"Cinco horas con Mario" - читать интересную книгу автора (Delibes Miguel)Miguel Delibes |
Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que lleva diciendo desde la mañana: "Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea". Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia, pasillo adelante, hasta su habitación:
– Debes dormir un poco, Menchu. Me encanta verte tan entera y así, pero no te engañes, bobina, esto es completamente artificial. Pasa siempre. Los nervios no te dejan parar. Verás mañana.
Carmen se sienta en el borde de la gran cama y se descalza dócilmente, empujando el zapato del pie derecho con la punta del pie izquierdo y a la inversa. Valentina la ayuda a tenderse y, luego, dobla un triángulo de colcha de manera que la cubra medio cuerpo, de la cintura a los pies. Dice Carmen antes de cerrar los ojos, súbitamente recelosa:
– Dormir, no, Valen, no quiero dormir; tengo que estar con él. Es la última noche. Tú lo sabes.
Valentina se muestra complaciente. Tanto su voz -el contenido y el volumen de su voz- como sus movimientos, recatan una eficacia inefable:
– No duermas si no quieres, pero relájate. Debes relajarte. Debes intentarlo por lo menos -mira el reloj-. Vicente no puede tardar.
Carmen se estira bajo la blanca colcha, cierra los ojos y, por si fuera insuficiente, se los protege con el antebrazo derecho desnudo, muy blanco, en contraste con la negra manga del jersey que la cubre hasta el codo. Dice:
– Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana. ¡Dios mío, qué de cosas han pasado! Y todavía me parece mentira, fíjate; me es imposible hacerme a la idea.
Aun con los ojos cerrados y preservados por el antebrazo, Carmen sigue viendo desfilar rostros inexpresivos como palos cuando no deliberadamente contristados: "Lo dicho"; "Mucha resignación"; "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan"; "¿A qué hora es mañana la conducción?" Y ella: "Gracias, Fulano", o "Gracias, Mengana" y ante las visitas eminentes: "¡Cuánto le hubiera alegrado al pobre Mario verle por aquí!" La gente nunca era la misma pero la densidad no decrecía. Era como el caudal de un río. Al principio, todo resultó burdamente convencional. Caras largas y silencios insidiosos. Fue Armando quien quebró la tirantez con su chiste: el de las monjitas. Él había creído que ella no le oía, pero Carmen le oyó, e independientemente de ella, Moyano, desde su palidez lechosa, con el rostro enmarcado por una negra y sedosa barba rabínica, le censuró con una acre mirada muda. Pero ya nada volvió a ser tan tenso como antes. Las barbas de Moyano y su palidez de muerto hacían bien en el velatorio. En cambio el mechón albino de Valen, detonaba. "Cuando me lo dijeron no podía creerlo. Si le vi ayer". Carmen se inclinaba y la besaba en las dos mejillas. En realidad, no se besaban, cruzaban estudiadamente las cabezas, primero del lado izquierdo, luego del derecho, y besaban al aire, tal vez a algún cabello desmandado, de forma que una y otra sintieran los chasquidos de los besos pero no su efusión. "Pero si yo misma. Anoche cenó como si tal cosa y leyó hasta las tantas. Y esta mañana, ya ves. ¿Cómo me iba a imaginar una cosa así?" Las barbas de Moyano cuadraban perfectamente con el ambiente. Y su tez cerúlea, demacrada, de hombre estudioso. Era lo único que Carmen podía agradecerle. "¿Te importa que pase a verlo?" "Al contrario, mujer". "Lo dicho, Carmen". Y las dos mujeres cruzaban las cabezas, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho, y besaban, al aire, al vacío, tal vez a algún cabello suelto, de manera que ambas sintieran el efluvio de los besos pero no su calor. "Nunca vi un muerto semejante, te lo prometo. No ha perdido siquiera el color". Y Carmen experimentaba una oronda vanidad de muerto, como si lo hubiese fabricado con las propias manos. Como Mario, ninguno; era su muerto; ella misma lo había manufacturado. Pero Valen se resistía: "Prefiero recordarle vivo, ya ves". "Te advierto que no impone lo más mínimo". "Aunque así sea". Y lo mismo Menchu, pero ella era su hija y no tenía otro remedio. Al regresar del Colegio, ayudada por la Doro, la había obligado a entrar y la había forzado a abrir los párpados que ella se obstinaba en cerrar. "Mujer, déjala, si es aún una niña". "Es su hija y va ahora mismo porque se lo mando yo". Una histérica. Menchu se había comportado como una histérica.
