"Amado Amo" - читать интересную книгу автора (Montero Rosa)7No siempre fue así, estaba intentando explicar César al hombre joven. No siempre fue así, repetía mientras el tipo apuntaba algo en un papel con una letra microscópica. Acabó de escribir, levantó la cara y miró a César. Le decía que no siempre fue así, al principio yo estaba convencido de que eran los demás quienes se equivocaban; lo cierto es que enseguida alcancé bastante éxito, me hice popular, colgaron un cuadro mío en el Museo de Arte Contemporáneo, ¿conoce el museo?, en fin, todo vino casi de golpe, y, la verdad, yo creo que en alguna medida me desbordó la situación. ¿Orina usted bien?, preguntó el hombre, aprovechando el punto de respiro del contrario. César cerró la boca y cabeceó que sí, que orinaba estupendamente. ¿Y el color? ¿Qué color? El de la orina. Cielos, y yo qué sé, color cerveza. Pero había cervezas rubias, cervezas rojizas, cervezas espesas y muy negras, y el joven médico parecía empeñado en saber el cromatismo exacto del asunto. Qué estúpido soy, pensó César con irritación; y se arrepintió de haber venido. Era el chequeo anual que pagaba la agencia, una revisión rutinaria y gratuita. Hacía años que César no utilizaba estos servicios, y en realidad no sabía muy bien por qué se le había ocurrido recurrir a ellos ahora. Durante un par de horas su cuerpo había sido pinchado, radiografiado, tocado, estrujado, palpado, golpeado, tironeado y escrutado por diversos seres vestidos de blanco y en apariencia mudos. Fue después, cuando le introdujeron en un despachito y se encontró frente a un joven que semejaba humano y que le hablaba, cuando a César, aún en ayunas, mareado de tanto fumar, estremecido todavía por el análisis de sangre y, en suma, en condiciones de debilidad manifiesta, se le destapó la enfermedad moral. Y empezó a hablar. En su descargo hay que decir que, fuera de los calcetines y los zapatos, César se encontraba totalmente desnudo; una breve bata hospitalaria, abierta por la espalda, apenas si ocultaba sus vergüenzas. Tan frágil, tan expuesto. De modo que sí, habló. El médico era un muchacho amable, un tipo comprensivo. O eso le había parecido a César al principio, cuando empezó a interrogarle sobre su estado de salud. Por ejemplo, le había preguntado si era un hombre nervioso; y César había contestado que sí, oh, sí, que estaba últimamente muy angustiado. Y había hablado. El médico le contemplaba atentamente, interesadamente, ¡quizás incluso afectuosamente!, y él, César, hablaba y hablaba. Pero ahora, de pronto, el tipo sólo parecía interesarse en el color de la orina y en la frecuencia de las deposiciones. Como si quisiera humillarlo tras el aluvión de confidencias. Como si deseara recordarle que no era más que un paciente en su rutina. César se removió con incomodidad en el asiento. El áspero tejido de la bata rozó su piel desnuda. Se encontraba tan ridículo así vestido. El médico seguía apuntando algo en sus papeles, repentinamente frío y desdeñoso. Qué estúpida debilidad la suya, pensó César, al haberse sincerado de ese modo. Apretó los labios, dispuesto a no añadir palabra; y se irguió en la butaca con toda la dignidad que el mandil hospitalario permitía. Pero en ese momento el hombre se levantó de la mesa sin siquiera mirarle; vuelvo enseguida, masculló confusamente; y desapareció a toda prisa por la puerta. César permaneció unos instantes calibrando el silencio, sopesando la ausencia, sorprendido aún de la rápida fuga. Después dejó salir muy despacito el aire con el que, momentos antes, había hinchado de orgullo sus pulmones. Ahí quedó César, desinflado, callado y expectante. Qué necio había sido. Cuanto más lo pensaba César, más se lamentaba de su impulso hablador. ¡Pero si incluso le había contado lo de Clara! En fin, no con detalles. Sólo que desde que ella se había ido todo había empeorado sin remedio. Parecía tan buen chico el médico, al principio. Tan acogedor y tan humano. Para luego tornarse en un extraño. Quizás en un enemigo. ¿A dónde se habría ido ahora ese maldito? César cruzó las piernas. Las descruzó. Se mordió las uñas, a falta de un cigarrillo. Se levantó y miró por la ventana. Abajo había un pequeño jardín, un banco de madera, un estanque sin agua. Tardaba demasiado en volver, el medicucho. El reloj se había quedado junto a sus ropas, pero César calculó que debían de haber pasado al menos diez minutos. Ahora bien, un momento. ¿Y si el tipo se hubiese ido para siempre? ¿Y si hubiera dado por terminada la visita? Al marcharse, ¿había dicho de verdad Pero qué estúpido. Cómo había podido hablar tan abiertamente con el médico, sabiendo como sabía que este servicio hospitalario trabajaba habitualmente para la Vuelvo enseguida. Puede