"La Exhalación" - читать интересную книгу автора (Gary Romain)

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En medio de los vericuetos del tráfico de París, el Citroen azul se movía lentamente. La máquina del auto constituía el más perfecto esfuerzo logrado por el Círculo de Erasmo hasta ese momento, después que el combustible común había sido reemplazado por la exhalación. Sin embargo no faltaron algunos problemas con la prensa. La noticia de que un grupo de científicos franceses estaban experimentando un concepto completamente nuevo de un automóvil "a propulsión atómica" había llegado hasta los diarios, lo que culminó con una visita de los periodistas al garaje. Se les dieron las respuestas usuales de "costos prohibitivos", y perdieron rápidamente el interés.

En la misma época ocurrió el desgraciado incidente de Albert, el chofer de taxi.

Después de la filtración en la prensa, decidieron guardar el Citroen fuera de la ciudad, en el garaje de la casa de Valenti en Fontainebleau, donde tenían una sucursal del laboratorio y un taller escondido al resguardo de la Faculté des Sciences. Como los tres tenían que recorrer constantemente la carretera entre Fontainebleau y París, decidieron alquilar un auto conducido por un chofer, y su elección recayó sobre Albert Cachou, un anclen combattant, veterano de la guerra de 1940, de enorme nariz, voz estrepitosa y bigote gris que constituían un espectáculo y un sonido familiar en la fila de taxis estacionados junto a la Sorbonne. Guardaban el Citroen cerrado con llave en el garaje. Una tarde Mathieu y Valenti estaban haciendo un experimento con el calibrador de argonne. La distancia para la alimentación o carga de combustible era de cincuenta metros libremente y ambos investigadores estaban ocupados en anotar las distancias y la velocidad que el medidor necesitaba para registrar la exhalación sin perder su contacto. Estaban solos y hablaban. Valenti comentaba enojado lo indigno que se sentía cada vez que tenía que introducirse en un hospital a escondidas, como si fuera un ladrón, llevando el exhalador a cuestas. Le hacía recordar la época en que los cirujanos, para obtener cadáveres para sus estudios de anatomía, tenían que valerse de violadores de tumbas. Medievalismo puro. Además, como liberal que era, consideraba que el atrapar la exhalación dándole luego un uso indiscriminado era una medida staliniana, ya que no se había consultado previamente a la fuente, es decir, a aquel que la había producido. Hacía resurgir el problema sobre el derecho que tenían los seres humanos de elegir su destino libremente. Debía consultárseles qué uso querían que se diera a su respectiva desintegración: depositarla en un automóvil, en una lavadora de ropa, en un tractor o incluso en una fábrica de salchichas. Se les debía conceder libre elección. La exhalación no podía robárseles como si se tratara de un engranaje cualquiera de una producción industrial distribuida por una máquina ya que no era una simple situación intercalada. La libre elección de los dadores debería establecerse como un derecho cultural. Valenti se sentía profundamente preocupado por la situación y hablaba extensamente mientras que la exhalación apresada borboteaba a sus anchas dentro del nuevo motor del Citroen. Luego volvieron, una vez más, al tema del desperdicio, a la imposibilidad de fragmentar la exhalación en unidades microscópicas de acuerdo a las necesidades. El Citroen tenía un motor de cuatro exha, cantidad con la que se podía hacer funcionar la planta nuclear de Pierrelatte. Tan enfrascados estaban en el problema que no oyeron detenerse el taxi en el exterior. Continuaron conversando hasta que de pronto, escucharon fuertes suspiros. El viejo Albert estaba de pie en la puerta, y sólo mirarlo fue suficiente. Había estado escuchando todo. Mathieu nunca había visto a un hombre tan asustado. La cara del anclen combattant expresaba un descreimiento tan indignado, que era casi como si Francia hubiese sido derrotada otra vez, y ahora para siempre. Era una expresión de dolor profundo e íntimo, como si lo hubieran insultado personalmente. Señaló al Citroen con un dedo tembloroso.

– Mm…

Los otros esperaron nerviosamente.

– Mm…

– Ca ne vas pas, mon vieux? ¿Le sucede algo? -le preguntó Mathieu paternalmente.

– Merde, merde, merde! -chilló Albert y cayó desmayado después de tratar, en vano, de cerrar la puerta.

