"Fases De Gravedad" - читать интересную книгу автора (Simmons Dan)

QUINTA PARTE – MONTE DEL OSO

Baedecker corría. Corría deprisa, el sudor le provocaba escozor en los ojos, le dolían los costados, el corazón le palpitaba deprisa, el jadeo le quemaba la garganta. Pero seguía corriendo. El último kilómetro tendría que haber sido el más fácil, pero fue el más difícil. El trayecto que seguían los llevó entre las dunas y de vuelta a la playa, y allí fue donde Scott decidió apurar el paso. Baedecker se rezagó cinco metros pero rehusó dejar que esa distancia creciera.

Cuando avistaron el motel de Cocoa Beach, Baedecker sintió que el esfuerzo le agotaba las últimas reservas de energía, sintió que el corazón y los pulmones reclamaban un paso más lento, pero fue entonces cuando aceleró, esforzándose para alcanzar al delgado pelirrojo. Scott miró a la derecha cuando su padre lo alcanzó, le sonrió e inició una veloz carrera que lo llevó de la costa dura y húmeda a la blanda arena de la playa. Baedecker se mantuvo a la altura del hijo unos cincuenta metros y luego se rezagó. Recorrió los últimos cien metros hasta el pequeño muro de cemento del hotel en un trote tambaleante.

Scott hacía ejercicios de estiramiento cuando Baedecker se desplomó en la arena y apoyó la espalda en el muro. Se sostuvo la cabeza con los brazos y resopló.

– Magnífica carrera -dijo Scott al cabo de un minuto.

– Aja -jadeó Baedecker.

– Uno se siente bien, ¿verdad?

– Aja.

– Voy a nadar. ¿Quieres venir conmigo?

Baedecker meneó la cabeza.

– Ve tú -jadeó-. Me quedaré aquí a vomitar.

– Vale -dijo Scott-. Te veo en un rato.

Scott corrió hasta el agua por la playa. El sol de Florida era muy brillante, la arena era blanca y deslumbrante como polvo lunar al mediodía. Baedecker se alegraba de que Scott se sintiera tan bien. Ocho meses antes habían pensado en internarlo nuevamente en el hospital, pero el medicamento contra el asma había dado rápidos resultados, la disentería se había curado tras varias semanas de reposo, y mientras Baedecker perdía peso durante los meses de régimen y trabajo en Arkansas, Scott había engordado de tal modo que ya no parecía el pelirrojo superviviente de un campo de concentración. Baedecker miró el mar donde su hijo nadaba con vigorosas brazadas. Al cabo de un minuto, se levantó con un gruñido y corrió despacio por la playa para reunirse con él.


Era de noche cuando Baedecker y Scott cogieron la carretera 1 rumbo al Centro Espacial. Baedecker echó un vistazo a las nuevas instalaciones y centros comerciales de la autopista y recordó la tosquedad de ese lugar a mediados de los años 60.

El enorme edificio de Ensamblaje de Vehículos ya era visible antes de tomar la carretera de acceso a la NASA.

– ¿Te parece todo igual? -preguntó Baedecker. Scott había sido un fanático del Cabo. Había usado la misma camiseta azul del Centro Espacial Kennedy durante esos dos veranos, a los seis y los siete años. Joan tenía que esperar a la noche para lavarla.

– Supongo que sí -dijo Scott.

Baedecker señaló la gigantesca estructura del nordeste.

– ¿Recuerdas cuando te traje aquí para ver cómo construían el edificio de Ensamblaje?

Scott frunció el ceño.

– No. ¿Cuándo fue eso?

– En 1965 -dijo Baedecker-. Yo ya trabajaba para la NASA, pero fue el verano anterior a que me escogieran para el quinto grupo de astronautas. ¿Recuerdas?

Scott sonrió.

– Papá, yo tenía un año.

Baedecker sonrió también.

– Pensándolo bien, recuerdo que te llevé en hombros durante casi todo ese viaje.

Antes de llegar al área industrial del Centro Espacial Kennedy los pararon en dos controles. El puerto espacial, habitualmente abierto a los turistas y a los curiosos, estaba cerrado a causa del inminente lanzamiento del Departamento de Defensa. Baedecker mostró los documentos de identidad y los pases que le había dado Tucker Wilson, y los dejaron pasar sin problemas.

Pasaron frente al enorme edificio de la jefatura y viraron hacia el aparcamiento del edificio de Operaciones con Naves Espaciales Tripuladas. El enorme complejo de tres pisos seguía siendo tan feo y funcional como durante la estancia de Baedecker, en las fases de entrenamiento y prelanzamiento de su misión Apollo. Las cristaleras del lado oeste recibieron el último destello del poniente mientras aparcaban el coche.

– Es una gran ocasión, ¿verdad? -dijo Scott mientras caminaban hacia la entrada principal-. Cena de Acción de Gracias con los astronautas.

– No es una cena de Acción de Gracias -corrigió Baedecker-. Los miembros del equipo ya han cenado con sus familias. Venimos a tomar café y pastel…, una especie de reunión tradicional la noche anterior a un vuelo.

– ¿No es extraño que la NASA tenga un vuelo en un festivo como éste?

– No creas -dijo Baedecker mientras se detenían para mostrar la identificación a un guardia de la puerta. Un asistente de la Fuerza Aérea los condujo escalera arriba-. Apollo 8 circunvoló la luna en Navidad. Además, el Departamento de Defensa fijó la fecha de este lanzamiento a causa de las ventanas de despliegue satelital.

– Y además -añadió Scott-, Acción de Gracias es hoy y el lanzamiento es mañana.

– Exacto -dijo Baedecker. Pasaron otros dos puestos de inspección antes de ingresar en una pequeña sala de espera frente al comedor de la dotación. Baedecker echó una ojeada al sofá verde, las incómodas sillas y la mesilla cubierta de revistas, y se alegró de que ese aposento privado conservara la atmósfera que había conocido dos décadas antes.

La puerta se abrió y apareció un grupo de hombres de negocios que venían del comedor. Los guiaba un joven mayor de la Fuerza Aérea. Uno de los hombres, con traje oscuro y maletín, se detuvo al ver a Baedecker.

– Demonios, Dick -dijo-. Entonces es cierto que te ha contratado la Rockwell.

Baedecker se levantó para darle la mano.

– No es verdad, Cole. Es sólo una visita social. No recuerdo si conoces a mi hijo. Scott, Cole Prescott, mi jefe en St. Louis.

– Nos conocimos hace años -dijo Prescott, dándole la mano a Scott-. En el picnic de la compañía, cuando Dick empezó a trabajar con nosotros. Creo que tú tenías once años.

– Recuerdo la carrera de tres piernas -dijo Scott-. Mucho gusto en verle de nuevo, señor Prescott.

Prescott se volvió hacia Baedecker.

– ¿En qué andas, Dick? Hace seis meses que no recibimos noticias tuyas.

– Siete -dijo Baedecker-. Scott y yo pasamos la primavera y el verano reparando una vieja cabaña de Arkansas.

– ¿Arkansas? -dijo Prescott, guiñándole el ojo a Scott-. ¿Qué diablos hay en Arkansas?

– No mucho -contestó Baedecker.

– Oye -dijo Prescott-, he oído decir que has estado hablando con gente de la North American Rockwell. ¿Es verdad?

– Sólo hablando.

– Sí, eso dicen todos. Pero oye, si no has firmado con nadie… -Hizo una pausa y miró en torno. Los otros se habían marchado. A través de la puerta entornada del comedor se oían risas y tintineo de platos-. Cavenaugh se retira en enero, Dick.

– ¿Sí?

– Sí -susurró Prescott-. Yo ocuparé su puesto cuando se vaya. Eso deja espacio en el segundo nivel, Dick. Si pensabas regresar, sería el momento apropiado.

– Gracias, Cole, pero ya tengo un empleo -dijo Baedecker-. Bueno no es exactamente un empleo, sino un proyecto que me mantendrá ocupado varios meses.

– ¿De qué se trata?

– Estoy redondeando un libro que David Muldorff empezó hace un par de años -explicó Baedecker-. La parte que queda requiere viajes y entrevistas. De hecho, el lunes debo volar a Austin para empezar a trabajar en ello.

– Un libro -dijo Prescott-. ¿Ya te han dado un anticipo?

– Uno modesto -repuso Baedecker-. La mayor parte de los derechos de autor serán para la esposa de Dave y su hijo, pero estamos empleando el anticipo para cubrir algunos gastos.

Prescott asintió y miró su reloj de pulsera.

– Bien, pero ten en cuenta lo que te he dicho. Me ha gustado mucho veros de nuevo, Dick, Scott.

– Lo mismo digo -dijo Baedecker.

Prescott se detuvo junto a la puerta.

– Fue una lástima lo de Muldorff.

– Sí -dijo Baedecker-. Lo fue.

Prescott se marchó cuando un encargado de relaciones públicas de la NASA en mangas de camisa y corbata negra se acercó a la puerta del comedor.

– ¿Coronel Baedecker?

– Sí.

– La tripulación está lista para el postre. ¿Quieren entrar, por favor?


Había cinco astronautas y otros siete hombres ante la larga mesa. Tucker Wilson se encargó de las presentaciones. Además de Tucker, Baedecker conocía a Fred Hagen, el copiloto de la misión, y a Donald Gilroth, uno de los administradores actuales. Gilroth había engordado considerablemente y conseguido mayor influencia desde que Baedecker lo había visto por última vez.

Los otros tres astronautas, dos especialistas de misión y un especialista en cargamento, pertenecían también a la Fuerza Aérea. Tucker era el único piloto a tiempo completo en la NASA involucrado en esta misión, y a pesar de los recientes esfuerzos para incluir mujeres y minorías en la labor espacial, este vuelo militar era un retroceso a la tradición de varones blancos y protestantes. Conners y Miller, los especialistas de misión, eran callados y serios, pero el miembro más joven de la tripulación, un rubio llamado Holmquist, tenía una risa estridente y contagiosa que se granjeó de inmediato las simpatías de Baedecker.

Hubo unos pocos minutos de obligatoria evocación de los días del Apollo mientras llegaban el café y el pastel, y luego Baedecker encauzó la conversación hacia la misión inminente.

– Fred, has esperado mucho para esto, ¿verdad?

Hagen asintió. Era unos años más joven que Baedecker, pero su corte a cepillo había encanecido de inmediato, así que se parecía a Archibald Cox. Baedecker notó que la mayoría de los pilotos del transbordador se acercaban a su edad. El espacio, otrora una frontera formidable que hacía temer a los expertos que los pilotos de prueba más jóvenes, audaces y fuertes del país no pudieran soportar sus rigores, ahora pertenecía a hombres con lentes bifocales y problemas de próstata.

– He esperado desde que se frustró el MOL -respondió Hagen-. Con un poco de suerte, ayudaré a poner en órbita al sucesor, como parte de la estación espacial.

– ¿Qué era el MOL? -preguntó Scott.

– El laboratorio espacial tripulado -explicó Holmquist. El rubio especialista sólo tenía dos o tres años más que Scott-. Era uno de los proyectos predilectos de la Fuerza Aérea, como el X-20 Dyna Soar, pero nunca remontó vuelo. Anterior a nuestra época, Scott.

