"Estrella Distante" - читать интересную книгу автора (Bolaño Roberto)3Aquella su primera acción poética sobre el cielo de Concepción le granjeó a Carlos Wieder la admiración instantánea de algunos espíritus inquietos de Chile. No tardaron en llamarlo para otras exhibiciones de escritura aérea. Al principio tímidamente, pero luego con la franqueza característica de los soldados y de los caballeros que saben reconocer una obra de arte cuando la ven, aunque no la entiendan, la presencia de Wieder se multiplicó en actos y conmemoraciones. Sobre el aeródromo de Las Tencas, para un público compuesto por altos oficiales y hombres de negocios acompañados de sus respectivas familias -las hijas casaderas se morían por Wieder y las que ya estaban casadas se morían de tristeza- dibujó, justo pocos minutos antes de que la noche lo cubriera todo, una estrella, la estrella de nuestra bandera, rutilante y solitaria sobre el horizonte implacable. Pocos días después, ante un público variopinto y democrático que iba y venía por los entoldados de gala del aeropuerto militar de El Cóndor en un ambiente de kermesse, escribió un poema que un espectador curioso y leído calificó de letrista. (Más exactamente: con un inicio que no hubiera desaprobado Isidore Isou y con un final inédito digno de un saranguaco.) En uno de sus versos hablaba veladamente de las hermanas Garmendia. Las llamaba «las gemelas» y hablaba de un huracán y de unos labios. Y aunque acto seguido se contradecía, quien lo leyera cabalmente ya podía darlas por muertas. En otro hablaba de una tal Patricia y de una tal Carmen. Esta última, probablemente, era la poeta Carmen Villagrán quien desapareció en los primeros días de diciembre. Le dijo a su madre, según testimonio de ésta ante un equipo de investigación de la Iglesia, que había quedado citada con un amigo y ya no volvió. La madre alcanzó a preguntar quién era ese amigo. Desde la puerta Carmen contestó que un poeta. Años más tarde, Bibiano O'Ryan averiguó la identidad de Patricia; se trataba, según él, de Patricia Méndez, de diecisiete años, perteneciente a un taller de literatura gestionado por las Juventudes Comunistas y desaparecida por las mismas fechas que Carmen Villagrán. La diferencia entre ambas era notable, Carmen leía a Michel Leiris en francés y pertenecía a una familia de clase media; Patricia Méndez, además de ser más joven, era una devota de Pablo Neruda y su origen era proletario. No estudiaba en la universidad, como Carmen, aunque aspiraba algún día a estudiar pedagogía; trabajaba, mientras tanto, en una tienda de electrodomésticos. Bibiano visitó a su madre y pudo leer en un viejo cuaderno de caligrafía algunos poemas de Patricia. Eran malos, según Bibiano, en la línea del peor Neruda, una especie de revoltijo entre los Veinte poemas de amor e Incitación al nixonicidio, pero leyendo entre líneas se podía ver algo. Frescura, asombro, ganas de vivir. En cualquier caso, terminaba Bibiano su carta, no se mata a nadie por escribir mal, menos si aún no ha cumplido los veinte años. En su exhibición aérea de El Cóndor, Wieder decía: Por aquellas fechas participó en otras dos exhibiciones aéreas, una en Santiago, en donde volvió a escribir versículos de la Biblia y del Renacer Chileno, y la otra en Los Ángeles (provincia de Bío-Bío), en donde compartió el cielo con otros dos pilotos que, a diferencia de Wieder, eran civiles, y además mucho mayores que él y con una larga trayectoria como publicistas del aire, y con los cuales dibujó, al alimón, una gran (y por momentos vacilante) bandera chilena en el cielo. De él dijeron (en algunos periódicos, en la radio) que era capaz de las mayores