"La Buena Tierra" - читать интересную книгу автора (Buck Pearl S.)IXSentado en el portal de su casa, Wang Lung se decía que había llegado el momento de hacer algo. No era cuestión de quedarse en ésta, vacía, a morir. En su cuerpo huesudo, en torno al cual cada día se apretaba un poco más el cinturón, dada la determinación de vivir. Se negaba rotundamente a que un destino estúpido le robase su derecho a la vida, precisamente en el instante en que la vida del hombre llega a su plenitud. Había ahora en él tanto coraje que a veces no sabía ni expresarlo. En ocasiones sentíase poseído de un frenesí que le llevaba a salir a la desnuda era y desde ella alzaba los brazos con ira al cielo implacable que sobre su cabeza brillaba eternamente azul y claro, frío y estéril. – ¡Ah, eres demasiado malo, Viejo Hombre del Cielo! -gritaba temerariamente. Y si por un instante sentíase atemorizado, clamaba en seguida opacamente-: ¡Nada puede pasarme peor de lo que me pasa! Una vez llegó, arrastrando un pie tras otro, con la extrema debilidad de su angustiosa hambre, hasta el templo de la tierra, y deliberadamente escupió en el rostro del menudo dios imperturbable que estaba sentado junto a la diosa. No se veían ahora bastoncillos de incienso ante la pareja, ni los había habido durante muchas lunas; y sus vestiduras de papel se hallaban deterioradas, mostrando por los agujeros los cuerpos de arcilla. Pero las divinidades permanecían allí, inconmovibles, y Wang Lung les enseñó los dientes, regresó a su casa y se echó gimiendo sobre la cama. Ahora ninguno de ellos se levantaba apenas del lecho. No tenían para qué, y un sueño soporífero sustituía, de momento al menos, al alimento que les faltaba. Las mazorcas de maíz las pusieron a secar y ya se las habían comido; y la corteza de los árboles la raspaban y se la comían. En toda la comarca, la gente arrancaba cuanta hierba podía encontrar en las peladas colinas, y de aquellas hierbas se alimentaban. No se veía un solo animal en parte alguna. Quien quisiera podía andar durante un puñado de días sin encontrar un buey ni un asno ni ninguna clase de bestia o ave. Los vientres de los chiquillos estaban hinchados de aire, y en aquellos días nadie veía a un niño jugando en las calles del pueblo. A lo más, los dos chicos de Wang Lung se deslizaban hasta la puerta y se sentaban al sol, aquel sol cruel que no cesaba de brillar. Sus cuerpecillos, antes suaves y redondos, eran ahora angulares y huesudos. La niña ni siquiera se sentaba sola, aunque ya tenía edad para ello, sino que permanecía echada, sin quejarse, hora tras hora, envuelta en una colcha vieja. Al principio la cólera insistente de su llanto había llenado la casa, pero terminó al fin por callarse chupando débilmente lo que se le pusiera en la boca. Su pequeño rostro consumido se alzaba hacia todos ellos; labios hundidos y amoratados como la boca desdentada de una viejecita, y ojos apagados e inexpresivos. Algunas veces, al mirarla, Wang Lung murmuraba suavemente: "Pobre…, pobre…", y una vez, al ver que la criatura esbozaba una débil sonrisa, mostrando sus encías sin dientes, rompió a llorar con desconsuelo y apretó con dulzura su escuálida manita, sujetándola entre sus manos flacas y duras. Desde entonces solía coger a la niña en brazos, toda desnudita, según estaba echada, y apretarla contra la relativa tibieza de su pecho. Y salía con ella así y se sentaba a la puerta de la casa, mirando hacia los campos secos y desolados. En cuanto al anciano, su condición era mejor que la de los otros, porque si había algo que comer, a él se le daba, aunque los chiquillos se quedasen sin nada. Wang Lung se decía con orgullo que nadie le podría acusar de haber abandonado a su padre en esta hora de muerte. El anciano comería, aunque él tuviera que darle su propia carne. El anciano dormía día y noche, comía lo que le daban y todavía le quedaban fuerzas para salir al patio de entrada al mediodía, cuando el sol calentaba. Estaba de mejor humor que todos los demás, y un día exclamó con su vieja voz, que era como un airecillo tembloroso entre los bambúes: – Ha habido tiempos peores que estos. Una vez vi a los hombres y mujeres comer niños. – Jamás ocurrirá tal cosa en mi casa -contestó Wang Lung con un horror extremo. Un