"La joven de la perla" - читать интересную книгу автора (Chevalier Tracy)1666– Hueles a aceite de linaza Por su tono, mi padre parecía desconcertado. No podía creer que con el solo hecho de limpiar el estudio se me pegara así al cuerpo y a las ropas y al pelo el olor de la linaza. Tenía razón. Era como si hubiera adivinado que ahora dormía con ese olor en el cuarto, que me pasaba horas posando y absorbiendo su fragancia. Lo había columbrado, pero no podía decirlo. Toda su confianza en sí mismo le había abandonado al quedarse ciego, de modo que no se fiaba de lo que pensaba. Un año antes habría intentado ayudarlo, le habría insinuado que sabía en qué estaba pensando, le habría animado a abrir su corazón. Ahora, sin embargo, me limité a ver cómo se debatía en silencio, igual que los escarabajos cuando caen patas arriba y tratan de darse la vuelta. Mi madre también se barruntaba algo, aunque no sabía qué A veces no podía mirarla a los ojos. Cuando lo hacía veía un rompecabezas de rabia contenida, de curiosidad, de dolor. Estaba intentando comprender qué le pasaba me había acostumbrado al olor de la linaza. Incluso tenía una botellita al lado de la cama. Por la mañana, cuando me vestía la ponía junto a la ventana para admirar su color, que era parecido al zumo de limón con una gota amarillo de barita. Ahora llevo ese color, me habría gustado decirles. Me está pintando con ese color. Pero en lugar de ello, para apartar de la cabeza de mi padre aquel olor, le describí el otro cuadro en el que estaba trabajando mi amo [7]. – Una mujer está sentada delante de una espineta, tocando. Lleva un corpiño amarillo y negro -el mismo que llevaba la hija del panadero en su cuadro-, una falda de satén blanca y cintas también blancas en el pelo. De pie, junto a la curva de la espineta, hay otra mujer cantando con una partitura en la mano. Va vestida con una túnica verde ribeteada de piel sobre un vestido azul. Entre las mujeres hay un hombre sentado de espaldas a nosotros… – Van Ruijven -interrumpió mi padre. – Sí, Van Ruijven. Sólo se le ve la espalda, el cabello y una mano sobre el mástil del laúd. – Lo toca muy mal -añadió mi padre, impaciente. – Muy mal. Por eso está de espaldas: para que no veamos que ni siquiera sabe agarrar el laúd. Mi padre se rió, recuperado su buen humor. Oír que un rico era torpe para otras cosas, como la música, por ejemplo, era siempre de su agrado. No siempre resultaba así de sencillo ponerlo contento. Los domingos sola con mis padres se habían convertido en tal suplicio que casi me alegraba cuando Pieter se quedaba a comer con nosotros. Pieter debía de notar las miradas de preocupación que me lanzaba mi madre, las tristes apostillas de mi padre, los incómodos silencios, tan extraños entre una hija y sus padres. Nunca hizo ningún comentario al respecto, ni pestañeó ni se quedó mudo. En lugar de ello, bromeaba con mi padre, encomiaba a mi madre y me sonreía. Pieter no me preguntó por qué olía a linaza. No parecía preocuparle que estuviera ocultando algo. Había decidido confiar en mí. Era un buen hombre. Pero no podía evitar mirar si tenía las uñas manchadas de sangre. Debería ponerlas a remojo en agua con sal, pensaba yo. Un día se lo diré. Era un buen hombre, pero empezaba a impacientarse. Aunque él no decía nada, algunos domingos, en el callejón del canal Rietveld, sentía la impaciencia en sus manos. Me agarraba los muslos con más fuerza de la necesaria, me estrechaba de tal forma que quedaba como encolada a su entrepierna y sentía el bulto de su sexo incluso bajo todas las capas de ropa. Hacía tanto frío que nunca llegábamos a tocarnos directamente en la piel, sólo las texturas y las rugosidades de la lana, los toscos contornos de nuestros miembros. Las caricias de Pieter no me repelían siempre. A veces, si miraba al cielo por encima de su hombro y veía en las nubes otros colores además del blanco, o pensaba en moler el blanco de plomo o el masicote, sentía un temblor en los pechos y en el vientre y me pegaba a su cuerpo. Siempre le agradaba que respondiera de este modo. No reparaba en que evitaba mirarle a la cara y a las manos. Aquel domingo del aceite de linaza en el que mis padres es estaban tan tristes y desconcertados, Pieter me llevó luego al callejón. Allí empezó a estrujarme los pechos y a tirarme de los pezones por encima del vestido. Entonces se paró de pronto, me miró con ojos maliciosos y me acarició los hombros y la base del cuello. Antes de que pudiera detenerlo, sus dedos estaban bajo mi cofia, enredados en mis cabellos. Yo me agarré la cofia con ambas manos. – ¡No! Pieter me sonrió; tenía los ojos vidriosos, como si hubiera estado demasiado tiempo mirando al sol. Se las apañó para soltarme un mechón de pelo y se lo enroscó entre los dedos – Algún día, Griet, lo veré todo. No siempre vas a ser secreto para mí -dejó caer la mano bajo la curva de vientre y se apretó contra mí-. El mes que viene cumples dieciocho años. Hablaré con tu padre entonces. Yo di un paso atrás; me sentía como si estuviera en una habitación oscura y sofocante; me resultaba difícil respirar. – Todavía soy demasiado joven. Demasiado joven para eso. Pieter se encogió de hombros. – No todos esperan a ser mayores. Y tu familia me necesita. Era la primera vez que se refería a la pobreza de mi familia y a su dependencia de él, su dependencia que era también mi dependencia. Por eso aceptaban contentos la carne que él les llevaba de regalo y me hacían irme con él al callejón los domingos. Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que me recordara el poder que tenía sobre nosotros. Pieter se dio cuenta de que había dicho una inconveniencia. Para congraciarse conmigo, volvió a remeter el mechón de pelo bajo mi cofia. – Te haré feliz, Griet -dijo-. Claro que lo haré. Después de que él se fuera, me quedé un rato caminando a orillas del canal, pese al frío que hacía. Habían roto el hielo para que pudieran pasar las embarcaciones, pero se había vuelto a formar una fina capa en la superficie. De niños, Frans, Agnes y yo la rompíamos tirando piedras hasta que no quedaba una sola astilla de hielo flotando sobre el agua. Parecía que había pasado mucho tiempo desde entonces. Un mes antes me había dicho que subiera al estudio. – Estaré en el desván -anuncié aquella tarde a quienes estaban conmigo en la habitación. Tanneke no levantó la vista de la costura. – Pon un poco de leña en el fuego antes de salir -me ordenó. Las niñas estaban haciendo ganchillo dirigidas por Maertge y María Thins. Lisbeth tenía paciencia y agilidad en los dedos y su labor era bastante buena, pero Aleydis era demasiado joven para manipular el delicado ganchillo, y Cornelia demasiado impaciente. El gato estaba echado a los pies de Cornelia, delante del hogar, y de vez en cuando la niña se agachaba y meneaba una hebra para que el animalito jugara con ella. Probablemente esperaba que el gato terminara por clavar las uñas en su labor y se la destrozara. Tras echar la leña en el fuego, rodeé a Johannes, que estaba jugando con una peonza sobre las gélidas baldosas de la cocina. En el momento que yo salía, la tiró con tal fuerza que cayó directamente en el fuego. El crío se echó a llorar, mientras Cornelia se retorcía de risa y Maertge intentaba rescatar el juguete del fuego con unas tenazas. – ¡A callar! Vais a despertar a Catharina y a Franciscus -les reprendió María Thins. Pero no la escuchaban. Salí sin que me vieran, aliviada de dejar atrás todo aquel barullo y sin importarme el frío que pudiera hacer en el estudio. La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando me acerqué, apreté los labios, me atusé las cejas y me pasé los dedos por las mejillas, hasta la barbilla, como si estuviera palpando la firmeza de una manzana. Vacilé ante la pesada puerta y luego llamé suavemente. No hubo respuesta, aunque sabía que él tenía que estar dentro: me estaba esperando. Era el primer día del año. Hacía casi un mes que había preparado el lienzo para mi retrato, pero no había hecho nada más desde entonces -ni perfiles rojizos para indicar las formas ni falsos colores ni colores tapados ni zonas resaltadas-. Sólo el blanco amarillento del lienzo. Lo veía todas las mañanas al limpiar el estudio. Llamé más fuerte. Cuando abrió la puerta, tenía el ceño fruncido y no me miró de frente. – No hace falta que llames, Griet, sólo tienes que entrar sin hacer ruido -dijo, volviéndose y dirigiéndose al caballete, donde el lienzo blanco esperaba preparado a que le añadieran los colores. Cerré la puerta suavemente tras de mí, acallando el ruido de los niños en el piso de abajo, y avancé hasta el centro de la habitación. Estaba sorprendentemente tranquila, ahora que por fin parecía que había llegado el momento. – Me llamaba, señor. – Sí. Ponte ahí -señaló hacia el rincón donde había pintado a las otras mujeres. La mesa que estaba utilizando para el cuadro del concierto estaba todavía allí, pero había quitado los instrumentos musicales. Me dio un papel escrito. – Lee esto -dijo. Yo desdoblé el papel y bajé la cabeza, preocupada de que descubriera que estaba fingiendo que sabía leer una caligrafía desconocida. El papel estaba en blanco. Levanté la cabeza para decírselo, pero me detuve. Con él, por lo general, era mejor no decir nada. Volví a agachar la cabeza sobre el papel. – Inténtalo con esto, a ver -me sugirió, dándome un libro. La encuadernación de cuero estaba muy gastada y el lomo roto por