proezas. Nada se le podía resistir. Su instructor en la Academia declaró que se trataba de un piloto innato, avezado, con instinto, capaz de pilotar cazas y cazabombarderos sin la menor dificultad. Un compañero en cuyo fundo pasó unas vacaciones durante la adolescencia confesó que Wieder ante el asombro y posterior enfado de sus padres había pilotado sin permiso un viejo Piper destartalado al que luego hizo aterrizar en una carretera vecinal estrecha y llena de baches. Ese verano, presumiblemente el del 68 (el verano austral que precedió en unos pocos meses a la génesis en una modesta portería de París de la Escritura Bárbara, movimiento literario que tendrá en los últimos años de su vida una importancia decisiva), Wieder lo pasó sin sus padres, un adolescente valiente y tímido (según su condiscípulo) del que uno podía esperar cualquier cosa, cualquier extravagancia, cualquier explosión, pero que al mismo tiempo se hacía querer por las personas que lo rodeaban. Mi madre y mi abuela lo adoraban (dice su condiscípulo), según ellas Wieder siempre parecía recién salido de un temporal, inerme, calado hasta los huesos por la lluvia, pero al mismo tiempo encantador. En su apreciación social, no obstante, existían puntos negros: las malas compañías, gente oscura, parásitos de comisarías o del hampa con los que Wieder salía en ocasiones, siempre de noche, a beber o a encerrarse en locales de mala reputación. Pero los puntos no eran, bien mirado, más que eso: puntos negros, imperceptibles, que en nada afectaban su carácter ni sus maneras, mucho menos sus costumbres. Algo incluso imprescindible, conjeturaron algunos, para su carrera literaria que pretendía el conocimiento y el absoluto. Una carrera que por aquellos días, los días de las exhibiciones aéreas, recibió el espaldarazo de uno de los más influyentes críticos literarios de Chile (algo que literariamente hablando no quiere decir casi nada, pero que en Chile, desde los tiempos de Alone, significa mucho), un tal Nicasio Ibacache, anticuario y católico de misa diaria aunque amigo personal de Neruda y antes de Huidobro y corresponsal de Gabriela Mistral y blanco predilecto de Pablo de Rokha y descubridor (según él) de Nicanor Parra, en fin, un tipo que sabía inglés y francés y que murió a finales de los setenta de un ataque al corazón. En su columna semanal de El Mercurio Ibacache escribió una glosa sobre la peculiar poesía de Wieder. El texto en cuestión decía que nos encontrábamos (los lectores de Chile) ante el gran poeta de los nuevos tiempos. Luego, como era habitual en él, se dedicaba a darle públicamente algunos consejos a Wieder y se explayaba en comentarios crípticos y en ocasiones incoherentes sobre diferentes ediciones de la Biblia -ahí supimos que Wieder usó en su primera aparición sobre los cielos de Concepción y el Centro La Peña la Vulgata Latina traducida al español «conforme al sentido de los santos padres y espositores católicos» por el Ilmo. Sr. D. Felipe Scio de S. Miguel y publicada en varios tomos por Gaspar y Roig Editores, Madrid, 1852, tal y como, decía Ibacache, le había confiado el propio Wieder durante una larga conversación telefónica nocturna en la que él le preguntó por qué no utilizó la traducción del reverendo padre Scio y la respuesta de Wieder fue: porque el latín se incrustaba mejor en el cielo; aunque en realidad Wieder debió emplear la palabra «empotrar››, el latín se empotra mejor en el cielo, lo que por otra parte no le impidió utilizar el español en sus siguientes apariciones- haciendo referencia, como no podía ser menos, a varias Biblias nombradas por Borges e incluso a la Biblia de Jerusalén traducida