"Estrella Distante" - читать интересную книгу автора (Bolaño Roberto)10No volví a ver a Romero hasta dos meses más tarde. Cuando regresó a Barcelona estaba más flaco. Tengo localizado a Jules Defoe, dijo. Ha estado todo el tiempo aquí al lado, junto a nosotros, dijo. ¿Parece mentira, verdad? La sonrisa de Romero me asustó. Estaba más flaco y parecía un perro. Vamonos, ordenó la misma tarde de su regreso. Dejó su maleta en mi casa y antes de salir se aseguró de que cerrara la puerta con llave. No esperaba que todo fuera tan rápido, alcancé a decir. Romero me miró desde el pasillo y dijo prepárese, tenemos que hacer un pequeño viaje, ya le contaré todo por el camino. ¿Lo hemos encontrado de verdad?, dije. No sé por qué empleé el plural. Hemos encontrado a Jules Defoe, dijo y movió la cabeza en un gesto ambiguo que podía significar muchas cosas. Lo seguí como un sonámbulo. Creo que hacía meses, tal vez años, que no salía de Barcelona y la estación de Plaza Cataluña (a pocos metros de mi casa) me pareció totalmente desconocida, luminosa, llena de nuevos artilugios cuya utilidad se me escapaba. Hubiera sido incapaz de desenvolverme por mí mismo con la prestancia y rapidez con que lo hacía Romero y éste se dio cuenta o calculó de antemano mi previsible torpeza de viajero y se encargó de franquearme el paso a través de las máquinas que vedaban el acceso a los andenes. Después, tras esperar unos minutos en silencio, tomamos un tren de cercanías y bordeamos el Maresme hasta el principio de la Costa Brava, Blanes, pasado el río Tordera. Mientras salíamos de Barcelona le pregunté quién era el que pagaba. Un compatriota, dijo Romero. Atravesamos dos estaciones de metro y luego salimos a los suburbios. De pronto apareció el mar. Un sol débil iluminaba las playas que se iban sucediendo como cuentas de un collar sin cuello, suspendido en el vacío. ¿Un compatriota? ¿Y qué interés tiene en todo esto? Eso es mejor que usted no lo sepa, dijo Romero, pero figúrese. ¿Paga mucho? (Si paga mucho, pensé, es que el resultado final de esta investigación sólo puede ser uno.) Bastante, es un compatriota que se ha hecho rico en los últimos años, suspiró, pero no en el extranjero, en Chile mismo, fíjese lo que es la vida, parece que en Chile hay bastante gente que se está haciendo rica. Eso he oído, dije con un tono que pretendió ser sarcástico pero que sólo fue triste. ¿Y qué va a hacer usted con el dinero, sigue pensando en volver? Sí, voy a volver, dijo Romero. Al cabo de un rato añadió: tengo un plan, un negocio que no puede fallar, lo he estudiado en París y no puede fallar. ¿Y qué plan es ése?, pregunté. Un negocio, dijo. Voy a poner mi propio negocio. Me quedé callado. Todos volvían con la idea del negocio. Por la ventana del tren vi una casa de una gran belleza, de arquitectura modernista, con una alta palmera en el jardín. Me haré empresario de pompas fúnebres, dijo Romero, empezaré con algo chiquitito pero tengo confianza en progresar. Creí que bromeaba. No me joda, dije. Se lo digo en serio: el secreto está en proporcionar a la gente de pocos recursos un funeral digno, incluso diría con cierta elegancia (en eso los franceses, créame, son los número uno), un entierro de burgueses para la pequeña burguesía y un entierro de pequeños burgueses para el proletariado, ahí está el secreto de todo, no sólo de las empresas de pompas fúnebres, ¡de la vida en general! Tratar bien a los deudos, dijo después, hacerles notar la cordialidad, la clase, la superioridad moral de cualquier fiambre. Al principio, dijo cuando el tren dejó atrás Badalona y yo empecé a pensar que lo que íbamos a hacer era de verdad, era inexorable, me bastará con tres piezas bien arregladas, una para oficina y también para retocar al difunto, otra como velatorio y la última como sala de espera, con sillas y ceniceros. Lo ideal sería alquilar una casita de dos pisos cerca del centro, los altos para vivienda y los bajos para la funeraria. El negocio sería familiar, mi señora y mi hijo me pueden