varios sitios. Lo abrí al azar y contemplé una página. No reconocí ninguna palabra. Me hizo sentar, luego me dijo que me pusiera de pie y lo mirara, siempre con el libro abierto entre las manos. Me quitó el libro y me dio la jarra blanca con tapa de peltre y me dijo que hiciera como si estuviera sirviendo un vaso de vino. Me pidió que me pusiera frente a la ventana y simplemente mirara a la calle. Parecía perplejo todo el tiempo, como si alguien le hubiera contado una historia y no se acordara del final. – Es la ropa -musitó-. Ése es el problema. Comprendí a qué se refería. Me estaba haciendo hacer el tipo de cosas que haría una dama, pero yo iba vestida con ropas de sirvienta. Pensé en la pelliza amarilla y el corpiño amarillo y negro y me pregunté cuál me diría que me pusiera. En lugar de ilusionarme, la idea de vestirme con aquellas prendas me fastidiaba. No sólo era que iba a resultar imposible ocultarle a Catharina que me ponía su ropa. No me sentía a gusto agarrando cartas y libros, sirviendo el vino, haciendo cosas que nunca hacía. Por mucho que me apeteciera sentir la suave piel de la pelliza envolviéndome el cuello estaba claro que ésa no era la ropa que yo solía llevar. – Señor -dije finalmente-, o tal vez debería pintarme haciendo otras cosas. Las cosas que hacen las criadas. – ¿Y qué hacen las criadas? -me preguntó suavemente, cruzándose de brazos y levantando las cejas. Tuve que esperar un instante antes de contestar. Me temblaba la barbilla. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón y tragué saliva. – Coser -repuse-. Fregar y barrer el suelo. Acarrear el agua. Lavar las sábanas. Cortar el pan. Limpiar las ventanas. – ¿Quieres que te pinte con la escoba en la mano? – No soy yo la que tiene que decidir estas cosas. No es mío el cuadro. Frunció el ceño. – No, no es tuyo -sonó como si estuviera hablando para sí. – No quiero que me pinte con la escoba -dije esto sin saber lo que iba a decir, – No, no. Tienes razón, Griet. No te pintaría con una escoba en la mano. – Pero no puedo ponerme la ropa de su esposa. Se hizo un largo silencio. – No, supongo que no -dijo-. Pero tampoco te pintaré de criada. – ¿De qué, entonces, señor? – Te pintaré como te vi la primera vez, Griet. Como tú misma. Colocó una silla al lado del caballete, mirando a la ventana del centro, y yo me senté en ella. Supe que ése era mi sitio. Iba a buscar la pose en la que me había colocado un mes antes, cuando decidió pintarme. – Mira por la ventana -dijo. Yo miré hacia el gris invernal al otro lado de la ventana y, recordando cuando había posado en lugar de la hija del panadero, no intenté ver nada en especial, sino dejar que mis pensamientos se acallaran. No era cosa fácil, porque estaba pensando en él y en que estaba sentada frente a él. La campana de la Iglesia Nueva sonó dos veces. – Ahora vuelve la cabeza lentamente hacia mí. No, los hombros no. Mantén el cuerpo mirando hacia la ventana. Mueve sólo la cabeza. Despacio, despacio. Quieta ahí. Un poco más, de modo que…, quieta. Ahora no te muevas. Me quedé quieta. Al principio no podía mirarlo a los ojos. Cuando lo hice tuve la sensación de estar sentada junto a un fuego que lanzara de pronto una llamarada. En lugar de mirarlo a los ojos, estudié su barbilla firme, sus finos labios. – No me estás mirando, Griet. Me forcé a mirarlo. De nuevo sentí una quemazón, pero lo soporté. Él quería que lo hiciera. Enseguida empezó a resultarme más fácil. Me miraba como si no me estuviera viendo, como si viera otra persona u otra cosa, como si estuviera mirando un cuadro. Está mirando a la luz que me da en la cara, pensé, no a mi cara. Ésa es la diferencia. Era como si yo no estuviera allí. Cuando me percaté de esto, pude relajarme un poco. De la misma forma que él no me veía, yo no lo veía a él. Dejé vagar mis pensamientos y por mi cabeza pasaron la liebre estofada que habíamos tenido para comer, el cuello de encaje que me había dado Lisbeth, una historia que me había contado Pieter el hijo el día anterior. Tras esto me quedé con la mente en blanco. Él se levantó dos veces a cambiar la posición de uno de los postigos. Y se dirigió varias veces al armarito y eligió diferentes pinceles y colores. Yo observaba sus movimientos como si estuviera parada en la calle, viendo por una ventana el interior de una casa. La campana de la iglesia sonó tres veces. Pestañeé. No me había dado cuenta de que había pasado tanto tiempo. Era como si me hubiera quedado embelesada. Lo miré: tenía los ojos clavados en mí. Me observaba. Una ola de calor me recorrió el cuerpo al encontrarse nuestras miradas. Pero no aparté los ojos hasta que él, carraspeando, miró a otro lado. – Esto será todo por hoy, Griet. Tienes un poco de marfil para moler esperándote arriba. Yo asentí sin palabras y salí de la habitación, mi corazón palpitante. Me estaba pintando. – Retírate la cofia de la cara -me dijo un día. – ¿De la cara, señor? -repetí estúpidamente, y lo lamenté enseguida. Él prefería que no dijera nada y que hiciera lo que me decía. Sí hablaba, debía decir algo que mereciera la pena. No me respondió. Yo levanté por encima de la mejilla el lado de la cofia que veía él. La punta, endurecida con patata al plancharla, me rozó el cuello. – Más -dijo-. Quiero ver la línea de la mejilla. Yo vacilé y la retiré un poco más. Sus ojos recorrieron mi mejilla. – Destápate la oreja. No quería hacerlo. No tenía elección. Me palpé para asegurarme de que no se me había soltado el pelo, me metí detrás de la oreja un mechoncito rebelde y retiré la cofia, dejando el lóbulo al descubierto. Por su cara pareció que iba a suspirar, aunque no emitió sonido alguno. Yo reprimí el sonido que quería escapárseme de la garganta. – La cofia -dijo-. Quítate la cofia. – No puedo, señor. – ¿No? – No me pida que lo haga, por favor, señor -dejé caer el lateral de la cofia, de modo que volviera a taparme la mejilla y la oreja. Miré al suelo, á las baldosas grises y blancas que se alejaban de mí, definidas y rectas. – ¿No quieres descubrirte la cabeza? – No. – Pero no quieres que te pinte de criada, con la escoba y la cofia, ni tampoco con el satén, las pieles y el peinado de una dama. No respondí. No podía enseñarle mis cabellos. Yo no era de esas que se destapaban la cabeza. Se cambió de postura en la silla y luego se puso de pie. Lo oí entrar en el almacén. Cuando volvió, llevaba un montón de prendas de tela entre las manos y las dejó caer en mi regazo. – Está bien, Griet, mira a ver lo que puedes hacer con esto. Busca una forma de envolverte la cabeza de modo que no parezcas una criada ni tampoco una dama. No podía distinguir si estaba enfadado o divertido. Salió de la habitación cerrando la puerta tras él. Yo examiné el contenido del montón. Había tres cofias, las tres demasiado finas para mí y demasiado pequeñas para cubrirme enteramente la cabeza. Había trozos de tela, restos de los vestidos y chaquetas que se había hecho Catharina, en tonos amarillos y marrones, azules y grises. No sabía qué hacer con ellos. Miré a mi alrededor, como si el estudio pudiera ofrecerme una solución. Mis ojos se clavaron en el cuadro de Escogí un trozo de tela marrón y me lo llevé al almacén, donde había un espejo. Me quité la cofia y me enrollé el trozo de tela lo mejor que pude alrededor de la cabeza, comprobando de vez en cuando el cuadro para tratar de ponérmelo como el de la anciana. Me daba un aspecto muy peculiar. Debería dejar que me pintara con la escoba, pensé. El orgullo me ha hecho una presumida. Cuando volvió y vio lo que había hecho se echó a reír. No lo había oído reírse mucho, alguna vez con las niñas, una vez con Van Leeuwenhoek. Fruncí el ceño. No me gustaba que se rieran de mí. – Sólo he hecho lo que me dijo, señor -musité. Él dejó de reírse. – Tienes razón, Griet. Lo siento. Y ahora que puedo verla, tienes una cara… -se calló y no terminó la frase. Me quedé para siempre con la duda de qué iba a decir. Se volvió hacia el montón de telas y prendas que yo había dejado sobre la silla. – ¿Por qué has elegido el marrón habiendo otros colores? -me preguntó. No quería que la conversación volviera a girar en torno de las damas y las criadas. No quería recordarle que el azul y el amarillo eran colores para las damas. – Es el color que llevo normalmente -dije sin más. Pareció que había adivinado mis pensamientos. – Tanneke llevaba azul y amarillo cuando la pinté hace unos años -repuso. – Yo no soy Tanneke, señor. – No, de eso estamos seguros -sacó un trozo de tela azul muy largo y estrecho-. En cualquier caso, quiero que pruebes con esto. Yo estudié el trozo de tela. – No me llegará para cubrirme toda la cabeza. – Pues entonces usa también este otro -agarró un trozo de tela amarilla que tenía un reborde del mismo tono de azul y me lo dio. De mala gana tomé los dos trozos y me fui al almacén para probar de nuevo frente al espejo. Me até la tela azul sobre la frente y la amarilla la enrollé de forma que me cubriera la coronilla. Remetí el extremo en una de las vueltas, dejando que me cayera a un lado de la cabeza. Quité las arrugas que se formaron, alisé la tela azul que me cubría la frente y volví a entrar en el estudio. Él estaba mirando un libro y no se dio cuenta de que me había vuelto a sentar en mi silla. Me coloqué como había estado antes. Cuando volví la cabeza sobre el hombro izquierdo, él levantó la vista del libro, y en ese mismo momento el extremo de la tela amarilla se soltó