"Ígur Neblí" - читать интересную книгу автора (Palol Miquel de)I– ¡A mi escudo, la crisálida azul Sari Milana! -gritó con la entonación ascendente ritual el Juez del Combate, con un gesto que señalaba y a su vez invitaba al silencio a los espectadores-. ¡Y a mi lanza, la crisálida amarilla Ígur Neblí! Los dos jóvenes tocados con medias máscaras de los tonos indicados, oval la amarilla y en triángulo invertido la azul, tal como había adjudicado el sorteo, ejecutaron los saludos rituales y se orientaron como les había correspondido. La tarde brillantísima de finales de enero helaba la elevada plataforma, y el sol bajo, a la derecha del Juez, deslumbraba las miradas a ras, en especial la del contendiente amarillo. – Hoy la vida tendrá un único determinio -prosiguió el Juez-. Un solo asalto, y la ofensiva para la crisálida azul. Ígur Neblí se concentró en los ojos medio ocultos de su rival y en su propia respiración. Miró a Poniente, pensando en la adversidad acuariana. Con las armas del perdedor tradicional, las del cangrejo, le correspondía combatir contra aquellas de donde por esa misma ley procede el vencedor. Recordar que Sari gozaba de toda la ventaja, armas y orientación, le infundió una extraña seguridad; no era el alivio de poderse amparar en la adversidad del azar en caso de perder, sino, posiblemente al no tener la obligación de ganar por no poseer las armas de la victoria, la plácida confianza de que tenía ganado el Combate. – Que sea lo que será -dijo el Juez. Ígur y Sari se pusieron en guardia; Sari, con el tridente y la red, Ígur con el escudo redondo y el gladium. Desde el primer momento, Ígur forzó la naturaleza de su posición, que exigía la quietud de la tierra, para intentar exiliar al adversario, que, representante del agua, necesitaba más que nada la firmeza de su postura para mantener la cohesión, y que, como es natural, procuró no moverse. Sari era más alto y corpulento que Ígur y, teniendo la envergadura de armas y de luz a su favor, su fortuna se basaba en la espera. Ígur ejecutó los primeros movimientos, que no desplazaron a Sari, a quien correspondía la ofensiva. ¡Ay, los años de aprendizaje, ay, ya era hora! ¡Cuidado con la vanidad! ¡Cuidado con la reflexión a destiempo! Sari arrojó la red negra, que planeó sobre Ígur como un pájaro monstruoso. El amarillo se parapetó de un salto tras su escudo, y se lanzó a por la espada; la red fustigó furiosamente a su izquierda el suelo de parquet radial, e Ígur se apartó de un salto hacia atrás en el momento justo en que el tridente de madera tronaba con fuerza en el sitio que su cuerpo había ocupado un cuarto de segundo antes. – ¡Final! -gritaron al unísono los espectadores, puestos en pie de un solo impulso. Ígur estaba acorralado en el ángulo Nordeste de la plataforma, con el sol completamente de cara; el tridente de Sari le apuntaba directamente al cuello, y la tensión superaba el ahogo consecuente. El tridente se disparó como una cobra, pero el escudo de Ígur fue más rápido que el sobresalto del público, y el arma emblemática se desvió con un chasquido seco hacia la izquierda del agresor. Sari era un adversario terriblemente hábil, porque si hubiera dado fuerza a su ataque en lugar de velocidad, Ígur habría podido aprovechar el impulso para desequilibrarlo y vencerlo por el flanco, pero tuvo que limitarse a saltar a un lado para evitar el remolino de la red por debajo. – ¡Hélice y cruz! -gritó el público, aludiendo a una figura de ataque y defensa especialmente espectacular. A causa del último movimiento, Ígur ocupaba el ángulo Sudeste, con ventaja, además de por orientación, por tener a Sari en el lado Este y no en el centro, y cuando Sari quiso recuperarla con un salto lateral, Ígur se desplazó en paralelo, y se encontraron enfrentados en el lado Sur. Puesto que el azul ya había empleado la ofensiva que le correspondía, Ígur podía atacar, y descargó una estocada en vertical descendente que Sari defendió en regresión; se podía oír el gladium dallar el aire como el silbido de una serpiente; Ígur ejecutó dos remolinos y un giro, y en el retroceso condujo a Sari hasta el centro de la parte Norte, y de allí, con un giro de tres cuartos otra vez en regresión, de nuevo hasta el ángulo Noroeste. Ígur gozaba de la iniciativa, pero un acuariano acorralado es la más peligrosa de las armas, y se tensó el silencio de los espectadores; Sari lanzó la red en forma de látigo, pero Ígur la esquivó por el lado Oeste; entonces el azul avanzó con el tridente en ataque, y de nuevo Ígur lo frenó con el espadín, pero el arma del otro tenía ventaja, y el amarillo tuvo que retroceder hasta el ángulo Sudoeste, hasta que el impulso del adversario le obligó a dar tres cuartos de giro para no tocar la finísima banda de seda que delimitaba el terreno de combate; lo que envió a Sari de nuevo al rincón, pero esta vez el giro había dejado a Ígur a contrapié, que era lo que el azul esperaba. – ¡Final! -gritó el público otra vez. El azul arrojó la red como un látigo a las piernas