"El Papa Verde" - читать интересную книгу автора (Asturias Miguel Angel)IXPara Boby Thompson, el El equipo de Boby Thompson jugaba con el nombre de «B. T. Indian», aunque más se le conocía por «Indian», pequeña e inofensiva resistencia de sus componentes que al llamarlo «B. T.» encaramaban sobre sus nombres las iniciales de el Boby amanecía en los llanos mascando chicle. Sobre el césped verde, húmedo de la evaporación de la mañana, el manchón de su cabeza rubia brillaba al sol. Y allí esperaba a los jugadores de su equipo, chicos morenos de pelo negro que también amanecían, algunos peinados, otros sucios comiendo fruta, melcocha o panes con frijoles que les dejaban lutos en los dientes, como llamaban a las cáscaras de frijol negro pegadas a la dentadura. Llegaban maltratándose, golpeándose. - Gritaba el El Boby Thompson, usando de su prestigio de capitán del equipo, los separó de un par de patadas y plantóse entre ambos, pues tan pronto como Galicia estuvo libre del peso de su contrincante y pudo incorporarse, reaccionó y quiso atacarlo. El labio le sangraba a Galicia que, mientras insultaba al – ¡Cálmate vos, El – ¡Ya se iba andar fijando mi hermana en vos, tísico, tísico, tísico! -le gritaba La paz fue costosa. Hubo que dejar que se pegaran de nuevo, pero con juez de campo y nada de manos desnudas; guantes de box era lo indicado. El La pelea se concertó en – ¡Ay, de los El – ¡Aterrizaste!… -le gritó Juárez, mientras aquél se levantaba con el guante y el traje empolvados. Sin perder tiempo, el – ¿Las trenzas de Amanda? Aquellas trenzas que ellos no recuerdan si vieron, pero que las llevaba antes que le cortaran el pelo, cuando estuvo con tifoidea. Un buey de pelo de azabache que bajaba en haz o despelucábase, suelto en chorro de aguas negras, negro, suave, muy suave, de lo que es la noche. Boby fijó sus ojos de verdolaga, entre azules y verdes, en lo que el ¡No eran las trenzas de Amanda Galicia! Aquella cabellera acordelada en grueso cable negro que ellos vieron sin ver, como miraban a Amanda, sin verla, y que ahora pensando en ella, recordaban como una inmensa mata que la hacía verse más delgada, flaquencia que la agrandaba los ojos hermosos de color muy negro. – ¡Pelo de caballo! -gritó Boby Thompson. – ¡Qué bien se ve que no sos de aquí, Se echaron todos a reír. Algunos habían vuelto a ver qué pasaba. El – ¡Las trenzas de Amanda!… ¡Las trenzas de tu hermana!… ¡Ja, ja, ja!… -se le reían todos-. ¡Qué pelo tan fino, cuñado! ¡Son de la familia de los A las carcajadas ruidosas alzó la cabeza Ramos, el La noticia acabó con la dificultad, se evitó el conflicto entre el Sol de mediodía. Polvo de la tierra caliente, de la grama reseca. Boby golpeaba la pelota con el Una hora de práctica. Después de las doce, de los campanazos de las iglesias que golpeaban el aire suelto en los llanos, volvíanse a sus casas. Boby recogía sus guantes, los ensartaba en el – ¡Se fue la runfia de diablos… porque eso son, unos diablos! -exclamó una anciana ocupada en barrer un zaguán que daba al «Llano del Cuadro», al desaparecer de la sabana verde, por las calles, Boby y los jugadores del «B. T. Indian». – Si a las sirvientas nos fuera dable entender algo que no fuera el oficio y la doctrina cristiana -siguió hablando sola, entre la nube de polvo colorado que se levantaba de los ladrillos-. Algo, entender algo, discernir por nosotras mismas, pues pensaríamos que hoy los muchachos ya no se entretienen con los juegos de antes: bailar trompos, volar barriletes, pasarse de mano en mano la pelota de trapo en lo que llamaban «pajarito», y el «ratón y el gato», y la «tenta», y el «tuerto» y «andares», y «arranca cebolla». Ahora todo es lo que juegan en otras partes. Lo de aquí no sirve. Sólo lo extranjero vale, porque es extranjero. Antes jugaban a los toros. Uno hacía de toro. Otros hacían de caballo cargando a los