y me cayó sobre el hombro. – ¡Oh! -dije con un suspiro, temerosa de que se cayera el resto de la tela y quedara expuesta la totalidad de mis cabellos. Pero se sostuvo, sólo el extremo de la tela amarilla se quedó suelto. Mis cabellos siguieron tapados. – Sí -dijo él entonces-. Así es, Griet. Sí. [8] No me dejaba ver el cuadro. Lo colocó en un segundo caballete, de espaldas a la puerta y me dijo que no lo mirara. Yo le prometí que no lo haría, pero algunas noches en la cama, antes de dormirme, me entraban ganas de envolverme en una manta y bajar sigilosamente al estudio a verlo. Nunca se habría enterado. Pero lo sospecharía. No podía imaginarme pasar un día tras otro sentada frente a él sin que adivinara que había mirado el cuadro. No podía ocultarle nada. No quería hacerlo. Tampoco me apetecía descubrir cómo me veía. Era mejor que siguiera siendo un misterio. Los colores que me decía que mezclara no me daban pistas sobre lo que estaba haciendo. Negro, ocre, blanco de plomo, amarillo de barita, azul de ultramar, amaranto, eran todos ellos colores con los que ya había trabajado antes y podían estar siendo igualmente empleados en el cuadro del concierto. No era lo habitual que pintara dos cuadros al mismo tiempo. Aunque no le gustaba tener que estar pasando de uno a otro, así le resultaba más fácil ocultar que me estaba pintando. Algunas personas lo sabían. Van Ruijven lo sabía -no me cabía la menor duda de que mi amo estaba pintándome porque él se lo había pedido-. Debió de aceptar pintarme sola para no tener que pintarme con Van Ruijven. Van Ruijven iba a ser el dueño de mi retrato. No me gustaba pensarlo. Ni tampoco, creía yo, le gustaba a mi amo. María Thins también lo sabía. Fue ella probablemente la que llegó a un acuerdo con Van Ruijven. Y además, todavía podía entrar y salir del estudio cuando gustara y podía ver el cuadro, algo que a mí no me estaba permitido. A veces me miraba de soslayo y no podía ocultar una expresión de curiosidad. Yo sospechaba que Cornelia también conocía la existencia de mi retrato. Un día la pillé donde no debía, en las escaleras que subían al estudio. Y cuando le pregunté qué estaba haciendo allí, no me respondió; yo la dejé marchar en lugar de llevarla a María Thins o a Catharina. No me atrevía a remover las cosas, al menos mientras me estuviera pintando. Van Leeuwenhoek sabía también del cuadro. Un día trajo su cámara oscura y la dispuso de forma que ambos pudieran examinarme a través de ella. No pareció sorprenderse al verme allí sentada; mi amo debía de haberle advertido. Sí miró con atención a mi extraño tocado, pero no hizo ningún comentario. Usaron la cámara por turno. Yo había aprendido a posar sin moverme ni pensar en nada y a que no me distrajera su mirada. Era más difícil, sin embargo, con la caja negra apuntando hacia mí. Me sentía incómoda con aquella caja y el sobretodo negro cubriendo una espalda encorvada, en lugar de unos ojos, una cara, un cuerpo vueltos hacia mí. Ya no podía saber cómo me miraban. No podía negar, sin embargo, que era bastante excitante que dos caballeros la examinaran a una con tanta atención, aunque no pudiera verles la cara. Mi amo salió de la habitación en busca de un paño suave para limpiar la lente. Van Leeuwenhoek esperó hasta que lo oímos bajar las escaleras y entonces dijo: – ¡Ándate con cuidado!, querida. – ¿Qué quiere decir, señor? – Seguramente sabes que te está pintando para satisfacer un capricho de Van Ruijven. Tu amo pretende protegerte del interés que ha demostrado Van Ruijven por ti. Yo asentí, secretamente encantada de oír lo que ya sospechaba. – No dejes que te metan en su guerra. Podrías resultar herida. Yo seguía en la postura con la que posaba para el cuadro. Mis hombros empezaron a contraerse por su cuenta, como si me estuviera quitando un chal. – No creo que él pueda herirme nunca, señor. – Dime, querida, ¿sabes mucho de los hombres? Yo me sonrojé y me volví. Se me vino a la cabeza la imagen de Pieter y yo en el callejón. – Verás, la competencia vuelve a los hombres posesivos. Le interesas a él en parte porque Van Ruijven está interesado. Yo no respondí. – Es un hombre excepcional -continuó Van Leeuwenhoek-. Sus ojos valen el peso de una habitación llena de oro. Pero a veces ve el mundo sólo como él quiere que sea y no como realmente es. Y no comprende las consecuencias que pueda tener para los otros ese punto de vista. Sólo piensa en él y en su trabajo, no en ti. Debes tener cuidado… -se calló. Oímos los pasos de mi amo en las escaleras. – ¿De qué debo cuidarme, señor? -dije en un susurro. – De seguir siendo tú misma. Levanté la barbilla. – ¿De no dejar de ser una criada? – No es eso lo que he querido decir. Las mujeres en sus cuadros… las atrapa en su mundo. Puedes perderte en él. Mí amo entró en la habitación. – Griet, te has movido -dijo. – Lo siento, señor -musité, y volví a adoptar la pose en la que me estaba pintando. Catharina estaba embarazada de seis meses cuando él empezó a pintarme. Ya estaba muy abultada y se movía con mucho esfuerzo, muy lentamente, apoyándose en las paredes, agarrándose a los respaldos de las sillas, hundiéndose con todo su peso en los asientos al tiempo que exhalaba un profundo suspiro. Me sorprendía ver lo duro que parecían ser para ella los embarazos cuando ya había pasado por tantos. Aunque no se quejaba en alto, en cuanto le crecía el vientre hacía que todos y cada uno de sus movimientos parecieran un castigo que se veía obligada a soportar. No había reparado en esto en el embarazo de Franciscus, cuando acababa de entrar en la casa y apenas veía nada más allá del montón de ropa para lavar que me esperaba cada mañana. Conforme avanzaba el embarazo, Catharina iba estando cada vez más ensimismada. Seguía cuidando de los niños, con la ayuda de Maertge. Seguía ocupándose de la casa y nos daba órdenes a Tanneke y a mí. Seguía haciendo las compras acompañada por María Thins. Pero una parte de ella estaba en otro lugar, junto con la criatura que llevaba en su seno. Su brusquedad era menos patente y menos deliberada. Se lo tomaba todo con más calma, y aunque no dejaba de ser torpe, rompía menos cosas. Yo estaba muy preocupada de que llegara a descubrir mi retrato. Por suerte las escaleras del estudio se le hacían cada vez más difíciles de subir, de modo que no era muy probable que abriera de pronto la puerta y me viera sentada en la silla, posando, y a él delante del caballete. Y como era invierno prefería sentarse al lado del fuego con los niños y Tanneke y María Thins o adormilarse bajo una pila de mantas y pieles. El verdadero peligro era que se enterara por Van Ruijven. De toda la gente que sabía del cuadro, él era el peor a la hora de guardar el secreto. Venía a la casa regularmente a posar para el cuadro del concierto. María Thins ya no me enviaba a hacer recados ni me decía que no me dejara ver mucho cada vez que él venía. Hubiera sido poco práctico: no había tantos recados que yo pudiera hacer. Y debió de pensar que probablemente él ya se habría quedado satisfecho con la promesa de un cuadro y me dejaría en paz. Pero no lo hizo. A veces venía a buscarme cuando estaba lavando o planchando en el lavadero o ayudando a Tanneke en la cocina. Cuando había gente alrededor era soportable; cuando Maertge estaba conmigo o Tanneke o incluso Aleydis, se limitaba a saludarme -«Hola, preciosa»- con su voz edulcorada y me dejaba en paz. Pero cuando estaba sola, como solía estarlo en el patio, tendiendo la ropa a fin de aprovechar los escasos minutos de sol invernal, entraba en el pequeño recinto cerrado y, escondido tras una de las sábanas que acababa de tender o de una camisa de mi amo, me tocaba. Yo lo rechazaba con toda la determinación que una criada puede mostrar educadamente frente a un caballero. Sin embargo, consiguió llegar a familiarizarse con la.forma de mis pechos y de mis muslos bajo la ropa. Me decía cosas que yo intentaba olvidar, palabras que yo nunca repetía a nadie. Van Ruijven siempre pasaba con Catharina unos minutos después de posar en el estudio; su hija y su hermana lo esperaban pacientemente mientras él cotilleaba y coqueteaba con ella. Aunque María Thins le había advertido de que no dijera nada del cuadro a Catharina, no era un hombre capaz de guardar secretos. Estaba muy contento de llegar a tener un retrato mío y a veces dejaba caer algo al respecto delante de mi ama. Un día estaba fregando el suelo del pasillo cuando le oí decir: – ¿Quién le pedirías a tu marido que pintara si pudiera pintar a quien quisiera? – ¡Oh, yo no pienso en esas cosas! -contestó riéndose Catharina-. Él pinta lo que pinta. – Yo no estoy tan seguro -Van Ruijven se esforzó tanto en sonar malicioso que ni siquiera Catharina pudo pasar por alto la indirecta. – ¿Qué quieres decir? -le preguntó ella. – Nada, nada. Pero deberías pedirle un cuadro. No podrá decir que no. Podría pintar a una de las niñas, a Maertge, tal vez. O tu encantadora persona. Catharina se quedó callada. Por la rapidez con que Van Ruijven cambió de tema, debió de darse cuenta de que había dicho algo que la molestaba. En otra ocasión en que ella le preguntó sí le gustaba posar para el cuadro, Van Ruijven respondió: – No tanto como si tuviera una hermosa muchachita sentada a mí lado. Pero pronto la tendré, en cualquier caso, y por el momento tendré que conformarme. Catharina dejó pasar ese comentario, como no lo habría hecho unos meses antes. Pero, por otro