"La Prueba Del Laberinto, Conversaciones con Claude-Henri Rocquet" - читать интересную книгу автора (Eliade Mircea)

EL DRAGÓN Y EL PARAÍSO

– ¿Qué imágenes le vienen a la memoria de su primera infancia?


– La primera imagen… Tenía yo dos años, dos años y medio. Ocurrió en un bosque. Me encontraba allí y miraba. Mi madre me había perdido de vista. Habíamos ido allí de merienda. Me perdí al alejarme unos cuantos metros. Y de pronto descubro ante mí un enorme y espléndido lagarto azul. Me quedé maravillado… No sentía miedo, sino fascinación ante aquel animal enorme y azul. Sentía los latidos de mi corazón, latidos de entusiasmo y temor, pero al mismo tiempo leía el miedo en los ojos del lagarto. Veía latir su corazón. Durante muchos años he recordado esta imagen.


En otra ocasión, casi a la misma edad, pues recuerdo que todavía andaba a gatas, la cosa ocurrió en nuestra casa. Había en ella un salón al que no me estaba permitido entrar. Creo además que la puerta estaba siempre cerrada con llave. Un día, a la hora de la siesta, pues era verano, hacia las cuatro, mi familia estaba ausente, mi padre en el cuartel, mi madre en casa de una vecina… Me acerco, hago un intento y la puerta se abre. Me asomo, entro… Aquello fue para mí una experiencia extraordinaria: las ventanas tenían las persianas verdes, y como era verano, toda la habitación era de color verde. Es curioso, me sentí como dentro de un grano de uva. Estaba fascinado por el color verde, verde dorado, miraba en torno y era verdaderamente un espacio jamás conocido hasta entonces, un mundo completamente distinto. Aquella fue la única vez. Al día siguiente traté de abrir la puerta, pero ya estaba cerrada.


– ¿Sabe por qué motivo le estaba vedado aquel salón?


– Había allí muchos estantes repletos de objetos curiosos. Además, mi madre, junto con otras señoras de la ciudad, organizaba fiestas infantiles con tómbola. A la espera de la fiesta, se depositaban en aquel salón los premios de la tómbola. Mi madre, con toda razón, no quería que sus hijos vieran aquella enorme cantidad de juguetes.


– ¿Vio aquellos juguetes al entrar?


– Sí, pero ya los conocía, había visto a mi madre llevándolos allí. No fue aquello lo que me interesó, sino el color. Era verdaderamente como estar dentro de un grano de uva. Hacía mucho calor, la luz era extraordinaria, pero filtrada a través de las persianas. Una luz verde… De verdad, tuve la impresión de hallarme dentro de un grano de uva. ¿Ha leído El bosque prohibido? En esa novela, Stéphane recuerda una habitación misteriosa de cuando era niño, la habitación «Sambo». Se pregunta qué podría significar aquello… Era la nostalgia de un espacio que había conocido, un espacio que no se parecía a ninguna otra habitación. Al evocar aquella habitación «Sambo», evidentemente, pensaba en mi propia experiencia extraordinaria de penetrar en un espacio completamente distinto.


– ¿Se sentía un poco asustado de su audacia o simplemente maravillado?


– Maravillado.


– ¿No sentía ningún temor? ¿No experimentaba la sensación de cometer una falta deliciosa?


– No… Lo que me atrajo fue el color, la calma y luego la belleza: aquello era el salón, con sus estanterías, sus cuadros, pero sumergido en el color verde, bañado de una luz verde.


– Ahora hablo con el conocedor de los mitos, con el hermeneuta, con el amigo de Jung. ¿Qué piensa de estos dos sucesos?


– ¡Curioso, nunca he tratado de interpretarlos! Para mí se trata de simples recuerdos. Pero es cierto que el encuentro con aquel monstruo, con aquel reptil de una belleza extraordinaria, admirable…


– Aquel dragón…


– Sí, es el dragón. Pero el dragón hembra, el dragón andrógino, porque era realmente muy bello. Estaba asombrado de su belleza, de aquel azul extraordinario…


– A pesar de su miedo, tuvo sin embargo presencia de ánimo suficiente para captar el miedo del otro.


– ¡Es que lo veía! Veía el miedo de sus ojos, le veía lleno de miedo ante el niño. Aquel enorme y bellísimo monstruo, aquel saurio tenía miedo de un niño. Me quedé estupefacto.


