"Estrella Distante" - читать интересную книгу автора (Bolaño Roberto)1La primera vez que vi a Carlos Wieder fue en 1971 o tal vez en 1972, cuando Salvador Allende era presidente de Chile. Entonces se hacía llamar Alberto Ruiz-Tagle y a veces iba al taller de poesía de Juan Stein, en Concepción, la llamada capital del Sur. No puedo decir que lo conociera bien. Lo veía una vez a la semana, dos veces, cuando iba al taller. No hablaba demasiado. Yo sí. La mayoría de los que íbamos hablábamos mucho: no sólo de poesía, sino de política, de viajes (que por entonces ninguno imaginaba que iban a ser lo que después fueron), de pintura, de arquitectura, de fotografía, de revolución y lucha armada; la lucha armada que nos iba a traer una nueva vida y una nueva época, pero que para la mayoría de nosotros era como un sueño o, más apropiadamente, como la llave que nos abriría la puerta de los sueños, los únicos por los cuales merecía la pena vivir. Y aunque vagamente sabíamos que los sueños a menudo se convierten en pesadillas, eso no nos importaba. Teníamos entre diecisiete y veintitrés años (yo tenía dieciocho) y casi todos estudiábamos en la Facultad de Letras, menos las hermanas Garmendia, que estudiaban sociología y psicología, y Alberto Ruiz-Tagle, que según dijo en alguna ocasión era autodidacta. Sobre ser autodidacta en Chile en los días previos a 1973 habría mucho que decir. La verdad era que no parecía autodidacta. Quiero decir: Las hermanas Garmendia se hicieron amigas de Ruiz-Tagle casi de inmediato. Este se inscribió en el 71 o en el 72 en el taller de Stein. Nadie lo había visto antes, ni por la universidad ni por ninguna parte. Stein no le preguntó de dónde venía. Le pidió que leyera tres poemas y dijo que no estaban mal. (Stein sólo alababa abiertamente los poemas de las hermanas Garmendia.) Y se quedó con nosotros. Al principio los demás poco caso le hacíamos. Pero cuando vimos que las Garmendia se hacían amigas de él, nosotros también nos hicimos amigos de Ruiz-Tagle. Hasta entonces su actitud era de una cordialidad distante. Sólo con las Garmendia (en esto se parecía a Stein) era francamente simpático, lleno de delicadezas y atenciones. A los demás, como ya he dicho, nos trataba con una «cordialidad distante», es decir, nos saludaba, nos sonreía, cuando leíamos poemas era discreto y mesurado en su apreciación crítica, jamás defendía sus textos de nuestros ataques (solíamos ser demoledores) y nos escuchaba, cuando le hablábamos, con algo que hoy no me atrevería jamás a llamar atención pero que entonces nos lo parecía. Las diferencias entre Ruiz-Tagle y el resto eran notorias. Nosotros hablábamos en argot o en una jerga marxista-mandrakista (la mayoría éramos miembros o simpatizantes del MIR o de partidos trotskistas, aunque alguno, creo, militaba en las Juventudes Socialistas o en el Partido Comunista o en uno de los partidos de izquierda católica). Ruiz-Tagle hablaba en español. Ese español de ciertos lugares de Chile ¿Qué me contó Bibiano de la casa de Ruiz-Tagle? Habló de su desnudez, sobre todo; tuvo la impresión de que la casa estaba ¿De qué hablaba?, se pregunta Bibiano. Sería importante, escribe en su carta, que lo recordase, pero por más esfuerzos que hago es imposible. Lo cierto es que Bibiano aguantó hasta donde pudo, luego dijo hasta luego de forma más bien atropellada y se marchó. En la escalera, poco antes de salir a la calle, encontró a Verónica Garmendia. Ésta le preguntó si le pasaba algo. ¿Qué me puede pasar?, dijo Bibiano. No lo sé, dijo Verónica, pero estás blanco como el papel. Nunca olvidaré esas palabras, dice Bibiano en su carta: Es triste reconocerlo, pero es así. Verónica estaba enamorada de Ruiz-Tagle. E incluso puede que Angélica también estuviera enamorada de él. Una vez, Bibiano y yo hablamos sobre esto, hace mucho tiempo. Supongo que lo que nos dolía era que ninguna de las Garmendia estuviera enamorada o al menos interesada en nosotros. A Bibiano le gustaba Verónica. A mí me gustaba Angélica. Nunca nos atrevimos a decirles ni una palabra al respecto, aunque creo que nuestro interés por ellas era públicamente notorio. Algo en lo que no nos distinguíamos del resto de miembros masculinos del taller, todos, quien