"El Último Gran Amor" - читать интересную книгу автора (Buck Pearl S.)SEGUNDA PARTE– Supongo que empezó en Asia -decía Jared Barnow-, o para ser más exacto, en Vietnam del Sur, en esa horrible guerra allí centrada. Se había dejado caer sencillamente una tarde a principios de otoño, cuando ella ya creía haberle olvidado absorta en la nueva casa. Ya tenía elegido el terreno, veinte acres sobre un acantilado, y hasta había escogido el emplazamiento de su casa, entre un grupo de cedros retorcidos por el viento. Había vuelto a casa de un humor satisfecho, ya que no alegre, pues ¿qué tenía que ver ya con la alegría en aquel punto de su vida? Y le había hallado esperándola al ocaso en la terraza. La recorría impaciente de arriba a abajo. – Nadie sabía dónde estabas -se quejó-. Eres poco prudente. ¡Supón que te pasara algo! Estos días cualquier cosa puede suceder. ¿Dónde iba a buscarte? Le sonrió sin decírselo. – Me reuniré contigo en un momento. Media hora más tarde estaban sentados a la mesa para cenar. Las velas se reflejaban en el recipiente de plata que contenía rosas de invernadero y Weston cerró el ventanal que daba a la terraza y salió. – Nunca me habías hablado de esa parte de tu vida -dijo ella. – No. -Comió unos momentos en silencio, que ella se guardó de interrumpir. Luego volvió a empezar-. Dudo de que te lo cuente jamás. Hay partes de la vida de cada persona que deben de dejarse cerradas, por completo, excepto cuando ellas explican el presente. Te diré… Pero no se lo dijo y ella no le preguntó, sino que le habló de los pequeños acontecimientos de su propia vida, una nueva sonata que había empezado, sus lecciones de piano con un célebre profesor. – Vamos a la biblioteca -dijo Jared-. No sé por qué la sala me aterra. Cuando la puerta se hubo cerrado y quedaron a solas, volvió a tomar la palabra. – Esto sí tengo que contarte, quizá porque me dio una dirección. Hubo un ataque con cohetes contra Saigón. La puntería enemiga nunca era muy exacta y uno de los proyectiles cayó en un pueblo justo fuera de la ciudad donde nos hallábamos estacionados. No era un ataque serio, no duró mucho, pero el condenado instrumento cayó entre un grupo de chiquillos que se peleaban en el polvo para coger unas chocolatinas que les habían echado algunos de los nuestros. Reían y gritaban cuando… -cerró los ojos, se mordió los labios y continuó-…el tipo que se las había echado quedó pulverizado. La mayoría de los críos no tuvo tanta suerte. Sólo quedaron heridos. Cogimos a los que aún vivían y los llevamos al hospital que habíamos improvisado en el pueblo. No había bastantes médicos ni enfermeras. Nunca hay. Le temblaban las manos al tratar de encender un pitillo, tanto que tuvo que renunciar. – No hay por qué entrar en detalles. Pero aquel día yo estuve ante una improvisada mesa de operaciones, tratando de ayudar a un cirujano que sacaba trocitos de metal del cerebro de un crío. Me sentía horrorizado… y furioso al ver las herramientas que usaba. ¡Herramientas de carpintero en una telaraña! El niño murió. Me alegré por él. ¿Qué hubiera sido ya la vida para él? Pero de alguna manera toda mi ira por lo que había pasado, por lo que estaba pasando, se centró en aquellos torpes instrumentos. ¡Aquello al menos podía mejorarse! Así, si es que puedes imaginarlo, nació una vocación a causa de una furia. Supongo que se le puede Llamar vocación. Es un impulso, una concentración, una cristalización de la finalidad de mi campo de estudios, que siempre ha sido la ciencia, pero una ciencia práctica. No soy un mero teórico. Me gusta ver las teorías puestas en práctica. Mi padre era ingeniero. Yo he heredado el instinto. Se levantó de pronto y dirigiéndose a la ventana cerrada, permaneció de espaldas a la mujer, como si mirara al jardín que ahora se entreveía vagamente a la luz de la luna. Siguió hablando. – No era sólo aquel niño. ¡Eran millares! Ni siquiera el Vietcong usaba napalm. Nosotros si. Pero no éramos deliberada y personalmente crueles como algunos de nuestros propios aliados vietnamitas. Vi a un oficial vietnamita… había una mujer en un villorrio helada de terror con dos niños que se asían a ella y otro en brazos… fue matando a los niños uno tras otro y luego le pegó a ella un tiro en el vientre. ¿Por qué? Era nuestro aliado… uno de ellos. Pero no era cuestión de uno o de varios. Los niños nunca podían correr bastante de prisa. Bombas, balas, minas, cañas de bambú emponzoñadas, trozos de metralla, napalm, todo. Y no sólo niños. Pero todo pareció centrarse en el pequeño cuyo cerebro vi cuando aquel condenado instrumento… lo dejó al descubierto. Estaba a punto de licenciarme. Ya había cumplido mi servicio. Una semana más tarde iba de vuelta a casa. Pero nunca lo he olvidado. Ella le escuchaba en silencio mientras se iba revelando a sí mismo. Se revelaba y sin embargo la revelación le alejaba infinitamente de ella. Su vida había sido tan protegida, tan en paz, tan alejada del mundo que él había conocido que la muerte de Edwin, incluso la de Arnold, se transformaban en meros incidentes, inevitables y apenas dignos de lamentación. ¿Cómo iba ella a poder consolar a aquel hombre joven y abrumado? Se sintió debilitada por una sensación de inutilidad, como una oleada que disminuyera su fortaleza. No sabía qué decir, así que nada dijo y se sintió aún más inútil. Pero entonces de pronto O. pareció no necesitar consuelo. Se volvió decidido y enderezó los hombros. – ¿Porqué te he contado todo esto? Jamás se lo había mencionado antes a nadie. Volví a casa, me puse a trabajar. ¿Quién puede decir que todo carecía de sentido? Por favor, sírveme otra taza de café. Tendió la taza que ella le llenó y volvió a sentarse. – Así que -dijo Edith dejando la cafetera de plata en la bandeja- ¿qué es lo que estás haciendo ahora específicamente? La miró agradecido por encima de la taza, la dejó vacía y comenzó con su entusiasmo habitual: – No estoy aún listo para nada específico. Básicamente soy un físico. Esos son mis estudios. Supongo que hubiera continuado en ese campo remoto de la vida humana y cada vez más adentrado en la física nuclear de no haberme visto metido en Vietnam… del que ya nunca podré librarme, al menos emotivamente. He perdido interés por el espacio. Estoy anclado en tierra. Pero para aplicar la física necesito ingeniería, ingeniería biomédica. Se detuvo frunciendo el ceño, distraído. Había vuelto a olvidarse de ella, se dio cuenta Edith, medio celosa, y en un recóndito espacio de su mente se preguntó si atraerle de nuevo mediante algún truco femenino, una exclamación suave, para hacerle ver que iba más allá de lo que podía comprenderle. Y lo hubiera hecho, de no haber sido la hija de Raymond Mansfield, aquel eminente científico que había vivido tan por entero como científico que ella, sola con él en la casa a raíz de la muerte demasiado temprana de su madre, había absorbido no sólo la comprensión de su jerga científica, sino que había llegado a entender su trabajo con rayos cósmicos, al menos hasta poder ayudarle para medir y comprobar instrumentos. La exactitud exigida por tal investigación había inculcado en su persona idéntica exactitud que se expresaba en una honradez llevada a veces al extremo. Y fue tal honradez la que le impidió ahora utilizar el truco femenino, por lo que se limitó a decir en voz baja: – Comprendo. Por supuesto, no he seguido el desarrollo de la ingeniería, pero recuerdo la impaciencia de mi padre con sus propios e imperfectos instrumentos, cuando medía los rayos cósmicos en cumbres y cavernas. Solía maldecirse a sí mismo por no haber seguido un curso de ingeniería corriente. – ¡Exacto! -rió Jared-. Pues bien, hoy las universidades preparan cursos de ingeniería biomédica, y sencillamente, yo tengo… Se interrumpió. Ella esperó, y luego preguntó con la voz casi indiferente y serena en que había hablado antes: – ¿Y cómo defines exactamente la ingeniería biomédica? – Verás -la miró sorprendido y pensándolo despacio-, es una especie de materia interdisciplinaria, como ya creo haberte dicho; multidisciplinaria, para ser exactos. Por ejemplo, si desarrollo más la práctica de la fuerza nuclear, cosa que puede que haga, necesitaré ingeniería electrónica para mis instrumentos. Pero como deseo trabajar en el campo médico, tengo que penetrar más en la biología. – Lo cual te conviene en realidad en un ingeniero físicobiólogo. – Exacto. -La miró con ojos súbitamente sorprendidos-. Una conversación extraña, ¿verdad? Entre un joven y una mujer bella. – Me recuerda las charlas con mi padre cuando era jovencita. – Sigues pareciendo una jovencita. Sintió sobre ella la mirada del hombre y al alzar la vista tropezó con sus sorprendidos ojos, como si la viera por primera vez. Pese a estar acostumbrada a la expresión apreciativa en las miradas masculinas, al punto se sintió absurdamente tímida. Muchas veces le habían dicho que era bella, aunque ella no se consideraba así, pues se creía demasiado alta, inclinada a ser excesivamente delgada y rubia, sin el menor aire voluptuoso. Al menos, ella así lo había creído, casi como disculpándose, mientras fue esposa de Arnold, y sin embargo he aquí que de nuevo tropezaba con la “mirada”, como ella lo llamaba, una mirada poco bien venida hasta entonces cuando, ante su propia sorpresa, no le resultaba nada desagradable. Sus ojos se cruzaron con los oscuros, nada atrevidos, sino con una especie de súplica. – Supongo que es porque soy tan delgada -dijo con voz tan baja que apenas se oía. – Eres exactamente como debes ser -replicó él con firmeza-. Me alegra que seas alta, de largas piernas. A mí me gusta. – ¿Qué debo contestar a eso? -rió para evadir la declaración. – Lo que se te ocurra. – Bueno, entonces, que estoy contenta, aunque sorprendida. – Vamos, no puedo creer que te sorprenda. La miraba con desafiándola y sintió que se ruborizaba. Iba a protestar sobre su edad para protegerse, pero no lo hizo, descubriendo en ella cierto desagrado al pensar siquiera en la diferencia de edad que había entre ambos. ¿Qué importaba que no lo hiciera? Eran dos seres humanos que por accidente habían nacido separados por una generación. Lo mismo había sucedido entre ella y Edwin, pero entonces era distinto, pues él había sido el hombre. – ¿En qué piensas? -le preguntó Jared. – ¿Tiene nadie derecho a preguntar eso a otro? -rió para ocultar su embarazo. – ¿Significa que no vas a decírmelo? – ¡Significa que no te lo diré! Intercambiaron una mirada medio sonriente medio desafiante y luego ella se levantó. – Gracias por contarme lo del niño. No lo olvidaré. Explica tantas cosas. ¿Te importa que te dé las buenas noches? Esta noche me siento algo cansada. …Ya a salvo en su dormitorio y sola, se sentó ante el tocador y se miró en el espejo ovalado de dorado marco que colgaba sobre él. Lo que vio era distinto, o así se imaginaba, de la mujer a quien había mirado, sin ver, por la mañana cuando se cepillaba el pelo tras de ducharse. La mujer ahora reflejada parecía, decidió, resplandeciente… qué ridícula palabra. Como si fuera lo bastante ingenua para resplandecer, si había que emplear el término, sólo porque un joven parecía inclinado a enamorarse de una mujer mayor que daba la casualidad de que era ella. Desde luego era mayor, y tenía todo el mundo, le parecía, que una mujer debiera tener a su edad. El número de sus conocidos, si no de sus amistades, era amplio y estaba bien acostumbrada a las relaciones que había estos días entre hombres y mujeres, viejos y jóvenes, jóvenes y viejos. Por ejemplo, ella y Edwin. Pero ¿hubiera podido explicar una relación así a Arnold? Quizá la vida se componía de una serie de experiencias que no podían explicarse ni a uno mismo. Y era cierto que ahora parecía años menos que su edad, cosa que no le había pasado antes de que Arnold muriera, ni siquiera antes de la muerte de Edwin. Sola, había revertido a su juventud natural, quizá debida a la libertad completa, pues no tenía necesidad de compartir nada de sí, ni su tiempo, ni sus pensamientos, con nadie más. – Y ahora no renunciaré a mi preciada libertad por nadie -dijo a la mujer del espejo. Sonrió y la mujer le devolvió la sonrisa. Si, pensó quitándose las horquillas del pelo, había dado las buenas noches a Jared Barnow en el momento oportuno. El joven poseía un intenso magnetismo animal que ella era demasiado inteligente para no reconocer. Se daba cuenta asimismo de su propia posibilidad de responder a M. Bajo lo exquisito de sus gustos, los frenos de su educación, poseía gran instinto sexual, aunque no sabía bien cuánto, y ni siquiera quería saberlo. Tal conocimiento podía alterar mucho las cosas y las consecuencias resultarían demasiado serias para que la experiencia valiera la pena. No temía los juicios ajenos, pues en estos tiempos de indulgencia y relajación tales juicios eran tan ligeros que apenas si causaban algo más que diversión, pero le aterraban las posibles consecuencias dentro de sí. Conocedora de la intensidad de sus propios sentimientos, sabia también que si se permitía pensar siquiera en un… afecto, por así llamarlo, no sería capaz de controlarlo. Y de nuevo perdería su libertad. Se puso a cepillarse el pelo vigorosamente y la masa brillante le cubrió el rostro como un leve velo. – …Me causas un efecto extraño -le anunció Jared mientras desayunaban. – ¿Si? -Alzó las cejas. Había dormido profundamente y con la mente relajada tras de su decisión, se sentía por completo dueña de sí. – Un efecto creador. En lugar de distraerme, como sé que puedo distraerme con una mujer atractiva, tú… odio tener que usar la palabra inspiración, porque se ha empleado tan mal, pero eso es lo que eres para mí. Tú pones en fermento mis ideas. Jamás he conocido antes a otra mujer que me atraiga en todos los sentidos, mental, emocional… y ahora también físicamente. Hablaba con sencillez, sin falsos apuros, como si estuviera explicando una nueva teoría. Ella le escuchaba clavados los ojos en él, contestando con idéntica simplicidad. – Resulta maravilloso oírlo. Jared esperó, siempre mirándole a los ojos. – ¿Y bien? -dijo al cabo. – ¿Bien, qué? -sonrió. – ¿Eso es todo? – Mucho más, todo lo que desees. Silencio, un silencio portentoso que iba hinchándose de inmensas posibilidades. Él la miraba sin apartar la vista… ¿desafiándola tal vez? Una palabra, el menor gesto de sumisión y podrían caer en un momento imponderable en sus implicaciones. Ella se daba cuenta de la disposición de él, de su mano que esperaba al borde de la mesa, de todo su ser preparado, expectante. Involuntariamente se apartó del desafío. – Hablemos de otra cosa. Él nada dijo, sino que volvió a sus huevos con jamón hasta que ella quebró el silencio para decir con tono normal: – ¿Tienes que trabajar hoy o tendrás tiempo para dar un paseo a caballo? – ¿Tú montas? – Todavía no he vuelto a hacerlo. Solía montar mucho de joven, pero a mi marido no le gustaba. – No sabía apreciarte -dijo con voz acusadora y boca agria. – A su modo sí… y mucho. – Entonces es que no te comprendía. – Oh, vamos -rió ella-, eso ya está muy gastado… ¡maridos que no comprenden a sus esposas, esposas que no comprenden a sus maridos! No me has hablado de la chica que quiere casarse contigo. ¿Le interesa tu trabajo? – No sabría de qué le estoy hablando. – Me recuerdas a mi hijo Tony. Se casó con una chica encantadora y tonta. ¡Y él es de lo más inteligente! Yo le insinúe que quizá fuera algo estúpida… (claro que sin usar tal palabra) cuando me comunicó que quería casarse con ella, pero me contestó que no necesitaba precisamente una mujer inteligente cuando volvía a casa por las noches. Volvió a reír, pero él no la coreó. La miró con seriedad, con un poco de tortilla en el tenedor. – ¡Pues yo diría que es un imbécil! – Oh, no, Tony no es imbécil. ¡Pero ya tuvo bastante con su madre! Yo me sentí contenta. ¿Hijo único y no pegado a su madre? Hoy en día tal cosa es un éxito para las madres. – Ojalá que no hablaras de maridos y esposas, hijos y madres -dijo él enfurruñado y comiendo el huevo, pensativo. – Sólo de ti y de la chica… – Ni siquiera de ella. Muy bien, vamos a montar. Tengo una cita esta tarde -mientras hablaba se levantó y apartó la silla. …Después de todo, la idea de montar no había sido tan buena, reflexionaba ella con remordimiento. Él cabalgaba a la perfección, su esbelta figura era tiesa y elegante, con las riendas flojas en la mano, y sin embargo, controladas. El día era cálido y brillante, el sol se filtraba por los árboles a ambos lados del sendero, los montes ya teñidos de otoño se alejaban hacia el horizonte. Le constaba que la ropa de montar le sentaba bien y al pensarlo volvió a ser severa consigo misma. ¿Habría cedido a algún secreto impulso de coquetería que no había reconocido durante el desayuno? No, tan sólo se había sentido dichosa con una hermosa mañana, una casa cómoda, incluso bella, un compañero agradable. Y era seguro que no existía peligro alguno en el hecho de admirar a un compañero joven y guapo, ¡oh, tan joven y tan guapo! – ¿Por qué me sonríes? -preguntó Jared. – Pensamientos secretos. ¡Vamos, al galope! Tocó con la fusta el flanco de su montura y se adelantó por el sendero hacia el valle. Volando bajo el cielo sin nubes pensó en la casa del acantilado, que aún no existía pero que en imaginación era tan real como si ya estuviera levantada. ¿Le hablaría de ella? ¿Cedería al impulso de revelarse a él? ¡No! La decisión cortó el impulso en seco. No se revelaría a sí misma… aún no. Frenó el caballo hasta ponerlo al paso y miró el reloj de pulsera. – Es mediodía… y tienes una cita. – ¿Por qué tratas de escaparte de mí? – ¿Yo? -Evitó mirarle a los ojos, volvió a dar al caballo con la fusta y salió de nuevo a galope. – …Sí que tratas de escaparte, sabes -le decía él una hora más tarde. No había querido quedarse a comer con el pretexto de que no tenía tiempo y se estaba despidiendo. Se hallaban a la puerta y él miraba el rostro que se alzaba hacia el suyo. – No trato de escaparme -le miró con franqueza Edith- sólo es que… Se interrumpió. Él aguardó. – Se te hará tarde. – Se me hará tarde -siguió esperando. – No sé cómo contestarte -repuso al fin. – Ah, eso está mejor. La próxima vez averiguaremos por qué no puedes contestarme. Inclinándose, la besó en la boca, muy de prisa, muy levemente, de forma que ella no pudo apartarse ni volver la cabeza para evitarle. En un momento él se había ido. …Detrás quedó su efecto. Su ausencia se hacia notar con tanta fuerza que se había convertido en presencia. El silencio de la casa, su voz firme que ya no se oía, su inquietud, siempre moviendo una silla, levantándose a mirar por la ventana, a tocar el piano durante cinco minutos, sacando un libro de la biblioteca para echarle un vistazo mientras hablaba y volverlo a meter sin comentarlo, mientras discutía de otra cosa… la infinita inquietud de la mente que invadía el cuerpo, toda su personalidad dominante, brillante, exigente que llenaba la casa, y de pronto ya no estaba allí y su ausencia era sólo una afirmación de sí mismo. Cuando se hubo ido, Edith se sentó, temblándole aún los labios por el beso, y luego se levantó con brusquedad, negándose a reconocer la marea de anhelo físico en su cuerpo. ¡Reconocer su significado! En su vida con Arnold no había habido gran excitación personal, pero si satisfacción sexual. No le había resultado desagradable y él siempre se le había acercado con la comprensión de un hombre maduro por la necesidad de una esposa. Había sido considerado, apreciativo, y ella creía haber sido lo mismo hacia él. Desde luego no había pensado en buscarse una aventura extramatrimonial, como tantas otras, no sólo por reparo moral, sino porque no la necesitaba. Pero ahora tenía que hacer frente al hecho de que echaba de menos la regularidad de su vida un tanto plácida con Arnold que quizá la estimulación de las caricias de Edwin sus deseos naturales despiertos durante mucho tiempo y habitualmente satisfechos, le imponían sus exigencias. No tenía por qué sentir vergüenza, ni siquiera reparo, pues la situación era de lo más común, se decía, cuando una mujer perdía a su marido o a un amante. Sencillamente, tenía que enfrentarse a la vida como era ahora y elegir. Y había elegido vivir sola y explorar su libertad. Por ello tenía que alejar la mente, la imaginación, de Jared en tanto que macho. Así de franca tenía que ser, para considerarle sólo como a un ser humano, un amigo, nada más. Así se reconvenía. Nada de pensar en lo guapo que era, se repetía con firmeza; tenía que pensar en cambio en su inteligencia, sus intereses, su carrera, todos los demás aspectos de su fuerte personalidad. No había razón por la que no pudiera disfrutar con ello, libre, en vez de permitir que una emoción se apoderara de ella. Me prepararé para ser amiga suya, se decía, y al recordar la admiración del joven hacia su padre, se puso a recordar los tiempos en que fuera hija de su padre, la única de la casa que comprendía de lo que hablaba cuando mencionaba su trabajo con rayos cósmicos, la única que quería comprender. Y había querido comprenderle porque le quería y sabía que, pese a ser un científico de éxito y famoso en todo el mundo, se sentía solo en su propia casa. – Tu madre es una mujer encantadora -solía decirle-, y yo no he sido muy buen marido, pensando siempre en otras cosas cuando me habla. No es de extrañar que se impaciente conmigo. No se lo reprocho lo más mínimo. Ella sólo le había respondido con silencio, luego le había rodeado con sus brazos; y con Arnold había demostrado una paciencia infinita cuando deseaba hablarle, aunque su trabajo de abogado era aburridamente monótono, le parecía; pero si se impacientaba, cosa que le sucedía a menudo, no tenía sino acordarse de su solitario padre y también de su madre, impaciente y solitaria asimismo, que llenaba sus días con detalles domésticos. Así su impaciencia desaparecía. Si, su padre se había sentido solitario como sólo los científicos pueden sentirse, trabajando como lo hacen en las vastas empresas del Universo. De pronto se le ocurrió que también Jared tenía que sentirse solo, aunque era joven, pero tanto más brillante que sus compañeros y viviendo solo con un viejo tío. Ella bien podía rellenar aquella soledad, sin hacerlo con una relación amorosa, que era lo último que deseaba. Una vez durante su matrimonio se había sentido fuertemente atraída por un atractivo hombre de su edad. Habían sido unos días muy amargos y odiaba hasta el recuerdo de aquello, pues la atracción había sido meramente física, cosa de la que se alegraba, pues de haber sido capaz de respetar al hombre no habría podido resistirle. Le había resistido, pero recordaba, y siempre lo haría, el aterrador poder de sus propios impulsos que la empujaban a