban en exceso, observé› y lo cansada que parecía, como sí no hubiera dormido en varios días-. Jonás me contó lo sucedido.

– Entonces no puedo añadir nada más. Ya lo sabéis todo.

– Tomad asiento junto a mí -me pidió la hechicera palmeando la piedra y esbozando una tenue sonrisa-. Vuestro hijo está indignado… En realidad, sólo está enfadado con vos.

– ¿Conmigo?

– Afirma que habéis permanecido dos años a su lado sin confesarle la verdad, tratándole como a un vulgar escudero.

– ¿Y cómo quería que le tratara? -pregunté, imaginándome, por desgracia, la respuesta.

– Según sus propias palabras -y Sara bajó el timbre de la voz para imitar la de Jonás-: «Conforme a la dignidad que mí estirpe merecía.»

– ¡Este hijo mío es idiota!

– Sólo es un niño… -terció Sara-. Sólo un niño de catorce anos.

– ¡Es un hombre y, además, un majadero! -exclamé. ¡Yo sí que estaba indignado y enfadado! ¡Ni De Born, ni Mendoza: Asno, simplemente Asno!-. ¿Ése era todo su disgusto? -pregunté, furioso-. ¿Por eso echó a correr como una liebre en mitad de la noche y vino a buscaros a vos?

– No comprendéis nada, sire Galcerán. ¡Naturalmente que no es esa tontería lo que le hace daño!, pero como no sabe expresarlo de otra forma, dice lo primero que le viene a la cabeza. En realidad, supongo que a lo largo de sus catorce años de vida ha debido pensar muchas veces acerca de sus orígenes, acerca de quién sería él, quiénes serían sus padres, si tendría hermanos… En fin, lo normal. Ahora, de golpe, descubre que su padre es un caballero de noble estirpe, un gran físico, y que su madre es, nada más y nada menos, que una mujer de sangre real. ¡Él, el pobre novicius García, abandonado al nacer, hijo vuestro y de Isabel de Mendoza! -Los ojos de Sara estaban rodeados por profundos cercos oscuros y me fijé que tenía los párpados levemente rojizos e hinchados, y, aunque hablaba con el donaire de siempre, se notaba que le costaba un gran esfuerzo hilar las palabras y las ideas-. Añadid a la mixtura -continuó- que vos, su padre, habéis pasado dos años a su lado sin decirle nada, cuando es evidente que teníais planes para su vida, puesto que le sacasteis del cenobio, os lo llevasteis con vos a recorrer mundo y le confiasteis, al parecer, importantes secretos. Todo menos confesarle aquello que, para él, hubiera sido lo más importante.

– ¿Habéis visto a Manrique de Mendoza? -le pregunté a bocajarro.


Sara guardó silencio. Pasó la palma de la mano sobre la piedra del pozo y luego, levantando la mirada hacia mí, la sacudió sobre la falda de su vestido.

– No.

– ¿No?

– No. Los criados de su casa me informaron de que él, su esposa Leonor de Ojeda, y su hijo recién nacido se encuentran descansando en su palacio de Báscones, a unas setenta millas de aquí hacia el norte.

– ¿Ha contraído esponsales y tiene un hijo legítimo? -balbucí.

– Así es. ¿Qué os parece?


Mi asombro no tenía fin. Ya sabía que, después de la disolución de la Orden del Temple, algunos freires aragoneses y castellanos, en lugar de huir hacia Portugal, habían optado por permanecer en las cercanías de sus antiguas encomiendas, bien como monjes en monasterios próximos, bien como caballeros sin oficio ni beneficio que vivían con los maravedíes que les pagaba mi Orden, o bien, más comúnmente, como lo que eran antes de profesar, pues habían quedado totalmente liberados de sus votos religiosos al desaparecer la Orden. Era lógico, pues, que freire Manrique, al recuperar su condición de seglar, hubiera contraído matrimonio, pero no dejaba de ser sorprendente hasta cierto punto, porque no cabía ninguna duda sobre la condición de cancerberos de todos esos antiguos templarios -guardianes, defensores y depositarios de propiedades, tesoros y secretos-, que, en realidad, seguían siendo fieles a su Regla. Por otro lado, ahora me resultaba más fácil explicarme la decisión de Isabel de no reconocer a su hijo, y comprendía cuáles eran esas «cuestiones hereditarias ya resueltas en este momento que se verían gravemente alteradas»: Manrique tenía un heredero legítimo y no aceptaría de grado que su hermana aportara un bastardo a la familia.

– Lo lamento, Sara, lo lamento de verdad por vos -mentí. En realidad no lo lamentaba en absoluto.

– Aunque su matrimonio fuera un matrimonio de conveniencia -razonó-, no me avendría a tener tratos con él. No me gusta compartir al hombre que amo, ni verlo saltar de una cama a otra, y mucho menos sí esa otra es la mía. La que esté dispuesta a aguantarlo, que lo haga, pero yo no.

– Quizá os sigue amando… -apunté, deseoso de ver hasta dónde llegaban sus sentimientos y hasta dónde era firme su voluntad de no regresar con él-. Ya sabéis que no es el amor quien decide los matrimonios.

– Pues lo siento mucho, pero para mí, tres son multitud. He venido hasta aquí buscándole, he recorrido muchas millas para volver a verle, y me daba igual que fuera freire, monacus o el mismísimo Papa de Roma. Pero con otra… ¡Con otra, no!

– Respetáis, pues, el matrimonio -sugerí por pura maldad; quería verla enfurecida con Manrique, rabiosa.

– ¡Lo que respeto es mi orgullo, sire! Me niego a contentarme con la mitad de lo que vine a buscar entero. No me vendo tan barata.

– Eso en el caso de que él os siguiera amando, porque quizá ama a su esposa.

– Quizá… -murmuró bajando la vista.

– ¿Y qué pensáis hacer? No podéis volver a Francia. Tal vez don Samuel podría ayudaros a comprar a buen precio una casa en esta aljama.

– ¡No quiero quedarme en Burgos! -exclamó con rabia-. ¡Lo último que haría en mi vida sería quedarme en Burgos! No quiero volver a ver nunca a Manrique de Mendoza, nunca, ni por casualidad.

– ¿Entonces?

– ¡Dejad que siga camino con Jonás y con vos hasta que encuentre un lugar donde quedarme! -imploró-. No haré preguntas. No me inmiscuiré en vuestros asuntos. Ya habéis podido comprobar que ni siquiera ante algo tan grave como lo sucedido en San Juan de Ortega he cometido la torpeza de querer saber. ¡Seré ciega, sorda y muda si me dejáis acompañaros!

– No me parece conveniente -murmuré apenado.

– ¿Por qué? -se inquietó.

– Porque viajar con vos en esas condiciones sería un infierno: estaríais tropezando y cayendo a cada instante.


Y solté una carcajada tan grande que se oyó incluso en la calle. ¡Había conseguido, por primera vez, vencer a la hechicera!


Al día siguiente, muy temprano, salimos de Burgos en dirección a León y pronto avistamos la población de Tardajos. Aunque apenas una milla separa esta aldea de su vecina Rabé, atravesando las ciénagas pudimos comprender la verdad del dicho:


De Rabé a Tardajos,

no te faltarán trabajos.

De Tardajos a Rabé,

¡libéranos, Dominé!


Pero, para trabajos, los que tenía yo viajando con Sara y Jonás aquel día: el chico no hablaba, no miraba y casi ni estaba, y la judía, con un nubarrón en la frente, parecía sumida en negras reflexiones. Me aliviaba comprobar que no era de pena su gesto, y que ni dolor ni tristeza empañaban sus pupilas cuando me miraba. Era, más bien, furia contenida, indignación. Y a mi, aliviado del peso de una sombra que había lacrado mi vida durante años, aquello me parecía magnífico. Me sentía bien, contento y satisfecho, mientras avanzaba hacia un destino desconocido con aquel patán de hijo y la mujer más sorprendente del mundo.


Pasada una desolada e interminable meseta llegamos a Hornillos, en cuya entrada se elevaba un espléndido Hospital de San Lázaro, y al poco, después de un tramo de peñascales, al pueblo de Hontanas. Para entonces la luz del día declinaba ya y teníamos que empezar a buscar un lugar donde pasar la noche.

– Por aquí no hay albergues -nos dijo un lugareño mientras blandía el cayado contra una piara de cerdos-. Seguid adelante, hasta Castrojeriz, que no está lejos. Seguro que encontrareis sitio. Pero si queréis un consejo -farfulló- no sigáis hoy la calzada. Esta noche los monjes de San Antón reciben a los malatos y el Camino pasa justo por delante de la puerta. Habrá muchos de ellos rodeando el monasterio.

– ¿Hay por aquí un cenobio de antonianos? -pregunté incrédulo.

– Así es, señor -confirmó el porquero-. Y bien que lo sentimos los que vivimos cerca, porque aparte de los leprosos conocidos (los nuestros, quiero decir), y de los que peregrinan a Compostela buscando el perdón y la salud, cada semana, tal día como hoy, esos malditos malatos del Fuego de San Antón nos llegan a centenares.

– ¡Antonianos, aquí! -resoplé. No podía ser, me dije confuso, ¿qué estaban haciendo en el Camino del Apóstol? Calma… Debía pensar con cordura y no dejarme arrastrar por la sorpresa. En realidad, si me paraba a reflexionar, la verdadera pregunta era: ¿por qué me sorprendía yo de encontrar a los extraños monjes de la Tau en un Camino extrañamente lleno de Taus? Hasta ahora, el «Tau-aureus», el signo del oro, había aparecido en la imagen de santa Orosia (en Jaca), en la pared de la tumba de santa Oria (en San Millán de Suso), y en el capitel de San Juan de Ortega, y siempre indicando de forma cabal la presencia de tesoros templarios ocultos. Ahora, de pronto, se presentaba en su aspecto más desconcertante: un cenobio de Antonianos ubicado a medio camino entre Jaca y Compostela.


El porquero se alejó de nosotros golpeando con la vara los perniles de sus cerdos, y Sara y Jonás se quedaron mirándome desconcertados mientras yo permanecía clavado al suelo como si hubiera echado raíces.

– Parece que la presencia de esos freires os ha trastornado -dijo Sara escrutándome con la mirada.

– Caminemos -ordené secamente por toda respuesta.


Ni una sola vez, desde que encontramos el mensaje de Manrique de Mendoza, había relacionado la Tau con los monjes Antonianos. Su existencia quedaba para mí demasiado lejos de aquella intriga, y, sin embargo, nada más lógico que hallarlos dentro. Aunque ni ricos ni poderosos, los antonianos compartían con los freires del Temple los conocimientos fundamentales de los secretos herméticos y habían sido designados, al decir de algunos, como herederos directos de los Grandes Misterios. Eran, en apariencia, los hermanos menores de los poderosos milites Templi Salomonis, esos segundones que toda familia, a falta de una herencia mejor que dejarles, destina a la Iglesia y que, dentro de ella, descollan por su prudencia, astucia y eficacia. Apenas tenían cinco o seis congregaciones repartidas entre Francia, Inglaterra y Tierra Santa, y de ahí mi sorpresa al descubrir su inesperada presencia en Castilla. Por alguna extraña razón que no se me alcanzaba, vestían hábito negro con una gran Tau azul cosida sobre el pecho.


Estaba intentado recordar con esfuerzo todo cuanto sabía acerca de ellos, buscando algún dato olvidado que pudiera relacionarlos con mi misión, cuando Sara, que caminaba a mi diestra, me preguntó por qué parecían inquietarme tanto esos monjes. Hubiera preferido que la curiosidad procediera de Jonás, pero éste continuaba encerrado en su terco mutismo. Aun así, deseaba que atendiera a mis palabras y que relacionara por sí solo lo que yo, por estar Sara delante, no podía explicarle.

– Los antonianos -empecé-son una pequeña Orden monástica cuyo origen está envuelto en una espesa niebla. Todo lo que se sabe es que nueve caballeros del Delfinado [39] (nueve, ¿os dais cuenta?) -Sara afirmó sin comprender, para que siguiera hablando, y Jonás levantó la mirada del suelo por primera vez-, partieron hace más de doscientos años hacia Bizancio en busca del cuerpo de Antonio el Ermitaño, el anacoreta de Egipto, canonizado como san Antonio Abad y llamado también san Antón, que obraba en poder de los emperadores de Oriente desde que fuera milagrosamente descubierto en el desierto. A su vuelta, las reliquias se instalaron en el santuario de La Motte-Saint Didier y los nueve caballeros crearon la Orden antoniana, puesta bajo la advocación y el patronazgo del santo eremita y de la santa anacoreta María Egipciaca, que vivió oculta en el desierto durante cuarenta y seis años hasta que fue hallada por el monje Zósimo.

– ¿Santa María Egipciaca? -se extrañó Sara-. ¿Es que los cristianos habéis canonizado a una bruja?


Jonás, perdido el protagonismo por culpa de los antonianos y a punto de reventar de curiosidad, ya no pudo seguir forzando su aislamiento.

– ¿Quién es una bruja? -preguntó.

– Pues Maria Egipciaca.

Sonrei para mis adentros.

– ¿Por qué? -continuó preguntando.

– Porque santa Maria Egipciaca -le expliqué yo, adelantándome-, era en realidad la bella prostituta alejandrina Hipacia, famosa por su brillante inteligencia, fundadora de una poderosa e influyente escuela en la que, entre otras materias, se enseñaba matemáticas, geometría, astrología, medicina, filosofía…

– Y también nigromancia, alquimia, taumaturgia, magia y brujería -añadió Sara.

– Si, y también todo eso -confirmé.

– ¿Y por qué la santificaron?


Un gran resplandor comenzó a vislumbrarse a lo lejos, entre las sombras lejanas. La caminata era agradable, la luna brillaba, menguante, en lo alto, y el descenso volvía ligeros y veloces los pies.

– En realidad, no la santificaron a ella. Lo cierto es que Hipacia encontró un furibundo enemigo en la persona de san Cirilo, cuyas iracundas homilías predispusieron a la chusma contra ella. Esto ocurría en Egipto a finales de la cuarta centena. Se sabe poco sobre lo ocurrido, pero parece ser que Hipacia tuvo que huir al desierto para evitar la muerte y que cuarenta y seis años después fue encontrada (o eso dice al menos la leyenda) por el bienaventurado varón Zósimo. La Iglesia de Roma, en su afán por explicar el portento de su insólita supervivencia, de los extraños poderes que exhibía y de sus milagros, la renombró como Maria y la consagró en los altares. O sea, que inventaron una persona nueva.

– ¿Qué extraños poderes?

– Podía conocer el pensamiento de los demás, permanecer inmóvil durante días y semanas sin ingerir alimentos y sin que se le encontrase el aliento, mover objetos sin tocarlos y realizar prodigiosas sanaciones.

– Las hechiceras -apostilló Sara, negándose a perder a su patrona y maestra- utilizamos muchas de sus antiguas fórmulas en nuestra magia actual.


Nos habíamos acercado bastante al origen del resplandor y difícilmente olvidaríamos nunca la imagen que se mostraba ante nuestros ojos: una construcción tan espigada que se perdía en la noche oscura, de formas sobrecogedoras, cuya sagrada ornamentación, cargada de agujas, chapiteles y gabletes parecía hecha más para asustar almas que para calmar espíritus, surgía aterradoramente iluminada por las llamas de cientos de antorchas portadas por los aquejados del Fuego de San Antón. Algunos, los más, avanzaban por su propio pie con mayores o menores dificultades apoyados en un bordón, pero otros sólo podían hacerlo con la ayuda de familiares que los llevaban sobre los hombros o en angarillas. Lo que nosotros veíamos desde la distancia era un Interminable río de fuego que giraba lentamente alrededor del monasterio impulsado por una fuerza misteriosa. Pero lo más curioso era que, a través de los altos y estrechos ventanales, se filtraba desde el interior una extraña luz azul, producto, seguramente, de los cristales de las vidrieras. En cualquier caso, fuera lo que fuera lo que provocara aquel resplandor, el resultado era pavoroso.


El Camino, totalmente invadido por enfermos a lo largo de un enorme trecho, pasaba por debajo de un arco que unía la puerta del monasterio con unas alacenas situadas enfrente, y allí mismo, en lo alto de las escalinatas, un reducido grupo de monjes antonianos repartía entre la muchedumbre minúsculas medallitas de latón con el símbolo de la Tau, medallitas que pudimos observar en manos de quienes ya se marchaban. Aquel que debía ser el abad, con su báculo en forma de Tau tocaba ligeramente a quienes pasaban bajo el arco, al tiempo que los monjes enarbolaban en sus manos otras Taus menores con las que impartían bendiciones.

– No debemos mezclarnos con los leprosos -comentó Sara haciendo un gesto de aprensión.

– ¡Patrañas! Debéis saber que en mis muchos años de trabajo con apestados jamás he conocido a nadie que se contagiara. Yo mismo, sin ir más lejos.

– De todos modos, no quiero pasar por ahí.

– Ni yo tampoco, por sí acaso -apuntó Jonás.

– Está bien, no preocuparos. No pasaremos. Es más -añadí-, acamparemos tras aquel recodo y pasaremos la noche al raso.

– ¡Moriremos de frío! ¡Nos helaremos!

– Es un pequeño inconveniente, pero estoy seguro de que mañana estaremos vivos.


Encendimos un buen fuego al abrigo de una roca y nos dispusimos a cenar sentados en el suelo sobre nuestras capas. Sacamos de las escarcelas las viandas que traíamos desde Burgos y, con la ayuda de dos palos y un espetón, asamos unos pedazos de ternera -desangrada según la ley de Moisés- que nos había regalado don Samuel para el viaje. No hablábamos mucho: ellos, porque habían vuelto cada uno a sus extravíos mentales, y yo, porque estaba ocupado planeando la manera de entrar esa noche en el monasterio de los antonianos.


Una de las cosas que más me preocupaba era la afinidad de Sara con los templarios (al margen del desplante de Manrique). En realidad, estaba deseando contarle el motivo de nuestra peregrinación, de manera que Jonás y yo pudiéramos actuar con libertad sin tener que andarnos con disimulos y zarandajas. Pero contarle a Sara lo que estábamos haciendo era ponerla en peligro con Le Mans, así que, mal si no se lo contaba, pero también mal si se lo contaba. Por otro lado, la actitud de Jonás tampoco me ayudaba mucho a la hora de tomar una decisión, pero antes o después tendríamos que volver a la normalidad y, de hecho, por muy grande que hubiera sido su disgusto, era la primera vez que no amenazaba con volver corriendo al cenobio de Ponç de Riba, lo cual me indicaba que, aunque a las malas, por el momento deseaba continuar a mi lado.

– Jonás -le llamé.

Sólo obtuve el silencio por respuesta.

– ¡Jonás! -repetí, armándome de paciencia, aunque sin disimular mi creciente enojo.

– ¿Qué deseáis? -farfulló con disgusto.

– Necesito que me ayudes a tomar una decisión. Sara sabe de sobra que nuestro viaje obedece a algún motivo que nada tiene que ver con una devota peregrinación y, si alguna duda le hubiera quedado, en Ortega pudo comprobar que algo grave estaba pasando. Mi temor es, por una parte, su amistad con los templarios -Sara volteó rápidamente la cabeza hacia mí, con sobresalto, y me miró de hito en hito-, y por otra, el conde Le Mans. Me entiendes, ¿verdad?


Afirmó con la cabeza y pareció meditar largamente acerca de mis palabras.

– Creo que debemos confiar en ella -anunció-, y, de todos modos, Le Mans dará por sentado que está enterada y no se andará con minucias.


El fuego chisporroteaba a nuestros pies y, sobre nuestras cabezas, la cúpula celeste aparecía llena de brillantes estrellas.

– Bueno, Sara, Jonás ha decidido con prudencia y yo estoy de acuerdo con él. Escuchad.


Alrededor de una hora tardé en contarle a Sara los aspectos más relevantes del encargo papal, y Jonás, por su parte, añadió los detalles pintorescos con entusiasmo creciente, como si refrescar la memoria le devolviera a la normalidad. Al finalizar el relato, ya me miraba de vez en cuando buscando mi conformidad e, incluso, mi aprobación. Sara, por su parte, escuchaba apasionadamente; el espíritu inquieto de aquella mujer encontraba, al fin, el yantar aventurero que estaba necesitando.

– Teníais razón al preocuparos -dijo cuando acabamos de narrarle los hechos-. Yo también hubiera dudado antes de contar todo esto a una persona que debe mucho a los freires templarios, como es mí caso. Pero debo aclararos que, si bien jamás conseguiríais de mí que les traicionara, entiendo que vos, sire Galcerán, estáis obligado a llevar a cabo vuestra misión y que sólo cumplís unas órdenes que os han sido dadas por vuestras mayores autoridades. En ningún caso podíais negaros a hacer lo que estáis haciendo, y creo que el acoso del conde Le Mans es buena prueba de lo que digo. Prometo guardar en secreto lo que me habéis confiado -manifestó-, y os ayudaré en lo que pueda siempre y cuando no me pidáis que haga algo que vaya contra mí conciencia y contra el respeto que siento, no ya por templarios como Manrique de Mendoza, a quien, sin dejar de ser un canalla, sin duda debo la vida, sino por hombres como Evrard, buenos y honrados.

– Jamás os pediría nada que pudiera incomodaros, Sara -afirmé-. Sólo vos podéis decidir sobre vuestras acciones.