picadores. Hoy, no. Juegos gringos. Para mejor será, pero a mí no me gusta. Detuvo la escoba y vio, al través de la cortina de polvo colorado que levantaba al barrer, entrar un perro lanudo. – ¿Eh, pues, ya venís vos? El perro presidía siempre la marcha del licenciado Reginaldo Vidal Mota, su patrón. – Creí que hablabas con alguien -dijo el licenciado apresurando el paso para no respirar el polvo de ladrillo. – Hablaba con la escoba… – Eso no es hablar con alguien, sino con algo… – Da lo mismo, como hablar con el chucho. – ¡Cómo va a ser lo mismo hablar con una persona que con una cosa! – Aquí, en tu tierra, ya va siendo lo mismo. Se acabaron las personas, Rehinaldo. – ¡Reginaldo, Sabina, Reginaldo! – Se acabaron las personas -repitió la Sabina Gil – y es tal vez más una escoba, esta mi escoba, que una gente. La escoba barre porque vos la pones a barrer. Pero la gente, la gente, la gente de aquí se presta, se ofrece para que barran con ella… Mejor no sigo hablando… – ¡Sabina -gritó desde su cuarto Vidal Mota-, poneme a calentar un poco de agua, que me tengo que afeitar, y traeme una toalla!… – Agua caliente hay. Lo que no tengo es toalla limpia; o «espérame», tal vez se orearon las del patio y te la acabo de secar con la plancha. Antes se podía tender ropa en el llano, pero ahora con el puño de muchachos que le vienen a estarle pegando a una pelota con un palo… No sé qué gracia le encuentran. Hasta Fluvio, tu sobrino, anda entre ellos. Yo quiero ver el día en que le den un su buen golpe. Vidal Mota, en camiseta, desabrochado el pantalón que se abrochaba, el periódico en la mano, salía del retrete cuando la criada entró en su cuarto con el pichel de agua caliente y una toalla recién asentada, todavía tibiona de sol y plancha. – La ropa planchada con plancha calentada en las brasas huele muy rico, tiene un olor tostado de pino y ceniza. Por eso no me gusta lo de la plancha con electricidad. No huele a nada. El trapo queda como muerto. ¡Y, qué milagro que te vas a rasurar a esta hora; con la fuerza del sol, se te va a irritar! ¿Vas a almorzar o no vas a almorzar? – Tomaré una cosa muy ligera. Lo que sí sé decirte, Sabina, es que hoy quedará en mi protocolo el testamento más cuantioso de cuantos testamentos se han protocolizado en esta tu tierra. Estoy emocionado. – Si te tiembla la mano, mejor no te afeites vos mismo, no sea te vayas a hacer un tajo con la navaja. Dios guarde la hora; mejor voy a decirle al barbero, éste de aquí atrás, que te venga a arreglar. – Creo que tenes razón. Estoy muy nervioso. No es para menos. Miles y miles de dólares. – Voy a ir, no sea que vayan a ser – Sí, Sabina, anda; siempre es mejor que venga el maístro a rasurarme; quedaré mejor, no más mejor, como vos decís, porque no se puede decir más mejor. – Bueno, yo hablo como me parece. Un millón de dólares. La cantidad exacta no la sabía. Se saboreó recordando, mientras venía el barbero, los muslos de ¡Mentira! «Por fortuna barrí el zaguán…», se dijo la Sabina Gil, cuando a la puerta de la casa vio detenerse un automóvil tres veces más grande que la urna del Señor Sepultado de San Felipe. Llegaban en busca del licenciado. El maístro barbero estaba terminando de darle la segunda pasada, para destroncarle la barba. – Apúrese, maístro -entró a decirle la Sabina -, le va a dejar los cachetes como nalgas, ya ni que se fuera a casar. El automóvil ya está allí por vos. Voy a decir que te esperen. Vale que están bajo techo. Es un automóvil que parece un palacio. Boby Thompson invitó a los de su equipo a que fueran al jardín de su casa a volarle anteojo a un par de – ¿Van a trabajar en el circo? -preguntó – No seas bruto -le contestó Boby-; son los hermanos Doswell. – ¿Qué son ellos? – ¿Cómo qué son? Hermanos… – Hermanos, pero ¿qué hacen?