– Sí -dijo Tucker, arrojando una servilleta doblada al joven astronauta-, anterior a los transistores.

– Supongo que podríais contemplar el transbordador como un Dyna Soar más grande y mejor -dijo Baedecker, y el intencional parecido de la palabra con «dinosaurio» ahora le resultó irónico. A mediados de los 60 había pilotado aparatos sin motor en Edwards, como parte de los aportes de la NASA al desaparecido programa de la Fuerza Aérea.

– Claro -dijo Hagen-, y el Spacelab es una especie de versión actualizada e internacional del MOL… un par de décadas retrasada. Y el mismo Spacelab se ha transformado en una especie de proyecto de prueba para los componentes de la estación espacial que empezaremos a poner en órbita dentro de un par de años.

– Pero en esta misión no lleváis material del Spacelab, ¿verdad? -preguntó Scott.

Se hizo un silencio y varios hombres menearon la cabeza. El cargamento del Departamento de Defensa era tema prohibido en esta conversación, y Scott lo sabía.

– ¿Aún os preocupa el tiempo? -preguntó Baedecker. Hacia días que se acumulaban tormentas en el Golfo durante la mañana.

– Un poco -dijo Tucker-. El último mensaje de meteorología fue que no había problemas, pero no parecía muy sincero. Qué diablos. Las ventanas son pequeñas, pero las tendremos tres días consecutivos. ¿Mañana estaréis en los palcos VIP, Dick?

– No me lo perdería -dijo Baedecker.

– ¿Qué piensas de todo esto, Scott? -preguntó Hagen. El coronel de la Fuerza Aérea miraba al pelirrojo con cordial interés.

Scott iba a encogerse de hombros pero cambió de parecer. Miró de soslayo al padre y encaró a Hagen.

– Para ser franco, lo encuentro interesante y un poco triste.

– ¿Triste? -exclamó Miller, uno de los especialistas de misión, un hombre inquisitivo y moreno que recordaba a Gus Grissom-. ¿Por qué triste?

Scott abrió los dedos de la mano izquierda y cobró aliento.

– Mañana no transmitiréis el lanzamiento, ¿verdad? Ni permitiréis reporteros en el Cabo. Ni se anunciará la marcha de la misión, excepto lo absolutamente imprescindible. Ni siquiera vais a anunciar con exactitud cuándo tendrá lugar el lanzamiento, ¿correcto?

– Correcto -confirmó el capitán Conners, con el tono cortante de la Academia de la Fuerza Aérea-. Es lo menos que podemos hacer por la seguridad nacional en lo que será una misión clasificada. -Conners miró de soslayo a los demás mientras un camarero recogía los platos y volvía a llenar las tazas de café. Holmquist y Tucker sonreían. Los demás simplemente miraban.

Scott se encogió de hombros, pero sonrió antes de hablar y Baedecker sintió que la feroz intensidad que durante años había irradiado su hijo se había aplacado un poco en las últimas semanas.

– Entiendo eso -dijo Scott-, pero recuerdo los días en que volaba papá, cuando la prensa se enteraba de cada pedo que se tiraba un astronauta…, perdón, pero así era. También para las familias. Al menos durante las misiones. Lo que trato de decir es: recordemos cuan abierto era, y cómo lo comparábamos con la reserva del programa ruso. Nos enorgullecíamos de que todos pudieran verlo. Así que me entristece un poco que nos parezcamos en algo a los soviéticos.

Miller abrió la boca para hablar, pero la risa de Holmquist lo interrumpió.

– Muy cierto -dijo Holmquist-, pero te diré, jovencito, que todavía nos falta mucho para parecemos a los rusos. ¿Has visto a los periodistas del aeropuerto Melbourne tomando notas cuando llegó el equipaje de los contratistas de defensa? Es todo lo que necesitaban para saber qué clase de cargamento llevamos. ¿Lo has visto hoy en el Washington Post y el New York Times?

Scott meneó la cabeza.

El joven especialista en cargamento pasó a describir los artículos publicados en la prensa y televisión, sin confirmar ni negar su veracidad pero explayándose humorísticamente sobre los frustrados esfuerzos de los encargados de prensa de la Fuerza Aérea, que habían tratado de tapar con un dedo un dique que se había transformado en una criba. Uno de los administradores de la NASA contó una historia sobre las embarcaciones de la prensa que fueron apresadas en la zona cuando los barcos de inteligencia soviéticos se desplegaban a poca distancia del área restringida.

Fred Hagen contó una anécdota de sus días del X-15, cuando un emprendedor corresponsal se disfrazó de oficial visitante de la Fuerza Aérea brasileña para conseguir una exclusiva. Baedecker habló de su viaje a la Unión Soviética antes del proyecto Apollo-Soyuz. Una noche de invierno, Dave Muldorff acercó la boca a una lámpara de la habitación para sugerir en voz alta que un trago era lo más indicado, pero se les había agotado la bebida suministrada por los anfitriones. Diez minutos después apareció un ordenanza ruso con botellas de vodka, whisky y champán.

Hubo más risas mientras las conversaciones se dividían y varios administradores se despedían. Holmquist y Tucker hablaban con Scott cuando Don Gilroth rodeó la mesa y apoyó la mano en el hombro de Baedecker.

– Dick, ¿podemos tomarnos un minuto? ¿Afuera?

Baedecker siguió al otro hombre a la desierta sala de espera. Gilroth cerró la puerta y se acomodó el cinturón sobre el ancho vientre.

– Dick, no sabía si podríamos hablar mañana, así que preferí hacerlo hoy.

– ¿Hablar de qué?

– De trabajar para la NASA -dijo el administrador.

Baedecker parpadeó sorprendido. Nunca se le había ocurrido la idea.

– He hablado con Cole Prescott, Weitzel y algunos de los demás, y he oído que estás examinando otras propuestas, pero te quería comunicar que la NASA también está interesada -dijo Gilroth-. Sé que nunca podremos competir con la industria privada, pero éstos son tiempos estimulantes. Estamos tratando de reconstruir todo el programa.

– Don -dijo Baedecker-, dentro de poco cumpliré cincuenta y cuatro años.

– Sí, y yo cumpliré cincuenta y nueve en agosto. No sé si lo has notado, Dick, pero actualmente el espectáculo no está a cargo de mocosos.

Baedecker negó con la cabeza.

– He estado muchos años desvinculado…

Gilroth se encogió de hombros.

– No estamos hablando de volver a vuelo activo. Aunque Dios sabe que todo es posible con el trabajo que tendremos en este par de años. Pero Harry sin duda podría emplear a alguien con tu experiencia en la Oficina de Astronautas. Entre los viejos y los novatos, tenemos unos setenta astronautas por aquí. No como en los viejos tiempos, cuando Deke y Al tenían que vigilar sólo a una docena de revoltosos.

– Don, he empezado a trabajar en un libro que Dave Muldorff no tuvo tiempo de concluir y…

– Sí, lo sé. -Gilroth palmeó a Baedecker en el brazo-. No hay prisa, Dick. Piénsalo. Comunícate conmigo este año. De paso, Dick, Dave Muldorff debía de pensar que era buena idea que regresaras. En noviembre pasado recibí una carta de él donde me lo mencionaba. Confirmó mi idea de traer de vuelta a los viejos profesionales.

Baedecker estaba pensando en la propuesta cuando Tucker y Scott salieron por la puerta.

– Aquí estás -dijo Tucker-. Planeábamos un pequeño paseo a la rampa. ¿Quieres venir?

– Sí -repuso Baedecker. Se volvió hacia Gilroth-. Don, gracias por la sugerencia. Me comunicaré contigo.

– De acuerdo -contestó el administrador, saludando a los tres con dos dedos alzados.

Tucker los condujo en un Plymouth verde de la NASA por la Kennedy Parkway hasta la rampa 39-A. El edificio de Ensamblaje se erguía a gran altura iluminado por reflectores. Baedecker miró la bandera norteamericana pintada en una esquina de la cara sur y advirtió que la bandera sola tenía superficie suficiente para jugar un partido de fútbol sobre ella. Más allá del edificio de Ensamblaje, el vehículo espacial estaba encerrado en una red protectora de andamies. Los haces de los focos hendían el aire húmedo, las luces fulguraban a través del enrejado de cañerías y vigas, y Baedecker pensó que todo el conjunto parecía una gigantesca torre de perforación llenando un tanque interplanetario.

Atravesaron los puestos de seguridad, y Tucker avanzó cuesta arriba hasta la base de la Torre de Servicios y Acceso. Otro guardia se les acercó, vio a Tucker, se cuadró y se perdió en las sombras. Baedecker y Scott salieron del coche y se quedaron mirando la máquina que se alzaba ante ellos.

Para Baedecker el transbordador -o Sistema de Transporte Espacial Regular, como a los ingenieros les gustaban llamar a la combinación de vehículo orbital, tanque externo y cohetes de combustible sólido- parecía aparatoso y torpe, un híbrido improbable que no era avión ni cohete, sino una forma evolutiva intermedia. No por primera vez, Baedecker comprendió que estaba mirando un ornitorrinco del viaje espacial. El transbordador espacial -ese cacareado símbolo de la tecnología de Estados Unidos- ya se había transformado en un ensamblaje de equipo viejo, casi obsoleto. Al igual que los maduros pilotos que los conducían, los transbordadores supervivientes transportaban los sueños de los años 60 y la tecnología de los 70 a las incógnitas de los años 90, reemplazando la energía ilimitada de la juventud por la sabiduría de lecciones penosamente aprendidas.

A Baedecker le agradó el aspecto del tanque de combustible externo, color herrumbre. Tenía sentido no quemar precioso combustible para elevar toneladas de pintura hasta el linde del espacio sólo para que el tanque desechable ardiera segundos después, pero el efecto de esa sensatez era que el transbordador parecía una trajinada herramienta, una buena camioneta usada en vez de los elegantes modelos utilizados en programas anteriores. Aun así, o quizá debido a ello, Baedecker comprendió que si fuera piloto del equipo querría al transbordador con esa pasión pura e irracional que los hombres solían reservar para las esposas o amantes.

– Es hermoso, ¿verdad? -dijo Tucker, como leyendo la mente de Baedecker.

– Lo es -convino Baedecker. Sin pensar en ello, miró hacia donde la popa se unía con el cohete de la derecha. Pero si en esas anillas había demonios destructivos, acechando para destruir la nave y la tripulación con devastadoras lenguas de fuego que hicieran volar el hidrógeno del tanque externo, no había indicios de ellos. Aunque, desde luego, la tripulación del Challenger tampoco lo había visto.

Alrededor, técnicos vestidos de blanco trajinaban como insectos. Tucker sacó tres cascos protectores del asiento trasero del Plymouth y le arrojó uno a Baedecker y otro a Scott. Se acercaron más e irguieron la cabeza para mirar de nuevo hacia arriba.

– Es fascinante, ¿eh? -dijo Tucker.

– Todo un espectáculo -murmuró Baedecker.

– Energía congelada -murmuró Scott.

– ¿Qué es eso? -preguntó Tucker.