– Allí tienes mil años de cultura, -murmuró enojado Mathieu, agachándose junto al viejo conductor de taxi-. Voltaire, el racionalismo, el ateísmo, el marxismo, y luego esto. El miedo más primitivo y supersticioso… Y dice ser un francés…

Consiguieron que volviera en sí; pero los ojos seguían dilatados, helados y tenían una expresión de horror. Tal vez el síntoma peor fue que lo hicieron beber media botella de coñac sin que se emborrachara. La idea era dejarlo completamente borracho y luego convencerlo de que nunca había oído lo que creía haber escuchado.

– El alcohol es la maldición de Francia -lo amonestaba severamente Mathieu, apretándole la botella de coñac contra los labios-. Se empieza por escuchar voces, como Juana de Arco, no es que Juana de Arco bebiera ni nada por el estilo. Lo que quiero decir es que se oyen cosas, o se ven culebras o ratas…

Por las miradas que les dirigía era evidente que Albert no estaba viendo nada de eso.

– Tranquilo, ahora, tranquilo… -le decía Mathieu para calmarlo.

– ¡Salauds! -bramaba Albert.

Luego saltó del sofá dirigiéndose hacia la puerta.

Mathieu visitó al conductor de taxi todos los días, y lo tranquilizó el hecho de que tanto la esposa de éste como el médico consideraban que estaba en trance de delirium tremens. Tenía muchísima fiebre y deliraba. El médico sacudía la cabeza cuando escuchaba la delirante narración de Albert respecto del automóvil que funcionaba mediante la "fuerza del alma humana". Pocos días después, la esposa de Albert llamó a Mathieu por teléfono y le dijo que el viejo se estaba muriendo y que "yo le cuento esto porque usted ha demostrado ser una persona tan gentil". Mathieu en ese momento estaba trabajando en el garaje de Fontainebleau, donde no había ningún otro auto disponible más que el Citroen. Lo tomó y se dirigió hacia la casa donde vivía el viejo matrimonio, cerca de Villette. El auto tenía una capacidad de cuatro exhalaciones, pero funcionaba con una sola, y la aguja en el contador argonne, sobre el tablero, se mantenía en uno. Mathieu detuvo la marcha del motor y, cuando ya descendía del automóvil, sucedieron dos cosas. Primero, el motor volvió a funcionar por sí mismo, y luego, cuando Mathieu miró hacia el tablero en un gesto instintivo, notó que la aguja del contador marcaba el número dos.

Por un momento Mathieu le dirigió una mirada seria y enseguida se dio cuenta de lo que sucedía.

Ni siquiera se tomó el trabajo de subir. Albert había muerto y ahora, por así decirlo, se había sentado dentro del motor del Citroen. Mathieu regresó a su casa y se emborrachó. De alguna manera se sentía responsable de la muerte del viejo. Cuando discutían temas científicos debían ser más precavidos, aunque, ¿cómo podían haberse enterado de que un profano los estaba escuchando? Odiaba la expresión "mártir de la ciencia", pero, en cierto modo, era el caso del anclen combattant francés. Mas, entonces, también lo habían sido Montaigne, Rabelais y Pascal. Rápidamente, se estaban convirtiendo en mártires de la ciencia.

Se sintió triste, furioso y apenado. Era imposible hacer que la gente se beneficiara ampliamente de la ciencia y de los progresos ideológicos sin haber elevado, previamente, el nivel cultural de las masas. Tenían que descartar todos los moldes que aún comprimían las mentes.

En realidad, lo que se necesitaba antes de que la exhalación fuese utilizada masivamente era despertar un renacimiento cultural.

Rió y después se emborrachó de tal manera que casi llega hasta el dormitorio para despertar a May y contarle el chiste, la forma en que el auto estaba estacionado a menos de cincuenta metros del exhalador, y de cómo ahora tenían la exhalación de Albert haciendo funcionar al Citroen. Recordó, sin embargo, y a tiempo, que ella carecía de sentido del humor y también que era religiosa, por lo que no había nadie para compartir la broma.

Se dirigió al baño y metió su cabeza culpable dentro del lavatorio dejando que le cayera agua fría para desembriagarse y poder embriagarse nuevamente.

Si había algo que odiaba era tener inconvenientes mecánicos. Además, le había tomado afecto al viejo chofer de taxi; le gustaba el acento parigot; el cigarrillo Boyar de papel marrón colgándole de los labios; el enorme bigote manchado por el tabaco; las interminables conversaciones sobre la Resistance y las bromas corrientes sobre los curas y la iglesia; típicas del empedernido francés ateo. No le podía haber sucedido a nadie más simpático.