más, quien menos, enamorados de las hermanas Garmendia. Pero ellas, o al menos una de ellas, quedaron prendadas del raro encanto del poeta autodidacta. Autodidacta, sí, pero preocupado por aprender como decidimos Bibiano y yo cuando lo vimos aparecer por el taller de poesía de Diego Soto, el otro taller puntero de la Universidad de Concepción, que rivalizaba digamos en la ética y en la estética con el taller de Juan Stein, aunque Stein y Soto eran lo que entonces se llamaba, y supongo que aún se sigue llamando, amigos del alma. El taller de Soto estaba en la Facultad de Medicina, ignoro por qué razón, en un cuarto mal ventilado y mal amoblado, separado tan sólo por un pasillo del anfiteatro en donde los estudiantes despiezaban cadáveres en las clases de anatomía. El anfiteatro, por supuesto, olía a formol. El pasillo, en ocasiones, también olía a formol. Y algunas noches, pues el taller de Soto funcionaba todos los viernes de ocho a diez, aunque generalmente solía acabar pasadas las doce, el cuarto se impregnaba de olor a formol que nosotros intentábamos vanamente disimular encendiendo un cigarrillo tras otro. Los asiduos al taller de Stein no iban al taller de Soto y viceversa, salvo Bibiano O'Ryan y yo, que en realidad compensábamos nuestra inasistencia crónica a clases acudiendo no sólo a los talleres sino a cuanto recital o reunión cultural y política se hiciera en la ciudad. Así que ver aparecer una noche por allí a Ruiz-Tagle fue una sorpresa. Su actitud fue más o menos la misma que mantenía en el taller de Stein. Escuchaba, sus críticas eran ponderadas, breves y siempre en un tono amable y educado, leía sus propios trabajos con desprendimiento y distancia y aceptaba sin rechistar incluso los peores comentarios, como si los poemas que sometía a nuestra crítica no fueran En el taller de la Facultad de Medicina Ruiz-Tagle conoció a Carmen Villagrán y se hicieron amigos. Carmen era una buena poeta, aunque no tan buena como las hermanas Garmendia. (Los mejores poetas o prospectos de poetas estaban en el taller de Juan Stein.) Y también conoció y se hizo amigo de Marta Posadas, alias la Gorda Posadas, la única estudiante de medicina del taller de la Facultad de Medicina, una muchacha muy blanca, muy gorda y muy triste que escribía poemas en prosa y que lo que de verdad quería, al menos entonces, era convertirse en una especie de Marta Harnecker de la crítica literaria. Entre los hombres no hizo amigos. A Bibiano y a mí, cuando nos veía, nos saludaba correctamente pero sin exteriorizar el menor signo de familiaridad, pese a que nos veíamos, entre el taller de Stein y el taller de Soto, unas ocho o nueve horas a la semana. Los hombres no parecían importarle en lo más mínimo. Vivía solo, en su casa había algo extraño (según Bibiano), carecía del orgullo pueril que los demás poetas solían tener por su propia obra, era amigo no sólo de las muchachas más hermosas de mi época (las hermanas Garmendia) sino que también había conquistado a las dos mujeres del taller de Diego Soto, en una palabra era el blanco de la envidia de Bibiano O'Ryan y de la mía propia, Y nadie lo conocía. Juan Stein y Diego Soto, que para mí y para Bibiano eran las personas más inteligentes de Concepción, no se dieron cuenta de nada. Las hermanas Garmendia tampoco, al contrario, en dos ocasiones Angélica alabó delante de mí las virtudes de Ruiz-Tagle: serio, formal, de mente ordenada, con una gran capacidad de escuchar a los demás. Bibiano y yo lo odiábamos, pero tampoco nos dimos cuenta de nada. Sólo la Gorda Posadas captó algo de lo que en realidad se movía detrás de Ruiz-Tagle. Recuerdo la noche en que hablamos. Habíamos ido al cine y tras la película nos metimos en un restaurant del centro. Bibiano llevaba una carpeta con textos de la gente del taller de Stein y del taller de Soto para su undécima breve antología de jóvenes poetas de Concepción que ningún periódico publicaría. La Gorda Posadas y yo nos dedicamos a curiosear entre los papeles. ¿A quiénes vas a antologar?, pregunté sabiendo que yo era uno de los seleccionados. (En caso contrario mi amistad con Bibiano se hubiera roto probablemente al día siguiente.) A ti, dijo Bibiano, a Martita (la Gorda), a