– Cría cuervos.
– Déjalo, Menchu; relájate, anda; haz lo posible por relajarte. No pienses en nada ahora.
La mayor parte eran bultos oscuros con unos ojos abultados, miméticos. Les unía una difusa responsabilidad, un sentimentalismo acomodaticio y un goloso afán por apresarla -a ella, a Carmen- con los dedos o con los labios. Llegaban perplejos con ganas de despachar pronto: "Cuando me lo dijeron no podía creerlo, si le vi ayer". "Pobre Mario ¡tan joven!". El mechón albino de Valentina detonaba como un trallazo. También detonaban los libros, tras el féretro, con sus lomos brillantes, rojos, verdes y amarillos. Cuando los muchachos de Carón se fueron, ella les estuvo volviendo uno a uno, pacientemente, todos los de cubiertas chillonas que sobresalían del crespón negro. Al concluir, se sintió extrañamente complacida y con los dedos llenos de polvo.
"Lo dicho"; "Salud para encomendarle a Dios". Después de todo hizo bien en mandar a Bertrán a la cocina. Un bedel no debe estar nunca donde estén los catedráticos. Y luego, la escena. Antonio había pasado un mal trago por su culpa. ¿Por qué asistirían los sordos a estas cosas? Antonio tan sólo dijo: "Se mueren los buenos y quedamos los malos", y, en realidad, no lo dijo; lo musitó, pero Bertrán dijo: "¿Cómo dice?", y Antonio lo repitió otra vez, quedamente, mirando antes, suspicazmente, a los lados, y Bertrán levantó los hombros y la voz y dijo: "si no le entiendo" y ponía por testigos a la concurrencia y Antonio miraba al cadáver y, luego, al acompañamiento, pero lo dijo otra vez y otra, alzando progresivamente la voz, mientras en los grupos se iba haciendo el silencio, de tal forma que cuando chilló, "¡que quedamos los malos y se mueren los buenos!" y Bertrán respondió:
"¡Ah, no le entendía, perdone!", todo el mundo se dio por enterado.
Unos grupos llegaban y otros marchaban. Les unía un difuso sentimiento de responsabilidad y unas pupilas hipócritas, estudiadamente atormentadas. Fue Bene, la mujer de Antonio, quien dijo, aprovechando un afectado silencio y tras un suspiro tan prolongado que pareció que se deshinchaba: "El corazón es muy traicionero, ya se sabe". Y fue como una liberación. Los ojos fueron perdiendo su expresión atormentada y, poco a poco, los rostros se fueron redondeando. Se había hallado un culpable. Pero ella solamente le dijo a Bertrán: "Bertrán, pase usted a la cocina; aquí no podemos ni rebullirnos".
– No puedes hacerte idea de cómo estaba la cocina, Valen. Un jubileo. Mario tenía entre la gente un poco así mucho cartel, desde luego.
– Sí, mona; ahora calla. No pienses en nada. Procura relajarte, te lo pido por favor.
– Me parece que hace un siglo desde que te llamé esta mañana, Valen.
La llamó a poco de descubrirlo. Y Valen acudió en seguida. Fue la primera. Carmen se había desahogado con ella durante hora y media.
Eran bultos obstinados, lamigosos, que se aferraban a su mano como ventosas o la forzaban a inclinarse, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho. "No sabes qué impresión me ha hecho; no he podido comer. Ángel me decía: Come, mujer, con eso no arreglas nada".