echar una mano (aunque en lo que respecta a mi hijo no estoy tan seguro), pero también sería conveniente contratar a una secretaria, joven y discreta, aparte de buena trabajadora, ya sabe usted lo que se agradece durante un velorio o en el entierro mismo la cercanía física de la juventud. Por supuesto, cada dos por tres el empresario tiene que salir (o en su ausencia cualquier ayudante) a ofrecer pisco o cualquier otra bebida a los familiares y amigos del difunto. Esto se tiene que hacer con simpatía y con delicadeza. Sin fingir que el muerto es pariente de uno, pero haciendo patente que el trámite no es ajeno a la propia experiencia. Hay que hablar a media voz, hay que evitar los acaloramientos, hay que dar la mano y con la izquierda estrechar el codo, hay que saber a quién abrazar y en qué momento, hay que terciar en las discusiones, ya sean de política, de fútbol, de la vida en general o de los siete pecados capitales, pero sin tomar partido, como un buen juez jubilado. En los ataúdes la ganancia puede llegar a ser del trescientos por ciento. Tengo un compadre en Santiago de los tiempos de la Brigada que se dedica a hacer sillas. Le hablé el otro día por teléfono del asunto y dijo que de las sillas a los ataúdes hay un solo paso. Con una furgoneta negra me puedo arreglar el primer año. El trabajo, no le quepa duda, más que sudor exige don de gentes. Y si uno ha vivido tantos años en el extranjero y tiene cosas para contar… En Chile se mueren por cuestiones así. Pero yo ya no oía a Romero. Pensaba en Bibiano O'Ryan, en la Gorda Posadas, en el mar que tenía delante de mis narices. Por un instante me imaginé a la Gorda trabajando en un hospital de Concepción, casada, razonablemente feliz. Había sido, contra su voluntad, la confidente del diablo, pero estaba viva. Incluso la imaginé con hijos y convertida en una lectora prudente y equilibrada. Luego vi a Bibiano O'Ryan, que se quedó en Chile y que siguió los pasos de Wieder, lo vi trabajando en la zapatería, probándole zapatos de tacón a dubitativas mujeres de mediana edad o a niños inermes, con el calzador en una mano y una caja de pobres zapatos Bata en la otra, sonriendo pero con la mente en otra parte, hasta los treintaitrés años, como Jesucristo, ni más ni menos, y luego lo vi publicando libros de éxito y firmando ejemplares en la Feria del Libro de Santiago (que no sé si existe) y pasando temporadas como profesor invitado en universidades norteamericanas, disertando en un arranque de frivolidad acerca de la nueva poesía chilena o de la poesía chilena actual (frivolidad puesto que lo serio era hablar de novela) y citándome, si bien entre los últimos de la lista, por pura lealtad o por pura piedad: un poeta raro, perdido en las fábricas de Europa…; lo vi, digo, avanzando como un sherpa hacia la cúspide de su carrera, cada vez más respetado, cada vez más conocido y cada vez con más dinero, en la disposición ideal de ajustar definitivamente las cuentas con el pasado. No sé si fue un ataque de melancolía, de nostalgia o de sana envidia (que en Chile, por lo demás, es sinónimo de la envidia más cruel) pero por un momento pensé que tras Romero podía hallarse Bibiano. Se lo dije. Su amigo no me ha contratado, dijo Romero, no tendría dinero ni para que yo pudiera empezar. Mi cliente, bajó la voz hasta darle un tono confidencial que sin embargo sonaba a falso, tiene dinero de El tren se detuvo en Blanes. Romero dijo algo que no entendí y nos bajamos. Sentía las piernas como acalambradas. Fuera de la estación, en una plazoleta cuadrada pero que parecía redonda, estaban estacionados un autobús rojo y un autobús amarillo. Romero compró chicles y al observar mi semblante demacrado, supongo que para animarme, me preguntó en cuál de los dos autobuses creía que nos subiríamos. En el rojo, dije. Exacto, dijo Romero. El autobús nos dejó en Lloret. Estábamos a la mitad de una primavera seca y no se veían muchos turistas. Tomamos una calle de bajada y luego subimos por dos calles empinadas hasta