… – Son abogados, dos grandes abogados de Nueva York. La – ¡No seas bestia, vos, El – ¡Perdóname, vos, – ¡No hiciste mal -intervino – ¡Qué de a chipuste, vos, quién te tiró el hueso! ¡Puño de tierra! – ¡Bueno, – Si es que con éstos -intervino el – Legítimos, pero no mejores al guante del No terminó el – ¡Baboso, vos, – ¡Dispensa, no mordás! – Ese es mi tío -dijo Eluvio Lima, al ver entrar al licenciado Vidal Mota-, el único tío que tengo hermano de mi mamá. – Bueno, mañana hay práctica. Ya vimos, ya nos vamos. Los que se van. Los que se quedan… – Quédate vos, – Ni me acordaba, y eso que me dejaste ardiendo la oreja. Ya te dije, Vidal Mota, auxiliado por el viejo Maker Thompson, colocó el cartapacio con la cola del protocolo sobre una mesa de mármol. Al centro un reloj de metal dorado, con la esfera en forma de mundo, media los minutos. – Los abogados Alfredo y Roberto Doswell, de la ciudad de Nueva York -dijo el viejo Maker Thompson en español, dirigiéndose a los mellizos, agregó-: El señor licenciado Reginaldo Vidal Mota. Hechas las presentaciones, se procedió a la lectura del testamento de Lester Stoner a favor de su esposa Leland Foster y en su defecto, por muerte de ésta, a favor de Lino Lucero de León, Juan Lucero de León, Rosalío Lucero de León, Sebastián Cojubul San Juan, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán. El testamento original redactado en inglés y la traducción al castellano… – ¿Eh? ¡Cuidado! -dijo Vidal Mota-. Castellano, castellano… Nuestra Constitución establece que el idioma del país es el español. – ¿El español o el castellano? -preguntaron los abogados Doswell, en inglés, tradujo Maker Thompson que servía de intérprete. – Un momento. Es tan cuantiosa la fortuna en juego que no recuerdo bien. ¿Tiene a mano una Constitución? Los abogados de Nueva York opinaron que era mejor consultar al oír de traducción de lo que proponía Vidal Mota. – ¿Constitución o Carta Magna? -añadió éste-. ¿Carta Magna o Constitución? Los tratadistas no están de acuerdo en el término que debe emplearse para designar la Ley Fundamental. A mí lo de Carta Magna no me suena bien. Soy demasiado americano. Constitución, me parece el término apropiado. Aunque… Se interrumpió al ver a un empleado entrar con la Constitución, entregarla a Maker Thompson y éste hojearla, para buscar el artículo referente al idioma que se habla. ¿Castellano o español? – Recuerdo mi examen de Derecho Constitucional -siguió Vidal Mota, ante los cuatro ojos extáticos de los abogados Doswell que le oían sin entender media palabra-. Un viejo profesor de la materia, un gran abogado, Rudesindo Chaves, sostuvo contra mí, que era el sustentante, y el testo de la tema, que no debía darse categoría de leyes privativas a la Constitución, por los muchos inconvenientes que acarrea. Bastará llamarle «Primera Ley», y nada más, sin que su articulado implique… – Licenciado, perdone que le interrumpa -le dijo en español el viejo Maker Thompson-, pero estos abogados ganan mil dólares por minuto. – A preguntarle iba yo, señorón, de dónde sacaron este par de colegas Karamazov… – ¡Mil dólares por minuto! – Y tan exactamente iguales. ¿Cómo es que se llaman? – Alfredo y Roberto Doswell. Los mellizos reían, sin entender, igual que dos sordos. Al entrar el licenciado Vidal Mota, de quien explicó Fluvio Lima que era su tío, hermano de su mamá, se despidieron los muchachos del equipo reunidos esa tarde en casa de Boby Thompson para conocer a los «licenciados cuaches» que habían ofrecido guantes, El – Así, muchachos, se ve arriba del volcán de Agua -dijo Boby. – ¿Subiste, pues? – Siempre le gusta hacerse el baboso a este – ¿Y hay algo allí?, vos, – ¡No me tomes el pelo vos, Los ayudantes de la obra, aprendices de albañil, dejaban caer sacos de cal viva en el cráter abierto en el volcán de arena, polvorientos, sudorosos, con el pelo, las cejas, las pestañas y las caras de cobre blanquiscas. – ¿Quién de ustedes quisiera