– Dice que el dragón era de una gran belleza por ser «hembra, andrógino». ¿Significa esto que, en su sentir, la belleza está esencialmente ligada a lo femenino?


– No, entiendo que hay una belleza andrógina y una belleza masculina. No puedo reducir la belleza, ni siquiera la del cuerpo humano, a la belleza femenina.


– ¿Por qué habla de «belleza andrógina» a propósito del lagarto?


– Porque era perfecta. Allí estaba todo: gracia y terror, ferocidad y sonrisa, todo.


– En su caso, la palabra «andrógino» no carece de importancia. Ha hablado mucho del tema del andrógino.


– Pero insistiendo siempre en que andrógino y hermafrodita no son una misma cosa. En el hermafrodita coexisten los dos sexos. Ahí están las estatuas de hombres con senos… El andrógino, por su parte, representa el ideal de la perfección: la fusión de los, dos sexos. Es otra especie humana, una especie distinta… Y creo que esto es importante. Ciertamente, los dos, el hermafrodita y el andrógino existen en la cultura no sólo europea sino universal. Por mi parte, me siento atraído por el tipo del andrógino en el que veo una perfección difícilmente realizable o quizá inasequible en los dos sexos por separado.


– Pienso ahora en cierta oposición que descubre el análisis «estructural» entre lo bestial y lo divino en la Grecia arcaica: ¿Admitiría que el hermafrodita se sitúa del lado de lo monstruoso y el andrógino del lado de lo divino?


– No, pues no creo que el hermafrodita represente una forma monstruosa. Se trata de un esfuerzo desesperado por alcanzar la totalización. Pero no es la fusión, no es la unidad.


– ¿Qué sentido da a la habitación grano de uva? ¿Sabe por qué ha conservado tan vivo ese recuerdo?


– Lo que me impresionó fue la atmósfera, una atmósfera paradisiaca, aquel verde, aquel verde dorado. Y después, la calma, una calma absoluta. Y el penetrar en aquella zona, en aquel espacio sagrado. Digo «sagrado» porque aquel espacio era de una calidad completamente distinta; no era un ambiente profano, cotidiano. No era mi universo de todos los días, con mi padre, mi madre, mi hermano, el patio, la casa… No, era algo completamente distinto. Algo paradisiaco. Un lugar prohibido hasta entonces y que seguiría prohibido después,… En mi recuerdo, aquello fue algo verdaderamente excepcional. Más tarde llamé «paradisíaco» a aquel lugar, cuando aprendí lo que significaba esa palabra. No fue una experiencia religiosa, pero comprendí que me encontraba en un espacio completamente distinto y que estaba viviendo algo del todo diferente. La prueba es que ese recuerdo me ha obsesionado.


– Un espacio completamente distinto, verde o verde y oro; un lugar sagrado, prohibido (pero de forma que no hubo transgresión, ¿no es así?); imágenes realmente paradisiacas: el verde, original, el oro, la esfericidad del lugar, aquella luz. Como si en su primera infancia hubiera vivido un momento de paraíso, digamos de Edén, el Paraíso original.


– Sí, así es.


– Pero, a través de ese completamente distinto, oigo resonar notoriamente el ganz andere con que Otto define lo sagrado. Y al mismo tiempo advierto que esa imagen de su infancia es una de las que más tarde, en los mitos, habrían de fascinar y absorber a Mircea Eliade. Cualquiera que haya leído sus libros, al escuchar este recuerdo sin saber que es suyo, no dejaría de recordarle. ¿No será que estas grandes experiencias del dragón y de la estancia cerrada y luminosa han orientado profundamente su vida?


– Quién sabe… Conscientemente, sé qué lecturas, durante mi adolescencia, qué descubrimientos despertaron en mí el interés por las religiones y los mitos. Pero no puedo saber en qué medida esas experiencias de la infancia determinaron mi vida.


– En El jardín de las delicias del Bosco hay seres que viven en el interior de unas frutas…


– Verdaderamente yo no tenía la sensación de hallarme dentro de una fruta enorme. Pero no podía comparar la luz verde, dorada, sino con la que se trasluce a través de un grano de uva. No era la idea de la fruta, de estar dentro de una fruta, sino la de hallarme en un espacio, desde luego paradisiaco. Es la experiencia de una luz.