del amarillo, que dio un salto prodigioso que situó sus pies a la altura de la cabeza del agresor; en una segunda pasada circular, Sari lanzó la red a media altura, y entonces, rápido como un rayo, Ígur se agachó a la vez que retrocedía un paso hacia el centro del cuadrilátero. La tercera voladura de la red ya no le pilló desprevenido y se distanció lo justo para interponer el escudo al extremo del entramado, lo imprescindible para que el arma defensiva se enredase solamente, y así los adversarios quedaron trabados; ése era el paso intermedio de la figura «hélice y cruz», en principio con ventaja para el acuariano, que con sus defensas anuladas tiene por encima del cangrejo la superioridad del arma; Sari lo aprovechó lanzando el tridente contra Neblí, pero tener el sol en los ojos armó al amarillo de la abstracción necesaria que da la ira y, ajeno a público y pensamientos, opuso a una de las horcaduras el gladium, y aprovechó el impulso del adversario para dejarse caer de espaldas en el suelo, y poniéndole los pies en el centro de gravedad del cuerpo rodó hacia atrás y arrastró a Sari de cabeza por encima de él; pero Sari era agilísimo, y al ver que no podía evitar la defensa, favoreció el empujón infligido hasta caer de pie; Ígur también acabó de rodar hasta recuperar la vertical, pero puesto que la maniobra los había situado espalda contra espalda, la ventaja entonces era para la fuerza, la precisión, la agilidad y el equilibrio, y ahí fue donde el amarillo aprovechó su décima de segundo: cuando ya se incorporaba, en el último impulso, se fue volviendo hacia la izquierda; las armas se habían destrabado, pero no así el escudo y la red, que, por efecto de las vueltas de los contendientes, habían formado una maraña que aumentaba la tensión, y cuando Sari aún tenía que fijar los pies en el suelo, Ígur, con los suyos asentados bien firmes, le asestaba un formidable golpe en el hombro izquierdo con el codo del mismo lado, que, desequilibrándolo, le obligaba a volverse hacia su derecha mientras que Ígur lo hacía hacia su izquierda; los adversarios quedaron enfrentados cuerpo a cuerpo, pero la media vuelta había enredado a Sari en su red, y tenía ambas manos aprisionadas; Ígur le dio un golpe frontal a la vez que soltaba el escudo, y el azul cayó de espaldas sin tan siquiera poder parar el golpe. Rápido como el rayo, el amarillo le puso una rodilla en el pecho y la punta de su espada de madera en el cuello. – ¡Crisálida amarilla Caballero de Pórtico! -gritaron, en pie, los alumnos, acólitos y aspirantes que formaban el público. El asalto había durado dos minutos y diez segundos. El Juez se levantó y juntó las manos con las palmas hacia adelante; después dejó caer la derecha y, extendiendo la izquierda, señaló al vencedor, que de inmediato retiró el arma de la emblemática situación, y ayudó al adversario a levantarse y a desenredarse de los útiles que lo apresaban. El pabellón de Cruiaña, localidad donde había transcurrido casi toda su vida, le pareció más bonito que nunca, y a la vez despojado de cualquier veneno. Los contrincantes ejecutaron los saludos rituales, y se quitaron las medias máscaras. Ígur Neblí se inclinó ante el Juez. – Crisálida amarilla Ígur Neblí -dijo el viejo-, has ganado el Juicio de Acceso. En el plazo de tres días te presentarás a tu Magisterpraedi, que te hará entrega del título y te indicará tu destino. -Lo miró sin reflejar emoción alguna-. Puedes retirarte. Ígur y Sari, amigos y compañeros de estudios, bajaron juntos del estrado. Por la escalerilla del lado Sur sólo cabía uno; a pesar de que faltaba la investidura, uno ya era un Caballero de Pórtico, y Sari, a quien esperaba una segunda oportunidad al año siguiente, le cedió el paso. Habría sido un insulto que Ígur hubiera renunciado a su privilegio, y, con una incomodidad que le resultó inexplicable, lo ejerció. Cuando se retiraba a sus aposentos recordaba las veces que había imaginado ese momento, cómo había previsto grabar en el recuerdo, en una hora tan significativa, haciéndose la composición de que era por última vez, las altiplanicies de Cruiaña, de horizontes dilatados y cielos intensos y puros, donde todo parecía distante y pequeño a la vez; pero el camino se le hizo corto, y había llegado al final sin el detenimiento de la contemplación para evocar. Su recuerdo sería tan sólo de un deseo, porque la vida iba más deprisa que el pensamiento. La visión de la realidad recordada desde las calinas del mito, anticipación en tanto que deseo, se hacía presente una y otra vez en los preludios insomnes de las noches de Ígur, dibujada en el placentero vértigo del inicio de una invención: Ésta es la historia del Caballero de Capilla Ígur Neblí, en los Atlas del Imperio de la Última Revolución llamado la Gloria del Laberinto, Ígur el Cretense en los Escolios del Dogma de Haleb, venerado YNen las Runaciones Édicas de las Lunas Pastoras de Anatolia, el Caballero de la Ápia Doble, Ghooyri Nyephlí en los Apócrifos del Laberinto, Eygor Ennehí, finalmente, en