ser – Las preguntas de este – ¡Yo… -dijo Juárez-… no! – Me tomaste el pelo -confesó el Después de llenar el cráter de cal, en grandes cubos de agua fueron trayendo agua, y como llamarada blanca sin fuego, sólo calor y humo, alzóse un resplandor cegante de la cal que fundía sus terrenos en el líquido lanzado contra ella, no para apagarla, sino para encenderla y provocar su incendio. Y ya fue a batir, y batir, y batir con azadones la mezcla de arena y cal que se iba formando, para formar la argamasa que otros Fluvio Lima, el – Acompáñenme, mucha, al campo -les pidió Fluvio-: quiero ver si por allí perdí mi sacapuntas. Marchaban a desgana uno tras otro. Se juntaban a veces al cruzar las esquinas. – El – La mamá del – Tiene mamá de lujo -dijo Al asomar la pandilla al «Llano del Cuadro», los detuvo el – Échalo, vos, – Sí, hombre, vamos a oírlo. Lo aprendemos y se lo cantamos a Boby en la próxima práctica. – Pero cuidado quién se raja… -exclamó Lemus, y recapacitando, soltó la estrofa: – Vos eso lo sacaste, – Lo saqué de mi cabeza y se lo vamos a cantar al – Y vos me lo besas, – No seas malcriado, vos, – Repásenlo mientras yo busco mi sacapuntas. – ¡Señores, ya es ley la voluntad de Lester Stoner o Lester Mead y Leland Foster! -exclamó, primero en español y después en inglés, el viejo Maker Thompson, al cerrar el protocolo el licenciado Vidal Mota. Juambo, el sirviente mulato, trajo una primera bandeja de copas de vinos generosos servidos hasta los bordes y – ¡Cuidadito!, ¿eh?… -comentó Vidal Mota-, que ley era la voluntad del testador muerto con su esposa en el viento fuerte que asoló las plantaciones del Sur, y expresada en forma indubitable ante mis honorables colegas nuevayorkinos, los ilustres abogados Doswell, a quienes acabo de conocer aquí. Nosotros, apreciable señorón -se había acercado más a Maker Thompson dándole palmaditas en la espalda-, no hemos hecho sino rodear la voluntad de Lester Stoner, el testador, que por sí sola es ley, de los requisitos formales para su cumplimiento legal. Parte porque los abogados nuevayorkinos no entendían y parte por la avalancha de periodistas, fotógrafos y corresponsales que cayó sobre el whisky y regóse en torno de los mellizos, la perorata del licenciado Vidal Mota no tuvo otra acogida que la que él mismo le dispensó sobándose las manos en un medio aplauso y poniendo el más satisfactorio de los gestos. – ¿Cómo testó? ¿Cómo testó? ¿A qué horas?… ¿Dónde?… -preguntaban los periodistas a los hermanos Doswell. Y éstos, sin saberse bien si era Roberto o Alfredo el que hablaba, referían que una mañana en su oficina de Nueva York se presentó Lester Stoner, conocido en las plantaciones por Lester Mead, de quien eran sus abogados hace muchísimos años, a pedirles que redactaran su testamento a favor de su esposa, Leland Foster, y en su defecto, por muerte de ella, de la sociedad «Mead-Lucero-Cojubul-Ayuc Gaitán». La muerte trágica de Stoner y su esposa convertía en millonarios a sus siete herederos. Lápiz en mano, sin soltar el vaso de whisky que renovaban a cada momento, al ya sentirlo cadáver lo cambiaban por otro más lleno, los reporteros interrogaban por el monto de la herencia y anotaban once millones de dólares, lo que hacía que a cada heredero, siete dichosos mortales, correspondiera alrededor de un millón quinientos mil dólares. Otras preguntas. ¿Presentían Lester y Leland su próximo fin? ¿No hablaron de morir como murieron abrazados en medio del más espantoso huracán? ¿Es verdad que una gitana les predijo que morirían así, víctimas del viento fuerte y Stoner interpretó que morirían cuando se alzaran los peones contra ellos y por eso se adelantó a contrarrestar el mal augurio con la formación de la sociedad «Mead-Lucero-Cojubul-Ayuc Gaitán y Cía»? Maker Thompson, que servía de intérprete, tradujo a los periodistas que los abogados nada sabían de esos pormenores y que daban por concluida la entrevista. El licenciado Vidal Mota, acercándose a los periodistas, llamó a los conocidos y les dijo: – Yo les puedo informar…, dar los nombres de los herederos… Pero antes, ¿saben ustedes que estos abogados con cara de serafines de mezcla ganan mil dólares por minuto?