– Nunca os ofenderíamos, Sara -añadió Jonás, removiendo las brasas con la punta de la sandalia.

– Lo sé, lo sé -murmuró ella, satisfecha.


Los ojos de Sara, iluminados por aquella sonrisa y por el fuego, eran como piedras preciosas, mucho más bellas que las encontradas en Ortega. Por un momento me despisté de lo que tenía que decir a continuación. Hubiera podido mirarla sin cansarme hasta el final del mundo, y aun mucho más, pues por aquel entonces estaba convencido (o me había querido convencer) de que podía sentir y pensar todo lo que quisiera mientras no diera ningún paso contrario a mí Regla, que, como la de los templarios y los teutónicos, prohibía absolutamente el trato con mujeres, a las que (en teoría, al menos) debíamos, incluso, evitar mirar. La prohibición alcanzaba también a nuestras madres o hermanas, a quienes no podíamos besar, como tampoco a «hembra alguna, ni viuda ni doncella». Amar a Sara en silencio y sin esperanza era una condena que yo aceptaba de buen grado, entusiasmado con mis propios sentimientos y convencido de que eso era lo máximo a lo que podía aspirar.

– Pues bien -dije saliendo esforzadamente del arrebato, ya que mi silencio no podía prolongarse más-, esta noche Jonás y yo entraremos en el convento de los antonianos mientras vos, Sara, permanecéis aquí, esperándonos.

– ¿Que vamos a entrar dónde? -voceó Jonás, espantado.

– En el cenobio de los antonianos, para descubrir la relación entre los monjes de la Tau y los tesoros templarios.

– ¿Lo estáis diciendo en serio? -volvió a vocear mirándome con cara de loco-. ¡De eso nada! ¡Conmigo no contéis! Bueno, ya volvía a ser el mismo idiota de siempre, lo cual no dejaba de procurarme cierta alegría.

– ¡Si no estás dispuesto a continuar ayudándome, ya puedes volverte a Ponç de Riba! ¡Los monjes estarán encantados de recibir de nuevo al joven novicius García!

– ¡Eso no es justo! -clamó indignado en mitad de la noche. ¡Pues andando, que se hace tarde! ¡Tú primero!


A regañadientes emprendió el camino hacia el monasterio antoniano, que ahora, solitario y oscuro, parecía más que nunca una sombra maléfica.


Rodeamos los muros con suma precaución para no delatarnos, aunque era inevitable espantar sin querer a los miles de pájaros, cuervos y palomas que anidaban en el suelo, en los árboles cercanos y en los intersticios de los contrafuertes. En la parte posterior del edificio encontramos un portillo cuyos goznes saltaron por los aires fácilmente con ayuda de la daga. Un búho ululó a nuestras espaldas y tanto el chico como yo dimos un respingo, pero todo quedó de nuevo en silencio y nada más se movió por allí. Saqué el portillo de su quicio y, dejándolo a un lado, entramos.


Un corredor pequeño y húmedo nos esperaba al otro lado. Hubiera sido inútil encender una lamparilla porque la luz nos hubiera delatado, así que tuvimos que esperar un buen rato a que los ojos se nos acostumbraran a la oscuridad. Luego seguimos camino hasta llegar a las cocinas, donde los enormes peroles de hierro semejaban bocas dispuestas a tragarnos en cuanto nos acercásemos a ellas. Cruzamos la alacena, muy bien provista de grandes cantidades de alimentos, y entramos, explorando unos largos y sinuosos pasadizos, en la zona más interna del cenobio. Rápidamente llamó mi atención el hecho de que no aparecieran signos religiosos por parte alguna. Antes bien, si me hubieran llevado hasta allí con los ojos vendados y me los hubieran descubierto en alguna de las piezas que atravesamos, hubiese jurado, sin dudarlo, que me encontraba en el interior de un castillo, un palacio o una fortaleza, pues lujosos tapices cubrían los muros, cortinajes de terciopelo azul separaban las estancias, herrajes y cadenas decoraban las paredes libres, y otros muchos objetos que hubiera sido incapaz de nombrar, y ni tan siquiera de describir, se hallaban repartidos sobre las repisas de las chimeneas y el espléndido moblaje.


Yo buscaba, para empezar, la capilla del cenobio, pues todos mis descubrimientos hasta ese momento se habían producido en lugares semejantes, pero dar con una capilla en aquel lugar era más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Simplemente, no había capilla. Ni capilla, ni iglesia, ni oratorio, ni nada que recordase que aquello era una casa de retiro y oración.


Llevaba rato escuchando a mi diestra y a mi espalda leves rumores como los producidos por la seda de los vestidos de las mujeres al caminar. Al principio no les presté atención, pues eran demasiado imperceptibles como para estar seguro de haberlos escuchado, pero al cabo del tiempo, y como no cesaban, comencé a preocuparme.

– Jonás -susurré, sujetando al muchacho por una muñeca-. ¿Oyes tú algo?

– Hace rato que oigo cosas que no comprendo.

– Detengámonos y agucemos los sentidos. Todo era silencio a nuestro alrededor. No había nada que temer, me dije para tranquilizarme. De pronto, una risita se escuchó en un rincón. La sangre se me heló en el cuerpo y toda la piel se me erizó como sí me hubieran acariciado la nuca con una pluma de ganso. La mano de Jonás se cerró en torno a mi brazo como una garra.


Escuchamos otra vez la risita mezquina y, como si fuera la señal para el ataque, un río de sonoras carcajadas se desencadenó a nuestro alrededor mientras unos brazos de hierro arrancaban a Jonás de mi lado y otros me sujetaban y maniataban. La llamarada de fuego de una antorcha cruzó como una exhalación ante nosotros, prendiendo otras muchas teas que se hallaban en poder de aquel ejercito de espectros. Monjes antonianos, ataviados con sus hábitos negros con la Tau azul en el pecho, ocupaban las paredes de la cámara en la que el chico y yo habíamos entrado sin saber que nos metíamos en un cepo.

– Bienvenido, Galcerán de Born -exclamó alegremente una voz desde la balaustrada de una galería superior-. ¿Os acordáis de mí?


Miré hacia arriba y, entre las tinieblas, examiné detenidamente la silueta del hombre que me hablaba.

– Juraría que sois Manrique de Mendoza -contesté.

– ¡Seguís tan listo como siempre, Galcerán! Y ese de ahí presumo que es mi sobrino, el hijo bastardo de mi hermana Isabel. ¡Me alegro de conocerte, García! Me han hablado mucho de ti.


Jonás no pronunció una sola palabra; se limitó a ojear despectivamente a su tío, como si en lugar de mirar a un hombre mirara a una rata o a una larva. Manrique lanzó una sonora carcajada.

– ¡Ya me ha dicho Rodrigo Jiménez que has heredado el orgullo de tu padre! ¡Oh, pero si no sabes quién es Rodrigo Jiménez!, ¿verdad? Pues aunque no lo creas, le conoces bastante bien, pero bajo un nombre harto extraño que le dio tu padre: Nadie. A Nadie le gustará mucho volver a verte, García. Dentro de poco estará de regreso, ha ido con sus hombres a buscar a Sara la Hechicera. Por cierto, Galcerán, ¿cómo se os ha ocurrido meterla en esto?

– ¿Es acaso necia para no darse cuenta por si misma? -respondí. No podía verle bien desde donde me hallaba. La luz de las antorchas apenas alcanzaba para dejar vislumbrar su figura en lo alto.

– Pues bien que le habéis explicado esta noche toda la trama. -Rió-. De todos modos, ya no importa. Vuestro futuro, el de los tres, esta escrito, y me temo que no es halagüeño.

– No hace falta que disfrutéis avisándonos de ello -repuse-. Mi hijo y yo afrontaremos lo que sea, aunque me cuesta aceptar que podáis hacerle daño a un niño, pero Sara no tiene por qué pagar con su vida el haber seguido fiel tanto a vos como a vuestra Orden, ya que, si habéis escuchado nuestra conversación de esta noche, estaréis al tanto de que jamás pensó traicionar a quienes tanto debe y respeta.

– Pero se ofreció a colaborar con vos, freire, y eso ya es suficiente.


Cerró la boca porque, de pronto, se escuchó un gran estruendo de pasos avanzando por uno de los corredores. Sara apareció ligada y amordazada, seguida por cinco o seis templarios orgullosamente ataviados con sus mantos, ahora prohibidos. Al frente del grupo, más erguido y con una nueva personalidad, avanzaba Nadie, quien, como por arte de magia, se había transformado en un orgulloso freire del Temple dos palmos más alto y con presencia de caballero. Me maravilló su capacidad de transformación.

– ¡Cuánto bueno por aquí! -exclamó al vernos. También su voz era otra, más grave y menos estentórea-. ¡Don Galcerán! ¡Joven García! Me alegro de volver a veros.

– Comprenderéis, don Nadie -le repliqué fríamente-, que nosotros no podamos decir lo mismo.

– Naturalmente que lo comprendo -dijo, y al mismo tiempo propinó un brusco empellón a Sara, lanzándola con fuerza contra nosotros. Detuve su impulso con mi cuerpo y Jonás logró detenerla antes de que cayera al suelo.

– ¡No es necesario emplear la fuerza, hermano Rodrigo! -le reconvino Manrique desde arriba-. Ya los tenemos en nuestro poder y podemos dar por finalizada esta desagradable historia.


Sara se volvió rápidamente hacia la voz que acababa de escuchar y sus pupilas reflejaron un dolor que, hasta entonces, yo no había observado en ellos… ¡Maldito Manrique de Mendoza! ¡Malditos todos los Mendoza!

– Os equivocáis, sire -dije conteniendo mi ira y utilizando a propósito la fórmula seglar para remarcar las distancias entre nosotros-. Esta historia no está finalizada en modo alguno. El papa Juan no parará hasta dar con vuestras riquezas. Su ambición es tan desmedida que, si yo desaparezco, enviará a otro, y luego a otro más, hasta obtener lo que desea.

– No es mí intención adularos, freire, pero por muchos sabuesos que envíe, ninguno llegará tan lejos como vos lo habéis hecho.

– Volvéis a equivocaros, sire. El Papa es hombre desconfiado 24 S y peligroso, y por ello hemos estado vigilados todo el tiempo por uno de sus mejores soldados, el conde Joffroi de Le Mans, que está al tanto de mis descubrimientos. Sólo tiene que explicar lo que me ha visto hacer y alguien continuará desde donde yo me quedé.


El de Mendoza volvió a soltar una de sus estruendosas carcajadas.

– ¡El pobre conde Joffroi no llegó a salir de San Juan de Ortega! -exclamó divertido-. No hubiera sido inteligente por nuestra parte dejarle escapar, ¿no os parece? Nuestros espías en Aviñón nos informaron puntualmente de vuestras visitas a Su Santidad durante el mes de julio y debido a vuestra gran fama, Perquisitore, y a que os hacíamos en Rodas, empezamos a preocuparnos: ¿a qué obedecería vuestro regreso y esas entrevistas con Juan XXII? Alguien tan peligroso como vos no acude inocentemente ante Su Santidad dos veces en un mes. Podía tratarse de algo ajeno a nosotros, pero nos pareció más prudente poneros bajo vigilancia, y así, cuando iniciasteis la peregrinación a Compostela supimos que había llegado el momento de actuar. Al hermano Rodrigo, que es uno de nuestros mejores espías, se le encargó la tarea de acompañaros. ¡Pero sois listo, Galcerán! Cuando se habla de vos siempre cuento la anécdota aquella en la que, con quince años, descubristeis, sólo por la forma zurda de coger el jarro, al criado ladrón que se estaba apropiando del vino de mi padre. ¿Os acordáis? ¡Pardiez! Aquello fue espléndido, si señor. El hermano Rodrigo, que pocas veces ha fracasado, no pudo averiguar nada a pesar de sus esfuerzos y eso nos inquietó mucho más. Cuando vimos que os lo quitabais de en medio con aquel purgante y que el escondite de santa Oria había sido violado, ya no nos cupo ninguna duda. Sólo esperábamos el momento de poder poneros la mano encima. Y ese momento es éste -y añadió riendo-: Gracias por venir.

– No me interesa vuestra historia, sire. Como vuestro padre, siempre actuáis con jactancia y soberbia. Yo tenía un trabajo que hacer y lo he hecho lo mejor que he podido. Ahora os toca a vos cumplir con el vuestro. Ahorradme, pues, el miserable espectáculo de vuestra absurda petulancia.


Manrique soltó un exabrupto.

– Algún día, Galcerán, comprenderéis las tonterías que un hombre como vos puede llegar a decir en momentos como éste. ¡Cargadlos en el carro! -ordenó perentoriamente, y luego, bajando la voz, dijo-: Adiós, Sara, dulce amiga. Lamento que hayamos vuelto a encontrarnos en estas desgraciadas circunstancias.


Sara le dio la espalda, volviéndose hacia mí, pero no pude fijarme en ella porque los monjes se nos abalanzaron y, antes de que supiéramos cómo, nos encontramos en el interior de un estrecho cajón de madera con un minúsculo respiradero atravesado por barrotes. Era un carretón cerrado para el transporte de presos. Caímos los tres al suelo con la primera sacudida y así iniciamos un viaje, que yo suponía corto y hacia la muerte, pero que duró, en realidad, cuatro días completos, durante los cuales atravesamos a toda velocidad las interminables llanuras castellanas de Tierra de Campos y el pedregoso páramo leonés, escuchando el galope enloquecido de los caballos, los gritos del postillón y el incesante restallar del látigo.


Nuestro viaje culminó en el infierno. Al atardecer del último día, después de atravesar los Montes de Mercurio [40], nos sacaron a empujones del carretón y nos fajaron los ojos con lienzos negros. Sin embargo, durante un instante tuvimos ocasión de contemplar un paisaje diabólico de sobrecogedores picachos rojos y agujas anaranjadas, salpicado por hoyas de verdes boscajes. ¿Dónde demonios estábamos? A un lado, una colosal embocadura de unas dieciséis o diecisiete alzadas [41] daba paso a una galería de paredes rocosas que torcía y serpenteaba hasta perderse de vista en las profundidades de la tierra. A golpes, nos introdujeron en aquel túnel y avanzamos un largo trecho tropezando, resbalando en no sé qué aguas y cayendo al suelo repetidamente, y luego, de pronto, todos mis recuerdos se vuelven confusos: el eco de las voces de mando en aquellos pasadizos ciclópeos se apagó poco a poco en mis oídos después de recibir un violento mazazo en la cabeza.


Cuando desperté había perdido completamente el sentido de la situación y del tiempo. No tenía ni idea de dónde me hallaba, ni por qué, ni en qué día, mes o año. Me dolía horrorosamente la parte posterior del cráneo en la que había recibido el golpe -un poco mas arriba de la nuca-y no era capaz de hilar pensamientos con cordura ni de coordinar los movimientos de mi cuerpo. Sufría de una gran angustia en la boca del estómago y no empecé a sentirme mejor hasta después de haber vomitado el alma. Poco a poco fui recuperando la conciencia y me incorporé lastimosamente apoyando un codo sobre las losas del suelo. Aquel sitio apestaba (yo había contribuido a ello) y hacía un frío terrible. Junto a mí, esparcidas en el suelo de cualquier manera, se hallaban nuestras pobres posesiones; al parecer, después de examinarlas bien, no las habían considerado lo suficientemente valiosas como para privarnos de ellas.


A la luz de un débil resplandor que se colaba a través de los barrotes de la puerta, alcancé a ver a Sara y a Jonás, que yacían inconscientes al fondo de la mazmorra sobre unos montones de paja. Como pude, me acerqué hasta el chico para comprobar que respiraba; después hice lo mismo con Sara, y luego, sin darme cuenta, me dejé caer a su lado y hundí la nariz en el cuello de la hechicera.


Mucho después, cuando desperté de nuevo y me removí, la judía, que apenas se había distanciado lo suficiente para mirarme, me preguntó en un susurro:

– ¿Cómo estáis?


No supe qué contestar. Por mi mente pasó la duda de si estaría preguntándome por mi estado o por la comodidad de encontrarme recostado sobre ella. Me incorporé, sintiéndome azorado e inseguro, y me costó lo mío separarme de su cuerpo.

– Me duele horriblemente la cabeza, pero, por lo demás, estoy bien. ¿Y vos?

– También a mí me golpearon -musitó llevándose una mano a la frente-. Pero me encuentro bien. No tengo nada roto, así que no preocuparos.

– ¡Jonás! -llamé al muchacho.


El abrió un ojo y me miro.

– Creo que no… que no… podré volver a moverme nunca más -balbuceó entre gemidos.

– Veámoslo. Levanta una mano. Bien, así me gusta. Ahora el brazo completo. Perfecto. Y ahora intenta mover una de esas piernas que no volverán a caminar nunca más. ¡Espléndido! Estás muy bien. No puedo examinarte el iris porque no hay luz, pero confiemos en tu fuerte constitución y en las ganas de vivir de tu joven cuerpo.

– Deberíamos empezar a pensar en cómo salir de aquí- soltó Sara con impaciencia.

– Ni siquiera sabemos dónde estamos.

– Es evidente que en un calabozo bajo tierra. ¡Este lugar no tiene precisamente el aspecto de un palacio!


Me aproximé a la puerta y, a través de los barrotes, inspeccioné el exterior.

– Es una galería tan larga que no puedo ver el final y la antorcha que nos alumbra está medio consumida.

– Alguien vendrá a reponerla.

– No estéis tan segura.

– Me niego a creer que nos tengan destinado un final tan cruel.

– ¿En serio…? -dejé escapar con sarcasmo-. Entonces recordad al papa Clemente, al rey Felipe el Bello, al guardasellos Nogaret, al frere de San Juan de Ortega, y al desgraciado conde Le Mans.

– Eso es distinto, freire. A nosotros no nos dejarán morir así, confiad en mí.

– Mucho creéis vos en la virtud templaria.

– Me crié en la fortaleza del Marais, os lo recuerdo, y los templarios salvaron mi vida y la de mi familia. Los conozco mejor que vos, y estoy segura de que, dentro de poco, alguien vendrá a reponer la antorcha y espero que también a traernos comida.

– ¿Y si no es así? -preguntó el chico atemorizado.

– Si no es así, Jonás -le respondí yo-, nos prepararemos para bien morir.

– ¡Sire, por favor! -desaprobó Sara de muy malas maneras-. ¡Dejad de atemorizar a vuestro hijo con tonterías! No te preocupes, Jonás. Saldremos de aquí.


Poco más cabía hacer sino esperar la llegada de algún ser vivo a través de aquella silenciosa galería. Por mi cabeza pasaban diferentes proyectos: si la ocasión resultaba propicia, podríamos atacar a los carceleros, pero sí eso no era posible -como yo mucho me temía-, nos quedaba la posibilidad de hacer un agujero en la pared, de blanda tierra arcillosa, aunque eso nos llevaría semanas de duro trabajo; y si ni siquiera la idea del agujero era factible, todavía podríamos atacar los desvencijados goznes de la puerta y su cerradura de hierro oxidado, o los astillados travesaños y cuarterones de la madera.


Bien mirado, muy poco parecía preocupar a los templarios la seguridad de nuestro encierro. Aquel portalón era cualquier cosa menos un obstáculo invencible para escapar del calabozo. Pero si ya estaba bastante sorprendido al comprobar la facilidad con que aquella hoja de madera podía venirse abajo, mi pasmo fue mayúsculo cuando escuché el ruido de una llave al girar y la voz familiar de Nadie que nos pedía autorización para entrar y ofrecernos alimentos. Jonás echó una mirada resentida a la puerta y se dio la vuelta de forma ostentosa.


Un par de freires sirvientes, ataviados con sus sayales negros de templarios de segunda, acompañaban al ahora transformado Nadie, que nos ojeó con curiosidad y ojeó también la celda. A un gesto de su mano, uno de los criados empezó a cambiar la paja vieja por nueva, a limpiar mi vómito y a barrer y remover la tierra del suelo. El otro depositó cuidadosamente ante Sara una gran bandeja repleta de comida (pan blanco, una olla de barro rebosante de caldo, pescado salado, puerros frescos y un ánfora de vino); luego entró y salió de la mazmorra para colocar un taburete de cuero detrás de Nadie -que lo ocupó en el acto, quitándose de la cabeza el bonete de algodón que le cubría la calvicie-, y por último se retiró discretamente escoltado por su compañeroo. La puerta permaneció abierta de par en par.

– Siempre es un placer reencontrar a los viejos amigos -afirmó Nadie. Se le veía satisfecho. Vestía con orgullo el indumento de caballero templario y se envolvía en su capa blanca con gestos tan naturales y cómodos que ya no me era posible recordarle vestido de comerciante peregrino.


Jonás lanzó un gruñido desde su rincón y Sara decidió que era el momento de irse con el muchacho. Yo no despegué los labios.

– Debo pediros perdón por lo de Castrojeriz, doña Sara -declaró dirigiéndose a ella-. Por si os consuela, sabed que he sido duramente castigado por mi falta contra vos.

– Me da igual, sire. No tengo el menor interés por vuestras cosas -respondió la judía con la voz cargada de dignidad.