– Cuando estuve en la India -dijo Scott con voz apenas audible sobre los ruidos de fondo y el pistoneo de un compresor cercano-, por alguna razón empecé a pensar en las cosas, e incluso a ver las cosas, en términos de energía. Gente, plantas, todo. Antes miraba un árbol y veía ramas y hojas. Ahora veo la luz solar condensada en materia. -Scott titubeó tímidamente-. De cualquier modo, eso es… una enorme fuente de energía cinética congelada, esperando para derretirse y transformarse en movimiento.

– Sí -dijo Tucker-. Vaya si hay energía esperando ahí. O al menos la habrá cuando abran los tanques por la mañana. Siete millones de libras de impulso cuando enciendan esas dos velas romanas. -Los miró a ambos-. ¿Queréis subir? Te prometí un vistazo, Dick.

– Yo esperaré aquí -dijo Scott-. Te veo luego, papá.

Baedecker y Tucker subieron en el ascensor de la rampa y salieron a la sala blanca. Media docena de técnicos de Rockwell International con monos blancos, botas blancas y gorras blancas trabajaban en la luz brillante.

– Este acceso es más fácil que el del Saturno V- comentó Baedecker.

– Tenía ese aguilón, ¿verdad? -dijo Tucker.

– Cien metros hasta arriba -dijo Baedecker-. Cuando cruzaba ese maldito brazo oscilante número nueve con traje de presión, llevando ese pequeño ventilador portátil que pesaba media tonelada, contenía el aliento hasta entrar en la sala blanca. Estaba seguro de ser el único héroe de Apollo que desarrollaba síntomas de vértigo.

– Aquí estamos más cerca del suelo -dijo Tucker-. Buenas noches, Wendell. -Tucker saludó a un técnico con auriculares conectados a un cable enchufado en el casco del transbordador.

– Buenas noches, coronel. ¿Va a entrar?

– Unos minutos -dijo Tucker-. Quiero mostrarle a este fósil del Apollo el aspecto de una verdadera nave espacial.

– De acuerdo, pero aguarde un minuto, por favor -dijo el técnico-. Bolton está en la cabina chequeando las comunicaciones. Bajará en un segundo.

Baedecker acarició la cubierta del transbordador. Los mosaicos térmicos blancos eran frescos al tacto. De cerca, la nave espacial mostraba indicios de desgaste: decoloración entre los mosaicos, pintura negra descascarillada, el lustre carcomido de las agarraderas de la escotilla de ingreso. La vieja camioneta estaba limpia y brillante, pero aun así era una camioneta vieja.

Un técnico salió por la escotilla redonda.

– Bien, todo suyo -dijo Wendell.

Baedecker siguió a Tucker, preguntándose qué habría sido de Gunter Wendt. Los tripulantes de Mercury y Gemini querían tanto a Wendt, el primer «führer de rampa» de las salas blancas, que habían obligado a North American Rockwell a quitárselo a McDonnell cuando se inició el programa Apollo.

– Cuidado con la cabeza, Dick -dijo Tucker.

Cruzaron la cubierta intermedia y treparon a los asientos delanteros de la cabina. Para un veterano del Apollo, el interior del transbordador parecía enorme. Detrás de los asientos del piloto y el copiloto había dos divanes adicionales y una escalerilla conducía a un asiento en la cubierta inferior.

– ¿Quién ocupa ese lugar solitario allá abajo? -preguntó Baedecker.

– Holmquist, y le saca de quicio -dijo Tucker, acomodándose en el asiento horizontal del piloto de mando-. Intentó todo salvo sobornar a uno de los otros dos para tener un asiento de ventanilla.

Baedecker se instaló con cuidado en el asiento derecho. En su asiento central del módulo de mando Apollo, un movimiento torpe no lo habría sacado de su sitio. Aquí un resbalón lo habría arrojado a un par de metros, hacia las ventanillas y al compartimento de instrumentos situado a popa de la cabina. Se calzó el arnés casi instintivamente, aseguró el cinturón del regazo, pero ignoró la ancha correa para la entrepierna.

Varias luces de advertencia colgaban de ganchos, iluminando los instrumentos y arrojando sombras en los rincones. Tucker apagó una de las lámparas y activó varios interruptores de la cabina, y ambos quedaron bañados en un fulgor verde y rojo. Un despliegue de rayos catódicos se encendió frente a Baedecker e inició una letanía de datos sin sentido. Las líneas cambiantes le recordaron el transbordador de pasajeros de Pan Am de 2001: odisea del espacio, con sus gráficos relampagueantes. Dave había querido ver la película una docena de veces durante el invierno de 1968. Realizaban turnos de catorce horas para respaldar el Apollo 8, y por la noche conducían alocadamente por Houston para ver a Keir Dullea, Gary Lockwood, HAL y los australopitecus actuando al ritmo de Bach, Strauss y Ligeti. Una noche que Baedecker se durmió al comienzo del cuarto rollo, Dave Muldorff se enfadó.

– ¿Te gusta? -preguntó Tucker.

Baedecker examinó la consola. Acarició el control manual rotacional.

– Muy elegante -dijo con sinceridad.

Tucker pulsó las teclas del ordenador en la consola baja que los separaba.

– Tiene razón, sabes -dijo Tucker.

– ¿Quién tiene razón?

– Tu muchacho. -Tucker se pasó la mano por la cara como si estuviera muy cansado-. Es triste.

Baedecker se volvió hacia él. Tucker Wilson había realizado cuarenta misiones sobre Vietnam y había derribado tres MiGs enemigos en una guerra casi desprovista de ases. Wilson era piloto de carrera de la Fuerza Aérea, sólo transferido a la NASA.

– No me parece triste que las fuerzas armadas realicen misiones -aclaró Tucker-. Demonios, los rusos han tenido una presencia puramente militar allá arriba en la segunda estación Salyut, desde hace por lo menos diez años. Aun así, es triste lo que sucede aquí.

– ¿Por qué?

– Es diferente, Dick. Cuando tú volabas y yo actuaba como respaldo, las cosas eran más sencillas. Sabíamos a dónde íbamos.

– A la Luna -dijo Baedecker.

– Sí. Quizá la carrera no fuera muy cordial, pero de alguna manera era más…, demonios, no sé…, más pura. Ahora hasta el tamaño de esas malditas compuertas es determinado por el Departamento de Defensa.

– Llevas un satélite de inteligencia allá arriba -dijo Baedecker-. No una bomba. -Recordó a su padre de pie en un oscuro muelle de Arkansas treinta y un años antes, escrutando los cielos en busca del Sputnik y diciendo: «Pero si pueden enviar algo de ese tamaño allá arriba, pueden enviar uno más grande con bombas a bordo, ¿verdad?»

– No, no es una bomba -convino Tucker-, y ahora que Reagan ha pasado a la historia, es probable que no dediquemos los próximos veinte años a trasladar piezas de la Iniciativa de Defensa Estratégica.

Baedecker asintió y miró por las ventanillas, tratando de ver las estrellas, pero el vidrio especial estaba protegido para el lanzamiento.

– ¿Piensas que no funcionaría? -preguntó, aludiendo a la Iniciativa de Defensa Estratégica, lo que la prensa aún llamaba, con cierta mordacidad, Guerra de las Galaxias.

– No, creo que funcionaría -dijo Tucker-. Pero aunque el país pudiera costearlo, y no es así, muchos entendemos que es demasiado arriesgado. Si los rusos empezaran a poner en órbita láseres con rayos X y otros artilugios que nuestra tecnología no podría alcanzar ni contrarrestar en veinte años, la mayoría de los altos oficiales que conozco reclamarían un ataque preventivo contra lo que ellos instalaran allá.

– ¿Material antisatelital lanzado con F-16? -preguntó Baedecker.

– Sí. Pero supongamos que no le acertamos a todo. O que ellos lo reemplazaran más rápidamente de lo que podemos derribarlo. ¿Qué le aconsejarías al presidente, Dick?

Baedecker miró a su amigo. Sabía que Tucker era amigo personal del hombre que acababa de ganar las elecciones para reemplazar a Ronald Reagan.

– Amenazar con ataques quirúrgicos a sus bases de lanzamiento -dijo Baedecker. El transbordador parecía mecerse ligeramente en la brisa nocturna, y Baedecker tuvo una sensación de náusea.

– ¿Amenazar? -replicó Tucker con una sonrisa amarga.

Baedecker, sabiendo por su infancia en Chicago, y por sus años en la Infantería de Marina cuan inútiles pueden ser las amenazas, concedió:

– Vale, lanzar ataques quirúrgicos contra Baikonur y sus otras bases de lanzamiento.

– Sí -dijo Tucker, y hubo un largo silencio interrumpido sólo por los crujidos y gruñidos del tanque externo de 50 metros amarrado al vientre del vehículo orbital. Tucker apagó las pantallas-. Amo el Cabo, Dick -murmuró-. No quiero que lo vuelen en pedazos en un juego de toma y daca.

En la repentina oscuridad, Baedecker aspiró el olor del ozono, el lubricante y los polímeros de plástico; el olor que había reemplazado al ozono, el cuero y el sudor.

– Bien -dijo-, los tratados sobre armamentos de los últimos dos años son un comienzo. El satélite que llevas allá permitirá un grado de verificación que habría sido imposible hace diez años. Y liquidar proyectiles intercontinentales con buenos tratados, antes que se construyan las armas, parece más eficaz que poner un billón de dólares de láseres en el espacio y rezar para que no ocurra lo peor.

Tucker apoyó las manos en la consola como si leyera con las palmas los datos y la energía latentes.

– Sabes -dijo-, creo que el presidente electo se perdió una oportunidad durante la campaña.

– ¿Por qué?

– Tendría que haber hecho un trato con el pueblo norteamericano y los soviéticos -dijo Tucker-. Por cada diez dólares y diez rublos ahorrados mediante el descarte de misiles o reducciones en la Iniciativa de Defensa Estratégica, los rusos y nosotros pondríamos diez rublos o diez dólares en proyectos espaciales conjuntos. Hablaríamos de decenas de miles de millones de dólares, Dick.

– ¿Marte? -dijo Baedecker. Cuando él y Tucker se entrenaban para el Apollo, el vicepresidente Agnew había anunciado que el propósito de la NASA era llevar hombres a Marte en la década de los 90. Nixon no se interesó, la NASA pronto perdió su euforia y el sueño se desvaneció.

– Eventualmente -dijo Tucker-, pero primero poner en marcha la estación espacial y luego una base permanente en la Luna.

Baedecker se asombró de descubrir que se le aceleraba el pulso al pensar en hombres regresando a la Luna en vida de él. «Hombres y mujeres», corrigió en silencio.

– ¿Y estarías dispuesto a compartirlo con los rusos? -preguntó.

Tucker resopló.

– Mientras no tengamos que dormir con esos bordes. Ni volar en sus naves. ¿Recuerdas Apollo-Soyuz?

Baedecker recordaba. Él y Dave formaron parte del primer equipo que había presenciado el programa espacial soviético antes de la misión Apollo-Soyuz. Aún recordaba el sutil comentario de Dave en el vuelo de regreso. «¡Última palabra en tecnología! Cielos, Richard, llaman a eso la última palabra. Pensar que gastamos tanta energía haciendo creer a la población y al Congreso esas patrañas sobre el coloso espacial soviético, las supertecnologías que siempre están a punto de construir, ¿y qué vemos? ¡Remaches expuestos, paquetes electrónicos del tamaño de la radio Philco de mi abuela, y una nave que no podría conectarse con otra aunque tuviera una erección!»