… -repitió despacio, sílaba por sílaba-…Mil dó-la-res por mi-nu-to… Miren el reloj… Vean la aguja fijamente… Ha pasado un minuto… Mil dolaritos para los dos angelitos…; y del viejo Thompson… ¿saben la historia?… ¡Ah, pero esto no es para publicar! Es sólo para ustedes, muchachos; los chicos de la prensa me son simpáticos. El viejo Maker Thompson se retiró de la Compañía cuando lo iban a elegir presidente, en Chicago, porque tuvo una decepción muy grande… Su única hija, Aurelia, le resultó de la vida airada… A ésa no se la llevó el viento fuerte, sino el ventarrón… Por eso le dicen de apodo – Bueno, licenciado, los nombres de los herederos… – Aquí están en mi protocolo… Ya se los voy a dar… Pero, no por nada, sino porque a uno siempre le gusta salir en letras de molde, quiero que digan que fui yo, el licenciado Reginaldo Vidal Mota, el llamado a protocolizar un testamento de once millones de dólares… Los herederos son… Aquí los tienen ustedes… Lino Lucero, Juan Lucero, Rosalío Cándido Lucero, Sebastián Cojubul, Macario Ayuc Gaitán, Juan Sostenes Ayuc Gaitán y Lisandro Ayuc Gaitán…, herederos de ese otro gringo bestia que no sabiendo qué hacer con el dinero, lo único que se le pasó por el magín fue testarlo en favor de unos analfabetos, clinudos y palúdicos de la costa. ¿Qué van a hacer ésos con tanta plata? ¡Bebérsela! ¡Morirse de borrachos! ¡En aguardiente se van a bañar los condenados! Y cambiar de mujeres… Las que ahora tienen les van a parecer horribles, En el grupo de norteamericanos, el hablar estrepitoso no dejaba lugar ni siquiera a oír. Se arrebataban la palabra. Hablaron dos y tres al mismo tiempo, como echando parejas o apuestas a quien llegara primero al fin, al fin de lo que decía, que nunca era el fin, porque otro arrancaba de allí, o el mismo que llevaba la palabra proseguía. Formaban el grupo el viejo Maker Thompson, los abogados Doswell, el vicepresidente de la Compañía y el gerente del Distrito del Pacífico, así como otros altos empleados de la Gerencia local. El viejo Maker tenía la palabra: – Lo mejor es sacar a todos los herederos de aquí, arrancarlos de lo que son, que vayan a los Estados Unidos. En el caso de los adultos no sé qué se puede lograr, darles un barniz; pero en el caso de sus hijos, educados por nosotros, cambiarán de mentalidad y volverán aquí completamente norteamericanos. – Perfectamente, estamos de acuerdo, sí, estamos de acuerdo -dijo el vicepresidente-; sólo que es tan difícil llevarlo a la práctica que no me atrevo ni a pensarlo si no contamos con su colaboración -y volvió su vaso de whisky para chocarlo con el de Maker Thompson-; un viejo amigo de la compañía, aunque separado de los negocios, no puede negarnos su ayuda. – El señor vicepresidente sabe que eso no es posible. Y tampoco necesita que vaya yo, cuando cualquiera puede hacerlo. Los adultos puede aconsejarse que vayan a granjas y los menores a escuelas en que les cambien por completo la mentalidad. – Lo de las granjas… lo de las granjas… no me gusta -dijo el gerente de la División del Pacífico-, porque es darles armas muy peligrosas. Aprenden a cultivar las tierras científicamente y con el capital heredado no necesitan más de nosotros. Ciencia y capital, ¡hum!, ¡hum!, no me huele, no me huele… Mejor que granjas, viajes… Para mí, el siglo xx no es el siglo de las luces, sino el siglo del turismo. Se les lleva a una gran tienda para que vistan, calcen y todo con elegancia y se les saca a conocer mundo. Como no tienen nada que aprender viajarán como toda la gente que crece, se