"El Amante Albanés" - читать интересную книгу автора (Fortes Susana)

XVIII

Por encima de los tejados, el cielo tenía un color pálido, levemente azufrado, pero hacia el noroeste estaba completamente negro, con unas nubes densísimas sobre las lomas que rodeaban la aldea de Ndroq y entre las peñas afiladas, que a veces destellaban con el resplandor de un relámpago cuyo estruendo llegaba retardado como el eco de una batalla lejana. Hanna se resintió un poco de los huesos al levantarse. A pesar de ser media mañana, en el exterior estaba cuajándose una penumbra propia del anochecen Encendió la luz y afianzó los batientes de la ventana. Poco después, un rayo que cayó más cerca que los demás provocó un apagón y empezó a llover con fuerza. Ismaíl entró de nuevo en la cocina, sacudiéndose el pelo mojado, y vio a Hanna a la luz de las velas conversando con el perro, que hundía el hocico entre sus pies.

– A medida que se hace viejo, las tormentas lo asustan cada vez más -dijo la anciana acariciando la cabeza del animal.

Ismaíl acercó una silla a la mesa y se sentó. Los dos permanecieron juntos, en silencio, escuchando el tiritar de los cristales, la caída del agua vertical y densa sobre la tierra del patio, los ruidos de la madera al acomodarse.

– ¿Recuerdas cuando eras pequeño y me pedías que te contara de dónde venían los truenos?

– Sí -dijo Ismaíl. Con los ojos cerrados durante un instante le pareció encontrarse de nuevo tumbado boca abajo sobre la alfombra turca de uno de los salones de lavilla, mientras Hanna le contaba la leyenda del beshabar, un viento sombrío procedente del norte del Cáucaso que al soplar por encima del mar Negro se arremolinaba enfurecido, cargando el vientre de las nubes con lanzas de plata. Entonces, mientras escuchaba a la niñera sumido en esa clase de expectación que es exclusiva de la infancia, soñaba que se hallaba a bordo de un navío, y ese sentimiento violento y lejanísimo le volvió intacto de pronto a la memoria. La casa de Hanna se había convertido ahora en un barco zarandeado al igual que las viejas galeras de cedro que cruzaban el mar Negro, calafateadas de betún y vestidas con velas de lino.

Cuando al cabo de un rato se alejó la tormenta, Ismaíl se dispuso a cambiar los fusibles y de nuevo laluz iluminó la pequeña habitación donde se encontraban.

– Hijo, no debes atormentarte más -exclamó Hanna al comprobar por el semblante de Ismaíl que todavía permanecía sumido en el desconcierto que le había provocado su confesión. Sentía compasión hacia él, pero pensaba que nadie puede ir por la vida ignorando ciertas cosas, porque hay una clase de conocimiento que las personas necesitan para entender su lugar en el mundo: saber de dónde viene uno, quién es… Así era al menos para ella, hija y nieta de campesinos húngaros. La gente humilde no oculta nada, sólo las familias importantes tienen secretos, se dijo. Pero aun así le llamaba la atención que en todo aquel tiempo a Ismaíl no le hubiese llegado el rumor por alguna vía, conociendo cómo es la gente en Albania, tan amiga de hablar-. Si lo piensas bien, todos somos hijos del azar -continuó diciéndole a Ismaíl con intención de apaciguar su ánimo-. Al fin y al cabo, nuestro padre y nuestra madre no son más que meros instrumentos de los que en un momento dado se ha servido la vida. Mírame a mí. Yo no he tenido hijos y, sin embargo, ya ves… os he tenido a vosotros, que habéis sido como mi familia. Y también el azar se ha valido de mí hace muchos años y se está valiendo ahora…

– ¿Qué quieres decir? -Nada. Nada. Ni yo misma sé ya lo que digo -afirmó, interrumpiéndose momentáneamente como si su conciencia le hubiera dado un aviso y temiera de pronto hablar más de la cuenta o antes de tiempo-. Pero aguarda un instante -añadió, enigmática, incorporándose-. Te voy a enseñar una cosa.

Con pasos cadenciosos se dirigió al mueble que había a un lado de la sala. Ismaíl se fijó en el televisor apoyado sobre la repisa. Estaba cubierto por un paño blanco de ganchillo que le daba cierto aire de altar. Encima del tapete reposaba un ciervo de escayola. Toda la estancia rezumaba el olor inalterado de los ambientes humildes, una mezcla de naftalina y espliego. Hanna regresó al instante, con una caja de lata en las manos que había extraído de uno de los cajones. Era rectangular y dorada, como las utilizadas para envasar el dulce de membrillo, con el dibujo del árbol frutal en la tapa. Rebuscó entre todos los papeles amarillentos y recuerdos que contenía hasta que al fin encontró la fotografía que buscaba.