– Cría cuervos.
– Calla; ahora descansa.
Pío Tello se había conmovido.
Carmen sabía positivamente que el rescate de las últimas horas de Mario dependía de ella. El libro yacía allí, sobre la mesilla de noche y, bajo sus tapas, los últimos pensamientos de Mario, como enlatados. Cuando lograse liberarse de aquellos bultos pegajosos, Carmen se reuniría con él. Encarna constituía el obstáculo principal, pero Charo se la había llevado. Charo no aportó por allí hasta que los pequeños regresaron del Colegio. Había ido a buscarles. Borja llegó gritando: "¡Yo quiero que se muera papá todos los días para no ir al colegio!" Le dolía la mano. Carmen no sabía si por la paliza o por los insistentes apretones de los bultos despiadados. Tenía los labios tumefactos de tanto besar. "Lo dicho". "¿Quién iba a figurarse una cosa así?" "¿A qué hora es mañana la conducción?" Pero Encarna, no. Encarna no había cambiado. Penetró como un torbellino, braceando entre los asistentes. Y voceaba: "Dios mío, que éste también se me ha ido. ¡Éste también!" Y los grupos oscuros se aplastaban y miraban y cuchicheaban y Encarna ponía a todos por testigos de su soledad. Como una loca. "Una mirada demencial", había dicho Antonio. Y, luego, cuando se arrodilló, exclamó: "¿Qué he hecho yo, Señor, para merecer este castigo?" Y los grupos se abrían y se cerraban, se plegaban y se desplegaban. Cuchicheaban: "¿Quién es?". Y el sentimentalismo acomodaticio de las pupilas se trocaba ahora en avidez, se empinaban para verlo mejor, les fascinaba el espectáculo. Pero de nada valieron las razones. "Para don Mario, ni hablar". Carmen insistía: "¿Cómo no voy a pagarle las esquelas?" "No porfíe, señora, don Mario defendió a los pobres sin hacerse rico, y esto, desengáñese, tiene un valor". Ella cedió, aunque sabía que a Pío Tello no le iban bien las cosas, en el húmedo sótano, con el viejo chivalete de "El Correo", componiendo a mano esquelas y pasquines. "No le hubo más bueno que nuestro señor y ¡mírele ahí…!" Carmen la había cortado en seco: "No quiero escenas, Doro, ¡guárdese las lágrimas para mejor ocasión!" Resultaba inmoral que le llorasen las criadas y los cajistas y no le llorasen sus hijos: "¡No quiero escenas, Doro! ¿Es que no me oye?" Y la Doro se retiró a la cocina sonándose ruidosamente y secándose los ojos. El rumor crecía como el del mar cuando se embravece. Las conversaciones se entrecruzaban y el humo de los cigarros les sumergía en un ambiente viciado. "Hace calor". "¿Les parece que abramos un poco?" "La atmósfera está muy cargada". "No le había mejor". "Abra". "Así, que no se forme corriente". "Es muy mala la corriente". "El corazón es muy traicionero, ya se sabe". "Yo le tengo miedo a la corriente". "Pues a mi padre, ya ve, una corriente, no hubo más, que no es porque yo lo diga pero en la vida había estado enfermo". "Lo dicho". "Salud para encomendar su alma, doña Carmen". Carmen se inclinaba, primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho, fruncía los labios y dejaba volar el beso, de manera que la otra sintiera su breve estallido pero no su efusión. Yo
