"Amuleto" - читать интересную книгу автора (Bolaño Roberto)

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Y yo salí de casa de Remedios Varo peor que una sonámbula, porque los sonámbulos siempre vuelven a sus casas y yo sabía que a la casa de Remedios Varo no iba a volver. Yo sabía que me iba a despertar a la intemperie, de noche o cuando ya estuviera amaneciendo, qué más daba, en medio de la ciudad que había elegido por amor o por rabia.

Y mis recuerdos que se remontan sin orden ni concierto hacia atrás y hacia adelante de aquel desamparado mes de septiembre de 1968 me dicen, balbuceando, tartamudeando, que decidí permanecer a la expectativa bajo aquel sol de color de agua, de pie en una esquina, escuchando todos los ruidos de México, hasta el de las sombras de las casas que se acosaban como fieras recién salidas del cubil del taxidermista.

Y no sé cuánto tiempo pasó, si mucho o si poco, porque yo tenía los sentidos enganchados con alfileres en el espacio y no en el tiempo, hasta que vi abrirse la puerta de la casa de Remedios Varo y vi salir a esa mujer que se había ocultado en el dormitorio o en el baño o tras las cortinas durante mi visita.

Una mujer de piernas largas y delgadas, aunque sin ninguna duda, como calculé mientras la seguía, de una estatura inferior a la mía. Porque aquella mujer era alta, sobre todo para los cánones mexicanos, pero yo era más alta todavía.

Desde mi posición de perseguidora sólo podía verle la espalda y las piernas, una figura delgada como ya he dicho, y el pelo, una cabellera castaña y ligeramente ondulada que le caía más abajo de los hombros y que pese a un cierto descuido (que podría aunque no me atrevería a confundirlo con el desaliño) no carecía de gracia.

La verdad es que toda ella estaba circundada por la gracia, imbuida por la gracia, aunque me resultaría difícil precisar en dónde radicaba ésta pues vestía de forma normal, con decoro, ropas que nadie se atrevería a juzgar originales: una falda negra y una chaleca de color crema muy usadas, de esas que se pueden conseguir en un puesto del mercado por unos pocos pesos. Sus zapatos, por el contrario, eran de tacón, un tacón no muy alto, pero estilizado, unos zapatos que no se correspondían del todo con el resto del atuendo. Bajo el brazo llevaba una carpeta llena de papeles.

Contra lo que esperaba, no se detuvo en la parada de camiones y siguió caminando en dirección al centro. Al cabo de un rato entró en una cafetería. Me quedé afuera y la observé a través de los ventanales. La vi dirigirse a una mesa y enseñar algo que sacó del interior de la carpeta: una hoja, luego otra. Eran dibujos o reproducciones de dibujos. El hombre y la mujer que estaban sentados observaron los papeles yluego hicieron un gesto negativo con la cabeza. Ella les sonrió y repitió la escena en la mesa vecina. El resultado fue el mismo. Sin arredrarse fue a otra mesa y luego a otra y a otra, hasta hablar con todas las personas de la cafetería. Consiguió vender un dibujo. Sólo unas pocas monedas, lo que me hizo pensar que quien realmente ponía el precio de la mercadería era la voluntad del comprador. Después se dirigió a la barra, en donde intercambió unas palabras con una mesera. Ella habló y la mesera escuchó. Probablemente se conocían. Cuando la mesera le dio la espalda y se puso a hacer un café, ella aprovechó para dirigirse a los hombres que estaban en la barra y ofrecer sus dibujos, pero esta vez les habló sin moverse de su sitio y uno o tal vez dos hombres se acercaron hacia donde ella estaba y le echaron una mirada distraída a su tesoro.

Debía de tener los sesenta años cumplidos. Y muy mal llevados. O tal vez más. Y esto ocurrió diez años después de que muriera Remedios Varo, es decir en 1973 y no en 1963.

Entonces tuve un escalofrío. Y el escalofrío me dijo: che, Auxilio (porque el escalofrío era uruguayo y no mexicano), la mujer a la que estás siguiendo, la mujer que ha salido subrepticiamente de casa de Remedios Varo, es la verdadera madre de la poesía y no tú, la mujer tras cuyos pasos vas es la madre y no tú, no tú, no tú.

Creo que empezó a dolerme la cabeza y cerré los ojos. Creo que empezaron a dolerme los dientes que ya no tenía y cerré los ojos. Y cuando los abrí ella estaba en la barra, definitivamente sola, sentada encima de un taburete, tomando un café con leche y leyendo una revista que probablemente guardaba en la carpeta, junto con las reproducciones de los dibujos de su hijo adorado.