Viendo que sus humildades y mansedumbres le valían de bien poco, el hermano Rodrigo decidió ir directamente al grano:

– He sido enviado para informaros de vuestra situación. Os encontráis a mucha profundidad por debajo de la superficie de la tierra, al fondo de una galería ciega que forma parte de los cientos de galerías que horadan esta vertiente de los Montes Aquilanos. Este lugar, llamado Las Médulas, a doce millas de Ponferrada, es, por desgracia, el último reducto libre de mi Orden por estos y otros muchos reinos. Antes teníamos una verdadera red de castillos y fortalezas en esta zona del Bierzo: Pieros, Cornatel, Corullón, la misma Ponferrada, Balboa, Tremor, Antares, Sarracín… y casas en Bembibre, Rabanal, Cacabelos y Villafranca. Ahora, por desgracia, sólo nos quedan estos túneles.


El silencio en torno a Nadie se espeso.

– Presumo que vos, don Galcerán -continuó, demostrando una actitud realmente voluntariosa-, ya habréis observado lo endeble de vuestra prisión y, sin embargo, dejadme que os diga que escapar de Las Médulas es imposible y si habéis leído a Plinio [42] sabréis de qué os estoy hablando.


La mención a Plinio despertó mi memoria. En su grandiosa Historia Natural, el sabio romano hablaba de la descomunal explotación minera llevada a cabo por el emperador Augusto en la Hispania Citerior allá por los albores de nuestra era. Un lugar en concreto de esa Hispania romana merecía toda la atención del erudito: Las Médulas, de donde los romanos obtenían veinte mil libras de oro puro al año. El sistema empleado para arrancar el metal a la tierra era el llamado ruina montium, que consistía en soltar de golpe grandes cantidades de agua desde formidables embalses situados en los puntos más altos de los Montes Aquilanos. El agua liberada descendía furiosamente a través de siete acueductos y, al llegar a Las Médulas, encallejonada en una red de galerías excavadas previamente por esclavos, provocaba grandes desprendimientos y perforaba la tierra. Los restos auríferos eran arrastrados hasta las agogas, o enormes lagos que actuaban como lavaderos, donde se recogía y limpiaba el dorado metal. Toda esta actividad se estuvo realizando ininterrumpidamente durante doscientos años.


Esa era la explicación de los picachos rojos y las agujas naranjas: restos de montañas devastadas por furiosas corrientes. Y era también la explicación de la tremenda seguridad de nuestro encierro: ni con el hilo de Ariadna -el que utilizó leseo para salir del laberinto-, hubiéramos podido escapar de aquella endiablada maraña de túneles. Estábamos más atrapados que si nos hubieran cargado de cadenas.

– Veo, por vuestra cara, don Galcerán, que habéis comprendido lo inútil de cualquier intento de fuga. Siendo así, no tendremos problemas. Y ya sólo me resta una cosa -Nadie se puso en pie y se encaminó hacia la salida-. Se me ha ordenado comunicaros que próximamente seréis trasladados, para siempre, a un lugar mucho más seguro que éste, y éste, don Galcerán, es de los más seguros de la tierra, os lo puedo garantizar.


Abandonó nuestra celda con mucha dignidad y la puerta se cerró ruidosamente tras él. Cuando volvimos a quedarnos solos, los tres prisioneros permanecimos largo rato en el mismo silencio que habíamos mantenido mientras Nadie estaba con nosotros. Yo no dudaba acerca del próximo paso a dar: mientras estuviésemos vivos había que seguir luchando, y puesto que nuestro destino, fuera cual fuera, parecía escrito en piedra, ¿por qué no intentar introducir todas las variaciones posibles, si después de todo íbamos a llegar al mismo lugar?

– ¡En pie! -exclamé irguiéndome de un salto.

– ¿En pie? -preguntó Sara extrañada.

– Nos vamos de aquí.

– ¿Nos vamos de aquí? -repitió Jonás aún más extrañado.

– ¿Es que vais a estar regurgitando todo lo que yo diga hasta el día del Juicio Final? ¿Acaso no hablo con suficiente claridad? He dicho que nos vamos, así que recoged las escarcelas porque tenemos un arduo trecho por delante.


Mientras ellos se preparaban, y como la daga de Le Mans era lo único que no me habían devuelto, saqué los documentos y salvoconductos falsos de la caja de estaño en la que los llevaba y, dejándola caer al suelo, la pisé con firmeza, y fui plegándola y pisándola hasta convertirla en un pequeño y resistente scalpru [43]. Luego me dirigí a la puerta y, haciendo palanca con la herramienta que acababa de fabricar, hice saltar los viejos y oxidados clavos de la cerradura, que extraje de su hueco en la madera en una sola pieza. El portalón se entreabrió, arrastrado por su propio peso.

– ¡Vámonos! -exclamé alborozado.


Seguido por Sara y Jonás, emprendí la huida por el largo pasillo subterráneo, no sin antes haber cogido la antorcha que llameaba en la pared junto a la celda. Mi única preocupación era tropezar de bruces con alguna patrulla de templarios.


El pasillo seguía en línea recta unos cinco estadios y luego descendía por unas escaleras labradas en el suelo y continuaba otros cinco estadios más. De repente, empezó a girar a la siniestra, dibujando un arco perfecto, hasta llegar a una bifurcación de caminos. Allí me detuve, indeciso. ¿Qué dirección debía tomar? Se imponía adoptar un criterio general del tipo «siempre a la diestra» o «siempre a la siniestra» -en un laberinto es la única decisión posible-, y marcar las intersecciones por donde pasaramos para reconocerlas si, por desgracia, volvíamos a ellas.

– ¿Hacia dónde os parece a ambos que deberíamos ir? -pregunté quedamente, sacando el scalpru de mi cinturón para hacer una muesca en la pared.

– ¿Lo ves, Jonás? -oí susurrar a Sara-. Esto es lo que yo te decía. El camino está marcado como en los túneles del subsuelo de París.


Me giré sorprendido y tuve que bajar la mirada para encontrar, de hinojos frente a una esquina, a Jonás y a Sara, que me daban la espalda.

– ¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo? -bramé (en voz baja, por supuesto, pues todos nuestros diálogos eran pronunciados en susurros para no alertar a los templarios).

– ¡Mirad, sire! -me dijo Jonás con los ojos brillantes-. Sara ha encontrado las señales para poder salir de aquí.

– ¿Os acordáis de las muescas que mirábamos en las galerías subterráneas de París?

– ¡Vos me guiabais, yo no vi nada de nada!

– Si lo visteis, pero no os fijasteis, freire Galcerán. Yo consultaba de vez en cuando las marcas en las esquinas para que no nos perdiéramos, pues, por precaución, debía tomar cada día un camino diferente.

– Ahora que lo decís… -murmuré a regañadientes, recordando aquellos viajes nocturnos realizados apenas tres meses atrás. ¡Tan sólo tres meses!, me dije sorprendido. Parecía que una vida completa hubiera transcurrido desde entonces.

– ¿Veis? -dijo Sara volviendo la cara de nuevo hacia la parte baja del recodo-. Acercad la antorcha.

Iluminé lo mejor posible la zona que ella señalaba y me incliné a observar. Tres muescas profundas se apreciaban en el borde de la arista, todas idénticas, de igual ancho y profundidad, hechas, a no dudar, con el mismo especial instrumento.

– ¿Qué significa? -¡Oh, bueno…! Puede significar muchas cosas en función de lo que se busque.

– Buscamos la salida -aclaró Jonás, por si acaso lo habíamos olvidado.

– Entonces debemos tomar a la diestra. Ese es el buen camino. Caminamos unos tres estadios más por aquel corredor, y volvimos a encontrarnos en una intersección de galerías. En esta ocasión, cuatro posibilidades se nos ofrecían, una a la diestra y otra, que se dividía en un abanico de tres ramales, a la siniestra. Las dimensiones eran descomunales, entre seis y doce alzadas por boca de túnel. Parecíamos pequeñas hormigas caminando por las naves de una catedral. Sara me arrastró hacia las marcas de cada una de las esquinas, para que la iluminara mientras ella miraba. Con el dedo señaló el pasadizo que continuaba en línea recta al que habíamos seguido para llegar hasta allí.

– Ése -dijo muy segura. -Ése también está señalado por tres marcas -observó Jonás.

– Las tres marcas significan «buena dirección», aunque también pueden significar «entrada» o «salida».

– ¡Pero eso no es posible! Una misma señal no puede tener tres significados distintos.

– Pues ésta tiene bastantes más, pero sólo os menciono los que se ajustan mejor a lo que estamos buscando.

¿Y si en lugar de tres hubiera dos muescas?

– También podría significar muchas cosas. En nuestro caso, por ejemplo, «desvío», «atajo», «refugio» o «capilla», si es que deseáis rezar antes de salir.

– ¿Y una sola muesca?

– ¡Nunca sigas las galerías marcadas con una sola muesca, Jonás! -exclamó Sara muy seria y con voz grave-. No regresarías jamás.

– Pero ¿qué significa?

– Una muesca puede significar, por ejemplo, «trampa», «camino sin salida» o… «muerte». Si tuviésemos que separarnos por alguna razón, seguid siempre las galerías que muestren la triple marca y, si no la hubiera, las que muestren la marca doble. Jamás, ¡jamás!, ¿me oís bien?, las que sólo tienen una. Si todos los pasadizos estuvieran marcados por una sola muesca, retroceded hasta la intersección anterior y elegid de nuevo la menos mala de las restantes direcciones.

Al final de aquel inmenso corredor nos esperaba una vasta explanada vacía que sólo tenía una salida a la diestra. Cohibidos por la grandiosidad de aquellos lugares y por las tinieblas que nos rodeaban, avanzamos sigilosamente hacia allí. Por fortuna, la marca era de nuevo triple. La catacumba dibujaba una pequeña curva a la siniestra antes de lanzarse hacia adelante. A la diestra fuimos dejando una serie de siete bocas de túnel marcadas con la señal sencilla, la de una única muesca, así que nos abstuvimos de entrar. Cuando llegamos al final, encontramos otra explanada, aunque un poco más pequeña que la anterior. Nos quedamos helados cuando descubrimos que no tenía salida alguna.

– ¿Y ahora qué? ¿No decíais que íbamos por buen camino? -preguntó Jonás a la hechicera.

– Y por buen camino íbamos, te lo aseguro. Esto también es incomprensible para mí.


Me quitó la antorcha con un gesto rápido y comenzó a examinar las curvadas paredes, a tantearías con la palma de la mano, a remover la tierra con los pies.

– ¡Aquí hay algo! -exclamó alborozada al cabo de un tiempo-. ¡Mirad!


El muchacho y yo nos inclinamos hacia el claro que Sara había despejado en el suelo con las sandalias. Un grabado pequeño, de apenas el tamaño de la palma de mí mano, y muy bien ejecutado, representaba la figura de un gallo con el cuello estirado y el pico abierto en actitud de cantar. De inmediato me resultó familiar y recordé enseguida dónde había visto recientemente una imagen idéntica.

– ¿Qué puede significar? -me preguntó Jonás, arqueando las cejas. -La simbología del gallo es múltiple -expliqué mientras dejaba caer al suelo mi escarcela y sacaba apresuradamente de su interior la talega de los remedios, la que había dispuesto por si nos hacían falta medicinas durante el viaje y que, de momento, sólo me había servido para preparar el purgante con el que, en Nájera, me había deshecho del viejo Nadie-. Por su relación con el amanecer -continué hablando-, simboliza la victoria de la luz sobre las tinieblas. Entre los antiguos griegos y romanos, y todavía en algunos pueblos de Oriente, el gallo representa la combatividad, la lucha y el valor. Para los cristianos, sin embargo, es un símbolo de la Resurrección y el retorno de Cristo.

Mientras hablaba, extraía a puñados de la talega los saquitos que contenían las hierbas curativas y, cuando estuvieron todos fuera, sobre el suelo, empecé a desatar los cordoncillos que los aseguraban y a arrojar al aire, sin miramientos, el contenido. Sara y Jonás me miraban boquiabiertos.

– ¿Se puede saber qué estáis haciendo, micer? -consiguió preguntar finalmente la hechicera.

– ¿Recuerdas, Jonás, que en la cripta de San Juan de Ortega encontramos un rollo de cuero lacrado con el sello templario?

– Sí. Lo cogisteis mientras escapábamos.

– Pues bien, el día que permanecí solo en el Hospital del Rey, en Burgos, esperando noticias tuyas, recordé que no lo había examinado, así que rompí el lacre y lo abrí. Era una pieza de cuero como de media vara de largo por otra media de ancho, y estaba llena de dibujos herméticos acompañados por breves textos latinos escritos en letras visigóticas. El encabezado era un versículo del Evangelio de Mateo: Nihil enim est opertum quod non revelabitur, aut occultum quod non scietur [44], «Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse»… En aquel momento, naturalmente, me resultó incomprensible, pero no albergaba dudas de que se trataba de algo importante que debía conservar y, como no me fiaba de Joffroi de Le Mans, me puse a pensar en alguna forma segura de ocultarlo, alguna que no despertara sospechas, así que dividí el cuero en pedazos, más o menos de igual tamaño y forma que los utilizados para guardar las hierbas, y sustituí los viejos saquitos por los nuevos.

– ¿Y…? -me urgió Sara al ver que me detenía para tomar resuello.

– ¿Y…? ¿Es que no está claro? Pues mirad bien, hechicera, y decidme si no es ese gallo del suelo idéntico al gallo dibujado en este pedazo de badana.


Le alargué uno de los recortes y ella lo cogió de mis manos y lo iluminó con la antorcha para contemplarlo detenidamente.

– ¡Es el mismo signo! -exclamó mostrándoselo a Jonás que, como la superaba en estatura más de una cabeza, se asomaba cómodamente por encima de su hombro.

– Aquí hay algo -dijo el muchacho tomando el fragmento de las manos de Sara-. ¿No lo veis? Lleva una estampación. Está muy desdibujada pero no hay duda de que va unida al símbolo del gallo.


Ahora era mi turno de arrebatar el cuero. El chico tenía razón, allí había algo más: podía distinguirse la imagen de un árbol esbelto, que surgía de una figura yacente, coronado por un esférico Crismón. Estaba claro que era una representación abreviada del Árbol de Jesé, con el profeta Isaías durmiendo en la base y Jesucristo en lo alto.

– Et egredietur virga de radice Iesse[45]‘ -recitó Jonás, que había llegado, al parecer, a la misma conclusión que yo.

– Veo que no has olvidado tus años de puer oblatus -le dije complacido.


Enrojeció hasta las orejas y los labios le dibujaron una sonrisa de satisfacción que trató inútilmente de disimular.

– Como tengo muy buena memoria, en el cenobio me elegían siempre para ayudar en los Oficios y me los aprendí todos de principio a fin -dijo orgulloso-. Ahora ya no me acuerdo muy bien, pero antes podía recitarlos completos, sin equivocarme en nada. La parte que más me gustaba era el Dies Irae.

– Entonces no te será difícil explicar este aenigma.

– Sólo sé que ese árbol es el Árbol de Jesé, que describe la genealogía de Jesucristo, los cuarenta y dos reyes de Judá, basándose en la profecía de Isaías cuyo primer versículo he recitado.

– Puesto que conoces a fondo los Oficios Divinos, dime: ¿en cuál de ellos se recitan los nombres de los cuarenta y dos reyes de Judá?


Jonás hizo memoria.

– En Nochebuena, en el primer Oficio después de la medianoche, el que se celebra para conmemorar el nacimiento de Jesús.

– ¿Aún no caes…? -pregunté viendo su cara de extrañeza-. Bueno, pues dime cómo se conoce popularmente esa primera misa que se celebra después del nacimiento de Jesús.


Su rostro se iluminó con una gran sonrisa.

– ¡Ah, ya! ¡Misa del gallo!

– ¿Del gallo? -inquirió Sara mirando alternativamente al animalito dibujado en el suelo y al dibujado en el cuero.

– Ya vais comprendiendo.

– Pues no -dejó escapar ella con un bufido-. No comprendo nada.

– ¿No…? Pues mirad. Me coloqué en el centro de la cámara y levanté la cabeza hacia la oscuridad que reinaba sobre mi, estirando el cuello como hacía el gallo de los dibujos.

– Liber generationis Iesu Christi, filii David, filii Abraham -comencé a recitar con voz vigorosa. En mi fuero interno rogaba para que no se me olvidara ningún nombre, pues hacia muchos años que no recitaba la genealogía de Jesús, uno de los ejercicios de memoria habituales en los estudios de los muchachos-. Abraham genuit Isaac, Isaac autem genuit Jacob, Jacob autem genuit Iudam et fratres eius, Judas autem genuit Phares et Zara de Thamar, Phares autem genuit Esrom, Esrom autem genuit Aram, Aram autem genuit Aminadab, Aminadab autem genuit Naasson, Naasson autem genuit Salmon, Salmon autem genuit Booz de Rachab, Booz autem genuit Obed ex Ruth, Obed autem genuit Iesse, Iesse autem genuit David regem…


Acababa de terminar el primer grupo de catorce reyes -la genealogía de Cristo siempre se enumera en tres grupos de catorce, tal como la refiere san Mateo en su Evangelio-y me detuve para serenar mi pulso y mi respiración. Nada singular ocurría de momento.

– ¿Habéis acabado ya? -quiso saber Sara con tonillo de ironía.

– Aún le quedan dos grupos de reyes -le explicó Jonás.


Yo continué.

– David autem rex gen uit Salomonem ex ea quaefuit Uriae, Salomon autem genuit Roboam, Roboam autem genuit Abiam, Abias autem genuit Asa, Asa autem genuit Iosaphat, Josaphat autem genuit Ioram, Joram autem genuit Oziam, Ozias autem genuit Joathas, Joathas autem genuit Achaz, Achaz autem genuit Ezechiam, Ezechias autem genuit Manassem, Manasses autem genuit Amon, Amon autem genuit Iosiam, Josias autem genuit Iechoniam et fratres eius in transmigratione Babylonis.


Volví a detenerme después de terminar el segundo grupo, entre las generaciones nacidas antes y después de la deportación a Babilonia. Pero seguía sin ocurrir nada especial.

– Et post transmigrationem Babylonis -continué, un poco desanimado-, Jechonias genuit Salathihel, Salathihel autem genuit Zorobabel, Zorobabel autem genuit Abiud, Abiud autem gen uit Eliachim, Eliachim autem gen uit Azor, Azor autem genuit Saddoc, Saddoc autem genuit Achim, Achim autem genuit Eliud, Eliud autem genuit Eleazar, Eleazar autem genuit Matt han, Matthan autem genuit Jacob, Jacob autem genuit Joseph, virum Mariae, de qua natus est Jesus qui vocatur Christus [46].


Un ruido sordo, como el de un mecanismo que se pone lentamente en marcha, se empezó a escuchar sobre nuestras cabezas en cuanto pronuncié el nombre de Maria. Por más que alcé la antorcha, la luz que ésta irradiaba no llegaba hasta el techo, así que no pudimos ver qué estaba sucediendo allá arriba hasta que una cadena de hierro, gruesa como el brazo de un hombre, entró en el reducido círculo de claridad. Descendía lentamente, desenroscándose con pereza en alguna parte alta de la bóveda. Cuando estuvo al alcance de mi mano la sujeté con vehemencia y, una vez que se hubo detenido, tiré de ella con fuerza. Otro ruido extraño, como de ruedas dentadas que colisionan entre sí, se escuchó en alguna parte tras la pared de roca que teníamos enfrente. Sara dio un paso atrás, cohibida, y se pegó a mi costado.

– ¿Cómo pueden las palabras poner en marcha un ingenio mecánico? -preguntó sobrecogida.

– Sólo puedo deciros que existen ciertos lugares en el mundo en los que losas gigantescas y piedras descomunales, misteriosamente transportadas por el hombre en el pasado más remoto y colocadas en equilibrio sobre zócalos a veces inverosímiles, vibran y braman ante determinados sonidos, o cuando se pronuncian ante ellas unas palabras concretas. Nadie sabe cómo, quién o por qué, pero el caso es que ahí están. En vuestro país se las llama rouleurs y aquí piedras oscilantes. He oído hablar de dos lugares en los que pueden encontrarse, uno en Rennes-les-Bains, en el Languedoc, y otro en Galicia, en Cabio.

La pared de roca se deslizaba suavemente hacia abajo, sin otro ruido que el chasquear de las piezas del artilugio que la movía. El paso quedó al fin libre. Al otro lado vimos una cámara idéntica a la que nos encontrábamos con la única diferencia de presentar unas escaleras que ascendían a un nivel superior.

– Jonás, ¿recuerdas la segunda escena del capitel de Eunate? -dije de pronto evocando el remate de aquella columna navarra.

– ¿Esa en la que el ciego Bartimeo llamaba a gritos a Jesús?

– Exacto. ¿Recuerdas el mensaje de la cartela, que reproducía las palabras de Bartimeo?

– ¡Huum!… Filii David miserere mei.

– ¡Filii David miserere mei! «Hijo de David, ten misericordia de mí», ¿te das cuenta?

– ¿De qué? -preguntó sorprendido.

– Filii David, Filii David… -exclamé-. Bartimeo grita «Hijo de David», que es la expresión utilizada para afirmar la ascendencia real del Mesías, su genealogía. Y el versículo del Evangelio de Mateo comienza Liber generationis Jesu Christi, filii David… ¿No lo ves? Todavía no sé cómo enlazarlo con la puesta en marcha del mecanismo que ha abierto esta pared de roca, pero no dudo que dicha relación existe.


De nuevo comenzó la andadura a través de interminables galerías e interminables pasadizos. Nuestras sandalias habían adquirido el tono rojizo de la tierra y nuestros ojos habían aguzado sus capacidades hasta permitirnos ver en la oscuridad. Ya no necesitábamos inclinarnos para distinguir las marcas en las bocas de los túneles; una ojeada al pasar nos bastaba para apreciarlas con nitidez.