día, su vecino Ching, consumido ahora hasta parecer menos que una sombra humana, llegó a la puerta de Wang Lung y dijo moviendo temblorosamente sus labios secos y negros como tierra: – En la ciudad se comen los perros, y en todas partes los caballos y aves de todas clases. Aquí nos hemos comido las bestias que labraban nuestros campos, la hierba y la corteza de los árboles. ¿Qué más nos queda para alimentarnos? Wang Lung movió la cabeza con desesperanza. En su regazo yacía la leve; esquelética forma de su hija, y miró hacia aquel rostro delicado y huesudo, hacia los ojillos punzantes y tristes que le seguían incesantemente. Cuando su mirada se cruzaba con aquella mirada patética, por el rostro de la criatura pasaba invariablemente una sonrisa que a Wang Lung le partía el corazón. Ching se le acercó más. – En el pueblo están comiendo carne humana. Se susurra que tu tío y su mujer la comen. De otra manera, ¿cómo vivirían, y con suficientes fuerzas para andar por ahí, ellos que nunca tuvieron nada? Wang Lung se apartó del rostro de Ching, que era como una calavera. Súbitamente se sentía poseído de un terror que no comprendía. Se levantó rápidamente, como para librarse de un peligro. – Dejaremos este lugar -dijo en voz alta. ¡Nos iremos hacia el Sur! En estas tierras hay por todas partas gentes que mueren de hambre. El cielo, por perverso que sea, no querrá exterminar a todos los hijos de Han. Ching le miró pacientemente. – ¡Ah, tú eres joven! Yo soy más viejo que tú y mi mujer es vieja y sólo tenernos una hija. Podemos morir. – Tú eres más afortunado que yo dijo Wang Lung-. Yo tengo a mi viejo padre y a los tres niños y al otro que está a punto de nacer. Debemos irnos antes de que nos olvidemos de nuestra naturaleza y nos devoremos los unos a los otros, como hacen los perros salvajes. Y entonces se le ocurrió de pronto que lo que decía estaba muy bien, y llamó a O-lan, que ahora que no había comida para cocinar ni combustible para encender el fuego permanecía echada en la cama día tras día. – ¡Ven, mujer; nos iremos hacía el Sur! O-lan se levantó penosamente y llegando hasta la puerta se apoyó en el marco y dijo: – Eso está bien. Por lo menos podremos morir andando. La criatura que llevaba en el vientre colgaba de sus flacas ijadas como un fruto nudoso. Del rostro le había desaparecido hasta la última partícula de carne, y los huesos le sobresalían como rocas agudas. – Pero espera hasta mañana -dijo O-lan-. De aquí a entonces ya habré dado a luz. Lo noto por los movimientos de la criatura. – Mañana, pues -contestó Wang Lung. Y entonces se fijó en el rostro de su mujer y se sintió movido por una compasión mucho mayor de la que hasta entonces había sentido hacia si mismo. ¡Y este pobre ser estaba todavía dándole vida a otro! – ¡Cómo podrás andar, pobre criatura! exclamó Wang Lung. Y dirigiéndose a su vecino Ching, que todavía estaba apoyado contra el quicio de la puerta, le dijo-: – Si te queda todavía algún alimento, en nombre de las almas buenas, dame algo con qué salvar la vida de la madre de mis hijos y olvidaré que te he visto en mi casa como un ladrón! Ching le miró avergonzado y contestó humildemente: – Nunca más he podido pensar en ti con tranquilidad desde aquel día. Fue ese perro, tu tío, quien me empujó, diciendo que tenías cosechas almacenadas. Por este cielo cruel que nos cobija te juro que no me queda más que un puñado de judías secas enterrado bajo la piedra de la entrada. Esto mi mujer y yo lo teníamos reservado para nuestro último momento, para poder, nosotros y nuestra hija, morir con un poquito de comida en el estómago. Pero algo te daré a ti. Mañana vete al Sur, si puedes. Yo me quedo. Soy más viejo que tú, no tengo hijos y no importa que viva o que me muera. Ching se alejó y al cabo de un momento regresó trayendo atado en un pañuelo de algodón dos puñados de pequeñas judías encarnadas. Los chiquillos se levantaron a la vista de la comida. Incluso los ojos del viejo brillaron de codicia, pero Wang Lung los apartó a todos por primera vez y llevó el alimento a su esposa. Ella comió un poco, a la fuerza, grano por grano, pero sabía que su hora había llegado y que si no se alimentaba un poco, moriría en sus próximos dolores, falta de fuerzas para resistirlos. Wang