reproduce y muere: los turistas que van y vienen igual que bultos y en eso se envejecen y se alelan. Alelan… no tiene traducción exacta. Por aquí la dicen así… Los viajes alelan a la gente que no tiene nada que aprender… – Y la gente menuda a las escuelas -dijo el vicepresidente. – Desde luego -contestó el gerente-, pero con los chicos, como dijo bien Maker Thompson, no se corre ningún peligro, porque, educados por nosotros, cuando estén en edad de actuar serán más papistas que el Papa Verde… Rió de muy buena gana golpeando el vientre del viejo Maker Thompson, para que se diera por aludido, y se dio porque dijo casi al instante, entre risotadas: – ¡Más papistas que el Papa Verde, y el papagayo, y el papamoscas, el papafigo, y el papanatas!… Pero otros eran sus pensamientos. Retirado de la compañía cavilaba en el peligro que para las plantaciones significaban los «bartolitos». La sigatoga, la enfermedad de Panamá, el viento fuerte o viento bajo y los bartolitos. ¿Qué eran los bartolitos? Nada menos que los Bartolomés de las Casas norteamericanos. Aquel… aquel… Charles Peifer, para no decir nombre, muerto por él en la «Vuelta del Mico», por haberlo cofundido con Richard Wotton. Y Lester Stoner, Lester Mead o Cosí, el clásico bartolito. Si no acaba con él y su mujer el viento fuerte, a saber, a saber… El bartolito pone en actividad a los volcancitos suicidas. Así como los japoneses usan en la guerra los torpedos-suicidas, el redentor norteamericano atrae a los volcancitos-suicidas que son los hijos del país que lo secundan. Luceros, Cojubules, y por allá con él fueron el Manotas y los hermanos Esquivel… Cuántos de sus hombres de confianza cayeron al grito de Juambo, el Sambito, no les quitaba los ojos a los hermanos Doswell, a quienes miraba entre supersticioso y curioso, con el gusto de haber visto algo raro, y el miedo de lo que podía significar aquella aparición en favor o en contra de su porvenir. Ya tenía informada a la cocinera. – La porciúncula que arma usted por ese par de prójimos que nacieron cuaches, y ya está… -refunfuñó la cocinera cuando los vino a espiar desde el jardín. Sonó el timbre. Juambo voló al salón y no tuvo tiempo de contestarle que para él «no era así nomás, que se nacía amachado». – Juambo -le ordenó el patrón-, mira que el chófer vaya a dejar al licenciado a su casa, y hay que llevarse las copas y los vasos sucios, y a ver si traes más whisky. El automóvil enfiló hacia la casa del abogado que, con el protocolo bajo el brazo, se bamboleaba en el asiento de atrás. El chófer le explicó que estaba saltando mucho porque las llantas venían muy infladas y las calles eran puros barrancos. Desde el automóvil, al enfrentar el «Llano del Cuadro», divisó Vidal Mota gran número de gente a la puerta de su casa. ¿Qué pasaría? ¡Dios guarde le haya dado un ataque a la Sabina! El otro día ya estuvo a punto de quedarse paralítica. Se le torció la cara. O algo le pasó a mi sobrino… Un pelotazo, por lo menos… ¡Qué vaina de muchacho!… No resulta gracioso tener que avisar a la madre que su hijo está herido… Y si no fuera nada de eso…, y si no fuera nada de eso… Si se tratara de amigos que le vienen a felicitar por haber tenido la confianza de que en su protocolo quedara para toda la vida en español el testamento de ese multimillonario. El automóvil se detuvo y él se precipitó sin más tiempo que dejar al chófer unas monedas en la mano. La Sabina le esperaba en la puerta, pálida y como helada en los trapos de diario que ahora, quién sabe por qué, se le veían más descoloridos… – Por fortuna aquí estás vos. Estaba clamando con las ánimas… – ¿Qué pasa? Menos mal que saliste a encontrarme. Venía con el alma en un hilo por vos; creí que te habías caído o te había dado… – El ataque, decí de una vez. Siempre estás vos con las mismas. ¡Dios no da gustos ni endereza curcuchos! – ¿Qué pasa? ¿Está herido Fluvio? – Sí… digo no… De Fluvio, sí, de Fluvio y ésos sus amigos que vienen de estar jugando con esa pelota y ese palo, se trata; pero no hay ningún herido. – Menos mal… -y tintinearon sus llaves-; voy a guardar esto en mi escritorio, y seguime contando qué hace esa gente en la puerta. Voy a guardar el protocolo con once millones de dólares… – ¿Once qué? Once «miones», pues aquí te espera ese «mión» que le dicen el – ¿Y qué hizo?