lado, es probable que a ella no le sonara tan sospechoso, puesto que no sabía nada del cuadro. Yo me quedé horrorizada, sin embargo, y fui a contárselo a María Thins. – ¿Andas escuchando detrás de las puertas, muchacha? -me preguntó la anciana. – Yo…, yo -no podía negarlo. María Thins esbozó una amarga sonrisa. – Ya era hora de que te pillara haciendo el tipo de cosas que se supone que hacen las criadas. Lo siguiente que hagas será robar cucharillas de plata. Yo parpadeé. Eran unas palabras muy duras, especialmente después de todo lo que había pasado con el asunto de Cornelia y las peinetas. No tenía elección, sin embargo: le debía mucho a María Thins. Debía aguantar sus crueles palabras. – Pero tienes razón que Van, Ruijven se va de la boca -continuó-. Volveré a hablar con él. No valía de mucho, sin embargo, hablar con él. Incluso parecía que ello le incitaba a contarle aún más a Catharina. María Thins empezó a estar en la habitación con su hija cuando él entraba a visitarla, a fin de intentar refrenar su lengua. Yo no sabía qué haría Catharina sí descubriera mi retrato. Y algún día habría de descubrirlo, sí no en su propia casa, sí en la de Van Ruijven, en donde me vería mirándola desde la pared cada vez que levantara la cabeza del plato. No todos los días trabajaba en mi retrato. Tenía que pintar también el cuadro del concierto, con o sin Van Ruijven y sus mujeres. Pintaba lo de alrededor cuando ellos no venían a posar o me pedía que ocupara el lugar de una de ellas: la joven sentada a la espineta, la mayor de pie al lado de ésta cantando con una partitura en la mano. No me ponía sus ropas. Sencillamente quería un cuerpo en el lugar. A veces venían las dos mujeres sin Van Ruijven, y entonces era cuando él trabajaba mejor. Van Ruijven no era fácil de pintar. Lo oía cuando trabajaba en el desván. No se estaba quieto y quería hablar y tocar el laúd. Mi amo tenía mucha paciencia con él, como sí fuera un niño, pero a veces notaba un tono peculiar en su voz y sabía que esa noche saldría e iría a la taberna y volvería con unos ojos brillantes e hinchados. Posaba para él una o dos horas tres o cuatro veces por semana. Era lo que más me gustaba de la semana, sus ojos sólo para mí durante esas horas. No me importaba que fuera una postura difícil de mantener, que mirar de lado durante todo ese rato me diera dolor de cabeza. No me importaba cuando me hacía mover la cabeza una y otra vez para que la tela amarilla oscilara a un lado y otro y poderme así pintar como si acabara de volverme a mirarlo. Hacía todo lo que me pedía. Pero él no parecía contento, sin embargo. Pasó febrero y empezó marzo, con sus días de hielo y sol, y a él seguía sin parecerle bien. Llevaba casi dos meses trabajando en el cuadro, y aunque no lo había visto, pensaba que debía de faltarle poco para estar terminado. Ya no me hacía mezclar grandes cantidades de colores, sino que utilizaba pequeñas cantidades y apenas movía los pinceles mientras yo posaba. Yo pensaba que había entendido cómo quería que estuviera, pero ya no estaba muy segura. A veces simplemente se sentaba y me miraba como si estuviera esperando que hiciera algo. Entonces no se comportaba como pintor, sino como hombre, y no era fácil mirarlo. Un día, cuando estaba en mi silla, posando, dijo él de pronto: – Esto será del agrado de Van Ruijven, pero no del mío. Yo no sabía qué decir. No podía ayudarlo sin haber visto el cuadro. – ¿Puedo ver el cuadro, señor? Me miró curioso. – A lo mejor puedo ayudarlo -añadí, y luego deseé no haberlo dicho. Temía haberme vuelto demasiado atrevida. – Está bien -dijo él pasado un momento. Yo me puse de pie y me quedé detrás de él. Él no se volvió, sino que permaneció sentado muy quieto. Sentí su respiración pausada y uniforme. El cuadro no se parecía a ninguno de los otros. Sólo se me veía a mí, mi cabeza v mis hombros, sin mesas ni cortinas ni ventanas ni brochas que suavizaran o distrajeran la atención. Me había pintado con los ojos muy, abiertos, la cara directamente iluminada de frente, pero el lateral izquierdo en la sombra. Iba vestida de azul y amarillo y marrón. El paño que llevaba enrollado a la cabeza hacía que pareciera otra Griet, una Griet de otra ciudad o incluso de otro país. El fondo era negro, lo que contribuía a que se me viera más sola, aunque estaba claramente mirando a alguien. Parecía que estaba esperando algo que no creía que fuera a suceder nunca. Tenía razón: el cuadro iba a satisfacer a Van Ruijven, pero le faltaba algo. Lo supe antes que él. Cuando me di cuenta de lo que le hacía falta -ese punto brillante que había empleado para atraer al ojo en los otros cuadros-, me dio un escalofrío. Con esto lo terminará, pensé. Y tenía razón. Esta vez no intenté ayudarlo como había hecho con el cuadro de la esposa de Van Ruijven leyendo la carta. No bajé subrepticiamente al estudio a hacer cambios -como colocar de otra forma la silla en la que me sentaba o abrir más los postigos-. No me envolví de otra forma las telas azul y amarilla ni oculté la parte superior de mi camisola. No apreté los labios para ponerlos más encarnados ni me mordí los carrillos. No dejé preparados colores que él no me había pedido, pero que yo pensaba que tal vez podría utilizar. Sencillamente seguí posando para él y molí y lavé los colores que me pidió. Terminaría dándose cuenta por sí solo. Le llevó más tiempo de lo que yo había supuesto. Posé dos veces más antes de que él se percatara de lo que le faltaba a la pintura. Las dos veces puso cara de desagrado mientras pintaba y me despidió enseguida. Yo esperé. La propia Catharina me dio la respuesta. Una tarde, Maertge y yo estábamos limpiando zapatos en el lavadero mientras las otras niñas estaban en la Sala Grande mirando a su madre vestirse para un bautizo. Oí a Aleydis y a Lisbeth dar grititos y supe que Catharina había sacado las perlas, pues a las niñas les encantaban. Entonces oí sus pasos en el pasillo, silencio, luego voces sofocadas. Un momento después me llamó: – Griet, tráele a mi mujer un vaso de vino. Puse la jarra blanca y dos vasos en una bandeja, por si él decidía unirse a ella, y los llevé a la Sala Grande. Al entrar me tropecé con Cornelia, que estaba parada en la puerta. Conseguí agarrar la jarra, y los vasos se entrechocaron contra mi pecho sin llegar a romperse. Cornelia me lanzó una afectada sonrisa y se quitó de en medio. Catharina estaba sentada a la mesa donde tenía su brocha y tarro de polvos, sus peinetas y su joyero. Se había puesto las perlas y el vestido de seda verde, que le habían arreglado para que le cupiera el vientre. Yo puse una copa a su lado y le serví el vino. – ¿Quiere que le sirva a usted también una copa de vino, señor? -pregunté, levantando la cabeza. Estaba arrimado al armario que rodeaba la cama, aplastando las cortinas de seda, que, reparé yo entonces por primera vez, estaban hechas de la misma tela que el vestido de Catharina. Su vista pasó de mí a Catharina y de nuevo a mí. Había puesto su cara de pintor. – ¡Estás tonta! ¡Me has manchado de vino el vestido! -Catharina se alejó de la mesa y se pasó la mano por el vientre. Le habían caído unas gotas de vino tinto. – Lo siento, señora. Voy a buscar un paño húmedo para frotarlo. – ¡Déjalo! ¡Déjalo! Me pone nerviosa verte a mi alrededor. Vete ya. Yo lo miré de reojo mientras recogía la bandeja. Tenía los ojos clavados en los pendientes de perla de su esposa. Cuando ella se volvió para empolvarse la cara, el pendiente se balanceó y reflejó el sol que entraba por la ventana. Esto hizo que todos la miráramos a la cara, y despedía el mismo brillo que sus ojos. – Tengo que subir al estudio un momento -le dijo a Catharina-. Enseguida vuelvo. Ya está, pensé. Ya ha encontrado lo que estaba buscando. Cuando al día siguiente por la tarde me pidió que subiera al estudio, no me entró la excitación que me entraba cuando sabía que iba a posar. Por primera vez, lo temí. Aquella mañana, la colada me pareció especialmente pesada y empapada y mis manos sin la fuerza necesaria para retorcerla. Me movía pesarosa entre el lavadero y el patio y me senté a descansar más de una vez. María Thins me sorprendió sentada cuando entró a buscar una sartén de las de cobre. – ¿Qué te pasa, muchacha? ¿Estás enferma? -me preguntó. Yo me puse de pie de un salto. – No, señora. Sólo un poco cansada. – ¿Cansada, eh? No es propio de una criada estar cansada, y menos aún por la mañana -me miró como si no me creyera. Yo hundí las manos en el agua fría y saqué una blusa de Catharina. – ¿No quiere que le haga ningún recado esta tarde, señora? – ¿Recados? ¿Esta tarde? No creo. No me parece que sea lo más adecuado para alguien que está cansado -entrecerró los ojos-. ¿No te ha pasado nada, verdad, muchacha? No te habrá agarrado Van Ruijven estando sola, ¿no? – No, señora. En realidad sí lo había hecho, pero yo me las había apañado para apartarlo. – ¿Te ha descubierto alguien arriba? -me preguntó María Thins en voz baja, levantando la barbilla para indicar al estudio. – No, señora. Por un instante me asaltó la tentación de decirle lo del pendiente. Pero en lugar de ello, dije: – He comido algo que me ha sentado mal. Eso es todo. María Thins se encogió de hombros y se fue. Seguía sin creerme, pero había decidido que no importaba. Esa tarde subí pesadamente las escaleras y me detuve delante de la puerta del estudio. No iba a ser como las otras veces que había posado. Me iba a pedir algo, y yo estaba en