Comenzaba a preocuparme gravemente el hecho de no hallar patrullas de templarios por ningún lado. Había partido de la mazmorra convencido de que antes o después tendríamos que ocultarnos o enfrentarnos a los freires, y el hecho de llevar más de una hora de escapada sin tropezar con un alma viviente empezaba a ponerme nervioso. Ni pasos, ni sombras, m ruidos humanos…

– ¿Qué es eso que se escucha al fondo? -preguntó de repente Sara.

– Yo no oigo nada -afirmé.

– Yo tampoco.

– Pues es un murmullo, como un mosconeo.


Jonás y yo prestamos mucha atención, pero sin éxito. Lo único que se escuchaba era el leve crepitar de la antorcha y el eco de nuestros pasos. Sara, sin embargo, volvió a insistir al cabo de poco:

– Pero ¿de verdad no lo oís?

– No, de verdad que no.

– Pues cada vez es más fuerte, como si nos fuéramos acercando a algo que emite un zumbido.

– ¡Yo si lo oigo! -anunció Jonás con alegría.

– ¡Bueno, menos mal!

– ¡Es un canto! -explicó el chico-. Una salmodia, una suerte de canturreo. ¿No lo escucháis, sire?

– No -gruñí. Seguimos avanzando y, al pasar por delante de una bocamina marcada con la señal triple, percibí por fin el sonido. Era, efectivamente, un canto llano monocorde, un De profundis entonado por un formidable coro de voces masculinas. Ésa era la razón, me dije, de no haber encontrado ni un solo templario desde que escapamos del calabozo: se hallaban todos reunidos al final de aquel pasadizo que acabábamos de emprender, celebrando un Oficio Divino. Nunca, en toda mi larga vida, había tenido ocasión de escuchar a tan nutrido grupo de hombres cantando al unísono y el sentimiento que ello me despertaba era de profunda exaltación, de intenso arrebato, como si la melopea pulsara mis nervios a modo de cuerdas de salterio. El sonido se volvía más y más fuerte conforme nos íbamos acercando, y, al doblar un recodo de la galería, atisbamos también un brillante resplandor. Jonás hizo el gesto de taparse los oídos con las manos, ensordecido por el estruendo del canto -considerablemente acentuado por la acústica de las bóvedas-, pero en ese momento, al finalizar una leve subida en el tono, las voces guardaron silencio de pronto. Un leve retumbo quedó flotando en el aire húmedo y caliente.


Con un gesto imperioso de la mano ordené el máximo sigilo. Acababa de vislumbrar una sombra en el resplandor, un leve movimiento en la luz que procedía del fondo del corredor. Sara y Jonás se pegaron a la roca con cara de espanto. No cabía ninguna duda de que había alguien ahí delante, y era preciso que no nos descubriera. Les indiqué mediante señas que permanecieran inmóviles donde estaban y yo seguí avanzando calladamente, con pasos quedos y conteniendo la respiración. El pasillo se estrechaba como un embudo hasta adquirir proporciones humanas y en su extremo final, frente a una balaustradilla que daba al vacío, vi la espalda de un templario con la cabeza sometida al yelmo y cubierto por el largo manto blanco con la gran cruz bermeja de extremos ensanchados. Parecía estar de guardia y permanecía muy atento a lo que sucedía más allá del barandal. Intentando no ser descubierto, retrocedí con cautela, caminando hacia atrás sin perderle de vista, pero aquel día la diosa Fortuna no estaba de mí parte y un maldito guijarro, pequeño como el diente de un ratón, se incrustó entre las correas de mi sandalia clavándose en mí carne y haciéndome perder el equilibrio. Braceé y oscilé tan silenciosamente como pude, pero la palma de mi mano buscó el apoyo en la piedra y se oyó un chasquido seco. El templario se volvió, supongo que esperando no encontrar nada y, al yerme, sus ojos se desorbitaron y su cara barbuda empalideció. Incrédulo, tardó unos instantes vitales en reaccionar, en decidir qué debía hacer, y, aunque se recuperó rápido, mucho más rápido fue el impulso de mi brazo lanzando con ferocidad el scalpru, que fue a incrustarse limpiamente en su garganta, bajo la nuez, impidiéndole emitir cualquier sonido y segándole la vida. Sus pupilas se tornaron vidriosas e inició el absurdo gesto de bajar la cabeza para mirar el extremo del arma que llevaba en el gaznate, pero no pudo: un río de sangre empezó a manar de la herida y su corpachón se tambaleó. Hubiera caído al suelo como un odre de vino de no haberlo sostenido yo por la cintura.


Después de comprobar que aquel descomulgado estaba bien muerto, le quité rápidamente la capa y me la dejé caer por los hombros y me cubrí la cabeza con el yelmo cilíndrico, pasando a ocupar su lugar en la balaustrada.


Me mantuvo en pie la incredulidad y el deseo de seguir vivo. A mis pies, la más hermosa de las basílicas, rutilante de luz y esplendor, brillaba como uno de esos espejos de mujer exquisitamente engastados con piedras preciosas. Todo el templo estaba hecho de oro puro y un intenso aroma a incienso y otros perfumes se esparcía en el interior. Las dimensiones de aquella gran nave octogonal excavada en la roca superaban con mucho las de Notre-Dame de París, y ninguna de las más fastuosas mezquitas de Oriente, ni siquiera la gran mezquita de Damasco, la alcanzaba en ornato y opulencia: recubrimientos de mármol, colgaduras de terciopelo, bellísimos reposteros, largos paneles de espléndidos mosaicos con motivos del Antiguo Testamento, frescos con escenas de la Virgen, lámparas de bronce, candelabros de oro y plata, joyas, y, en el centro, sobre un entarimado cubierto de alfombras, un altar suntuoso (de unos diez palmos de altura por otros quince o más de longitud), trabajado en filigrana y cubierto por un templete junto al que sermoneaba, en pie, un freire capellán. En torno al ara, cientos de caballeros templarios, atavíados con sus mantos blancos y con las cabezas descubiertas e inclinadas en señal de respeto, permanecían hincados de hinojos y totalmente subyugados por las palabras del sacerdote, que peroraba sobre los valores necesarios para afrontar los malos tiempos y las fuerzas espirituales que debían alimentar a la Orden para llevar a cabo su misión eterna.


Desde mi puesto de observación en aquella estrecha bocamina convertida en balcón de vigilancia, la visión que se me ofrecía era la de un espacio mágico cargado de misterio, y me sentía tan confundido que tardé un poco en descubrir que el altar situado en el centro no era otra cosa que una elegante cubierta cuya única función consistía en custodiar algo mucho más valioso e importante. Todavía escuché un canto más -durante el cual Sara y Jonás se situaron silenciosamente a mi espalda-, antes de caer en la cuenta de que lo que tanta devoción inspiraba a aquellos extáticos y fascinados caballeros del Temple (que, como figuras de piedra, permanecían arrodillados sin mover ni un pliegue de sus mantos) era, ni más ni menos, que el Arca de la Alianza.


¿Cómo explicar la emoción que me supuso descubrir que allí mismo, ante mis asombrados ojos, estaba el objeto más deseado de la historia de la humanidad, el trono de Dios, el receptáculo de Su fuerza y Su poder…? Aunque lo deseaba con toda mi alma -en aras de la moderación-, no podía albergar ningún recelo sobre lo que estaba viendo:


Harás un Arca de madera de acacia -dijo Yahvé a Moisés-, dos codos y medio de largo, codo y medio de ancho y codo y medio de alto. La cubrirás de oro puro, por dentro y por fuera, y en torno de ella pondrás una moldura de oro. Fundirás para ella cuatro anillos de oro, que pondrás en los cuatro ángulos, dos de un lado, dos del otro. Harás unas barras de madera de acacia, y también las cubrirás de oro, y las pasarás por los anillos de los lados del arca para que pueda ser llevada. Las barras quedarán siempre en los anillos y no se sacarán.

En el arca pondrás el testimonio que yo te daré.

Harás asimismo una tabla de oro puro de dos codos y medio de largo y un codo y medio de ancho. Harás dos querubines de oro, de oro batido, a los dos extremos de la tabla, uno al uno, otro al otro lado de ella. Los dos querubines estarán a los dos extremos. Estarán cubriendo cada uno con sus dos alas desde arriba la tabla, de cara el uno al otro, mirando la tabla. Pondrás la tabla sobre el arca, encerrando en ella el testimonio que yo te daré. Allí me revelaré a ti, y sobre la tabla, en medio de los dos querubines, te comunicaré yo todo cuanto para los hijos de Israel te mandaré. [47]


¡Así pues, era cierto que los templarios habían encontrado el Arca de la Alianza! Aquellos nueve caballeros que fundaron la Orden en Jerusalén lograron cumplir la misión encomendada por san Bernardo. Probablemente, un grupo numeroso de freires milites la escoltó en secreto muchos años atrás desde las caballerizas del templo de Salomón en Jerusalén hasta aquellas galerías subterráneas del Bierzo, permaneciendo desde entonces en aquel lugar ignoto.


Pude sentir la emoción recorriéndome la columna vertebral y sacudiendo todo mi cuerpo de arriba abajo. Aquella Arca contenía, de ser ciertas las palabras de la Biblia, las Tablas de la Ley, pero no de la Ley entendida como un cúmulo de pueriles prohibiciones impropias de un Dios, sino como el Logos, como el Verbo, como las medidas sagradas arquitectónicas, las relaciones geométricas, musicales y matemáticas del Universo, como potencia destructiva que acabó con la vida de los filisteos llenándolos de tumores [48] y como gigantesca columna de fuego capaz de ascender hasta los cielos. [49]

Ningún otro poder, ni destructor ni creador, era comparable al de aquella Arca y, sin embargo, nada en su pacífica apariencia, en la afectada serenidad de los dorados querubines, en su belleza, lo dejaba traslucir. No era de extrañar, pues, la actitud de los freires salomónicos, arrodillados con auténtica reverencia. También yo, de haber podido, me hubiera prosternado. A no dudar, la red de fortalezas y casas templarias de los contornos, esas que había mencionado Nadie durante su visita al calabozo, estaban destinadas a proteger el Arca de la Alianza.


El eco de un grito de alarma conmovió súbitamente las paredes de la basílica. Mil cabezas se izaron y un rumor sordo empezó a circular como un torbellino por el recinto. Antes de que se hubiera apagado el retumbo del anterior, otro alarido hizo que todos los templarios se pusieran en pie llevándose las diestras a las espadas. El clamor aumentaba y, una tras otra, las miradas fueron convergiendo hacia mí. El embotamiento de mis sentidos me paralizaba, pero el tumulto era demasiado grande para ignorar que había sido descubierto. ¿Cómo demonios habían sabido que…?


La figura larguirucha de Jonás permanecía inmóvil a mi lado con los ojos fijos en el Arca. Ni el estruendo ocasionado por su aparición en la balconada, ni los tirones que Sara propinaba a su jubón, conseguían despertarle de la fascinada contemplación en la que se hallaba inmerso.

– ¡Huyamos! -grité, arrancándome el yelmo y la capa, y tirando de Jonás por un brazo.


Nos precipitamos galería abajo esperando alcanzar la salida antes de que los templarios tuvieran tiempo de llegar hasta allí. Recogí la antorcha del lugar en que Sara la había dejado, y con Jonás siguiéndonos como un galgo, nos abalanzamos sobre las esquinas de los túneles para observar las marcas. Corríamos a ciegas, sin saber qué dirección llevábamos, acosados por los gritos y el rumor de pasos y carreras. Atravesamos innumerables galerías, pasadizos y cámaras, subimos escaleras y remontamos pendientes (de lo que dedujimos que ascendíamos hacia la superficie), persuadidos de que nos daban alcance en cualquier momento. En más de una ocasión escuchamos amenazadores ladridos de mastines, así como cascos de caballos lanzados al galope por los túneles. Por fortuna, conseguíamos escapar por los pelos salvando frágiles puentes de cuerda o pasarelas de madera sobre abismos impenetrables. Finalmente, con las piernas doloridas y el resuello agotado, desesperados y sudorosos, llegamos a un recinto de grandes dimensiones y, por desgracia, sin salida posible. Unos pequeños orificios, distribuidos a modo de cenefa o ribete a unas diez alzadas del suelo, dejaban entrar maravillosos rayos de luz natural.

– ¡Estamos en la salida! -gritó Sara, señalando las hebras de sol.

– ¿Qué salida? -preguntó Jonás, desanimado.

– Esa salida… -murmuré, y apunté con el mentón una extraña silueta en la pared rocosa. Más, no bien hube acabado el incipiente gesto, se oyó un rugido lejano, una especie de bramido que surgía del interior de la tierra, un fragor que llegaba acompañado de un ligero temblor del suelo y las paredes.

– ¿Qué demonios es eso? -exclamé enojado.

– No sé, sire -murmuró Jonás volviendo la mirada hacia el túnel-, pero no me gusta nada cómo suena.

– No perdamos tiempo -apremió Sara-. La salida, sire Galcerán.

– ¡Ah, sí, la salida! Una franja del muro rocoso que teníamos frente a nosotros estaba artificialmente construida con grandes sillares ajustados entre sí y, justo a ras de suelo, a modo de puerta, con el alto y el ancho de una persona, uno de los bloques presentaba, cincelado, un círculo con un punto en el centro.


Aquél era el símbolo que, para la alquimia, la Qabalah y el Zodíaco representaba al sol -el Uno-, y estaba claro que su presencia no obedecía a una mera casualidad o a un capricho decorativo. El hecho de ser el último obstáculo antes de alcanzar la salida -la luz aludida por el ribete de orificios- indicaba claramente que el símbolo solar tenía mucho que ver con la forma de poder abandonar aquel laberinto subterráneo. ¿Se cumplía acaso la norma descrita por las pistas halladas a lo largo del Camino del Apóstol? Sí, pues, de momento, teníamos una losa que apartar, una roca que empujar para alcanzar el objetivo, como en Jaca, San Millán o San Juan de Ortega, aunque aquí, en lugar de Taus, tenía el símbolo del sol. ¿Qué podía significar?, me preguntaba.

– Algo no marcha bien… -murmuró Jonás dando unos pasos hacia el túnel para escuchar mejor el horrísono estrépito que procedía de las entrañas de la tierra. El temblor del suelo era claramente perceptible a través de los pies y aumentaba en proporción al ruido.

– La salida, sire, la salida… -me urgió Sara con cara de angustia.


La salida… El bloque marcado con el símbolo parecía sostener toda la estructura de sillares, lo que venía a significar una trampa mortal, pues, si lo retirábamos empujándolo hacia afuera, los pesados fragmentos de roca se desmoronarían sobre nuestras cabezas para, en el mejor de los casos, cerrarnos la salida para siempre. Ego sum lux, rezaba el capitel de Eunate. Puerta solar, puerta del sol, puerta de la luz, orificios a través de los cuales se colaba la luz… Pero podríamos haber llegado hasta allí de noche, como en San Juan de Ortega, por ejemplo, y en ese caso la luz no hubiera entrado… La luz, el rayo de luz que iluminaba el capitel de la Anunciación en San Juan de Ortega… ¿Por qué siempre la luz?

– ¡Dios nos asista! -gritó Jonás volviendo a mí su cara desesperada-. ¡Están inundando las galerías!

– ¿Qué?

– ¡Han soltado el agua de algún antiguo embalse romano para anegar esta parte de las galerías y ahogarnos dentro! ¿Es que no lo oís? Ruina Montium… ¡Ese ruido es el agua, el agua que viene hacia aquí!


De pronto el bramido me resultó horrorosamente siniestro. ¡Estábamos atrapados en una ratonera!

– ¡La salida, sire Galcerán, la salida! -gritó Sara.

– ¡La salida, padre! -gritó Jonás acudiendo junto a mí en busca de protección.


¿Por qué mis pensamientos vagaban hacia un lejano pasado en lugar de buscar la solución al enigma de la puerta solar? ¿Por qué, mientras pasaba un brazo por los hombros de mi hijo, mi mente recuperaba imágenes de la mocedad en las que me veía paseando por el campo, bajo los rayos cálidos del sol, con Isabel de Mendoza? Como si estuviera aceptando la muerte, mi corazón volvía a las soleadas mañanas de mi pasado, cuando tenía toda la vida por delante, cuando el calor hacía hervir mi sangre y la sangre del joven cuerpo de Isabel.


Y de repente lo supe. Supe la solución mientras la mano tibia de Sara se introducía en la mía buscando el calor ante el frío de la muerte.

– ¡Empujad! -grité intentando hacerme oír por encima del ensordecedor bramido del agua, que debía estar ya a punto de alcanzar nuestra cámara a juzgar por el estruendo.

– ¡Nos aplastarán las rocas, padre! -opuso Jonás en mi oído.

– ¡Empujad los dos con todas vuestras fuerzas! ¡Empujad esa roca, vivediós, o moriremos aquí dentro como gusanos!


Nos abalanzamos los tres contra la losa marcada con el signo solar y empujamos con todas nuestras fuerzas. Pero la roca no se movió. No sé cómo se me ocurrió empujar directamente sobre el símbolo, y la puerta de piedra se deslizó, no sin dificultades, hacia el exterior, y ni uno solo de los sillares que se sostenían en el aire sobre nuestras cabezas se movió un ápice. Salimos al exterior y corrimos como almas que lleva el diablo, ascendiendo una de las vertientes cercanas para quedar fuera del alcance del torrente que, como una serpiente enloquecida, en su ansia por salir al exterior había derribado la franja de rocas milagrosamente sostenida sobre nosotros mientras atravesábamos el vano de la puerta.

– ¿Cómo supisteis que podíamos salir sin peligro de morir aplastados? -me preguntó Sara poco después, mientras contemplábamos cómo se deslizaba el agua entre los picachos del extraño paisaje de Las Médulas.

– Por el sol -les expliqué sonriendo-. Si hubiera sido de noche, habríamos muerto sin remedio. Las piedras se hubieran desmoronado sobre nosotros al empujar la losa con la intención de salir. Pero el calor, el calor del sol en este caso, produce un extraño fenómeno en los cuerpos: los dilata, los hace más anchos, mientras que, por el contrario, el frío los encoge. Sine lumine pereo, sin luz perezco, como dice el adagio… Los sillares de la pared rocosa, al calentarse, se han expandido, manteniéndose íntegra la estructura aunque hayamos retirado la puerta con el símbolo solar. Por la noche, sin embargo, sólo se sujeta gracias a ella -me quedé pensativo unos instantes-. Algo así debía ocurrir en San Juan de Ortega, sin duda, aunque no lo comprendí a tiempo. Probablemente, si hubiéramos poseído todas las claves, la cripta no se hubiera venido abajo.

– ¿Y adónde iremos ahora? -preguntó Sara.

– En busca de los míos -repliqué-. Somos una presa fácil para los milites Templi: un hombre alto, una judía de pelo blanco y un muchacho larguirucho. ¿Cuánto pensáis que tardarían en darnos alcance si no encontramos pronto un refugio seguro…? Y puesto que es evidente que mi misión ha terminado, lo mejor es buscar la primera casa de sanjuanistas que haya por estos pagos para pedir protección y esperar instrucciones.

– Debemos marcharnos pronto, padre… -apuntó Jonás con preocupación-. Los templarios no tardarán en venir a buscar nuestros cuerpos.

– Tienes razón, muchacho -convine poniéndome en pie y ofreciendo mi mano a Sara para ayudarla a incorporarse.


La mano de la judía alteró el pulso de mi corazón, ya de por si bastante alterado por los recientes acontecimientos. La luz del sol (de ese sol que nos había salvado la vida) le daba de lleno en sus ojos negros, haciéndoles desprender reflejos mágicos y, ciertamente, hechiceros.


Tardamos dos días con sus noches en llegar a Villafranca del Bierzo, la primera localidad donde hallamos, por fin, presencia hospitalaria. El trecho resultó incómodo y fatigoso porque, amén de viajar desde la caída del sol hasta el amanecer (durmiendo de día en improvisados escondites), el frío y la humedad nocturna provocaron una dolorosa afección de oídos a Jonás, que se retorcía de sufrimiento como un penado en el tormento. Intentando evitar el flujo de purulencia, le apliqué con rapidez compresas muy calientes que le aliviaron un poco, sabiendo que hubiesen hecho mucho más efecto si el chico hubiera podido descansar en un cómodo jergón de paja en lugar de caminar bajo el relente de la noche a la luz de una fría luna de principios de octubre.


Un freire capellán -o freixo, como él prefería ser llamado nos recibió al alba en la puerta de la iglesia de San Juan de Zíz, situada al sur de Villafranca, en cuyos muros ondeaba el gallardete de mi Orden. Esta localidad, rica en vides desde que los «monjes negros» de Cluny trajeron las cepas de Francia, era famosa por una extraordinaria peculiaridad: en su iglesia de Santiago los peregrinos enfermos, incapaces de llegar hasta Compostela, podían obtener la Gran Perdonanza como si realmente hubiesen alcanzado la tumba del Apóstol. Es por ello que gran cantidad de gentes de todas las nacionalidades, clases y procedencias se arracimaban junto a sus muros sintiéndose allí un poco más cerca del final del Camino.