las Crónicas de los Planetas Troyanos, El Que no duerme. El Que no se representa a sí mismo. Tres días después de ganar el Combate de Acceso, a la hora señalada, Ígur Neblí se presentó en el despacho del Magisterpraedi de Cruiaña Jan Omolpus, y como paso previo a la ceremonia de investidura, fue recibido en audiencia privada. Formaba parte de la visita prescrita al superior, pero, de no haber sido así, era capítulo obligado de cortesía hacia el antiguo maestro. – Dos minutos y diez segundos -dijo sin inflexiones el dignatario, un hombre de edad indefinida, pero con la suficiente para poder ser el padre de Ígur. – No me correspondía la ofensiva. El Magisterpraedi hizo un ademán de impaciencia. – Te arriesgabas a llegar a los tres minutos sin cerrar el ocho. – No podía romper la orientación; descalificarse significa perder el año siguiente, siempre me lo habéis recalcado. Se observaron con calma. Aquél también era un momento perdido. – Continúo creyendo que una estancia previa en Eraji o en Aleña te resultaría muy provechosa. – Estoy como siempre a vuestra disposición -dijo Ígur en el tono más neutro, y fijó la mirada en un punto inmaterial ante la faz del dignatario. Dejaron pasar los instantes; era como aguantar la respiración, para ambos más difícil cada vez, pero con el tiempo jugando a favor del más fuerte. Y el más fuerte era el más joven. – De acuerdo -dijo el Magisterpraedi-, es prerrogativa del Caballero elegir su destino. Como puedes ver, no tenía dudas: te he asignado al Secretario del Equemitor Noldera, que ya está sobre aviso de tu llegada; aquí tienes una carta para él. Ígur la cogió con una inclinación, y resistió el impulso de mirar el nombre. – Daré lo mejor de mí para dejar mis orígenes en buen lugar. – No hace falta que te recuerde que Gorhgró no es Cruiaña, y que a partir de ahora te enfrentarás a adversarios a los que aun con el beneficio del sorteo no vencerás como a Sari Milana; si no me equivoco ahora tienes ventiún años… si no cometes equivocaciones, en un año puedes llegar a Caballero de Cámara, y a los veinticuatro puedes ser Caballero de Preludio; y de ahí a Caballero de Capilla ya es cuestión de suerte y de política… – Como muy bien decís, es cuestión de suerte y de política; pero si a la suerte y a la política se le añade la dedicación y la voluntad, espero ser Caballero de Capilla sin necesidad de categorías intermedias, y antes de un año. El Magisterpraedi rió por primera vez en la entrevista, en parte para ahorrarse el tener que responder a la impertinencia del discípulo; él no sólo había tenido que acogerse a las categorías intermedias, sino que había visto cómo los mejores perdían cuatro Combates de Juicio de Acceso antes de llegar a la Capilla, el grado más elevado de los Caballeros. – Conformarse no es bueno -dijo, nostálgico-, pero quererlo todo demasiado aprisa expone a peligros imprevistos. – Quería pediros una cosa más -dijo Ígur, y el dignatario levantó las cejas-; me gustaría librarme de la advocación -Ígur se vio obligado a explicarse-, el Cangrejo no ha sido nunca de mi devoción: el depósito de los muertos, los dos asnos que comen en el pesebre… la coraza, el retroceso… no deja de ser un emblema de transición, un trópico perdido. – Tienes derecho a tomar la defensa de tu adversario si lo deseas, las reglas lo permiten; pero un Caballero de Pórtico no puede cambiar la obligación emblemática. – Lo sé, pero no quiero estar atrapado por la defensa, y vos sois el único que puede levantarme la obligación. Omolpus miró con atención al joven que tenía delante, y se le ocurrió que no tenía un físico tan imponente como para que se le abrieran las puertas con su sola presencia: no demasiado alto, más bien delgado, la agilidad y la fuerza más intuibles que evidentes, de facciones agraciadas pero con unos ojos demasiado melancólicos para triunfar tanto en los salones como en las plataformas de Combate o en las alcobas, iba a necesitar todas las ocasiones posibles para demostrar quién era. – No puedo librarte del amarillo, pero sí, si es lo que quieres, de sus obligaciones. Serás un amarillo abierto, es decir, que tu amarillo será independiente de Cáncer y tan sólo te obligará al emblema en tu próximo Combate Canónico -a Ígur se le iluminó la cara, y el Magisterpraedi levantó un brazo-; pero no olvides que a partir de ahora, y para siempre, será un amarillo con marco y horizontes negros. Abandonaron el despacho para ir a la sala del ceremonial, él delante del Magisterpraedi, como es tradición, y ambos precedidos por seis maceres. Ígur tuvo tiempo de mirar el nombre y la dirección del papel que el maestro le había dado: Peer Ifact, Secretario de Gabinete de la Equemitía de Recursos Primordiales. Una vez en la sala, Ígur ocupó el sitio que le había sido asignado, siguiendo los requisitos de orientación y distancia que correspondían a su emblema, su color y a la época del año, y el Magisterpraedi formuló a los auxiliares en voz baja las indicaciones pertinentes sobre el escudo y el