someterse, hasta que el impulso, resistido, se había convertido en un dolor real y tan intolerable que le había suplicado a Arnold que se la llevara a Europa aquel verano. Nunca supo si él había sabido la razón de que tanto le importunara y no quería saberlo ni aun ahora. Su marido había escuchado sus ruegos y nunca le había preguntado por qué lloraba mientras hablaba, ni ella había podido explicárselo. – Pues claro, querida -le había dicho-. También a mí me gustaría tomarme unas vacaciones. Vamos… estás muy nerviosa… ya me he dado cuenta últimamente. Trabajas demasiado… demasiadas caridades y los niños, que están en mala edad. No me gusta nada la forma en que Millicent te contesta cuando le hablas. ¡Millicent! Su hija, ahora una reposada esposa y madre, ¿se habría dado cuenta de por qué su madre se había mostrado tan impaciente y abstraída aquellos días? Quizá les hubiera visto juntos a su madre y al hombre, bello hasta la extravagancia, con ojos azules y pelo oscuro plateado en las sienes… Millicent, que era por entonces una adolescente delgada, agresiva, muy bonita, celosa de su madre y criticona del afecto de su padre… Alejó sus recuerdos y pensó en Jared de otra forma. Aprendería a conocerle por dentro, sus pensamientos, para así poder aliviar en cierto modo su soledad y también la propia. – …Pero si tienes un aspecto estupendo -exclamó su hija. – ¿Acaso no deberla? Se dijo que era Millicent la que no tenía buena facha. La joven se había dejado engordar y el pelo, oscuro como el de Arnold, parecía sin cepillar, incluso sucio. Iba vestida con un traje azul apagado que necesitaba un planchazo. – Pero es que estás rejuvenecida -insistió Millicent en tono tan acusador que su madre se echó a reír. – ¿Acaso es un pecado? Estaban en la sala de arriba, donde Millicent le había encontrado quince minutos antes. Pero su hija tenía por costumbre dejar pasar meses sin mandar noticias y un buen día aparecer sin aviso. – No -concedió de mala gana-. No es eso. Miró los papeles que había en la mesa ante la que se sentaba su madre, inclinándose y estirando el cuello. – ¿Qué dibujas? – Planos para una casa imaginaria. – Casa… para eso he venido. El verte tan radiante me había hecho olvidar. Tom quiere pasar una semana en Vermont para cazar venado y yo pensaba que si nos prestaras la casa podría acompañarle con los niños. – Pues claro. -De pronto, movida por un inexplicable impulso, le dijo-: Mira, si quieres te la regalo. – ¿Por qué? – No lo sé con exactitud… -titubeó- sólo que allí me siento más sola. – Te comprendo. Nadie puede ocupar el puesto de papá en este mundo. – No. Ni yo tampoco lo querría. – Pues claro que no. Se cruzaron sus miradas, la de ella sonriente, un tanto triste; la de Millicent casi de curiosidad. Luego su hija se le acercó para besarle en la mejilla. – No puedo quedarme más, mamá. – Necesitas un traje nuevo -le dijo su madre con dulzura. – ¿Tú crees? ¡Bueno, pues tendré que esperar! Tom está pensando en buscar un nuevo empleo. Pero tendríamos que irnos a San Francisco. – Oh… ¿tan lejos? – Está lejos, pero ¿qué puedo hacer? – Ir con él, por supuesto, ¿qué otra cosa? Pero ¿cuándo? – Esa es la cuestión. Tom me había dicho que no te lo dijera hasta estar seguro. Pero se me ha escapado. – Me lo callaré. Además, hoy en día ¿qué son las distancias? ¿Ni el tiempo? – ¡Cierto! Bueno, mamá, adiós. Ya puedes estar segura de que te veré antes de que nos vayamos, ¡si es que vamos! Se asieron de las manos y ella se aferró un momento a las de su hija. – Y de ser, ¿cuándo sería? – Pensamos que a fin de mes, a tiempo para pasar la Navidad en el nuevo sitio. Su hija se había ido y de nuevo estaba sola. ¿Navidad? Significaba que la casa estaría vacía. La esposa de Tony quería que los niños tuvieran una Navidad en su propio hogar. La muerte de Arnold suponía un cambio tras otro en su vida. La casa seguía como si todo fuera igual. Pero en ella todo había cambiado. Así que después de todo había sido la casa de él. Por lo menos, sin él, todas las costumbres y hábitos perdían significado. Si seguía viviendo en aquella casa viviría en una melancolía creciente que al final le ahogaría. Descolgó el teléfono. – ¿Inmobiliaria Wilton? ¿Si? ¿Puedo hablar con el señor Robert Wilton hijo? ¿Unos minutos? De acuerdo. Esperaré… Esperó hasta que oyó una animada voz. – ¡Sí, señora Chardman! ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Desea vender su casa? Le conseguiría una buena venta… – ¡Todavía no, gracias! Al contrario, quiero comprar. – ¡Vaya! ¿Piensa cambiar de sitio? – Quiero ser propietaria de un terreno. Quizá levante algún tipo de vivienda sólo para mí. Está junto al mar… – Se comprende, se comprende muy bien… junto al mar. Ya me parece recordar que siempre lo había querido… pero no creo que al señor Chardman la idea… de todas formas, ahora no hay razón por la que no pueda usted tener lo que quiere. – Ninguna. – ¿Dónde está el terreno? – En Nueva Jersey, cerca de una ciudad, pero no en ella. Forma parte de una gran propiedad, creo, en un acantilado con un bosquecillo. Se pasa junto a varias de esas grandes y antiguas mansiones… Le dio la dirección exacta, mientras le oía respirar fuerte al tiempo que tomaba notas. – ¿Qué precio había pensado, señora Chardman? – Sólo… lo quiero, eso es todo. – ¡Entonces supongo que tiene que conseguirlo! -rió el hombre-.¿Por qué no? – ¿Por qué no? -concedió de nuevo. Los leves copos de la nevada matinal volaban en el aire. El cielo era gris, un gris de noviembre, cuando aquella mañana abrió la pesada puerta delantera. Incluso la puerta le pareció más pesada que de costumbre y más de una vez se había quejado a Arnold por aquella puerta que se sujetaba con enormes goznes de latón. Weston se la sujetó un momento. – Me alegro, señora, que haya decidido dejarse conducir. Parece como si fuera a caer una auténtica nevada… con este silencio y demás. – Por favor, diga a Agnes que cuando limpie mi despacho no toque los papeles que hay sobre el escritorio. – Sí, señora. – Me pararé a comer en algún sitio, pero vendré para la cena. – ¿Sola, señora? Vaciló. – Creo que esta noche invitaré a cenar a la señorita Darwent. Acudió al teléfono del vestíbulo y marcó el número. – ¿Amelia? Si, Edith. Tengo algo que hacer en Jersey, pero volveré para cenar. ¿Quieres cenar conmigo? A las ocho… así tendré mucho tiempo. Oh, muy bien… Colgó y se volvió a Weston, que esperaba paciente. – Vendrá y le gusta la langosta fresca, ¡recuérdelo! – Si, señora. Salió y la pesada puerta se cerró a su espalda. La avenida que llevaba a la casa formaba un círculo y desde la ventanilla del auto, a través de la nieve que flotaba, vio por un instante la impresionante casa de piedra gris parecida a un castillo alemán de algún barón en medio de oscuras y altas coníferas. Tenía que conseguir escapar del castillo como fuera, pero no sabía de qué lado quedaba la salida. ¿Y por qué depositaba su fe en una casa? El terreno estaba sin embargo a punto de convertirse en suyo, el emplazamiento, el lugar, la vista sobre el océano, el acantilado, los pequeños peldaños semicirculares que llevaban a la playa. El señor Wilton lo había conseguido. La propiedad completa estaba en manos de unos herederos deseosos de vender por lo que, al enterarse, ella había ofrecido comprarles el triple de terreno de lo que al principio pensara. Y ahora se veía dueña de sesenta acres, mucho más de lo que necesitaba, pero así tenía espacio y vistas más amplias. Lo dejaría en estado silvestre. No habría jardines formales, recortes ni podas. La mañana transcurría en silencio. El conductor manejaba el coche de prisa y con suavidad. Arnold le había hecho ir siempre a una velocidad moderada, pero ella había aumentado el límite en los últimos meses y, sin dar muestras de protesta o sorpresa, él había aceptado el cambio como si comprendiera por qué deseaba ella ir ahora más de prisa. Edith no sabía cuáles eran los pensamientos de su chofer, un hombre silencioso, todavía joven, quizá de unos cuarenta años. Nada sabía de él y jamás se le había ocurrido preguntarle. Pero ahora, encerrada por la nieve, sintió que el silencio se volvía opresivo y lo quebró. – William, ¿está usted casado… hijos, y demás? – No, señora, vivo con mi anciana madre. – ¿Anciana, qué edad tiene? – Sesenta y tres años, señora. – ¿En Filadelfia? – Ahora sí, señora. Solíamos vivir en Nueva Jersey. Mi madre era ama de llaves de una de las grandes mansiones. Por eso sé adónde ir, señora; me crié por allí. – Oh, ¿conoció usted a los Medhurst? – Si, señora. Allí era donde trabajaba mi madre. – ¡Qué curioso! Yo he comprado parte de la tierra de los Medhurst. – Así he oído, señora. Sorprendida, guardó silencio. Nada en su vida podía ser privado, suponía, pues Arnold había sido bien conocido en los círculos financieros. Pero ¿qué podía importarle? Ella misma era hija de un hombre famoso, viuda de otro hombre próspero. No necesitaba secretos y no tendría ninguno, decidió con firmeza. No tener secretos era ser verdaderamente libre. Y así, con deseos de libertad, llegó a su destino, donde encontró al señor Wilton que la esperaba en su vehículo. Al punto acudió donde ella. – He traído todos los papeles necesarios para la firma, señora Chardman. Creo que todo está en orden, siempre y cuando usted se sienta satisfecha. – Déjeme contemplar la vista para ver si es como la recordaba. Por el momento había cesado de nevar, así que se dirigió al borde del acantilado a mirar el gris oleaje. No había viento que rizara las olas en blanca espuma, pero abajo la rompiente resonaba en las rocas que rodeaban la playita. También el chofer acudió a su lado. – Yo solía correr escalera abajo de crío, señora, por la mañana muy temprano, antes de que la familia se levantara…, todos menos el señorito Robert, Bob, como le llamaban. No era mucho mayor que yo. Cuando baja la marea se pueden coger muchos cangrejos. – Los escalones no parecen muy seguros ahora -observó ella. – No, señora. Pero yo podría fijarlos muy fácil. Tengo buena mano para cosas así. – Quizá le pida que lo haga. – Sí, señora. Cuando ella no dijo una palabra más, el hombre se apartó y Edith siguió mirando al mar. Tanto si construía la casa como si no, el terreno ya era suyo. La casa podría o no existir, pero sus pies se apoyaban firmes en su propia tierra. Volvía a nevar. Sintió los fríos copos en su cara, como el roce de las yemas de unos dedos helados y se volvió al señor Wilton. – Estoy dispuesta a firmar los papeles. ¿Qué pasó con la casa que ibas a levantar? -le preguntaba Amelia durante la cena. Había estado absorta en la langosta y hasta aquel momento no había hecho preguntas. La verdad es que no había habido tiempo, pues Edith había llegado tarde. La nieve se había convertido en una pequeña tormenta, así que cuando Weston le abrió la puerta le anunció al punto que la señorita Darwent ya había llegado y que la esperaba en la biblioteca, pues la salita estaba demasiado fría, ya que el viento del Norte soplaba en aquel lado de la casa. – Dígale que bajaré dentro de cinco minutos… Voy a cambiarme y en seguida pueden servir la mesa. – Muy bien, señora. A los pocos minutos Amelia y ella se sentaban a la mesa del comedor, donde el fuego ardía en la chimenea de mármol. Amelia había despachado el consomé con rapidez y ahora estaba ocupada con la langosta hervida y mantequilla fundida. Tenía la servilleta metida al cuello. – Todavía sigue sólo en mi mente -repuso Edith. – Jamás vas a encontrar una casa más cómoda que ésta -replicó Amelia cascando una enorme pinza que saltó de pronto con gran estrépito. – Será una comodidad diferente -sonrió Edith a su amiga, y prosiguió-: Si tuviera algo que contarte te lo diría, Amelia. La verdad es que me encuentro en un curioso estado de ánimo, no precisamente confusa, sino como buscando. Todavía no me he encontrado a mí misma, no sé bien lo que deseo ni dónde puedo hallarlo. Me limito a… disfrutar de la vida de forma extraña, tal vez sin enfrentarme a nada en realidad… no sé. – Estás ociosa, eso es lo que te pasa -dijo Amelia dejando los cubiertos-. Necesitas hacer algo. ¿Por qué no te buscas alguna caridad o cosa por el estilo? – No quiero ni necesito un trabajo que me ocupe. Ya tengo la música, libros que aún no he leído y… – ¿Y qué? – Y amistades. Por eso te he pedido que vinieras esta noche. No te había visto… – ¿Quién es ese tipo de piernas largas que ha estado aquí un par de veces? -le interrumpió Amelia. – Alguien a quien conocí el invierno pasado en Vermont. Un admirador de mi padre… – ¿Tuyo no? – ¡Oh, por Dios, Amelia! – Bien, pues estás a punto para ello. Lo sé… he observado a mis amigas que han enviudado después de tener fieles esposos como Arnold, ¡sobre todo viudas bonitas! – ¡Por favor, Amelia! – ¡Oh, muy bien, Edith! No me lo digas si no quieres. – Amelia, nada hay que contar. – Entonces ¿por qué me has invitado de pronto a cenar? – Porque me sentía sola. Me atemorizaba volver a este caserón oscuro y viejo. Y… y… – Ten cuidado. Estás poniéndote en un estado de ánimo propicio a cualquier cosa. Tomaré más espárragos, Weston. – …Entonces, ¿por qué no vienes conmigo? -le preguntó Jared. Su voz sonaba clara y fuerte en el teléfono. Era una mañana hermosa y fría, víspera de Navidad, y Edith se había estado preguntando cómo pasaría la fiesta. Millicent y su familia se habían trasladado a San Francisco la semana anterior y se habían despedido por teléfono. Los niños, según posteriores conversaciones, estaban encantados de los alrededores para jugar, las playas, los parques. – ¿Y tú? -preguntó Edith a su hija. – Yo voy a tener una sirvienta -exclamó Millicent-, y te puedes imaginar cómo estoy de encantada. Tom ha tenido un buen aumento. – Entonces va para delante y todo marcha como es debido. Después de aquello, no es que se hubiera olvidado de su hija exactamente, pero ya se sentía tranquila a su respecto y podía olvidarla si así quería, igual que muchas veces se olvidaba de Tony, porque lo cierto era que ya no la necesitaban. Así, aquella mañana tenía libertad para prolongar el desayuno, contestar el teléfono cuando sonó y escuchar la clara voz de Jared en su oído. Mientras hablaban, miraba por el amplio ventanal. El cielo estaba desierto de nubes, las últimas hojas caían revoloteando del gran roble que había en la terraza de la derecha. Había terminado de desayunar y estaba pensando qué hacer del día, algo vigoroso, tal vez, pues se sentía mejor que nunca, despierta, impaciente por hacer algún ejercicio físico, quizá un paseo a caballo a la orilla del bosque. – ¿Pero cuándo? -preguntó incierta. – Te recogeré esta tarde e iremos en coche por la costa oriental. Ten compasión de mí. Mi viejo tío se halla en las Islas Vírgenes… detesta el frío. Y no se me ocurre nadie con quien preferiría pasar la Navidad mejor que contigo. – ¿No quieres ir a Vermont? – No, quiero llevarte a sitios desconocidos donde ninguno de los dos ha estado nunca. Vamos a vagar. Lo pensó unos instantes. Pegada al cristal interior una tardía abeja zumbaba frenética, separada de sus compañeras, y aquello la distrajo. – En la ventana hay una abeja zumbando. Si la dejo salir ¿se helará? – No, encontrará el camino de su casa. – Entonces espera un instante. Abrió el ventanal y con el pañuelo empujó fuera a la abeja que salió volando al punto. Pero el aire frío irrumpió en la habitación y Edith permitió que le diera en la cara. El agudo frío le picó la piel e hizo que la sangre le circulara más de prisa. No se había dado cuenta antes de lo densa que era la atmósfera de la vieja casa; tenía un aroma más bien agradable, de libros encuadernados en piel, alfombras orientales y flores de invernadero. Le invadió una oleada de deseo impetuoso de aire fresco, sintió que la inundaba un nuevo vigor y cerró la ventana. – Estaré lista -dijo por teléfono. – Bien… a las dos y media. …La carretera serpenteaba a lo largo de la costa. El mar permanecía oculto durante millas, cuando la ruta se adentraba en el bosque y luego volvía a emerger súbitamente en la curva de una bahía o una cala. El sol iba deslizándose despacio hacia el horizonte de poniente y a la puesta se detuvieron ante una hospedería, una antigua mansión con un pórtico de columnas que llegaban al tejado. Jared paró el coche a la puerta. – Hemos venido muy callados. – Si. Era como si ninguno de los dos hubiera tenido deseos de hablar. El había conducido el pequeño descapotable concentrado en sus pensamientos y ella no le había interrumpido. Alguna vez él se había fijado en el paisaje. – Esas rocas allá abajo… – Como si un gigante las hubiera arrojado… El aire había estado dorado por el sol durante la tarde y a la puesta se había convertido en rosado y carmesí. El lucero vespertino y la luna creciente colgaban en los árboles y Edith se sentía dominada por una calma benéfica… y le parecía que él también, ambos de un humor relajado que ya era como una comunicación. En presencia de él se sentía dichosa, se daba cuenta ahora, más dichosa de lo que se sintiera desde hacía tiempo, incluso más de lo que nunca lo fuera. Desde luego con nadie más había sentido aquella convicción de la vida y su excelencia ni se había sentido tan libre en presencia de otro ser humano. Impulsiva se volvió a él y se encontró con que la miraba, interrogantes los oscuros ojos. – ¿Nos detenemos aquí? ¿A cenar y pasear luego por la playa? – Sí. Este aire… ¿cuál es el aroma? Pinos, me parece. Ya es demasiado tarde para flores, aunque en este clima aún hace calor. – Pinos calientes por el sol del día -dijo Jared-. ¿Nos quedaremos a pasar la noche aquí? Me atrevería a decir que en esta época la posada estará casi vacía… con eso de que la gente pasa la Navidad en su casa. Pero tú y yo haremos nuestra propia Navidad. – Quedémonos. El la miró larga, profunda y apasionadamente y por un instante Edith se preguntó qué querría decir con ello. No había duda, no era posible que hubiese la menor duda sobre los cuartos, cuartos separados. Se sorprendió al descubrir en sí misma la pregunta ya contestada pero oculto en su interior un anhelo mal disimulado de olvidar sus años y sus reservas. Ya no era esposa de nadie. Era libre de ser lo que quisiera, de hacer lo que le plugiera. No había razón para negarse (ni a él) nada que les agradara. Ya había cumplido con sus deberes para los demás. – Entonces pediré habitaciones. Jared la dejó en el coche mientras entraba en la posada. Ya sola, sintió como una dulce intoxicación. La reconoció, sin haberla sentido nunca antes, era una poderosa atracción hacia aquel hombre, una atracción de la mente, en primer lugar, pero tan completa que le recorrió el cuerpo como una corriente cálida. Trató de alejarla, de controlarla, de analizarla. Tenía que acordarse de sí misma. Preguntarse qué deseaba en realidad… nada de complicaciones, se decía, nada de tontas complicaciones sentimentales. Sobre todo, nada de destrozarse el corazón en aquel momento de su vida. Al cabo de poco tiempo Jared volvió alegre, tranquilo. – Tenemos habitaciones contiguas. Si necesitas algo puedes llamarme. …Edith despertó como de costumbre al cabo de cinco horas de sueño. Era su costumbre… cinco horas de sueño profundo, sin sueños y luego un despertar absoluto, con la mente lúcida, consciente. La luna entraba a torrentes por la ventana abierta, el aire era picante y frío. Se arrebujó la ropa por los hombros y respiró profundamente. Del mar llegaba el aroma y la rompiente distante se oía como un susurro. Así sería en su casa del acantilado cuando durmiera allí sola. Pero ahora no estaba sola. Es decir, Jared estaba al otro lado de la puerta cerrada, no con pestillo, sino meramente empujada del todo. De pronto se sintió agudamente consciente de que no estaba cerrada con pestillo, sólo empujada. – En una posada antigua como ésta no hay teléfono entre las habitaciones -le había dicho Jared-. No echaré el pestillo por sí… por si pasa algo. No le había contestado. Se había limitado a permanecer inmóvil en el centro de la grande y cuadrada estancia con una cama doble con baldaquino. – No sabes cómo me disgusta tener que darte las buenas noches -había seguido Jared. – Ha sido una cena deliciosa. No me había dado cuenta del hambre que tenía. – Oh, yo siempre soy una bestia hambrienta -y al hablar torció la atractiva boca en una sonrisa. – Te hará falta para cubrir ese gran esqueleto. En lugar de contestarle, tras un instante de mirarla con intensidad, le había rodeado con sus brazos besándola en los labios con firmeza. – Buenas noches, cariño -le dijo y abriendo la puerta de comunicación pasó a su cuarto y la cerró con firmeza. …Ahora, echada en el gran lecho, pensaba en el beso. El la había besado con sencillez, tomándolo, sin pedirlo y sin comentarlo. De nuevo sintió el joven calor de los labios del hombre en los suyos al recordar el momento. ¿No estaría siendo ridícula? ¿Qué era un beso hoy en día? Las mujeres besaban a los hombres, los hombres besaban a las mujeres, y el sentimiento era sólo de animada amistad. ¡Ah, pero ella no! Ella nunca había sido capaz de besar con facilidad, ni de aceptar besos gustosa. Hasta con Arnold habían parecido… innecesarios. En cuanto a Edwin… sus besos habían sido los de un niño… o un hombre sumamente anciano, tiernos, pero puros. Entonces ¿qué había sido aquel beso, aquel beso que aún sentía en sus labios? Volvió a reprocharse a sí misma. La verdad es que ya nadie le besaba ni ella besaba a nadie. Y el beso permanecía en su recuerdo ahora sólo porque era inusitado. Y en aquel preciso instante, como para refutar aquel deseo de engañarse, su cuerpo le desafió. Se sintió presa de una ola de anhelo físico como no había sentido en años. No, tenía que ser sincera consigo misma. Jamás había sentido un anhelo semejante, quizá porque siempre había tenido antes la forma de satisfacerlo. Ahora había una puerta por medio, sólo cerrada, no con pestillo. Suponiendo lo imposible, suponiendo que se levantan de la cama extraña, suponiendo que se envolviera en el salto de cama de seda rosa, allí sobre la silla, suponiendo que abriera la puerta con suavidad y entrara en el otro cuarto, aunque sólo fuera para contemplarle mientras dormía. Y si despertaba y la encontraba allí… No, no podía hacerlo. ¿Y si pudiera estar segura de que no se despertaría? Pero ¿cómo asegurarse? ¿Y si abría los ojos, cómo saber lo que iba a ver en ellos? No le conocía lo bastante. No podía arriesgarse a un posible rechazo. Era demasiado orgullosa. Por supuesto, algunas mujeres dejarían de lado todo orgullo, mujeres que contarían con una respuesta física a cualquier precio, pero ella se conocía bien. No podría huir avergonzada. Si salía avergonzada, ¿con quién contaría luego? Sólo se tenía a sí misma. Yacía rígida de deseo, no