un barrio de apartamentos veraniegos, la mayoría desocupados. El silencio era extraño: se oían, distantes, ruidos de animales, como si estuviéramos al lado de un potrero o de una granja. En uno de aquellos edificios desangelados vivía Carlos Wieder. ¿Cómo he llegado hasta aquí?, pensé. ¿Cuántas calles he tenido que caminar para llegar hasta esta calle? En el tren le pregunté a Romero si le costó mucho encontrar a Delorme. Dijo que no, que había sido sencillo. Todavía trabajaba en París, de portero, y para él todas las visitas eran una fuente de publicidad. Me hice pasar por periodista, dijo Romero. ¿Y se lo creyó? Claro que se lo creyó. Le dije que iba a publicar en un periódico de Colombia toda la historia de los El edificio semejaba un pájaro fosilizado. Por un momento tuve la sensación que desde todas las ventanas me miraban los ojos de Carlos Wieder. Estoy cada vez más nervioso, le dije a Romero, ¿se me nota mucho? No, mi amigo, dijo Romero, está usted portándose muy bien. Romero estaba tranquilo y eso contribuyó a serenarme. Nos detuvimos, unas cuantas calles más allá, a la entrada de un bar. Parecía el único establecimiento abierto del barrio. El bar tenía nombre andaluz y en su interior se intentaba reproducir con más melancolía que efectividad el ambiente típico de una taberna sevillana. Romero me acompañó hasta la puerta. Miró su reloj. Dentro de un rato, no sé cuánto, él vendrá a tomarse un café. ¿Y si no aparece? Viene todos los días, dijo Romero, eso es seguro y hoy vendrá. ¿Pero y si hoy falla? Pues entonces lo volveremos a repetir mañana, dijo Romero, pero vendrá, no le quepa duda. Asentí con la cabeza. Mírelo con cuidado y después me dice. Siéntese y no se mueva. Va a ser difícil que no me mueva, dije. Inténtelo. Le sonreí: sólo bromeaba, dije. Deben ser los nervios, dijo Romero. Lo vendré a buscar cuando oscurezca. Un poco estúpidamente nos dimos un fuerte apretón de manos. ¿Ha traído algún libro para leer? Sí, dije. ¿Qué libro? Se lo enseñé. No sé si será buena idea, dijo Romero, de improviso dubitativo. Lo mejor sería una revista o el periódico. No se preocupe, dije, es un escritor que me gusta mucho. Romero me miró por última vez y dijo: Hasta luego, entonces, y piense que han pasado más de veinte años. Desde los ventanales del bar se veía el mar y el cielo muy azul y unas pocas barcas de pescadores faenando cerca de la costa. Pedí un café con leche e intenté serenarme: el corazón parecía que se me iba a salir del pecho. El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Nadie entraba al bar, nadie se movía, el tiempo parecía detenido. Empecé a sentirme mal: en el mar las barcas de pesca se transfiguraron en veleros (por lo tanto, pensé, debe de hacer viento), la línea de la costa era gris y uniforme y muy de tanto en tanto veía gente que caminaba o ciclistas que optaban por pedalear sobre la gran vereda vacía. Calculé que caminando tardaría unos cinco minutos en llegar a la playa. Todo el camino era de bajada. En el cielo apenas se veían nubes. Un cielo ideal, pensé. Entonces llegó Carlos Wieder y se sentó junto al ventanal, a tres mesas de distancia. Por un instante (en el que me sentí desfallecer) me vi a mí mismo casi pegado a él, mirando por encima de su hombro, horrendo hermano siamés, el libro que acababa de abrir (un libro científico, un libro sobre el recalentamiento de la Tierra, un libro sobre el origen del universo), tan cerca suyo que era imposible que no se diera cuenta, pero, tal como había predicho Romero, Wieder no me reconoció. Lo encontré envejecido. Tanto como seguramente estaba yo. Pero no. Él había envejecido mucho más. Estaba más gordo, más arrugado, por lo menos aparentaba diez años más que yo cuando en realidad sólo era dos o tres años mayor. Miraba el mar y fumaba y de vez en cuando le echaba una mirada a su libro. Igual que yo, descubrí con alarma y apagué el cigarrillo e intenté fundirme entre las páginas de mi libro. Las palabras de Bruno Schulz adquirieron por un instante una