color que había acordado con el nuevo Caballero de Pórtico. A continuación, sin que ninguna de las operaciones precedentes fuera acompañada por manifestaciones por parte de la asistencia, formada por los condiscípulos y los amigos de Ígur, ni por la presidencia, que ocupaban delegados del Gobernador de la provincia de Cruiaña y del Mayor de la ciudad, el Magisterpraedi pronunció un pequeño discurso para la ocasión. – Decimos hoy adiós a Ígur Neblí, nuestro bienamado hijo, que ha destacado por su prudente habilidad, bondad de juicio y piadoso equilibrio de aspiraciones, y lo destinamos como Caballero de Pórtico al servicio del Equemitía de Gorhgró que inspira nuestros designios. Con nosotros, Ígur, has aprendido historia, el manejo de las armas, las disciplinas del cuerpo y el control del espíritu; eso te servirá para que en Gorhgró te enseñen economía, política y geometría, para poder completar así la perfecta oblicuidad de tu mundo interior; porque es preciso que la luz incida tamizada o lateral para que la naturaleza de los objetos sea perceptible; es la adecuada combinación de luz y tiniebla lo que proporciona la mirada y la comprensión de las cosas, y todo desequilibrio admite ciertos márgenes. Pero, como tú bien sabes, de igual forma que una luz demasiado débil dificulta el acceso a los detalles o a una sutileza, el exceso de luz, si bien en sentido contrario, produce el mismo efecto sobre el contraste de donde se ha de extraer todo conocimiento. Llevada la vía al extremo, la totalidad iluminadora equivale a la oscuridad. Omolpus hizo una pausa. Como la fiesta era en su honor, Ígur aplacó los pensamientos despectivos que le producían aquel tipo de discursos; y aunque no logró salvar las distancias, al menos supo no indignarse como le pasaba cuando el destinatario era otro. El Magisterpraedi procedió al ritual del nombramiento. – Ígur Neblí -dijo, mientras ponía en sus manos el sello que los auxiliares acababan de confeccionar siguiendo sus instrucciones-, a partir de ahora eres Caballero de Pórtico en la advocación provisional de Cáncer, que te será sustituida por la que corresponda a tu próximo Combate Canónico, y te confiero con carácter definitivo el amarillo con marco y horizonte negros. Acabada la ceremonia, hubo una celebración con la presencia de amigos y condiscípulos, y todos quisieron ver (puesto que tocar no estaba permitido) el sello del nuevo Caballero, reducto de las antiguas toserás Oybirias, en el caso de Ígur un rectángulo de 5 X 8,09 centímetros, amarillo puro brillante, con el contorno negro y en medio, en vertical, la figura de un hacha doble negra también. Al día siguiente, Ígur Neblí preparó todo para el viaje, y al otro se fue a Gorhgró, la capital del Imperio. En aquellos tiempos, el mundo superviviente había llegado al extremo de la desconfiguración nacional, y el advenimiento del Imperio Universal, acogido trescientos años atrás como la superación de las fobias y las filias étnicas presuntamente ejercidas como un primitivismo estéril, no había conseguido resolver los enfrentamientos de cariz religioso o regional para, tal y como era el objetivo de los humanistas que lo propugnaban, dedicar urgentemente los esfuerzos de la humanidad a resolver los dos grandes problemas indefectibles que la amenazaban, no las guerras, sino el hambre, y no la aniquilación del mundo por la vía nuclear sino por la destrucción medioambiental; pero tanto los enfrentamientos xenófobos como la degradación de la naturaleza habían continuado bajo ritmos y parámetros diferentes: en lo que se refiere al segundo, el mundo habitable se había reducido a un residuo rodeado de terrenos, inhóspito por diferentes causas de las cuales se hablará más adelante, y en lo que se refiere al primero, el proceso del gobierno único mundial había obligado a divisiones del poder en vertical en lugar de horizontalmente, es decir, en parcelaciones departamentales en lugar de naciones, dentro de las cuales lo que específicamente es el poder político (la administración pública, el mantenimiento del orden y la hacienda) se fragmentó asimismo en un nuevo grano de delegaciones y subdelegaciones de control, fruto del antiguo concepto viciado de soberanía, y entonces las ciudades adquirieron un relieve inesperado. El viejo ideal panhumanista del Imperio Mundial acabó colapsado en un espejismo en cuyo nombre se justificaban las arbitrariedades históricas habituales de los muchos sobre los pocos y, en el caso contrario, de los fuertes sobre los débiles. Esa dialéctica parecía que podría romperse, al principio, en las llamadas villas, pequeñas aglomeraciones rurales en cierta forma independizadas del Imperio, que afrontaban los servicios como algo propio y no como instrumento de extorsión; pero en la época de Ígur Neblí la vida en la villas tampoco era idílica: los problemas internos acababan en terribles baños de sangre que no contenía autoridad superior alguna, y que se resolvían con el exterminio de una, o de todas menos una, de las facciones