queriendo moverse, negándose a levantarse, rehusando cruzar el piso, rechazando hasta el mismo pensamiento de lo que sería abrir la puerta y verle allí durmiendo. Se lo prohibió a sí misma, hasta que al fin los latidos de su cuerpo disminuyeron y quedó dormida. …Al despertar por la mañana, el recuerdo de la noche permanecía empero vivo en ella. Permaneció tendida, escuchando. El ya se había levantado. A través de la delgada puerta de madera le oía moverse; al cabo de un rato se levantó, se duchó y se vistió con un traje distinto al del día anterior y la chaqueta de marta cebellina. Quería aparecer bella, realmente hermosa, y consciente de que su físico cambiaba con facilidad hasta parecer casi fea a veces, tuvo gran cuidado con todos los detalles. ¡Y hasta entonces nunca les había prestado importancia! Amelia tenía razón, por mucho que le fastidiara. Aunque no tenía un amante, la misma posibilidad de amar producía nueva vitalidad que surgía del corazón revivido, de la sangre que circulaba más de prisa. La vida valía la pena de ser vivida. La experiencia nocturna había transformado al hombre a sus ojos. Ahora sabía que podría amarle. Pero no admitiría, ni siquiera a sí misma, en el silencio de su corazón, que ya le amaba. Era demasiado complicada. Aún no le conocía lo bastante bien, tal vez nunca le conociera bien, para la complejidad y la totalidad del verdadero significado del amor, palabra que nunca utilizaba en la forma en que la oía pronunciada a diario, con descuido, referida a múltiples objetos y personas para expresar mero afecto o gran agrado por algo. No, reconocía el anhelo de la noche anterior como lo que era, un anhelo de compañerismo para su soledad, expresado con más facilidad y sencillez a través de una experiencia física compartida. Estaba contenta de habérselo prohibido a sí misma. Nada le hubiera resultado menos satisfactorio que una experiencia así, expresada prematuramente, de forma que luego la relación entre ambos llegara a un súbito final. La relación entre ambos… ¿qué era? Se hacía a sí misma la pregunta y la respuesta era otra pregunta. ¿Cuál podría ser la relación, aceptando, como debían, la diferencia de edades? ¡Tenía que crucificarse con aquel factor! Sin embargo, ¿no había sido a su vez más joven que algunos de los hijos de Edwin? Ah, pero se había tratado de un hombre venerable, un filósofo que soñaba con el amor como una nueva filosofía, la sombra de si mismo yaciendo junto a ella, un blanco fantasma en la noche. Y ella le había amado por su hermosura pero con un amor al que no impulsaba el anhelo. Lo había entregado con gozo porque aquel hombre se merecía cualquier regalo que ella pudiera darle, por la única razón de que era digno de ello. Por eso ahora no sentía el menor remordimiento. Por supuesto que Arnold no lo hubiera entendido nunca ni, creía, tampoco que Jared si llegara a saberlo. A decir verdad, ella tampoco lo entendía. Probablemente su naturaleza humana, no menos egoísta que la de los demás, necesitó el consuelo de la adoración de Edwin. Tal vez hubiera sido sólo aquello, una necesidad poco gloriosa, igual que durante años había aceptado el fiel amor de Arnold como esposo, devolviéndole a su vez todo el amor de esposa de que era capaz pero que, bien le constaba, había sido mucho menor que el de él. Más tarde, sentada con Jared a la mesa del desayuno, se le ocurrió que corría grave peligro de amarle como nunca había amado a nadie. El sol de la mañana caía de pleno sobre el joven, pues ella había preferido sentarse de espaldas a la ventana. Así podría ver perfectamente y con delicia por su parte los transparentes ojos oscuros, la línea firme de la frente, la nariz recta, la boca bellamente dibujada, todos los detalles de una belleza totalmente innecesaria. Jared resplandecía de gozo matinal, estaba dispuesto a reír, hambriento de comida, ansioso de placer… inocente, pensaba ella, conmovedoramente inocente, al menos por lo que a ella se refería. A propósito hurgó con sal la herida de dicha convicción. – Dime, ¿por qué no estás con tu preciosa chica? – Es preciosa -asintió comiendo la tortilla-, pero tiene un defecto… un padre enorme y ruidoso. Se divorció y se volvió a casar. No me importarían sus ruidos si a veces fueran algo más, pero no. Sólo ruido, ruido, ruido… – Hala -rió, defíneme ese ruido. – Verás… hola chico, qué tal, palmaditas a la espalda, bien venido, Jared, majo. – ¿Cómo puede tener un padre así? – Ella no es así en absoluto. – ¿No? ¿Cómo es? – Bastante alta, pero no mucho. Callada. Creo que es testaruda, o quizá sólo pertinaz. O puede que sólo sea callada conmigo, porque cree que así es como me gusta que sea. – ¿Por qué no le animas para que se muestre tal cual es? – Pues verás, como te decía, no sé cómo es. ¿Te he dicho alguna vez que me encantan tus manos? – No. ¿Qué te ha hecho pensar en ellas en este instante? – Las miraba… eso. Son manos que hablan. – ¿Qué quieres decir? -preguntó mirándose las manos despojadas de sortijas. – Me dicen cómo eres. Resistió el impulso de preguntarle cómo era. Y en su lugar se apretó la corona de espinas en la cabeza. – Si tan bien conoces las manos, ¿cómo es que no puedes saber cómo es tu chica? – ¡Oh, sus manos! -Soltó una breve risa y volvió a ponerse serio-. Preferiría que no le llamaras mi chica. Es… bueno, por lo menos no es eso. – ¿Peros? – No sé. Es un problema. – ¿Ella? – No, yo. Quizá no debería casarme. Estoy demasiado metido en el trabajo que he elegido. Incluso ahora, sentado frente a ti en esta gloriosa mañana, con todo un glorioso día por delante, estoy pensando en algo que estoy tratando de hacer… de crear, quiero decir. Es una mano artificial, un gran paso adelante sobre cualquier cosa ya existente. Quizá miraba tus manos sin darme cuenta de lo que hacía. Un hombre como yo… siempre anda pensando en su trabajo. Está en mí, el inventar, el hacer planes. Lo de la mano, por ejemplo… -extendió la suya, delgada y bien formada-. Lo más triste de quien pierde una mano es que con ella pierde el poder de sentir. Una mano no es sólo un utensilio, es el órgano del tacto. Es el ojo del ciego, la lengua de quien no puede hablar. Estoy trabajando en una mano artificial tan articulada que es casi capaz de sentir. Los cirujanos dicen a los amputados que las manos artificiales funcionan, pero no pueden sentir nada. Pues bien, yo estoy a punto de construir una que siente… por lo menos formas y puede que textura. Tendrá dedos sensitivos, en vez de un gancho o una garra. Piensa en acariciar la mejilla de una mujer con un garfio, una garra metálica… ¡o en no poder volver a sentir jamás la mejilla de una mujer! Edith asintió: – Tú eres un artista. Pero mi padre solía decir que todos los científicos son artistas. La cosa es que tú piensas como artista y comprendo que quieres que tu creación sea una obra de arte. Jared dejó los cubiertos y llamó al camarero. – Más café, por favor, y la cuenta. ¡Eres muy intuitiva, Edith! Lo que yo deseo es ver algo que sólo entreveo a medias, al igual que un músico va poco a poco creando una sinfonía. No tiene idea de cómo lo hará, pero avanza a trompicones, inventando paso a paso. Y así soy yo. Es sólo el artista el que convierte al ser humano en creador. Sin el espíritu de artista, no es sino un mero técnico. ¡Dios, qué entretenido resulta hablarte! ¿No te importa que te llame Edith? Es un nombre precioso y te va muy bien. – Si te gusta, úsalo. – Y tú llámame Jared, por supuesto. – Sí, gracias. – Se me debió de ocurrir antes, pero nos hemos sentido compenetrados incluso sin nombres. Muchas veces me admira sentirme tan próximo a ti… jamás he sentido antes algo así, con nadie. Pero en cuanto te vi… ¿recuerdas aquella noche de nieve? Me abriste la puerta de tu casa de Vermont y me quedé sorprendido porque hallé alguien a quien había andado buscando, aún sin tener conciencia de buscar a nadie. En aquel instante supe que de algún modo… no sabía cómo ni lo sé todavía… mi vida estaría unida a la tuya para el resto de mis días. Ella le escuchaba con temor y exaltación pues el hombre hablaba con voz grave, convencido, mirándola directamente a los ojos y ella recibía las palabras con igual seriedad. No eran palabras ligeras de un joven frívolo a una mujer mayor. No era de esa clase de jóvenes. A ratos podía y sabía ser ligero, lleno de humor, pero también profundamente serio, Edith ya se había dado cuenta de ello, y hasta abrumado a veces por la misma magnitud de su talento. Edith jamás había conocido a nadie con tanto talento y ella era lo bastante inteligente para comprender bien el efecto abrumador de serlo demasiado. Había llegado a sospechar que su propia soledad a lo largo de los años le venía de saber que ninguno de sus hijos había heredado la brillantez del abuelo. Acostumbrada como había estado a su especial cariño a lo largo de su infancia y juventud, a veces le parecía que por comparación Arnold y los hijos que de él había tenido habían sido poco interesantes, y por ello sentía cierto remordimiento. Y había tratado de aplacar dicho sentimiento de culpabilidad prestando una atención meticulosa a lo que consideraba su deber. Pero ya no había necesidad de pensar en deberes y en la delicia de esta nueva relación, volvía a recobrar parte de la alegría de su juventud. Conceptos, ideas, palabras que sólo había empleado con su padre volvían a brotarle del almacén de su memoria, esperando a ser pronunciadas cuando fuera necesario. A lo largo de la soleada mañana sus pensamientos iban y venían por su mente, pero no los puso en palabras. Lo cierto es que iban recorriendo millas sin hablar. Jared conducía como un experto, pero se hallaba en algún espacio distante y ella, reconociendo la ausencia, ya que su padre solía abstraerse del mismo modo con frecuencia, permanecía relajada y dichosa en el silencio. El paisaje era suave, sin nieve, las redondas colinas y valles casi llanos aún conservaban manchas verdes, las gentes resultaban amistosas, sin prisa. Ni siquiera se notaban señales de que fuera Navidad. Tan tranquilo era el día que la quietud fue envolviéndola en su interior, hasta llegar a preguntarse si habría soñado la pasión de la noche anterior. – …No comprendo la naturaleza del amor -dijo él. Edith jamás había gozado de un día de Navidad como aquél. A mediodía se detuvieron en una población, casi un pueblo cuyo nombre les era desconocido y almorzaron en el único restaurante abierto. El propietario era un anciano sin familia, según les dijo, de lo contrario hubiera estado celebrando el día en su casa. – Hace diez años que enterré a mi mujer -les dijo animado. Concluida la comida pasearon por la playa y Jared, después de haber estado de lo más animado y humorista, se había puesto serio de pronto y declarado que no comprendía la naturaleza del amor. Ella estaba recostada contra el tronco retorcido y gastado por el tiempo de un pino muerto y esperaba más palabras. Ella a su lado, miraba el mar. El día era sereno, el mar en calma, pero las primeras ondas de la marea ascendente festoneaban de blanco la orilla. Jared continuó: – Lo que quiero decir es que no comprendo mi propio estado de ánimo. Ella esperaba, pues ya había aprendido que aunque él era bien elocuente sobre su trabajo, sus ideas no eran muy claras respecto a sí mismo, no porque fuera tímido, sino porque no estaba habituado a hablar de su persona. – Por ejemplo -siguió-, cuando estoy contigo me siento extrañamente satisfecho, contento. No sé llamarlo de otra forma, es… eso, contento. Me siento como en mi elemento. Tú no me exiges nada. Me pregunto si te das cuenta de lo poco corriente que es que una mujer no exija nada de un hombre. ¡No tengo que tratar de gustarte! – ¡Me gustas tal y como eres! -rió ella. Pero él no le coreó la risa, sino que siguió hablando como antes, casi como si meditara: – No, nunca me había sentido así con ninguna mujer. Es una sensación como de llegar al hogar, como de no tener secretos entre nosotros. – ¿Tienes secretos? – ¡Pues claro! ¿Un hombre de mi edad sin secretos? ¡Imposible…, al menos en estos tiempos! He hecho el tonto como cualquier otro. Mi tío (bendita su reticencia), nunca tuvo valor para darme consejo alguno, así que fui dando tumbos, siempre demasiado viejo para mi edad, adelantado para mis años. Y pese a ello, todavía no comprendo la naturaleza del amor. -Se volvió para mirarla-. No creas, no soy ningún inocente. Soy precoz en todo. Una mujer me inició cuando tenía trece años… ¡Bueno, más bien me dejé iniciar! – No me lo cuentes -intervino con rapidez. – Quiero contártelo -insistió-. Yo estaba en el colegio, enseñanza secundaria… y uno de los profesores tenía una esposa ardiente. El era más bien frío y ella una pelirroja, con todo el temperamento propio. Ella…, bueno, supongo que fue una violación, sólo que yo andaba enamoriscado y era grande para mi edad… y una vez empezado no supo detenerme. Hay un momento en que, si un hombre llega hasta él, sencillamente no se puede parar, y físicamente yo era un hombre. Y fue en casa de ella, una tarde lluviosa. Yo había acudido a preguntar algo sobre física a mi profesor. Trabajaba en un estudio bastante adelantado y era uno de sus favoritos. Ahora me consta que tenía cierta tendencia homosexual, lo que explica el comportamiento de ella, supongo. Pero una vez que la mujer me inició en la carne, por así decirlo, me obsesioné simplemente y para decirlo con crudeza. No pensaba sino en el sexo. ¿Te escandalizo? – No -repuso en voz baja-, pero lo siento muchísimo por aquel chiquillo. No contestó a aquello, sino que siguió con su relato casi con frialdad, le parecía a ella. – Nada importaba el número de experiencias que tuviera ni con quién. Todas terminaban de igual forma…, con una especie de asco por la mujer y por mí mismo. No conseguía entender por qué. Ella (fuera la que fuera) siempre me resultaba irresistiblemente atractiva hasta acostarme con ella… no en seguida, pero sí de forma inevitable, y luego todo terminaba. Dejaba de verla. Supongo que inconscientemente, sabia que allí no existía una relación auténtica…, sólo una ciega exigencia del cuerpo, carente de significado por lo que se refería a comunicación, igual que comer cuando se está hambriento. Pero poco a poco superé aquel estadio de insensatez. Simplemente, me detuve. Vi que estaba destruyendo algo dentro de mí. Estaba destruyendo la capacidad de comunicarme con otro nivel que no fuera el sexual. En cuanto una chica o una mujer me gustaba, y podía sucederme instantáneamente, me ponía a pensar en ella en términos físicos. Y lo que más me confunde es que pienso en ti de igual forma y, sin embargo, es enteramente distinto…, contigo es en todos los niveles al mismo tiempo. Ella no habló, nada podía decir, confusa como estaba por sus propios sentimientos, mezcla de alivio y herida. Pasó un momento y observó que lo que prevalecía era la tonta herida. Si, se sentía herida, en su vanidad de mujer, se dijo con dureza, y por ello siguió en silencio. Por nada del mundo se revelaría a él. – En vez de ello -decía Jared-, en tu presencia me siento consciente de una maravillosa libertad personal para pensar mis propios pensamientos, planificar mi trabajo, considerar el futuro…, en resumen, para vivir, y aún con mayor libertad que cuando estoy solo, porque tú aumentas mi libertad con sólo ser como eres, en vez de exigir, de limitar la libertad como otras mujeres. Supongo que estoy perdidamente enamorado de ti, pero no como lo he estado antes. Por eso decía que no comprendo la naturaleza del amor. Sólo sé que te amo… de una forma totalmente nueva para mí. Y no creo que amaré nunca a ninguna otra. -Se volvió de súbito y poniéndole las manos en los hombros, mirándole a los ojos, preguntó-: ¿Qué dices a todo esto? Edith movió la cabeza. ¿Qué podía decir? Algo banal, quizá. Soy lo bastante vieja para ser tu madre, sabes. No, no podía. Su propio corazón le negaba las palabras. No se sentía como una madre con respecto a él. No tenía ni el menor deseo de hacer de madre con él y no taparía la verdad con una mentira, la verdad de que le amaba apasionadamente. – ¿Y bien? – Tampoco yo entiendo nuestra relación -admitió al fin. Jared apartó la vista, pero no se separó de ella, sino que rodeándole los hombros con su brazo, permanecieron juntos, al lado uno del otro, mirando al mar hasta que ella no pudo resistir más la presión del cuerpo masculino junto al suyo y se apartó. – Sigamos, ¿te parece? – ¿A dónde quieres ir? – A cualquier sitio. – …Y por eso -decía Jared-, quiero inventar un instrumento que un cirujano plástico pueda utilizar para crear dos dedos a partir de un brazo para sustituir la mano perdida. Sé cómo hacerlo, me parece, y con preparación el amputado podrá hasta sentir en esos dedos. Siempre ha sido ése mi propósito, restaurar el sentido del tacto. Pero sigue siendo el cerebro lo que más me interesa. Nadie comprende en realidad la estructura del cerebro humano. Allí es donde se aloja la fuente de todo sentimiento…, sensación, emoción y pensamiento, por supuesto. Estoy estudiando la biología del cerebro, haciendo una auténtica disección de un cerebro en mi laboratorio para poder así idear los instrumentos… ¡Ah, hay tanto por hacer! »Por ejemplo, el estetoscopio corriente necesita una mejora radical. Quiero estudiarlo profundamente. Pese a su aceptación y uso general, tengo idea de que necesita una reevaluación total, aunque constantemente están apareciendo nuevos modelos. Hace años que no se ha efectuado un estudio básico acústico del mismo. Y algo tiene que ir mal, algo tiene que faltar, de lo contrario no sería tan evidente la necesidad de mejorarlo. »Por ejemplo, debería existir una vía de sonido directa del pecho del paciente al oído del que escucha, y así excluir todo sonido ambiental. Las tres diferentes ondas…, pero, ¿por qué te aburro con todo esto? ¿Ves lo que te decía? Cuando estoy contigo mi mente sigue su curso, sólo que con una energía creadora mayor de lo normal, como si tu presencia me prestara un ambiente de ondas conductoras. ¿Por qué no? Existen pruebas fisiológicas de que se da tal clase de cosas. Apenas si sabemos nada del efecto eléctrico de una personalidad en otra. Ella escuchaba el monólogo y durante la pausa replicó con comprensión literal: – Totalmente posible, desde luego… y probable. Y me encanta la forma en que tu mente salta de aquí para allá, por todas las cosas, como un animal inquisitivo totalmente separado de ti. Llegará un momento, como es lógico, en que tendrás que ejercer las dos disciplinas del artista y del científico, cosas ambas que tú eres, y entonces tendrás que elegir dónde concentrar tu dirección. (Y como él sacudía la cabeza, añadió): Oh, sí, eres un artista… ¡Ya me he fijado en cómo dibujas en papelitos mientras piensas en alguno de tus inventos! Y era cierto. En el cuarto de la casa de Vermont había encontrado trozos de papel en el escritorio, donde él había esbozado animales, caras (una de ellas la suya) e intrincados dibujos geométricos. En el cuarto de huéspedes de la enorme mansión de Filadelfia había descubierto otros dibujos y los había guardado todos con sumo cuidado. – Y no es que desdeñe los inventos -continuó-, pero los inventos nunca son permanentes. Siempre hay alguno a quien se le ocurre mejorarlos y el invento en el que un hombre se ha pasado quizá la vida entera queda obsoleto. Pero el arte es eterno, sin edad, completo en sí mismo. – ¡Dios, con qué exactitud lo has expresado! -exclamó admirado Jared-. Es totalmente cierto y no lo olvidaré. Pero ¿sabes qué has hecho? De pronto, aquello que yo pensaba sería la labor de mi vida lo has convertido en un pasatiempo. Tendré que volver a pensarlo todo. Su atractivo rostro se cerró en serias arrugas, la boca se apretó con firmeza y se puso a musitar para sí sonidos ininteligibles. Edith se dio cuenta de que se había olvidado de ella y se alegró. …Aquella noche, ya de regreso y al detenerse en la misma hospedería, él la estrechó en sus brazos antes de separarse y, reteniéndola contra sí, la besó, se apartó para mirarla a los ojos con intensidad, y volvió a besarla una y otra vez antes de soltarla y marchar a su cuarto. Edith cerró la puerta de comunicación, sonriéndole por última vez al hacerlo, pero el joven la abrió de nuevo y asomó cabeza y hombros. – Esa sonrisa… -empezó y se detuvo en seco. Ella se hallaba ya ante el espejo, soltándose el pelo y le miró por encima del hombro. – ¿He sonreído? – Ya lo creo… y vaya sonrisa a lo Mona Lisa que ha sido -replicó Jared volviendo a cerrar sin más comentario. Edith se quedó inmóvil ante el espejo y se vio reflejada en él, ya no sonriente, sino seria, encendido el rostro, demasiado brillantes los ojos. Había llegado un momento, un momento de decisión. Si abría la puerta y sencillamente entraba en el cuarto de él sin decir palabra, al instante sería suyo, la herida se cerraría, sus exigencias se verían satisfechas. Porque en verdad, ¡cuán poco la conocía él! Ella le pedía algo inmenso, la exigencia final: “¡Con mi cuerpo te venero!” ¿Estaba temerosa de verse rechazada? En absoluto… ¡en absoluto! Sola con él en terreno desconocido, en una posada medio vacía, en la noche que todo lo ocultaba, él, no podría resistirla. El que no fuera virgen, el que hubiera hablado con tanta libertad sobre sí mismo, no hacía sino atizar su propio deseo. No sería violar a un muchacho. Sería ofrecer su amor a un hombre. Porque para entonces ya había rechazado por completo la palabra encaprichamiento. Le amaba. Por poco prudente, por increíble, incluso por poco deseado que fuera, estaba enamorada sin remedio…, no con la emoción superficial de una jovencita, sino con toda la profundidad y el poder de una mujer. Dio dos pasos hacia la puerta y se detuvo. Luego, decidida, volvió de nuevo al espejo y siguió quitándose las horquillas hasta que el cabello le cayó sobre los hombros en una masa brillante entre la cual aparecía su rostro, pálido y de sorprendente belleza. – …Tengo una cuenta que ajustar contigo; más bien varias cuentas. Así inició Jared la conversación al encontrarse al día siguiente ante la mesa de desayuno en el casi vacío comedor del hotel. – Cuenta por cuenta, por favor -le suplicó al sentarse. Se sentía profundamente fatigada aquella mañana, pues no había dormido bien. Sueños interrumpidos que siempre concluían en alguna clase de frustración, un camino por donde marchaba sola y que de pronto, sin razón alguna, terminaba abruptamente en un río por el que se veía nadando sin poder alcanzar la orilla, un niño que lloraba y al que trataba de llegar sin encontrarle… de tales sueños había despertado como sin fuerzas, apagada, sin experimentar su habitual energía matinal. – En primer lugar, una excepción a tu frase de que los inventos