al español por Raimundo Pellegrí y publicada en Valparaíso en 1875, edición maldita que según Ibacache presagiaba y anticipaba la Guerra del Pacífico que pocos años después enfrentaría a Chile con la Alianza Peruano-Boliviana. En lo referente a los consejos, alertaba La apología de Ibacache, la única que el ubérrimo crítico escribió sobre Wieder, iba ilustrada con dos fotografías. En la primera se ve un avión, o tal vez sea una avioneta, y su piloto en medio de una pista que se adivina modesta y presumiblemente militar. La foto está tomada a cierta distancia por lo que las facciones de Wieder son borrosas. Viste chaqueta de cuero con cuello de piel, una gorra de plato de las Fuerzas Aéreas Chilenas, pantalones vaqueros y botas a tono con los pantalones. El titular de la foto reza: El teniente Carlos Wieder en el aeródromo de Los Muleros. En la segunda foto se observa, con más voluntad que claridad, algunos de los versos que el poeta escribiera sobre el cielo de Los Ángeles, después de la magna composición de la bandera chilena. Poco antes yo había salido del Centro La Peña, en libertad sin cargos, como la mayoría de los que por allí pasamos. Los primeros días no me moví de casa, al grado de provocar la alarma en mi madre y en mi padre y la burla en mis dos hermanos pequeños que con toda la razón del mundo me tildaron de cobarde. Al cabo de una semana recibí la visita de Bibiano O'Ryan. Tenía, dijo cuando nos quedamos solos en mi cuarto, dos noticias, una buena y otra mala. La buena era que nos habían expulsado de la universidad. La mala era que habían desaparecido casi todos nuestros amigos. Le dije que probablemente estaban detenidos o se habían largado, como las hermanas Garmendia, a la casa de campo. No, dijo Bibiano, las gemelas también han desaparecido. Dijo «gemelas» y se le quebró la voz. Lo que siguió a continuación es difícil de explicar (aunque en esta historia todo es difícil de explicar), Bibiano se arrojó a mis brazos (literalmente), yo estaba sentado a los pies de la cama, y se echó a llorar desconsoladamente sobre mi pecho. Al principio pensé que le había dado un ataque de algo. Luego me di cuenta, sin el menor asomo de duda, que nunca más veríamos a las hermanas Garmendia. Después Bibiano se levantó, se acercó a la ventana y no tardó en rehacerse. Todo entra en el campo de las conjeturas, dijo dándome la espalda. Sí, dije sin saber a qué se refería. Hay una tercera noticia, dijo Bibiano, como no podía ser menos. ¿Buena o mala?, pregunté. Sobrecogedora, dijo Bibiano. Adelante, dije, pero de inmediato añadí: no, espera, déjame respirar, que era como decir déjame mirar mi cuarto, mi casa, la cara de mis padres por última vez. Esa noche fuimos con Bibiano a ver a la Gorda Posadas. A simple vista parecía igual que siempre, incluso mejor, más animada. Hiperactiva, no paraba de moverse de un lado a otro, lo que a la larga crispaba los nervios de quien estuviera con ella. No la habían expulsado de la universidad. La vida seguía. Era necesario hacer cosas (las que fuera, cambiar de puesto un florero cinco veces en media hora, para no volverse loca) y encontrar el lado positivo de cada situación, es decir, afrontar las situaciones una por una y no todas al mismo tiempo como tenía por costumbre hasta entonces. Y madurar. Pero pronto descubrimos que lo de la Gorda era miedo. Estaba más asustada de lo que nunca había estado en su vida. Vi a Alberto, me dijo. Bibiano asintió con la cabeza, él ya conocía la historia y tuve la impresión de que dudaba de la veracidad de algunos pasajes de ésta. Me llamó por teléfono, dijo la Gorda, quería que fuera a verlo a su casa. Le dije que él nunca estaba