dimensión monstruosa, casi insoportable. Sentí que los apagados ojos de Wieder me estaban escrutando y al mismo tiempo, en las páginas que daba vueltas (tal vez demasiado aprisa), los escarabajos que antes eran las letras se convertían en ojos, en los ojos de Bruno Schulz, y se abrían y se cerraban una y otra vez, unos ojos claros como el cielo, brillantes como el lomo del mar, que se abrían y parpadeaban, una y otra vez, en medio de la oscuridad total. No, total no, en medio de una oscuridad lechosa, como en el interior de una nube negra. Cuando volví a mirar a Carlos Wieder éste se había puesto de perfil. Pensé que parecía un tipo duro, como sólo pueden serlo -y sólo pasados los cuarenta- algunos latinoamericanos. Una dureza tan diferente de la de los europeos o norteamericanos. Una dureza triste e irremediable. Pero Wieder (el Wieder al que había amado al menos una de las hermanas Garmendia) no parecía triste y allí radicaba precisamente la tristeza infinita. Parecía Se marchó cuando empezaba a anochecer. Buscó en el bolsillo del pantalón una moneda y la dejó sobre la mesa como exigua propina. Cuando sentí que, a mis espaldas, la puerta se cerraba, no supe si ponerme a reír o a llorar. Respiré aliviado. Era tan intensa la sensación de libertad, de problema finiquitado, que temí despertar la curiosidad de los que estaban en el bar. Los dos hombres seguían junto a la barra hablando a media voz (en modo alguno discutiendo), con todo el tiempo del mundo a su disposición. El camarero tenía un cigarrillo en los labios y observaba a la mujer que de vez en cuando levantaba la vista de su revista y le sonreía. La mujer debía de andar por la treintena y su perfil era muy hermoso. Parecía una griega pensativa. O una griega renegada. Me sentí, de improviso, con hambre y feliz. Le hice una seña al camarero. Pedí un bocadillo de jamón serrano y una cerveza. Cuando me lo sirvió intercambiamos unas palabras. Después traté de seguir leyendo pero era incapaz, así que decidí esperar a Romero comiendo y bebiendo y mirando el mar desde la ventana. Al cabo de un rato llegó Romero y nos marchamos. AI principio pareció que nos alejábamos del edificio de Wieder pero en realidad sólo estábamos dando un rodeo. ¿Es él?, preguntó Romero. Sí, le dije. ¿Sin ninguna duda? Sin ninguna duda. Iba a añadir algo más, consideraciones éticas y estéticas sobre el paso del tiempo (una estupidez, pues el tiempo, en lo que a Wieder concernía, era como una roca), pero Romero apuró el paso. Está trabajando, pensé. Estamos trabajando, pensé con horror. Dimos vueltas por calles y callejones, siempre en silencio, hasta que el edificio de Wieder se recortó contra el cielo iluminado por la luna. Singular, distinto de los demás edificios que ante su presencia parecían encogerse, difuminarse, tocado por una vara mágica o por una soledad más potente que la del resto. De pronto entramos en un parque, pequeño y frondoso como un jardín botánico. Romero me señaló un banco casi oculto por las ramas. Espéreme aquí, dijo. Al principio me senté con docilidad. Luego busqué su cara en la oscuridad. ¿Lo va a matar?, murmuré. Romero hizo un gesto que no pude ver. Espéreme aquí o váyase a la estación de Blanes y coja el primer tren. Nos veremos más tarde en Barcelona. Es mejor que no lo mate, dije. Una cosa así nos puede arruinar, a usted y a mí, y además es innecesario, ese tipo ya no le va a hacer daño a nadie. A mí no me va a arruinar, dijo Romero, al contrario, me va a capitalizar. En cuanto a que no puede hacer daño a nadie, qué le voy a decir, la verdad es que no lo sabemos, no lo podemos saber, ni usted ni yo somos Dios, sólo hacemos lo que podemos. Nada más. No podía verle el rostro pero por la voz (una voz que surgía de un cuerpo completamente inmóvil) supe que estaba esforzándose por ser convincente. No vale la pena, insistí, todo se acabó. Ya nadie hará daño a nadie. Romero me palmeó el hombro. En esto es mejor que no se meta, dijo. Ahora vuelvo. Me quedé sentado observando los