– Míralos, aquí están -dijo, sosteniendo la foto en sus manos un poco temblonas.

Ismaíl clavó los ojos en las figuras en blanco y negro que centraban la composición. Reconoció enseguida el rostro de su madre, los pómulos anchos, el remolino en el nacimiento del pelo que le abría la raya al lado izquierdo, la barbilla en óvalo, bien delineada. Sin embargo, había en su expresión algo abstracto, demasiado serio, que no formaba parte de la imagen dulce que Ismaíl recordaba, una especie de veladura, como esas caras herméticas de los desconocidos que con el tiempo han ido perdiendo identidad para convertirse en rostros anónimos del pasado. Miró al hombre que posaba de pie junto a ella, alto, con las cejas muy pronunciadas, sin acabar de ajustar tampoco su recuerdo infantil del doctor Gjorg, casi mitológico, con la figura de aquel joven grave y desgarbado, del que nunca hasta aquel momento había visto ningún retrato. Estaban detrás de una tribuna sobre la que ondeaba una bandera del partido comunista. Ismaíl pensó que probablemente se encontraban en algún acto oficial, un desfile o un mitin; al fondo se adivinaba, borrosa, una multitud agolpada en las gradas. Los dos iban vestidos formalmente. Ella, con un vestido claro, con hombreras, y él, con traje oscuro de rayas sobre el que sobresalía el puño muy blanco de la camisa. Ismaíl se fijó en la correa del reloj que rodeaba su muñeca y entonces, de pronto, se acordó de algo que hasta ese instante había permanecido sepultado en las capas más profundas de su memoria. Se acordó de haber visto una vez el destello intensísimo de unas agujas y unos números en la oscuridad. Su color verde no se parecía a ningún otro, porque nunca hasta entonces había visto nada igual, y como en un relámpago de azufre apareció ante él, perfectamente nítida, la esfera de aquel reloj grabada con el dibujo de un dragón fosforescente cuya cola estaba enrollada alrededor de las doce. Existe un lugar subterráneo donde subyacen los recuerdos más lejanos, y cuando inesperadamente son rescatados de las profundidades producen en la mente una especie de cortocircuito, como la súbita iluminación de una ciudad dentro del pensamiento. Ismaíl volvió a mirar el rostro del doctor Gjorg, intentando aplicar una corrección a sus sentimientos, tratando de ver a aquel hombre tan joven como padre, sin acabar de lograrlo. Descendió con la mirada hasta el pie de la fotografía y se fijó ensus zapatos de cordones, negros, muy brillantes. Al hacerlo, recordó involuntariamente lo que le había contado su amigo VIadimir: «A mi padre lo enterraron junto a dos hombres más, envueltos en una manta; pudimos reconocerlo por los zapatos, que es lo que más tarda en descomponerse.» Aquéllos eran unos zapatos de buena piel, elegantes, con la puntera muy marcada, como de bailarín retirado.

Mientras observaba con detalle la instantánea, Ismaíl procuraba interrogar íntimamente a aquellos rostros, intentando escrutar el mínimo detalle, adivinar algo en la expresión de sus miradas, quizá el recelo y el miedo, o la angustia del amor culpable, pero también el orgullo y tal vez la pasión, el abrazo robado de prisa en la estrechez de un pasillo, las caricias contenidas algunas noches, un jadeo violento en la oscuridad. Y de pronto se sorprendió pensando en sí mismo con fatalismo, como si su vida no le perteneciera del todo. Como si de algún modo lo que a él le ocurría con Helena estuviese determinado por el amor y el sufrimiento de quienes lo habían engendrado, y al igual que unos rasgos físicos, el rostro anguloso, el cabello ondulado y abundante, hubiese heredado también la maldición de un amor prohibido, su exaltación y su impaciencia. Una cosa que se parece a otra como la semejanza que uno encuentra ante un espejo. Quizá también él hubiese nacido condenado a convertirse algunas noches en un exaltado, en un loco capaz de todo, que puede enamorarse salvajemente aunque con ello le busque la ruina a la mujer que ama y se destruya a sí mismo y destruya a otros.

– Hanna, ¿crees que la predisposición a la desgracia se hereda? -le preguntó.