El informe escrito había sido un poco más sobrio, pero durante la misión Apollo-Soyuz la nave norteamericana se había encargado del seguimiento y la conexión y, en contra de los planes originales, las tripulaciones no habían cambiado de nave para el aterrizaje.

– No quiero volar en esos cascajos -continuó Tucker-, pero si cooperando con ellos la NASA vuelve a explorar el espacio, podría aguantar el olor. -Se desabrochó las correas y empezó a descender, procurando usar las agarraderas apropiadas.

– Un camello que orina fuera, ¿eh? -observó Baedecker, siguiéndolo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Tucker, agachándose frente a la escotilla baja y redonda.

– Un viejo proverbio árabe -dijo Baedecker-. Es mejor tener el camello dentro de la tienda orinando hacia fuera que tenerlo fuera orinando hacia dentro.

Tucker rió, sacó un cigarro del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los dientes.

– Un camello orinando fuera -repitió, riendo de nuevo-. Me gusta eso.

Baedecker esperó a que saliera Tucker y luego se agachó, cogió una barra metálica y salió. La sala blanca resplandecía como una sala de partos.


En la mañana del lanzamiento Baedecker se sentó a solas en la cafetería de su motel de Cocoa Beach, mirando las rompientes y releyendo la carta de Maggie Brown que había recibido tres días antes.


17 de noviembre de 1988

Richard:

Me encantó tu última carta. Escribes poco, pero cada carta significa mucho. Te conozco lo suficiente como para saber cuánto piensas, cuánto afecto sientes y cuan poco dices. ¿Alguna vez permitirás que alguien comparta plenamente tus pensamientos y sentimientos? Eso espero.

Por lo que cuentas, Arkansas debe ser hermosa. Las descripciones de los amaneceres en el lago, cuando se eleva la niebla y graznan los cuervos en las ramas desnudas de la costa, me dan deseos de estar allá.

Ahora, Boston es toda lodo, tráfico y ladrillos grises. Me agrada enseñar y el doctor Thurston cree que en abril estaré preparada para ponerme a trabajar en mi tesis. Veremos.

Tu libro es sensacional…, al menos los fragmentos que me has dejado leer. Creo que tu amigo Dave estaría muy orgulloso. Pintas muy bien los personajes. Los pilotos cobran vida de una manera que jamás he visto en un libro, y la perspectiva histórica permite que una persona lega (yo, por ejemplo) comprenda nuestra época bajo una nueva luz: como una cultura que escoge entre un desafiante futuro de exploración y descubrimiento o un retiro hacia los puertos seguros y conocidos de las guerras de mutua aniquilación, el estancamiento y la decadencia.

Como socióloga tengo varias preguntas (no respondidas en el libro, o al menos en los fragmentos que he leído) sobre esas criaturas, los astronautas. Por ejemplo, ¿por qué muchos de vosotros sois oriundos del Medio Oeste? ¿Y por qué muchos sois hijos únicos o primogénitos? (¿Ocurre lo mismo con los nuevos especialistas -especialmente las mujeres- o sólo ocurre con los ex pilotos de pruebas?) ¿Y cuáles son los efectos psicológicos duraderos de pertenecer a una profesión (piloto de pruebas) donde la tasa de mortandad laboral es de uno sobre seis? (¿Esto podría llevar a cierta reticencia en demostrar los sentimientos?) Tus referencias a Scott en tu última carta parecen más optimistas que todas las noticias anteriores. Me agrada que se sienta mejor. Por favor, dale recuerdos míos. Por el tono de tu carta, Richard, parece que estas redescubriendo cuan complejo y reflexivo puede ser tu hijo. ¡Yo te lo podría haber dicho! Scott desperdició un año en ese estúpido ashram por mera tozudez, pero, como he sugerido antes, parte de esa tozudez viene de su afán de analizar y comprender las experiencias.

¿De dónde crees que heredó ese rasgo? Hablando de tozudez, no haré comentarios sobre la sección matemática de tu carta. No merece una respuesta. (Aparte de señalar que cuando tú tengas 180 yo seré una ágil persona de 154. Quizá sea un problema entonces.) (Pero lo dudo.)

En tu carta me preguntaste acerca de mi opinión filosófica y religiosa sobre ciertas cosas. ¿Aún hablamos de los lugares de poder que mencionamos en la India hace dieciocho meses?

Sabes que me encanta la magia, Richard, y conoces mi obsesión con lo que considero los secretos y los silencios del alma. Para mí, nuestra búsqueda de lugares de poder es real e importante. Pero eso ya lo sabes.

Bien, mi sistema de creencias. Escribí una epístola de doce páginas sobre esto desde que tu carta planteó la pregunta, pero la tiré a la papelera porque creo que todo mi sistema de creencias se puede sintetizar así:


Creo en la riqueza y el misterio

del universo; no creo

en lo sobrenatural.


Eso es todo. Oh, y también creo que tú y yo debemos tomar ciertas decisiones, Richard. No insultaré la inteligencia de ambos con clichés ni describiendo las complicaciones de mantener a raya a Bruce siete meses después del plazo que le prometí, pero lo cierto es que tú y yo debemos decidir si compartiremos un futuro.

Hasta hace poco, yo creía que sí. Las pocas horas y días que pasamos juntos el pasado año y medio me convencieron de que el universo era más rico y misterioso cuando lo enfrentábamos juntos.

Pero, de un modo u otro, la vida nos está llamando ahora. Al margen de nuestra decisión, quiero decirte que el tiempo que compartimos ha ensanchado y ahondado todo para mí, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo.

Ahora creo que me iré a dar un paseo para contemplar los botes en el río Charles.

Maggie


Scott se reunió con él en la mesa.

– Te has levantado temprano, papá. ¿A qué hora iremos a ver el lanzamiento?

– Ocho y media -dijo Baedecker, doblando la carta de Maggie.

La camarera se acercó y Scott pidió café, zumo de naranja, huevos revueltos, tostada de trigo y cereal molido. Cuando se fue la camarera, Scott miró la taza de café de Baedecker y preguntó:

– ¿Es todo lo que piensas desayunar?

– No tengo mucha hambre esta mañana.

– Ahora que lo pienso, ayer tampoco comiste mucho -dijo Scott-. Recuerdo que el miércoles tampoco cenaste. Y anoche no probaste el pastel. ¿Qué pasa, papá? ¿Te sientes bien?

– Me encuentro bien -dijo Baedecker-. De veras. Sólo que últimamente tengo poco apetito. Almorzaré bien.

Scott frunció el ceño.

– Ten cuidado, papá. Cuando practicaba largos ayunos en la India, llegaba al punto, al cabo de unos días, en que no quena comer nada.

– Me siento bien -repitió Baedecker-. Me siento mejor que en muchos años.

– Tienes mejor aspecto -resaltó Scott-. Debes de haber perdido diez kilos desde que empezamos a correr a finales de enero. Anoche Tucker Wilson me preguntó qué vitaminas estabas tomando. De verdad, estás magnífico, papá.

– Gracias -dijo Baedecker, bebiendo un sorbo de café-. Estaba releyendo la carta de Maggie Brown y ahora recuerdo que te manda saludos.

Scott movió la cabeza y miró hacia el mar. El cielo era impecablemente azul hacia el este, pero ya asomaba una bruma frente al sol naciente.

– No hemos hablado de Maggie -dijo Scott.

– No.

– Hablemos -dijo Scott.

– De acuerdo.

En ese momento llegó el desayuno de Scott y la camarera les llenó las tazas de café. Scott mordió la tostada.

– Ante todo -dijo-, creo que te equivocas acerca de Maggie y de mí. Fuimos amigos unos meses antes de que yo viajara a la India, pero no éramos tan íntimos. Me sorprendió que ella fuera a visitarme ese verano. Lo que trato de decir es que, aunque pensé en ello un par de veces, nunca hubo nada entre nosotros.

– Mira, Scott…

– No, escucha un minuto -dijo Scott, pero en cuanto lo dijo se tomó un tiempo para comer huevos revueltos con esa concentración total que Baedecker recordaba de cuando su pequeño hijo comía en una trona-. Tengo que explicarte esto. Sé que sonará raro, papá, pero desde que conocí a Maggie en el campus me recordó a ti.

– ¿A mí? -exclamó desorientado Baedecker-. ¿Cómo?

– Quizá recordar no sea la palabra indicada. Pero algo en ella me hacía pensar en ti todo el tiempo. Quizá porque tenía la costumbre de escuchar atentamente a los demás. O de observar cosas que la gente hacía o decía y recordarlas después. Quizá porque nunca se conformaba con las explicaciones con que se conformaba al resto. Lo cierto es que, cuando se presentó la oportunidad en la India, traté de arreglar las cosas para que tú y ella tuvierais unos días para conoceros.

Baedecker miró incrédulo a su hijo.

– ¿Estás diciendo que por eso hiciste que fuera a recibirme en el aeropuerto de Nueva Delhi? ¿Por eso me tuviste esperando una semana para verte en Poona?

Scott terminó los huevos, se limpió la boca con una servilleta y se encogió de hombros.

– Demonios -exclamó Baedecker, frunciendo el ceño.

Scott sonrió. Continuó sonriendo hasta que Baedecker también sonrió.


El lanzamiento se suspendió cuando faltaban tres minutos para la ignición.

Baedecker y Scott estaban sentados en los palcos VIP, cerca del edificio de Ensamblaje, y miraban hacia el canal cuando los cirros altos del oeste fueron rápidamente reemplazados por cúmulo nimbos. El lanzamiento estaba planeado para las 9.54. A las 9.30 las nubes cubrían el cielo y las ráfagas de viento alcanzaban los veinticinco nudos, cerca del máximo permitido. A las 9.49 centellearon relámpagos en el horizonte y empezó una lluvia intermitente. Baedecker se encontraba en ese mismo palco cuando un rayo dio en el Apollo 12 durante el despegue, anulando todos los instrumentos del módulo de mando y provocando que se expresara abiertamente Pete Conrad durante la transmisión en vivo. A las 9.51 la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA anunció por los altavoces que se postergaba la misión. Como el margen de lanzamiento era muy estrecho -menos de una hora-, reciclarían la cuenta regresiva para un lanzamiento al día siguiente, entre las dos y las tres de la tarde. A las 10.03 los altavoces anunciaron que los astronautas habían abandonado el transbordador, pero la voz hablaba a un palco vacío, pues los espectadores corrían en medio de un creciente chaparrón hacia los automóviles u otro refugio.

Baedecker dejó que Scott condujera el Beretta alquilado mientras la marea de vehículos se dirigía al oeste por la autopista.

– Scott -dijo-, ¿cuáles son tus planes si mañana se realiza el lanzamiento?

– Lo que había planeado antes -dijo Scott-. Ir a Daytona unos días para visitar a Terry y Samantha. Y la semana que viene volar a Boston para ver a mamá cuando llegue de Europa. ¿Por qué?