Verónica y Angélica, por supuesto, a Carmen, luego nombró a dos poetas, uno del taller de Stein y el otro del taller de Soto, y finalmente dijo el nombre de Ruiz-Tagle. Recuerdo que la Gorda se quedó callada un momento mientras sus dedos (permanentemente manchados de tinta y con las uñas más bien sucias, cosa que parecía extraña en una estudiante de medicina, si bien la Gorda cuando hablaba de su carrera lo hacía en términos tan lánguidos que a uno no le quedaban dudas de que jamás obtendría el diploma) escudriñaban entre los papeles hasta dar con las tres cuartillas de Ruiz-Tagle. No lo incluyas, dijo de pronto. ¿A Ruiz-Tagle?, pregunté yo sin creer lo que oía pues la Gorda era una devota admiradora suya. Bibiano, por el contrario, no dijo nada. Los tres poemas eran cortos, ninguno pasaba de los diez versos: uno hablaba de un paisaje, describía un paisaje, árboles, un camino de tierra, una casa alejada del camino, cercados de madera, colinas, nubes; según Bibiano era «muy japonés»; en mi opinión era como si lo hubiera escrito Jorge Teillier después de sufrir una conmoción cerebral. El segundo poema hablaba del aire (se llamaba Pocos días después llegó el golpe militar y la desbandada. Una noche llamé por teléfono a las hermanas Garmendia, sin ningún motivo especial, simplemente por saber cómo estaban. Nos vamos, dijo Verónica. Con un nudo en el estómago pregunté cuándo. Mañana. Pese al toque de queda insistí en verlas esa misma noche. El departamento en donde vivían solas las dos hermanas no quedaba demasiado lejos de mi casa y además no era la primera vez que me saltaba el toque de queda. Cuando llegué eran las diez de la noche. Las Garmendia, sorprendentemente, estaban tomando té y leyendo (supongo que esperaba encontrarlas en medio de un caos de maletas y planes de fuga). Me dijeron que se iban, pero no al extranjero sino a Nacimiento, un pueblo a pocos kilómetros de Concepción, a la casa de sus padres. Qué alivio, dije, pensé que os marchabais a Suecia o algo así. Qué más quisiera, dijo Angélica. Luego hablamos de los amigos a quienes no habíamos visto desde hacía días, haciendo las conjeturas típicas de aquellas horas, los que seguro estaban presos, los que posiblemente habían pasado a la clandestinidad, los que estaban siendo buscados. Las Garmendia no tenían miedo (no tenían por qué tenerlo, ellas sólo eran estudiantes y su vínculo con los entonces llamados «extremistas» se reducía a la amistad personal con algunos militantes, sobre todo de la Facultad de Sociología), pero se iban a Nacimiento porque Concepción se había vuelto imposible y porque siempre, lo admitieron, regresaban a la casa paterna cuando la «vida real» adquiría visos de cierta fealdad y cierta brutalidad profundamente desagradables. Entonces tienen que irse ya mismo, les dije, porque me parece que estamos entrando en el campeonato mundial de la fealdad y la brutalidad. Se rieron y me dijeron que me marchara. Yo insistí en quedarme un rato más. Recuerdo esa noche como una de las más felices de mi vida. A la una de la mañana Verónica me dijo que mejor me quedara a dormir allí. Ninguno había cenado así que nos metimos los tres en la cocina e hicimos huevos con cebolla, pan amasado y té. Me sentí de pronto feliz, inmensamente feliz, capaz de hacer cualquier cosa, aunque sabía que en esos momentos todo aquello en lo que creía se hundía para siempre y mucha gente, entre ellos más de un amigo, estaba siendo perseguida o torturada. Pero yo tenía ganas de cantar y de bailar y las malas noticias (o las elucubraciones sobre malas noticias) sólo contribuían a echarle más leña al fuego de mi alegría, si se me permite la expresión, cursi a más no poder (siútica hubiéramos dicho entonces), pero que expresa mi estado de ánimo e incluso me atrevería a afirmar que también el estado de ánimo de las Garmendia y el estado de ánimo de muchos que en septiembre de 1973 tenían veinte años o menos. A las cinco de la mañana me quedé dormido en el sofá. Me despertó Angélica, cuatro horas más tarde. Desayunamos en la cocina, en silencio. A mediodía metieron un par de maletas en su coche, una Citroneta del 68 de color verde limón, y se marcharon a Nacimiento. Nunca más las volví a ver. Sus