Carmen no sabía si rezaba o qué. Permanecía inmóvil, levemente encorvado, al pie de la caja y miraba a su padre con un implorante gesto de conmiseración. Fue Aróstegui quien dijo: "Era un hombre bueno" y, entonces, don Nicolás se volvió súbitamente hacia él: "Bueno ¿para quién?" Y Moyano, entre sus sucias barbas, murmuró: "No es un muerto; es un ahogado". Don Nicolás reparó en ella: "Disculpe, Carmen, ¿estaba usted ahí?" Pero ella no dijo nada porque aquellos hombres hablaban en clave y no les comprendía, ni Mario, en vida, se tomó la molestia de explicarle su lenguaje. "¿Le importa volver un poco la ventana?" "Así, gracias". "Ya se conoce el relente". "Ayer hacía frío". "Cuídate, Carmen, los pequeños te necesitan". "La atmósfera está muy cargada". Cuando me lo dijeron no podía creerlo, si le vi ayer". "Pero si yo misma…" A Pío Tello le dijo: "Tome nota. ¿Ya? Rogad a Dios en caridad…" Por un momento Carmen tuvo la debilidad de sentirse protagonista y pensó: "por doña Carmen Sotillo", pero se rehizo a tiempo: "¿Sigo?" Pío dijo: "¿Es que no tenía don Mario tratamiento?" "No, ya ve. Sólo los directores". La voz del auricular sonaba irritada: "Otros con menos merecimientos los tienen". "Ya ve, las cosas, ¿qué quiere que yo le haga?" Pío Tello anotaba lentamente. Al terminar, Carmen insistió: "Una orla bien negra, Pío, por favor". "Descuide". Tan sólo el sentimiento fanático del luto y el libro sobre la mesilla de noche, la ligaban ahora a Mario. ¡Ah! y su cadáver. "No está descolorido. Si usted no lo dice, no me creo que esté muerto, se lo juro por mi madre". "¿Le importa volver un poco más la ventana?" "Hace verdadero frío". "Así, gracias".
– ¿Está ahí el libro, Valen?
– ¡Chist! Aquí está. No te preocupes, bobina. Ahora relájate, anda, te lo pido por lo que más quieras. Nadie te lo va a quitar.
Valentina se incorpora, le pone una mano en la nuca y le ayuda a tenderse de nuevo; luego, le cubre con la colcha blanca suavemente. Permanece de pie, Valentina, y observa en derredor, los lacios grabados de flores, el crucifijo sobre la cama y, a sus pies, la raída alfombra llena de huellas del tiempo, cubriendo un rectángulo de entarimado. Avanza despacio, silenciosamente por ella y se analiza, a la media luz de la habitación, en la luna del armario, primero de frente, luego de perfil, palpándose por tres veces el vientre levísimamente combado. Sus labios dibujan un gesto de desagrado. Al volverse, sus ojos tropiezan de nuevo con el libro, el tubo de Nasopit, el frasco de Sedanil, el pequeño manojo de llaves, el monedero y el viejo despertador. Suspira imperceptiblemente. Carmen ha vuelto a cubrirse los ojos con el antebrazo blanquísimo. Se sienta de nuevo:
– ¿Estás ahí, Valen?
– Sí, mona, descuida, no me moveré de tu lado, te lo prometo, pero ahora relájate. Haz un esfuerzo, anda.
La Doro, con los párpados y la nariz enrojecidos denegaba obstinadamente: "¿Ni plástico ni nada le va a poner usted a nuestro señor?" "¡Huy madre, así parece cualquier cosa! En mi pueblo ni el más pobre, como lo oye. Y, ya ve, a don Porfirio, el Amo, le disfrazaron de franciscano". Carmen se enfureció con ella. Tenía por principio no aceptar lecciones de las criadas.