El freixo hospitalario, un hombre robusto y torpe de escasa cabellera y ningún diente, se puso a mi disposición en cuanto le di mi nombre y mi cargo en nuestra común Orden. Rápidamente me ofreció su casa, una humilde vivienda de techo de paja pegada a los recios muros de la iglesia de San Juan, en la que desde hacía muchos años habitaban en hermandad un freixo lego de pocas luces y él. Ambos formaban una especie de destacamento o avanzadilla religiosa del Hospital en las puertas orientales de Galicia, reino este en el que mi Orden disponía, al parecer, de abundantes encomiendas, castillos y prioratos que, desde la desaparición de os bruxos templarios, no hacían más que progresar e incrementarse. La casa principal, una hermosa fortaleza levantada en Portomarín y dedicada a san Nicolás, se hallaba a unas sesenta millas de distancia en dirección a Santiago. Con buenos caballos, dijo, no se tardaba más allá de dos días en realizar cómodamente el viaje. Sin ofrecerle demasiados detalles le hice saber que no estábamos en situación de comprar ni buenos ni malos caballos y que esperaba de su generosidad y compasiva disposición ese pequeño regalo. Cuando le vi titubear y balbucir unas tímidas excusas, tuve que ejercer todo el poder que mi rango de caballero hospitalario me otorgaba para borrar cualquier duda de su mente: necesitábamos esos animales y no había pretexto posible. No le dije que nuestras vidas corrían peligro y que sólo en San Nicolás, el chico, Sara y yo podríamos estar a salvo. Además, tenía que quedarme en alguna parte a la espera de órdenes de Juan XXII y de frey Robert d‘Arthus-Bertrand, gran comendador de Francia, que a no dudar estarían ansiosos por conocer los enclaves del oro templario, y la fortaleza de Portomarín parecía el lugar adecuado para ello. Abandonamos Villafranca esa misma tarde a lomos de tres buenos jamelgos pardos y atravesamos el estrecho desfiladero del río Valcarce, bordeando escarpados repechos llenos de castaños, que exhibían orgullosos sus punzantes y amenazadores frutos verdes. El dolor de oídos de Jonás no menguaba, y el muchacho presentaba un aspecto macilento y afiebrado. Ni siquiera pareció alegrarse cuando alcanzamos, después de grandes dificultades, la cumbre del monte O Cebreiro, desde donde vislumbramos, a la luz de la luna, el magnífico descenso que nos esperaba en dirección a Sarria. Durante dos noches atravesamos húmedos y lóbregos bosques de robles centenarios, hayas, avellanos, tejos, pinos y arces, y un sinfín de hoscas aldeas cuyos habitantes dormían silenciosamente en sus pallozas de cuelmo mientras los perros ladraban al paso de nuestras cabalgaduras. Mi temor a ser capturados nuevamente por los freires templarios se desvanecía ante la certeza de que sólo unos locos como nosotros se atreverían a viajar de noche por aquellos pagos infestados de zorros, osos, lobos y jabalíes. No es que no tuviera miedo de sufrir el ataque de alguna de esas peligrosas criaturas, es que conocía sus hábitos de caza y sueño, y procuraba que nuestra ruta se alejara lo más posible de sus madrigueras para no alertarles ni provocarles con nuestros sonidos o nuestro olor, al mismo tiempo que mantenía en ristre, por si acaso, la vieja espada de hierro que también me había regalado el freixo.


Por fin, al rayar el día cuarto de octubre, cruzamos el puente de piedra sobre el Miño y entramos en Portomarín, feudo de mi Orden, cuyos estandartes y gonfalones ondeaban en todos los edificios principales de la ciudad. Era como estar en Rodas, me dije con el pecho henchido de alegría. Mi espíritu anhelaba ardientemente un merecido descanso dentro de los familiares muros de la fortaleza, lo más parecido a mi casa de la isla que había visto durante los últimos años.


Fuimos recibidos por cuatro freixos sirvientes que se hicieron cargo inmediatamente de la silenciosa Sara y del abatido Jonás, mientras yo era conducido por largos pasillos a presencia del prior de la casa, don Pero Nunes, que, al parecer, esperaba mi llegada desde hacía varios días. Me sentía mareado por la falta de sueño y desfallecido de hambre, pero la entrevista que me aguardaba era mucho más importante que un cálido lecho y una deliciosa comida; me consolé pensando que al menos Sara y el muchacho habían puesto fin a sus penalidades, y que, en breve, estaría de nuevo con ellos. Aunque ¿por cuánto tiempo?, me pregunté afligido. Ahora que todo había terminado, ¿tendría que separarme de la hechicera y el chico…?


Al fondo de una caldeada estancia, apoyado en la repisa de una gran chimenea que iluminaba sobradamente el inmenso salón, don Pero Nunes, prior de Portomarín, esperaba mi entrada para levantar la cabeza y echarme una minuciosa ojeada. Iba ataviado con el camisón de dormir -se notaba que le habían sacado con premura de la cama- y cubierto por un largo manto blanco de gruesa lana, y en sus ojos, al contrario que en los míos, brillaba la agitación y el ansia.

– ¡Freixo Galcerán de Born! -exclamó viniendo hacia mí con los brazos extendidos. Su voz era grave y poderosa, impropia de un cuerpo tan estilizado y de unas maneras tan elegantes, mucho más apropiada para gritar órdenes a bordo de una nao que para dirigir los rezos en un priorato hospitalario. No supe distinguir si el aroma de perfume que llegaba hasta mí nariz venia de las telas y tapices de la sala o del camisón de don Pero-. ¡Freixo Galcerán de Born! -repitió emocionado-. Estábamos avisados de vuestra posible llegada. Se han recibido las más rigurosas instrucciones al respecto en todas las encomiendas y fortalezas que hay desde los Pirineos hasta Compostela. ¿Qué tenéis vos, freixo, para levantar esta polvareda?

– ¿No os han explicado nada, prior? ¿Qué es lo que sabéis?

– Me temo, caballero -dijo cambiando el tono de suave a dominante-, que soy yo quien hace las preguntas y vos quien las responde. Pero tomad asiento, por favor. Lamento mi descortesía. Debéis tener hambre, ¿no es cierto? Contadme qué es lo que está ocurriendo mientras nos sirven un buen desayuno.

– En cualquier otra circunstancia, prior -me disculpé-, no dudaría un instante en satisfacer vuestra demanda, pues como caballero y como hospitalario os debo completa obediencia, pero en este caso, micer, os ruego, con todo el respeto del mundo, que primero me expliquéis vos lo que os han dicho y cuáles son las órdenes que habéis recibido respecto a mí.


Don Pero gruñó y me echó una mirada torva, pero la naturaleza del caso debió aconsejarle prudencia y moderación.

– Sólo sé, freixo, que debo comunicar vuestra aparición en esta casa en el mismo momento en que se produzca, enviando dos caballeros a la ciudad de León con los caballos más veloces de nuestras cuadras. Allí, al parecer, aguardan ansiosamente noticias sobre vos. Mientras tanto debo prestaros toda la asistencia que preciséis -suspiró-. Ahora os toca a vos.

– Si nuestros superiores no os han contado nada, sire, perdonad a este pobre y cansado caballero por su obstinado silencio, pero no puedo deciros más.

– ¡Ah, cuánto lo lamento! -protestó, disimulando su enfado y poniéndose en pie despectivamente-. La casa está a vuestra disposición, freixo. Os incorporaréis a las prácticas religiosas y ejerceréis cualquiera de las funciones que mejor os acomode.

– Soy físico en el hospital de Rodas.

– ¡Oh, Rodas! Bien, pues os dejo a cargo de nuestro pequeño hospital hasta que lleguen los emisarios de León. ¿Deseáis alguna cosa en particular?

– El muchacho y la mujer…

– Judía, ¿no es cierto? -inquirió con desdén.

– En efecto, frey, es judía. Pues bien, tanto ella, como el chico y yo estamos en grave peligro.

– Ya lo suponía -se jactó.

– Nuestra presencia no debe ser delatada bajo ningún concepto.

– Bien, en ese caso, os adjudicaremos una vivienda que hay en el molino de una granja cercana a la que nunca va nadie y que se encuentra muy bien protegida por esta fortaleza. ¿Estáis de acuerdo?

– Os lo agradezco, prior.

– Sea, pues. Hasta la vista, freixo Galcerán.

Y así me despidió, con un gesto displicente, sin ofrecerme el desayuno prometido y quitándome de en medio como quien aparta una mosca engorrosa.


Aquella tarde, cuando despertamos, Sara y yo inspeccionamos nuestro refugio mientras Jonás seguía durmiendo profundamente. Por la mañana, antes de dejarnos caer en los jergones, le había administrado un poco de opio para que descansara de verdad después de tantos días de dolor insoportable. Por fortuna, su respiración era acompasada y su pulso tranquilo.


La torre del molino estaba en medio de un pastizal desierto y su estado ruinoso denotaba los muchos años de abandono que pesaban sobre él. Era una construcción sencilla, de madera, levantada en torno a un grueso mástil central que sobresalía por el tejado. En el piso superior estaban nuestros jergones, y en el inferior, donde nos encontrábamos Sara y yo en esos momentos, se hallaba el viejo mecanismo de arrastre, desbaratado y sin piedras de moler. Grandes telarañas colgaban de las esquinas del techo y, al descubrir a uno de esos laboriosos y benéficos insectos, la hechicera hizo un mohín de satisfacción:

– ¿Sabéis que las arañas son un buen agüero y que si se ve una araña por la tarde o por la noche pronostica que se cumplirá un deseo…? -dijo al tiempo que cogía mi mano y tiraba de mi hacia el exterior.


Fuera brillaba el pálido sol de media tarde y el aire era puro, de manera que nos sentamos en un rincón del edificio para saborear el placer de la tregua y la quietud del lugar. Ya no teníamos que huir, ni escondernos, ni viajar de noche o escapar de los fratres milites; sólo debíamos permanecer allí sentados tranquilamente, disfrutando de la libertad.

– Así que habéis llegado a casa, por fin… -dejó escapar con tono neutro.

– Os dije que era un monje del Hospital, ¿recordáis?

– ¡Un montesino! ¡Eso fue lo que me dijisteis que erais!

– No quise ofenderos con aquella mentira, Sara, pero tenía órdenes de no identificarme como hospitalario.


Su rostro se contrajo en una mueca despectiva.

– A fin de cuentas, ¿qué más da? Sois un monje soldado, un caballero de la Orden más poderosa que existe en estos momentos, y además sois honesto, fiel a vuestros votos y a la tarea que se os ha encomendado. Con seguridad, seréis también un gran físico.

– Desgraciadamente, soy más conocido por mi habilidad para este tipo de extrañas misiones que por mis capacidades como médico. Todos me conocen como el Perquisitore.

– Pues es una lástima, Perquisitore -dijo con triste acento-, que no seáis un simple caballero o un sencillo cirujano barbero.


Enmudecimos los dos durante un tiempo, apesadumbrados por aquello que yo no podría ser nunca, por lo que ambos no podríamos ser jamás. Las palabras de Sara me transmitían los anhelos que yo mismo sentía como puñales en mi interior, pero no podía responder a ellos porque hubiera sido como aceptar un compromiso que no podía contraer. Y, sin embargo, la amaba.

– Sois un cobarde, Perquisitore -susurró-. Estáis dejando todo el trabajo en mis manos.


La idea de que pronto me separaría de ella para siempre me laceraba el corazón.

– No puedo ayudaros, Sara. Os juro que si hubiera una puerta por la que escapar para reunirme con vos, la cruzaría sin dudarlo ni un segundo.

– ¡Pero esa puerta existe, sire! -protestó.


Mi cuerpo gritaba de deseos de abrazarla y el aire no llegaba a mis pulmones. La sentía tan cerca, tan próxima, tan cálida, que el dolor punzaba mis sienes y el corazón me latía enloquecido en el pecho.

– Esa puerta existe… -repitió acercando sus labios a los míos.


Allí, bajo el sol poniente, pude sentir el sabor de su boca y recibir su aliento, dulce y abrasador. Sus besos, al principio secos y tímidos, se fueron convirtiendo en un torrente que me arrastró hacia lugares olvidados. La amaba, la amaba más que a mi vida, la deseaba hasta dolerme el cuerpo, no podía soportar la idea de perderla por unos votos absurdos. Desesperado, la estreché ansiosamente entre mis brazos hasta casi romperla y rodamos por la hierba.

Durante horas sólo existí en el cuerpo de Sara. Vino la noche, y el frío, y no lo noté. De aquellos instantes puedo recordar el brillo de su piel moteada y sudorosa bajo la luz de la luna, la curva de sus caderas, el perfil puntiagudo de sus pechos pequeños y la tersura de su espalda, de su vientre, de sus muslos, que mis manos acariciaban sin descanso. Ella me fue guiando, me fue enseñando, y nos unimos apasionadamente una o mil veces, no lo recuerdo, nos besamos hasta que los labios nos dolieron, hasta que no pudimos más y, aun así, seguía vivo el delirio, el ansia, el deseo, el pobre e inútil anhelo de permanecer allí para siempre con nuestros cuerpos fundidos en uno solo.


Todo había empezado en medio de la tristeza y, sin embargo, terminó entre risas y murmullos de placer. Le repetí incansablemente, una y otra vez, que la amaba y que la amaría siempre, y ella, que suspiraba de satisfacción al escucharme, mordisqueaba mi oreja y mi cuello con una sonrisa de felicidad que yo notaba dibujada en mi piel. Nos dormimos sobre la hierba, abrazados, agotados, pero el húmedo frío de la alborada nos despertó y, recogiendo nuestras ropas del suelo y echándonoslas por encima, entramos sonrientes en el desvencijado molino y nos acomodamos juntos en uno de los dos jergones, cubriéndonos con las mismas pieles. Nuestros cuerpos encontraron rápidamente la postura para dormir unidos, se adaptaron de una forma natural, como sí siempre lo hubieran hecho, como si cada esquina, relieve y turgencia encajara perfectamente en los ahuecamientos del otro. Y así descansamos hasta el día siguiente. Si Jonás oyó, vio o adivinó algo aquella primera noche, lo disimuló muy bien con su inmovilidad y sus ojos cerrados, pero, curiosamente, cuando poco después se repuso de su mal, decidió que deseaba dormir solo en el piso inferior.


Yo sabía que mi amor por Sara no acabaría jamás, pero no quería plantearme qué sería de nosotros en cuanto la vida real entrara a la fuerza en aquel pequeño paraíso. Mi mente y mi cuerpo rechazaban la idea de que cada segundo que pasaba junto a ella era un segundo robado, un segundo amenazado, y que ambos habríamos de pagarlo más tarde con creces. El amor de mocedad que había sentido por la madre de Jonás era como un sueño lleno de pureza, como una tarde plácida junto a una fuente tranquila; el amor que sentía por Sara nada tenía que ver con todo aquello, pues la pasión más ardiente desbordaba los cauces de aquel río de locura. Sabía que no había ninguna forma de poder conjugar mi estado de hospitalario con aquella maravillosa judía que había devuelto a mi vida el pulso y la dicha, mas no quería pensar en ello, no quería desperdiciar ni una sola gota de aquel bebedizo de euforia.


Pero el destino, ese misterioso y supremo destino del que habla la Qabalah, el que teje los hilos de los acontecimientos sin contar con nosotros -aunque encaminándonos suavemente hacia lo inexorable-, decidió una vez más que yo debía afrontar la realidad de la forma más brusca para así llegar más rápido hasta la verdad. El día que se cumplían los dos meses justos del comienzo de nuestra peregrinación, el noveno día de octubre, la desgracia se presentó de improviso en el molino.


Sara y yo habíamos estado haciendo el amor durante buena parte de la noche y luego habíamos caído profundamente dormidos uno en brazos del otro, con nuestras piernas entrelazadas como cuerdas anudadas bajo las pieles. Su cabeza reposaba contra mi pecho mientras mis brazos la rodeaban con un gesto avaro y protector. Mi nariz se apoyaba directamente sobre su pelo plateado, pues me había acostumbrado a las cosquillas que me producía con tal de respirar su fragancia durante toda la noche. Sara cuidaba mucho su cabello. Continuamente lo lavaba y lo peinaba con cuidado porque decía que no soportaba llevarlo pegado a la cabeza, lleno de grasa y suciedad. Lo cierto es que le gustaba mantener el brillo argentado de su excepcional cabellera, herencia, al parecer, de la familia de su madre, en la que todos, hombres y mujeres, lucían un hermoso y abundante cabello blanco desde la más tierna mocedad.


Unos pasos violentos y unos golpes bruscos en la escalera de madera que daba acceso al segundo piso me sacaron a duras penas de mí reciente sueño, pero seguía aturdido cuando las pisadas se detuvieron junto a mi cara.

– Soy el hermano Valerio de Villares, comendador de León -dijo una voz firme y maciza-, y éste es mi lugarteniente, el hermano Ferrando de Çohinos. Levantaos, hermano De Born.


Abrí los ojos, espantado, y salté del jergón completamente desnudo. Los muchos años de disciplina militar me impidieron pensar.

– Poneos las ropas, hermano -me ordenó el comendador-. Por respeto a la mujer, os esperaremos abajo.


Los ojos atemorizados de Sara buscaron los míos que, aunque reflejaron culpabilidad durante unos breves instantes, enseguida mostraron la firmeza de mis pensamientos.

– No te preocupes, amor mío -le dije con una sonrisa, inclinándome a besarla-. No debes temer nada en absoluto.

– Te separarán de mí -balbució.


Cogí sus manos entre las mías y la miré directamente a los ojos.

– Nada hay en este mundo, mi amor, que pueda separarme de ti. ¿Me oyes? ¡Acuérdate siempre, Sara, porque es importante! Pase lo que pase, confía en este juramento que ahora te hago: no nos separaremos nunca. ¿Me crees?


Los ojos de la judía se llenaron de lágrimas.

– Sí.


Jonás apareció en ese momento por la boca de la escalera.

– ¿Quiénes son esos freires, padre? -preguntó vacilante.

– Son grandes dignatarios de mi Orden -le aclaré mientras me vestía-. Escucha, Jonás, quiero que te quedes aquí con Sara mientras yo hablo con ellos. Y no quiero que ninguno de los dos os preocupéis por nada.

– ¿Os obligarán a volver a Rodas? -En la voz de Jonás sonaba un acento de temor que me sorprendió. Mientras yo vivía la más plena felicidad, el chico había estado dándole vueltas a la idea de mi más que probable regreso a la isla. No me atreví a mentirle.

– Es probable que así me lo ordenen, en efecto.


Y dándome media vuelta les dejé solos. Abajo, en el exterior del molino, frey Valerio y frey Ferrando me esperaban. Un pesado silencio nos envolvió a los tres cuando me paré frente a sus miradas acusadoras.

– La situación ya es bastante complicada, hermano -me recriminó friamente frey Valerio.

– Lo sé, mi señor -respondí con humildad. No era el momento de mostrarse digno.

– Sin duda, tenéis un claro conocimiento de lo que significa para vos haberos metido en la cama con esa mujer.

– Así es, mi señor.


Ambos hombres me clavaron una mirada fija y lacerante. Para ellos debía resultar incomprensible que un hospitalario de mi rango y formación estuviera dispuesto a perder el manto y la casa, a ser expulsado de la Orden sin honor, por una vulgar aventura de faldas con una judía. Cruzaron una mirada de inteligencia entre sí, y guardaron un seco silencio.

– Está bien -soltó por fin frey Valerio-. No podemos perder el tiempo ahora con estas cosas. Urge que continuéis vuestra misión, hermano Galcerán. Eso es lo único que interesa y lo más importante. Este pequeño incidente debe ser olvidado aquí y ahora. Dejaréis al chico y a la judía en esta fortaleza de Portomarín a cargo de don Pero y culminaréis el trabajo que os encomendó Su Santidad.


Tardé unos segundos en reaccionar y la sorpresa debió reflejarse en mi rostro porque frey Ferrando hizo un gesto de impaciencia, como un padre cansado de soportar impertinencias de su hijo.

– ¿Acaso no habéis comprendido vuestras órdenes? -pregunto irritado.

– Perdonadme, frey Ferrando -repuse recobrando el control-, pero no creo que quede ninguna misión por cumplir. El asunto está zanjado desde que fui capturado por los templarios en Castrojeriz.

– En eso erráis, hermano -denegó-. El oro encontrado no cubre en modo alguno la suma calculada por los procuradores de las comisiones de investigación. Apenas alcanza la ridícula cifra de cincuenta millones de francos.

– ¡Pero eso es una inmensa fortuna! -exclamé. Por un instante estuve tentado de contar lo que había visto en Las Médulas, de hablar sobre la inmensa basílica, el Arca de la Alianza, el cuero lleno de dibujos herméticos…, pero algo me contuvo, un fuerte instinto irracional selló mi boca.

– Eso no es más que una miseria, una insignificancia. Debéis saber que nuestra Orden se encuentra fuertemente endeudada con el rey de Francia por culpa de las costas del proceso (que por estúpidos artificios legales han venido a recaer sobre nosotros), y que las rentas pagaderas de por vida a los antiguos templarios, el mantenimiento de los presos y la administración de los bienes están arruinando nuestras arcas y las arcas de la Iglesia. Así que, vos, hermano, debéis continuar buscando ese maldito oro y hallarlo para vuestra Orden y para el Santo Padre. Cueste lo que cueste.

– ¿Aunque lo que cueste sea mi propia vida?