en litigio; a menudo los problemas de seguridad frente a la rapiña de las bandas nómadas, formadas sobre todo por desertores de la antigua Guardia Imperial, obligaba a cerrar las villas, o a ponerlas bajo la protección de mercenarios que acababan ellos mismos el expolio, y sus habitantes pasaban a engrosar las filas de indigentes de Perighart, Eraji y Gorhgró. Había llegado un momento en el que en las ciudades solamente vivían los ambiciosos, los pobres y los locos. La proximidad física, y sobre todo emocional, del Imperio había llevado a que, lejos de cualquier vestigio de conciencia cívica, y más lejos aún de cualquier romanticismo democrático, nadie viera el Imperio como un conjunto de instituciones al servicio del ciudadano o, como en momentos ya más lejanos y del dominio de la leyenda, de mayor exaltación colectiva, pertenecientes al ciudadano, sino como el enemigo a batir. El grueso de la población de las grandes ciudades lo formaban los desvalidos acogidos en asilos, seguidos de los funcionarios, los rufianes y los rentistas. Cuando Ígur Neblí llegó a Gorhgró, la capital del Imperio era el paradigma de la concentración urbana terminal, pero aún conservaba cierta extraña vitalidad, la del enfermo en pleno delirio, febril y enardecido por una medicación brutal, que la convertía en terriblemente atractiva para un joven llegado de la montaña. La ciudad tenía una configuración anular en torno a un peñón rocoso, perforado por varias obras de ingeniería, de un diámetro medio de cuarenta kilómetros, y el conjunto de uno de setenta y cinco. Gorhgró ocupaba la cuenca de una montaña, además de parte de la montaña y parte de la planicie que se extendía a sus pies, y la cruzaba un meandro del río Sarca, que en esa zona, caudaloso como era, a causa de la configuración accidentada del terreno, cruzaba en forma de rápidos y cascadas por entre las cuales quedaban residuos de tierra ocupados a su vez por edificaciones, y con una proliferación desigual de puentes, cavidades y plataformas. El centro de Gorhgró, si se le puede llamar centro al círculo que rodeaba la roca central, vulgarmente llamada la Falera, lo ocupaba principalmente un núcleo comercial y los edificios públicos; en la zona intermedia estaban los palacios de los próceres, y el núcleo exterior era un densísimo cinturón dormitorio, sitiado sin transición por la zona suburbial, ajena ya a cualquier garantía civil. La configuración de Gorhgró, condicionada por la naturaleza abrupta y montañosa del terreno, y por los inviernos duros y profusos en nieves, contrastaba poderosamente con la de la antigua capital, Bracaberbría, diez veces más extensa, pero mucho menos compacta. Gorhgró, cuando Ígur Neblí llegó, era el centro de la administración, y también el centro del Juego y del vicio; pero, sobre todo, era la ciudad del Último Laberinto. El helicóptero de Ígur aterrizó en el aeropuerto Nordeste de Gorhgró, al pie de la montaña, en la planicie donde el Sarca inicia los rápidos, y desde donde la ciudad resulta invisible; allí tomó el transporte hacia el centro, bordeando el río, no navegable para el transporte de pasajeros, pero que a Ígur le habría encantado poder bajar con kayac o con canoa de remos. La entrada a la capital era abrupta y desagradable, porque lo que se ofrecía a la vista durante los primeros cinco minutos era tan feo y segado de perspectivas que no desprendía augurio sensual alguno. En la estación central Ígur cambió de transporte, y se fue directamente a las señas que el Magisterpraedi Omolpus le había proporcionado. La Equemitía de Recursos Primordiales, un majestuoso edificio de quince plantas y fachada de simetría severa, ocupaba el paño principal de una plaza, o para ser más exactos del ensanchamiento elipsoidal de una avenida escarpada que conectaba el río por el extremo Sur, con la Falera en el extremo Norte, que desde allí, a casi un kilómetro de distancia, ofrecía una visión vagamente amenazadora del pórtico colosal de entrada de una de las galerías de la roca; Ígur contempló las ventanas y los balcones a poniente, de una monótona severidad solamente mitigada por la delicadeza de las proporciones, decepcionado por el contraste de la monumentalidad con la suciedad de la piedra, y entró intentando evitar preconcebir ideas, sensaciones o resultados. Una gran imagen de Harpócrates pensando, apoyado en la mesa, presidía el vestíbulo al fondo. La burocracia de entrada, acostumbrado como estaba a la sencillez de Cruiaña, tal vez porque allí todos le conocían, primero lo impacientó, y acabó por inquietarlo. Los cuatro guardias de la entrada le cachearon con aparatos eléctricos y, tras pedirle todos sus documentos, le obligaron a dejar los paquetes en la portería. El encargado del registro de entrada de personal, adonde sólo llegaban los que la guardia previa había asegurado que no representaban ningún peligro concreto, fue mucho más meticuloso. Con sus papeles en la mano, el empleado le obligó a repetir uno por uno sus datos (entre ellos, cifras