La mujer que la había atendido, a un par de metros de distancia, tenía los codos apoyados en la barra y la mirada ensoñada en un punto impreciso más allá de los ventanales, situado por encima de mi cabeza. Algunas mesas se habían vaciado. En otras la gente volvía a ocuparse de sus asuntos particulares.

Supe entonces que había estado siguiendo, en la vigilia o durante un sueño, a Lilian Serpas, y recordé su historia o lo poco que yo sabía de su historia.

Durante una época, supongo que por la década del cincuenta, Lilian había sido una poeta más o menos conocida y una mujer de extraordinaria belleza. El apellido es de origen incierto, parece griego (a mí me lo parece), suena a húngaro, puede ser un viejo apellido castellano. Pero Lilian era mexicana y casi toda su vida había vivido en el DF. Se decía que en su dilatada juventud tuvo muchos novios y pretendientes. Lilian, sin embargo, no quería novios sino amantes y también los había tenido.

Yo hubiera querido decirle: Lilian, no tengas tantos amantes, de los hombres una no puede esperar gran cosa, te usarán y luego te dejarán tirada en una esquina, pero yo era como una virgen loca y Lilian vivía su sexualidad de la forma que a ella más le apetecía, intensamente, entregada sólo al placer de su propio cuerpo y al placer de los sonetos que por aquellos años escribía. Y, claro, le fue mal. O le fue bien.

¿Quién soy yo para decirlo? Tuvo amantes. Yo apenas he tenido amantes.

Un día, sin embargo, Lilian se enamoró de un hombre y tuvo un hijo con él. El tipo era un tal Coffeen, puede que norteamericano, puede que inglés o puede que fuera mexicano. El caso es que tuvo un hijo con él y el niño se llamó Carlos Coffeen Serpas. El pintor Carlos Coffeen Serpas.

Después (cuánto después lo ignoro) el señor Coffeen desapareció. Tal vez él dejó a Lilian. Tal vez Lilian lo dejó a él. Tal vez, y esto es más romántico, Coffeen murió y Lilian creyó que ella también debía morir, pero estaba el niño y sobrevivió a la ausencia. Una ausencia que pronto llenaron otros señores, porque Lilian seguía siendo hermosa y le seguía gustando meterse en la cama con hombres y aullar de placer hasta que salía el sol. Mientras tanto, el niño Coffeen Serpas crecía y frecuentaba, ya desde chiquito, los ambientes de su madre, y todos se maravillaban de su inteligencia y le pronosticaban un futuro promisorio en el proceloso mundo del arte.

¿Cuáles eran los ambientes que frecuentaba Lilian Serpas acompañada por su hijo? Los de siempre, los bares y cafeterías del centro del DF, en donde se reunían los viejos periodistas fracasados y los exiliados españoles. Gente muy simpática, pero no precisamente la clase de personas que yo recomendaría para que frecuentara un niño sensible.

Los trabajos de Lilian, por aquellos años, fueron múltiples. Hizo de secretaria, de dependienta en varias tiendas de moda, trabajó un tiempo en un par de periódicos y hasta en una radio de mala muerte. En ninguno se quedaba demasiado tiempo, porque ella, me lo dijo no sin algo de tristeza, era poeta y la vida nocturna la llamaba y así no había quien pudiera trabajar regularmente.

Por supuesto, yo la entendía, yo estaba de acuerdo con ella, aunque manifestaba mi acuerdo con una voz y con unos gestos que adquirían automática e inconscientemente un aire de superioridad nauseabundo, corno si le dijera: Lilian, estoy de acuerdo contigo, pero en el fondo me parece una niñería, Lilian, no niego que es simpático y divertido, pero que nadie cuente conmigo para tal experimento.

Como si yo, por alternar la infesta avenida Bucareli con la Universidad, fuera mejor. Como si yo, por frecuentar y conocer a los jóvenes poetas y no sólo a los viejos periodistas fracasados, fuera mejor. La verdad es que no soy mejor. La verdad es que los jóvenes poetas generalmente acaban siendo viejos periodistas fracasados. Y la Universidad, mi querida Universidad, está esperando su oportunidad justo ahí debajo, en las cloacas de la avenida Bucareli.