– Aunque cueste vuestra vida y la de cincuenta como vos, Perquisitore -dejó escapar frey Valerio con una voz fría como el hielo. No tenía mucho tiempo para pensar y necesitaba hacerlo desesperadamente. No negaré ahora que fue durante aquellos escasos minutos (en los que hice mil preguntas irrelevantes para mantener distraídos a frey Valerio y frey Ferrando) cuando organicé, al menos en bosquejo, todos los pasos subsiguientes. En mi corazón, además del amor por Sara y por mi hijo, albergaba el cadáver de mi fidelidad a la Orden sanjuanista. Aquellos a quienes había respetado y admirado no eran más que sombras de una vida pasada a la que no regresaría jamás. Por descontado, no pensaba separarme de la mujer y del chico, que ahora eran mi única Orden, mi único destino y mi único hogar, pero escapar de los hospitalarios, de los templarios y de la Iglesia al mismo tiempo era demasiado para un monje renegado. No podía pensar ni remotamente en imponer a mi noble y viejo padre la infamante carga de esconder en su castillo y sus tierras a un hijo sin honor acompañado por un vástago ilegítimo y una hechicera judía. Era sencillamente impensable. Así que no tenía muchas posibilidades: el mundo era demasiado pequeño y debía meditar con calma las escasas alternativas que se me ofrecían.

– No debéis preocuparos, hermano -añadió frey Ferrando-. Llevaréis una escolta permanente de caballeros sanjuanistas, como antes llevabais una escolta de soldados del Papa. Yo mismo estaré al frente del grupo y hablaréis conmigo como antes lo hacíais con el desaparecido conde Le Mans. Estaréis bien protegido contra los templarios.

– No iré a ninguna parte sin la judía y el muchacho.

– ¿Cómo? -bramó-. ¿Qué habéis dicho?

– He dicho, mi señor, que no iré a ninguna parte ni haré ninguna cosa sin la mujer y el chico.

– ¿Os dais cuenta que seréis severamente castigado por esta desobediencia, hermano?

– No quise ofenderos, mi señor, ni a vos tampoco, frey Valerio, pero no podría encontrar el oro sin ellos. Sería incapaz de continuar la búsqueda yo solo, por eso os pido que les permitáis acompañarme.

– No lo habéis pedido, hermano, lo habéis exigido, y no os quepa ninguna duda de que seréis sancionado por vuestro superior y vuestro capítulo en cuanto volváis a Rodas.

– Muy poco debéis apreciarlos cuando tanto deseáis ponerlos en peligro -apuntó sañudo el de Villares.


No, no deseaba ponerlos en peligro, deseaba sacarlos de aquella capitanía de Portomarín donde sin duda serían retenidos a la fuerza hasta que yo terminase la tarea y luego enviados a remotos lugares donde no pudiese encontrarlos. La incapacidad demostrada para hallar los tesoros templarios sin mi colaboración demostraba bien a las claras que no me dejarían escapar fácilmente aunque me acostara con mil mujeres o incumpliera todos mis votos y todos los preceptos de la Regla hospitalaria.

– Sin ellos no puedo hacerlo -repetí machaconamente.


Frey Valerio y su lugarteniente intercambiaron de nuevo miradas de inteligencia, aunque esta vez había en ellas un algo de desesperación. Debían estar tan presionados como yo y tan preocupados como yo lo estaba minutos antes.

– Está bien -concedió el comendador-. ¿Cómo deseáis continuar? ¿Queréis regresar a Castrojeriz para reemprender la búsqueda desde allí?

– No me parece oportuno -apunté pensativo-. Eso es precisamente lo que los templarios esperan que hagamos. Creo que deberíamos continuar hacia Santiago, ganar la Gran Perdonanza, y regresar sobre nuestros pasos como unos pacíficos concheiros que vuelven a casa con las bien ganadas vieiras en los sombreros y las ropas. La mujer, el chico y yo deberíamos adoptar unos disfraces realmente buenos, muy diferentes a los que hemos utilizado hasta ahora, y eso nos llevará algún tiempo de preparación.

– Tiempo es lo que no tenemos, hermano. ¿Qué necesitáis?

– Cuando lo sepa, mi señor, os lo diré.


Nos separaron. Durante la semana que tardamos en preparar las nuevas personalidades y apariencias, me impidieron dormir con Sara, obligándome a pernoctar en el interior de la fortaleza. La echaba terriblemente de menos, pero me decía que, si quería conseguir un futuro para ambos, un largo futuro, debía someterme con aparente docilidad a los dictados de mis superiores. Frey Valerio desapareció al día siguiente de nuestra conversación, pero el hermano Ferrando de Çohinos se convirtió en mi maldita sombra. Don Pero, por su parte, estaba molesto y se le notaba; no le gustaba verse apartado de un asunto de importancia que se cocía en sus propios dominios, y de muy mala gana permanecía al margen de nuestros tejemanejes sin atreverse a preguntar por miedo a otra desagradable respuesta de frey Ferrando, que no refrenó su lengua cuando el prior de Portomarín intentó meter las narices. Con la ayuda de mucha cerveza, excremento de golondrinas, raíces de avellano, hiel de buey e infusiones de manzanilla, Jonás y yo tornamos rubios nuestros cabellos negros, así como las cejas, que nos dieron bastantes problemas. La barba, para mí, también fue un asunto difícil, pues crecía como una discrepante sombra oscura que delataba el tinte, de modo que tendría que dejarla crecer e ir aclarándola con gran cuidado todos los días. Para Sara, sin embargo, fue mucho más sencillo. Su pelo blanco embebió el cocimiento de bulbos de puerro de una sola vez, y quedó convertida en una hermosa mujer morena, de piel lechosa e inmaculada gracias a los polvos blancos que ocultaron sus lunares. Pasó a ser una gran dama francesa que acudía a Compostela para suplicar por la salud de su esposo enfermo, y que viajaba en un rico carruaje guiado por un palafrenero contrahecho y desdentado (para lo cual añadí giba y cojera a mi figura deforme y pinté de negro alguno de mis dientes) y por su prudente y solícito hermano. Dos hospitalarios de la mesnada de acompañamiento (uno, joven, de mandíbula firme y ojos vacíos, y otro de mediana edad que, aunque hablaba poco, cuando lo hacía mostraba un par de hileras de dientes mal formados y podridos), se convirtieron en soldados al servicio de la distinguida señora, la cual, le expliqué asimismo a frey Ferrando, se detendría a rezar en todos los santuarios del Camino para permitirme realizar cómodamente mis observaciones y estudios, y sería muy generosa en limosnas con los pobres peregrinos y los enfermos, de manera que los ojos del Temple, que esperaban descubrir un trío de fugitivos mendicantes, quedasen cegados por el perfil de un grupo de cinco que dejaba abundantes rastros de riquezas.


Por fin, el decimosexto día de octubre, dejando atrás los robledales de la encomienda, partimos rumbo a Santiago de Compostela. Aunque sólo yo lo sabía, Portomarín había sido el último lugar hospitalario que pisaba en mi vida.


Mientras atravesábamos Sala Regina y Ligonde, mientras parábamos a rezar en la iglesilla de Villar de Donas, y seguíamos por Lestredo y Ave Nostre en dirección a Palas de Rei, en mi mente volaban y se cruzaban como pájaros enloquecidos los enredados elementos que componían nuestra difícil situación.


Nunca es bueno hacer las cosas sin haber previsto antes todos los movimientos posibles de la partida, y yo, mientras guiaba el espléndido tronco de animales del vistoso carruaje negro en cuyo interior viajaban cómodamente Sara y Jonás, con el pensamiento recorría arriba y abajo, abajo y arriba, todas las sendas posibles por donde podrían discurrir los acontecimientos en función de las decisiones que tomara o de las acciones que llevara a cabo. Cuando todo el plan estuvo sólidamente preparado, hice saber a Sara y a Jonás el cuándo, el qué y el cómo de las partes que a ellos les correspondían.


Conforme nos aproximábamos a Compostela, para la que apenas nos faltaban dos días de viaje, grupos incontables de humildes peregrinos avanzaban rápidamente en nuestra misma dirección con las caras rebosantes de entusiasmo, como si después de tan largo viaje -de cientos o miles de millas de andadura- no dispusieran de tiempo que perder ahora que se hallaban a tan escasa distancia de su objetivo. En verdad, incluso desde el pescante podía apreciarse el anhelo violento que brillaba en el fondo de sus ojos por llegar a la adorada ciudad de Santiago.


Aunque realmente no tenía ningún interés en encontrar pistas templarias en los lugares por los que íbamos pasando, tampoco hubiera disfrutado de mejor suerte de estar necesitado de hallarlas, pues parecía que por aquellos pagos gallegos los freires salomónicos poco o nada habían tenido o disfrutado. El Camino, que alternaba parajes de bosque con incontables aldeas en una sucesión rigurosa, se había vuelto recto como un palo y suavemente inclinado, con leves subidas y bajadas, como si estuviera decidido a ayudar amablemente a los peregrinos para que alcanzasen su ansiado destino, y como si ninguna otra cosa tuviera importancia en aquellas tierras verdes, húmedas y frías, en las que reinaba, soberano, el gloriosísimo hijo de Zebedeo (que, para otros, era el gloriosísimo hermano del Salvador, y, para unos pocos iniciados, el gloriosísimo hereje Prisciliano), llamado indistintamente Santiago, Jacobo, Jacques, Jackob o Iacobus.


En el cuarto siglo de nuestra era, Prisciliano, discípulo del anacoreta egipcio Marcos de Menphis y episcopus de Gallaecia, había sido el instaurador de una doctrina cristiana que la Iglesia de Roma condenó inmediatamente por herética. En poco tiempo, sus seguidores se contaban por miles (con numerosos sacerdotes y obispos entre ellos) y su hermosa herejía basada en la igualdad, la libertad y el respeto, así como en la conservación de los conocimientos y ritos antiguos, se extendió por toda la península hispana, e incluso allende sus fronteras. El ingenuo Prisciliano, que acudió confiadamente a Roma para pedir comprensión al papa Dámaso, fue torturado y condenado por los jueces eclesiásticos que le juzgaron en Tréveris, y, finalmente, decapitado sin misericordia. Sin embargo, sus seguidores, lejos de dejarse atemorizar por las amenazas de la Santa Iglesia de Roma, recuperaron el cuerpo descabezado de Prisciliano devolviéndolo a las Hispanias, y su herejía siguió propagándose por todas partes como un fuego griego. Muy pronto, la tumba del mártir hereje, que había sido un hombre bueno, se convirtió en lugar de masivas peregrinaciones y, como ni los siglos ni los enormes esfuerzos derrochados por la Iglesia consiguieron terminar con esta costumbre, el largo brazo eclesiástico hizo de nuevo aquello que tan magníficamente había demostrado saber hacer: del mismo modo que inventaba santos inexistentes, transformaba las celebraciones de los antiguos dioses de la humanidad en fiestas cristianas o maquillaba las vidas de personajes populares -casi siempre paganos o iniciados-, para ajustarlas a los cánones romanos de la santidad, aprovechando el transitorio olvido en el que había quedado el sepulcro de Prisciliano por la confusión, la muerte y el terror que supuso para la península la invasión árabe del siglo octavo, transformó el sepulcro de Prisciliano en el sepulcro del apóstol Santiago el Mayor, hermano de san Juan Evangelista, e hijo, como éste, del pescador Zebedeo y de una mujer llamada María Salomé, dotándole de una hermosa leyenda cargada de milagros que justificaran lo imposible, pues ni Santiago el Mayor había venido nunca a Hispania, como se demostraba en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, ni su cuerpo, curiosamente también decapitado, había regresado a ella desde Jerusalén en una barca de piedra empujada por el viento.


Tres días después de salir de Portomarín, bajo un sol blanco que apenas calentaba los huesos, entramos, cruzando la Porta Franca, en la muy noble e ilustre ciudad de Compostela, donde, según dicen, todos los milagros son posibles.

– ¡Al fin! -gritó Jonás varias veces, teniendo como fondo la risa alegre y chispeante de mi dama hechicera. Los dos freixos hospitalarios que cabalgaban a nuestro lado continuaron altaneramente impasibles.


Un enorme tráfago confuso de hombres de todas las razas y lenguas, y de animales de toda índole, taponaba las calles angostas, retorcidas, cenagosas y pestilentes de la ciudad. Para quien, como yo, había viajado por las grandes ciudades del orbe, tanto en Oriente como en Occidente, la población de Santiago, uno de los tres Axis Mundi, constituía el mayor desengaño que pudiera imaginarse. Ni siquiera la impresionante rúa de Casas Reais, flanqueada por ricos palacios y casas solariegas, presentaba mejor cariz en cuanto a suciedad y hedor que la populachera Vía Francígena, permanentemente abarrotada por una turba vociferante de mesoneros, mercaderes, mendigos, rameras, cambistas y vendedores de amuletos y reliquias. Pero cuando ya desesperaba de no hallar nada digno en aquel execrable lugar, ahogando mis arriesgados planes en una ciénaga de vacilaciones provocadas por el ambiente, el carruaje, torciendo por una calleja miserable, enfiló de lleno hacia la deslumbrante basílica del Apóstol, frente a la cual cientos de peregrinos se aglomeraban como una masa grotesca y maloliente de carne humana y harapos sucios, bien empujándose unos a otros para atravesar el pórtico, bien besando el suelo largamente deseado, o bien arrodillados en actitud fervorosa, con la cabeza inclinada y descubierta, y el bordón (¡compañero de tantos días!) caído en los adoquines y abandonado. Era imposible atravesar aquella muchedumbre con el tronco de cabalbs, así que dimos media vuelta y buscamos otras rúas por las que llegar hasta nuestro alojamiento, en el palacio de Ramirans. Bueno, en el palacio se alojarían Sara, Jonás y la escolta, porque yo, tal y como esperaba, descansaría mis huesos en un rincón del guadarnés de las caballerizas, entre sillas, arreos, correajes y jaeces. Era un detalle importante, porque si durante el día los ojos de frey Ferrando y de sus hombres no se apartaban de nosotros, de noche, y con las debidas precauciones, un hombre solo, un criado anónimo, podía abandonar silenciosamente el palacio sin

ser advertido. La tarde de nuestra llegada, Sara y Jonás salieron de compras por la ciudad mientras yo me quedaba en las cuadras limpiando y cepillando a los animales. Los freires hospitalarios de nuestra comitiva tuvieron, pues, que dividirse también, y uno de ellos, el más joven, permaneció a mi lado, primero sin despegar los labios y luego, después de un par de partidas de damas, hablándome incansablemente de las producciones agrícolas y las rentas anuales de nuestras capitanías. Le escuché con suma atención, como si aquello que me estaba contando, y que me aburría hasta el infinito, fuera lo más interesante que había oído en toda mi vida, de modo que le hice muchas preguntas atinadas, ahondé en los asuntos que más parecían importarle, y concluí con él en que nuestra Orden debería llevar a cabo una mejor gestión de los cultivos de cereales y vides para aumentar los rendimientos. A cambio de soportar pacientemente semejante monserga obtuve su agradecida estima y, con ella, el menoscabo de su vigilancia.


Cuando por fin, esa noche, el palacio quedó en silencio y yo me encontré solo en el guadarnés, me deshice de mi disfraz de auriga cojo, giboso y desdentado, y me imbuí en las ropas de chalán que Sara y Jonás habían comprado esa tarde para mí -de acuerdo con mis indicaciones- y que me habían hecho llegar disimuladas en un hatillo de vestiduras usadas de Jonás. Hundí la cabeza en un bonete de fieltro para ocultar mis cabellos rubios y salí del palacio escondiéndome entre los criados y sirvientas que regresaban a sus hogares. Antes de que el grupo se hiciera peligrosamente pequeño, dirigí mis pasos hacia la primera taberna que encontré en el camino y, ya en ella, sentado en un oscuro rincón y dando grandes tragos de esa bebida caliente y dulzona que los gallegos elaboran con manzanas, redacté la comprometida misiva que nos sacaría para siempre (al menos así lo esperaba) de aquella peligrosa situación. No estaba dispuesto a ser separado de Sara, a la que amaba más que a mi vida, ni de mi hijo, a quien deseaba ver convertido en un hombre, mientras yo envejecía ejerciendo mis funciones de médico en Rodas bajo la estrecha vigilancia de mis superiores. Y todo esto en el mejor de los casos, pues en el peor (es decir, si escapábamos), seríamos perseguidos incansablemente por la Iglesia y el Hospital, ávidos de riquezas y poder, y también por los templarios, deseosos de mantener el secreto de sus valiosos depósitos y, sobre todo, de silenciar la existencia del Arca de la Alianza. No habría lugar en el mundo en el que pudiéramos escondernos y, como lo sabía, como quería vivir en paz, sin miedo, abrazando todas las noches el cuerpo cálido de Sara y viendo crecer a mi hijo, debía escribir, sin dudarlo, aquella arriesgada nota.


A la muerte de don Rodrigo de Padrón, acaecida el año anterior, había sido nombrado como arzobispo de Santiago don Berenguel de Landoira, hombre de reconocidas simpatías por la Orden del Temple y que, según se rumoreaba, había colocado secretamente a más de un antiguo freire salomónico entre los miembros de su séquito, sus consejeros y los servidores de su palacio. Él era el destinatario de mi carta, así que me encaminé hacia su residencia, paredaña a la catedral, y tabaleé sigilosamente en la puerta. El frío era tan intenso que salían nubes de vaho de mi nariz y mi boca. Pasado un rato grande sin que nadie acudiera a abrirme, insistí, y, al final, la cara de un muchacho somnoliento asomó por el ventanillo.

– Pax Vobiscum.

– Et cum spiritu tuo.

– ¿Qué buscáis a estas horas en la casa de Dios?

– Quisiera entregaros una carta para don Berenguel de Landoira.

– El arzobispo duerme, señor. Volved mañana.


Me impacienté. Tenía mucho frío y había empezado a lloviznar.

– ¡No quiero entregar una carta a don Berenguel de Landoira, muchacho! ¡Quiero entregaros una carta para don Berenguel de Landoira!

– ¡Oh, sí, señor, perdonadme! -murmuró atribulado-. No os había comprendido bien. Dádmela, señor, yo se la haré llegar por la mañana.

– Escucha, chico, esta misiva es muy importante y debe ser leída sin falta por el arzobispo. Como quiero que al despertar recuerdes bien este recado y no te demores en su cumplimiento, toma -le dije alargándole el pliego junto con una moneda de oro-, aquí tienes una buena gratificación.

– Gracias, señor. No os preocupéis. Regresé al palacio de Ramirans y dormí como un leño hasta el día siguiente.


Había decidido pactar con el diablo. Nunca he sido un buen comerciante, pero tenía algo que vender y sabía que el diablo pagaría cualquier precio por obtenerlo. Por eso, al atardecer del día siguiente, mientras Sara y Jonás, escoltados por los dos sanjuanistas, acudían a la catedral para visitar la tumba del Apóstol, yo volví a cambiar mi indumentaria y apariencia y abandoné el palacio detrás de ellos.


Me sumergí en la abigarrada multitud de seres que pululaban por las cenagosas rúas de Compostela y después de deambular un rato contemplando las mercaderías que se brindaban en los tenduchos colocados bajo las arcadas, compré un trozo de empanada de miel y dirigí mis pasos hacia la catedral. No sabía quién se aproximaría hasta mí en medio de la multitud, pero, fuera quien fuera, debería llevar un bordón adornado con lazos blancos. Una tontería, sí, pero me había apetecido gastar una humorada al desgraciado mensajero. Paseé indolente entre la masa de harapientos peregrinos llegados aquel día a la ciudad, sabiendo que los ojos de cien templarios me observaban desde distintos puntos de aquella animada explanada, y terminé con calma mi empanada de miel. Había elegido aquel lugar precisamente por estar tan concurrido. De otro modo, mi vida no hubiera estado segura. Entre la muchedumbre, jamás se atreverían a hacerme nada.


Sentí un fuerte golpe en un costado y, antes de que tuviera tiempo de girarme, una mano deslizó subrepticiamente algo en el bolsillo de mi faldellín.

– ¡Perdón, hermano! -exclamó regocijado un sucio peregrino. Su boca sonreía aviesamente mientras exhibía ante mí un alto bordón cargado de cintas blancas. Pero ni el sombrero de ala ancha, ni las ropas, ni la barba larga y mugrienta consiguieron despistarme: aquel hombre que se alejaba con paso ligero era, sin duda alguna, Rodrigo Jiménez, más conocido por nosotros como Nadie. Apreté los dientes y mis pupilas le siguieron, relampagueando de hostilidad, hasta que se perdió entre la multitud.


Lo cierto es que estuve a punto de arrepentirme, pero hay momentos en la vida en los que intentar retroceder te hace perder pie y caer ruidosamente, así que, a despecho de mi propia y furiosa desesperación, decidí que, a pesar de todo, debía continuar adelante. Me uní al tropel que intentaba llegar hasta el templo para entrar en él por la puerta occidental, por el llamado Pórtico de la Gloria. Empujado por la marea humana, avance a ciegas hasta encontrarme, de pronto, frente a un impresionante prodigio de belleza tallada en piedra: presidido por una figura del Salvador de tamaño descomunal, de al menos tres alzadas, y abarrotado de personajes del Apocalipsis y de los Evangelios, un tímpano gigantesco coronaba la puerta de entrada a la catedral en cuyo parteluz descubrí, de manera casi instantánea, el símbolo que había guiado mi destino durante los últimos y largos meses… Santiago Apóstol apoyaba sus pies sobre un Árbol de Jesé ¡y sus manos sobre un báculo en forma de Tau!