Lung conservó únicamente unas cuantas judías y éstas se las llevó a la boca y las mascó hasta convertirlas en una pasta. Luego, acercando los labios a los de su hija, hizo pasar a su boca la suave pulpa y, al observar que los pequeños labios se movían, se sintió alimentado. Aquella noche, Wang Lung permaneció en el cuarto del centro. Los dos chicos estaban con el abuelo, y en el tercer cuarto O-lan daba a luz, sola. Wang Lung estaba sentado en aquella habitación como cuando nació su primer hijo. Todavía O-lan no le permitía estar a su lado en tales momentos, todavía daba a luz sin ayuda de nadie, agachándose sobre la vieja tina que guardaba para esas ocasiones, arrastrándose por el cuarto después para borrar toda huella de lo ocurrido. Wang Lung escuchaba atentamente esperando el débil y agudo grito que conocía tan bien. Y esperaba presa de una honda desesperación. Fuese varón o hembra la criatura, le era ahora por completo indiferente. Significaba tan sólo una boca más que alimentar. – Sería misericordioso que no respirase… -murmuró. Y se calló en seguida porque acababa de oír el débil vagido-. Pero no hay misericordia en estos tiempos -terminó amargamente. No se oyó llorar más, y la casa quedó sumida en una quietud impenetrable. Bien es verdad que durante muchos días el silencio se había adueñado del pueblo: el silencio de la inactividad y de la gente que esperaba, cada cual en su casa, la hora de la muerte. De pronto, Wang Lung no pudo soportarlo más. Tenía miedo. Se levantó y acercóse a la puerta de la habitación donde estaba O-lan, gritando: – ¿Estás bien? Prestó oído atentamente. ¡Si se hubiera muerto, así, sola, mientras él permanecía sentado en el otro cuarto! Pero se oían ruidos ligeros en la habitación. O-lan se movía de un lado a otro. Al fin le oyó decir, con una voz tan débil que era como un suspiro: – ¡Entra! Entró y la vio tendida en la cama, tan consumida que su cuerpo apenas tenía relieve bajo el cobertor. Y estaba sola. – ¿Dónde está la criatura? -preguntó Wang Lung. Ella movió levemente una mano, con débil gesto, y Wang Lung vio que la criatura estaba en el suelo. – ¡Muerta! -exclamó. – Muerta -murmuró O-lan. Inclinándose, Wang Lung examinó el esmirriado cuerpecillo, un triste puñado de huesos y piel. Era una niña. Y estaba a punto de gritar: "¡Pero la he oído llorar… v¡va!, cuando se fijó en el rostro de la mujer. Tenía los ojos cerrados, el color ceniciento y los huesos prominentes bajo la piel… ¡Un pobre ser silencioso, rendido, llegado al límite de la extenuación! Y no encontró nada que decir. Al fin y al cabo, durante todos estos meses él no había tenido que cargar más que con su propio cuerpo. ¡Qué agonías no habría sufrido esta mujer, con una criatura hambrienta consumiéndole las entrañas, desesperada desde dentro en la defensa de su propia vida! Wang Lung no dijo nada, pero cogió a la criatura muerta y la llevó a la otra habitación; luego buscó hasta encontrar un trozo de estera rota y la envolvió en ella. La redonda cabecita caía hacia un lado y hacia otro, y en el cuello Wang Lung descubrió dos marcas negras, pero hizo lo que tenía que hacer. Cuando hubo terminado cogió el rollo de estera y, yendo tan lejos de la casa como sus fuerzas se lo permitían, dejó su carga en el hueco de una vieja tumba. Esta tumba estaba entre otras muchas, en ruinas y abandonada, y se hallaba en la ladera de una colina, no lejos de uno de los campos de Wang Lung. Apenas éste había dejado su carga en el suelo, apareció tras él un perro famélico, tan famélico que aun cuando Wang Lung le tiró una pequeña piedra dándole con sordo resonar en uno de sus flacos costados, el animal no se movió apenas. Al fin, Wang Lung sintió que las piernas le flaqueaban y se alejó de allí cubriéndose la cara con las manos. – Mejor ha sido así -murmuró para si mismo. Y por primera vez se sintió total y absolutamente presa de la desesperación. A la mañana siguiente, al salir el sol en un cielo de esmalte azul, a Wang Lung le pareció un sueño el haber pensado en abandonar su casa con aquellas desvalidas criaturas, aquella mujer debilitada y aquel viejo. ¿Cómo podrían arrastrar sus cuerpos a través de una distancia de cien millas? ¿Y quién sabía si aun en el Sur habría qué comer? La unidad azul de