deuda con él. Abrí la puerta. Estaba sentado frente al caballete, estudiando la punta de un pincel. Cuando levantó la vista y me miró, vi en su cara algo que nunca había visto. Estaba nervioso. Eso fue lo que me infundió valor para decir lo que dije. Di unos pasos hasta quedarme junto a mi silla y puse una mano en uno de los leones que remataban el respaldo. – Señor -empecé a decir, apretando el duro y frío león torneado-. No puedo hacerlo. – ¿Hacer qué, Griet? -parecía sinceramente sorprendido. – Lo que me va a pedir que haga. No puedo ponérmelos. Las criadas no llevan perlas. Me miró durante un buen rato y luego movió varias veces la cabeza de un lado a otro. – Qué impredecible eres. Siempre me sorprendes. Pasé los dedos por la nariz y el hocico del león, hasta la melena, suave y nudosa. Sus ojos seguían mis dedos. – Tú sabes que el cuadro lo requiere -dijo en un murmullo-, necesita la luz que reflejan las perlas. Si no, no estará acabado. Claro que lo sabía. No había pasado mucho tiempo mirando el cuadro -se me hacía muy raro verme allí-, pero enseguida había sabido que necesitaba la perla del pendiente. Sin ésta, sólo estaban mis ojos, mi boca, la banda de mi camisa, el oscuro espacio detrás de mi oreja, cada cosa por su lado. El pendiente lo uniría todo. Completaría la pintura. Y además me echaría a la calle. Sabía que no iba a pedir un pendiente prestado a Van Ruijven ni a Van Leeuwenhoek ni a nadie. Había visto la perla de Catharina y ésa sería la que me haría ponerme. Utilizaba lo que quería para sus pinturas, sin tener en cuenta las consecuencias. Era como me había avisado Van Leeuwenhoek. Cuando Catharina viera el pendiente en el cuadro, explotaría. Debería haberle suplicado que no arruinara mi vida. – Está pintando este cuadro para Van Ruijven -argumenté-, no para usted. ¿Importa mucho entonces que lleve o no lleve el pendiente? Usted mismo dijo que Van Ruijven se quedaría satisfecho con el cuadro tal como está. Su rostro se endureció, y yo supe que había dicho una inconveniencia. – Nunca dejaría de trabajar en un cuadro si supiera que no está terminado, sea para quien sea -murmuró-. Yo no trabajo así. – No, señor -tragué y clavé los ojos en las baldosas del suelo. Idiota, pensé, y sentí crecer la tensión en mi mandíbula. – Ve a prepararte. Incliné la cabeza y me apresuré hacia el almacén, donde guardaba las telas amarilla y azul. Nunca había sentido su desaprobación de una forma tan palpable. Pensaba que no podía soportarlo. Me quité la cofia y, sintiendo que se estaba soltando la cinta que me sujetaba el cabello, tiré de ella. Estaba intentando volver a atármelo cuando oí una de las baldosas sueltas del estudio. Me quedé paralizada. Nunca había entrado en el almacén mientras yo me preparaba. Nunca me lo había pedido. Me volví, con las manos todavía alzadas, sujetándome los cabellos. Estaba parado en el umbral, y me miraba. Bajé las manos. Mi cabello cayó en una cascada sobre mis hombros, marrón como los campos en otoño. Nadie lo había visto nunca, salvo yo. – Tu cabello… -dijo, y ya no parecía enfadado. Por fin apartó la vista de mí. Después de que viera él mis cabellos, después de que descubriera mí secreto, dejé de sentir que tenía algo precioso escondido y que sólo yo podía ver. Me sentí más libre, si no con él, sí con los demás. Ya no importaba lo que hiciera o dejara de hacer. Esa noche salí furtivamente de la casa y fui a buscar a Pieter el hijo a una de las tabernas donde solían ir los carniceros, junto a la Lonja de la Carne. Pasando por alto los silbidos y comentarios, fui hasta él y le pedí que se viniera conmigo. Dejó la jarra de cerveza en la mesa y, abriendo unos ojos como platos, me siguió fuera, donde lo tomé de la mano y lo conduje hasta un callejón cercano. Allí me subí la falda y le dejé hacer lo que quisiera. Me agarré a él, mis manos rodeándole el cuello, mientras él entraba en mí y empujaba rítmicamente. Me hacía daño, pero cuando recordé mis cabellos sueltos sobre los hombros en el estudio, también sentí algo semejante al placer. Más tarde, de regreso en el Barrio Papista, me lavé con vinagre. Cuando volví a mirar el cuadro, había añadido un mechoncito de pelo asomando por debajo de la tela azul, sobre el ojo izquierdo. La siguiente vez que posé, no mencionó el pendiente. No me lo entregó, como me había temido que hiciera, ni me cambió la pose ni dejó de pintar. Tampoco volvió al almacén a ver mi cabello suelto. Pasaba mucho tiempo sentado, mezclando los colores en la paleta. Tenía rojo y ocre en ella, pero el color que más mezclaba era el blanco, al que iba añadiendo pizquitas de negro, trabajándolo luego con gran meticulosidad, sin prisa, y el diamante plateado de la espátula destellaba en la pintura gris. – ¿Señor? -empecé a decir. Levantó la vista y me miró; la espátula quieta en alto. – Muchas veces lo he visto pintar sin que estuviera aquí la modelo. ¿No podría pintar el pendiente sin que yo tuviera que ponérmelo? La espátula siguió inmóvil en el aire. – ¿Quieres que me imagine que tienes puesta la perla y que pinte lo que me imagino? – Sí, señor. Observó el cuadro, y la espátula volvió a moverse. Creo que esbozó una sonrisa. – Quiero verte con el pendiente puesto. – Pero ya sabe lo que pasará entonces, señor. – Lo único que sé es que así el cuadro habrá quedado terminado. Me arruinará, pensé. Pero tampoco pude decirlo entonces. – ¿Qué dirá su esposa cuando vea el cuadro terminado? -pregunté en cambio, mostrando todo el atrevimiento de que era capaz. – No lo verá. Se lo entregaré directamente a Van Ruijven. Era la primera vez que admitía que me estaba pintando en secreto, que Catharina no aprobaría lo que estaba haciendo. – Sólo tienes que ponértelo una vez -añadió, como para apaciguarme-. La próxima vez que poses lo traeré. La semana que viene. Catharina no lo echará de menos si sólo es una tarde. – Pero, señor -dije-, no tengo agujereadas las orejas. Frunció ligeramente el ceño. – Pues entonces tendrás que ocuparte de ello. Se trataba, sin duda, de un detalle femenino y no de algo de lo que él tuviera que preocuparse. Dio un golpecito a la espátula y la limpió con un trapo. – Y ahora varios a empezar. La barbilla un poco más baja -me miró-. Humedécete los labios, Griet. Me los humedecí. – No cierres la boca del todo. Esta orden me sorprendió tanto que no tuve que hacer nada por cumplirla. Pestañeé para contener las lágrimas. Las mujeres virtuosas no abrían la boca cuando eran retratadas. Era como si hubiera estado con Pieter y conmigo en el callejón. Ha arruinado mi vida, pensé. Y volví a humedecerme los labios. – Bien -dijo él. No quería hacérmelo yo misma. No tenía miedo al dolor, pero no quería pincharme la oreja con una aguja. De haber podido elegir a alguien para hacerlo, habría elegido a mi madre. Pero ella nunca lo habría entendido ni hubiera aceptado hacerlo sin saber para qué. Y si se lo hubiera dicho, se habría horrorizado. No podía pedírselo a Tanneke, ni a Maertge. Consideré la idea de pedírselo a María Thins. Posiblemente todavía no sabía nada del pendiente, pero no tardaría en enterarse. Sin embargo, no me atreví a pedírselo, a pedirle que participara en mi humillación. La única persona que lo haría y me comprendería era Frans. Así que al día siguiente por la tarde salí de la casa con una cajita de agujas que me había dado María Thins. La mujer de rostro agriado que estaba a la entrada de la fábrica sonrió displicente cuando pregunté por él. – Hace tiempo que se largó y ¡ojalá no vuelva! -contestó, regodeándose en sus palabras. – ¿Se fue? ¿Adónde? La mujer se encogió de hombros. – Hacia Rotterdam, dicen. Y luego, ¿quién sabe? Tal vez haga fortuna en ultramar, si no se muere antes entre las piernas de una puta de Rotterdam. Estas dos últimas amargas frases me hicieron fijarme en ella con mayor atención. Estaba embarazada. Cornelia nunca habría sabido cuando rompió el azulejo de Frans y mío que acabaría teniendo razón: que Frans terminaría separándose de mí y de nuestra familia. ¿Volveré a verlo alguna vez?, pensé. ¿Y qué dirán nuestros padres? Me sentí más sola que nunca. Al día siguiente, me paré en la botica de vuelta de comprar el pescado. El boticario ya me conocía e incluso me saludaba por mi nombre. – ¿Y qué quiere hoy tu amo? -me preguntó-. ¿Lienzos? ¿Bermellón? ¿Ocre? ¿Linaza? – No necesita nada -repuse nerviosa-. Ni mi señora tampoco. He venido… -por un instante consideré la idea de pedirle que me agujereara él la oreja. Parecía un hombre discreto, que lo haría de buen grado, sin decírselo luego a nadie ni querer saber los porqués. No podía pedirle a un extraño que hiciera tal cosa. – Necesito algo para adormecer la piel -dije. – ¿Adormecer la piel? – Sí, como el hielo. – ¿Y para qué quieres tú adormecerte la piel? Me encogí de hombros sin responder y con la vista fija en los botes que llenaban las estanterías a su espalda. – Aceite de clavo -dijo por fin, al tiempo que dejaba escapar un suspiro-. Frótate la zona con un poquito y déjalo actuar unos minutos. El efecto no dura mucho. – ¿Me podría dar un poco, por favor? – ¿Y quién lo va a pagar? ¿Tu amo? Es muy caro. Hay que traerlo de muy lejos -en su voz se mezclaban la censura y la curiosidad. – Yo lo pagaré. Sólo quiero un poco. Saqué una bolsita del delantal y conté los preciosos Ese domingo, cuando le entregué a mi madre mi sueldo reducido le dije que había tenido que pagar un espejo que había roto. – Te costará más de