de registro de veinte dígitos) mientras él los repasaba con la mirada. Después le hizo pasar un control de huellas digitales y de identificaciones de voz y fondo de ojo. No contento con ello, lo condujo a una salita donde, a través de una ventanilla protegida con cristal anti-impacto, otro empleado lo interrogó. – ¿Vos sois el Caballero de Pórtico Ígur Neblí, de Cruiaña? – Soy yo -respondió, ya bastante molesto. – ¿Para qué queréis ver al señor Secretario? – Asuntos personales. – Lo siento, pero eso no es una respuesta. Este es un centro de la Administración, aquí no hay asuntos personales. – No puedo decir nada más. Llevo una carta para él, y en ella se explica todo. – Entregadme la carta. – Imposible. Es una cuestión de principios. Por más que aquí no haya asuntos personales, imagino que no habrán olvidado que si las cartas tienen un remitente y un destinatario, no será para que vayan a caer en manos de un portador desconocido. Ígur maldijo la hora en que había dejado sus bártulos (y con ellos, las armas) en la portería. Para tranquilizarse se repetía a sí mismo que un exabrupto allí equivalía a un suicidio, y que no le quedaba más remedio que someterse al trámite, pero eso aún le enfurecía más. El empleado se levantó bruscamente y desapareció dejando a Ígur solo en la incerteza, y además sin poder salir de allí, más de un cuarto de hora, en el que tuvo tiempo de pensar hasta qué punto era víctima de la indiferencia, de la falta de personal o de eficiencia, o de una estrategia calculada y establecida que utilizan los estamentos oficiales para poner a prueba a sus posibles colaboradores. Ya se sabe, los dos pilares de la política son la dilación y la pompa, y para llegar a ser víctima de la segunda se ha de haber sido víctima consumada de la primera. Finalmente llegó un tercer funcionario, que por las ínfulas a Ígur le pareció de rango superior a los anteriores, y le pidió, en un tono ya algo más ceremonioso, que le acompañase. Pasaron por varios pasillos, hasta llegar a un ascensor que emitía un ronquido grave y dulce. – Poned vuestro sello en la señal luminosa -le indicó, y cuando Ígur lo hubo hecho, el ascensor los dejó en la penúltima planta de una torre de más de treinta, que Ígur no había apreciado desde la calle por estar algo apartada de la fachada. Allí, un Ayuda de cámara les condujo a una antesala, donde Ígur y el funcionario esperaron unos minutos más. Finalmente, el Ayuda de cámara condujo a ambos a una amplia sala con aberturas a tres vientos, desde donde se divisaba parte de la ciudad, otras torres lejanas, muchas de ellas de más altura, y hasta montañas exteriores que se elevaban a cientos de kilómetros; pero lo que dominaba la visión, al Norte, era el macizo rocoso de la Falera, donde eran claramente visibles, Ígur no pudo evitar fijarse en ello con cierto estremecimiento, las enigmáticas estructuras ciclópeas del Laberinto. En el centro de la sala se hallaba un escritorio y un hombre de unos cincuenta años, de formas delicadas y aspecto frágil y distinguido, les indicó que se sentaran. Ígur y el funcionario acompañante se aposentaron en asientos idénticos, y el que Ígur identificó como Ayuda de cámara se quedó de pie a un lado tras el personaje sentado. Al no haber más preguntas ni requerimientos, Ígur interpretó que estaba ante el Secretario del Gabinete, Peer Ifact. El dignatario, tal y como establecía el protocolo, inició el diálogo. – Me complace de todo corazón recibiros, Caballero Neblí, y os doy la bienvenida. El Magisterpraedi Omolpus ya hace tiempo que nos anunció vuestra llegada. El Secretario había hablado con la amable frialdad de quien quiere dejar bien sentado que no se tomará la molestia de introducir variaciones en las normas; pasados diez segundos de silencio, Ígur supo que había llegado su turno. – El Magisterpraedi Omolpus me encarga que os reitere la más alta estima que le merecéis, y que me acoja a vuestra bondad para lo que tengáis a bien disponer. Ifact extendió la mano, Ígur se incorporó levemente para entregarle la carta. El dignatario la abrió y echó una ojeada, insuficiente, pensó el otro, pero por la cara que ponía parecía como si ya conociera el contenido. – Según parece sois un joven muy impetuoso. ¿Por qué habéis rehusado ver mundo? ¿Creéis que Gorhgró tiene más que ofreceros que un viaje al mar del Sol Poniente, o a la Oybiria Inferior? La repentina confianza desconcertó a Ígur, y le hizo temer ser reprendido si se acogía a ella; pero si era una prueba de valor no podía errar el primer envite, y se decidió. – No se trata de lo que pueda ver o aprender -dijo-, sino de los progresos concretos de mi carrera; y es por eso que creo que mi sitio está en Gorhgró. El Secretario enarco la – Oh -dijo Ifact con lentitud-. ¿Y cuáles son esos progresos concretos en vuestra carrera? – Quiero ser Caballero de Capilla antes de dos años, y después… -interrumpió la frase. – ¿Y después qué? Supongo que después querréis entrar en el Laberinto -dijo el Secretario, y dirigió una media