Los bultos llegaban y salían. El desagüe era permanente; una renovación higiénica. "No se puede parar del humo". "Podían guardar un poco más de respeto". "Lo dicho". Carmen se inclinaba, primero del lado izquierdo y, luego, del lado derecho y besuqueaba sin el menor fervor, rutinariamente. "Gracias, mona, te lo agradezco en el alma". Los bultos traían unos ojos desorbitados, enloquecidos, pero cuando algún otro bulto, sentado, suspiraba ruidosamente y murmuraba: "El corazón es muy traicionero, ya se sabe", los bultos recién llegados y sus ojos se serenaban y se uniformaban con los bultos y los ojos que rodeaban el cadáver. Pero a pesar del buen color -Mario es el muerto más saludable que fabricaron manos humanas- Mario no era Mario. Carmen lo había advertido después de asearle. No se parecía. Ella vacilaba. El muerto era un muerto potable, conforme, incluso más grueso, pero no era Mario. Repentinamente, como si alguien, compadecido, la hubiera depositado en su cabeza, le había asaltado la idea: ¡Las gafas! Carmen fue a por ellas y se las puso. Entonces advirtió la rígida palidez de las orejas. Complacida aún por la lucidez de su idea, se alejó cuatro pasos buscando una perspectiva favorable. Pero no. La Doro caminaba tras ella como un perro humillado: "O le abre los ojos o le quita las gafas a nuestro señor. ¿Quiere decirme para qué van a servirle con los ojos cerrados?" Los bultos se empinaban y erguían los pescuezos: "¡Mírame, Mario! ¡Estoy sola! ¡Otra vez sola! ¡Toda la vida sola! ¿Te
– ¿No han llamado?
Valentina posa una mano sobre las manos de Carmen, que están frías y cruzadas sobre el regazo, agitadas de movimientos nerviosos:
– No te preocupes, bobina. Yo te avisaré. Ahora descansa. Relájate. Procura relajarte. Vicente aún no ha vuelto.
Luis permaneció cerca de un cuarto de hora encerrado con él. Yo
Carmen se incorpora de golpe, tan violentamente que Valentina se asusta:
– Ahora sí que han llamado, no digas que no, Valen, lo he oído perfectamente.
– Bueno, mujer, ten calma. Será Vicente. Enseguida te vamos a dejar sola. No te alteres.
Carmen baja las piernas de la cama y al hacerlo se la recogen las faldas, y muestra unas rodillas demasiado redondas y acolchadas. Tantea con los pies sin agacharse y se calza los zapatos. Luego se atusa la cabeza, introduciendo los dedos de ambas manos abiertos entre los cabellos, ahuecándolos. Al concluir, se estira el suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho. Menea la cabeza enérgicamente, denegando:
– No tengo pechos de viuda, ¿verdad que no, Valen? -dice desalentada-. No me engañes.
Del recibidor llega un murmullo amortiguado de voces varoniles. Valentina se pone de pie:
– Mujer, no seas pesada -se vuelve hacia la mesilla de noche, hacia el libro y el tubo de Nasopit y el frasco de Sedanil y añade-: ¿Puedes decirme qué significa esta farmacia?
Carmen sonríe evasivamente:
– Mario. Ya le conocías -dice-. Muy bueno pero lleno de complejos. Si no se tomaba una píldora y se embadurnaba las narices, como yo digo, una y otra vez, no se dormía. Manías. Con decirte, que no te lo querrás creer, que una noche se levantó a las tres de la madrugada a buscar una farmacia de guardia, está dicho todo.
Valentina alza de golpe la cabeza con lo que la ráfaga albina de su cabello destella un momento como una estrella fugaz. Sonríe a su vez:
– Pobre -dice-. Mario era un hombre de lo más original.
Carmen se ha incorporado y se observa en el espejo. Se tira por dos veces, con rabia, del suéter bajo las axilas, primero del lado izquierdo; luego, del derecho:
– Estoy hecha una facha -murmura-. Con sujetador negro y con sujetador blanco estos pechos míos no son luto ni cosa que se le parezca. Valentina no la escucha. Ha tomado el libro de la mesilla de noche y lo está hojeando:
– La Biblia -dice-. No me digas que también Mario leía la Biblia -reinicia su sonrisa y lee en voz alta-: "Marchad con paso firme por el recto camino: a fin de que alguno por andar claudicando en la fe no se descamine de ella, sino antes bien se corrija".
Carmen la observa con la cabeza gacha, como si asistiese a una inspección humillante. De vez en cuando, en un movimiento mecánico, se estira con los dedos el jersey negro por debajo de los pechos. Cuando habla, lo hace como excusándose:
– Él decía que la Biblia le fecundaba y le serenaba.