dos jornales restituirlo. ¿Qué estabas haciendo? ¿Mirándote? Esto te pasa por descuidada -me regañó. – Sí -asentí-. He sido muy descuidada. Esperé hasta tarde, cuando estuve segura de que todos dormían. Aunque normalmente no subía nadie al estudio después de que quedara cerrado con llave, seguía temiendo que alguien me sorprendiera con la aguja y el aceite de clavo delante del espejo. Escuché con la oreja pegada a la puerta del estudio. Se oía ir y venir por el pasillo a Catharina. Le costaba dormirse: estaba demasiado abultada para encontrar una postura cómoda en la cama. Luego oí una voz infantil, de niña, intentando hablar bajo, pero incapaz de amortiguar su brillante timbre. Cornelia estaba con su madre. No oí lo que hablaban y como estaba encerrada en el estudio, no podía asomarme a escondidas a lo alto de la escalera a escuchar mejor. María Thins también se movía por sus habitaciones, contiguas al almacén. Todo el mundo parecía inquieto en la casa aquella noche, lo que hizo que yo también me pusiera nerviosa. Me obligué a sentarme a esperar en la silla con los leones tallados en el respaldo. No tenía sueño. Nunca había estado más despierta. Finalmente, Catharina y Cornelia volvieron a la cama, y María Thins dejó de hurgar en el cuarto de al lado. Permanecí sentada hasta que la casa se quedó en silencio total. Era más fácil estar allí sentada que hacer lo que tenía que hacer. Cuando ya no pude retrasarlo más, me puse en pie y en primer lugar eché una ojeada al cuadro. Lo único que veía ahora era un gran vacío en el sitio donde debía ir el pendiente, un vacío que yo tenía que llenar. Cogí la vela, busqué el espejo en el almacén y subí a mi desván. Coloqué el espejo sobre la mesa de moler los colores y lo apoyé en la pared, con la vela al lado. Saqué la cajita de las agujas y, escogiendo la más fina, la puse en la llama de la vela. Entonces abrí el frasquito de aceite de clavo, esperando que oliera fatal, a hojas podridas o a moho, como suelen hacerlo las medicinas. Pero en lugar de ello tenía un olor extraño y dulzón, como cuando se dejan al sol los pastelillos de miel. Venía de un lugar lejano, un lugar que Frans visitaría tal vez un día en sus viajes. Vertí unas gotas en un paño y froté con él mi lóbulo izquierdo. El boticario tenía razón, cuando me lo toqué unos minutos después lo sentí dormido, como si hubiera salido al relente sin envolverme una toquilla alrededor de las orejas. Cogí la aguja que había puesto a quemar y dejé que la punta pasara del rojo incandescente a un naranja pálido y finalmente al negro. Cuando me incliné hacia el espejo, me miré un instante. A la luz de la vela se me veían los ojos empañados, brillantes de miedo. Hazlo rápido, pensé. Retrasarlo no sirve de nada. En un único movimiento estiré el lóbulo y atravesé la carne con la aguja. Justo antes de desvanecerme pensé: siempre había deseado llevar perlas en las orejas. Cada noche me limpiaba la oreja y pasaba una aguja ligeramente más gruesa por el agujero, para que éste no se cerrara. No me dolió en demasía hasta que el lóbulo se infectó y empezó a hincharse. Entonces, por mucho aceite de clavo que me pusiera, mis ojos se llenaban de lágrimas cuando me pasaba la aguja. No sabía cómo iba a hacer para ponerme el pendiente sin volverme a desmayar. Menos mal que llevaba la cofia por encima de las orejas y nadie se dio cuenta de lo inflamado que tenía el lóbulo. Me dolía cuando estaba inclinada sobre la colada humeante, cuando estaba moliendo los colores, cuando estaba sentada en la iglesia con Pieter y mis padres. Me dolía a rabiar la mañana que me pilló Van Ruijven en el patio tendiendo sábanas e intentó retirarme la camisola por debajo de los hombros para dejar mis pechos al descubierto. – No deberías resistirte, muchacha -murmuró cuando yo intenté desasirme-. Disfrutarás más si no te resistes. Y además ya sabes que te poseeré igual cuando llegue a mis manos ese cuadro -me empujó contra el muro y bajó los labios a la altura de mi pecho, al tiempo que trataba de liberarlo del vestido. – ¡Tanneke! -grité desesperada, esperando en vano que hubiera regresado de un recado que había ido a hacer a la panadería. – ¿Qué estáis haciendo? Cornelia nos miraba desde el umbral de la puerta del patio. Nunca hubiera pensado que me iba a poner tan contenta verla. Van Ruijven levantó la cabeza y se apartó de mí. – Estamos jugando, querida -contestó, riéndose-. Un jueguecito al que también jugarás tú cuando seas mayor. Se alisó la capa y, pasando a su lado, entró en la casa. No fui capaz de mirar a Cornelia. Me remetí la camisola y me ajusté el vestido con manos temblorosas. Cuando por fin levanté la vista se había ido. La mañana de mi decimoctavo cumpleaños me levanté y limpié el estudio como siempre. El cuadro del concierto estaba terminado; en unos días vendría Van Ruijven a verlo y a llevárselo. Aunque ya no era necesario, seguí limpiando con sumo cuidado el rincón donde estaba montada la escena pintada, quitándole el polvo a la espineta, a la viola, al laúd, frotando el tapete con un paño húmedo, abrillantando la madera de las sillas, fregando las baldosas grises y blancas. Este cuadro no me gustaba tanto como los otros suyos. Aunque se suponía que valía más por tener tres figuras, yo prefería las pinturas de mujeres solas: eran más puras, menos complicadas. Descubrí que no me gustaba mirar mucho rato seguido el cuadro del concierto ni tratar de comprender qué estaban pensando los retratados en él. Sentía curiosidad por saber qué pintaría a continuación. Cuando bajé, puse el agua a calentar en el fuego y le pregunté a Tanneke qué quería que le trajera de la carnicería. Estaba barriendo los escalones y baldosas de delante de la casa. – Un costillar de vaca -me contestó, descansando su peso en la escoba-. ¿Por qué no algo rico? -se frotó la parte baja de la espalda, quejumbrosa-. Puede hacerme olvidar mis dolores. – ¿Te ha vuelto el dolor de espalda? -intenté sonar simpática, pero a Tanneke siempre le dolía la espalda. Las criadas siempre tenían mal la espalda. Así era la vida para ellas. Maertge vino conmigo a la Lonja de la Carne y me gustó que lo hiciera: desde aquella noche en el callejón me daba vergüenza estar sola con Pieter el hijo. No estaba segura de cómo me iba a tratar. Si Maertge estaba conmigo, sin embargo, tendría que tener cuidado con lo que decía o hacía. Pieter el hijo no estaba en el puesto; sólo estaba el padre, que me sonrió. – ¡Ah! ¡La del cumpleaños! -exclamó-. Hoy es un día importante para ti. Maertge me miró sorprendida. No había dicho nada de mi cumpleaños a la familia; no había ninguna razón para hacerlo. – ¡Si no pasa nada! -contesté bruscamente. – Pues no es eso lo que dice mi hijo. Ahora no está; ha ido a un recado. Tenía que ver a alguien -Pieter el padre me guiñó un ojo. Se me heló la sangre en las venas. Estaba diciendo algo sin decirlo, algo que se suponía que yo debía entender. – Deme el mejor costillar que tenga -le pedí, decidida a ignorarlo. – ¿Vais a celebrar algo? -Pieter el padre nunca dejaba un tema a medias, insistía hasta que lo agotaba. No contesté. Me limité a esperar a que terminara de atenderme, entonces eché la carne en la cesta y me volví para irme. – ¿Es de verdad tu cumpleaños, Griet? -me susurró Maertge cuando salíamos de la Lonja. – Sí. – ¿Cuántos años cumples? – Dieciocho. – ¿Por qué es tan importante cumplir dieciocho años? – No lo es. No tienes que hacerle caso. Le gusta decir estas tonterías. Maertge no pareció convencida. Ni yo tampoco. Las palabras de Pieter el padre habían removido algo en mi cabeza. Trabajé toda la mañana en la colada, aclarando e hirviendo la ropa. Sentada junto al barreño de agua humeante, muchas cosas revoloteaban en mi mente. Me preguntaba por dónde andaría Frans y si mis padres ya sabrían que se había ido de Delft. Me preguntaba qué habría querido decir Pieter el padre antes con sus palabras y dónde estaría Pieter el hijo. Pensé en la noche que lo llevé al callejón. Pensé en mi retrato y me pregunté cuándo estaría terminado y qué pasaría conmigo entonces. Durante todo este tiempo, el lóbulo de la oreja no dejó de dolerme, de darme agudas punzadas cada vez que movía la cabeza. Fue María Thins quien vino a buscarme. – Deja ahí la ropa, muchacha -la oí decir detrás de mí-. Quiere que subas -estaba parada en el umbral y agitaba algo que llevaba en la mano. Yo me puse de pie, confusa. – ¿Ahora, señora? – Sí, ahora. No te andes con remilgos conmigo, muchacha. Ya sabes por qué. Catharina ha salido esta mañana y no suele hacerlo a menudo en las semanas próximas al parto. Extiende la mano. Me sequé una en el delantal y la extendí. María Thins depositó en la palma de mi mano un par de pendientes de perla. – Súbelos arriba contigo. Rápido. Me quedé paralizada. Tenía en la mano dos perlas del tamaño de dos avellanas, en forma de gota. Tenían un gris plateado, incluso a la luz natural, salvo en un punto que tenían una intensa luminosidad blanca. Ya había sentido el tacto de las perlas con anterioridad, cuando había subido el collar para la mujer de Van Ruijven y la había ayudado a ponérselo o lo había dejado sobre la mesa. Pero nunca las había tocado para ponérmelas yo misma. – Vamos, muchacha -me gruñó impaciente María Thins-. Catharina podría volver antes de lo que dijo. Salí dando tumbos al pasillo, dejando la colada sin retorcer. Subí las escaleras a la vista de Tanneke, que estaba acarreando agua