– Sólo me preguntaba -dijo Baedecker. Los limpiaparabrisas chascaban en una inútil batalla contra el chaparrón. Las luces de freno parpadeaban en la larga fila que los precedía-. En realidad, estaba pensando en volar hoy a Boston. Si espero hasta después del lanzamiento de mañana por la tarde, no tendré tiempo suficiente para mi cita en Austin el lunes.

– ¿Boston? -dijo Scott-. Oh, claro… no sería mala idea.

– ¿Irías a Daytona esta noche, entonces?

Scott reflexionó un segundo, tamborileando en el volante con los dedos.

– No, no creo. Ya le dije a Terry que llegaría mañana por la noche o el domingo. Me quedaré aquí a mirar el lanzamiento.

– ¿No te importa? -preguntó Baedecker, mirando a su hijo. Los meses que habían pasado juntos la primavera y el verano anterior le habían enseñado a calibrar la verdadera reacción de Scott ante las cosas.

– No, no me importa -dijo Scott, con una sonrisa franca-. Vamos al motel a buscar tus cosas.

La lluvia había amainado bastante cuando viraron al sur por la autopista 1.

– Espero que el Día de Acción de Gracias no te haya resultado deprimente -dijo Baedecker. Habían comido solos en el motel antes de ir a la reunión de los astronautas.

– ¿Bromeas? -dijo Scott-. Ha sido magnífico.

– Scott, ¿te importaría hablarme de tus planes? Tus planes a largo plazo.

Su hijo se acarició el pelo corto y húmedo.

– Ver a mamá por un tiempo. Terminar este semestre.

– ¿De veras piensas terminar?

– ¿A cinco semanas de la graduación? Ya lo creo.

– ¿Y después?

– ¿Después de la graduación? Bien, he estado pensando en ello, papá. La semana pasada recibí una carta de Norm diciéndome que podría volver a su equipo de construcción y trabajar hasta mediados de agosto. Me ayudaría a pagar el curso de doctorado de Chicago.

– ¿Planeas ir allá?

– Si el programa de filosofía es tan bueno como dice Kent, me tienta bastante -dijo Scott-. Y aunque la beca es parcial, es el mejor trato que me han ofrecido. Pero también he estado pensando en ingresar en las fuerzas armadas por un par de años.

Baedecker miró a su hijo. Se habría sorprendido del mismo modo si Scott le hubiera anunciado impávidamente que volaba a Suecia para hacerse una operación de cambio de sexo.

– Es sólo una idea -dijo Scott, pero algo en la voz sugería lo contrario.

– No te comprometas con nada semejante a menos que yo cuente con unas horas, o semanas, para tratar de disuadirte -dijo Baedecker.

– Lo prometo. Oye, siempre pasaremos la Navidad en la cabaña, ¿verdad?

– Ésa es mi intención -dijo Baedecker.

Enfilaron hacia el este por la autopista 520 y viraron al sur, dejando atrás la incesante hilera de moteles de Cocoa Beach. Baedecker se preguntó cuántas veces había conducido por este camino desde la base Patrick de la Fuerza Aérea, impaciente por llegar al Cabo.

– ¿Cuál de ellas? -preguntó.

– ¿Cómo? -preguntó Scott, buscando la entrada del motel a través de un nuevo chaparrón.

– ¿Qué fuerza?

Scott viró hacia la calzada y aparcó frente al edificio. La lluvia repiqueteaba sobre el techo.

– Pero, papá. ¿Necesitas preguntármelo? ¿Después de haberme criado en una familia orgullosa de tres generaciones de Baedecker en el cuerpo de Marines? -Abrió la portezuela y salió de un brinco, deteniéndose en la lluvia sólo para decir-: Pensaba en los Guardacostas-. Y echó a correr hacia el alero del motel.


Nevaba en Boston, y estaba oscureciendo cuando Baedecker cogió un taxi desde el aeropuerto internacional Logan hasta una dirección cercana a la Universidad de Boston. Todavía bronceado después de tres días en Florida, miró a través de la penumbra el agua marronosa y helada del río Charles y tiritó. Las luces se encendían en las oscuras márgenes. La nieve se transformaba en un agua mugrienta que las llantas de los coches salpicaban en la calle.

Baedecker siempre había imaginado a Maggie viviendo cerca del campus, pero el apartamento estaba a cierta distancia, cerca de Fenway Park. La apacible calle lateral estaba bordeada por escalinatas y árboles desnudos; el vecindario había estado al borde de la decadencia en los años 60, jóvenes profesionales lo rescataron en los 70 y ahora estaba a punto de ser invadido por ricachones de mediana edad en busca de un hogar permanente.

Baedecker pagó al chofer y corrió del taxi a la puerta del viejo edificio. Había intentado llamar desde Florida y desde Logan, pero fue en vano. Suponía que Maggie estaría comprando y que volvería a casa cuando él llegara, pero al ver las ventanas oscuras se preguntó por qué pensaba que la hallaría en casa el viernes por la noche después de Acción de Gracias.

El pasillo del segundo piso era acogedor pero la luz era borrosa. Baedecker miró el número de apartamento en el sobre, aspiró profundamente y golpeó. No hubo respuesta. Golpeó de nuevo y esperó. Un minuto después caminó hacia el final del pasillo y miró por una ventana alta. A través de la abertura de un callejón vio que nevaba pesadamente frente a un letrero de neón, encima de una tienda oscura.

– Oiga, ¿era usted quien golpeaba? -Una chica de poco más de veinte años y un joven de gafas asomaron de un apartamento, a dos puertas del de Maggie.

– Sí -dijo Baedecker-. Busco a Maggie Brown.

– Se ha ido -dijo la mujer. Se volvió hacia el interior del apartamento y gritó-: Oye, Tara, ¿Maggie no se fue a las Bermudas con el tal Bruce? -Hubo una respuesta ahogada-. Se fue -repitió la chica cuando Baedecker se acercó.

– ¿Sabe cuándo regresará?

La mujer se encogió de hombros.

– El descanso de Acción de Gracias empezó ayer. Tal vez dentro de diez días.

– Gracias -dijo Baedecker, y bajó por la escalera. Una atractiva joven de pelo corto y castaño se cruzó con él en el vestíbulo.

Baedecker salió a la acera y se detuvo, mirando la nieve. Se preguntó cuánto tendría que caminar para hallar un teléfono o un taxi. El frío le penetraba el impermeable y tiritó. Se volvió a la derecha y echó a andar hacia la avenida Massachusetts.

Había caminado una manzana y media y tenía los zapatos empapados cuando oyó una voz a sus espaldas.

– Oiga, espere un segundo.

Baedecker se detuvo en el borde de la acera mientras la joven que había visto en el vestíbulo cruzaba la calle.

– ¿Es usted Richard? -preguntó ella.

– Richard Baedecker.

– Vaya, suerte que he hablado con Becky un momento -dijo la joven, recobrando el aliento-. Soy Sheila Goldman. Usted habló conmigo por teléfono una vez.

– ¿SÍ?

Sheila Goldman asintió y se apartó un copo de nieve de la pestaña.

– Sí. En septiembre, a principios del año escolar. Esa noche Maggie estaba con su familia.

– Oh, sí -recordó Baedecker. Había sido una conversación muy breve. Él ni siquiera había dejado el nombre.

– ¿Le ha dicho Becky que Maggie se había ido durante las vacaciones?

– Sí -dijo Baedecker-. Yo ignoraba que interrumpían las clases tanto tiempo.

– Becky le ha dicho que pensaba que Maggie se había ido con Bruce Claren, ¿no es así? -Se apartó más nieve de las pestañas-. Bien, Becky no se entera demasiado. Bruce la anduvo asediando durante semanas, pero Maggie no tenía interés en ir con él a ninguna parte.

– ¿Es usted amiga de Maggie? -preguntó Baedecker.

Sheila asintió.

– Fuimos compañeras de cuarto por un tiempo. Somos bastante amigas. -Se frotó la nariz con el mitón-. Pero no tan íntimas como para que Maggie no me matara si averiguara que usted vino a visitarla y… Bien, de cualquier modo no está en las Bermudas con Bruce.

Un coche viró a gran velocidad, salpicándolos con nieve derretida. Baedecker cogió el codo de Sheila Goldman y ambos se apartaron del borde de la acera.

– ¿Adonde ha ido Maggie para Acción de Gracias? -preguntó. Sabía que los padres de Maggie vivían a una hora de distancia, en New Hamsphire.

– Salió ayer para Dakota del Sur -contestó Sheila-. Cogió un avión por la tarde.

«¿Dakota del Sur?», pensó Baedecker. Luego recordó una conversación que habían tenido en Benarés muchos meses antes.

– Oh, sí -dijo-. Sus abuelos.

– Ahora es sólo Memo, la abuela. El abuelo murió en enero.

– No lo sabía -dijo Baedecker.

– Aquí está la dirección y todo lo demás -dijo Sheila, dándole un papel amarillo. La letra era de Maggie-. Oiga, ¿quiere venir a nuestro apartamento para llamar un taxi?

– No, gracias. Llamaré desde la calle si no encuentro uno en la avenida Massachusetts. -Impulsivamente le tomó la mano y la estrujó-. Gracias, Sheila.

Ella se puso de puntillas y le besó la mejilla.

– De nada, Richard.


Baedecker llegó a Chicago poco después de medianoche y pasó seis horas de insomnio en el Sheraton del aeropuerto. Estaba en la oscura habitación escuchando ruidos y respirando los olores del motel cuando pensó en su última conversación con Scott.

Mientras esperaban el vuelo de Baedecker para Miami en el aeropuerto Melbourne, cerca del Cabo, de pronto, Scott dijo:

– ¿Has pensado alguna vez cuál sería tu epitafio?

Baedecker dejó el periódico.

– Qué pregunta tan tranquilizadora antes de un vuelo.

Scott sonrió y se frotó las mejillas. La barba incipiente -se la estaba dejando crecer- le brilló bajo la luz.

– Sí, bien, yo he estado pensando en el mío. Me temo que dirá: «Vino, vio y estropeó.»

Baedecker meneó la cabeza.

– No se permiten epitafios pesimistas hasta que tengas por lo menos veinticinco años -dijo. Se puso a leer de nuevo pero dejó el periódico-. En verdad, no difiere mucho de una cita que he llevado en la cabeza durante años, sospechando que terminaría siendo mi epitafio.

– ¿Cuál es? -preguntó Scott. Afuera, la lluvia amainaba, y las palmeras se perfilaban contra un cielo brillante.

– ¿Has leído alguna vez La escuela de música de John Updike?

– No.

Baedecker hizo una pausa.

– Creo que es mi cuento favorito. De todos modos, en un momento dado el narrador dice: «No soy musical ni religioso. En cada instante de mi vida debo apretar los dedos sin confiar en que oiré un acorde.»

Permanecieron en silencio unos instantes. Los altavoces del aeropuerto llamaban a gente y negaban toda responsabilidad por los grupos religiosos que pedían dinero.

– ¿Y cómo termina? -preguntó Scott.

– ¿El cuento? Bien, el narrador recuerda su infancia, cuando comulgaba y le enseñaban a no tocar la hostia con los dientes.