científicos se envejecen a sí mismos. ¡Las matemáticas nunca! Toda matemática, si se hace correctamente, es cierta. Nuevos descubrimientos exigirán nuevas ecuaciones, pero las matemáticas, si son correctas, permanecen ciertas. Hay algo eterno en las matemáticas. ¿Quién dijo…, alguien fue…, que la matemática es la música del pensamiento lógico y que por supuesto, la música es la matemática del arte? Se había sentado mientras soltaba su torrente de palabras y ella alzó las manos protestando risueña: – ¡Espera…, espera! Todavía es tan temprano… ¿Sería aquello en lo que él había estado pensando durante la noche mientras ella tejía sus fútiles ensueños? – Lo siento -replicó penitente-. Pero es que me has mimado demasiado, sabes. Me he acostumbrado a empezar sencillamente allí donde estoy, cuando me encuentro contigo. Anoche, por alguna razón, no podía dormir. Hasta casi pensé en despertarte, pero hubiera sido demasiado egoísta, aunque ya lo soy mucho, bien lo sabe Dios, así que yací pensando en lo que habías dicho y tratando de justificarme en mi elección de tarea razonando la relación entre ciencia y arte… que esta mañana me parece que el arte trata de la belleza y la ciencia de la realidad. Tal vez no seríamos capaces de enfrentarnos a la realidad desnuda sin ver también la belleza. Necesitamos las dos cosas, ciencia y arte. – ¿En una misma persona? – Si la persona es lo bastante grande -replicó con firmeza-. ¿Quieres revuelto de huevos? – Sí, por favor. …A lo largo del día continuó el dúo verbal en el dar y tomar no planeado que ella tanto empezaba a aprender. Aquel deslizarse dentro y fuera de los efímeros incidentes cotidianos hacia las verdades eternas era algo que no había conocido antes. Había prestado atención a su padre y a Edwin, obediente a su edad y sabiduría, pero guardando para sí sus pensamientos y argumentos. De vez en cuando, durante su vida de estudiante y luego de esposa, había cruzado palabras durante una cena con hombres brillantes, alguna velada interesante e incluso durante algún tiempo se había dejado absorber por su dominante claridad, pero jamás había conocido a ningún hombre, un joven carente de temor como Jared, en su instintivo reconocimiento de ella como mujer pero como igual e incluso a veces superior a 61, cosa que, en vez de tomarlo como invitación, parecía deleitarle. Tal aceptación era nueva para Edith. La mañana pasaba en amistosa conversación entre largas pausas silenciosas. El conducía y ella contemplaba el variado paisaje. A mediodía, después de una pausa especialmente pronunciada. Jared habló y el dúo se inició de nuevo. – No comprendo el proceso creador, tanto si pertenece a la ciencia como al arte. Conozco el proceso, por supuesto… mucho tiempo, horas, días o semanas, cuando sencillamente trato de abrirme paso entre una masa de confusión. Mi mente es como un animal frenético encerrado en una jaula, lanzándose de un lado a otro y tratando de hallar la puerta. Y de pronto la puerta está allí. Pero no ha estado todo el tiempo. Aparece sin causa ni razón y me siento inspirado. – Porque has estado buscando. Has creado tu propia inspiración debido a tu propia exigencia…, supongo que sobre tu mismo subconsciente. Allí es donde acude la mente para hallar su fuente. Es el depósito con que todos contamos, quizás el único. Eso es lo que crea el arte grande… el artista toma de dicho depósito. De otro modo, ¿cómo puede comprenderse el arte abstracto? Sólo tiene éxito cuando expresa en verdad aquella parte del subconsciente que nos es común a todos. – ¿Cómo es que sabes tanto? Una vez más se negó a hablar de su edad. Sería vanidad, pero había ciertas cosas en que desde luego era vanidosa. Evitó la respuesta directa. – Tuve padres inteligentes. – Es curioso, pero no quiero saber nada de tu marido… o tus hijos. – No te comprenderían -repuso en voz queda. – Entonces tampoco tengo yo que comprenderles, ¿no? – No. Su respuesta era literal. Ella jamás trataría de explicar el inexplicable hecho de su relación con él. A nadie debía tal explicación. Estaba sola, era libre. – …He oído los rumores más curiosos acerca de ti -le decía Amelia al día siguiente. Amelia había acudido en una de sus poco frecuentes visitas por la mañana, generalmente al volver de la peluquería en el centro de la ciudad. – No me digas -musitó Edith fingiendo indiferencia. Había llegado a casa la noche siguiente a Navidad y Jared se había despedido nada más dejarla sana y salva. – La mejor, la más feliz Navidad de que he disfrutado nunca -le había dicho. Ya se había convertido en costumbre el estrecharla en sus brazos al despedirse, tanto que ella se preguntaba si significaría algo para él, después de todo. Desde luego para ella significaba demasiado, para su propia tranquilidad de ánimo. – Volveré en Nochevieja -le había dicho él en la puerta. Ella la había cerrado y sentido la casa vacía a su alrededor, como un caparazón sin vida. Se alegró de ver a Weston que aparecía al fondo del vestíbulo, claramente despertado de su sueño. – Si me hubiera dicho que venía, señora… -musitó con reproche tomándole el maletín. – Ni yo misma lo sabía -dijo subiendo. A solas en su saloncito, no se había acostado de inmediato. Al contrario, había encendido el fuego, siempre preparado, y se había sentado en la butaca que había ante él para revivir los días pasados y para enfrentarse consigo misma. "Tendré que llegar a algún tipo de conclusión -pensó-. No puedo seguir así. Es demasiado difícil. Debo separarme de él… o…, no pudo terminar. En lugar de ello la habían invadido mil recuerdos de él, la expresión cambiante de su vivo rostro, los ojos oscuros, unas veces pensativos, otras interrogantes, su boca, su voz, hasta la forma como le crecía el pelo en la nuca, sus manos firmes, fuertes. Se acostó vencida de deseo y se había despertado sin descanso, para enfrentarse a Amelia. – Y tanto -le decía Amelia con afecto burlón-. ¡Y no sólo oído! He tenido una carta de Millicent desde California, que a su vez había recibido otra de Tony. ¿Te gustaría leerla? La tengo en el bolso. – No, gracias. Si Millicent quiere que yo sepa lo que piensa me lo escribirá ella misma. – Me dice que averigüe lo que pasa -dijo Amelia cerrando el bolso-. Pero que no te moleste o te preocupe. Pero ya me conoces, Edith. Yo no soy capaz de andarme por las ramas…, nunca lo he hecho, sobre todo contigo. – Así que, ¿qué le has contestado a Millicent? -preguntó, yendo también directa al asunto. – Le he dicho que hicieras lo que hicieras era asunto tuyo, pero que si los cotilleos eran ciertos, entonces no sólo tenias suerte, sino que eras sumamente inteligente y que cualquier mujer de tu edad te envidiaría. Después de todo, la reina Victoria ya murió, hemos enterrado a los puritanos y ¿por qué van a ser los adolescentes los únicos en divertirse hoy día? Se hallaban sentadas en el porche encristalado donde el sol irrumpía por las ventanas que daban al este. El jardinero lo había llenado de plantas en flor para Navidad y en medio de tanto calor, luz y color era imposible dejar de sentirse alegre. – ¿Eso es todo? -le preguntó Amelia. – Eso es todo. – Entonces, ¿no hay verdad en los comentarios? – Jamás hay verdad en los cotilleos. – Como tú quieras, querida -dijo Amelia poniéndose en pie. – Gracias, Amelia. Respondió a la interrogante mirada de su amiga con osadía y decisión. No, no diría a Amelia nada de Jared. – Así pienso obrar -dijo acompañando a su amiga a la puerta. …Durante la semana se dedicó con determinación a reconstruir su vida habitual. Presidió tres comités a los que pertenecía, consultó con su abogado asuntos relacionados con impuestos devengados por el testamento de Arnold, se compró un chaquetón de foca con un sombrerito a juego, abrió los retrasados regalos navideños y escribió notas dando las gracias. Las tareas domésticas discurrían como de costumbre, rodeándola con cuidado y atención y dormía bien por las noches posponiendo una decisión. Después de todo, se decía, nadie le había pedido que tomara ninguna decisión. Quizá fuera posible, por qué no, seguir como estaba, dando la bienvenida a Jared cuando llegara a visitarle, aceptando su extraordinaria amistad como amistad y nada más. Así decidida, dos días antes de Año Nuevo, dio instrucciones después de desayunar. – Weston, el señor Barnow pasará aquí los próximos días. – Muy bien, señora. ¿Llegará para cenar? – Si. Por favor, diga a la cocinera que empiece con ostras frescas. Le gustan. – Si. Edith fue al invernadero seguido del comedor y cortó acónitos amarillos y claveles rosas que preparó para el cuarto de invitados. Terminado aquello se quedó mirando a su alrededor, imaginándole allí, dormido en el grande y anticuado lecho, leyendo en la salita contigua. Se sentía tranquila y en ese momento pensaba en él con ternura más que con deseo, aunque sabía que el deseo aguardaba. También pensaba en la soledad del muchacho, no sólo porque no tenía familia más que un viejo tío, sino la soledad más profunda de su mente superior que habitaba regiones distantes demasiado alejadas de las mentes de los demás para un compañerismo corriente. Ella había visto la soledad de su padre, incluso había conocido dentro de sí algo de la misma. Pocas mujeres leían los libros que ella leía o pensaban en los temas que ella pensaba. Si, tenía derecho a aferrarse a tal amistad. Eran dos seres que se comunicaban, pese a la diferencia de sus edades. Quizá la misma diferencia fuera su protección. Si era así, ¡jamás tenía que olvidarlo! Y con aquello, alejó de sí todo menos su alegría, bien inocente, por el regreso de su amigo. – …¿Te importa que lleve a alguien conmigo mañana? La voz de Jared, que sonaba aquella noche en el teléfono, parecía formar eco en el tranquilo saloncito. Suponiendo que al día siguiente no se acostaría hasta tarde para despedir al año viejo, había cenado sola y subido a leer una hora antes de acostarse temprano. – ¿A quién quieres traer? Suponía que sería a la joven y sintió una punzada de celos ridículos. – A mi tío, Edmond Hartley. Ha vuelto inesperadamente esta mañana con la extraña idea de que ésta puede ser su última Nochevieja, aunque sólo tiene sesenta y siete años, pero no me gusta dejarle solo. Soy todo cuanto tiene, ya sabes. – Pues claro, tráele. Lo dijo con tono animado, pero se sentía fría. Un desconocido, seguramente buen conocedor de las cosas mundanas, observador, ¡alguien contra el cual debería protegerse! Se acostó alterada por lo que creía iba a ser una invasión de la privacidad que existía hasta el momento en su amistad con Jared. Durmió mal y se despertó tarde y pidió que le llevaran el desayuno a la cama. No se apresuró en nada y ya era mediodía cuando se vistió con uno de sus vestidos favoritos de lana azul clara. Fuera el cielo estaba cubierto de nubes bajas y grises y los jardines circundantes a la casa habían adquirido un tono aún más oscuro de gris, donde lo único que se destacaban eran los troncos y ramas desnudos y negros de humedad. Mayor razón, pues, para alegrar la casa; por eso, al bajar, encendió las lámparas y prendió fuego a los leños de la chimenea de la biblioteca. Hacia las tres, le había dicho Jared, y poco después de las tres vio que su pequeño automóvil asomaba por el amplio espacio entre las columnas de piedra al final de la avenida. Ella había estado esperando en la biblioteca, leyendo sin demasiada concentración, y se sorprendió cuando el propio Jared introdujo a su tío en la estancia. Su sorpresa se debía a que Jared no le había preparado para la visión de aquel hombre guapo y desenvuelto, alto y delgado, de brillante cabello plateado sobre el atezado rostro, una bien recortaba barba blanca y relucientes ojos azules. Se acercó a ella con las manos tendidas y ella sintió cómo se las apretaba con un cálido saludo. – Ah, señora Chardman, esto es una imposición, una irrupción, pero mi sobrino ha insistido en que tenía que venir con él o de lo contrario se quedaría conmigo, alterando así los planes de usted, cosa que yo no podía permitir. Además, sentía curiosidad por conocerla. Ella se había recuperado lo bastante para retirar sus manos con suavidad. – Y ahora yo la siento por usted. Pero estoy segura de que primero querrán ir a refrescarse a sus cuartos después de viajar tanto tiempo en coche. Jared, Weston ha colocado a tu tío en el cuarto contiguo al tuyo. Compartiréis el saloncito. Así les despidió de momento con una sonrisa y una mirada a Jared y esperó abajo. Las tres era una hora difícil, pensaba, para tener que entretenerles a mitad de camino entre la comida y la cena, y de pronto, las horas que se avecinaban le empezaron a abrumar. Serían tres en vez de dos y así ella no podría dedicarse por entero ni a Jared ni a su tío. Pero Jared ya había bajado solo y se detuvo a apoyar su mejilla contra el cabello de la mujer. – Te dejo con mi tío. Tengo una cita con un ingeniero. Tenemos que tratar de un asunto, de algo que estoy haciendo. Es un individuo práctico que encontrará los puntos flacos de mis sueños. – No permitas que te desanime -repuso ella reteniéndole de la mano y mirándole-. No estoy segura de que me gusten las personas que se dedican a encontrar puntos flacos. – Será bueno para mí y volveré a tiempo de tomar un combinado. Se llevó la mano de ella a los labios y se despidió, dejándola esperando y medio temerosa. – …A decir verdad -le confesaba Edmond Hartley unos minutos más tarde-, de no haber sentido curiosidad por usted jamás hubiera tenido la presunción de imponerme de esta forma. -Se había sentado frente a ella, ante el hogar encendido y continuó-: Tiene usted el efecto más extraordinario en mi sobrino, señora Chardman, un… un efecto madurador, supongo que sería la forma mejor de describirlo. De ser un joven de lo más desorientado, sin saber qué elegir como meta de su vida entre una docena de posibilidades (y le aseguro que tendría gran éxito en cualquiera de ellas), está asentándose con una sumamente interesante combinación de todas ellas y aunque es algo de lo que no he oído hablar mucho, parece algo de lo más útil, una especie de ciencia e ingeniería que confieso no comprender en absoluto pero que me parece muy importante. Se parece tanto a su madre, mi hermana Ariadne, y, sin embargo, es tan diferente de ella, que me siento confuso en general y no sé qué hacer; le dejo que actúe por su cuenta y por consiguiente temo no haberle sido de mucha utilidad. Pero usted parece comprenderle tan maravillosamente bien que sabía que tendría que conocerla, aunque sólo fuera para darle las gracias y con la esperanza de conseguir un poco de su sabiduría. Todo aquello lo dijo con voz dulce, rica en énfasis, actuando con sus hermosas manos y en tanto que sus ojos tan juveniles relucían. Y, sin embargo, a Edith le parecía que toda aquella combinación transmitía una frialdad interior que no podía comprender de momento. – A mí me gustaría saber más de los padres de Jared -repuso en voz baja. – Usted sabe apaciguar de forma tan hermosa -dijo él sin venir a cuento-. Ya entiendo por qué dice Jared que siempre puede hablar con usted. Yo no sé escuchar bien. Al contrario, y como bien le consta a él, muchas veces no sé ni de qué me habla. Mis propios intereses son los primitivos poetas franceses y vidrieras inglesas…, vidrieras de catedrales. – De ninguna de cuyas cosas sé nada. Y si algo he hecho por Jared, nada es en comparación por lo que él ha hecho por mí. Ha dado un nuevo interés a mi vida, cosa que necesitaba sobremanera. Su juventud, su entusiasmo, su energía, sus extraordinarias dotes son… de lo más sorprendentes y desde luego excitantes. El hombre se inclinó hacia delante y se rodeó las rodillas con las manos: – Mi querida señora, ¿puedo preguntarle una cosa? Como ya sabe, soy el único pariente que le queda a Jared. ¿Son ustedes, acaso…, amantes? Vaciló ante la súbita confrontación. Y luego empleó la fina daga que Jared había clavado en su corazón pocos días antes de forma tan inocente. – Él no piensa en mí de ese modo -fue la apagada respuesta. – Ah, casi lamento oírselo decir. Es un joven tan solitario. Mientras observaba el rostro móvil, atractivo, Edith se preguntó si iría a desagradarle aquel hombre. – Me habló algo acerca de una chica. – Si, hay una en el horizonte…, muy lejano. La verdad es que Jared no está listo para el matrimonio. Está entregado a su trabajo, como ya sabe, y con todas esas ideas que flotan en su mente…, dudo mucho de que pueda entablar ninguna relación permanente. Me inspira temor, pues vi cómo Ariadne se ajaba bajo la misma clase de… ¿olvido? Barnow, el padre de Jared, era…, bueno, una especie de genio desorganizado. Tenía gran talento, uno de esos seres brillantes de los que todo se espera en la universidad pero que cuando se asoman al mundo práctico hallan que todo su talento se desintegra. Ariadne estaba loca por él. La verdad es que los dos lo estaban. Ella había sido una bella joven de sociedad. Nuestra familia era…, bueno, ya no importa, pero podía haberse casado con cualquiera y eligió a Barnow. El matrimonio estaba condenado al fracaso desde el principio…, era una joven exquisita, pero mimada,…, oh, sí, ¿cómo iba nadie a dejar de mimarla? Hija única…, éramos sólo los dos y nuestros padres, bueno, no es que importe, pero se llevaron una desilusión con el joven Barnow como yerno. Supongo que el divorcio estaría a la vuelta de la esquina, pero la muerte llegó antes. Barnow iba camino de un interesantísimo trabajo nuevo en algún punto del oeste y Ariadne le acompañaba. Mientras conducían seguramente discutirían. La cosa es que al cruzar las Montañas Rocosas, uno de esos terribles pasos, todavía con hielo al comienzo de la primavera, el coche cayó por un precipicio. – ¡Qué horrible! -en un susurro. – Horrible, y yo pensé en demandar a alguien, porque no había parapeto, sabe. Pero me explicaron que era más seguro no tenerlo, sabe, en tales altitudes, pues ninguna barrera resistiría aquellas rocas y la gente podría confiarse, conducir a gran velocidad, mientras que si no había parapeto se darían cuenta de que tenían que conducir con cuidado. Pero ni Ariadne ni Barnow eran capaces de tener cuidado. Sea como sea, la cosa es que Jared quedó a mi cargo como único pariente, pues mis padres habían muerto poco antes de muerte natural, primero mi padre, de alguna cosa cerebral y luego mi madre de puro quererlo, me parece a mí, pues no quería vivir sin él, cosa que nunca le perdoné. Yo le adoraba y detestaba a mi poderoso y dominante padre, quien a su vez me odiaba y volcaba todo su cariño en Ariadne. Pero ¿por qué le cuento todo esto de la familia más confusa y causante de confusión que jamás haya habido? Ah, sí, para explicar a Jared. De modo que ya ve, no tuve más remedio que dejarle crecer a su modo, porque yo no tenía la menor idea de cómo educar a un niño. – ¿Nunca se ha casado usted? – No he tenido tanta suerte -respondió con brusquedad. Edith sintió la básica frialdad de aquel hombre, quizá no tanto una frialdad natural, sino un freno absoluto, impuesto a sí mismo en alguna forma que ella no podía aún entender. Algo había oculto en el hombre; pese a su franqueza era reservado. – Trágica historia. Me alegro de que me la haya contado. Me ayudará a comprender mejor a Jared. Tocó un timbre que tenía cerca y Weston apareció en la puerta. – Eche leña al fuego y tráiganos unas bebidas dentro de media hora. Ahora comprendía por qué Jared era tan impulsivo y buscaba la vida por doquier. No le habían preparado para nada y, dándose cuenta del vacío del que había surgido, sintió por él nueva oleada de amor y compasión. Se enfrentó a la ascética figura que tenía delante. – Hábleme un poco de poesía francesa. – …No sé -decía Jared. Edith se hallaba a solas con él mientras el reloj se aproximaba a la medianoche y el año viejo se acercaba a su fin. Una hora antes el tío se había levantado. – Yo no espero nunca el final del año viejo -les había dicho-. A mi edad sólo resulta doloroso. Si me perdonan, les agradezco la agradable velada y me despido. Se inclinó ante ella y sonrió a Jared. – Buenas noches… y dulces sueños. – No sé -repetía Jared-. Él quería venir. Deseaba conocerte. Decía que he cambiado y que quería saber por qué. Le he preguntado en qué había cambiado y me ha dicho que algo se iba cristalizando en mí, lo que sea que eso signifique. Él Lleva una vida de lo más controlada. – ¿Controlada por quién? – Por sí mismo. Y me había equivocado al decir que tenía alguna amante. Jamás ha amado a ninguna mujer. – Te lo ha dicho? – Sí… cuando le he hablado de ti. – ¿Qué le has dicho de mí? – Que estoy perdidamente enamorado de ti. Y me ha dicho que me envidiaba, porque él jamás se había enamorado, es decir, no de una mujer. Y de pronto le he comprendido del todo. Es tan condenadamente… bueno. No quiere aceptar amor más que en los términos más elevados. Por eso prefiere no aceptar ningún amor. Ha vivido sólo con sus libros y sus pinturas. Hasta a los amigos les mantiene a distancia. Incluso a mí. Ella dejó que la verdadera tragedia de aquello le invadiera hasta dolerle el corazón casi físicamente. – ¿Apruebas tú el que rechace así el amor sólo porque no es ortodoxo? – Sí. Sobre todo ahora que sé lo que es el amor. Se miraron largo tiempo a los ojos. – Y ¿qué es amor? -preguntó Edith. – Estoy averiguándolo ahora. Cuando lo sepa te lo diré. Los minutos habían ido deslizándose mientras hablaban y de pronto el reloj de pared que había en un rincón dio las doce. Esperaron en silencio y luego él tendió sus manos y estrechó las de ella. Con la última campanada se inclinó y la besó en los labios. – Es año nuevo. Un año nuevo en el que puede suceder cualquier cosa. …Pero durante la noche la mujer despertó y recordó cuanto Jared le había dicho de su tío. En toda su vida, sólo Edwin había sido claro sobre el amor, y como era filósofo, había llegado a convertir el amor en una filosofía. Al pensar en él podía imaginarle declarando a su modo suavemente dogmático que el amor posee multitud de formas, ninguna de las cuales hay que rechazar de plano. Y al recordarle, se vio comparando a los dos ancianos, Edwin, tan libre a su modo dentro de las ilimitadas fronteras de su organizada libertad y Edmond, tan controlado dentro de una restricción impuesta a sí mismo. Cada uno a su modo proclamaba el sentido superior del amor, uno aceptándolo con delicia, el otro rechazándolo y con abstinencia. La diferencia definía la naturaleza de ambos hombres, el uno aceptando gozoso, pese a su edad y delicado estado de salud, el otro desafiante, ocultándose en una bruma de palabras que significaban… ¿qué? Y Jared, ¿cómo sería con él? ¿Le haría más grande o más retraído el amor? Y si lo pensaba bien, ¿qué iba a hacer de ella el amor? Ninguna de