este cielo implacable parecía eterna, y tal vez agotasen sus últimas fuerzas únicamente para ir a dar con más gente famélica y además extranjera. Mucho mejor sería quedarse donde pudieran morir en sus propios lechos. Apoyado en el quicio de la puerta. Wang Lung dejaba correr sus pensamientos mientras contemplaba los campos secos y endurecidos de los que cuanto pudiera llamarse comida o combustibles había sido arrancado. No tenía dinero. Hacía tiempo que su última moneda había partido. Pero ni aun el dinero tenía importancia ahora, porque no podía comprarse comida. Había oído decir que en la ciudad había hombres que acaparaban alimentos para ellos y para la gente rica, pero incluso esto carecía ya de fuerza para encolerizarle. Sentía hoy que le sería imposible andar hasta la ciudad, aunque hubieran de alimentarle gratuitamente. En realidad, no tenía hambre. La extremada ansiedad de su estómago, que tanto le había hecho sufrir al principio, pasó al fin, y ahora podía tomar un poco de tierra de uno de sus campos y darla a los niños sin desearla él. De esta tierra, mezclada con agua, habían estado comiendo desde hacía unos días: tierra de misericordia la llamaban, porque tenía una ligera cualidad nutritiva, aunque a la larga era insuficiente para mantener una vida. Sin embargo, convertida en pasta, calmaba el hambre de los niños por algún tiempo, y siempre era algo con que llenar sus vientres distendidos y vacíos. Firmemente, Wang Lung renunciaba a tocar las pocas judías que O-lan todavía conservaba en la mano, y hallaba un vago consuelo oyéndoselas masticar, una por una, a grandes intervalos. En aquel momento, mientras estaba sentado junto a su puerta. renunciando a toda esperanza y pensando con soñador placer en morir durmiendo sobre su cama, vio a unos hombres atravesar los campos y avanzar hacia él. Continuó sentado mientras estas gentes se acercaban y advirtió que uno de los hombres era su tío, acompañado de tres desconocidos. – No te he visto desde hace muchos días -exclamó su tío con afectado buen humor. Y según se acercaba, dijo con la misma voz hiriente: – ¡Qué bien te encuentro! Y tu padre, mi hermano mayor, ¿está bien? Wang Lung miró a su tío. Estaba delgado, es cierto, pero no consumido, como debía estar. Y sintió que las últimas fuerzas que le restaban a su agotado organismo se concentraban y reunían en una cólera violenta contra este hombre, su tío. – ¡Habéis comido! ¡Habéis comido! -exclamó opacamente. No pensó ni un instante en aquellos forasteros ni en las debidas leyes de cortesía. Sólo veía a su tío aún con carne sobre los huesos. El abrió los ojos con asombro y alzó las manos al cielo. – ¡Comido! -gritó-, ¡Si vierais mi casa! Ni un pájaro sabría encontrar una migaja en ella. ¿Te acuerdas de mi mujer? ¿Te acuerdas de lo gorda que estaba, de lo lucida y aceitosa que era su piel? Pues ahora parece un harapo colgado de una estaca. Está en los tristes huesos. Y de nuestros hijos, sólo quedan cuatro, los tres pequeños… ¡muertos, muertos! En cuanto a mi… ¡ya me ves! Y cogiendo el extremo de una de sus mangas se limpió los ojos cuidadosamente. – Habéis comido -repitió Wang Lung oscuramente. – No he hecho otra cosa que pensar en ti; en ti y en tu padre, que es mi hermano. Y ahora voy a demostrártelo. Tan pronto como pude pedí prestado un poco de alimento a estos buenos hombres, prometiéndoles que con las fuerzas que me diera les ayudaría a comprar algunas de las tierras cercanas al pueblo. Y entonces pensé en tu buena tierra, en ti, el hijo de mi hermano. Estos hombres han venido a comprar tu tierra, a traerte dinero…, alimento… ¡vida! Y el tío, habiendo dicho estas palabras, se echó hacia atrás y se cruzó de brazos, con un aleteo de sus ropas desastradas y sucias. Wang Lung continuó sentado. Pero alzó la cabeza y miró a los hombres que habían venido. Eran gentes de la ciudad vestidas de seda, con las uñas largas y las manos suaves. Aparentaban haber comido y tener en las venas sangre que corría rápidamente. De pronto, Wang Lung sintió hacia ellos un odio inmenso. ¡Estos hombres de la ciudad, que habían comido, que habían bebido y que venían ante él, cuyos hijos famélicos comían la propia tierra de los campos! Aquí estaban, dispuestos a abusar de su desesperación y