… – ¿Quién?… – El muchacho. ¿Qué hizo? ¿Por qué lo venían persiguiendo? – Parece que le dio una tremenda patada a otro – ¿Le diste algo para que le pasara el susto? – Sí, señor; le di agua de brasa, y con eso se le cortó la saltadera que traía. Se asustó, y es que dicen que de la patada que le dio en la cara a ése con quien «pelió», Se le cayó la quijada. No, si no fue así no más. Al otro lo llevaron al hospital. En el cuarto de los cachivaches estaba escondido el – Bueno estuvo que no lo agarraran… ¿Qué fue lo que pasó?… – Nada. – Nada no puede ser, mi amigo; dicen que usted le dio un tremendo puntapié en la boca. Fluvio y los otros compañeros del equipo del Vidal Mota salió a ver quiénes eran los que venían, y al ver a su sobrino Fluvio, le llamó aparte. – Espérenme, mucha; sólo voy a hablar con mi tío -dijo Lima a sus compañeros dándose importancia. Fluvio era del equipo de zapadores, pero podía ser que pasara al servicio de espionaje, si le permitía subirse al tejado para vigilar las vueltas de la policía. – Lo peor -entraron los otros a decirle a Boby- es que no vamos a poder pararle el rancho a los del equipo de la Parroquia, en el Un sollozo apretado, como si además de sollozo fuera grito de rabia, brotó de la garganta del – Vos que nunca en la vida habías peleado, ¿cómo fuiste a pelear?… Y te cegaste: ya no veías; si no te lo quitamos lo matas. El – ¿Cuál Sapo? -preguntó otro. – El Boby golpeó los pies en el piso, furioso: – ¡Cállense!… ¡Vayanse!… En el escritorio del tío, donde el licenciado dio un repaso a la llave para ver si estaba bien guardado el protocolo, Fluvio le refería pormenores de la reyerta. Fue por una postal. Una postal de esas postales malas. El muchacho ése llevaba la postal y llamó al Vidal Mota repitió: – Una mujer desnuda sentada en las piernas de un marinero… – Sí, tío; ésa le dijeron a Boby que era su mamá… – ¡Bien hecho lo que hizo! Fluvio levantó la cara y miró a su tío de frente. Aquel «¡Bien hecho lo que hizo!» le había hecho sentirse más hombre que muchacho. – Al que le mienta la madre a uno hay que borrarlo del mapa -concluyó el abogado. Y salió con su sobrino. Fluvio no cambiaría su servicio de zapador, para lo que ya tenía pensado sacarse un machete de su casa, hasta abrir campo y anchura y encontrar la cueva donde el – Voy a ir a la policía -dijo a la Sabina -, cerras la puerta con tranca, y que esos muchachos no estén entrando y saliendo. Esperó que el sargento de guardia atendiera a una señora de muchos «hueles», la manteca del pelo, los polvos de la cara, el perfume del pañuelo, el cuero de los zapatos y lo enmohecido del vestido de seda. – Perdone, licenciado, que no le atendí antes… Sí, efectivamente, aquí tengo el parte… – Quería pedirle un favor al comisario. ¿Está él? Si no, usted se lo dice. Que no pasen el parte al Juzgado hoy, que esperen hasta mañana. – Depende del informe que den en el hospital… El comisario entraba en ese momento. El grupo de policías de la guardia se puso de pie. Uno de ellos entró a avisarle al sargento que avanzaba el jefe. Este cuadróse y le informó lo sucedido. Al terminar el informe, el comisario se golpeó varias veces la bota del lado derecho con el fuete, echóse la gorra militar hacia atrás, mostrando la frente sudada, y preguntó al licenciado si lo de aquel pleito de muchachos le traía por allí. No lo dejó hablar, al enterarse por el sargento que, en efecto, el licenciado a eso