– No, hijo, no -respondió la anciana con convicción aunque, mientras lo decía, juntó precavidamente el meñique y el índice de ambas manos en un gesto de conjuro gitano que Ismaíl no llegó a advertir-. Uno es igualmente responsable de su felicidad y de su infortunio. Es cierto que nadie puede negar la importancia del azar, pero si lo piensas bien, te darás cuenta de que la fatalidad llega siempre a nuestras vidas por la puerta que nosotros mismos le hemos abierto.

– Pero las personas pueden rebelarse contra lo que les sucede e intentar salvarse. Es algo natural, humano -replicó Ismaíl, como sí fuera él mismo el que estuviera sublevándose contra el pasado irremediable-. ¿Cómo pudo Ella aceptar su condena tan mansamente?

– ¿Cómo no iba a hacerlo? Si ya notaba que empezaba a convertirse en objeto de murmuraciones, y tú sabes lo que puede significar padecer el vacío social. Desde el momento que se hablaba de ella de ese modo, es como si la hubieran transformado en otra persona que no debía ser, toda su vida echada a perder. Se contaban cosas que afectaban también ala política. Alguien del Departamento de Estado pidió informes sobre el doctor Gjorg. No tenían escapatoria después de aquellos informes. El propio Enver Hoxha estaba al tanto. Yo no sé si aquellas acusaciones eran ciertas o no, pero en cualquier caso eso era lo de menos. Estaban ya con la soga al cuello, tenían los brazos metidos en la muerte. Zanum convenció a tu madre. Le hizo creer que aquélla era la forma más beneficiosa para todos de resolver el asunto y de evitar el juicio político, que era lo que Ella temía más que ninguna otra cosa. Así que comenzó a tomar religiosamente todas las noches aquella infusión mortal. Un día detrás de otro. Quizá pensaba que al hacerlo podía salvar la vida de Gjorg o puede que Zanum se lo hubiera prometido. No lo sé… En pocos meses cambió mucho. Le cambió la mirada, el modo de inclinarse sobre la cena, su expresión al bañaros a Viktor y a ti, al cogerte en brazos; era como si estuviera despidiéndose del mundo. Había adelgazado mucho y perdió completamente el color, estaba pálida como una virgen. Sin embargo, hacía gala de un extraño dominio.

– ¿Y qué ocurrió con Gjorg? ¿No intentó él hacer algo?

– Claro que sí, hijo. Al principio, al ver a tu madre tan desmejorada, pensó que se trataba de una infección vírica, por los accesos intermitentes de fiebre alta y debilidad. Pero cuando se dio cuenta de lo que realmente ocurría, reaccionó a la desesperada y trató de conseguir unos pasajes para Brindis¡, cuatro en total. Porque Ella le había dicho que no iría a ningún sitio sin los niños. Creo que llegó a conseguirlos. Pero la suerte ya le había dado la espalda. En su camino de vuelta a Tirana fue detenido… Luego se dijo que habían encontrado en su poder importantes documentos conspirativos. Yo no sé qué documentos podían ser ésos, no entiendo de política, pero no creo que el doctor GJorg tuviera nada que ver con todas aquellas cosas que decían. Aunque es verdad que él se había negado en el pasado a poner su firma como médico en algunas autopsias oficiales y eso le había supuesto problemas. Sin embargo, a pesar de sus diferencias con la línea más dura del partido, dudo mucho que el doctor hubiera tomado parte activa en ninguna conspiración.

– ¿Qué pasó después? -Lo que ocurre siempre, mi niño. Pasó que se convirtió en eso que llaman un disidente. Es decir, un apestado, una no persona, alguien que quizá supo lo que no debería haber sabido, que vio cosas que más le valdría no haber visto, que oyó palabras, órdenes, frases que se repiten de lengua en lengua, de país en país, las mismas siempre, desde que el mundo es mundo. Dicen que fue interrogado en los sótanos del Comité Central, pero después lo sacaron de allí. Dios sabe qué espantos habrá conocido. Para entonces, tu madre ya había muerto, aunque probablemente él no llegó a saberlo.

– ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo murió Ella? Prometiste contármelo -le recordó Ismaíl.

Hanna tomó aire fatigosamente. Parecía cansada, como si se le hubiera aflojado el rostro con los recuerdos y las arrugas hubiesen ahondado sus surcos.

– Fue de noche -dijo-, sobre las dos de la madrugada. A Zanum lo habían llamado ese día del Departamento de Estado por un asunto urgente y no se encontraba en casa. Ella se levantó de la cama y recorrió el pasillo descalza, hasta vuestra habitación, como si presintiera la muerte y quisiera veros por última vez. Yo estaba despierta, llevaba un rato dando vueltas en la cama sin poder dormir. Oí un golpe muy fuerte contra el suelo, como de leña partida. Cuando la vi allí tendida, traté de reanimarla palmeándole las mejillas, todavía tenía un soplo de vida, balbuceaba apenas, pero era consciente de que se estaba muriendo porque consiguió arrancarme una promesa.