del canal, y de Aleydis y Cornelia, que jugaban a las canicas en el pasillo. Todas se quedaron mirándome. – ¿Adónde vas? -preguntó Aleydis, sus ojos grises brillantes de curiosidad. – Al desván -contesté en voz baja. – ¿Podemos subir contigo? -dijo Cornelia en tono provocador. – No. – Niñas, quitaos de en medio -Tanneke las empujó al pasar; tenía cara de enfado. La puerta del estudio estaba entornada. Entré, apretando los labios y el estómago retorcido. Cerré la puerta tras de mí. Me estaba esperando. Yo extendí la mano y dejé caer los pendientes en la palma de la suya. Me sonrió. – Vete a poner las telas en la cabeza. Me cambié la cofia en el almacén. No vino a ver mis cabellos sueltos. Cuando volví eché un vistazo al cuadro de Había agarrado un pendiente por el broche. Se reflejaba en aquel minúsculo panel de blanco refulgente toda la luz que entraba por la ventana. – Aquí tienes, Griet -me alargó la perla. – ¡Griet, Griet! ¡Ha venido alguien a verte! -gritó Maertge desde el pie de la escalera. Yo me acerqué a la ventana. Él se puso a mi lado y los dos nos asomamos. Pieter el hijo estaba parado en medio de la calle con los brazos cruzados. Miró arriba y nos vio juntos en la ventana. – Baja, Griet -me llamó-. Quiero hablar contigo -parecía que nada pudiera hacerle mover del sitio. Yo me aparté de la ventana. – Lo siento, señor -dije en voz baja-. No tardaré nada. Me apresuré al almacén, me quité los paños de la cabeza y me puse la cofia. No se volvió de la ventana cuando yo atravesé el estudio camino de la puerta. Las niñas estaban sentadas en fila en el banco, mirando abiertamente a Pieter, que también las miraba a ellas. – Vamos ahí a la vuelta -susurré, dirigiéndome hacia Molenpoort. Pieter no me siguió, sino que permaneció inmóvil, los brazos cruzados. – ¿Qué tenías puesto allá arriba? -me preguntó-. En la cabeza. Yo me detuve y me volví. La cofia. – No; era azul y amarillo. Cinco pares de ojos nos observaban: las niñas sentadas en el banco, él desde la ventana. Entonces apareció Tanneke en el umbral, y con ella fueron seis. – Por favor, Pieter -le dije entre dientes-. Alejémonos un poco. – Lo que tengo que decir puede decirse delante de todo el mundo. No tengo nada que ocultar -movió la cabeza y sus rizos rubios le cayeron por encima de las orejas. Me di cuenta de que no iba a poder callarlo. Diría lo que yo temía que dijera delante de todo el mundo. Pieter no levantó la voz, pero todos oyeron sus palabras. – He hablado con tu padre esta mañana, y ha dado su consentimiento para que nos casemos ahora que has cumplido dieciocho. Puedes despedirte y venirte conmigo. Hoy. Sentí que la cara me ardía; no podría decir sí de ira o de vergüenza. Todos esperaban que yo dijera algo. Respiré profundamente. – Éste no es el lugar para hablar de esas cosas -contesté en tono severo-. Estas cosas no se hablan así, en plena calle. Te has equivocado al venir aquí. No esperé su respuesta, aunque cuando giré para volver dentro, parecía sorprendido. – ¡Griet! -gritó. Yo entré, empujando a Tanneke al pasar, quien dijo algo, pero tan bajo que no podía estar segura de haberla oído bien: – ¡Puta! Subí corriendo al estudio. Él seguía junto a la ventana cuando yo cerré la puerta. – Lo siento, señor -dije-. Enseguida me cambio la cofia. No se volvió. – Sigue ahí -dijo. Cuando salí del almacén, atravesé la habitación hasta la ventana, pero no me acerqué demasiado en caso de que Pieter me viera otra vez con los paños azul y amarillo en la cabeza. Mí amo ya no miraba a la calle, sino a la torre de la Iglesia Nueva. Yo eché un vistazo. Pieter se había ido. Ocupé mi lugar en la silla con leones tallados en el respaldo y esperé. Cuando por fin se volvió a mirarme, parecía que se había puesto una máscara delante de los ojos. Ahora sí que me era imposible saber qué estaba pensando. – Así que nos dejas -dijo. – ¡Oh, señor! No lo sé. No haga caso de palabras dichas así, en la calle. – ¿Te casarás con él? – Por favor, señor, no me pregunte por él. – No. Tal vez no debo hacerlo. Empecemos, pues. Se volvió al armario que tenía detrás de él, agarró uno de los pendientes y me lo pasó. – Quiero que me lo ponga usted -no se me habría ocurrido pensar que pudiera llegar a ser tan descarada. Ni él tampoco. Levantó las cejas y abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras. Se acercó a mi silla. Se me agarrotó la mandíbula, pero conseguí mantener la cabeza en su sitio. Se agachó y tocó suavemente el lóbulo de mi oreja. Yo jadeé, como si hubiera estado conteniendo la respiración bajo el agua. Frotó el lóbulo inflamado entre el pulgar y el índice y luego lo estiró. Con la otra mano introdujo el pendiente en el agujero y lo empujó. Me sacudió un dolor ardiente y se me llenaron los ojos de lágrimas. Él no quitó la mano. Sus dedos me rozaron el cuello y la mandíbula. Siguió la curva de mi cara hasta el pómulo y entonces con el pulgar bloqueó las lágrimas que habían empezado a rodar por mis mejillas. Me pasó el dedo por el labio inferior. Yo lo lamí. Sabía a sal. Cerré los ojos y él apartó los dedos. Cuando volví a abrirlos, había vuelto al caballete y tenía la paleta en la mano. Me senté en la silla y lo miré por encima del hombro. Me ardía la oreja, la perla me pesaba en el lóbulo. Sólo podía pensar en sus dedos en mi cuello, su pulgar entre mis labios. Me miró, pero no empezó a pintar. Me pregunté en qué estaría pensando. Finalmente se volvió de nuevo. – Tienes que ponerte también el otro -declaró, tomando el segundo pendiente y extendiendo la mano para dármelo. Durante un instante me quedé sin palabras. Quería que él pensara en mí, no en el cuadro. – ¿Por qué? -dije finalmente-. No se ve en el cuadro. – Tienes que ponerte los dos. Es una farsa, si no. – Pero… no tengo agujero en la otra oreja -dije con voz entrecortada. – Entonces tendrás que ocuparte de ello. Seguía con la mano extendida, alargándome el pendiente. Yo me adelanté a cogerlo. Lo hice por él. Saqué la aguja y el aceite de clavo y me perforé la otra oreja. No lloré ni me desmayé ni emití sonido alguno. Luego posé durante toda la mañana y él pintó el pendiente que estaba a la vista, y yo sentía, escociéndome como una quemadura en la otra oreja, la perla que él no podía ver. El agua de las ropas que estaban en remojo en el lavadero estaría ya fría y habría tomado un color grisáceo. Tanneke movía los peroles en la cocina, las niñas gritaban fuera y nosotros, tras la puerta cerrada del estudio, sentados cada cual en su silla, nos mirábamos. Y él pintaba. Cuando por fin dejó el pincel y la paleta, no cambié de postura, aunque me dolían los ojos de tanto mirar de lado. No quería moverme. – Ya está acabado -dijo con voz apagada. Se volvió y empezó a limpiar la espátula con un trapo. Yo la observé. Tenía pintura blanca-. Quítate los pendientes y devuélveselos a María Thins cuando bajes -añadió. Yo empecé a llorar en silencio. Sin mirarlo, me puse en pie y me dirigí al almacén, donde me quité los paños azul y amarillo. Esperé un momento con el cabello suelto sobre los hombros, pero no vino. Una vez terminado el cuadro, ya no quería tener nada que ver conmigo. Me miré en el espejito y luego me quité los pendientes. Me sangraban las dos orejas. Las taponé con un trocito de tela y luego me agarré el pelo y me tapé éste y las orejas con la cofia, dejando que sus puntas rozaran mí barbilla. Cuando salí, se había ido. Había dejado la puerta del estudio abierta para que yo saliera. Por un momento pensé mirar el cuadro para ver lo que había hecho, para verlo terminado, el pendiente en su sitio. Decidí esperar hasta la noche, cuando podría contemplarlo sin preocuparme de que pudiera entrar nadie de repente. Atravesé el estudio y cerré la puerta tras de mí. Siempre me arrepentiría de esa decisión. Nunca pude ver debidamente el cuadro terminado. Catharina volvió sólo unos minutos después de que yo le hubiera entregado los pendientes a María Thins, quien los volvió a dejar inmediatamente en el joyero. Yo me apresuré a la cocina para ayudar a Tanneke con la comida. Tanneke no me miraba a la cara, sino que me lanzaba miradas de reojo y, en algún momento, la vi agitar reprobadoramente la cabeza. Mi amo no estuvo a comer; había salido. Después de recoger la cocina, yo volví al patio a terminar de aclarar la colada. Tuve que subir agua limpia y calentarla. Catharina estaba dormida en la Sala Grande. María Thins fumaba y escribía cartas en el Cuarto de la Crucifixión. Tanneke cosía sentada a la puerta. Maertge se había encaramado al banco y hacía ganchillo. A su lado, Aleydis y Lisbeth jugaban con su colección de conchas. No vi a Cornelia. Estaba tendiendo un delantal cuando oí decir a María Thins: – ¿Adónde vas? Fue el tono en el que lo dijo más que lo que dijo lo que me hizo pararme a escuchar. Sonaba intranquila. Entré y recorrí sigilosa el pasillo. María Thins estaba al pie de la escalera, mirando hacia lo alto. Tanneke estaba parada en el umbral de la puerta principal, como un poco antes ese mismo día, pero mirando hacia el interior de la vivienda, hacia donde lo hacía su señora. Oí crujir los escalones y un fuerte jadeo. Catharina estaba tirando de su peso escaleras arriba. En ese momento supe lo que iba a suceder: a ella, a él, a mí. Cornelia está con ella, pensé. Está conduciendo a su madre hasta el cuadro. Podría haberme ahorrado la espantosa espera. Podría haberme ido entonces, salir por la puerta dejando la colada a medias, sin