Una noche, esto también me lo contó ella, conoció en el café Quito a un sudamericano exiliado con el que estuvo hablando hasta que cerraron. Después se fueron a la casa de Lilian y se metieron en la cama sin hacer ruido para que Carlitos Coffeen no se despertara. El sudamericano era Ernesto Guevara. No te lo puedo creer, Lilian, le dije. Sí, era él, me dijo Lilian con esa su manera de hablar que tenía cuando yo la conocí, una voz muy delgada, de muñeca rota, una voz como la que hubiera tenido el licenciado Vidriera si hubiera sido licenciada o al menos bachillera y se hubiera vuelto loca y superlúcida al mismo tiempo en pleno Siglo de Oro desdichado. ¿Y qué tal era el Che en la cama?, fue lo primero que quise saber. Lilian dijo algo que no entendí. ¿Qué?, dije, ¿qué?, ¿qué? Normal, dijo Lilian con la mirada perdida en las arrugas de su carpeta.

Puede que fuera mentira. Cuando yo la conocí a Lilian sólo parecía importarle vender las reproducciones de los dibujos de su hijo. La poesía la dejaba indiferente. Llegaba al café Quito, ya muy tarde, y se sentaba en la mesa de los jóvenes poetas o en la mesa de los viejos periodistas fracasados (todos ex amantes suyos) y se dedicaba a escuchar las conversaciones de siempre. Si alguien le decía, por ejemplo, háblanos del Che Guevara, ella decía: normal. Eso era todo. En el café Quito, por otra parte, más de uno de los viejos periodistas fracasados había conocido al Che y a Fidel, que lo frecuentaron durante su estancia en México, y a nadie le parecía raro que Lilian dijera normal, aunque ellos tal vez no sabían que Lilian se había acostado con el Che, ellos creían que Lilian sólo se había acostado con ellos y con algunos peces gordos que no frecuentaban la avenida Bucareli a altas horas de la noche, pero para el caso era lo mismo.

Yo reconozco que me hubiera gustado saber cómo cogía el Che Guevara. Normal, claro, pero cómo.

Estos chicos, le dije una noche a Lilian, tienen derecho a saber cómo cogía el Che. Una locura mía sin pies ni cabeza, pero igual se la solté.

Recuerdo que Lilian me miró con su máscara de muñeca arrugada, martirizada, de la que parecía a punto de emerger a cada segundo la reina de los mares con su cohorte de truenos, pero en donde ya nunca pasaba nada. Estos chicos, estos chicos, dijo y luego miró el techo del café Quito que en ese momento estaban pintando dos adolescentes montados en un andamiaje portátil.

Así era Lilian, así era la mujer a la que me puse a seguir desde el sueño de Remedios Varo, la gran pintora catalana, hasta el sueño de las calles terminales del DF en donde siempre pasaban cosas que parecían susurrar o gritar o escupirte que allí nunca pasaba nada.

Y así me vi otra vez en el café Quito en 1973 o tal vez en los primeros meses de 1974 y vi llegar a Lilian a través del humo y de las luces trazadoras del café a las once de la noche, y ella llega, como siempre, envuelta en humo, y su humo y el humo del interior del café se contemplan como arañas antes de fundirse en un solo humo, un humo en donde prima el olor a café pues en el Quito hay una tostadora de café y además es uno de los escasos lugares de la avenida Bucareli en donde tienen una máquina italiana para hacer café express.

Y entonces mis amigos, los poetas jóvenes de México, sin levantarse de la mesa la saludan, dicen buenas noches, Lilian Serpas, qué hubo, Lilian Serpas, incluso los más atontados dicen buenas noches, Lilian Serpas, como si mediante el acto de saludarla una diosa bajara de las alturas del café Quito (en donde dos jóvenes obreros intrépidos se afanan en un equilibrio que no puedo sino considerar precario) y les colgara del pecho la medalla de honor de la poesía, cuando lo que en realidad sucede (pero esto yo sólo lo pienso, no lo digo) es que al saludarla así, de esa manera, lo único que están haciendo es poner sus jóvenes y atontadas cabezas en la mesa del verdugo.

Y Lilian se detiene, como si oyera mal, y busca la mesa en donde están ellos (y en donde estoy yo) y al vernos se acerca a saludar y de paso a tratar de vender alguna de sus reproducciones y yo miro para otro lado.

¿Por qué miro para otro lado?

Porque conozco su historia.

Así que miro para otro lado mientras Lilian, de pie o ya sentada, saluda a todo el mundo, generalmente más de cinco poetas jóvenes abigarrados alrededor de una mesa, y cuando me saluda a mí yo dejo de mirar el suelo y vuelvo la cabeza con una lentitud exasperante (pero es que no puedo hacerlo más rápido) y le doy, obediente, las buenas noches yo también.