en su casa. Me preguntó cómo lo sabía y se rió. Ya le noté en la voz un tonito como velado, pero Alberto siempre ha sido medio secreto y no le di importancia. Lo fui a ver. Quedamos a una hora y allí me presenté, puntual. La casa estaba vacía. ¿No estaba Ruiz-Tagle? Sí, dijo la Gorda, pero la casa estaba vacía, ya no quedaba ni un mueble. ¿Te mudas, Alberto?, le dije. Sí, gordita, me dijo él, ¿se nota? Yo estaba muy nerviosa, pero me controlé y le comenté que últimamente todo el mundo se mandaba a mudar. El me preguntó quién era todo el mundo. Diego Soto, le dije, se ha ido de Concepción. Y también la Carmen Villagrán. Y te nombré a ti (yo), que por entonces no sabía dónde te habías metido, y a las hermanas Garmendia. A mí no me nombraste, dijo Bibiano, de mí no dijiste nada. No, de ti no dije nada. ¿Y Alberto qué dijo? La Gorda me miró y sólo entonces me di cuenta que no sólo era inteligente sino también fuerte y que sufría mucho (pero no por cuestiones políticas, la Gorda sufría porque pesaba más de ochenta kilos y porque contemplaba el espectáculo, el espectáculo del sexo y de la sangre, también el del amor, desde una platea sin salida al escenario, incomunicada, blindada). Dijo que las ratas siempre huían. Yo no pude dar crédito a lo que acababa de oír y le dije ¿qué has dicho? Entonces Alberto se giró y me miró con una gran sonrisa en la cara. Esto se acabó, gordita, dijo. Entonces a mí me dio miedo y le dije que se dejara de enigmas y me contara algo más entretenido. Déjate de huevadas, conchaetumadre, y respóndeme cuando te estoy hablando. En mi vida había sido más vulgar, dijo la Gorda. Alberto parecía una serpiente. No: parecía un faraón egipcio. Sólo se sonrió y siguió mirándome aunque por momentos tuve la impresión de que se movía por el apartamento vacío. ¿Pero cómo se podía mover si estaba quieto? Las Garmendia están muertas, dijo. La Villagrán también. No lo creo, dije. ¿Por qué van a estar muertas? ¿Me querís asustar, huevón? Todas las poetisas están muertas, dijo. Ésa es la verdad, gordita, y tú harías bien en creerme. Estábamos sentados en el suelo. Yo en un rincón y él en el centro del living. Te juro que pensé que me iba a pegar, que de repente, pillándome por sorpresa, me iba a empezar a dar de cachuchazos. Por un momento creí que me haría pipí ahí mismo. Alberto no me quitaba la vista de encima. Quise preguntarle qué iba a pasar conmigo, pero no me salió la voz. Déjate de novelas, susurré. Alberto no me escuchó. Parecía que esperaba a alguien más. Nos quedamos sin hablar mucho rato. Sin querer, yo había cerrado los ojos. Cuando los abrí, Alberto estaba de pie apoyado en la puerta de la cocina, mirándome. Dormías, Gorda, me dijo. ¿Roncaba?, le pregunté. Sí, dijo, roncabas. Sólo entonces me di cuenta de que Alberto estaba resfriado. Tenía en la mano un enorme pañuelo amarillo con el que se sonó dos veces. Estás con la gripe, dije y le sonreí. Qué mala eres, Gorda, dijo él, sólo estoy constipado. Era el momento indicado para irse, así que me levanté y le dije que ya lo había molestado demasiado. Tú nunca eres una molestia para mí, dijo. Tú eres de las pocas que me entienden, Gorda, y eso es de agradecer. Pero hoy no tengo ni té ni vino ni whisky ni nada. Ya lo ves, estoy de traslado. Claro, dije. Le hice adiós con la mano, algo que no suelo hacer cuando estoy bajo techo sino al aire libre, y me fui. ¿Y qué pasó con las hermanas Garmendia?, dije yo. No lo sé, dijo la Gorda volviendo de su ensoñación, ¿cómo quieres que lo sepa? ¿Por qué no te hizo nada?, dijo Bibiano. Porque de verdad éramos amigos, supongo, dijo la Gorda. Seguimos hablando durante mucho rato. Wieder, según