aquellas preguntas podía tener aún respuesta. Ella no conocía los limites del amor. Se limitaba a reconocerlo. Y al reconocerlo declaraba al menos su presencia dentro de si. Y ahora la cuestión era qué hacer de él… o para ser más exacta, qué le haría a ella. Yacía en la oscuridad y el silencio de la noche hasta que, abrumada, encendió la luz de su mesilla de noche y vio que los copos de nieve se agolpaban en la repisa de la ventana y entraban volando con suavidad a depositarse en la alfombra azul. Se levantó, cerró la ventana, recogió la nieve con el recogedor de latón de la chimenea y la echó sobre los leños grises, fríos y muertos. Estaba a punto de volver a acostarse, temblando de frío, cuando oyó pasos que se dirigían al vestíbulo. Escuchó extrañada y luego, poniéndose la bata de terciopelo azul, abrió la puerta. Edmond Hartley estaba en lo alto de la escalera, a punto de bajar, totalmente vestido, cuando la vio. – No podía dormir e iba a buscar un libro que he visto hoy en la biblioteca. – ¿Quiere que vaya con usted a ayudarle? – Mi querida señora, es usted muy amable. – Un momento -dijo volviendo al espejo para cepillarse el pelo, recogerlo y retocarse la cara con polvos, los labios con color. Vanidad, se dijo a sí misma, pero era vanidosa aun a solas. Salió del cuarto y se reunió con él que la esperaba en la escalera sin dar la menor muestra de haberse fijado en que el azul de la bata hacía juego con el de sus ojos ni de que era, en efecto, una mujer muy hermosa. Con un aire casi de tolerante paciencia dejó que ella le precediera por las escaleras a la biblioteca, donde él atizó el fuego hasta hacer prender las llamas, en tanto que Edith iba encendiendo una lámpara tras otra hasta dejar toda la estancia iluminada para que se vieran los libros en sus estantes, el gran jarrón de flores en la larga mesa de caoba, el rojo rubí de las alfombras orientales, el pulido suelo. – ¿Por qué no puede dormir? -preguntó Edith sentándose ante el fuego. Él estaba de espaldas, buscando entre los libros. – Nunca duermo muy bien -replicó ausente-, y en una casa extraña… ah, aquí estaba el libro que buscaba, una rara edición de Mallarmé. – Pertenecía a mi padre. – Pero él era un científico… – Era de todo -le interrumpió. – Ah, como Jared. Se sentó en un amplio butacón frente a ella y abrió el volumen. Luego, sin mirarla, prosiguió: – He sido la peor persona posible para educar a un muchacho inquieto y brillante. No me he atrevido a quererle… por temor a mí mismo, a quererle demasiado… con un amor ponzoñoso. – ¿Puede el amor ser ponzoñoso? El le lanzó una extraña mirada de reojo y cerró el libro. – Ah, ya lo creo que sí. Lo aprendí muy temprano. Puede decirse que… me condicionaron a ello cuando era muy joven… a través de un hombre mayor. Sus labios parecieron secos de pronto y se pasó la lengua por ellos. – Jamás creí que podría decírselo a nadie. Pero quiero que… usted sepa… por qué nunca he permitido que Jared… esté cerca de mí. Alzó sus oscuros ojos y en ellos Edith vio un desesperado ruego de que le comprendiera. – Le comprendo -dijo con dulzura-. Lo comprendo. Y creo que ha sido usted muy noble al… emplear tal control, tal freno, tanta reverencia hacia el verdadero amor. Le respeto a usted mucho. – Gracias. Gracias. No… no sé si nunca me han hablado así antes. Pero nunca he querido hacer nada… o que pareciera que lo hacía… que torciera el… el sentido del amor para Jared. Pensé que sería mejor dejarle crecer sin que observara ninguna expresión del cariño que siento hacia él en vez de imprimir en su ser una imagen falsa del amor. La imagen del amor se distorsiona con tal facilidad… se deforma… se pervierte en cierto modo, de forma que nunca vuelve a aparecerse como es, la única razón de vivir, el único refugio, la única fuente de energía y crecimiento espiritual. El verdadero poder del amor… la fuerza más poderosa de la vida… hace que el amor, cuando es torcido, pervertido, incluso cuando se da a quien no se debe, produzca los mayores sufrimientos de la vida. Hablaba con tal sinceridad, desde tan dentro, que ella le vio con otros ojos, como un hombre de sentimientos profundos y dolorosísimos y quedó en silencio ante él. – Enséñele, querida mía -le instó el anciano-. Enséñele lo que es el amor. Sólo una mujer puede hacerlo… una mujer como usted. – Lo intentaré. – …Quiero que te vengas a Nueva York a ver cómo marcha mi mano -le dijo Jared por teléfono. Edith se hallaba en su escritorio una hermosa mañana de primavera; los rododendros que veía desde la ventana mostraban ya matices rosa y púrpura. Al extremo opuesto del césped otros arbustos mostraban sus últimas flores de oro y su brillo agonizante destacaba contra el fondo oscuro de las coníferas. – ¿Por qué voy a tener que ir a Nueva York? Ya sabes que esa ciudad no me gusta. – Lo sé, pero es que de verdad resulta maravilloso ver cómo funciona la mano, tanto que el hombre va a volver pronto a su casa. Además, te dará motivo de conocer a mi gente. Para entonces ella ya sabía bien que cuando él hablaba de «mi gente» se refería a las personas que necesitaban los instrumentos que él diseñaba para sustituir a los pies, manos, ojos, corazones y riñones que podían perder o habían perdido. Apenas le había visto en los meses transcurridos desde que su tío y él pasaran con ella la Nochevieja, pero sus largas conferencias, generalmente a medianoche y últimamente sus cartas breves le acercaban a ella. ¿Y ella? Le parecía no haber hecho otra cosa que tocar el piano de cola en el salón de música, acudir a algunas reuniones de los comités, a cenas y conciertos y esperar a que él escribiera o le llamara. Ya no se ocultaba el hecho de que él absorbía toda su vida interior y todos sus pensamientos, de modo que cuanto hiciera tenía poca importancia en comparación con la necesidad de estar en casa cuando él llamaba. Tenía que encontrarla siempre allí, preparada para todas sus necesidades. Cuando él escribía, ella le contestaba de inmediato y en esta comunicación, remota e íntima a un tiempo, empezaron a utilizar términos cariñosos que pudieran haber prendido una llama de haber estado frente a frente. Pero en papel, con tinta, hasta las palabras «queridísimo» parecían frías. – Es martes -le decía él-. ¿No podrías venir mañana? Cenaríamos juntos… hasta podríamos ir a bailar. Nunca lo hemos hecho. Curioso, jamás había pensado en ello. Hay siempre tanto que hablar cuando estamos juntos. ¿Hacia las tres? Nos veremos en el centro de rehabilitación… ya sabes la dirección. – Mañana a las tres -le prometió. ¡Qué absurdo, pensaba ella cinco minutos más tarde, terminada la conferencia, que ya estuviera pensando en qué ponerse! Se decidió por el traje gris pálido con abrigo a juego, de tela delgada, corte gracioso que le sentaba a la perfección, con sombrero, zapatos y bolso del mismo tono casi plateado, todo ello como un envoltorio para las joyas de jade color verde manzana que Arnold le comprara en HongKong durante el último viaje que hicieran juntos alrededor del mundo. Así ataviada salió de casa al día siguiente después de comer, con su chofer todo elegante en un nuevo uniforme negro. Aunque habituada al lujo de su vida, se sentía especialmente dichosa, como si volviera a ser joven, como si fuera a reunirse con el amante que nunca había tenido. Alejó de su mente cualquier pequeña preocupación de su vida y se dejó llevar de su sentimiento de plena felicidad. Durante unas horas estaría con Jared, a quien ahora sabía que amaba como nunca había amado a nadie, de forma que se sentía cambiada y glorificada por el amor. Hiciera lo que hiciese, ¿cómo podría ocultarle la verdad? ¿Por qué iba a tener que ocultarla? – …Preciosa,¿verdad? -le preguntaba Jared orgulloso. Se hallaban en una sala rectangular, desnuda de decorado, pero clara con el sol de la tarde que entraba a torrentes por las ventanas sin cortinas. A lo largo de las paredes había estrechas camas de hospital, cada una de ellas ocupada por hombres con diversas amputaciones. Entre todas no había un solo hombre completo, se fijó Edith al mirar alrededor. Sólo Jared era perfecto, cruelmente perfecto, pensó, y había que dar crédito a aquellos hombres pálidos sentados o tumbados, por no demostrar odio en sus cansados rostros. Lo que Jared llamaba «preciosa» era de hecho el objeto más horrible que Edith viera jamás, un instrumento de dos dedos en un brazo de metal recubierto con una superficie de goma del color de la carne humana. – Déjame ver cómo funciona -le respondió. – Demuéstreselo -ordenó Jared. El hombre, muy joven, que tenía el instrumento fijado bajo la camisa, obedeció. Los dos dedos se movieron, por separado y juntos, como un índice y un pulgar. – Ahora cójale de la mano. Edith dominó el impulso de apartarse de su alcance y dejó que los dos dedos de goma le tornaran la mano con suavidad. – ¿Siente su mano, lo suave que es, lo blanda? -preguntó ansioso Jared al hombre. – Ya lo creo que la siento -repuso éste guiñando con guasa. Edith se echó a reír y al punto todos los hombres de la sala rieron también y ya no le importó el tacto de los dedos de goma, el índice que le acariciaba la palma de la mano. – Ya basta -dijo Jared-. No hay que llevar las cosas al extremo, por buenas que sean. Reía también al hablar, pero Edith observó que se sentía orgulloso. – Tienes derecho a sentirte orgulloso -dijo retirando la mano con dulzura. – Gracias… también yo estoy contento. Este chico… perdió el brazo derecho en Danang, ¿verdad Bill? – En Danang, sí señor. Fui a coger lo que parecía un racimo de plátanos y de pronto explotaron…¡bang! – Bueno, lo que hemos hecho juntos ayudará a muchos otros también. No lo olvide, ¿eh, Bill? – Seguro. Jared y Edith se alejaron de los heridos y ya en el corredor ella suspiró, olvidando por un instante todo menos el rostro tenso, el cuerpo delgado como un esqueleto del hombre de la mano. – Es tan joven, Jared. – Aún no tiene veintiún años, y no sé de una alegría mayor en la vida que la de ver que esa mano artificial funciona. Absortos en la alegría común, se olvidaron de sí mismos. – ¿Cuánto es capaz de sentir en realidad? -preguntó ella-. ¿Cuánto es producto de la imaginación de ese chico? – Verás, cariño -sonrió Jared-, yo diría que en su vida ha sentido muchas manos suaves y la memoria ayuda a la imaginación, estoy seguro… y por supuesto, la vista. ¡Tu mano parece suave, sabes! Pero parte es real… la presión de un material blando contra la carne tibia. Ah, sí, gran parte es lo bastante real como para transmitir cierto placer. Qué pena, pensó ella, que la palabra de afecto que él había utilizado sin darse cuenta al parecer hubiera llegado a usarse con tanta frecuencia que ya carecía de sentido. ¿Carecía de sentido? Pero él jamás se lo había dicho antes. Calmó el súbito latido de su corazón y habló en voz queda. – Espero que muy pronto conozca alguna chica que sea capaz de saber lo que la mano que tú le has hecho puede sentir. Entonces a ella también le parecerá algo hermoso. – Así lo espero. Jared se detuvo ante una puerta, sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura. – Este es mi laboratorio. ¿Te acuerdas que te dije que quería trabajar en un estetoscopio? Pues ya lo estoy haciendo. Abrió la puerta y entraron. Era una estancia bastante grande, llena de delicada maquinaria y a un extremo, bajo las ventanas, había una mesa de trabajo recubierta de cromo. Sobre ella una complicada pieza de maquinaria. – No entiendo nada -dijo ella. – Es un método para comprobar estetoscopios. Sabrás que es muy importante que un estetoscopio observe con exactitud y transmita con claridad. Lo que oye no tiene que ir deformado por alguna vibración, por ejemplo. Para ello he diseñado un micrófono monitor, ésto de aquí, pero entonces el oído del que escucha debe oír perfectamente. He diseñado un oído artificial… no se parece como a una oreja de verdad ¿eh? Pero oye… es decir, con un sistema así, ¿cuánto oye en realidad? ¿Hasta dónde? ¿Con qué claridad? Pero he tenido que verificar también el oído artificial con otro hecho de distinto material y, por supuesto, todo hay que comprobarlo una y otra vez. Utilizo grabaciones de la cavidad pectoral humana… corazón, respiración, etc… Ella le escuchaba, siguiendo ahora bastante bien lo que le decía, pero en tanto que su cerebro comprendía, otra parte más sutil de su ser se sentía tensamente consciente de su proximidad física, de sus manos que se movían por la maquinaria al tiempo que demostraba su funcionamiento, de la voz que era música para los oídos de ella, el perfil recortado contra las paredes grises, todo su ser dinámico absorto en las palabras del hombre. Una oleada de alegría invadía su interior. Se sentía viva como jamás se sintiera antes, ni siquiera en su juventud. Estaban juntos y contaban con horas brillantes por delante. …Horas más tarde estaba en sus brazos. Bailaban entre un plato y otro en un restaurante famoso, un lugar a donde era costumbre acudir después del teatro, por lo que no estaría lleno hasta después de medianoche. Habían acudido a él temprano, pero la orquesta ya tocaba un vals lento. Me alegro -dijo ella-. No soy capaz de bailar los ritmos modernos. No sé bailar sola. – ¿Y quién quiere bailar solo? -replicó él. El propietario acudió a saludar a Jared por su nombre. – Es un amigo de mi tío -explicó el joven Edith. – Me gusta tu tío. Charla ligera, pero aquella noche Edith no tenía ánimo para hablar en serio. Ambos estaban demasiado al borde de algo desconocido, un paso más el uno hacia el otro, paso que ella no sabía si deseaba dar, ni siquiera si podría detenerse una vez iniciado. – ¿Por qué me dices ahora que te gusta mi tío? -preguntó Jared al ocupar sus asientos. – No sé, porque me he acordado de él. Tal vez porque le tengo lástima. – Él es feliz. Edith se daba cuenta de que Jared se sentía como inquieto, y no le dijo que se había acordado de su tío por que le compadecía, por no poder sentir la alegría que ella experimentaba. – Bailemos -dijo Jared agitándose. Se levantó y la condujo a la pista. Hacía mucho que no bailaba, pues a Arnold no le había gustado bailar y desde su muerte ella no había salido. Ahora, bajo la maestría de Jared, respondía con su propia delicia subrayada por el placer del nuevo amor. – Bailas maravillosamente -le dijo él. Apoyó con suavidad la mejilla en el cabello de la mujer y ella se plegó, en tanto que contenía las palabras de amor que esperaban, impacientes, a ser pronunciadas. A su alrededor empezaron a salir algunas parejas, pero a la tenue luz no reconoció a nadie más que a un hombre que les habló al pasar con una joven rubia en sus brazos. – Hermosa pareja tienes, Jared. – Gracias, Tim -repuso con frialdad, alejándose. Y añadió fingiendo fastidio-. Ojalá no hicieras que hombres mayores que yo me envidiaran. – Pero sí está con una chica preciosa -rió ella. – ¿Quién quiere una chica preciosa? Además, no me he fijado. Sólo te veo a ti. El encantamiento de la velada continuaba. Volvieron a la mesa y guardaron silencio mientras comían, hasta que él volvió a levantarse para invitarle y juntos volvieron a la comunión del baile, él estrechándola hacia sí, ella plegándose a sus movimientos. Peligroso, se decía, peligroso, pero indescriptiblemente dulce. No tenían que hablar, sólo dejarse unir por la lánguida delicia de hallarse juntos, reunidos por el ritmo y el movimiento de la música. Al final ella empezó a asustarse de sí misma y de él. Una prudencia interior le frenaba. Tenía que romper el hechizo ahora, antes de que fuera demasiado tarde, vencida por su propio deseo, antes de dejarse conducir a una soledad cuando, a solas con él, ya no pudiera controlar su anhelo. Era casi medianoche y la gente que venía del teatro empezó a llenar el comedor. – Tengo que irme a casa -dijo al terminar la danza, en tanto que la orquesta efectuaba una pausa para descansar. Jared se separó de ella de mala gana, reteniéndola aún por la mano. – ¿Por qué? – ¿Por qué? Porque tengo que hacerlo. Él se quedó callado, muy callado. Pagó la cuenta y la acompañó al auto de ella, que esperaba a la puerta. Estaba tan silencioso, con rostro tan grave al mirarla en la oscuridad de la calle que Edith se preguntó si le habría herido sin querer. Veía sus ojos turbados, o así le pareció, al esperar un momento mientras ella se ponía cómoda en el asiento. – Buenas noches -dijo Edith-. Ha sido una velada maravillosa. – ¿Estás segura? ¿No he sido egoísta al retenerte sólo para mí? – Era como yo deseaba estar. Sus ojos se unieron en un intercambio largo, sostenido, una comunicación. Más pronto o más tarde, se dijo para sí, tendrían que ponerlo en palabras. …Al día siguiente se levantó con el ánimo decidido. El día transcurrido en Nueva York había sido una doble revelación. Había visto a Jared en su trabajo y se había vista a sí misma como una mujer enamorada. ¿Qué tenían que ver ambos aspectos entre sí, si es que había algo? Por supuesto que había algo entre ambos, se decía. Por supuesto que el amor tenía para ella un sentido, un significado. Pero para él… ¿qué? Incluso antes de levantarse de la cama, incluso en el mismo momento de despertarse por la alegría y los cantos de los pájaros que había en la hiedra inglesa que trepaba por las paredes junto a su ventana abierta, ya había empezado a hacerse preguntas. Permaneció tendida unos minutos, cerrados los ojos. Debía efectuar una pausa, se dijo, debía pensar en qué hacer de sí misma, incluso de Jared. El tiempo de guardar luto por Arnold, incluso por Edwin, había terminado. Otra primavera había llegado, otro amor, una nueva vida estaba a punto de empezar. Pero ¿cómo iría a ser aquella nueva vida? Aún estaba en su mano el decidir, aunque tan obsesionada estaba por Jared que quizá ya no estuviera más en su poder si volvía a verle, sin recibir más fuerzas de una decisión. Se sintió abrumada al darse cuenta de su propia debilidad. «Soy capaz de cualquier cosa», se dijo con atónita desazón. «Soy totalmente capaz de seducirle. ¡Y temo que eso es lo que haría! Si estuviéramos solos en algún sitio una tarde, hasta en esta misma casa, lo haría. Y él no se resistiría. Ya ha pasado más allá del punto de resistencia. Ya empieza a pensar en mí de esa forma.» Se daba cuenta de que en su razonamiento había una doble naturaleza. Una se deleitaba en la posibilidad de la seducción, oh, sí, una seducción tan hábilmente llevada a cabo que parecería como si él fuera el agresor y ella quien se doblegara. ¿Y la otra? En aquel momento le parecía tan vaga, tan tenue como un fantasma. El sol de la mañana brillaba con demasiado calor en el lujoso dormitorio, la cama era demasiado blanda, su cuerpo demasiado listo de sano deseo. Sólo era capaz de pensar en la noche anterior cuando, ceñida contra él, se habían movido como uno solo en los lentos pasos de la danza. Por un momento se sometió al deseo; luego, incapaz de soportar su soledad, echó a un lado la ropa de cama y se levantó. ¡Aquel ritual cotidiano de cuidar de la carne! Se situó ante el espejo, se retorció el largo cabello en lo alto de la cabeza, lo sujetó con horquillas, dispuesta para la ducha. Luego se inclinó hacia adelante para examinar su imagen. Aún resultaba bella por las mañanas, pero ¿seguiría siempre igual, la vería él siempre así? Sin maquillaje aún poseía color, sus labios eran de un rojo suave, las mejillas tenían cierto rubor, los ojos eran azules bajo las cejas levemente marcadas. Tenía hermosos ojos, la gente siempre se fijaba en ellos y al verse, le parecía contemplar a otra mujer que había despertado a una nueva clase de vida, cambiando el frío exterior, desaparecida la calma, una mujer trémula, interrogante, tímida, quizá confusa o no lo bastante osada. Era ella, y volviendo a mirarse sintió miedo. Se apartó de la imagen y se apresuró a volver a la rutina de bañarse y vestirse, de tomar el desayuno como de costumbre en la mesita preparada para ella sola en el ventanal del comedor, servida por Weston con grave silencio mientras bebía el zumo de naranja y comía su habitual huevo hervido con tocino y una rodaja de pan integral sin mantequilla. – La cocinera me pregunta si desea mollejas para el almuerzo, señora -dijo Weston cuando ella hubo concluido. – Muy bien -musitó sin importarle, y se dirigió a su escritorio en la biblioteca. De un cajoncito sacó los planos de la casa junto al mar, la casa que tal vez levantaría o no un día. ¿Cómo iba a saberlo? Todo dependería de la mujer que iba a vivir en ella, sola o no. Pasó la mañana con los planos, rematándolos hasta el último detalle de puertas y ventanas. Luego, como el día seguía siendo hermoso, ordenó que la sirvieran la comida en la terraza y allí, resguardada por las altas coníferas que la ocultaban incluso a los agudos ojos de Amelia, se sentó a pensar mientras comía, deteniéndose de vez en cuando a echar un poco de pan a una ardilla que la miraba con penetrantes ojillos negros. Terminada la raja de melón de postre, se levantó, y decidida, dio las órdenes pertinentes. – Weston, diga por favor al chofer que traiga el coche dentro de media hora. Voy a ir a Colinas Rojas, en Jersey. – Si, señora. …Junto al mar el aire fresco todavía. Dejó el coche y al chofer en la carretera y caminó por las dunas a lo alto del acantilado donde empezaban las rocas grises. Se sentó sobre un tronco curtido a todos los vientos, un pino retorcido que alguna tormenta había arrancado y abandonado. El mar se movía en breves olas con rizos de espuma blanca bajo el cielo azul. Allí en la orilla el mar era azul sobre las profundidades verdes, pero hacia el horizonte adquiría un tono púrpura más profundo. Edith estaba sola, quería saborear su soledad, sumirse en su hondura, en su profundidad sin límites. Porque aquél era el mal de amar a un hombre como ahora sabía que amaba a Jared. El amor hace que el que ama se sienta solo sin el ser amado, una soledad eterna que nada puede llenar hasta volver a estar con el amado. Se apartó de toda otra presencia. ¿Cuánto tiempo hacía desde que fuera al encuentro de sus antiguas amistades? Ni siquiera a Amelia había visto en varias semanas. Había rechazado todas las invitaciones, había contestado con impaciencia las llamadas telefónicas, se había emparedado con su propia obsesión del amor. Pero la noche anterior se había obligado a ver claro. Así no podía continuar. Pero ¿hacia dónde dirigirse para cambiar? ¡Pregunta sin respuesta! Suspirando se puso en pie. De pronto deseó bajar de aquel alto. El lugar era demasiado solitario, así colgado entre mar y cielo. Bajaría. Descendería por la destartalada escalera a echarse en la blanca arena de la playita. Asomándose al borde del acantilado vio una pequeña cueva bajo la roca. La marea era baja, la arena estaría seca y caliente, sin