Me sentí mareado, aturdido, demasiado cansado para intentar comprender aquellas señales, aquel conjunto de señales que saltaban desde el Pórtico hasta mi con refinada crueldad. Me negué en redondo a poner mi mano sobre el tronco del Árbol de Jesé, como estaban haciendo todos los peregrinos, y tampoco golpeé mí cabeza con la cabeza de piedra de la grotesca efigie que, de espaldas al pórtico, miraba imperturbable hacia el interior del templo. Me estaba preguntando quién sería aquel duende, cuando oí a unos peregrinos aragoneses explicarse mutuamente que aquella figura achaparrada era la de un tal maestro Mateo, el artífice del pórtico. ¡Qué cosas!, pensé entre divertido y perplejo, la gente hacía, sin saberlo, el gesto de la transmisión del conocimiento con un maestro constructor indiscutiblemente iniciado. Cerré los ojos y me dejé arrastrar de nuevo por la marea. En el interior, rutilante de luces y resplandores de oro y piedras preciosas, vi gentes llorando por la emoción, gentes arrodilladas, encogidas sobre si mismas, gentes pasmadas, gentes boquiabiertas que no podían dejar de mirar las inconmensurables riquezas que les rodeaban. Gentes, gentes, gentes… Por todas partes gentes venidas de todas partes. Y el apestoso hedor que desprendían aquellos pobres cuerpos se mezclaba con un penetrante olor a incienso que se combinaba, a su vez, con los efluvios de los sahumerios y con el aroma de los millares de flores de los altares (el de San Nicolás, el de la Santa Cruz, el de Santa Fe, el de San Juan Evangelista, el de San Pedro, el de San Andrés, el de San Martín, el de Mª Magdalena, el del Salvador, el de Santiago…).


No sé bien cómo llegué hasta el altar del presbiterio, el altar mayor, bajo el cual se encontraban, en un arca de mármol, las supuestas reliquias del bendito Apóstol Santiago. El tabernáculo era de gran tamaño: tenía cinco palmos de altura, doce de longitud y siete de anchura, y estaba cerrado en su parte delantera por un frontal bellamente trabajado en oro y plata en el que podían verse los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, la figura de Cristo y las de los doce apóstoles. Este altar, bajo el que reposaba, como he dicho, el sepulcro invisible de Santiago, estaba cubierto por un templete cuadrado apoyado sobre cuatro estilizadas columnas y decorado por dentro y por fuera con admirables pinturas y dibujos y con diversos adornos. ¿Qué otro lugar mejor podría encontrar para leer el mensaje escondido por Nadie, el espía, en el bolsillo de mi faldellín? Aunque hubiera agitado un paño rojo hasta cansarme los brazos, nadie me hubiera prestado la menor atención. Gracias por tu colaboración, venerable Prisciliano, pensé mirando el sepulcro. Que por los siglos de los siglos continúes recibiendo la adoración del mundo, aunque sea bajo un nombre falso.


Si, como parecía, yo estaba dispuesto a negociar, indicaba la nota, Manrique de Mendoza me esperaba, una semana después, en el Fin del Mundo… Me quedé helado. ¡Sólo tenía una semana para acabar con mi vida pasada y llegar hasta el final de la tierra con Sara y con Jonás! Noté que la piel se me erizaba (como cuando Sara me mordisqueaba la oreja) y que un sudor frío me recorría la espalda. ¡Piensa, Galcerán, piensa!, me repetía incansablemente mientras regresaba corriendo al palacio Ramirans por las callejuelas más atestadas y bulliciosas que pude encontrar.


Entré en los establos, recuperé mi disfraz de postillón desdentado, y dispuse un montón de forraje para que comieran los caballos. Luego me senté sobre el jergón del guadarnés y cerré los ojos, concentrándome en el problema, decidido a no moverme de allí hasta dar con la solución, pero no pude permanecer en esta postura durante mucho tiempo porque, con el plan de fuga a medio esbozar, me di cuenta que necesitaba una gran cantidad de información de la que no disponía, así que, renqueando, y simulando una apatía que estaba muy lejos de sentir, me dirigí a las cocinas del palacio para charlar con los sirvientes.


Esa noche, después de cenar, cuando Jonás asomó la nariz por las caballerizas como estaba convenido, vio que nuestros animales tenían puestas las gualdrapas y se quedó un rato hablando conmigo.


Tres horas más tarde, siendo todavía noche cerrada, mi dulce Sara (vestida con ropas de hombre), el muchacho y yo, abandonábamos calladamente el palacio, llevando los caballos por las riendas. (Para evitar el ruido de los cascos contra el empedrado, habíamos enrollado las patas de los animales en trozos de gruesa tela que luego, cuando nos hubimos alejado lo suficiente, les quitamos.) Poco antes de sumarnos a la fila de carros y peregrinos que esperaban adormilados la apertura de la Porta Falguera para salir de la ciudad, nos detuvimos en una pequeña plaza silenciosa en la cual embadurnamos nuestras caras y manos con una fina capa de ungüento de color ocre rojizo, envolvimos nuestras cabezas en largas tiras de paño oscuro, a modo de turbantes -grandes, por cierto, como ruedas de molino-, y nos dejamos caer encima unas amplias túnicas que nos cubrieron hasta los pies.


Los sanjuanistas no tardarían mucho en descubrir nuestra ausencia (aunque, para ganar todo el tiempo posible, habíamos rellenado los lechos con almohadones), y se lanzarían con saña en pos nuestro en cuanto descubrieran que habíamos conseguido burlar su torpe vigilancia. Si también conseguíamos engañar a los guardias de la Porta Falguera con nuestros disfraces de musulmanes, ganaríamos, además, uno o dos días de ventaja, lo que haría prácticamente imposible nuestra captura.


Salir de la ciudad resultó mucho más fácil que entrar. Nunca te piden los salvoconductos cuando te marchas de un sitio, así que, convertidos en tres mercaderes árabes, dejamos atrás Compostela sin despertar ninguna curiosidad y, apenas hubimos traspasado las viejas murallas de la ciudad, montamos velozmente en las cabalgaduras (yo en una y ellos, por su peso más ligero, juntos sobre la otra), y salimos al galope hacia la costa más próxima, hacia la cercana localidad de Noia, de la que tanto había oído yo hablar durante mis largos años de estudio en Oriente. No podía dejar de pensar, pues, en el misterioso destino que teje los hilos de los acontecimientos de nuestras vidas.


A la entrada de Brión nos deshicimos de los disfraces (aunque Sara siguió usando ropas de hombre y sombrero ancho para recogerse el cabello), y continuamos adelante. Llegamos a Noia al mediodía, cruzamos sus estrechas y señoriales calles, y bajamos hacia la ría con la esperanza de encontrar una barca que navegara hacia el norte a lo largo de la costa. Unos viejos descansaban sentados sobre unos cubos de madera y al fondo, recortadas contra un monte, se veían numerosas barquichuelas abandonadas en la arena. Respiré con placer el aire salado; ¿sería éste el principio de la libertad? Naturalmente, nuestra llegada había llamado la atención de los lugareños y avanzábamos rodeados por un grupo de niños que corrían al paso de nuestros caballos profiriendo alaridos. Los viejos se nos quedaron mirando mientras nos acercábamos.

– ¿Qué buscáis? -preguntó uno de ellos.

– Una embarcación de cabotaje que nos lleve al muelle de Finisterre.

– Hasta la pleamar no la hallaréis, señor.

– ¿Cuánto falta? -pregunté inquieto; necesitaba tiempo para hacer lo que tenía que hacer.

– Unas diez o doce horas -dijo otro con una sonrisa malévola en los labios.

– ¿Por quién debo preguntar?

– Por Martiño. Él tiene la barca más grande. Transporta ganado y mercancías desde Muros al cabo Touriñán.

– ¿Admite pasajeros?

– Si pagan bien…

– Pagaremos bien.

– Entonces os llevará donde queráis.

– ¿Hay algún lugar para descansar hasta que suba la marea? -quiso saber Jonás.

– La taberna está ahí mismo -intervino uno de los niños señalando con el dedo hacia una hilera de casas bajas pegadas a la playa-. Mi padre os atenderá. Es el dueño.


Acompañé a Sara y a Jonás hasta la puerta del establecimiento y les anuncié que les abandonaba por unas horas.

– ¿No entras con nosotros? -se sorprendió Sara.

– No puedo -le expliqué poniendo la palma de mi mano sobre su mejilla-. Debo hacer algo muy importante. Pero estaré de vuelta antes de que suba la marea. Te lo prometo.

– ¡Yo quiero ir con vos! -protestó mi hijo. -

No. Lo que tengo que hacer, debo hacerlo solo. Además, tú debes cuidar de Sara hasta mi regreso.


Le entregué a Jonás las riendas del caballo y me alejé de la ría caminando, internándome de nuevo en las callejuelas empedradas. Mis pasos me llevaron, como si conocieran el camino, hasta el pequeño cementerio de la iglesia de Santa María. ¿Cuántas veces había escuchado de boca de los viejos maestros sus propias muertes ocurridas en este mismo lugar? No me cabía ninguna duda de que el destino había reservado para mí la misma experiencia. Y estaba preparado.


Me detuve frente a los montones de losas apiladas, unas sobre otras, contra los muros de la iglesia y me recreé contemplando los dibujos grabados en ellas desde tiempos inmemoriales. Según la tradición, la barca de Noé se detuvo en Noia tras el Diluvio Universal y aunque esto, naturalmente, no era más que un mito, este mito ocultaba una verdad mucho más importante y secreta. Es cierto que después de un gran desastre que asoló la tierra, una nao había arribado hasta Noia. Pero no era Noé quien viajaba en ese barco, como tampoco era Santiago quien estaba enterrado en Compostela.


Volví a fijar mi atención en las lápidas. Aquellas piedras que, en apariencia, no eran sino tapas de sepulcros, estaban llenas de símbolos, imágenes y emblemas mistéricos, y carecían por completo de cualquier inscripción que permitiera identificar a su supuesto y fallecido propietario. No tuve ninguna dificultad para entender los grabados a pesar del tiempo transcurrido desde que había estudiado aquel lenguaje y, a través de ellos, recibí las voces lejanas de quienes, como yo, habían llegado hasta allí abandonando para siempre una vida anterior, renunciando a sus viejas creencias y fidelidades en pos de una nueva verdad.

– ¿Entendéis lo que dicen? -preguntó una voz a mi espalda.

No me volví. Fuera quien fuera, me había estado esperando.

– Sabéis que sí -repuse serenamente.

– Aquel montón de laudae sepulcralis no tiene inscripciones.


Elegid la vuestra.

– Cualquiera servirá, no os preocupéis.

– ¿Habéis comido algo, señor?

– No.

– Pues acompañadme, por favor. Entrad conmigo en la iglesia.


Cuando, al anochecer, salí del cementerio, una nueva losa había quedado apoyada contra el muro sur de la iglesia. Yo mismo había tallado en ella mi ascendencia y mi linaje, mis pasados dolores y mi soledad, el largo amor que había sentido por Isabel de Mendoza, mis votos hospitalarios, mis años en Rodas, y todo aquello que había constituido la biografía del desaparecido Galcerán de Born. Tenía una nueva identidad, un nuevo nombre secreto que no podría revelar jamás y por el que siempre debería responder ante mi mismo. Adiós, pasado, dije mientras me alejaba de mi propio sepulcro.


Embarcamos en plena noche a bordo de la barca de Martiño. Era una sólida embarcación de dos mástiles, ceñida, larga y de proa cortante, con el timón colgado del codaste y dotada de altos flancos para resistir mejor las embestidas de la mar, tan brava y tormentosa por aquellas costas. Abandonamos Noia cruzando la lengua de mar hacia el puerto de Muros, hacia el norte, y desde allí seguimos los contornos de un paisaje formado por escarpados acantilados y arenosas playas. En los días sucesivos rebasamos la amplia ensenada de Carnota, el legendario Monte Pindo, que fue pasando por todos los tonos posibles de color rosado mientras lo tuvimos a la vista, y las hermosísimas cascadas de Ézaro, donde las aguas del río se entregaban al mar saltando al vacío desde un prominente acantilado cortado a pico.


Tras cinco jornadas de viaje por mar, nos acercábamos por fin a Finisterre, el temible Fin del Mundo, último reducto habitado por el hombre antes del gran reino de Atlas, del gran océano a partir del cual no hay más que un vacío infinito, el lugar donde, según la historia, las legiones romanas de Décimo Junio Bruto se aterrorizaron al observar cómo el Mare Tenebrosum engullía el sol y lo hacia desaparecer, la última tierra, en fin, que pisan los muertos antes de subir a la barca de Hermes para ser conducidos al Hades… Hubiéramos podido llegar mucho antes, pero Martiño se acercaba a tierra y echaba el áncora frente a cada villorrio, aldehuela o palomar solitario que apareciera en la costa. En un pueblo recogía una vaca y la dejaba en el siguiente; en otro soltaba un fardo de forraje pero subía a cambio seis o siete espuertas de vieiras, berberechos, nécoras, percebes y calamares; en la aldea inmediata subía telas que luego cambiaba por cereales. Jonás, que hasta llegar a Noia sólo había visto el mar (y de pasada) el día que nos despedimos a toda prisa de Joanot y Gerard en el portus de Barcelona, se unió alegremente a la tripulación de la nave, rebosante de energía y entusiasmo, realizando duras faenas que ponían a prueba sus músculos y que le dejaban exhausto pero complacido. Dos días antes de desembarcar, después de la cena, se acercó a Sara y a mí, que conversábamos apaciblemente apoyados en un costado de la nave y nos soltó a bocajarro:

– Quiero ser marinero.

– Me lo temía -exclamé, golpeándome la frente con la mano sin volverme.


Sara soltó una carcajada y Jonás pareció vivamente molesto.

– ¡Pero no ahora! -gritó enfurecido-. ¡Cuando acabemos este extraño viaje!

– ¡Menos mal…! Ya me dejas más tranquilo -murmure reprimiendo la risa a duras penas.


Nunca me había sentido tan feliz, nunca había sido tan rico y poderoso, nunca había tenido, a la vez, todo lo que deseaba en este mundo. El nuevo Galcerán era un ser afortunado, a pesar de hallarse todavía en el ojo del dragón.

– ¿Sabes una cosa? -bisbiseó Sara cuando Jonás desapareció, muy ofendido, en las sombras del barco.

– ¿Qué?

– Estoy cansada de este «extraño viaje», como lo ha llamado Jonás con toda la razón. Quiero que paremos ya, quiero que busquemos un lugar para vivir y que compremos una casa en la que estemos siempre juntos, tú y yo. ¡Tenemos mucho dinero! Todavía nos quedan cuatro bolsas de oro de las que nos dieron en Portomarín. Podríamos comprar una granja -murmuró soñadora- y muchos animales.

– Detén tus sueños, Sara -rechacé con tristeza. Me hubiera gustado abrazarla y besarla en aquel mismo instante. Me hubiera gustado hacerle el amor allí mismo-. Soñar es algo que todavía no nos podemos permitir. Dentro de dos días, si todo va bien, pondremos fin a este «extraño viaje». Pero aún no sabemos qué va a pasar, Sara, no sabemos qué será de nosotros, ni siquiera podemos tener la certeza de que no tengamos que seguir huyendo.


Ella me miró con dolor.

– No creo que valga la pena vivir una vida en la que siempre tengamos que estar escondiéndonos, escapando, mintiendo y ocultándonos del mundo.


No pude responder con palabras, no pude decirle que, si las cosas salían mal en Finisterre, ése era el mejor futuro al que podíamos aspirar. Yo tampoco deseaba un mañana así para nosotros. ¿Quién puede ambicionar una vida de esta suerte?

– Escúchame atentamente, Sara -dije conteniendo mi aflicción y pasando a detallarle ciertos importantes pormenores-. Esto es lo que quiero que hagáis Jonás y tú…


Al día siguiente, muy temprano, la nave fondeó frente a Corcubión, en la entrada de la ría, pasados los islotes de Lobeira y Carromoeíro, y se quedó cabeceando en la marea baja de aquellas aguas frías y transparentes de reflejos turquesa. Desde la rada, abarrotada de grandes barcos de pesca, Corcubión parecía una localidad próspera y rica, con grandes y señoriales mansiones de piedra cuyos ventanales relucían al sol como el azogue y la plata.

– Esta tarde llegaremos o Fin do Mundo -proclamó Martiño, satisfecho-, a Fisterra. -Y se puso a canturrear-: O que vai a Compostelafai ou non fai romanase chega ou non a Fisterra

– Tengo un asunto que proponeros, Martiño -le dije súbitamente, interrumpiendo su romanza.

– ¿Qué es ello? -preguntó con curiosidad.

– ¿Cuánto pediríais por introducir un pequeño cambio en vuestra ruta?

– ¿Un pequeño cambio en mi ruta…? ¿Qué cambio?

– Necesito que amarréis vuestra barca aquí, en Corcubión, y que, luego, a medianoche, nos llevéis hasta Finisterre, pero no al puerto, sino al mismo cabo, y que me dejéis en tierra, y que os quedéis en el mar a una distancia prudente desde donde yo pueda veros, y que, a partir de ese momento, obedezcáis las órdenes de mis hijos, que os indicarán cuándo debéis volver a tierra, para recogerme o para desembarcarlos a ellos, o si debéis partir hacia donde os ordenen y dejarme.


Martiño quedó muy pensativo y comenzó a morderse el labio inferior. Era un hombre de unos veinticinco o veintiséis años, curtido, fornido y voluntarioso, y se notaba a la legua que pensar no era lo suyo, que tenía bastante con timonear espléndidamente su nave a lo largo de la costa. Sin embargo, también era un hábil comerciante, y yo confiaba en que no dejaría escapar una buena oportunidad. Si se negaba, no tendría más remedio que ba-jar a tierra en Corcubión y buscar otro barco.

– No sé… -murmuró-. ¿Qué os parecería una dobla de oro?

– ¡Una dobla!

– ¡Está bien, está bien! ¡Cien maravedís, sólo cien maravedís! Pero debéis tener en cuenta que los arrecifes del cabo Fisterra son los más peligrosos del mundo. Será muy difícil acercaros hasta allí.


Me eché a reír.

– ¡No, Martiño, si una dobla está bien! Os pagaré una dobla ahora, y otra más cuando hayamos terminado. ¿Estáis de acuerdo?


Martiño estaba completamente de acuerdo, por supuesto; seguramente no ganaría tal cantidad de dinero ni con cincuenta de sus duros viajes. Pero si ya era difícil mantener a salvo la nave en aquel mar violento, lo que le estaba pidiendo en realidad -y yo lo sabía- era un milagro: que costeara en plena noche los cortantes acantilados del confín del mundo, esquivando las puntiagudas rocas y los arrecifes, y que me dejara a salvo en tierra poco antes de la salida del sol… Tal esfuerzo, bien valía, sin lugar a dudas, dos doblas de oro.


A fe que aquella noche Martiño demostró su buen hacer como piloto y su valor inquebrantable. Por culpa de un golpe de viento estuvimos a punto de chocar contra el escollo de Bufadoiro, pero guió su nave con una pericia insuperable y, poco antes del alba, la barca rozaba de costado las rocas graníticas del cabo Finisterre. Poco después, dando un pequeño salto, yo ponía el pie en el confín del mundo.

– Tened cuidado, padre -suplicó la voz de Jonás en tanto la barca se alejaba mar adentro.


Di unos pasos hacia adelante y me detuve mirando en derredor. Ya no había más caminos que recorrer. Había llegado.


Mientras esperaba que saliera el sol y que llegara Manrique de Mendoza, estuve paseando sin cesar por aquella desierta penisla sintiendo en mi corazón, como un puñal, la dolorosa mirada que Sara me había echado cuando bajé del barco. Sus ojos negros habían querido atraparme como si presintieran que era la última vez que me veían, y yo hubiera deseado estrecharla entre mis brazos y darle millones de besos y decirle al oído cuánto la amaba y cuánto la necesitaba. Por ella estaba allí, caminando aterido entre los riscos del fin del mundo, por ella y por aquel mozalbete larguirucho y desgarbado que gastaba mi misma voz al hablar y que tenía un genio de mil demonios. Si ellos no hubieran existido, si no hubieran estado a bordo de esa pequeña embarcación que veía mecerse sobre el piélago a escasa distancia de la costa, yo no hubiera estado jugándome el todo por el todo en aquella mañana que apuntaba tristemente entre la bruma.


Iba armado, desde luego, pero de nada me iba a servir la fina daga que llevaba oculta en el pecho, bajo el jubón, si una mesnada de templarios aparecía en aquel peñón desierto con la intención de poner fin a mi vida. No les convenía hacerlo -en eso basaba yo la firmeza de mi oferta-, y buena prueba de que ellos también lo sabían era la rapidez con que se habían avenido a negociar. Pero siempre existía la peligrosa posibilidad de que el de Mendoza hubiera resuelto despachar el problema por la vía rápida, confiando en imponderables desconocidos para mí o con los que yo no había contado por ignorancia o mal juicio.


Repasaba con creciente desesperación los puntos principales de mi ofrecimiento, pareciéndome, conforme pasaban las horas sin que Manrique se dejase ver, que eran cada vez más débiles e inconsistentes, pero me decía que aquella impresión era sólo producto del miedo, y que el miedo era, precisamente, el único sentimiento que no me podía permitir, porque me convertía de antemano en el perdedor de la partida.