venía. A pedir que no se pasara al Juzgado el parte, mientras él movía algunas pitas. – Pues ni hoy ni mañana ni nunca se va a pasar ese parte, porque en él se exageran los hechos. El señor director de la Policía tiene informes de que se trata de un simple pleito de muchachos, en el que desgraciadamente uno perdió pie, cayó y se fracturó el maxilar. Don dinero, pensó Vidal Mota. Once millones de dólares, cien millones de dólares, quinientos millones de dólares, mil millones de dólares. Y uno, dos, tres, cuatro, cinco, siete policías en la guardia hediendo a creolina y a silencio gastado. La Sabina se santiguó al abrir la puerta de la casa al día siguiente y encontrarse al puñado de muchachos regados en el plano y más se acoquinó al oír decir a Fluvio que iban a tener un agarrón con los de la Parroquia. De por ese barrio era Cuando el togado abrió los ojos, se puso las zapatillas y tiró la bata de la silla, dispuesto a intervenir en el zafarrancho que le anunciaba la Sabina, por el campo se oyó una voz profunda que gritaba: – ¡Ah, no es nada!… -dijo la Sabina al ver desde la puerta que se disponían a jugar-. Perdona que te desperté, pero es que ya vive uno con el ¡Santo Dios! en la boca. – Siempre haces lo mismo… – Gana mil dólares por minuto, mientras dormís, y aunque sea soñando… – Y eso estaba soñando. Ahí tenes, ¿para qué, digo yo, me despertaste?, que ganaba mil dólares por minuto, como esos abogados de Nueva York, mil dólares por minuto; bueno, a ellos también les debe parecer un sueño, del que por fortuna no hay quien les despierte. La voz de Boby, que hacía de – – El muchacho ese que le dicen el – Caras vemos… -exclamó Vidal Mota, desperezándose. – Sí, y qué… -en el campo resonó la voz de Boby: – No digo que sea retrato… – Vos cómo lo sabes, digo yo. – Soy amigo de muchos de la compañía… – ¡Ah, es verdad!… - – Como lo estás diciendo… Fluvio entró glorioso, jadeante, sucio de sudor y polvo, igual que si se hubiera revolcado en el suelo, como le dijo la Sabina al verlo entrar, y le comunicó al tío que acababa de hacer un – ¿Y qué dice el – Está feliz, si yo soy de su equipo; lo estamos ganando al «Pie de Lana»; yo vine a beber agua. – Agua quitada del hielo le voy a dar; así, caliente como está le hace mal beber agua helada; es para que se tisiqueye de una vez. – Está muy tibia… -escupió Fluvio al querer tomar el trago. – Bueno, se la voy a enfriar un poquito más, pero no mucho. Helada le hace mal, se le abodoca la sangre. El juego degeneró en una batalla campal, puñetazos, palos, piedras. Vidal Mota medio detuvo a Fluvio a instancia de la Sabina. – ¿Cómo lo vas a dejar ir? Le pueden sacar un ojo. Los de la Parroquia son mala gente; le destripan un ojo, le dan una mala pedrada… ¿Quién paga las consecuencias? El muchacho temblaba, pálido, vidriosos los ojos, sin saber si quedarse o salir. De pronto, determinó lo que debía hacer. Esquivando la cabeza y el cuerpo de las piedras que llovían logró llegar hasta los suyos, que contestaban con igual número de proyectiles. – No parece que fuera tu sobrino, que fuera tu sangre, para dejarlo ir así… – Peor es que sus compañeros crean que se vino a esconder a la casa de su tío, y lo llamen cobarde. – ¡Qué cosas, Dios mío! ¿Por qué juegan como gringos, si aquí eso no se puede, porque a nosotros nos hierve la sangre y todo lo volvemos pleito? A lo lejos, en uno de los extremos del «Llano del Cuadro», pasada la batalla, se oía a los del equipo de Boby gritar formando un pequeño círculo, apiñados unos sobre otros: «¡Hurra, hurra, rá, rá, rá!… ¡Hurra, hurra, rá, rá, rá!… ¡Indian!… ¡Indian!… ¡Indian!… Rá, rá, rá…» Y en el otro extremo, los del equipo de la Parroquia, también hechos una pina, gritaban: «¡Pie de Lana! ¡Pie de Lana! ¡Pie de Lana…, rá, rá, rá…! ¡Bola-vá… bola-vá… bola-vá… vá… vá. |
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