duda del sol. Allí se ocultaría. Allí podría escapar. Miró al coche que estaba en la carretera. El conductor dormía tras el volante, la boca abierta, la gorra ladeada. Ni él siquiera sabría dónde había ido. Bajó los escalones, asiéndose a la endeble barandilla y puso los pies en la suave arena blanca. La cueva quedaba a unos centímetros de altura sobre la playa y entró; era un lugar abrigado del viento. Se quitó el abrigo, lo dobló a guisa de almohada y se echó en la cálida arena. La roca que quedaba encima proyectaba suficiente sombra para protegerle cabeza y hombros, pero el aire era fresco, de modo que el calor del sol sobre el cuerpo resultaba aún más agradable. Suspiró, se relajó y se sintió calmada y oculta. Una hora de descanso le sentaría bien. Había dormido mal la noche anterior, despertando a menudo. Antes de darse cuenta se había evadido en un sueño profundo, mecida por el chapoteo de las olas. …Se despertó súbitamente al oír su nombre una y otra vez. – ¡Edith…, Edith…, Edith! Abrió los ojos despacio, los alzó hacia la dominante roca y no pudo recordar dónde estaba. – ¡Edith…, Edith! Sentóse y se sacudió la arena del pelo. Tenía los pies húmedos, en el agua. Y era la voz de Jared la que le Llamaba. Bajaba corriendo las escaleras. – ¡La marea ha vuelto, querida estúpida! No podía verte hasta que te has movido. ¡Cómo has podido hacer una cosa así! ¿Cómo has llegado sola hasta aquí? ¿Dónde tienes el auto? Se enrollaba los pantalones preparándose para vadear hasta ella. – Quítate medias y zapatos. El agua Llega sólo como hasta las rodillas, pero unos pocos minutos más y… ¡gracias a que el día está tranquilo! Pero la marea está subiendo, la cueva se hubiera llenado… Ella se quitó las medias y luego, con los zapatos en la mano, fue cruzando el agua hasta él. Antes de llegar a mitad de camino Jared había llegado hasta ella y, rodeándola con sus brazos, la condujo a los escalones. – Sube lo más de prisa que puedas -riñó-. No, esperaré a que hayas llegado arriba. Esta escalera no soportaría el peso de los dos y no tengo ganas de escalar el acantilado. Esperó, en tanto que la marea se arremolinaba a su alrededor hasta que ella subió y llegó a tierra firme. Luego subió a su vez con el calzado en la mano y se colocó ante Edith. Estaba pálido y furioso. – Podías haberte quedado ahí copada -gritó. – Sé nadar -respondió con humildad y sentándose en una roca se fue poniendo las medias mientras él la contemplaba, siempre enfadado. – He ido a tu casa. Weston me ha dicho dónde estabas. ¿Dónde está el condenado de tu chofer? – Probablemente preguntándose dónde estoy y habrá ido a decir que he desaparecido, o algo por el estilo. – Tienes unas piernas y unos pies muy bonitos -dijo él de pronto como si no le hubiera oído. – Ya me lo han dicho. -Una vez vestida se atusó el pelo-. He perdido el sombrero. – Qué importa un sombrero -gruñó Jared. – Nada, dadas las circunstancias, sobre todo cuando no hay nada que hacer. La marea se lo ha llevado. Les interrumpió el regreso del coche acompañado de otro de la policía. – Ha vuelto -gritó el chofer al agente. Los dos autos se detuvieron y el policía salió y se les acercó. – Lo siento -dijo ella con su mejor sonrisa-. He sido muy tonta y me he quedado dormida en la playa. Mi amigo, el señor Barnow, ha aparecido a tiempo de rescatarme. – Antes de que se ahogara -intervino él. – Antes de que me ahogara. – ¡Ya podía usted haberse asomado al acantilado! -reprochó el agente al chofer. – Ni se me ha ocurrido. De súbito, Jared perdió la paciencia. – En tanto que ustedes dos deciden qué hacer, yo llevaré a la señora Chardman a casa en mi auto. Venga, señora Chardman. Edith se levantó sintiendo una extraña paz, le acompañó y juntos se alejaron. – …¿Por qué no me preguntas a qué he venido? -dijo Jared. Habían guardado un largo silencio durante la temprana cena en un hotelito del camino, silencio que ella no deseaba quebrantar. La verdad es que nada tenía que decir. El calor del sol, ya casi oculto ahora, el aire suave que entraba por la ventana abierta, la brisa del mar, fragante y húmeda, la dicha de hallarse con él, cualquiera que fuera la razón, le hacían sentirse de un humor lleno de gozo. – ¿A qué has venido? -preguntó casi con pereza. – No lo sé. Tenía que hacerlo…, no podía hacer nada más…, quiero decir, bien. Me has alterado. No puedo trabajar…, desde anoche. No hago sino pensar en ti, en tu aspecto, el sonido de tu voz, la forma en que andas. Bailas mejor que nadie que haya conocido jamás…, con gracia. No sé explicártelo…, es una especie de gracia que se pliega. No puedo olvidarlo. Jamás me he sentido así antes. ¿No vas a decir nada? – ¿Qué puedo decirte? Sólo que me siento feliz, maravillosamente feliz. No…, no creo que he sido nunca tan feliz…, no de este modo. -La voz se apagó en un susurro. – ¿De qué modo? – Si supiera te lo diría -dijo con sencillez. Volvieron a callar. Ya en el auto iban dejando millas atrás. Edith no sabía en qué pensaría él, con su serio y bello perfil, fijos los ojos en el camino. Pero tampoco sabía en qué pensaba ella. Quizá no fuera siquiera pensamiento, sólo sentimiento. Mucho después del ocaso, con la creciente oscuridad, él detuvo por fin el auto ante la casa de Edith. Weston, que andaba cerca de la puerta, la abrió al oír el coche. – No he sabido qué hacer de la cena, señora, al no tener sus instrucciones. – Ya hemos cenado y el señor Barnow se quedará a pasar la noche…, por lo menos, ¿es así? -dijo volviéndose a Jared que asintió. – Si no te importa. – Por supuesto que no. -Y de nuevo a Weston-. Tráiganos café y licores a la biblioteca. Yo subiré a cambiarme. Subió las escaleras exultante y temerosa. Lo que fuera a suceder sucedería. No alejaría lo inevitable, aunque no sabía qué iba a ser. Se plegaría, se sometería. Aceptaría cualquier cosa que él le ofreciera; cualquiera que fuera el costo lo pagaría. Luego, siguiendo un impulso que no lograba comprender, no se esforzó por parecer más joven de lo que era. Se retorció el pelo con descuido sobre la cabeza, no se maquilló, sino que dejó que su piel pareciera natural y quemada por el sol y el aire del mar. Escogió un viejo vestido verde, se lo metió por la cabeza y no se detuvo a mirarse al espejo. Así era ella, una mujer quemada del sol, ruborizada, de aire descuidado y pies desnudos metidos en sandalias plateadas. Tenía cuarenta y tres años y él tenía que verla así. Si se echaba hacia atrás, sería su destino. Pero ¿y si no lo hacía? Se negó a considerar la posibilidad. ¿Para qué hacer planes sobre algo imponderable? Un instinto perverso, que sólo duró un instante, le hizo desear verse rechazada, para así librarla de la necesidad de tomar una decisión. Vaciló ya en la puerta, luego la abrió y bajó. …Jared la esperaba en la biblioteca. Volvió a vacilar antes de entrar, ansiosa y, sin embargo, con temor. Por fin abrió despacio y sólo un poco, pero él estaba pendiente. Cruzó rápido la estancia, cerró la puerta y de espaldas a ella la tomó en sus brazos, besándole impetuoso una y otra vez. – Cuando pienso en lo que podía haber sucedido -musitó. Ella se dejó abrazar, sometiéndose, aceptando, respondiendo con todo el cuerpo. Luego, al cabo de un momento, se apartó. – Al parecer no estaba escrito que muriera. – No, si es que yo podía hacer por evitarlo. Cogidos de la mano se dirigieron al sofá ante el cual Weston había colocado en una mesita los licores y el café. Ella lo sirvió, con manos que le temblaban un tanto, cosa que Jared observó. – Estás temblando. – Supongo que ha sido un pequeño susto. – Yo desde luego me siento estremecido. -Sin tocar el café ni la copa siguió hablando-. Tengo que decírtelo. Me siento totalmente confuso. Me hallo ante una situación completamente nueva. Estoy en deuda contigo. Ya no soy un hombre libre. Nunca en mi vida me he sentido comprometido con nadie hasta ahora. Jamás me han poseído. Pero ahora sí. Ni siquiera estoy seguro de que me guste. ¿Qué hace un hombre que se siente poseído por una mujer? Sólo sé que me casaría contigo esta noche… ¡si pudiera! Ella le escuchaba, clavados los ojos en él. Jared no pensaba en ella, de eso Edith se daba cuenta. Pensaba en sí mismo, preso en la maraña de su deseo hacia ella, resentido porque empezaba a darse cuenta de cuánto la amaba. La deseaba físicamente y se horrorizaba de ello. Y, sin embargo, con sólo extender su mano, con sólo tocarle, sería suyo. Si le acariciaba la nuca, si le ponía la mano en la curva del brazo, si le miraba siquiera la esbeltez de su cintura o su muslo, sería suyo. Por eso mantenía los ojos bajos, se negaba a su propio deseo y, por razones que no llegaba a entender, pero que no tenía que ver con ella, sino sólo con él, se puso a hablar casi incoherente de una parte íntima de sí que, aunque no la comprendía, quería que él conociera. – ¡Ayer fue un día maravilloso, Jared! Te vi como nunca te había visto antes. ¡Y yo creía que te conocía! La verdad es que hemos pasado mucho tiempo juntos, ¿verdad? Y, sin embargo, fue necesario que te viera ayer, que te viera con aquel inválido, para hacerme ver lo que eres en realidad… un científico, sí, y mucho más…, un hombre brillante pero compasivo, fuerte pero dulce. Te amo, claro que te amo…, ¿cómo puedo evitarlo? Pero tan sólo ayer me di cuenta de ello. Siempre te amaré. Y me siento tan agradecida por ello. Una vez, hace tiempo (o al menos lo parece), un anciano muy querido, un hombre muy grande, me amó. Y me hizo un gran honor. Me dijo que su amor por mi le mantenía vivo…, no sólo con vida, sino vivo, para que su cerebro retuviera la claridad y pudiera seguir trabajando. Aquél, me enseñó, era el gran servicio del amor…, que da vida al que ama igual que al amado. Jamás he olvidado lo que me enseñó… acerca del amor. -Guardó silencio un momento. Luego repitió en voz baja lo que había dicho-. El amor me hace no sólo vivir, sino tener vida. El se levantó dirigiéndose a las altas ventanas y se quedó mirando pensativo el jardín en sombras. La luna joven asomaba por las puntiagudas coníferas del fondo. Edith siguió, como si hablara para sí. – Soy lo bastante mayor para darme cuenta que el que me ames es… un milagro. No lo entiendo…, sólo puedo aceptarlo y sentirme agradecida. Hace que mi vida sea hermosa. Me hace desear serte útil de alguna forma. Quiero verte mi vida en la tuya, para que seas cuanto sueñas ser…, para que hagas cuanto sueñas hacer, cosa que serías y harías sin mí, por supuesto, pero quizás, al amarte como te amo, te haga creer más en ti de lo que creerías solo… Quiero decir, sin mí en este momento de tu vida, ya que por supuesto habrá muchas otras personas, sobre todo una por encima de las demás… Se interrumpió para no romper en llanto. Le sonrió. Alzó la copita de «Bénédictine», tomó un sorbito y la dejó. Le habían brotado las palabras de una fuente interior desconocida; tampoco sabía por qué había pensado en Edwin. Pero volvía a ser ella misma, su auténtica personalidad y tenía que esperar a comprender aquello también. Tenía que contentarse con esperar. El se le acercó despacio, deteniéndose a mirar un libro en la estantería, a contemplar un cuadro de la pared. Por fin llegó junto a ella. – Dime. ¿Por qué fue ayer tan importante? – Porque vi el hombre que debes llegar a ser. Y no haré nada por impedir que lo seas. …Sola de nuevo, arriba, en su cuarto, se sintió agotada y, sin embargo, descansada. No sabía cómo le habían surgido las palabras, pero habían brotado de lo más íntimo de su ser. Pero ahora, al recordar aquellos momentos, se daba cuenta de que por un breve instante, como en una visión, había visto uno al lado del otro al hombre que había conocido el día anterior, el hombre seguro de sí, absorto en su tarea, experto en su trabajo y sabedor de que la hacía bien y satisfecho por ello, y al hombre que había visto hoy, alterado, confuso, abrumado por su descubrimiento de que la amaba. Los dos hombres, que eran el mismo, habían hecho que pronunciara palabras que no había sabido tenía dentro de sí, pero que esperaban a ser dichas, y al decirlas habían delineado la decisión que no había sabido hacer. Entre ambos hombres tenía que escoger y había escogido. Se habían separado casi inmediatamente, conscientes de estar exhaustos, y aunque ya en la puerta de su cuarto él la había tomado en sus brazos para besarle, beso al que había correspondido, lo habían hecho con suavidad tanto al darlo como al recibirlo, y Edith supo que ninguno de los dos abriría aquella noche la puerta. Lo que ahora tendría que hacer sería decidir qué papel iba a desempeñar en su vida. Porque le amaría siempre. De ello estaba segura. Así, sabiéndolo, ¿cuál era la plenitud del supremo amor? ¿Qué podía ser sino la plenitud del ser amado? Descargada de su tensión interior durmió bien y despertó tranquila y descansada. Permaneció en cama un rato, mirando los rayos de sol que cruzaban el suelo desde las ventanas que daban al oriente. No sentía prisa, había desaparecido su sentido de urgencia, y cuando al fin se levantó y se preparó para enfrentarse al día, no se sorprendió al ver a Weston al pie de la escalera. – El señor Barnow se ha marchado esta mañana temprano, señora. Le ha dejado esta nota. – Espero que le haya servido el desayuno -le dijo con una serenidad que le sorprendió a sí misma. – Sólo ha querido café, señora -respondió Weston acompañándole al comedor. Ella fue, pero no directamente, sino que salió unos momentos a la terraza a respirar profundamente el fragante aire matinal. Las robinias estaban en flor y su aroma atraía a las abejas. Años atrás, cuando era una niña, su padre había encargado que pusiera colmenas al fondo del jardín, con la teoría de que la miel era el dulce más sano para los niños, y luego había plantado robinias, que ahora eran gigantes de arrugados y negros troncos bajo las ramas cargadas de flores blancas. Había conservado las colmenas como tierno recuerdo y cada otoño el jardinero sacaba cajas de clara miel blanca, todavía fragante con olor a robinias. Siguió contemplando unos minutos la avenida de árboles al fondo de la cual había un estanque y en él la estatua de mármol blanco que representaba a una mujer de pie en una peña. La escena, tan familiar para ella que ya ni la veía, le pareció entonces tan nueva y bella como si hubiera estado ausente en algún lugar remoto y acabara de volver a la casa. La paz le inundaba, una paz interior que le permitía contemplar cuanto la rodeaba, sí, hasta su propia vida, con nueva apreciación. Había elegido, era la elección correcta, se sentía en paz consigo misma. Sola a la mesa del desayuno, frente a los ventanales del sur, vio las parras cubiertas de hojas. El jardinero trabajaba en ellas y podaba las plantas para que con nueva fuerza el fruto fuera más rico. Sola, y, sin embargo, se preguntaba por qué no se sentía solitaria. Tantas veces se había sentido inquieta sin Jared. Cuando no estaba con ella, estaba pendiente del teléfono, escuchaba las puertas que se abrían, el sonido de una voz. Su costumbre de aparecer sin anunciarse era exasperante, pero excitante y la mantenía tensa. Pero aún así, ella nunca le había dicho «avísame», pues apreciaba mucho el que él le necesitara de pronto y que se sintiera impulsado a ir al punto a verle. Cuando en su laboratorio surgía una dificultad, un problema técnico, una diferencia de opinión con su superior, su recurso era ir a charlar con ella hasta que en la Conversación encontraba la solución, su propia solución, pues lo que ella le decía le parecía a ella misma carecer de importancia. Su mente lúcida podía procurarle sus propias soluciones. Y todo aquello lo pensaba mientras sostenía en la mano el sobre que Weston le entregara de su parte. Lo abrió y sacó la hoja. Queridísima: JARED. Dobló la carta y la metió en el sobre. Cuando fuera a su salita la guardaría con llave para releerla una y otra vez. El amor que se tenían había quedado establecido en la única forma en que podía establecerse. Nunca más tendría que esperar o escuchar que venía. Le había devuelto la libertad, hasta del amor, por eso la amaría siempre. Así pensando y sonriendo para sí, desayunó y pensó en él con paz. Mientras continuaba con sus tareas a lo largo del día, sólo en él pensaba. Sin hacer planes para el futuro pensaba en él, se sentía viva, fuerte, bien. …A primeros de marzo, cuando los blancos y rosados cornejos florecían, pues la primavera andaba un tanto atrasada, recibió una llamada telefónica de una joven. Supo al momento que se trataba de una jovencita, pues la voz que llegaba cantando por el alambre era la más fresca y juvenil que jamás escuchara y supo que no la había oído antes. – ¿La señora Chardman? – Yo misma. – Sí, verá, no sé cómo empezar, pero me llamo June Blaine. Usted no me conoce, pero yo conozco a Jared Barnow. Soy su amiga… ¡algo así! – ¿Si? – ¡Sí! Y deseo muchísimo hablar con usted. – ¿Acerca de él? – Sí, acerca de él. – ¿Lo sabe él? – Le he dicho que la llamaría boy. – ¿Y? – Ha dicho que usted comprendería su punto de vista y que estaría bien. Dice que usted es la única persona que le conoce de verdad. ¡Eso se cree él! Pero yo también le conozco. Al cesar la voz, Edith permaneció callada unos segundos. Luego dijo con voz reposada. – Muy bien. ¿Cuándo? – ¿Esta tarde? -preguntó la bonita voz. – A las cuatro. – ¡Oh, gracias! Clic, hizo el teléfono. La voz desapareció. Después de pensarlo un instante, llamó al laboratorio. Eran las once de la mañana y.Jared estaría en él. Su voz le contestó casi al punto. – Jared Barnow. – Soy yo. Acaba de llamarme una chica. Quiere verme. Esta tarde. – Es June -explicó rápidamente-. La semana pasada estábamos jugando al tenis en su casa y me preguntó si podría verte. Le dije que por qué no. No le tomes en serio, cariño. Quiere casarse conmigo, pero no tiene la más remota probabilidad. ¡Estoy demasiado ocupado! – ¡Entonces, vuelve al trabajo! -rió ella-. Por cierto, he estado leyendo un artículo fascinante sobre injertos de silicona para reconstruir articulaciones destruidas o enfermas de artritis en las manos humanas. – Ya lo he visto. Calor…, injertos moldeados…, maravilloso. – Sí. Bueno, no quiero entretenerte. – Te llamaré esta noche. Ahora la llamaba cada noche a las doce, al terminar su día de trabajo. Si le despertaba, cosa que hacía a veces, ella nunca se lo hacía saber. Si le llamaba era que le necesitaba. – Llámame -le dijo, y colgó. …Mientras esperaba que dieran las cuatro se sentía impaciente, pero guardaba un pétreo silencio. No trató de ocuparse en algo. En lugar de ello se echó en la tumbona de la terraza, sometiéndose, cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo. Las nubes se deslizaban por el cielo azul como grandes vaharadas blancas y al pasar sobre ella sentía el frío de la sombra cuando se situaban ante el sol. Un airecillo fresco y suave rizaba las copas de los árboles y se alejaba dejando tras sí quietud. Cuando Weston le preguntó dónde comería dijo: – Tráigamelo aquí, por favor. Pero apenas tocó los platos. Un par de veces, tal vez más, se levantó a pasear por el césped. La espesa vegetación primaveral la ocultaba a todos, hasta de Amelia, a quien no había visto hacía semanas. Pero siempre volvía a la tumbona y se echaba, esperando, mientras el sol ascendía a su cenit y pasaba, rumbo a poniente. Y a las cuatro en punto oyó el ruido de un coche que se acercaba a la entrada al otro lado de la casa, el timbre de la puerta, y supo que todo el día había estado esperando aquel momento. No se movió, sino que siguió echada, aguardando, todavía cerrados los ojos, esperando oír los pasos, el suave arrastrar de pies de Weston y el taconeo de la joven. – La señorita Blaine ha llegado, señora. Abrió los ojos. Allí estaba la joven, una criatura alta y delgada con un vestido blanco muy corto, una joven de ojos verdes y pelo rojizo que colgaba reluciente y liso hasta los hombros, una chica de aspecto limpio y cuidado, pero de boca decidida, sin sonreír. Se quitó los breves guantes blancos, tendió la mano derecha y dijo con voz levemente aguda y agradable: – Por favor, no se levante, señora Chardman. – No iba a hacerlo, June, ¿verdad? Hoy me siento perezosa. – Si, soy June. Por la obvia razón de que nací en junio. El mes que viene cumpliré veintiún años. – Acerca una silla y siéntate, June. – Gracias. Así lo hizo, de espaldas al jardín, frente a la delicada mujer echada en la tumbona. – Es usted más joven de lo que creía, señora Chardman. – Oh, no… soy tan mayor como tú creías. ¿No te ha dicho nunca Jared cuál es mi edad? – No. Siempre habla de usted como si fueran de la misma edad. – Es muy amable. Pausa. Los ojos de la joven seguían clavados en ella; podía sentir su mirada en tanto que ella recorría con la vista los jardines. Por fin, haciendo un esfuerzo, se enfrento a aquella mirada. – Cuéntame todo cuanto a ti se refiera, June…, por qué querías verme, todo lo que quieras, dímelo. La voz de la chica era firme, deliberada, clara. – Iré derecha al asunto. Quiero ver la clase de mujer que le gusta a Jared. Quiero ver si usted se parece algo a mí. O si yo tengo que… como… condicionarle para que le atraiga otra mujer… como yo. – ¿Acaso crees que puedas hacer tal cosa, June? -rió. – ¡Lo intentaré, si es que debo! – En otras palabras, ¿estás decidida… a casarte con él? – Si puedo. – ¿Crees que puedes? – Sí. La voz de la joven era totalmente controlada, bien firme. – Entonces no hay más que decir, ¿verdad, June? – Sí, porque primero quiero que me ame. – ¿Y crees que le puedes enseñar a amarte? – Le enseñaré, en cuanto sepa cómo. Por eso he venido donde usted. Usted lo ha hecho. Le ama. Pero claro, no pueden casarse. Usted es demasiado mayor. No obstante, con alguien tendrá que casarse. Por eso estoy aquí. Edith se sentía sorprendida, divertida, herida, hasta un tanto irritada. Un instinto de autodefensa y perversidad la impulsaban casi a desafiar a la jovencita, a decir como al descuido, con una risa si es que conseguía reír, que tal vez fuera ella quien se casara con Jared. ¡Ya lo habían tratado! – ¿Ha dicho Jared que soy demasiado mayor para él? – A mí jamás me ha hablado de matrimonio. No creo que piense en casarse con nadie. Yo seré la primera. Lo dijo con tal confianza en sí que de nuevo Edith sintió gana de reír y no pudo. Por supuesto, la chica tenia razón. Ella era demasiado vieja para casarse con Jared. Claro que muchas mujeres se casaban con hombres más jóvenes, pero la idea era un tanto repulsiva. Amor… ¡pero matrimonio no! No se puede evitar amar a un ser humano determinado, pero puede no tener nada que ver con matrimonio. Edwin se lo enseñó. – Por favor, enséñeme. – ¿Amas a Jared? – Pues claro. Si no, ¿por qué iba a preocuparme por él? – ¿Qué amas de él? – Todo. – ¡Defíneme ese