– Eso no es lo que me enseñaron en Saint Malachy's.

– No -convino Baedecker-. Ahora la hostia es tan gruesa que hay que masticarla. Eso es lo que decide el narrador con su vida al final del cuento. Creo que las líneas finales son: «El mundo es la hostia. Y hay que masticarlo.»

Scott se quedó mirando a su padre.

– ¿Has leído alguno de los libros védicos sagrados, papá? -preguntó al fin.

– No.

– Yo sí. Leí bastante el año pasado en la India. No tenían mucho que ver con lo que enseñaba el Maestro, pero creo que recordaré los libros por más tiempo. Uno de mis fragmentos favoritos es del Tatiriya Upanishad. Dice: «Yo soy este mundo, y yo me como este mundo. Quien sabe esto, sabe.»

La pizarra anunció el vuelo de Baedecker; éste se levantó, tomó la bolsa de vuelo con la mano izquierda y le tendió la mano derecha al hijo.

– Cuídate, Scott. Te veré en Navidad, o antes.

– Tú también cuídate, papá -dijo Scott. Ignorando la mano tendida, abrazó a Baedecker.

Baedecker apoyó la mano en la fuerte espalda del hijo y cerró los ojos.


Baedecker cogió un vuelo de United que salía a las 7.45 del aeropuerto O'Hare. Volaba a Seattle pero tenía una parada en Rapid City, Dakota del Sur, el punto más cercano al rancho de los abuelos de Maggie, cerca de Sturgis, al que Baedecker podía llegar sin transbordos. Cansado como estaba, Baedecker advirtió que el avión era uno de los nuevos Boeing 767. Nunca había volado en uno de ellos.

Sirvieron el desayuno cuando sobrevolaban el sur de Minnesota. Baedecker miró la bandeja de huevos revueltos y salchicha recalentados y decidió que, con apetito o sin él, era hora de comer al cabo de casi tres días. No pudo hacerlo. Estaba bebiendo café y mirando el paisaje oscuro entre jirones de nubes cuando se le acercó la azafata.

– ¿Señor Baedecker?

– ¿Sí? -respondió Baedecker alarmado. ¿Cómo conocía su nombre? ¿Le habría ocurrido algo a Scott?

– El capitán Hollister pregunta si desea pasar a la cabina de mando.

– Claro -respondió Baedecker, siguiéndola por la primera clase con alivio. Hurgó en su memoria, tratando de recordar si había conocido a un piloto de línea llamado Hollister. No recordaba a nadie con ese nombre, pero no confiaba en su memoria.

– Adelante, señor -dijo la azafata, abriéndole la puerta.

– Gracias -respondió Baedecker, y entró.

El piloto lo saludó con una sonrisa. Era un cuarentón de cara rubicunda y pelo tupido, sonrisa aniñada y una expresión agradable que evocaba a Wally Schirra.

– Bien venido, señor Baedecker, soy Charlie Hollister. Éste es Dale Knutsen.

Baedecker saludó con la cabeza a ambos.

– Espero que no le hayamos interrumpido el desayuno -dijo Hollister-. Vi su nombre en la lista de pasajeros y pensé que le gustaría comparar nuestro nuevo juguete con el Apollo.

– Por Dios -dijo Baedecker-, me asombra que usted haya hecho la asociación.

Hollister sonrió de nuevo. Ni el piloto ni el copiloto parecían dedicarse a conducir el avión.

– Venga -dijo Knutsen, desabrochándose la correa-. Ocupe mi asiento. Yo voy un minuto a la cocina.

Baedecker se lo agradeció y se acomodó en el asiento revestido de lana de cordero. Excepto por el volante, que sustituía un control manual, la cabina era muy parecida a la del transbordador. Las terminales de video exhibían lecturas de instrumental, líneas de datos y mapas de color en tres pantallas. En la consola que lo separaba de Hollister había un teclado de ordenador. Baedecker miró el cielo azul, el remoto horizonte, las lejanas capas de nubes.

– Me sorprende que usted me haya recordado -le dijo al piloto-. No nos conocemos, ¿verdad?

– No, señor -respondió Hollister-. Pero conozco todos los nombres de las diversas misiones y recuerdo haberle visto en televisión. Siempre quise ser astronauta, pero…

Baedecker extendió la mano.

– Olvidemos el «señor». Me hace sentir viejo. Me llamo Richard.

– Qué tal, Richard -dijo Hollister, dándole la mano por encima del ordenador.

Baedecker miró las pantallas parpadeantes y el volante que se movía.

– Parece que el avión se conduce solo. ¿Os deja hacer algo a vosotros?

– No mucho -dijo Hollister riendo-. Es una maravilla, ¿verdad? La última novedad. Puedo programarlo en O'Hare y no tendría que hacer nada hasta aterrizar en Seattle. Lo único que no sabe hacer es bajar el tren de aterrizaje.

– Pero no funciona totalmente en automático, ¿verdad? -preguntó Baedecker.

Hollister meneó la cabeza.

– Sostenemos la opinión de que debemos intervenir, y el sindicato nos respalda. La aerolínea afirma que compró el siete-seis-siete para que el sistema informático de vuelo le ahorre dinero en combustible, y que desbaratamos sus planes cada vez que lo ponemos en manual. Lo cierto es que tiene razón.

– ¿Es divertido pilotarlo? -preguntó Baedecker.

– Es una buena nave -dijo Hollister. Tecleó un botón y los despliegues visuales cambiaron-. Tan seguro como estar sentado en el porche de la abuela. Pero no es divertido. -Le mostró los detalles del sistema de control de vuelo, el indicador de motor, el sistema de alerta y las pantallas de radar de color que incorporaban mapas de su posición en relación con las emisoras omnidireccionales VHF, los puntos intermedios y los haces del sistema de aterrizaje por instrumentos. El mapa indicaba la posición de los frentes de tormenta, calculaba la velocidad del viento y les permitía saber qué rumbo seguían en cada momento-. Es capaz de decirme con quién está acostada mi mujer si se lo pregunto con amabilidad. ¿Qué te parece este aparato comparado con el artilugio que llevaste a la Luna?

– Impresionante -dijo Baedecker, sin contarle a Hollister que había trabajado para una compañía que producía aviones militares que estaban años luz por delante de ese sistema-. Para responder a tu pregunta, gran parte del instrumental de calibración y de medición estaba muy anticuado, y el ordenador del que dependíamos para llegar a la superficie tenía una capacidad total de sólo treinta y nueve palabras.

– Santo cielo -dijo Hollister, meneando la cabeza.

– Exacto. Estos sistemas son muy superiores a los nuestros. Y los nuestros eran menos flexibles. Si surgía un problema nuevo, sólo podíamos emplear unas dos mil palabras.

– Uno se pregunta cómo llegasteis allá -dijo Hollister. Tomó los controles, tocó un interruptor del panel de instrumentos y apoyó la mano derecha en el regulador-. ¿Quieres conducirlo un segundo?

– ¿United no pondrá el grito en el cielo?

– Sin duda. Pero sólo podrá averiguarlo si oye nuestras voces en el grabador de la caja negra, y en ese caso poco nos importará. ¿Quieres?

– Claro.

– Adelante.

Baedecker cogió el volante con cuidado, pensando en el centenar de pasajeros que removían el café a sus espaldas. Delante, las nubes se disipaban dejando ver la línea oscura del horizonte.

– ¿Es verdad que Dave Muldorff quería bautizar The Beagle al módulo lunar? -preguntó Hollister.

– Claro que sí. Y casi llegó a convencerlos. Dijo que estaba en la tradición de Darwin, el viaje del Beagle y todo eso. Cuando los tripulantes empezaron a bautizar las máquinas, tenían nombres como Gumdrop, Spidery Snoopy. Después de Neil, «el Eagle ha aterrizado» y todo eso, los nombres se volvieron más serios y pretenciosos. Endeavor, Orion, Intrepid, Odyssey.… En el último momento desconfiaron de las intenciones de Dave y sugirieron enfáticamente que se atuviera a Discovery.

– ¿Qué tenía de malo Beagle? -preguntó Hollister.

– Nada, pero conocían a Dave y tenían razón. Dave había preparado un discurso que empezaba con «Houston, el Beagle ha aterrizado». Siguiendo con la broma canina, trató de persuadir a Tom Gavin de que aceptara Lassie para el módulo de mando, y pensaba decir que el vehículo rodante Rover era un gran hijo de perra. Habríamos quedado en la historia de la NASA como los Beagle Boys. No, hicieron bien en frustrar las intenciones de Dave.

Hollister rió.

– Recuerdo cuando vosotros dos jugabais con un Frisbee, debió de ser una gran época para volar.

El copiloto regresó con tazas de café para todos. Baedecker le devolvió los controles a Hollister, cedió el asiento a Knutsen y se apoyó un minuto en el asiento del copiloto, mirando la vasta extensión de cielo y nubes.

– Sí -dijo, alzando la taza de plástico en un brindis silencioso y bebiendo el sabroso café negro-. Una gran época.


El aeropuerto de Rapid City parecía una pista de aterrizaje en busca de un pueblo. Al descender sobrevolaron campos de pastoreo, cauces secos y ranchos. La única pista se extendía sobre una meseta herbosa que tenía sólo una diminuta terminal, una torre baja y un aparcamiento casi vacío.

Al instalarse en su Honda Civic alquilado, Baedecker decidió que estaba harto de vuelos comerciales y coches de alquiler. Usaría sus ahorros para comprar un Corvette 1960 y terminaría con eso. Todavía mejor, cuando llegara el dinero, un pequeño Cessna 180…

El viaje desde Rapid City hasta la salida de Sturgis por la interestatal 90 duró cuarenta y cinco minutos. La carretera atravesaba los cerros que separaban la oscura masa de las Colinas Negras de la pradera que se extendía al norte hasta el horizonte. Las urbanizaciones y los parques de casas rodantes encaramados sobre las laderas parecían heridas abiertas en el paisaje.

Eran las doce y media cuando Baedecker preguntó en una gasolinera Conoco, cerca de la salida de la interestatal, y casi la una de la tarde cuando atravesó un arco de madera al inicio del largo camino que conducía a Wheeler Ranch.

La mujer que se le acercó cuando Baedecker se apeó del coche y se desperezó le recordó a Elizabeth Sterling Callahan de Lonerock, Oregon. Tenía por lo menos setenta años pero se movía con soltura, llevaba el pelo largo y gris sujeto con un pañuelo y vestía una chamarra y pantalones azules. El rostro irradiaba placidez. Un collie trotaba a su lado.

– Hola -saludó-. ¿Puedo ayudarle?

– Sí, señora. ¿Es usted la señora Wheeler?

– Ruth Wheeler -dijo la mujer, acercándose. Profundas arrugas le rodeaban los ojos, tan verdes como los de Maggie.

– Mi nombre es Richard Baedecker -dijo, tendiéndole la mano al collie para que la oliera-. Estoy buscando a Maggie.

– Richard… ¡Oh, Richard! -dijo la mujer-. Claro que sí. Margaret ha mencionado su nombre. Bienvenido, Richard.

– Gracias, señora Wheeler.