mirar atrás. Pero me quedé paralizada. Permanecí inmóvil, viendo a María Thins también inmóvil al pie de la escalera. También ella sabía lo que iba a suceder y no podía hacer nada para impedirlo. Yo me hinqué en el suelo. María Thins me vio, pero no dijo nada. Seguía mirando arriba, incierta aún. Entonces las escaleras dejaron de crujir y oímos los pesados pasos de Catharina dirigiéndose a la puerta del estudio. María Thins se lanzó escaleras arriba. Yo seguí de rodillas, demasiado agotada para ponerme en pie. Tanneke seguía de pie en la puerta, impidiendo que entrara la luz. Me observaba, los brazos cruzados, totalmente inexpresiva. Poco después se oyó un grito encolerizado, luego voces que no tardaron en acallarse. Cornelia bajó las escaleras. – Mamá quiere que vayas a decirle a papá que venga -le anunció a Tanneke. Tanneke dio un paso atrás y una vez fuera se volvió hacia el banco de la entrada. – Maertge, vete a buscar a tu padre a la Hermandad -le ordenó-. Rápido. Y dile que es importante. Cornelia miró a su alrededor. Cuando me vio, se le encendió el rostro. Yo me puse en pie y volví al patio conteniendo la respiración… Nada podía hacer, salvo tender la ropa y esperar. Cuando él volvió, pensé por un instante que vendría a buscarme al patio, donde estaba escondida entre las sábanas que acababa de tender. Pero no lo hizo; lo oí subir las escaleras, y luego nada más. Me apoyé en la cálida tapia de ladrillo. Brillaba un sol resplandeciente en un cielo que parecía falso de puro azul. Hacía uno de esos días en los que los niños corren y gritan arriba y abajo de la calle; en los que las parejas se alejan de las puertas de la ciudad, paseando a orillas de los canales hasta más allá de los molinos; en los que los ancianos se sientan al sol y cierran los ojos. Mi padre estaría probablemente sentado en el banco delante de nuestra casa, la cara al sol. Mañana podría hacer un frío espantoso, pero hoy era primavera. Enviaron a Cornelia a buscarme. Cuando apareció entre la ropa tendida y me miró con aquella cruel y afectada sonrisa, me dieron ganas de darle una bofetada, como había hecho el día que había entrado a trabajar en la casa. No lo hice, sin embargo; me quedé sentada con las manos en el regazo, los hombros caídos, viendo cómo me pasaba su regocijo por las narices. El sol producía reflejos dorados -herencia de su madre- en su cabello pelirrojo. – Te llaman arriba -dijo en tono formal-. Quieren verte -se volvió y desapareció en el interior de la casa. Yo me incliné y me quité una mota de polvo que tenía en el zapato. Luego me puse en pie, me coloqué la falda en su sitio, me alisé el delantal, me ajusté la cofia y comprobé que no se me había salido un solo pelo. Me humedecí los labios, los apreté y, respirando profundamente, seguí los pasos de Cornelia. Catharina había llorado; tenía la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Estaba sentada en la silla en la que él solía sentarse frente al caballete; la había arrimado a la pared donde estaba el armarito en el que se guardaban los pinceles y las espátulas. Cuando aparecí en la puerta, ella se levantó y se quedó en pie, alta y corpulenta. Me miró, pero no dijo nada. Retorcía los brazos sobre su abultado vientre con una mueca de dolor. María Thins estaba de pie junto al caballete; parecía seria, pero impaciente, como si tuviera otras cosas más importantes de las que ocuparse. Él estaba al lado de su mujer, inexpresivo, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, los ojos fijos en el cuadro. Esperaba que alguien, Catharina o María Thins o yo, empezara. Yo me quedé en la puerta. Cornelia rondaba a mi alrededor. Desde donde estaba no veía el cuadro. Por fin María Thins dijo algo. – Bueno, muchacha, mi hija quiere saber cómo es que llevas sus pendientes -dijo esto como si no esperara que yo contestara. Yo estudié su rostro de anciana. No pensaba admitir que se había encargado ella de darme los pendientes. Ni él tampoco; eso ya lo sabía. No sabía qué decir; así que no dije nada. – ¿Has robado la llave del joyero para cogerlos? -Catharina hablaba como si estuviera intentando convencerse a sí misma de lo que decía. Le temblaba la voz. – No, señora. Aunque sabía que sería todo mucho más fácil si dijera que los había robado, no quise decir una mentira que me afectaba personalmente. – No me mientas. Todas las criadas roban. ¡Me robaste los pendientes! – ¿No los tiene ahora, señora? Catharina pareció confusa un instante, tanto por que me atreviera a preguntarle nada como por la pregunta en sí. Era obvio que no había comprobado en el joyero después de ver el cuadro. No tenía ni idea si habían desaparecido los pendientes o no. Pero no le gustaba que le preguntara nada. – Cállate, ladrona. Te mandarán a la cárcel -susurró-, y pasarán años antes de que vuelvas a ver la luz del sol -volvió a hacer una mueca de dolor. Le pasaba algo. – Pero, señora… – Catharina, no debes ponerte así -me interrumpió él-. Van Ruijven se llevará el cuadro en cuanto esté seco y podrás olvidarte de él. No quería que hablara. Parecía que nadie quería que hablara. Me pregunté para qué me habían hecho subir cuando les asustaba tanto lo que pudiera decir yo. Podría decir, por ejemplo: «¿Qué me dice de su forma de mirarme durante todas las horas que posé para el cuadro?». O podría decir: «¿Qué me dice de su madre y de su esposo, que se han confabulado a sus espaldas para engañarla?». O podría decir sin más: «Su marido me ha acariciado, aquí, en esta habitación». No sabían lo que podría llegar a decir. Catharina no era estúpida. Sabía que el verdadero problema no eran los pendientes. Deseaba que así fuera, estaba tratando de que lo fuera, pero no lo pudo evitar. Se volvió hacia su esposo. – ¿Por qué -le preguntó- no me has pintado nunca? Cuando se miraron me sorprendió ver que ella era más alta que él y, en cierto modo, más firme. – Tú y los niños no formáis parte de este mundo -respondió él-. Se supone que estáis fuera de él. – ¿Y ella? -chilló Catharina, señalándome con la barbilla. Él no respondió. Deseé que María Thins y Cornelia y yo estuviéramos en la cocina o en el Cuarto de la Crucifixión o fuera en el mercado. Era algo que debían discutir solos marido y mujer. – ¡Y encima con mis pendientes! Él se volvió a quedar callado, lo que irritó a Catharina aún más de lo que lo habían hecho sus palabras. Empezó a agitar la cabeza, de tal forma que los rizos rubios le revoloteaban alrededor de las orejas. – ¡No voy a permitir esto en mi propia casa! -declaró-. ¡No voy a permitirlo! Miró a su alrededor, fuera de sí. Cuando sus ojos se clavaron en la espátula, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Di un paso adelante al mismo tiempo que ella avanzaba hasta el armario y la agarraba; entonces me detuve, incierta de lo que haría ella a continuación. Pero él lo sabía. Conocía a su esposa. Avanzó a su lado cuando Catharina se dirigió hacia el cuadro. Ella fue rápida, pero él lo fue aún más: la agarró por la muñeca justo cuando iba a hundir en el lienzo la hoja en forma de diamante de la espátula. La paró justo antes de que la hoja tocara mi ojo. Desde donde estaba, vi el ojo bien abierto, un destello que acababa de añadir al pendiente y el centelleo de la espátula delante del cuadro. Catharina se resistió, pero él le agarró la muñeca con firmeza esperando que soltara la espátula. De pronto gimió y, soltando la espátula, se agarró el vientre. La espátula se deslizó por las baldosas hacia mis pies y luego giró y giró, cada vez más despacio, todos los ojos fijos en ella. Por fin se detuvo con la hoja apuntando hacia mí. Se suponía que debía agacharme y recogerla. Eso es lo que debía hacer una criada: recoger las cosas de sus amos y volverlas a poner en su sitio. Yo levanté la vista y lo miré y no aparté los ojos del gris de los suyos durante un largo rato. Sabía que era la última vez. No miré a nadie más. Creí ver arrepentimiento en sus ojos. No recogí la espátula del suelo. Me volví y me fui de la habitación, bajé las escaleras y salí por la puerta, apartando a un lado a Tanneke. Cuando estuve en la calle no volví la cabeza para ver a los niños, que sabía que tenían que estar sentados en el banco, ni a Tanneke, que tendría cara de malas pulgas porque la había empujado, ni a las ventanas del piso superior, donde podría estar él parado. No bien puse un pie en la calle eché a correr. Corrí por toda la Oude Langendijck y atravesé el puente corriendo hasta la Plaza del Mercado. Sólo los ladrones y los niños corren. Llegué al centro de la plaza y me detuve en el círculo de azulejos con la estrella de ocho puntas en el medio. Cada punta indicaba una dirección que podía tomar. Podía volver con mis padres. Podía ir a buscar a Pieter a la Lonja de la Carne y aceptar su propuesta de matrimonio. Podía ir a casa de Van Ruijven, me recibiría con una sonrisa en los labios. Podía ir junto a Van Leeuwenhoek y pedirle que me ayudara. Podía ir a Rotterdam e intentar encontrar a Frans. Podía irme yo sola a algún lugar lejano. Podía volver al Barrio Papista. Podía entrar en la Iglesia Nueva y rogar a Dios que guiara mis pasos. Me quedé dando vueltas alrededor del círculo, recapacitando sobre lo que hacer. Cuando por fin decidí lo que sabía que debía decidir, posé mis pies cuidadosamente en el borde de la estrella y tomé la dirección que me marcaba esa punta, caminando segura. |
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