arbustos oscuros, las ramas que se entrelazaban e intersecaban tejiendo un dibujo al azar del viento mientras escuchaba las pisadas de Romero que se alejaba. Encendí un cigarrillo y me puse a pensar en cuestiones sin importancia. El tiempo, por ejemplo. El calentamiento de la Tierra. Las estrellas cada vez más distantes. Traté de pensar en Wieder, traté de imaginarlo solo en su piso, que elegí impersonal, en la cuarta planta de un edificio de ocho plantas vacío, mirando la televisión o sentado en un sillón, bebiendo, mientras la sombra de Romero se deslizaba sin titubear hacia su encuentro. Traté de imaginarme a Wieder, digo, pero no pude. O no quise. Media hora después Romero regresó. Debajo del brazo traía una carpeta con papeles, de esas que usan los escolares y que se cierran con elásticos. Los papeles abultaban, pero no demasiado. La carpeta era verde, como los arbustos del parque, y estaba ajada. Eso era todo. Romero no parecía distinto. No parecía ni mejor ni peor que antes. Respiraba sin dificultad. Al mirarlo me pareció idéntico a Edward G. Robinson. Como si Edward G. Robinson hubiera entrado en una máquina de moler carne y hubiera salido transformado: más flaco, la piel más oscura, más pelo, pero con los mismos labios, la misma nariz y sobre todo los mismos ojos. Ojos que saben. Ojos que creen en todas las posibilidades pero que al mismo tiempo saben que nada tiene remedio. Vamonos, dijo. Tomamos el autobús que enlaza Lloret con la estación de Blanes y luego el tren a Barcelona. Durante el viaje Romero intentó hablar en un par de ocasiones. En una alabó la estética «francamente moderna» de los trenes españoles. En la otra dijo que era una pena, pero que no iba a poder ver un partido del Barcelona en el Camp Nou. Yo no dije nada o contesté con monosílabos. No estaba para conversaciones. Recuerdo que la noche, por la ventanilla del tren, era hermosa y serena. En algunas estaciones subían muchachos y muchachas que bajaban en el pueblo siguiente, como si estuvieran jugando. Probablemente se dirigían a discotecas próximas, atraídos por el precio y la cercanía. Todos eran menores de edad y algunos tenían pinta de héroes. Se les veía felices. Después nos detuvimos en una estación más grande y subió un grupo de trabajadores que podían haber sido sus padres. Y después, pero no sé cuándo, atravesamos varios túneles y alguien gritó, una adolescente, cuando las luces del vagón se apagaron. Miré entonces la cara de Romero, se le veía igual que siempre. Finalmente, cuando llegamos a la estación de Plaza Cataluña pudimos hablar. Le pregunté cómo había sido. Como son estas cosas, pues, dijo Romero, difíciles. Fuimos andando hasta mi casa. Allí abrió su maleta, extrajo un sobre y me lo alargó. En el sobre había trescientas mil pesetas. No necesito tanto dinero, dije después de contarlo. Es suyo, dijo Romero mientras guardaba la carpeta entre su ropa y después volvía a cerrar la maleta. Se lo ha ganado. Yo no he ganado nada, dije. Romero no contestó, entró a la cocina y puso agua a hervir. ¿Adonde va?, le pregunté. A París, dijo, tengo vuelo a las doce; esta noche quiero dormir en mi cama. Nos tomamos un último té y más tarde lo acompañé a la calle. Durante un rato estuvimos esperando a que pasara un taxi, de pie en el bordillo de la acera, sin saber qué decirnos. Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco. Puede ser, admití, pero este asunto ha sido particularmente espantoso. Espantoso, repitió Romero como si paladeara la palabra. Luego se rió por lo bajo, con una risa de conejo, y dijo claro, cómo no iba a ser espantoso. Yo no tenía ganas de reírme, pero también me reí. Romero miraba el cielo, las luces de los edificios, las luces de los automóviles, los anuncios luminosos y parecía pequeño y cansado. Dentro de muy poco, supuse, cumpliría sesenta años. Yo ya había pasado los cuarenta. Un taxi se detuvo junto a nosotros. Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó. |
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