– Llámeme Ruth. Oh, mi Maggie se sorprenderá. Ahora no está, Richard. Ha ido al pueblo a hacer unos recados. ¿Quiere entrar a tomar café mientras la esperamos? Volverá pronto.

A punto de aceptar, Baedecker se sintió embargado por la impaciencia, como si no pudiera descansar ni detenerse hasta que su largo viaje hubiera concluido.

– Gracias, Ruth, pero si tiene idea de dónde puede estar, iré al pueblo a buscarla.

– Pruebe el Safeway, en el centro comercial, o la ferretería de la calle Mayor. Maggie conduce nuestra vieja camioneta Ford azul, con un gran generador rojo en la parte de atrás. Lleva el adhesivo de Dukakis en el parachoques trasero.

Baedecker sonrió.

– Gracias. Si no la encuentro y ella regresa primero, dígale que volveré pronto.

La señora Wheeler se acercó y apoyó la mano en la ventanilla abierta cuando Baedecker hizo girar el Civic.

– También podría estar en otro sitio -dijo-. A Maggie le gusta detenerse en el Monte del Oso. Es un viejo cerro en las afueras del pueblo. Diríjase hacia el norte y siga los letreros.


La camioneta azul no estaba en el aparcamiento del Safeway ni en la calle Mayor. Baedecker recorrió despacio el pequeño pueblo, esperando ver a Maggie saliendo de un edificio a cada instante. Las noticias de la radio de la una y media comentaron el lanzamiento secreto del transbordador espacial, que se realizaría dentro de dos horas. El periodista llamó incorrectamente «Cabo Kennedy» al Centro Espacial Kennedy e informó que la zona tenía nubes altas pero que el tiempo parecía apropiado para el lanzamiento.

Baedecker viró en el aparcamiento de una planta de carnes saladas y regresó por Sturgis, siguiendo los letreros verdes que conducían al parque estatal del Monte del Oso.

No había coches en el pequeño aparcamiento. Baedecker detuvo el Civic cerca de un edificio de informaciones cerrado y miró el Monte del Oso. Era un cerro impresionante. Si Baedecker no había olvidado sus estudios de geología, era un viejo cono volcánico que se elevaba en un largo risco hasta una cima que alcanzaría más de doscientos metros sobre la pradera circundante. La montaña estaba separada de las colinas del sur y sobresalía dramáticamente de la pradera. Baedecker tuvo que agudizar su imaginación para ver un oso en el largo cerro, pero al fin logró distinguir un oso inclinado hacia adelante, con los cuartos traseros en el aire.

Siguiendo un impulso, Baedecker cogió su vieja cazadora de vuelo del asiento trasero y empezó a trepar por el sendero.

Aunque había retazos de nieve esparcidos por las zonas sombreadas, el día era cálido y Baedecker sentía el olor de la tierra que se entibiaba. Sintió un mareo al girar por el primer tramo de sendero, pero no tenía problemas para respirar. Se preguntó por qué no había tenido apetito en los últimos días y por qué, sin haber dormido dos días y con el estómago vacío, se sentía fuerte, casi eufórico.

El sendero se niveló para seguir la ascendente línea del risco y Baedecker se detuvo para admirar la vista del norte y el este, más allá de los pinares. A un tercio del camino vio trozos de tela, trapos de color, atados a los arbustos bajos a lo largo del sendero. Se detuvo y tocó uno de ellos, que ondeaba en la brisa cálida.

– Hola.

Baedecker dio media vuelta. El hombre estaba sentado en una zona baja cerca del borde, a cinco metros del sendero. Era un camping natural, protegido de los vientos del norte y el oeste por rocas y árboles, pero con vistas hacia tres lados.

– Hola -dijo Baedecker, acercándose-. No lo había visto.

Era indudable que el anciano era indio: tez de color del cobre quemado, ojos tan oscuros que parecían negros, nariz ancha bajo la frente arrugada, camisa suelta, azul y estampada, cinta roja y ceñida, pelo largo y canoso anudado en trenzas. Llevaba un anillo, con una piedra azul. Sólo desentonaban las raídas zapatillas de lona verde.

– No quería molestar -dijo Baedecker. Miró la tienda de lona marrón erigida cerca de una estructura baja hecha de ramas y piedras. Baedecker supo de inmediato que era una choza para baños de sudor, sin saber cómo lo sabía.

– Siéntese -dijo el indio. El anciano estaba sentado en una piedra, con una pierna sobre otra, en una posición cómoda, casi femenina.

– Soy Robert Medicina Dulce -dijo con voz sedosa y divertida, como si estuviera a punto de reírse por una broma.

– Richard Baedecker.

El anciano asintió como si esta información fuera redundante.

– Bonito día para escalar la montaña, Baedecker.

– Muy bonito día. Aunque no sé si llegaré a la cima.

El indio se encogió de hombros.

– Hace mucho que vivo aquí y jamás he estado en la cima. No siempre es necesario. -Usaba una navaja para afilar una vara corta. Había ramas, raíces y piedras en el suelo. Baedecker vio los huesos de un animalillo en la pila. Algunas piedras estaban pintadas de colores brillantes.

Baedecker miró hacia la pradera del norte. Desde allí no veía carreteras y sólo algunas arboledas indicaban dónde estaban los ranchos. Tuvo una repentina comprensión visceral de cómo se sentirían los indios de las praderas un siglo y medio antes, cuando merodeaban sin restricciones por esa tierra ilimitada.

– ¿Es usted sioux? -preguntó, sin saber si la pregunta era cortés pero deseando conocer la respuesta.

Robert Medicina Dulce meneó la cabeza.

– Cheyenne.

– Oh, pensaba que los sioux vivían en esta parte de Dakota del Sur.

– Viven -dijo el anciano-. Nos echaron de esta región hace tiempo. Ellos creen que esta montaña es sagrada. Nosotros también. Sólo tenemos que viajar más.

– ¿Vive usted cerca?

El indio cogió una navaja y cortó un trozo de un cacto que crecía entre las rocas, lo peló y se apoyó la hoja en la lengua como un flautista afinando su instrumento.

– No. Viajo mucho para venir aquí. Mi tarea consiste en enseñar cosas a jóvenes que un día las enseñarán a otros jóvenes. Pero mi joven se ha retrasado.

– ¿De veras? -Baedecker miró el lejano aparcamiento. Su Civic era el único vehículo-. ¿Cuándo lo esperaba usted?

– Hace cinco semanas -dijo Robert Medicina Dulce-. Los Tsistsistas no tienen sentido del tiempo.

– ¿Quiénes? -preguntó Baedecker.

– El Pueblo -dijo el anciano con su voz sedosa y divertida, aludiendo a su tribu.

– Oh.

– Tú también has viajado mucho.

Baedecker pensó en ello y asintió.

– Mis ancestros, como Mutsoyef, viajaban mucho -dijo Robert Medicina Dulce-. Luego ayunaban, se purificaban y escalaban la Montaña Sagrada en busca de una visión. A veces Maiyun les hablaba. Con mayor frecuencia callaba.

– ¿Qué clase de visiones? -preguntó Baedecker.

– ¿Has oído hablar de Mutsoyef y la caverna y el Don de las Cuatro Flechas?

– No.

– No importa -dijo Robert Medicina Dulce-. Eso no te concierne, Baedecker.

– ¿Y dice usted que la montaña también es sagrada para los sioux?

El anciano se encogió de hombros.

– Los arapahoes recibieron aquí una medicina que quemaban para hacer un humo dulzón para sus rituales. Los apaches recibieron el don de una medicina mágica equina; los kiowas el riñó sagrado de un oso. Los sioux dicen que recibieron una pipa de la montaña, pero yo no les creo. Inventaron eso por envidia. Los sioux son muy embusteros.

Baedecker cambió de posición y sonrió.

Robert Medicina Dulce dejó de afilar la vara y miró a Baedecker.

– Los sioux afirmaban haber visto una gran ave en la montaña, un verdadero Pájaro de Trueno, con alas de más de un kilómetro de longitud y una voz que parecía el fin del mundo. Pero eso no es gran medicina. Son triquiñuelas Wihio. Cualquier hombre con un poco de medicina puede invocar al Pájaro de Trueno.

– ¿Puede usted? -preguntó Baedecker.

El viejo chascó los dedos.

A los dos segundos la tierra tembló con un rugido que parecía venir del cielo y la tierra al mismo tiempo. Baedecker vio algo enorme y reluciente detrás de él. La sombra se acercaba cubriendo las laderas, y Baedecker se apoyó en una rodilla para ver cómo el B-52H terminaba su viraje y se alejaba rugiendo a una altura de menos de ciento cincuenta metros, más bajo que la cima del monte. Los ocho motores de reacción dejaron una estela de humo negro en el aire de la tarde. Baedecker se sentó, sintiendo en las piedras las vibraciones del paso del avión.

– Lo lamento, Baedecker -dijo el anciano. Los dientes eran amarillos y fuertes, y sólo le faltaba uno de los inferiores-. Ha sido un truco Wihio barato. Vienen aquí todos los días a esta hora desde la base Ellsworth. Me dicen que usan esta montaña para cerciorarse de que su aparato de radar les dice la verdad cuando viajan.

– ¿Qué significa Wihio? -preguntó Baedecker.

– Es nuestra palabra para el Embaucador -dijo el cheyenne, cortando y mascando otra hoja de cacto-. Wihio es indio cuando lo desea, animal cuando lo desea, y nunca tiene buenos propósitos. Puede demostrar un cruel sentido del humor. Es la misma palabra que usamos para araña y para hombre blanco.

– Oh -dijo Baedecker.

– Además, muchos sospechamos que es el Creador.

Baedecker reflexionó sobre esto.

– Cuando Mutsoyef bajó de esta montaña… -dijo el viejo, e hizo una pausa para sacarse un trozo de planta de la lengua-. Cuando bajó, llevaba consigo el Don de las Flechas Sagradas, nos enseñó las Cuatro Canciones, nos contó nuestro futuro, incluida la extinción del búfalo y la llegada de los hombres blancos que nos reemplazarían, y luego dio las Flechas a sus amigos y dijo: «Esto que os doy es mi cuerpo. Recordadme siempre.» ¿Qué piensas de esto, Baedecker?

– Me suena familiar.

– Sí -dijo el anciano. Cortó una raíz en trozos pequeños y la miró frunciendo el ceño-. A veces temo que mi abuelo y mi bisabuelo tomaban prestada una buena historia cuando la oían. No importa. Ten, ponte esto en la boca. -Entregó a Baedecker un pequeño trozo de raíz al que había pelado la capa superior.

Baedecker la sostuvo en la mano.

– ¿Qué es?

– Un trozo de raíz -dijo el anciano con voz paciente.

Baedecker se puso el trozo de raíz en la boca. Tenía un gusto vagamente amargo.

– No lo mastiques ni lo sorbas -dijo Robert Medicina Dulce, poniéndose un trozo más grande en la boca. Lo hizo girar hasta que se le hinchó como un trozo de tabaco contra la mejilla-. No lo tragues.

Baedecker guardó silencio un minuto, sintiendo el sol en la cara y las manos.

– ¿Qué efecto tiene? -preguntó.

El anciano se encogió de hombros.