padres, un matrimonio de pintores, habían muerto antes de que las gemelas cumplieran quince años, creo que en un accidente de tráfico. Una vez vi una foto de ellos: él era moreno y enjuto, de grandes pómulos salientes y con una expresión de tristeza y perplejidad que sólo tienen los nacidos al sur del Bío-Bío; ella era o parecía más alta que él, un poco gordita, con una sonrisa dulce y confiada. Al morir les dejaron la casa de Nacimiento, una casa de tres pisos, el último una gran sala abuhardillada que les servía de taller, de madera y de piedra, en las afueras del pueblo, y unas tierras cerca de Mulchén que les permitían vivir sin estrecheces. A menudo las Garmendia hablaban de sus padres (según ellas Julián Garmendia era uno de los mejores pintores de su generación aunque yo nunca oí su nombre en ninguna parte) y en sus poemas no era raro que aparecieran pintores perdidos en el sur de Chile, embarcados en una obra desesperada y en un amor desesperado. ¿Julián Garmendia amaba desesperadamente a María Oyarzún? Me cuesta creerlo cuando recuerdo la foto. Pero no me cuesta creer que en la década de los sesenta hubiera gente que amaba desesperadamente a otra gente, en Chile. Me parece raro. Me parece como una película perdida en una estantería olvidada de una gran cinemateca. Pero lo doy por cierto. A partir de aquí mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas. Las Garmendia se fueron a Nacimiento, a su gran casa de las afueras en donde vivía únicamente su tía, una tal Ema Oyarzún, hermana mayor de la madre muerta, y una vieja empleada llamada Amalia Maluenda. Se fueron, pues, a Nacimiento, y se encerraron en la casa y un buen día, digamos dos semanas después o un mes después (aunque no creo que pasara tanto tiempo), aparece Alberto Ruiz-Tagle. Tuvo que ser así. Un atardecer, uno de esos atardeceres vigorosos pero al mismo tiempo melancólicos del sur, un auto aparece por el camino de tierra pero las Garmendia no lo escuchan porque están tocando el piano o atareadas en el huerto o acarreando leña en la parte de atrás de la casa junto con la tía y la empleada. Alguien toca a la puerta. Tras varias llamadas la empleada abre la puerta y allí está Ruiz-Tagle. Pregunta por las Garmendia. La empleada no lo deja pasar y dice que irá a llamar a las niñas. Ruiz-Tagle espera pacientemente sentado en un sillón de mimbre en el amplio porche. Las Garmendia, al verlo, lo saludan con efusión y riñen a la empleada por no haberlo hecho pasar. Durante la primera media hora Ruiz-Tagle es acosado a preguntas. A la tía, seguramente, le parece un joven simpático, bien parecido, educado. Las Garmendia están felices. RuizTagle, por supuesto, es invitado a comer y en su honor preparan una cena apropiada. No quiero imaginarme qué pudieron comer. Tal vez pastel de choclo, tal vez empanadas, pero no, seguramente comieron otra cosa. Por supuesto, lo invitan a quedarse a dormir. Ruiz-Tagle acepta con sencillez. Durante la sobremesa, que se prolonga hasta altas horas de la noche, las Garmendia leen poemas ante el arrobo de la tía y el silencio cómplice de Ruiz-Tagle. Él, por supuesto, no lee nada, se excusa, dice que ante tales poemas los suyos sobran, la tía insiste, por favor, Alberto, léanos algo suyo, pero permanece inconmovible, dice que está a punto de concluir algo nuevo, que hasta no tenerlo terminado y corregido prefiere no airearlo, se sonríe, se encoge de hombros, dice que no, lo siento, no, no, no, y las Garmendia asienten, tía, no seas pesada, creen comprender, inocentes, no comprenden nada (está a punto de nacer la «nueva poesía chilena»), pero creen comprender y leen sus poemas, sus estupendos poemas ante la expresión complacida de Ruiz-Tagle (que seguramente cierra los ojos para escuchar mejor) y la desazón, en algunos momentos, de su tía, Angélica, cómo puedes escribir esa barbaridad tan grande o Verónica, niña, no he entendido nada, Alberto, ¿me quiere usted explicar qué significa esa metáfora?, y Ruiz-Tagle, solícito, hablando de signo y significante, de Joyce Mansour, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik (aunque las Garmendia dicen no, no nos gusta la Pizarnik, queriendo decir, realmente, que no escriben como la