Valentina lanza una risita:
– ¿Eso decía? ¡Qué divertido! Fecundarle, nunca oí una cosa tan graciosa, Menchu, te lo prometo. ¿Y los subrayados?
Carmen carraspea; se siente cada vez más empequeñecida. Agrega:
– Manías. Mario leía sobre leído, sólo lo señalado, ¿comprendes? Yo ahora -se la ablandan los ojos pero, paradójicamente, su voz se va afirmando-, cogeré el libro y será como volver a estar con él. Son sus últimas horas, ¿te das cuenta?
Valentina cierra el libro de golpe y se lo entrega a Carmen. El murmullo de voces crece en el vestíbulo. De improviso, cesa y, tras unos segundos de silencio, se oyen unos discretos golpecitos en la puerta de la habitación.
– Ya va -dice Carmen. E, instintivamente, se estira el suéter bajo los sobacos.
Se oye la voz de Mario:
– Es Vicente.
– Voy -dice Valentina-. Ya voy. Se aproxima a Carmen y la toma por la cintura: -¿De veras, bobina, que no quieres que me quede contigo?
– De veras, Valen, prefiero estar sola, si no te lo diría igual, ya me conoces.
Valentina se inclina, y ambas cruzan las cabezas, primero del lado izquierdo, luego, del lado derecho y besan con indolencia al aire, a la nada, de forma que una y otra sientan los estallidos de los besos pero no su calor.
En el pequeño vestíbulo, Vicente espera con el gabán puesto. Mario está a su lado, enfundado en su suéter azul. Carmen ayuda a Valentina a ponerse el abrigo y, luego, entre las dos, buscan la cartera a juego. Vuelven a cruzar las cabezas y a besar al aire, al vacío. "Adiós, mona, mañana a primera hora estaré aquí. ¿De veras que no quieres que me quede contigo?" "De veras, Valen, gracias por todo -se vuelve a Vicente-: ¿Y Encarna?"
Vicente carraspea. Los duelos no son su elemento. Se encuentra desplazado:
– Se durmió -dice-. Al fin terminó por dormirse. Luis dice que no despertará hasta mañana. Estaba imposible. Nunca he visto una cosa igual.
Mario mira a uno y a otra como si hablaran un idioma extraño y la traducción le resultase demasiado penosa. Al darle la mano, Valentina dice:
– Tienes cara de cansancio, Mario. Debes acostarte.
Mario no responde. Lo hace Carmen por él:
– Ahora se acostará -dice-. Ya están todos acostados.
– ¿Y papá?
– Yo voy a quedarme con él.
Al fin marchan Valentina y Vicente y durante un buen rato se oyen los cautos tacones de Valentina descendiendo las escaleras y el adormecedor murmullo de la voz de Vicente. Carmen se encara con su hijo y le muestra el libro:
– Mario -dice-, acuéstate, te lo suplico. Quiero quedarme a solas con tu padre. Es la última vez.
Mario vacila:
– Como quieras -dice-, pero si necesitas algo, avísame; yo no podré dormirme.
Espontáneamente se inclina y besa francamente la mejilla derecha de Carmen. Ella siente una tibia, súbita humedad en los vértices de los ojos. Levanta los brazos y durante unos segundos le oprime contra sí. Al cabo dice:
– Hasta mañana, Mario.
Mario se va pasillo adelante. Tiene unos andares extraños, entre cansinos y atléticos, como si le costase dominar su propia fuerza. Carmen se vuelve y entra en el despacho. Vacía los ceniceros en la papelera y la saca al pasillo. Con todo, huele a colillas allí, pero no la importa. Cierra la puerta y se sienta en la descalzadora. Ha apagado todas las luces menos la lámpara de pie que inunda de luz el libro que ella acaba de abrir sobre su regazo y cuyo radio alcanza hasta los pies del cadáver.
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