irse. César repitió varias veces las frases a media voz, calibrando la posibilidad de confusión, el emborronamiento de las sílabas, la superposición de fricativas. Vuelvoenseguidapuedeirse. Si se decía lo suficientemente deprisa y sin vocalizar correctamente, las palabras terminaban resultando indistinguibles. Ése era el sino de su vida, reflexionó César amargamente: debatirse en un malentendido interminable. En el cuarto hacía un calor enfermizo, un bochorno de estufa. César se levantó de nuevo, abrió la puerta. Quedarse o irse. Cuál sería el comportamiento adecuado. Qué demonios esperaba el mundo de él. Si se quedaba podrían pasar horas antes de que entrara una enfermera; o incluso el médico. ¡Pero todavía está usted aquí!, exclamarían asombrados, mirándole como quien mira a un pobre tonto. Ahora bien, si se marchaba probablemente el joven doctor regresaría al instante. ¡Dónde se habrá metido este cretino!, bufaría el doctor, estupefacto; y le mandaría buscar por todos los corredores de la casa. Decidiera lo que decidiese, César estaba convencido de que terminaría haciendo el ridículo. Cerró la puerta con cuidado y regresó a su silla. Quesada. ¡Fue cosa de Quesada! Oh, sí, ahora lo recordaba todo, pensó César con súbita y desfalleciente comprensión. Fue Quesada quien, días antes, le había dicho que tenía un aspecto horrible. ¿Qué te pasa, César?, trompeteó en mitad de la agencia, tienes la cara gris, pareces enfermo, ¿por qué no te haces un chequeo? Había sido Quesada. César gimió bajito y se agarró al asiento. Calma, calma. No podía ser. Pero, ¿y si era? ¿No se había comportado en realidad el joven doctor de un modo extraño? ¿Al principio tan accesible y tan atento? ¡Interrogándole de modo solapado! Y después, una vez obtenida la información, recuperando su frialdad profesional de esbirro médico. Y el comentario de Quesada, por otra parte, ¿no era de una amabilidad muy sospechosa? ¿Y si estuviera todo previsto y programado? ¿Si le hubieran enviado al hospital para demostrar su incapacidad técnicamente? Ha dicho que la Tenía que irse. Huir. Librarse de esa trampa maquiavélica. Porque además, quién sabe, quizá le estuvieran probando en ese instante. El médico se había marchado hacía muchísimo, y puede que todo formara parte de una especie de test psicológico, como los que hacían en el departamento de personal. Para comprobar si él, César, tenía suficiente capacidad de iniciativa. Huir, Se levantó y salió al pasillo. Sus ropas. Dónde estarían sus ropas. Porque al llegar se había desnudado en un pequeño cuarto; y luego una enfermera le había llevado de acá para allá durante horas. El corredor estaba lleno de puertas, todas cerradas, todas idénticas; imposible recordar detrás de cuál se encontraba su traje, su dignidad y la salida. El pantalón de pana. La gastada camisa de franela. La chaqueta de mezclilla. Añoraba sus ropas con la misma desesperación con que el náufrago añora un trago de agua fresca. En el pasillo no se veía un alma. Caminó al azar hacia la derecha. La primera puerta tenía un cartel metálico en donde podía leerse Lo primero que vio fue una masa de carne blanquecina semioculta entre unos paños verdes. Luego escuchó un gritito, las carnes retemblaron y un hombre se volvió hacia él con rostro enojado. Qué hace usted aquí, salga inmediatamente, empezó a gritarle una enfermera súbitamente materializada junto a César. Pero él no podía apartar la mirada de la caverna rojiza y vegetal que ocupaba el centro de la montaña de carne. Dónde están mis ropas, balbució; y la enfermera le empujaba, el ginecólogo fruncía el ceño con disgusto, la gordísima paciente intentaba de modo infructuoso apearse de la camilla paritoria. Vayase, fuera, insistía la chica, y el pasillo se encontraba ahora tan lleno de gente como si fuera el metro, y todos le contemplaban del mismo modo que contemplarían a un sátiro en calcetines, zapatos y bata hospitalaria. ¿A dónde iba usted?, exclamó el joven médico, que también formaba parte del tumulto. Como tardaba usted tanto, se excusó César, tironeándose del mandil por detrás para taparse el culo. Pero hombre, si sólo he estado fuera unos minutos, se me habían acabado los formularios, decía el tipo con cierta irritación, arrastrándole por el corredor hacia el despacho, sentándole en la silla, instalándose de nuevo frente a él. Bueno, acabemos de una vez, dijo el joven doctor cogiendo un impreso y desenroscando la pluma. ¿Tiene usted pesadillas? ¿Descansa bien por las noches? César sentía ganas de vomitar y estaba harto. ¿Cómo duerme?, insistía el tipo. Y el siempre insomne César, temiendo que le considerara loco, respondió con aplomo total: Como los ángeles. |
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