Bibiano nos contó, quería decir «otra vez», «de nuevo», «nuevamente», «por segunda vez», «de vuelta», en algunos contextos «una y otra vez», «la próxima vez» en frases que apuntan al futuro. Y según le había dicho su amigo Anselmo Sanjuán, ex estudiante de filología alemana en la Universidad de Concepción, sólo a partir del siglo XVII el adverbio Dos días después la Gorda llamó a Bibiano y le dijo que Alberto Ruiz-Tagle era Carlos Wieder. Lo había reconocido por la foto del ¿En qué se basaba la Gorda para su identificación? En un séptimo sentido, me parece, dijo Bibiano, ella cree reconocer a Ruiz-Tagle por la Bibiano comenzó a trabajar por entonces como dependiente en una zapatería. La zapatería no era ni buena ni mala y estaba en un barrio cercano al centro, entre librerías de lance que poco a poco fueron cerrando sus puertas, restaurantes de medio pelo en donde los camareros cazaban a los clientes en plena calle con invitaciones fabulosas y un tanto equívocas y tiendas de ropa estrechas y alargadas y de iluminación exigua. Por supuesto, nunca más volvimos a pisar un taller de literatura. A veces Bibiano me explicaba sus proyectos: quería escribir en inglés fábulas que transcurrirían en la campiña irlandesa, quería aprender francés, al menos para poder leer a Stendhal en su propia lengua, soñaba con encerrarse dentro de Stendhal y dejar que pasaran los años (aunque él mismo, contradiciéndose en el acto, decía que eso era posible con Chateaubriand, el Octavio Paz del siglo XIX, pero no con Stendhal, nunca con Stendhal), quería, finalmente, escribir un libro, una antología de la literatura nazi americana. Un libro magno, decía cuando lo iba a buscar a la salida de la zapatería, que cubriría todas las manifestaciones de la literatura nazi en nuestro continente, desde Canadá (en donde los quebequeses podían dar mucho juego) hasta Chile, en donde seguramente iba a encontrar tendencias para todos los gustos. Mientras tanto no olvidaba a Carlos Wieder y juntaba todo lo que aparecía sobre él o sobre su obra con la pasión y la dedicación de un filatelista. Corría el año de 1974, si la memoria no me engaña. Un buen día la prensa nos informó que Carlos Wieder, bajo el mecenazgo de varias empresas privadas, volaba al Polo Sur. El viaje fue difícil y plagado de escalas, pero en todos los lugares donde aterrizaba escribía sus poemas en el cielo. Eran los poemas de una nueva edad de hierro para la raza chilena, decían sus admiradores. Bibiano siguió el viaje paso a paso. A mí, la verdad, ya no me interesaba tanto lo que pudiera hacer o dejar de hacer aquel teniente de la Fuerza Aérea. Una vez Bibiano me enseñó una foto: ésta era mucho mejor que aquella en la que la Gorda creyó reconocer a Ruiz-Tagle. En efecto, Wieder y Ruiz-Tagle se parecían, pero yo por entonces en lo único en que pensaba era en abandonar el país. Lo cierto es que, tanto en la foto como en las declaraciones, ya no quedaba nada de aquel Ruiz-Tagle tan ponderado, tan mesurado, tan encantadoramente inseguro (incluso tan autodidacta). Wieder era la seguridad y la audacia personificadas. Hablaba de poesía (no de poesía chilena o poesía latinoamericana, sino de poesía y punto) con una autoridad que desarmaba a cualquier interlocutor (aunque he de decir que sus interlocutores de entonces eran periodistas adictos al nuevo régimen, incapaces de llevarle la contraria a un oficial de nuestra Fuerza Aérea) y aunque por la transcripción de sus palabras uno percibía un discurso lleno de neologismos y torpezas, algo natural en nuestra lengua adversa, adivinaba, también, la fuerza de ese discurso, la pureza y la tersura terminal de ese discurso, reflejo