– ¿Qué promesa? -Una que ninguna persona bien nacida puede negarse a cumplir. Nadie puede contradecir la última voluntad de un moribundo -respondió Hanna un poco ausente, como si estuviese hablando para sí o cavilando sobre los hilos de continuidad que unen a los vivos y a los muertos, o quizá pensaba en sí misma y en su propia muerte, que debía de sentir ya cercana. Después de aquella breve pausa, volvió a mirar a Ismaíl y añadió-: Le prometí que me encargaría de que sus huesos reposasen junto a los de Gjorg cuando llegase el momento, como manda la tradición.

Ahora, Ismaíl parecía aliviado y a la vez algo triste, aunque tal vez no era ni una cosa ni la otra, sino solamente conmovido. Al mismo tiempo, en su mente se sucedían a gran velocidad las palabras que había cruzado inesperadamente con un individuo cavernario, que se había presentado ante él como empleado del cementerio de Sharré.

– ¿Has cumplido tu palabra? -quiso saber, pero el tono de la pregunta no era inquisitivo, sino más bien íntimo, como si se tratase de algo estrictamente personal.

– Por supuesto que sí -respondió Hanna-. No fue fácil. Tardé muchos años en saber con certeza dónde habían enterrado al doctor. Nunca hubiese imaginado que lo tenía tan cerca. -Se giró hacia la ventana y señaló hacia las peñas grises que rodeaban la aldea como un cerco de piedra pómez-. Aquí mismo, en Ndroq, a menos de quinientos metros de la base militar, junto a esas rocas. -Y volviéndose hacia Ismaíl, añadió-: Como era imposible trasladar sus restos a Sharré, porque ya sabes todos los trámites que se necesitan para un permiso de enterramiento, no me quedó más remedio que traerá tu madre aquí. No fue algo sencillo, pero tampoco creas que demasiado complicado. Hay una organización clandestina que se dedica exclusivamente a eso. Vivimos en un país de muertos.

Ismaíl se acordó de las palabras casi idénticas que había pronunciado Kosturi: «Hemos construido un país de necrófilos -había dicho el funcionario-, de buscadores de tumbas.»

– ¿Te pidió Ella que me contases esto?

– No. No me lo pidió -respondió Hanna-. Quizá pensaba que estarías más protegido sin saberlo. Contártelo fue decisión mía. Cuando viniste a verme la otra vez, no me atreví, la verdad. Pero después pensé que ya no eres un niño y que hay cosas que toda persona tiene derecho a saben.

Por la ventana entraba ahora la luz húmeda de después de la lluvia. Ismaíl y Hanna salieron de la casa. Caminaron en silencio, atravesaron la aldea, calles estrechas de casas bajas y portones cerrados, la plaza con una fuente que más bien semejaba un abrevadero, la estafeta de correos, una destilería, y un poco más adelante, los almacenes de la ensiladora… Parecía que el sol gotease débilmente entre los árboles y en el verde tierno de la hierba recién aparecida en los intersticios del empedrado. Continuaron por la carretera que dividía en dos mitades exactas las huertas de la cooperativa agrícola. Por encima de los sembrados flotaba un vapor muy tenue. Después de cruzar el puente de hormigón sobre el río, ya vieron a lo lejos los tejados de uralita de una antigua instalación militar. Era un edificio rectangular de ladrillo con muestras de abandono en los muros desconchados y sin cristales. La única señal del enterramiento era el color más oscuro de la tierra removida y unas piedras blancas que alguien había depositado sobre las tumbas.

– Las palabras avanzan en círculo, atraviesan una vida entera y luego se vuelven a encontrar, se tocan y cierran algo -dijo Ismaíl.

– Así es como debe ser, hijo. Nada de lo que ocurre se borra jamás del todo -le contestó Hanna antes de darse media vuelta y regresar discretamente al pueblo por el mismo camino por el que había venido, dejando al muchacho a solas con sus cavilaciones.

El dolor requiere su tiempo para manifestarse. Ismaíl permaneció allí, de pie, notando bajo sus pies la poderosa densidad de la tierra apisonada. Tenía la espalda fría, sin embargo, estaba sudando debajo de la ropa. Pero no era la pena lo que lo mantenía clavado en aquel lugar, sino el miedo.