Pizarnik), y Ruiz-Tagle ya habla, y la tía escucha y asiente, de Violeta y Nicanor Parra (conocí a la Violeta, en su carpa, sí, dice la pobre Ema Oyarzún), y luego habla de Enrique Lihn y de la poesía civil y si las Garmendia hubieran estado más atentas habrían visto un brillo irónico en los ojos de Ruiz-Tagle, poesía civil, yo les voy a dar poesía civil, y finalmente, ya lanzado, habla de Jorge Cáceres, el surrealista chileno muerto en 1949 a los veintiséis años. Y las Garmendia entonces se levantan, o tal vez sólo se levanta Verónica, y busca en la gran biblioteca paterna y vuelve con un libro de Cáceres, Por el camino de la gran pirámide polar, publicado cuando el poeta tenía sólo veinte años, las Garmendia, tal vez sólo Angélica, en alguna ocasión han hablado de reeditar la obra completa de Cáceres, uno de los mitos de nuestra generación, así que no es de extrañar que Ruiz-Tagle lo haya nombrado (aunque la poesía de Cáceres no tiene nada que ver con la poesía de las Garmendia; Violeta Parra sí, Nicanor sí, pero no Cáceres). Y también nombra a Anne Sexton y a Elizabeth Bishop y a Denise Levertov (poetas que aman las Garmendia y que en alguna ocasión han traducido y leído en el taller ante la manifiesta satisfacción de Juan Stein) y después todos se ríen de la tía que no entiende nada y comen galletas caseras y tocan la guitarra y alguien observa a la empleada que a su vez los observa, de pie, en la parte oscura del pasillo pero sin atreverse a entrar y la tía le dice pasa no más, Amalia, no seas huacha, y la empleada, atraída por la música y el jolgorio da dos pasos, pero ni uno más, y luego cae la noche, se cierra la velada. Unas horas después Alberto Ruiz-Tagle, aunque ya debería empezar a llamarle Carlos Wieder, se levanta. Todos duermen. Él, probablemente, se ha acostado con Verónica Garmendia. No tiene importancia. (Quiero decir: ya no la tiene, aunque en aquel momento sin duda, para nuestra desgracia, la tuvo.) Lo cierto es que Carlos Wieder se levanta con la seguridad de un sonámbulo y recorre la casa en silencio. Busca la habitación de la tía. Su sombra atraviesa los pasillos en donde cuelgan los cuadros de Julián Garmendia y María Oyarzún junto con platos y alfarería de la zona. (Nacimiento es famoso, creo, por su lozería o alfarería.) Wieder, en todo caso, abre puertas con gran sigilo. Finalmente encuentra la habitación de la tía, en el primer piso, junto a la cocina. Enfrente, seguramente, está la habitación de la empleada. Justo cuando se desliza al interior de la habitación escucha el ruido de un auto que se acerca a la casa. Wieder sonríe y se da prisa. De un salto se pone junto a la cabecera. En su mano derecha sostiene un corvo. Erna Oyarzún duerme plácidamente. Wieder le quita la almohada y le tapa la cara. Acto seguido, de un sólo tajo, le abre el cuello. En ese momento el auto se detiene frente a la casa. Wieder ya está fuera de la habitación y entra ahora en el cuarto de la empleada. Pero la cama está vacía. Por un instante Wieder no sabe qué hacer: le dan ganas de agarrar la cama a patadas, de destrozar una vieja cómoda de madera destartalada en donde se amontona la ropa de Amalia Maluenda. Pero es sólo un segundo. Poco después está en la puerta, respirando con normalidad, y les franquea la entrada a los cuatro hombres que han llegado. Éstos saludan con un movimiento de cabeza (que sin embargo denota respeto) y observan con miradas obscenas el interior en penumbras, las alfombras, las cortinas, como si desde el primer momento buscaran y evaluaran los sitios más idóneos para esconderse. Pero no son ellos los que se van a esconder. Ellos son los que buscan a quienes se esconden. Y detrás de ellos entra la noche en la casa de las hermanas Garmendia. Y quince minutos después, tal vez diez, cuando se marchan, la noche vuelve a salir, de inmediato, entra la noche, sale la noche, efectiva y veloz. Y nunca se encontrarán los cadáveres, o sí, hay un cadáver, un solo cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Angélica Garmendia, mi adorable, mi incomparable Angélica Garmendia, pero únicamente ése, como para probar que Carlos Wieder es un hombre y no un dios. |
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