sonrisa al funcionario y al Ayuda de cámara, que correspondieron al gesto con tal prontitud que a Ígur le pareció de un servilismo indigno. – Pues, la verdad… -dudó; la entrada del Último Laberinto era el mayor desafío que existía entonces en todo el Imperio. – ¿No queréis entrar en el Laberinto? -dijo el Secretario, con falsa dureza-. Qué extraño. Todo el mundo quiere entrar en el Laberinto… El dignatario y el Ayuda de cámara mantenían una discreta sonrisita, que Ígur les habría borrado a bofetadas con un placer de dioses. – Con Laberinto o sin él. Señor, me remito a vuestra generosidad y a la confianza del Magisterpraedi Omolpus que me ha permitido acceder a ella para todo aquello en lo que pueda serviros. El Secretario Ifact apretó algunos botones de la consola del escritorio, escribió una líneas, y, con una repentina seriedad, habló sin levantar la vista del papel. – Quedáis asignado al servicio de esta Secretaría, libre de oficialidad regular, y disponible para cualquier misión especial que, a cambio de mi favor, os sea encomendada oportunamente. -El Ayuda de cámara avanzó hacia Ígur, e Ifact prosiguió en el mismo tono-: Entregadle vuestro sello. Ígur no se movió. Eso era contrario a la primera ley de los Caballeros. – Excusadme, señor… -murmuró; Ifact levantó la vista, y esbozó un gesto benevolente. – Es para grabar en él los códigos de entrada -sonrió-; a no ser que prefiráis tener que pasar todo el formulario cada vez que vayáis a un edificio del Imperio -cambió el tono-: también es para abriros una cuenta y poder ingresar vuestro sueldo. Ígur le entregó el sello al Ayuda de cámara, que lo aplicó a la pantalla horizontal de una mesa auxiliar, y después de pulsar teclas durante un minuto, se lo devolvió con una sonrisita casi imperceptible. Ígur se lo guardó con una náusea inexplicable, sin querer siquiera saber el sueldo que se le asignaba. Si no quería acabar con su carrera en Gorhgró y en el Imperio en aquel preciso instante, no tenía más remedio que actuar tal y como lo estaba haciendo, pero un resquemor agridulce le decía que no debía haber dejado su sello en manos de aquel individuo. A saber qué habrá grabado, pensó, o, lo que es aún peor, qué habrá extraído. Ifact entregó unos papeles al Ayuda de cámara, que rodeó la mesa, escogió uno, y se lo dio al Funcionario. – Haced venir al Caballero Mongrius -le dijo, y el otro se levantó y se fue. El Ayuda de cámara retomó su posición. – Ahora oídme bien -dijo el Secretario, tras un largo silencio-. Como os he dicho, estáis libre de obligaciones regulares, lo cual no significa que me desentienda de vuestras actividades. Aparte de los servicios que se os encomendarán en su momento, os asigno a la custodia secundaria de un Caballero de Preludio, que responderá de vos ante mí, y estará encargado de poneros al corriente de los usos que corresponden a un Caballero del Imperio. -En ese momento regresó el funcionario, acompañado de un joven unos cuatro años mayor que Ígur, y vestido, como él, al estilo deportivo militar-. Entrad -dijo Ifact, y se dirigió al joven-: Mista, ¿has leído las instrucciones? – Acabo de hacerlo. Señor -respondió el recién llegado; era un hombre fuerte, más alto y fornido que Ígur, rubio y de cara ancha. – Muy bien, entonces no hace falta que te diga nada. Ígur Neblí, Caballero de Pórtico; Mista Mongrius, Caballero de Preludio -los presentó, y después de que se saludaran, se dirigió a Ígur-: el Caballero Mongrius será, como os he dicho, vuestro guía, y como responsable de vos ante mí, os hago saber que le debéis obediencia -torció la boca como si quisiera sonreír-, aunque deseo que la cortesía y la amistad que rige a los Caballeros, cualquiera que sea su grado, haga que nunca tengáis menester de plantearos situación alguna en términos jerárquicos. Ninguno de los dos sonrió, y Mongrius, el más antiguo, se vio obligado a liberar la tensión. – Seguro que no, Señor. – De acuerdo, entonces. Podéis marcharos -dijo Ifact sin levantarse. Ígur sabía que su próximo contacto con el Secretario sería en cumplimiento de una orden recibida, y que en cierto modo su iniciativa sólo se podría negociar con Mongrius. Ambos se despidieron con una reverencia, y acompañados del funcionario abandonaron la planta, y después, ya solos, tras recoger los bártulos de Ígur, el edificio. Mongrius se ocupó del alojamiento de Ígur, y una vez ya acomodado en una residencia, más bien un dormitorio amplio, cerca del tramo del río que va de Sur a Norte, y a la izquierda de la corriente, buscó un sitio para comer, y después se ofreció a acompañarlo a dar una vuelta por el Anillo Interior de la ciudad, gentileza que Ígur aceptó con mucho gusto. Al final de la noche, cuando la nebulosa del sueño y la lenta y continuada acumulación de las horas los llevó a recalar en una elevada terraza orientada al Sur desde donde se veía saltar el Sarca de camino caprichoso, Ígur y Mongrius habían decidido primar la comodidad de la conveniencia sobre el orgullo reticente y, sin abandonarlo como