todo, por favor! – Pues… todo. Su forma de andar, su forma de hablar, su aspecto…, es una especie de magia. – Eso no es todo. Sólo es su exterior. – Bueno, para mi es bastante. – Ah, pero ¿y para él? La chica le miró con terquedad, sin apartar un instante sus verdes ojos. – Es suficiente para empezar. – Quizá lo sea -respondió devolviéndole la mirada, y luego añadió-: ¿Cómo voy a saber por qué me ama Jared? ¿Por qué no se lo preguntas? Desde luego no es por mi forma de andar… o hablar…, ni por una especie de magia… que no poseo, estoy segura. No puedo ayudarte, June. No sé cómo. De pronto quería librarse de la chica. Estaba furiosa con ella…, qué visita tan absurda, qué intrusión tan insolente. Los jóvenes hoy día sólo pensaban en si mismos. Sí, era demasiado vieja, demasiado mayor para Jared, para la chica. Levantóse para dirigirse a la puerta. – Temo no poder ayudarte, querida. La verdad es que no sé de qué hablas. Tú y Jared tenéis que solucionar vuestra relación. Ahora ven a tomar el té conmigo. ¿O prefieres quizás una copa? Anochecía cuando la joven se fue. Habían transcurrido horas y ella las había dejado transcurrir, había colaborado a que pasaran, porque a su pesar la joven había empezado a gustarle. Su historia no era nueva, y se la había contado sin que le hiciera preguntas. Padres divorciados, hija única, a punto de graduarse de un centro superior femenino. – Trato de ser ecuánime con mis padres, señora Chardman, pero vivo en casa de mi padre porque mi madre ha vuelto a casarse y mi padrastro no me gusta. Es más joven que mamá y a veces…, bueno, no me gusta estar donde está él, porque no querría herir a mamá…, por mi causa no y mucho menos por la de él, porque está enamoradísima de él. Lamentable, ¿no le parece? – ¿Dónde conociste a Jared? – Cuando estábamos esquiando, hace tres años. Me entusiasma esquiar. Por lo general paso las vacaciones de Navidad esquiando. Ahora jugamos al tenis. Fue una sorpresa saber que vivía en Nueva York y yo en Scarsdale, sabe. A veces viene a casa los sábados, a no ser que llame diciendo que tiene que trabajar. Mi padre y él son buenos amigos. Papá dice que es el joven más brillante que ha conocido jamás. – ¿A qué se dedica tu padre? – Es un banquero de Nueva York. Allí tiene un piso y si quiero puedo estar con él, pero mantenemos la casa de Scarsdale porque nos gusta el tenis, la piscina y lo demás. – ¿No ha vuelto a casarse? – Oh, sí, con una chica no mucho mayor que yo…, bueno, Louise tiene veintiséis años. – ¿Son felices? – Oh, sí. Louise es tan bella que me alegro de que no conociera a Jared antes de casarse con papá. Pero todos estos matrimonios me han enseñado mucho, señora Chardman. No quiero divorciarme nunca. Quiero casarme con alguien a quien amaré siempre…, como Jared. – Pero tú también tienes que ser alguien a quien él ame siempre. – Oh, claro, por eso he venido donde usted. El dice que la amará siempre. – …Tu chiquilla ha pasado la tarde conmigo -dijo a Jared a medianoche. – No tengo ninguna chiquilla. – Bueno, ¡la chiquilla, entonces! -rió. – Supongo que te refieres a June Blaine. – ¡Sí! – Sí, bueno, es aquélla de quien te hablé una vez. Hemos andado más o menos juntos durante un par de años. Ahora es menos que más. – Ella no lo cree así. – Es fuerte…, tengo que admitirlo. Pero hoy todas las chicas son fuertes. – ¿Y no te gusta? – No tengo tiempo de pensar en ello. ¿Qué vas a hacer este fin de semana? Vaciló, buscando una excusa, aunque fuera una pequeña mentira. – He prometido estar con una antigua amistad. – ¿Hombre? – No…, mujer. – Podría llamar a Amelia para acudir juntas al teatro. – Bueno… – Se le notaba decepcionado. – Tal vez June… -sugirió. – Oye -le cortó con brusquedad-, ¡no quieras tú emparejarnos! – Claro que no, no es más que lealtad por el mismo sexo. – ¡Yo soy tuyo! – Ya lo sé, cariño, pero… – ¡Nada de peros! – Muy bien. ¿Nos despedimos ahora que estamos de acuerdo? – No sé. Pareces distinta, como si sólo estuvieses de acuerdo por fuera. – ¡Ah, no, Jared! Muy por dentro. Estoy de tu parte…, siempre, siempre. No hay acuerdo más completo. Le oyó contener el aliento. – Eso quería oír. Ahora puedo decir buenas noches. – Buenas noches, queridísimo. Como un eco la voz de él repitió: – ¡Queridísima! – …He oído que Edmond Hartley estuvo en tu casa -decía Amelia. Estaban sentadas a mitad de camino del techo en forma de tienda de un teatro en las afueras de la ciudad. Amelia había escogido la obra, modernización de una antigua revista musical. – ¿Cómo te has enterado? – Oh, nuestro teléfono interior privado. Tu chofer al mío y de allí a la doncella que me trae el desayuno a la cama cuando me siento demasiado perezosa para levantarme. – ¿Te interesa a ti Edmond Hartley? – En un tiempo sí…, hace mucho…, hasta que me di cuenta de que yo no le interesaba. Ninguna mujer le interesa. Pero era encantador pese a ello… ¡y rico! – Sigue siendo encantador. – ¿No se ha casado? – No. Hablaban durante el intermedio. Amelia había declarado que era absurdo bajar la escalera para tener que volver a subir con tanto gentío. Además, no había dónde ir. Siguió hablando. – Sabes, Edith, a veces me pregunto si el casarse con un hombre así, a nuestra edad, por lo menos, no seria algo bastante agradable. Una tendría compañía, alguien con quien viajar, un amigo siempre presente… ¡y ninguna exigencia! – Yo no lo soportaría -repuso su amiga con vehemencia. – ¿Por qué no? – Yo quiero todo del matrimonio… o nada. – Te estás confesando, Edith, te estás confesando -soltó la carcajada Amelia. – Nada tengo que confesar sino un profundo respeto por el amor. – Bueno, pues yo me conformaría con la distracción. El público volvía ya por los pasillos y en escena se oían ruidos ajetreados. Pero aquella conversación resultó el telón de fondo para la semana siguiente, la última de junio. Una carta, escrita en grueso papel crema con el nombre y la dirección en relieve, anunciaba que el remitente era Edmond Hartley, que preguntaba si podría visitar a Edith «para presentarle mis respetos» el martes siguiente, camino de Washington a donde acudía como juez de un concurso de murales que iban a colocarse en un museo de aquella ciudad. Le hubiera contestado que tenía otro compromiso, pero pensó en Amelia. Y como postdata a su carta de contestación añadió: «Una antigua amiga mía estará también aquí para saludarle. Creo que se conocieron ustedes hace mucho. ¡Venga!» Llegó el martes por la tarde, en un pequeño «Daimler» conducido por un chofer inglés de cierta edad. Le vio llegar y detenerse para dar instrucciones al hombre y luego encaminarse con su paso ágil, un tanto delicado, hacia la puerta. Weston la abrió y le anunció en el salón de música. Edith se levantó del piano, donde había estado practicando un estudio de Chopin, y le tendió las manos que él asió en las suyas frías y secas. – ¡Qué hermosa sonaba la música! Ese es mi estudio favorito. Tengo que oírlo completo. Sus ojos eran de un azul tan brillante como siempre por encima del bigote y la barba bien recortados. Un hombre guapo, se dijo ella, de una forma precisa, delicada. Sintió por él una especie de afecto combinado con un auténtico respeto. ¡Una personalidad complicada, la de aquel hombre! Pero bajo las complejidades, resultado de desconocidas experiencias, era un hombre digno que había sido riguroso consigo mismo. – Querida mía. Estoy polvoriento del viaje. Deje que me ponga digno de sus bellos ojos. – Y luego tomaremos unos combinados en la terraza del este. Y mi vieja amiga Amelia Darwent se nos unirá. ¿La recuerda? Ella a usted muy bien. – No me suena -repuso el hombre sin dar señal de reconocimiento. – Bueno, ella le hará recordar. Ahora suba, la misma habitación con salita. El subió y Edith retornó a su estudio, el tercero. Lo había empezado a raíz de la muerte de Arnold, cuando estaba aprendiendo el significado de la pena, no sólo de la pena por la muerte, sino el dolor más profundo de saber que lo que había habido no era cuanto pudiera haber habido de haber existido más comprensión y por tanto más comunicación entre Arnold y ella. Ambos habían hecho lo mejor posible entre sí. Si ella se daba cuenta de que podía haber habido una felicidad más profunda, también él. Estaba segura de ello, pues a veces había visto que los ojos de su marido se fijaban en ella y había sorprendido tristeza en la mirada, respetando en silencio tal tristeza, comprendiendo en su propia reserva la distancia inexorable que entre los dos existía. Ni ella ni Arnold habían vencido tal reserva, pero el saberlo, el aceptarlo, resultaban dolorosos. El día del funeral había vuelto sola a la casa, pues deseaba hallarse a solas y rechazó la cariñosa oferta de sus hijos de ir con ellos. – No, queridos -les había dicho-. Volved con vuestros hijos. Estad con ellos y yo estaré contenta. De veras, estoy bien. Esta noche tomaré algo para dormir…, me siento muy cansada… Y ya sola había empezado el estudio. Se dividía en tres partes, la primera la declaración del dolor, como una queja de por qué tenía que existir. En la segunda parte la pregunta llegaba a protesta, a una impetuosa exigencia. En la última parte la pregunta quedaba sin respuesta, la exigencia sin ser escuchada y el tema volvía a expresarse por última vez, y ésta con la aceptación de lo inexorable. Cuando el último acorde murió en sus manos, oyó la voz de Amelia. – Si tuviera corazón se me rompería cuando tocas eso. Se volvió. Amelia estaba sentada en una silla amarilla, muy elegante en un vestido corto de fiesta de lamé de plata. – ¿Cuándo has venido? – Hace diez minutos. No he querido que Weston me anunciara. No te había oído tocar desde hacía tiempo… meses. Tocas mejor que nunca, Edith. Estoy furiosa con mis padres por no haberme obligado a practicar. – Si no recuerdo mal -sonrió-, les detestabas por haberte hecho practicar durante dos años. – No tenían que haber prestado oído a mis protestas. Tenían que haberme pegado. Y ahora les echo la culpa de que yo no tengo la habilidad de consolarme con música. Deberían de haber sido más severos. – Querían que su única hija les amara. – ¡Estúpida manera de conseguir el amor! Debían haber sabido que la única forma de ser querido es ser más fuerte que aquél a quien se quiere. – Nunca te había oído hablar de amor, Amelia. – ¡Lo cual no quiere decir que no tenga mis ideas sobre el tema! Les interrumpió la llegada de Edmond Hartley. Se había puesto un traje de seda surah y lucía gemelos y alfiler de corbata de jade. Amelia le tendió la mano. – ¡Vaya, Edmond! Estás más guapo que nunca. El le devolvió la mirada y ella le soltó la mano. – Ahora te recuerdo. ¡Eres la chica que siempre me ganaba al tenis! Volviéndose, explicó: – Esta joven, señora Chardman, tenía un revés infernal. Y tenía mercurio en los pies. Yo era ágil, o así me parecía, pero ella corría como… como una gacela joven, y sencillamente, nunca lograba ganarle. ¡Jamás podía decidirme si quererle u odiarle! – Y nunca lo decidiste -rió Amelia encantada. – Nunca. Se miraban, comparándose respecto a sus edades. ¿Cómo les habían tratado los años, quién estaba mejor? La antigua atracción volvía. Una vez estuvo cerca de casarse y fue con Amelia Darwent. Cada uno de los dos lo recordaba ahora. Aquella noche, cuando Jared le telefoneó, Edith se lo contó un tanto divertida. – Jared, tu tío anda reviviendo una vieja atracción. Amor es una palabra demasiado fuerte. Pero Amelia y él se conocieron en un tiempo. Se olvidaron y ahora vuelven a recordar. El se ha ido después de cenar, pero le he oído que le preguntaba a Amelia si podría visitarle mañana. – ¡Solamente llegará hasta ahí, bendito sea! -rió Jared. Ante su propia sorpresa se sintió fastidiada. – ¡No te rías, Jared! Es un hombre trágico…, un hombre bueno. – Claro que es bueno, pero… – ¡Nada de peros! Se ha reconocido a sí mismo y conociéndose se ha negado lo mejor que la vida puede dar. – Que es… – El amor, por supuesto. Qué joven eres -dijo casi con desdén, sintiendo de pronto que el corazón le dolía. – No te comprendo. – Ni hace falta. …Durante los días que siguieron se dedicó deliberadamente y por entero a Edmond Hartley y Amelia. Fingiendo no ver nada, lo veía todo. Comprendía a Amelia tan bien, con tanto afecto. Amelia siempre había sido franca y nunca más que ahora. Cruzaba el césped y aparecía a cualquier hora, siempre magníficamente vestida según el momento del día, atractiva a su modo un tanto severo, bien cortado el rebelde cabello gris, la falda lo bastante breve para mostrar sus bien formadas piernas. El blanco y el negro le sentaban bien, así que de día, para los días calurosos del verano iba de blanco y de noche se ponía largas túnicas diáfanas de color negro. Sus modales bruscos, su conversación sin adornos, combinada con una deferencia casi ostentosa hacia Edmond claramente agradaban y conmovían a éste. Hacía mucho tiempo desde que una mujer le prestara atención. Dejó de sentirse tenso al estar a solas con ella y empezó a sugerir paseos entre los árboles. Amelia aceptaba todas las invitaciones y se hizo casi habitual que antes de la hora del aperitivo Edith viera las dos altas figuras, la de Edmond algo más elevada, que paseaban del brazo por el jardín. Por eso estaba preparada para el anuncio que le hizo Amelia una velada de julio. – Edith, acabo de pedir a Edmond Hartley que se case conmigo. – Amelia, ¿de verdad? ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo ha reaccionado? – No podía negarse fácilmente -dijo Amelia soltando su breve carcajada-, no, sin mostrarse descortés, así que ha dicho que lo consideraba un honor y ha aceptado. Se hallaban en el saloncito de arriba a donde Amelia le había seguido y donde Edith yacía en una tumbona, descansando media hora antes de vestirse para la cena. – Amelia, supongo que ya sabes… – ¿Que no le interesan las relaciones sexuales con una mujer? -le cortó la otra con impaciencia-. Si, lo sé… siempre lo he sabido. ¿Por qué crees que no me he casado nunca? Estaba loca por él cuando éramos jóvenes. Era el hombre más atractivo del mundo. Y entonces me lo dijo, Edith, sí, me lo dijo. Siempre le he admirado por ello. Es tan… decente. Se comprendía a si mismo, se controlaba. Nunca se permitiría… ¡bueno, ya sabes! Sencillamente, viviría sin relación física amorosa. Fue algo tan valiente, ¿no te parece? Si, por eso yo lo he hecho también. Pensarás que soy una tonta anticuada. Pero es así de simple; para mí tampoco ha habido otro amor y el sexo sin amor no me… interesa. Por supuesto, durante algún tiempo me sentí atónita, hasta repelida, porque yo era un animal muy sano. No nos vimos en mucho tiempo. Pero poco a poco, con el transcurso de los años, he llegado a comprender que el aspecto sexual no es lo único importante entre las personas y gradualmente el impulso se ha agotado. Y lo que ahora queda es amor. Así se lo he dicho. «Edmond, te amo. A ti mismo. Quiero vivir en la misma casa que tú, estar cerca de ti, nada más». Y, como te he dicho, me ha contestado que sería un honor. Edith había creído conocer a Amelia de toda la vida y ahora se daba cuenta de que no le había conocido. Había estado equivocada tantos años, pero ahora comprendía a su amiga y con la comprensión sentía verdadero cariño por aquella mujer hermana. – Os respeto a ambos -dijo en voz baja-. ¿Cuándo os casaréis? – En cuanto arreglemos los puntos legales. Edmond vendrá a vivir a mi casa. Ya hemos tratado de todo. Puede quedarse para sí todo el ala este. Tendrá amplio sitio para sus cuadros. Edith, no puedo explicarte cuan dichosa me siento. Me alegra haber tenido valor de enfrentarme a la verdad que siempre hemos sabido, que deberíamos transcurrir nuestras vidas juntos. Es tan… honorable. El nunca me lo hubiera pedido. Por eso he dejado de lado toda falsa modestia y se lo he pedido yo. – Entonces también yo me alegro. Amelia había abierto una puerta y revelado una cámara secreta. – Quiero que te cases -le dijo a Jared. Había pensado mucho en el valor de Amelia y de ello había sacado fuerzas. Inconsciente, él conducía más de prisa. Era una tarde de domingo a mediados del verano y Jared había aparecido de pronto, sin anunciarse, para llevarla a un hotelito del campo a cenar. Edith había estado sola y un poco perdida, pues tres días antes Amelia le había anunciado que Edmond y ella se iban a Europa tras una ceremonia matrimonial breve y discreta. No, ni siquiera a su querida amiga Edith le diría a dónde iban ni cuándo exactamente, pero a su regreso se pondrían en contacto. Al día siguiente la antigua casa de Amelia se cerraría a excepción de un portero. Echaba de menos a Amelia más de lo que hubiera creído posible, pues el último lazo con su infancia había quedado cortado y nadie ocuparía aquel lugar. Ni siquiera aliviaba su soledad el pensar en sus propios hijos. Ellos ya tenían sus vidas y ella la suya, separadas por años y mundo. Ellos se hallaban en el estadio de tener hijos, de establecer su propia estructura familiar, en tanto que ella… ¿en qué estadio se encontraba? Tiempo y espacio la rodeaban como el viajero solitario se ve rodeado en el desierto por arena y cielo. Y su soledad interior le había debilitado tanto que se hallaba a punto de llorar cuando Jared le telefoneó para sugerirle el viaje al anochecer. – Quiero que te cases -volvió a decir al no recibir respuesta. En lugar de hablar Jared se detuvo de pronto bajo la sombra de un enorme fresno. Era aquel momento del verano en que todo ha dejado de crecer y la naturaleza medita sobre la muerte anual del invierno. El aire era lánguido, los pájaros habían callado. – Y ahora -dijo él-. Vamos a aclarar esto. Jamás voy a amar a nadie como te amo a ti. – Eso lo acepto, pero aún así quiero que te cases. – ¿Quieres tú casarte conmigo, Edith? – No -dijo con suavidad. – ¿Por qué no? Era fácil contestar que porque era demasiado mayor, que cuando él estuviera en lo mejor de su vida ella ya sería una mujer casi anciana, pero no dio la respuesta fácil. Entre ambos existía la comunicación de un amor que nada tenía que ver con el accidente de su nacimiento. Eran dos seres humanos que reconocían su completa afinidad, su confianza absoluta, que eran los componentes del amor. No obstante, ella tenía cierta responsabilidad de la que iba adquiriendo conciencia, levemente al principio, pero ahora, día a día, con mayor claridad. Nada tenía que impedir que Jared llegara a realizarse como hombre completo, rico en talentos, capaz de un crecimiento pleno, tanto mental como espiritual. Pero era también un hombre, un ser humano con necesidades humanas. Ella no podía satisfacer por completo dichas necesidades y si no eran satisfechas ¿podría llegar a darse la realización final? Edith no lo creía así. Y no podría vivir con él la vida cotidiana de esposa, no podría darle hijos. Ni siquiera lo deseaba. Pero, de haber podido, ¿hubiera sido capaz de darle lo que ahora le concedía con tanta alegría con su compañerismo? Lo ponía en duda. Jared no era un ser sencillo. El espectro de su ser era radiantemente total y ella comprendía dicha totalidad. – Sé que no puedo casarme contigo, Jared. – ¿Tienes miedo a lo que diga la gente? – No. – Entonces, ¿por qué? – Sé que no debo. – ¿Por qué? ¿Por qué? – No lo sé, pero no debo hacerlo, por tu bien. Después de aquello él nada dijo y ella guardó silencio, expectante. Jared volvió a poner en marcha el auto y condujo hasta llegar al hotel que en tiempos fuera un molino. La enorme y oscura rueda que movía el agua seguía dando vueltas despacio, dejando caer las limpias gotas del arroyuelo, al igual que lo hiciera desde más de cien años atrás. La madera estaba cubierta de húmedo musgo verde y a la sombra de un enorme plátano el agua se deslizaba suave por las piedras, camino del río. Se detuvieron unos instantes a contemplar cómo giraba la rueda. De pronto Jared tomó la mano de Edith y se la puso decidido en el hueco de su brazo. – Ven, estoy muerto de hambre. Entraron al comedor y él, con sus imperiosos modales, rechazó la mesa a la que les condujo la camarera. – Aquella junto a la ventana. Se sentaron, él encargó los aperitivos y el primer plato mientras Edith esperaba aceptando, sin importarle lo que comerían o beberían con tal de estar con él. Claro que le amaba. Sí, estaba enamorada de él. No, jamás le separaría de sí. Uno tras otros todos aquellos hechos se enunciaban en su ser, pero sin alterar poco ni mucho su decisión. Apoyado en los codos la miró, intensos los oscuros ojos. – Y ahora vamos a ver. Explícame. ¿Por qué insistes en que me case con alguien? – Con alguien no. Con June Blaine. Me gusta. Es sincera. Y quiere casarse contigo. – Eso ya lo sé, pero… – ¡Nada de peros! Claro que la decisión final es tuya, pero quiero que sepas que… yo lo apruebo. – No te comprendo -seguía mirándola extrañado. Edith sonrió sin decir nada. – Ya sabes que tú… y yo… – Lo sé -le interrumpió la mujer. Los ojos de Jared, tan directos, la retenían prisionera. No podía apartar los suyos. – ¿Te comprenderé alguna vez? – Quizá no sea…necesario -la voz se le quebró. – Aún así, me gustaría. – No… necesario -repitió, en un susurro. – Y ahora te me ocultas en alguna parte. – Sólo soy… yo misma. – ¡No me gustan los misterios! – No es un misterio, Jared, tal vez sea intuición. Te conozco tan bien… ¡creo que mejor de lo que me conozco a mí misma! Veo con tanta claridad lo que eres y lo que serás. Serás uno de los pocos hombres grandes de tu generación… ¡hasta creo que de todas las generaciones! Y nada debe de salir mal Tienes que tenerlo… todo. Y June será parte de ese todo. Te repito, ¡me gusta! Hoy día no es frecuente encontrar sinceridad en muchas mujeres. Es como dar con un diamante entre guijarros. No se puede pasar de largo. No debes hacerlo. Tienes que tomarlo en la mano, examinarlo, probarlo y, si es auténtico, guardártelo. Y eso es lo que te pido… no, no te lo pido, te lo sugiero. – No quiero ni hablar de ello. Aquí están nuestras copas. ¡Yo brindo por ti! Y alzó su copa. Horas más tarde, despierta en su lecho, tomó el teléfono que tenía al lado y llamó a June, pues adivinaba que también ella estaría insomne. Al punto escuchó su voz, alerta. – ¿Sí? – June, soy yo, Edith Chardman. – Dígame, señora Chardman. – Quería decirte que voy a marcharme por unas semanas, puede que meses. – ¿Quiere usted que haga alguna cosa? -la voz de June sonaba extrañada. – Sólo lo que te dicte tu corazón, cuando yo me haya ido. Esperó. ¿Sería June lo bastante rápida, comprensiva, aguda como para comprender de lo que le hablaba? Un momento de silencio. Luego la respuesta de la joven le llegó en voz baja y controlada. – Gracias, señora Chardman. – Buenas noches, querida -saludó y colgó. …Por la mañana despertó tarde, descansada tras un sueño profundo. Después de la llamada