de una voluntad sin fisuras. Antes de emprender el último salto (desde Punta Arenas a la base antártica de Arturo Prat) se le hizo una cena-homenaje en un restaurante de la ciudad. Wieder, según los relatos, bebió más de la cuenta y abofeteó a un marino que no guardó el debido respeto a una dama; sobre esta mujer circulan varias versiones; todas coinciden en que los organizadores no la invitaron y que ninguno de los asistentes la conocía; la única explicación plausible a su presencia allí es que se colara por las buenas o que viniera con Wieder. Éste se refería a ella como «mi dama» o «mi damisela». La mujer tenía alrededor de veinticinco años, era alta, de pelo negro y cuerpo bien proporcionado. En un momento de la cena-homenaje, tal vez a los postres, le gritó a Wieder: ¡Carlos, mañana te vas a matar! A todos les pareció de pésimo gusto. Entonces ocurrió el incidente con el marino. Luego hubo discursos y a la mañana siguiente, después de dormir tres o cuatro horas, Wieder voló hasta el Polo Sur. El viaje fue pródigo en incidentes y en más de una ocasión estuvo a punto de cumplirse el pronóstico de la desconocida, a la que por cierto ninguno de los invitados volvió a ver. Cuando regresó a Punta Arenas Wieder declaró que el mayor peligro había sido el silencio. Ante el estupor fingido o real de los periodistas, explicó que el silencio eran las olas del Cabo de Hornos estirando sus lenguas hacia el vientre del avión, olas como descomunales ballenas melvilleanas o como manos cortadas que intentaron tocarlo durante todo el trayecto, pero silenciosas, amordazadas, como si en aquellas latitudes el sonido fuera materia exclusiva de los hombres. El silencio es como la lepra, declaró Wieder, el silencio es como el comunismo, el silencio es como una pantalla blanca que hay que llenar. Si la llenas, ya nada malo puede ocurrirte. Si eres puro, ya nada malo puede ocurrirte. Si no tienes miedo, ya nada malo puede ocurrirte. Según Bibiano, aquélla era la descripción de un ángel. ¿Un ángel fieramente humano?, pregunté. No, huevón, respondió Bibiano, el ángel de nuestro infortunio. Sobre el límpido cielo de la base Arturo Prat Wieder escribió LA ANTÁRTIDA ES CHILE y fue filmado y fotografiado. También escribió otros versos, versos sobre el color blanco y el color negro, sobre el hielo, sobre lo oculto, sobre la sonrisa de la Patria, una sonrisa franca, fina, nítidamente dibujada, una sonrisa parecida a un ojo y que, en efecto, nos mira, y después volvió a Concepción y más tarde fue a Santiago en donde apareció por la televisión (vi el programa a la fuerza: Bibiano no tenía tele en la pensión donde vivía y fue a verlo a mi casa) y sí, Carlos Wieder era Ruiz-Tagle (qué jeta ponerse Ruiz-Tagle, dijo Bibiano, se fue a buscar un buen apellido), pero como si no lo fuera, eso me pareció a mí, la tele de mis padres era en blanco y negro (mis padres estaban felices de que Bibiano estuviera allí, viendo la televisión y cenando con nosotros, como si presintieran que yo me iba a ir y que ya no volvería a tener un amigo como él) y la palidez de Carlos Wieder (una palidez fotogénica) lo hacía semejante no sólo a la sombra que había sido Ruiz-Tagle sino a muchas otras sombras, a otros rostros, a otros pilotos fantasmales que también volaban de Chile a la Antártida y de la Antártida a Chile a bordo de aviones que el loco Norberto desde el fondo de la noche decía que eran cazas Messerschmitt, escuadrillas de Messerschmitt escapados de la Segunda Guerra Mundial. Pero Wieder, lo sabíamos, no volaba en escuadrilla. Wieder volaba en un pequeño avión y volaba solo. |
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