– Impide que me venga sed -dijo-. Mi botella de agua está vacía y hay un largo camino hasta la bomba del centro de visitantes.

– ¿Puedo pedirle algo?

El anciano dejó de cortar la raíz y asintió.

– Tengo una amiga -dijo Baedecker-, alguien a quien amo y a quien creo muy sabia. Ella cree en la riqueza y el misterio del universo y no cree en lo sobrenatural.

Robert Medicina Dulce esperó.

– ¿Cuál es la pregunta? -dijo al cabo de un minuto.

Baedecker se tocó la frente, sintiendo el ardor del sol. Se encogió de hombros ligeramente, pensando en el gesto de Scott.

– Me preguntaba qué pensaría usted de eso -dijo.

El viejo cortó otros dos trozos de raíz y se los puso en la boca, pasándolos a la otra mejilla y habló con lentitud y claridad:

– Creo que tu amiga es sabia.

Baedecker entornó los ojos. Tal vez fuera producto de varios días sin comida, o el tiempo que había pasado al sol o ambas cosas, pero entre él y el anciano cheyenne el aire parecía vibrar, fluctuando como vaharadas de calor en una carretera en un día de verano.

– ¿Usted no cree en lo sobrenatural? -preguntó Baedecker.

Robert Medicina Dulce miró hacia el este. Baedecker siguió la mirada. En la llanura, el sol centelleó contra una ventana o parabrisas.

– Tal vez tú conozcas más ciencia que yo -dijo el viejo-. Si el mundo natural es el universo, ¿cuánto crees que conocemos de él? ¿O qué comprendemos? ¿El uno por ciento?

– No -respondió Baedecker-. No tanto.

– ¿El uno por ciento del uno por ciento?

– Quizá -dijo Baedecker, aunque al decirlo lo puso en duda. No creía que el universo fuera infinitamente complejo (un diezmilésimo de un conjunto infinito seguía siendo un conjunto infinito), pero tenía la intuición visceral de que aun en el limitado reino de las leyes físicas elementales los humanos no habían atisbado ni siquiera un diezmilésimo de las permutaciones y posibilidades-. Menos que eso.

Robert Medicina Dulce guardó la navaja y abrió las manos. Los dedos se abrieron al sol como pétalos.

– Tu amiga es sabia -dijo-. Ayúdame, Baedecker.

Se levantó y cogió el brazo del viejo, dispuesto a hacer fuerza, pero Robert Medicina Dulce no pesaba nada. El viejo se levantó sin esfuerzo para ninguno de los dos, y Baedecker tuvo que echar una pierna hacia atrás para no caerse. Sintió un cosquilleo en los brazos, donde lo había tocado el cheyenne. Tuvo la sensación de que de no haberse sostenido el uno al otro habrían levitado en ese momento, dos globos libres errando sobre la pradera de Dakota del Sur.

El indio apretó los brazos de Baedecker una vez y lo soltó.

– Ten un buen paseo por la montaña, Baedecker -dijo-. Yo debo bajar la colina para conseguir agua y usar ese pestilente retrete. Odio acuclillarme entre los arbustos. No es civilizado.

El viejo cogió un recipiente de plástico y echó a andar despacio colina abajo, contoneándose al andar. Se detuvo una vez para decir:

– Baedecker, si encuentras una caverna profunda, muy profunda, háblame de ella al bajar.

Baedecker asintió y se quedó mirando al hombre que se alejaba. No pensó en despedirse hasta que Robert Medicina Dulce se perdió de vista en una curva del sendero.


Baedecker tardó cuarenta y cinco minutos en llegar a la cima. Ni una sola vez se sintió agitado o cansado. No encontró una caverna.

La vista desde la cima era la más hermosa que había presenciado en la Tierra. Las montañas de las Colinas Negras llenaban el sur, y algunos picos nevados se elevaban sobre pliegues boscosos. Una sucesión de ligeros cúmulos avanzaba de oeste a este, recordando a Baedecker los rebaños de ovejas que él y Maggie habían visto desde la meseta del Uncompahgre. Al norte, las llanuras se extendían en ondulaciones marrones y verdes hasta fundirse con la bruma de la distancia.

Baedecker halló una silla natural formada por dos pequeñas rocas y un tronco caído. Se acomodó allí y cerró los ojos, sintiendo el sol en los párpados. La grata sensación de estómago vacío se le difundió por el cuerpo y la mente. En ese momento no iba a ninguna parte, no planeaba nada, no pensaba en nada, no quería nada. El sol era muy tibio, pero pronto esa tibieza fue algo distante, e incluso ella desapareció.

Baedecker durmió. Y al dormir soñó.

Su padre lo sostenía, enseñándole a nadar, pero no estaban en North Avenue Beach, en el lago Michigan, sino en la cima del Monte del Oso, y la luz era muy extraña, tenue y parda y muy matizada, nítida como el relámpago que había iluminado a los espectadores del parque de Glen Oak, congelándolos en el tiempo, preservando el instante en un centelleo estroboscópico de luz silenciosa.

No había lago en el Monte del Oso, pero Baedecker notó que el aire era denso como el agua, y su padre lo sostenía horizontal, un brazo bajo el pecho de Baedecker, otro bajo las piernas, y decía: «Tienes que relajarte, Richard. No temas bajar la cara. Contén el aliento un segundo. Flotarás. Y si no flotas, estoy aquí para sostenerte.»

Baedecker bajó la cara obedientemente. Pero primero miró al padre, miró ese rostro familiar, la boca que reconocería siempre, las arrugas que rodeaban la boca, los ojos oscuros y el pelo oscuro que él no había heredado, la media sonrisa que sí había heredado. Miró a su padre, con su abolsado traje de baño, el bronceado que terminaba en la parte superior de los brazos, la pequeña barriga, el pálido pecho que empezaba a curvarse en el centro con el paso de los años. Baedecker obediente, bajó la cara, pero primero, como antes, alzó la cara hacia el hueco del cuello de su padre, oliendo ese aroma a jabón y tabaco, sintiendo la aspereza de la barba crecida, y luego, como nunca había hecho, alzó ambos brazos y estrechó al padre, acercando su mejilla a la mejilla del padre, lo estrechó con fuerza y se sintió estrechado.

Luego bajó la cara y contuvo el aliento, tendiendo los brazos, estirando las piernas, sosteniendo el cuerpo en un solo plano, tieso pero relajado. Y flotó.

– ¿Ves qué fácil es? -dijo su padre-. Continúa. Yo te sostendré si tienes problemas.

Baedecker flotó a mayor altura, elevándose sobre la roca y los pinos del monte, flotando sin esfuerzo sobre suaves corrientes, y cuando miró hacia abajo su padre se había ido. Baedecker soltó el aire, inhaló, movió con calma los brazos y las piernas, y nadó hacia el sur con brazadas largas y firmes. Las corrientes eran más cálidas a mayor altura. Pasó entre dos cúmulos de fondo plano y continuó, sin necesidad de descansar. Se elevó más, viendo que la montaña se encogía debajo hasta ser sólo un dibujo oscuro entre las nubes, indiscernible de la geometría de las llanuras, bosques, ríos y demás montañas. Cuando las corrientes se volvieron más fuertes y frías, Baedecker se detuvo para hollar el aire denso con ágiles movimientos de los brazos y las piernas. La maravillosa luz le permitía ver con mucha claridad. La larga y grácil curva del horizonte del sur y el este no presentaba obstáculos a la visión.

Baedecker vio el transbordador espacial apoyado en la rampa, sin los andamiajes, y el Atlántico detrás. Todos los espectadores estaban de pie, muchos con los brazos alzados, mientras los cohetes escupían llamas brillantes y el vehículo ascendía, al principio despacio sobre una columna de fuego claro, luego deprisa, arqueándose como una enorme flecha blanca disparada desde el arco de la tierra, girando mientras trepaba, lanzando llamas que se dividían en largas columnas y volutas de humo fragante. Baedecker observó el ascenso de la nave blanca hasta que se alejó de él, cayendo confiadamente en una lejana curva de mar y aire, y luego se volvió y encontró a Scott en la multitud de espectadores, lo encontró fácilmente, y vio que Scott también alzaba los brazos, cerrando los puños, abriendo la boca en la misma y callada plegaria que ofrecían los demás mientras impulsaban la blanca flecha de la nave espacial en su camino, y Baedecker vio las lágrimas en la cara feliz del hijo.

Se elevó más. Sentía la mordedura del frío, pero la ignoró, esforzándose por superar las mareas y presiones que procuraban arrastrarlo hacia abajo. Y de pronto no necesitó más esfuerzo. Baedecker subió revoloteando, viendo de nuevo el planeta como la esfera blanca y azul que era, rodeado de terciopelo negro, tan pequeño y bello como para rodearlo con los brazos. Cerca, tentadoramente cerca, se encontraba la gran curva irregular de su otro mundo, blanco y gris. Pero aun mientras giraba disponiéndose a atravesar la corta distancia restante, supo que esto le estaba negado. No, no negado, pues una vez se le había concedido. Sólo estaba negado el retorno. Pero luego, como recompensa, flotó sobre los familiares picos blancos y los cráteres sombríos, y pudo ver con mayor claridad que antes.

Vio los aparatos dorados y plateados que habían dejado él y su amigo, metal muerto, ya inservible. Años de días tórridos y noches gélidas habían extinguido su ínfimo calor y su obtusa actividad. Pero también vio las cosas más importantes que ambos habían dejado, no la bandera caída ni las máquinas polvorientas, sino sus huellas, profundas y marcadas como cuando se habían ido, y algunos objetos que recibían la luz del sol naciente: una pequeña fotografía, una hebilla frente a la Tierra en cuarto creciente.

Y antes de regresar, tiritando, Baedecker vio algo más. En el límite entre luz y oscuridad, donde afiladas sombras negras abrían agujeros en el tenue claro de Tierra, Baedecker vio las luces. Hileras de luces. Círculos de luces. Luces de ciudades, carreteras, canteras y comunidades, algunas dentro de excavaciones, otras extendiéndose orgullosamente sobre el oscuro mare y las tierras altas, esperando tenazmente el alba.

Y luego Baedecker regresó. Se detuvo varias veces, braceando para mantenerse en su sitio, pero permitiendo que el gran tirón de la Tierra lo arrastrase suave e inexorablemente. Sólo al final, conteniendo el aliento, flotando encima del monte y viendo la camioneta azul que se detenía, viendo a la joven que salía y echaba a correr sendero arriba, sólo entonces aceptó plenamente el tirón de la Tierra, y vio con nitidez que era algo más que la obtusa llamada de la materia a la materia. Al comprenderlo, Baedecker sintió esa energía dentro de sí mismo, atravesándolo y brotando de él, eslabonando personas y cosas.

Aún mientras revoloteaba sintió el retorno de la tibieza del sol en la cara, supo que dormía, oyó la voz familiar que lo llamaba desde lejos, y supo que en un segundo despertaría, se levantaría y respondería a la llamada de Maggie. Pero por unos segundos se contentó con quedarse allí, ni libre ni sujeto a la Tierra, esperando, sabiendo que había mucho que aprender, feliz de estar esperando, ansiando ese aprendizaje.

Luego tocó la montaña, sonrió y abrió los ojos.


***