a June se había dormido al punto, como si hubiera cumplido con un deber, un propósito, y habiéndolo cumplido, se sintiera en paz. Ahora, con el sol ya casi en el cenit, se levantó y se asomó a la ventana, como todas las mañanas, para juzgar el día, en este caso un día claro y perfecto de agosto, con un cielo azul y sin nubes por encima de los árboles. Era un día como para fortalecerle el alma con su hermosura y se sintió fortalecida. Había dicho a June que se iba, pero ¿dónde ir? Hasta el momento de pronunciar las palabras no había tenido intención de marcharse. Pero las palabras le habían subido a los labios con convicción, como si fueran fruto de meditación y resolución. ¿Dónde podría ir? Indecisa ante la abierta ventana, con la brisa mañanera que agitaba los leves pliegues de su largo camisón y el cabello suelto, de pronto pensó en la casa de Edwin en los montes, a doscientas millas de distancia. Quizá estuviera vacía, tal vez sus hijos se encontraran en ella, pudiera ser cualquier cosa, pero por lo menos iría a ver. Nadie podría encontrarle nunca allí y ni a Jared ni a nadie le había hablado de aquel amor. Iría, y en presencia del recuerdo de Edwin se encontraría de nuevo a sí misma, no como había sido, pues el amor la había transformado, el amor por Jared, sino como era ahora y como ya sería hasta el final de sus días. Porque ya no habría ningún otro amor. Los había conocido todos, cada amor distinto del anterior, cada uno con pleno sentido, cada uno iluminador, valioso, digno de recordarlo con afecto. Y no había terminado. Su amor por Jared continuaría, pues no quería que cesara. Que creciera, como una fuente de consuelo e inspiración para ella, como el suyo lo había sido para Edwin, pero aún con mayor responsabilidad. Tenía que asumir aquella responsabilidad… que ahora era hacer del amor una fuente de consuelo e inspiración para Jared. La antorcha del amor debía ser entregada de un corazón a otro, de una generación a la siguiente, pues sin amor la vida carecía de sentido, el espíritu moría. Sí, aquél sería su deber. verter su amor en Jared y verlo crecer. No era una aventura amorosa. Era amor. …La gran casona guardaba silencio a la dorada luz de poniente. La pesada puerta se hallaba cerrada. Allí, donde siempre había estado Edwin con los brazos tendidos para estrecharle y darle la bienvenida, ahora no había nadie. Los macizos de flores se vetan descuidados. Tempranos crisantemos y rosas tardías florecían en brillante confusión. Cantó un pájaro, quebrando la quietud. Edith alzó el enorme aldabón de latón, lo dejó caer y escuchó su eco en el vestíbulo. Esperó. Con toda seguridad tendría que haber alguien, vigilante, portero, ama de llaves. La casa se erguía sola, a cinco millas del pueblo más próximo en un camino solitario que llegaba hasta la cancela. Con sus tesoros de libros y pinturas, con muebles de toda una vida rica en posesiones, no podía estar desatendida en la colina, rodeada de bosques y más lejos de montes. Cinco picos se destacaban claros contra el cielo de la tarde y en dos de ellos se veían crestas blancas de heladas tempranas. Por fin, a distancia dentro de la casa, oyó pisadas, luego el chirrido de una barra de metal o quizá de una llave grande… no podía recordar. La puerta se abrió unos centímetros y vio la arrugada cara de Henry Haynes, el servidor de Edwin. – ¡Vaya, la señora Chardman! -Su cascada voz no había cambiado-. ¿Cómo es que…? – Podría usted alojarme aquí una o dos semanas… tal vez tres? – Pues… verá… -Abrió la puerta de par en par, Entre. No hay nadie en la casa más que mi mujer y yo. Me he casado con la cocinera. No sé si se acordará de ella. El doctor Steadley le incluyó en su testamento y resultaba igual de fácil… entre, señora Chardman. La familia ha pasado aquí el verano, pero ya se han ido todos y nos estamos preparando para el invierno. Al tiempo que hablaba iba abriendo paso. Edith se detuvo en el amplio vestíbulo y miró a su alrededor. Todo seguía igual, los muebles pulidos, los suelos sin polvo. Hasta había un jarrón de dorados crisantemos en la mesa, un gran jarrón Satsuma que recordaba bien, pues Edwin lo había encontrado en Japón. ¡Y sin embargo, qué vacía resultaba la casa! Permanecía quieta, vacilante. ¿Podría soportar la ausencia de Edwin en su propia morada? La soledad era demasiado intensa. Se sentía sola como no se sintiera antes jamás, ni siquiera al morir Arnold y dejarle a solas en la morada que fuera de ambos. ¿Acaso esta soledad de ahora podría con ella, le haría sentir temor? – Todo está como cuando él vivía aquí -le decía Henry-. Las camas hechas, las chimeneas con leños… todo. Incluso ayer mismo saqué sus cosas de invierno para airearlas. Mi mujer me dice «Henry, él no lo sabe», pero yo sí lo sé, le digo a ella, yo lo sé. ¿Ocupará usted el mismo cuarto, señora Chardman? – Si, el mismo. Le siguió al piso superior y al cuarto que tan bien recordaba. El sirviente abrió la puerta para que pasara. – Está exactamente como antes -comentó Edith. – Y así seguirá. El así lo quiere. «Henry», me decía, «tenlo siempre como estaba. No sé si puedo volver, pero tenlo todo como si pudiera›. Y así lo hago, hasta quito el polvo a los libros y todo. – Quizá lo sepa -musitó ella. Ahora que se hallaba allí se daba cuenta de sentirse cansada. Se quitó el sombrero y se vio en el espejo, el rostro pálido y fatigado. – Cenará usted cuanto antes -añadió Henry-. Voy a decírselo a mi mujer. Resultará agradable tener algo que hacer. – Gracias, Henry. Cuando el hombre hubo salido, abrió sus dos maletines y fue metiendo las cosas en los cajones. “Pero no tengo por qué quedarme” -pensaba-; puedo irme cualquier día, en cualquier momento, si no lo resisto más. Pero ¿dónde ir?. Se sentó frente al pequeño escritorio de caoba junto a la ventana oeste. El sol se ponía y en aquel momento parecía descansar en el rocoso picacho del monte más alto. Edith miró como se iba metiendo hasta que desapareció el último borde dorado. Luego encendió todas las lámparas de la estancia y prendió fuego a los leños. Entonces se sintió algo más como en casa, aunque todavía sola. …Caía la primera nevada temprana, aunque las últimas hojas de brillante color colgaban aún de los arcos, cuando Edith corrió las cortinas de su dormitorio una mañana y vio los grandes copos que pasaban junto a la ventana. Henry había encendido la calefacción central. Sujetó la cortina y dejó que la blanca luz llenara la estancia. Encendió la fogata de la chimenea, donde siempre había leños apilados, y despacio, sensualmente, se duchó, se vistió y bajó a desayunarse. Allí también había encendido Henry el fuego, colocando a su lado una mesita. – Hace frío esta mañana -saludó el servidor. – Pero es un bello día. – Al doctor Steadley siempre le gustaba la nieve. – Lo sé. – Es curioso como parece seguir en esta casa. – ¿También usted lo nota? – Hay veces, cuando entro, en que casi me parece oírle. – Si usted cree que está aquí, entonces aquí está, hasta cierto punto. Al decir aquellas palabras se sintió llena de una extraña confianza. Si era posible creer en alguna presencia, con toda seguridad sería la de Edwin más que ninguna otra. Pero Edith era escéptica. Lo que fuera había dejado de existir. El hombre había abandonado el caparazón, la habitación, lo había dejado todo tras de sí para marcharse. Y ella se sentía singularmente sola, más sola, reflexionaba, que si nunca hubiera vivido allí con él. Y tampoco querría que volviera. Ahora ella había acudido a su casa para intentar aprender a vivir sin nadie y estrechaba la soledad contra su carne y su corazón. Estaba sola, sola, tan envuelta en su solitario ser que ni siquiera se dio cuenta de que Henry había dejado la estancia. …Los solitarios días se deslizaban uno tras otro en gris sucesión. Como nadie sabía donde estaba, no recibía llamadas telefónicas. Pasaba las horas en la enorme biblioteca, estudiando libros que jamás leyera antes, libros de historia asiática, y filosofía oriental. Edwin había viajado mucho por aquella parte del mundo y ahora Edith empezaba a comprender cuánto había contribuido el Oriente a la formación de su carácter. La libertad natural, la facilidad con que había adaptado lo físico a lo filosófico eran orientales. El cuerpo no era sino la manifestación del espíritu, que trasladaba en términos de carne y sangre, de pulso y latidos los anhelos del espíritu. La necesidad del amor físico sólo era una materialización del ansia de comunicación que tenía el espíritu. No había diferencia esencial entre carne y espíritu, la diferencia sólo estaba en el modo de expresión. Pero Jared aún no había progresado hasta tan lejos. Ni tampoco ella. La carne pertenecía a la carne. Cuando pensaba en Jared pensaba en su cuerpo. Su espíritu era algo aparte. Podía, y en efecto solía pensar en su espíritu, pero era algo en sí mismo. Espiritualmente era un creador. Por supuesto, todavía estaba sólo empezando. Creaba instrumentos, mecanismos con los que satisfacer su impulso creador. Tenía que hacer algo con sus manos, algo que pudiera ver y palpar, un instinto noble, pero a un nivel primario. Su creatividad se veía motivada por la compasión, instinto valioso, sí, pero no lo bastante fuerte en sí mismo para satisfacer del todo su capacidad de creador. Antaño, el creador siempre hallaba su culminación a través del arte, pero ahora los artistas más grandes eran los científicos. La ciencia era tan interesante, tan nueva, casi tan insuperable que desafiaba a toda la mente creadora. Edith no tenia la menor duda de que si algo no se lo impedía, Jared llegaría a ser un gran científico. ¡Si algo no se lo impedía! Pero nada había que pudiera impedírselo más que ella, ella misma. De alguna manera, ella había aparecido en su vida en el momento en que él necesitaba adorar algo y le había adorado a ella. ¿Qué hace una mujer con la adoración de un hombre? Puede destruirla por su propia y egoísta necesidad…, o puede utilizarla para que el hombre crezca y se complete. «No tengo que dejárselo saber nunca.» Pero saber ¿qué? Jamás tenía que dejarle saber que no era más que una mujer. Jamás tenía que descender a las necesidades cotidianas, si es que quería retenerle. No, incluso aquello era egoísta. No había cuestión de «retenerle». Ella misma tenía que elevarse a cierta altura propia. Debería estar bien dispuesta a soltarle mientras le amara… incluso debido al mismo amor, pues el amor, si es auténtico, sólo busca que el ser amado se complete al nivel más alto posible. Despacio, día tras día, iba dirigiéndose hacia una nueva definición del amor, eliminando todo rastro de egoísmo para llegar a obtener la satisfacción más pura. Despacio iba rechazando la soledad hasta dejar de sentirse sola, absorta en su búsqueda de la sustancia del amor en su esencia. Y durante toda aquella búsqueda no escribió ni telefoneó a Jared. Necesitaba hallarse a solas para superar su soledad. Cuando ya no se sintiera solitaria, volvería a hallarle, o él le encontraría a ella. Así pasaron los días en la silenciosa casa. Pasaban días en los que no hablaba con nadie, más que para responder al saludo de Henry o a alguna pregunta de su esposa. – ¿Está todo a su gusto, señora Chardman? – Sí, Margaret, gracias. – ¿Hay algo que le apetezca comer? – No, gracias. Lo que prepare estará bien. Los días se transformaban en semanas. La nieve caía ya con abundancia y se instalaba permanente. El invierno estaba casi encima. Se preguntaba si volver a su propia casa, pero no lo hizo. Edwin se había ido y ella vivía por entero en presencia de Jared. Ya no era el joven del que se había apartado. Poco a poco le iba viendo como al hombre que sería un día, Jared el completo, Jared el creador, dueño de sí, imaginativo, dedicado a su labor, sin compromisos en su creatividad. Se habría convertido en uno de los grandes de su tiempo, sus actos de creación de arte no serían ya meros inventos. ¿Cómo llegaría ella a saber de su grandeza? Cuando el artista y el científico se combinaran en él, sería ya un hombre grande. – …Y ya te he encontrado -dijo Jared. Se había anunciado con su propia llegada. La mañana en que llamó a la puerta ella se hallaba sentada al piano. Se detuvo a escuchar, esperó a que Margaret o Henry abrieran la puerta, pero ninguno de los dos acudió. Entonces abrió ella misma y se encontró frente a Jared bajo la lluvia. Tres días de continua lluvia habían barrido por completo la última nevada. – ¿Me buscabas? – Por todas partes. Nadie sabía decirme dónde estabas. – Porque no se lo dije a nadie. – ¡Querías ocultarte de mí! – Entra y cobíjate de esa lluvia. Abrió la puerta de par en par, él se sacudió, entró y se quitó el impermeable y el sombrero. Henry apareció en aquel mismo instante, asombrado al ver una visita, y tomando el impermeable y el sombrero miró a la mujer con ojos interrogantes. – Sí, Henry. El señor Barnow se quedará aquí… ¿esta noche, Jared? – Sí, si quieres, pero mañana mismo te llevo a casa. No le contestó, pero le condujo a la sala. La corriente formada al dejar la puerta abierta había hecho volar las hojas de música y él se detuvo a recogerlas y las puso en el pequeño atril. Luego se sentó y le miró a los ojos. Le oyó sin oírle. Al mismo tiempo cayó un repentino aguacero con viento. Golpeó los ventanales, salpicó en las piedras de la terraza. Edith alzó la cabeza escuchando el sonido de la tormenta. – No podremos irnos mañana -musitó. Jared le miró con detenimiento. – ¿Te encuentras bien, Edith? Al no obtener respuesta se le acercó y le tomó la cara entre sus manos. – Te he preguntado si te encuentras bien, Edith. – Sí -repuso con claridad, mirándole a los ojos. Entonces la soltó, pero siguió observándola. – Has estado sola demasiado tiempo, y eso no es bueno. Ella le apartó con dulzura. – Oh, no, estoy muy contenta sola. Ya he aprendido cómo. – Sigo enamorado de ti -replicó él con fuerte amargura. – ¡No lo digas! -casi le gritó Edith. – Pero quiero decirlo. Es inútil… lo sé… pero cierto pese a todo. – No eres justo con June. – Ya lo sabe. No me casaría con ella de otro modo. Ya se lo he dicho, que entre tú y yo todo tiene que seguir igual… siempre. Se alejó hacia la ventana y se quedó mirando el chubasco. – ¡Espero creer que no estoy tratando de sustituirte con ella! No podía soportar aquello. Decidió no aguantarlo más. A la fuerza quebrantaría aquel estado de ánimo, demasiado tenso, demasiado cargado de emoción. – Imposible. ¡Somos dos mujeres totalmente distintas! Y dentro, en su corazón añadió: «Ella ocupa su puesto… ¡pero yo tengo el mío!» Pero nada dijo en voz alta. …El cambio continuó, pues en aquel punto entró Henry a anunciar que la comida esperaba, y mientras comían y bebían, Jared siempre con su excelente apetito, Edith se esforzó por aparentar interés por sus planes. – ¿Te casarás pronto, Jared? – En cuanto ella termine sus estudios superiores, en junio. – ¡Tan joven todavía! ¡Tienes suerte! – Ya hace un par de años que la conozco. – Es una chiquilla Llena de sentido común. – De otro modo no me casaría con ella. Ya le he dicho bien claro que tengo que ejecutar un trabajo y que eso es lo primero… y que siempre lo será. Es la penitencia de casarse con un científico de vocación. – ¿Seguirás con tu trabajo de rehabilitación? – No, no en realidad. Ahora comprendo que es algo secundario, una especie de interés. Siempre volveré a ello de vez en cuando. Pero no es mi verdadera labor. Frunció el ceño y ella aguardó. Luego Jared siguió: – No sé cual es mi labor. Remendar cuerpos rotos… sí, por supuesto, pero no es eso. Algo que ver con matemáticas. Me entusiasma el orden, la elegancia de las matemáticas. Pero aún eso no es sino un instrumento, un medio. Quiero descubrir… – ¿Qué? -le instó en la pausa. – Te reirás -le miró como disculpándose-…pero es la única palabra que le va. Quiero descubrir… el universo. – ¡Gracias a Dios! -exclamó por lo bajo. – ¿Por qué das gracias a Dios? -volvió a fruncir el entrecejo. – Porque tu puesto está en el laboratorio, Jared. Habló con tal decisión que él dejó los cubiertos. – ¿Cómo lo has sabido? – Te conozco. Sé que básicamente eres un artista y el artista anda siempre a la búsqueda de la revelación. Tú no eres un simple técnico. Eres un auténtico creador. Sus ojos se encontraron, sin parpadear, los de él casi atemorizados, los de ella confiados. – ¡Tú comprendes! -susurró Jared. – Pues claro -repuso con calma-. Y así es como te amo. …De nuevo era verano. Edith se encontraba en una iglesita, esperando entre unos pocos desconocidos a que empezara la marcha nupcial. Era el día de la boda de Jared. Edith había vuelto a casa en marzo, cuando las nieves del invierno iban fundiéndose excepto en los montes. El no se había quedado mucho, un día y una noche, pero ella no se sintió sola cuando se hubo ido. Ahora conocía su puesto en la vida de Jared y su deber de amarle como sólo ella podía hacerlo. Comprendía que cuanto más rica fuera su propia vida, cuanta más sabiduría acumulara, más lograría para si. Cuanto más se completara… sí, incluso cuanto más perfecta fuera, mejor le serviría a él su amor. Tenía que ser para siempre la diosa permanente. Y aquello sólo podría hacerlo si hallaba la vía de su propio enriquecimiento, apartada de Jared. Pero ¿cuál era dicha vía? Ahora que le quedaban años por delante, ¿cómo llenarlos para mejor? En la mente y el espíritu era hija de su padre, aunque su madre le diera la carne. Una vez acabara la ceremonia tenía que apartarse, vivir sola consigo misma. Hasta el momento no había habido tiempo, en realidad apenas nada de tiempo: la muerte de Arnold; Edwin, su amor y su muerte; Jared y el recíproco amor, casi todavía en sus comienzos. El camino se extendía claro ante si. No tenía por qué apresurarse. Ahora sabía que también ella tenía que buscar, con serenidad y firmeza, su propia culminación, porque si no estaba completa en sí no podría ocupar su puesto en la culminación de Jared. El organista empezó a tocar la música introductoria a la ceremonia, música tierna, con un volumen bajo y reverente. A su alrededor Edith veía a la gente que aguardaba, rostros medio sonrientes, cada uno recordando sus memorias. La iglesia era de estilo antiguo, muy sencilla, casi una iglesita rural. Allí era donde June había sido bautizada y por el mismo ministro, joven entonces, que celebraría la ceremonia. En ese instante entraba revestido de sus ornamentos. Delante de él avanzaban dos chiquillos, monaguillos con velas encendidas. Al llegar al altar encendieron las velas que en él había y ocuparon sus puestos. La tierna música cesó. Se abrió una puerta lateral y entró Jared acompañado de su padrino, un joven a quien Edith no conocía, otro compañero científico, le había dicho él, un joven brillante que se dedicaba a la ciencia espacial. – Vive y respira en un nuevo nivel existencial -le había dicho Jared-. Hace que por comparación el resto parezcamos pegados a la tierra y anticuados. Recordaba las palabras, pero sus ojos estaban clavados en Jared. Parecía abstraído, lejano, casi despreocupado. ¡Cómo conocía ella aquella expresión! ¡Cuántas veces se había quejado por ello su madre a su padre! – ¡Raymond! ¿Has oído ni una palabra de lo que te he dicho? A veces, medio risueña, su madre comentaba con los que la rodeaban: – ¡Yo creo que no se enteró ni de la ceremonia nupcial! ¡Ah, June tendría que aprender a comprender tan divina abstracción, aquella ausencia cósmica! Una vez la propia Edith le preguntó a una joven esposa cuyo marido había viajado por el espacio: – ¿Ha vuelto él mismo? – El mismo no -le había respondido con tristeza la esposa-. Ya no es el mismo. ¡Ah, pero June debería sentirse orgullosa, no triste! Y en ese momento, como recordando a June, la marcha nupcial irrumpió gozosa en el aire. La gente se volvió para contemplar la bonita procesión: una niñita con vestidito rosa avanzaba por el pasillo de la nave central, esparciendo pétalos de rosa; detrás de ella un chiquillo minúsculo portaba un almohadoncito de raso con los anillos, y luego, una tras otra, damas de honor… jóvenes, tan jóvenes, todas preciosas en sus vestidos de color rosa. Y por último June, toda de blanco, entre brillos de raso, espumas de encaje, junto a su padre, con su mano enguantada de blanco apoyada en el codo del hombre, alto y de cabello gris, un hombre grande a su manera. Pero nadie sería más grande que Jared. Aquélla sería la labor de su vida. Casi inmediatamente la ceremonia terminó, reducida a lo esencial. – No quiero tonterías -había dicho Jared con firmeza. No hubo tonterías. Pronunciaron las breves palabras y él se acercó por la nave, alta la cabeza, con June del brazo, que sonreía valiente. Edith sintió una punzada de compasión. ¡Aquella esposa tan joven! No sería fácil ser esposa de Jared. Tendría que pensar también en June, porque una June desdichada serla una carga que Jared no debía soportar. Y sin embargo, se dijo, no tenía que entrometerse. Dentro de sí reía. Sólo una diosa podría hacer cuanto se exigía a sí misma. Esta seria, pues, su primera labor, convertirse en diosa, la primera labor y la más difícil. Tenía que mantenerse aparte, para poder completar la monumental tarea que, en sí, tenia que resultar perfecta. Alguien, un joven, un maestro de ceremonias, vino a acompañarla a lo largo de la nave. Cuando cruzó el umbral se dirigió a su auto que esperaba. Una hora de conducir a solas, pero sin sentirse solitaria; una hora de conducir a solas y ya estaba de nuevo en casa. Tan sólo cuando entró en el vestíbulo recordó que en algún sitio se celebraba una recepción, en la casa de June, en alguna parte, donde cortarían una tarta de. boda. Pero todo lo había olvidado, abstraída a su modo como Jared al suyo, pues ella también tenía sus sueños. ¡Que no se harían realidad en aquella casa ni en ninguna otra donde hubiera vivido jamás! El saberlo le llegó con la rapidez súbita de la convicción. Tenía que construirse una casa propia, en el lugar que tan a ciegas eligiera, junto al mar. Los planos seguían donde los guardara meses atrás, en un cajón del escritorio. Los había guardado todos aquellos meses sin saber si llegaría a terminarlos. Ahora sí sabía. Se quitó el sombrero y lo echó en una silla. Fue a la biblioteca, al escritorio, abrió el cajón. Los planos seguían allí, donde los dejara. Se sentó a estudiarlos. Veía la casa como si ya se irguiera solitaria sobre el acantilado, frente al mar. La idea era en sí misma realidad. Como dijera Edwin, la propia idea de inmortalidad creaba realidad. Ahora la idea de la casa, de si misma, de Jared, eran realidades. Oyó una tos en la puerta. Al volverse vio a Weston que esperaba. – Si hace el favor, señora, ¿espera a alguien a cenar? – Sólo… a mí misma.
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