Y así pasa el tiempo (Lilian no intenta vendernos ningún dibujo porque sabe que nosotros no tenemos dinero ni ganas de comprar, pero le permite a quien lo desea echarles una mirada a las reproducciones, curiosas reproducciones, hechas no de cualquier manera sino en una imprenta y en papel satinado, lo que dice algo, al menos, respecto a la singular disposición mercantil de Carlos Coffeen Serpas o de su madre, ermitaños o mendigos, pero que en un momento de inspiración que prefiero no imaginármelo deciden vivir exclusivamente de su arte) y poco a poco la gente comienza a marcharse o a cambiarse de mesa, pues en el Quito, a cierta hora de la noche, quien más, quien menos, todo el mundo se conoce y todos desean hablar, al menos unas palabras, con sus conocidos. Y así, náufraga en medio de una rotación incesante, en determinado momento me quedo sola mirando mi taza de café medio llena y al momento siguiente (pero casi sin transición) una sombra esquiva, que de tan esquiva parece concitar sobre sí todas las sombras del café, como si su campo gravitatorio sólo atrajera a los objetos inertes, se desplaza hasta mi mesa y se sienta junto a mí.

¿Cómo estás, Auxilio?, dice el fantasma de Lilian Serpas.

Aquí no más, le digo yo.

Y es entonces cuando el tiempo vuelve a detenerse, imagen trillada donde las haya pues el tiempo o no se detiene nunca o está detenido desde siempre, digamos entonces que el contínuum del tiempo sufre un escalofrío, o digamos que el tiempo abre las patotas y se agacha y mete la cabeza entre las ingles y me mira al revés, unos centímetros tan sólo más abajo del culo, y me guiña un ojo loco, o digamos que la luna llena o creciente o la oscura luna menguante del DF vuelve a deslizarse por las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, o digamos que se levanta un silencio de velatorio en el café Quito y que sólo escucho los murmullos de los fantasmas de la corte de Lilian Serpas y que no sé, una vez más, si estoy en el 68 o en el 74 o en el 80 o si de una vez por todas me estoy aproximando como la sombra de un barco naufragado al dichoso año 2000 que no veré.

Sea lo que sea, algo pasa con el tiempo. Yo sé que algo pasa con el tiempo y no digamos con el espacio.

Yo presiento que algo pasa y que además no es la primera vez que pasa, aunque tratándose del tiempo todo pasa por primera vez y aquí no hay experiencia que valga, lo que en el fondo es mejor, porque la experiencia generalmente es un fraude.

Y entonces Lilian (que es la única indemne en esta historia, porque ella ya lo ha sufrido todo) me pide, una vez más, el primer y el último favor que me va a pedir en toda su vida.

Dice: es tarde. Dice: qué linda estás, Auxilio. Dice: a menudo pienso en ti, Auxilio. Y yo la observo y observo el techo del café Quito en donde los dos jóvenes soñolientos siguen trabajando o haciendo como que trabajan subidos en un andamio pésimamente construido y luego la vuelvo a observar a ella, que habla no mirándome a la cara sino mirando su vaso grande y grueso de café con leche, mientras escucho por un oído sus palabras y por el otro los gritos que los habituales del café Quito dirigen a los jóvenes del andamio, frases que constituyen un ritual de iniciación masculina, colijo, o frases que pretenden ser cariñosas pero que sólo son premonitorias de un desastre que no sólo arrastrará a la pareja de pintores de brocha gorda (o fontaneros o electricistas, no lo sé, yo sólo los vi, yo todavía los veo mientras la luna cruza enloquecida cada una de las baldosas del lavabo de mujeres como si esa singladura contuviera toda la subversión posible, y eso me espanta) sino también a ellos, los vociferantes, los que aconsejan, nosotros.

Y entonces Lilian dice: tienes que ir a mi casa. Dice: yo no puedo ir esta noche a mi casa. Dice: tienes que ir tú por mí y decirle a Carlos que mañana volveré temprano. Y lo primero que se me ocurre es negarme de plano. Pero entonces Lilian me mira a la cara y me sonríe (ella no se tapa la boca cuando habla, como yo, ni cuando sonríe, aunque debería hacerlo) y yo me quedo sin palabras, porque estoy delante de la madre de la poesía mexicana, la peor madre que la poesía mexicana podía tener, pero la única y auténtica al fin y al cabo. Entonces digo que sí, que iré a su casa si me da la dirección y si no es muy lejos y que le diré a Carlos Coffeen Serpas, el pintor, que su madre aquella noche la pasará afuera.