arrancarle la tierra. Los miró con una mirada muerta y dijo: – No venderé mis terrenos. El tío se adelantó rápidamente. En este instante, el menor de los dos hijos de Wang Lung arrastróse hasta la puerta gateando. Últimamente tenía tan pocas fuerzas que había vuelto a andar así, como cuando era pequeñito. – ¿Ese es tu hijo? -exclamó el tío-. ¿Es ése aquel mocito gordezuelo al que di una moneda de cobre este verano? Todos se pusieron a mirar a la criatura, y Wang Lung, que durante todo el tiempo había conservado su entereza, empezó a llorar silenciosamente. Los sollozos le hervían en la garganta, las lágrimas le resbalaban blandamente por las mejillas. – ¿Cual es vuestro precio? -preguntó al fin. Había que alimentar a aquellas criaturas. A las criaturas y al viejo. Él y su mujer podían cavarse fosas en la tierra y echarse en ellas y dormir, pero tenían que pensar en los otros. Entonces, uno de los hombres de la ciudad, que no tenía más que un ojo, y hundido en la cara, dijo untuosamente: – Mi pobre amigo, en atención a ese chico famélico, te vamos a ofrecer mejor precio de lo que es posible en ocasiones como la presente. Te daremos… -hizo una pausa y dijo bruscamente-: te daremos cien piezas de cobre por acre. Wang Lung comenzó a reír amargamente. – ¡Eso -exclamó- es tomar mi tierra por un regalo! ¡Yo pago veinte veces más cuando compro tierra! – ¡Ah, pero no cuando se compra a gentes que mueren de hambre! -dijo el otro hombre de la ciudad. Era un individuo pequeño y ligero, con una nariz alta y delgada, pero su voz brotaba insospechadamente voluminosa, basta y dura. Wang Lung miró a los tres hombres. ¡Estaban bien seguros de él! ¿Qué no daría un hombre por salvar la vida de sus hijos y de su anciano padre? Pero la debilidad de su entrega se convirtió en una cólera como jamás había sentido en su vida. Y saltó hacia aquellos hombres como un perro saltaría hacia un enemigo. – ¡No venderé la tierra nunca! les gritó-. ¡Grumo a grumo la arrancaré de los campos y la daré a comer a mis hijos, y cuando mueran los enterraré en ella, y yo, y mi mujer, y mi padre, ¡hasta él!, moriremos sobre la tierra que nos ha dado la vida! Estaba llorando violentamente y la cólera se le fundía con las lágrimas. Los hombres, con su tío entre ellos, permanecían allí, inconmovibles. Esperaban que Wang Lung se calmase. Y entonces O-lan se acercó a la puerta y habló con una voz igual y calmosa, como si estas escenas ocurrieran cada día: – La tierra no la venderemos, naturalmente, pues cuando regresemos del Sur no tendríamos de qué vivir. Pero venderemos la mesa y las dos camas, con sus ropas, y los cuatro bancos y hasta el caldero de la cocina. Pero los enseres de labranza no los venderemos, ni la tierra. Había una serenidad en su voz que imponía más que la cólera de Wang Lung, y su tío preguntó inciertamente: – ¿Vais de veras hacia el Sur? Al fin, el hombre de un solo ojo, después de murmurar algo a los otros, se volvió y dijo: – Son cosas miserables y no sirven nada más que para combustible. Dos piezas de plata por todo y las cogéis o las dejáis. O-lan contestó tranquilamente: – Es menos que el valor de una sola cama, pero si tenéis el dinero en la mano, dádmelo y llevaos las cosas. El hombre de un solo ojo buscó en su cinturón, sacó el dinero y lo puso en la mano tendida de O-lan. Luego entró en la casa, con los otros, y se llevaron la mesa, los bancos, la cama del cuarto de Wang Lung con sus ropas, y el caldero que sacaron del horno de tierra en que estaba. Pero cuando entraron en la habitación del viejo, el tío de Wang Lung se quedó fuera. No quería que su hermano le viese ni presenciar el momento en que le sacarían de su cama y le pondrían en el suelo. Cuando todo hubo terminado y la casa estuvo vacía, excepto los enseres de labranza, O-lan dijo a su marido: – Vámonos ahora, mientras tenemos las dos piezas de plata y antes de que tengamos que vender las vigas de nuestra casa y no nos quede ni un agujero donde meternos cuando volvamos. Y Wang Lung contestó pesadamente: – Si, vámonos. Pero miró hacia los campos, contemplando las pequeñas siluetas de los hombres que se alejaban, y murmuró una vez y otra: – Por lo menos, tengo la tierra… tengo la tierra,… |
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