reserva, cada cual sintiéndose vencedor de un enfrentamiento no declarado, y, más convencidos de los sentimientos positivos ajenos que de los propios, se habían hecho amigos. El uno había exhibido su superioridad proporcionando información y recomendaciones, advertencias y reticencias donde el neófito podría tropezar, y el otro había exhibido su sutil predisposición y capacidad para captar aquello que no le era dicho, y para no caer en las trampas, y ambos habían echado en falta un observador imparcial que les admirase. En realidad, más que los problemas con los Astreos o la Muta, la cuestión de la Hegemonía, las luchas de los Príncipes o la Tutoría del Emperador, lo que más le interesaba a Ígur era una oportunidad para convertirse en Caballero de Capilla sin tener que pasar por los trámites canónicos de Caballero de Cámara y Caballero de Preludio (algo que sólo excepcionalmente se había concedido, pero que contaba con suficientes antecedentes como para no ser imposible), y planteó abiertamente la cuestión. Mongrius lo miró sin saber si decantarse hacia el afecto o hacia la compasión. – Si quieres un Combate de Acceso a Caballero de Cámara, no hay problema. Hay, si no recuerdo mal, cerca de mil quinientos Caballeros de Pórtico en el Imperio, de los cuales unos cincuenta tienen el Juicio programado en un plazo de menos de tres meses, y hay unos doscientos más en lista de espera. Si te inscribes enseguida, se te puede convocar para el Combate en menos de medio año, con un poco de suerte… – ¿Y el Acceso directo a Caballero de Capilla? Mongrius se decidió al cien por cien por la compasión. – ¿Sabes cómo funciona el protocolo de Acceso a la Capilla? – No -dijo Ígur tranquilamente. – No funciona por sorteo, sino por escalafón. El número Uno contra el Dos, el Tres contra el Cuatro, y así sucesivamente, con la particularidad de que el escalafón es impropio, lo que significa independiente de la carrera del Caballero de Preludio, y a partir del final de la lista uno se inscribe, sabiendo ya con quién ha de combatir si le ha tocado número par, y jugando al imprevisto si le ha tocado impar. – No hay problema. Mañana mismo daré los pasos pertinentes para inscribirme. – ¿Antes no te gustaría saber a cuántos tienes delante en la lista? – ¿A cuántos? -se impacientó Ígur. – A uno -dijo Mongrius con un aire misterioso que pretendía ser solemne y provocador a la vez. – ¿Y cuál es el problema? Si no hay más que uno, nada impedirá que el Combate se celebre sin dilación. – Yo de ti me preguntaría cómo es que solamente hay uno -se rió-. Se trata de Kuvinur Lamborga que, como debes saber, es el espadachín más célebre del Imperio. Hace tres años que tiene los atributos de Caballero de Capilla, pero no puede formalizar el cargo al no encontrar a nadie dispuesto a ser el Número Dos y combatir con él. Ya sabes qué pasa con un Aspirante a la Capilla derrotado; aunque no existen leyes que establezcan ninguna norma, la tradición señala que su vida de honor se ha acabado, y que la única salida digna que le queda es la meditación y la ascética. En fin, la cuestión hace tiempo que tiene paralizada la renovación de la Capilla, pero no te preocupes, se está estudiando una bula de excepción, de la que ya hay antecedentes, para que Lamborga tome posesión sin Combate, y después tendrás una ocasión más asequible antes de tres meses… si consigues inscribirte entre los veinte primeros de los cincuenta que esperan a que Lamborga desaparezca para probar suerte. Ígur fijó la mirada en el resplandor de las estrellas. El fondo de la ciudad parecía un trueno en reposo, y el momento era tan pausado que tenía cualidades de imagen de espejo. – No dispongo de tres meses. Mañana mismo me inscribiré para combatir contra Lamborga. Mongrius no daba crédito a lo que oía. – No sabes lo que dices. Lamborga ha sido campeón mundial en todas las modalidades de lucha y de esgrima, tiene el tercer grado de la orden de los Meditadores, y dicen que nunca ha sido vencido. – ¿No le ha vencido ni Maraís Vega? ¿Ni Arktofilax? -dijo Ígur sin inmutarse. – Sabes de sobra que no se han enfrentado nunca. – De todas formas -insistió Ígur-, estoy decidido a combatir con Lamborga. Necesitaré un padrino de inscripción; ¿me harías ese favor? Mongrius estaba escandalizado por lo que él consideraba una ligereza temeraria de un jovencito bárbaro recién llegado de la altiplanicie. La soberbia ganada con sudor en la capital le impulsaba imperiosamente a rehusar un ridículo del que en cierto modo le harían responsable, y que podría llegar a manchar el prestigio de las instituciones; y podían incluso darle una lección de humildad y ponerlo en su sitio por una larga temporada, pero recapacitó; él era uno de los más de cincuenta Caballeros de Preludio que esperaban el Acceso del Número Uno a la Capilla para optar a un Combate, y fuera cual fuese el resultado del enfrentamiento entre Lamborga y Neblí, desbloquearía la situación. – ¿Por qué no? -dijo. |
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