Por fin, cuando comenzaba a rayar el mediodía, en torno a la hora sexta, la figura de un hombre montado a caballo se dibujó al oriente. A pesar de no poder distinguirlo al principio -la niebla se mantenía baja-, no me cupo ninguna duda de que se trataba de Manrique de Mendoza.

– ¡Veo que habéis llegado el primero! -gritó cuando estuvo ya a escasa distancia de mí, que le esperaba de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante.

– ¿Acaso lo dudabais? -repuse orgulloso.

– No. Lo cierto es que no. Sois varón precavido, Galcerán de Born, y eso está bien. Desmontó y sujetó las riendas de su caballo en unas matas.

– Aquí estamos otra vez, viejo amigo -exclamó mirándome escrutadoramente a los ojos y examinándome luego de arriba abajo, como quien contempla a un lacayo al que debe dar el beneplácito-. De nuevo el destino nos une, ¿no es curioso…? Recuerdo cuando Evrard y yo regresamos de Chipre, hace dieciséis años, y pasamos unas semanas en el castillo de mi padre. Allí estabais vos, un muchacho aún, un joven escudero enamoriscado de la tonta de mi hermana. ¡Ja, ja, ja…!


Debía contener mi cólera, debía permanecer impasible ante aquella sucia provocación.

– Recuerdo también… -continuó mientras buscaba con la mirada un lugar adecuado para sentarse-, recuerdo también con cuánta atención nos escuchabais a Evrard y a mí cuando contábamos historias de las Cruzadas, de Tierra Santa, del gran Salah Al-Din, de la piedra negra de La Meca… ¡Erais un muchacho despierto, Galcerán! Parecía que teníais un gran futuro por delante. Es una verdadera pena que vuestro linaje no os permitiera llevar a cabo las esperanzas que vuestra familia tenía depositadas en vos.


«Refrena tu furor, Galcerán, refrena tu ira, me decía mientras luchaba por no lanzarme contra él y golpearle de lleno en el pecho hasta cortarle la respiración.

– Fue una época dulce, sí -prosiguió dejándose caer, al fin, sobre una roca. Su caballo piafó intranquilo-. Mi compañero Evrard…, mi pobre compañero Evrard y yo comentábamos entonces lo muy lejos que llegaríais cuando fuerais un hombre. Evrard especialmente estaba convencido de que oiríamos hablar mucho y muy bien de vos. Os tomó mucho aprecio, freire. Lástima que errarais de aquella manera tan lamentable.


No hice ningún gesto, ni pronuncié ninguna palabra. Le dejé continuar con su sarta de estúpidos recuerdos que no eran otra cosa que una ruin maniobra para debilitar mi posición antes de entrar en la palestra. Por fortuna, pareció haber agotado todas las viejas crónicas de mi lejana mocedad y se quedó por fin callado y pensativo. Quizá se debió a su gran parecido con mi hijo -así sería Jonás cuando tuviera cuarenta y cinco años, me dije conmovido-, pero el caso fue que me detuve a observarlo y que advertí en él los terribles signos del paso del tiempo y de una creciente dificultad para respirar, acompañada de un fuerte rubor de cara y de unos ojos inyectados en sangre que no dejaban lugar a dudas respecto a la enfermedad mortal que llevaba dentro, aunque, al contrario que él, yo me abstuve de decirle nada. Mi estrategia no incluía sajar al contrario antes de la lucha.

– Pues bien, amigo mío -dijo alzando los sanguinolentos ojos azules-, vos habéis solicitado esta entrevista y aquí estamos de nuevo, así que hablad.

– Creí que no terminaríais nunca -mascullé-. ¿Os hacia falta todo este preámbulo para sentiros más a gusto?


Me miró y sonrío.

– Hablad.


Era mi turno. La partida estaba casi acabada y llegábamos a los últimos movimientos. No habría más huidas en mitad de la noche ni más disfraces. Ahora primaba el talento y la rapidez de pensamiento.

– Os diré lo que deseo -comencé-. Deseo protección frente a la Iglesia y el Hospital de San Juan. Ni quiero ni puedo volver, así que solicito del Temple un lugar seguro en el que vivir con la mujer y el chico. No pido manutención: soy perfectamente capaz de mantenerme y de mantener a mi familia ejerciendo mi profesión de médico. Pido, además de dicha seguridad, que cese la persecución por vuestra parte de manera definitiva y que nos acojáis en alguna ciudad o pueblo que se halle en el interior de vuestros territorios en Portugal, Chipre, o donde mejor os venga. Adoptaremos nuevas identidades y nos dejaréis vivir en paz, aunque salvaguardándonos de los esbirros papales y de los soldados hospitalarios.


Manrique me miró estupefacto, paralizado por la sorpresa. No sé qué demonios había esperado que le pidiera, pero, por la cara que puso, aquello no lo tenía previsto. De repente soltó una de sus estruendosas carcajadas.

– ¡Vivediós, Galcerán de Born! Siempre conseguís sorprenderme. ¿Y por qué tendríamos que concederos tan extraordinaria petición? ¡El Perquisitore suplicando al Temple un rinconcito en el que enterrarse y morir! ¡A fe mía que esto no me lo esperaba!

– Tendréis que concederme lo que os pido por varias razones. La primera, porque he visto el Arca de la Alianza -Manrique dio un respingo involuntario- y sé dónde la tenéis guardada, y aunque la hubierais cambiado de refugio, el mero hecho de saber con certeza que está en vuestro poder convocaría a todos los reyes cristianos de Europa en vuestra contra, incluidos los que se han portado misericordiosamente durante el proceso.

– Con mataros… -masculló cargado de odio-. Además, ¿quién me asegura que no habéis hablado ya sobre ello con el papado y con el Hospital y que todo esto no es más que una asquerosa trampa? ¿Cómo puedo saber que el secreto del Arca continúa seguro?

– Matarme no serviría de nada, sire, puesto que Sara y Jonás también conocen el lugar donde está oculta y se encargarían de propagarlo a los cuatro vientos antes de que les dierais alcance, lo que os resultaría, en cualquier caso, muy perjudicial. Respecto a si he guardado el secreto del Arca, no tengo más pruebas que la propia estupidez y avaricia de Su Santidad y de mis superiores: ¿ creéis realmente que si yo hubiera hablado del Arca cuando escapamos de Las Médulas hace un mes, habrían esperado tanto tiempo para enviar sus huestes a las galerías subterráneas del Bierzo? Por más que yo hubiera suplicado prudencia y sigilo (aunque no sé muy bien con qué objeto), a estas horas los túneles estarían plagados de soldados.


Manrique permaneció en silencio.

– La segunda razón por la cual accederéis a mi petición -dije sin ofrecerle una tregua-, es que conozco perfectamente la manera de encontrar vuestro oro, y no me estoy refiriendo a la clave de la Tau, sino a la forma, al procedimiento que utilizáis para esconder los tesoros. Sé que esta clave no es la única, que hay otras muchas de similares características, y no creo que me costase demasiado trabajo dar con ellas. Aunque, estoy pensando que, en realidad, podría continuar un poco más con la Tau, porque es imposible que hayáis logrado cambiar de lugar todas las riquezas ocultas bajo este signo. Por otro lado… -continué-, por otro lado, sé que no sólo tenéis el Arca de la Alianza, sino que también poseéis el tesoro del Templo de Salomón. ¿Me equivoco? -La cara de Manrique era una máscara de piedra-. Siempre se ha rumoreado que los templarios poseíais ambas cosas, el Arca y el tesoro del Templo, pero nunca pudo probarse. Sin embargo, si tenéis una de ellas, como yo sé con total certeza, ¿por qué no ibais a tener también la otra? Y os apuesto lo que queráis a que está también en Las Médulas, ya que es el único lugar que ofrece las garantías de seguridad necesarias para algo tan valioso.

– Nadie lo encontrará nunca -afirmó torvamente. Yo, en aquellos momentos, interpreté sus palabras como una señal de que había decidido matarme.

– Ya os he dicho, Manrique -exclamé precipitadamente-, que todavía tengo algo más que ofreceros.

– ¡Hablad, maldita sea! ¡Terminad de una vez!

– El pergamino de claves.

– ¿El pergamino de claves…? ¿Qué pergamino de claves?

– El pergamino de claves que encontré en la cripta de San Juan de Ortega, un rollo de cuero lleno de signos herméticos y textos latinos escritos en letras visigóticas que empieza con un versículo del Evangelio de Mateo: Nihil enim est opertum quod non revelabitur, aut occultum quod non scietur, «Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse».


Aunque no moví un músculo de la cara, por dentro mi espíritu estaba pletórico de satisfacción. Había ganado la partida, me dije orgulloso. Jaque mate.

– Si -sentencié-, ese pergamino de claves.


La máscara de piedra de Manrique de Mendoza había pasado a convertirse en el rostro demudado de un hombre incrédulo, apabullado, aplastado bajo un peso indecible caído súbitamente sobre sus hombros. La sangre había huido de sus mejillas y sus ojos empezaron a emitir una luz de desvarío.

– No, no es posible… -tartajeó-. ¿Cómo…?

– ¿Es que acaso no habíais advertido su pérdida? -quise saber con inocencia.

– Sólo hay tres copias -dijo pasándose la mano por la frente para secar un sudor frío y oleoso-. Sólo hay tres copias en todo el orbe. Y sólo dos personas saben dónde están esas copias: el gran maestre y el comandante del Reino de Jerusalén, nuestro tesorero general. Ni siquiera yo estaba al tanto de que una de ellas se hallaba oculta en San Juan de Ortega.

– Mala táctica -afirmé fingiendo pesar-. Supongo que vuestra Orden está persuadida de poseer un sistema de seguridad infalible.

– ¿Qué duda cabe? Pero ¿cómo supisteis vos de qué se trataba?

– En realidad, sólo estaba seguro de su importancia como códice de claves. En cuanto a su contenido, todavía no tengo claro si se trata de algo parecido a una llave universal que permite el acceso a cualquier lugar secreto de vuestra Orden, o si sólo vale para llegar hasta el Arca de la Alianza y el tesoro del Templo de Salomón. En cualquier caso, conozco su valor, sire, y os repito que obra en mi poder.

– ¿Lo lleváis encima? Dejadme verlo.


No pude creer lo que acababa de oír. O Manrique me creía tonto, o el tonto indiscutible era él. La sorpresa debió reflejarse en mí cara, porque a renglón seguido el de Mendoza dejó escapar una carcajada.

– ¡Bueno! -exclamó de excelente humor-. ¡Tenía la obligación de intentarlo! Vos habríais hecho lo mismo.

– Permitid que os aclare algunas cosas -exclamé enojado-. Si no regreso hoy mismo junto a Sara y a Jonás…

– ¿Por qué pronunciáis siempre su nombre en primer lugar? ¿Es que ya la habéis hecho vuestra?


Me abalancé sobre Manrique y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, le clavé el puño en la boca. Pero si había supuesto que la debilidad de su corazón le iba a impedir responder a mi ataque, me había equivocado por completo. Saltó sobre mí como un toro y me incrustó la cabeza en el estómago, doblándome en dos y dejándome sin aliento, propinándome, a continuación, un rodillazo tremendo en la barbilla.

– ¡Basta ya! -gritó entre jadeos, alejándose con paso inseguro-. ¡Basta ya!


Su labio estaba partido y la sangre le chorreaba por el mentón.

– ¡Bellaco mal nacido! -le espeté desde el suelo, respirando afanosamente.

– ¡Si no fuera porque cumplo órdenes, no saldríais vivo de aquí!

– ¡Miserable! -exclamé mientras me incorporaba con dificultad y recuperaba el resuello. Sacudí mis ropas y le miré desafiante-. Si no regreso hoy mismo junto a Sara y a Jonás, ellos tienen instrucciones para hacer llegar el pergamino a manos del gran comendador hospitalario de Francia, frey Robert d‘Arthus-Bertrand, duque de Soyecourt, de quien sin duda habréis oído hablar. Sin embargo, si llegamos a un acuerdo, yo mismo os lo entregaré en cuanto la mujer, el chico y yo estemos a salvo.


Manrique continuó en silencio. Sus ojos cansados recorrieron el acantilado, deteniéndose en la forma borrosa de la barca de Martiño.

– Ella está allí, ¿verdad? -preguntó con una repentina tristeza. Entonces lo comprendí todo. Todavía amaba a Sara.


Por primera vez en mi vida, sentí el aguijonazo de los celos atravesándome el corazón. Me pregunté qué diría ella, qué sentiría si lo supiera. ¿Desearía volver con él? ¿Le había amado más de lo que me amaba a mí…? No, me dije, los ojos de Sara no sabían mentir. El cuerpo de Sara no mentía jamás.

– Vos habéis elegido la libertad -dejó escapar Manrique por fin-. Yo siempre he obedecido órdenes. Vivimos tiempos difíciles y alguien tiene que hacer el trabajo sucio.

– ¿Aceptáis mi propuesta? -le urgí, volviendo sobre el asunto que nos ocupaba. Tenía prisa por volver junto a Sara, por salir de allí.

– No.

– ¿No?


Sabia que podía ocurrir, contaba con esa posibilidad, pero en el fondo de mi corazón había deseado tanto que aquello saliera bien que la negativa me desconcertó.

– ¿No? -repetí incrédulo.

– No.


Se dejó caer pesadamente sobre la roca que le servia de asiento y me miro.

– Vos habéis expuesto vuestras necesidades y lo que deseáis de nosotros. Ahora me toca a mí exponeros lo que el Temple quiere de vos.

– ¿No es bastante mi silencio, mi desaparición, la entrega del pergamino?

– No digo que no sea interesante -sonrío-. Es más, estoy seguro de que mi Orden hubiera valorado muy positivamente vuestro ofrecimiento de no mediar otros intereses fundamentales. Habría sido una manera sencilla de resolver un problema que está manteniendo ocupadas a una parte importante de nuestras fuerzas. Pero hay algo que la Orden del Temple necesita por encima de cualquier otra cosa, y sin eso no hay trato posible.

– ¿Qué es lo que deseáis?

– A vos, Galcerán de Born. A vos.


Creía que no le había comprendido bien, y repasé varias veces en mi mente su respuesta hasta que se hizo la luz en mis duras entendederas.

– ¡A mí!

– ¿No os parece que ha llegado la hora de tomar algún alimento? El sol está alto y todavía nos queda mucho de que hablar. En las alforjas traigo pan, queso, pescado seco, tocino ahumado, manzanas y un buen pellejo de vino ¿Os apetece?

– No tengo hambre.

– Bien, pues permitid que yo tome algo. El aire del mar me abre el apetito.


Comió frugal y rápidamente, y yo, por no dejarle solo, mastiqué sin ganas un poco de pan y un resto de queso. El vino, fuerte y transparente, nos relajó el humor y, para cuando hubimos acabado con las viandas, proseguimos con la charla.

– ¿Qué es lo que el Temple quiere de mí? ¡Sería absurdo que me pidierais que tomara los votos templarios cuando acabo de abandonar los votos hospitalarios!

– El Temple no os quiere a vos, Galcerán de Born. El Temple quiere al Perquisitore.

– ¡Yo soy el Perquisitore! -repuse indignado.

– ¿Y cuántos como vos creéis que existen? ¡Ninguno! Bien a las claras ha quedado. Por eso os necesitamos. No os pedimos que profeséis en nuestra Orden, ni que renunciéis a la vida que deseáis. Sólo queremos que trabajéis para nosotros, y el pago que obtendréis a cambio será todo cuanto habéis pedido, y tal vez mucho más, pues estamos convencidos de que un hombre como vos se verá ampliamente recompensado por el hecho de formar parte de los proyectos en los que estamos trabajando.

– ¡Cuánta presunción! Esa actitud no hace sino desmerecer vuestra oferta.

– ¡Esperad, que no he terminado!


Su rostro reflejaba una íntima satisfacción, una secreta complacencia que no pude comprender. ¿Por qué debía ceder a su demanda? Yo tenía mis armas y las había esgrimido: si no me daban esto yo haría lo otro, y no había más discusión, aunque debo confesar que sentía una gran curiosidad por la propuesta de Manrique.

– El Capitulo General de la desaparecida Orden del Temple, celebrado hace pocos días en Portugal, decretó como objetivo prioritario conseguir la colaboración del Perquisitore en ciertas empresas que estamos llevando a cabo. Debéis saber que el papa Juan XXII ha autorizado una nueva Orden Militar en Portugal, la Orden de los Caballeros de Cristo.

– ¡La autorizó por fin!

– ¡Ah, conocéis el tema! Bien, entonces ya sabréis que el rey de Portugal, Don Dinis, es un ferviente aliado nuestro y que con la fundación de esta nueva Orden, que se creará oficialmente el año próximo, pretende facilitar nuestra supervivencia y devolvernos nuestras posesiones lusitanas, que habían pasado legalmente a sus manos por la bula disolutoria del fallecido papa Clemente V.

– A quien vos mismo matasteis.

– ¿También sabéis eso? -se sorprendió-. ¡Caramba, caramba, Galcerán, sois realmente mucho más listo de lo que nadie pueda imaginar! ¿Os lo ha contado Sara?

– No. Ya os dije que Sara siente una inmensa lealtad hacia Evrard y hacia vos, y hacia la Orden del Temple en general. En realidad fue François, el mesonero de Roquemaure.

– ¡Oh, si, le recuerdo!

– El buen hombre anotó los nombres de los dos médicos árabes que atendieron a Su Santidad, Adab Al-Acsa y Eat Al-Ye-dom, «Castigo de los templarios» y «Victoria de Molay».

– De veras que no puedo creer lo que estoy oyendo… -murmuro con creciente admiración-. En otro momento os preguntaré cómo sabéis tanto sobre esta historia. Es cierto, a Evrard y a mi nos correspondió el honor de ajusticiar a esos canallas. Ya os he dicho que alguien tiene que hacer siempre el trabajo sucio, y nosotros lo hicimos realmente bien, debéis reconocerlo. Pero, si os place, dejad que continúe con lo nuestro, que todavía tengo mucho que decir.

– Adelante. Os escucho.

– Bien, la situación es la que os estaba contando: los templarios hemos dejado de existir, pública y privadamente, y antes de un año nos llamaremos Caballeros de Cristo, con todas nuestras posesiones en Portugal recuperadas y con una gran capacidad de maniobra y un vasto horizonte frente a nosotros.

– Portugal no es un reino grande, ni tampoco poderoso.

– No; tenéis razón, pero es una enorme puerta de salida al océano.


Antes de que pudiera preguntarme para qué demonios querían los templarios una puerta al océano, Manrique continuo:

– El Capitulo General, adelantándose a vuestra demanda de negociación, estimó que vos, Galcerán el Perquisitore, erais una adquisición esencial para la nueva Orden. Al parecer estaban impresionados por vuestra habilidad para dar al traste con nuestras claves más secretas (claves que, en doscientos años, nadie había conseguido descifrar), para encontrar nuestros tesoros, escapar de nuestras trampas, y evadiros de Las Médulas. Nosotros, los más hábiles y astutos, habíamos sido burlados por un solo hombre, así que, ese hombre, el único capaz de derribar todas nuestras barreras, debía estar de nuestro lado, y no del lado de nuestros enemigos. No estamos comprando vuestro silencio, Galcerán -añadió con preocupación por si yo le había entendido mal-; eso acabáis de ofrecérmelo vos mismo a cambio de protección. Estamos comprando vuestra inteligencia, que, amigo mío, no tiene precio. Deseamos que recompongáis de principio a fin nuestro sistema de seguridad. Si vos lo habéis quebrantado, vos lo repararéis de manera que nadie, ni ahora ni en los siglos venideros, pueda tener acceso a nuestros lugares prohibidos, a nuestros documentos, a nuestras vías de comunicación o a nuestras misiones secretas.


Yo le escuchaba boquiabierto, sin atreverme a respirar para no interrumpir su perorata.

– Veo, por vuestra cara, que os interesa… -Manrique sonrió-. Pues mucho más ha de interesaros la oferta cuando os cuente el proyecto en el que vos empezaríais a trabajar de inmediato: debemos trasladar a Portugal, sin dilación, el Arca de la Alianza y el tesoro del Templo de Salomón, así como buena parte de las riquezas escondidas tanto en nuestras antiguas encomiendas europeas como a lo largo del Camino de Santiago, y encontrar un sitio donde ocultarlo todo de manera que jamás, ¿oís bien?, ¡jamás!, pueda ser encontrado.


Debía llevar mucho rato conteniendo la respiración, porque noté cómo mi pecho, hundido y vacío, se expandía como un fuelle con una gran y necesaria inspiración de aire. El sol empezaba a declinar en el fin del mundo y pronto seria devorado por el océano.

– ¿Aceptáis?


La barquichuela de Martiño, envuelta en la bruma, luchaba contra los caprichos de un Atlántico cada vez más embravecido. Mi dulce Sara estaría preocupada por mí, preguntándose si todavía, después de tantas horas de ausencia, seguiría o no con vida. Tenía que avisaría de que todo había ido bien, de que todo había salido mucho mejor de lo que esperábamos.

– ¿Aceptáis, Galcerán?


Tenía que decirle a Sara que nos esperaba toda una vida llena de experiencias que se anunciaban extraordinarias, de dormir unidos noche tras noche y de despertar abrazados día tras día, sin miedo de ser descubiertos y sin tener que escapar nunca más.

– ¿Galcerán…? ¡Eh, Perquisitore!

– ¿Sí?

– ¿Aceptáis el trato?

– Naturalmente.