"Temor Frío" - читать интересную книгу автора (Slaughter Karin)DOMINGO1Sara Linton tenía la mirada puesta en la entrada del Dairy Queen, viendo cómo su embarazadísima hermana salía con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano. Mientras Tessa cruzaba el parque, sopló una ráfaga de viento, y su vestido color púrpura se le levantó por encima de las rodillas. Forcejeó para bajárselo sin derramar el helado, y Sara la oyó blasfemar mientras se acercaba al coche. Sara procuró no reír al inclinarse para abrir la portezuela y preguntarle: – ¿Necesitas ayuda? – No -dijo Tessa, metiendo el cuerpo en el coche en una lenta operación. Una vez aposentada, le entregó un helado a Sara.- Y deja ya de reírte. Sara puso mala cara cuando su hermana se quitó las sandalias y apoyó sus pies descalzos en el salpicadero. No hacía ni dos semanas que había comprado el BMW 330i, y Tessa ya había dejado que una bolsa de Goobers se derritiera en el asiento de atrás, además de derramar una Fanta de naranja en la alfombrilla de delante. Si Tessa no hubiera estado embarazada de casi ocho meses, la habría estrangulado. – ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Sara. – Tenía pipí. – ¿Otra vez? – No, es que me encanta entrar en el lavabo del maldito Dairy Queen -le espetó Tessa. Se abanicó con la mano-. Cristo, qué calor. Sara no dijo nada y puso en marcha el aire acondicionado. Como era médico, sabía que Tessa estaba siendo víctima de sus propias hormonas, pero había veces en que Sara se decía que lo mejor para todos sería encerrar a Tessa en una caja y no abrirla hasta que no oyeran llorar al bebé. – Ese sitio estaba hasta los topes -consiguió decir Tessa con la boca llena de sirope de chocolate-. Maldita sea, ¿no debería estar toda esa gente en la iglesia? – Mmm -asintió Sara. – El local estaba asqueroso. Mira este aparcamiento -dijo Tessa, agitando su cucharilla en el aire-. La gente tira la basura aquí y les da igual quién la recoja. Como si pensaran que va a encargarse el hada de la basura. Sara murmuró unas palabras para expresar su acuerdo, y siguió comiendo su helado mientras Tessa proseguía con su letanía de quejas acerca de todas las personas que había visto en el Dairy Queen, desde el hombre que estaba hablando por el móvil hasta la mujer que había hecho cola diez minutos, y cuando le tocó el turno era incapaz de decidir qué quería. Al cabo de un rato, Sara desconectó y se puso a mirar el aparcamiento, pensando en la atareada semana que tenía por delante. Hacía varios años, Sara había aceptado un empleo a tiempo parcial como forense del condado para comprarle a su socio, que iba a jubilarse, su parte en la Clínica Infantil Heartsdale, y últimamente su trabajo en el depósito de cadáveres estaba desbaratando su horario en la clínica. Normalmente, el trabajo no le exigía mucho tiempo, pero la semana anterior había tenido que declarar en un juicio, lo que le robó dos días de la clínica, así que esta semana tendría que hacer horas extra. Su trabajo en el depósito cada vez le robaba más tiempo en la clínica, y sabía que en un par de años tendría que decidirse por uno de los dos empleos. Cuando llegara el momento, la decisión sería complicada. El trabajo de forense era todo un reto, algo que Sara había necesitado con urgencia trece años atrás, cuando se marchó de Atlanta y regresó a Grant County. Una parte de ella pensaba que su cerebro se atrofiaría sin los constantes obstáculos que presentaba la medicina forense. Sin embargo, el trato con niños tenía algo reconfortante, y Sara, que no podía tener hijos, sabía que lo echaría de menos. Cada día vacilaba a la hora de decidir qué trabajo era mejor. Por lo general, tener un día malo en uno hacía que el otro pareciera ideal. – ¡Póngase las pilas! -chilló Tessa, lo bastante fuerte para llamar la atención de Sara-. Tengo treinta y cuatro años, no cincuenta. ¿Te parece que una enfermera debe decirle una burrada semejante a una mujer embarazada? Sara se quedó mirando a su hermana. – ¿Qué? – ¿Has oído algo de lo que estaba diciendo? Intentó parecer convincente: – Desde luego. Tessa frunció el ceño. – Estabas pensando en Jeffrey, ¿verdad? A Sara le sorprendió la pregunta. Por una vez, su ex marido había estado ausente por completo de sus pensamientos. – No -dijo. – Sara, no me mientas -replicó Tessa-. El viernes pasado todo el pueblo vio a la chica de la tienda de rótulos en la comisaría. – Estaba grabando las letras en el nuevo coche de policía -respondió Sara, y se le puso la cara como un tomate. Tessa le lanzó una mirada de incredulidad. – ¿Ésa no es la misma excusa de la última vez? Sara no contestó. Aún recordaba el día que llegó temprano a casa y se encontró a Jeffrey en la cama con la propietaria de la tienda de rótulos del barrio. A la familia Linton le asombró y le irritó que Sara volviera a salir con Jeffrey, y aunque Sara compartía sus sentimientos, se sentía incapaz de romper del todo con él. Por lo que a Jeffrey se refería, era incapaz de actuar con lógica. Tessa le advirtió: – Ten cuidado con él. No le dejes que se sienta muy seguro. – No soy idiota. – A veces lo pareces. – Bueno, tú también lo eres -le soltó Sara, sintiéndose una estúpida antes incluso de que las palabras salieran de su boca. A excepción del ronroneo del aire acondicionado, el coche estaba en silencio. Por fin Tessa le sugirió: – Deberías haber dicho: «Sé que lo eres, pero ¿qué soy yo, entonces?». Sara quiso tomárselo a broma, pero también estaba irritada. – Tessie, no es asunto tuyo. Tessa soltó una estridente carcajada que resonó en los oídos de Sara. – Bueno, demonios, querida, eso nunca ha hecho callar a nadie. Estoy segura de que la maldita Marla Simms se lo estaba contando a todo el mundo antes de que esa putilla se bajara de su furgoneta. – No la llames así. Tessa volvió a agitar su cucharilla. – ¿Cómo quieres que la llame? ¿Guarra? – Nada -le dijo Sara, y hablaba en serio-. No la llames de ninguna manera. – Oh, pues yo creo que se merece unas cuantas palabras bien elegidas. – Fue Jeffrey el que me engañó. Ella simplemente aprovechó una buena oportunidad. – Sabes -dijo Tessa-, en mi época yo también aproveché mis oportunidades, pero nunca fui detrás de un hombre casado. Sara cerró los ojos, deseando que su hermana se callara. No quería hablar de ese asunto. Tessa añadió: – Marla le dijo a Penny Brock que la tía esa había engordado. – ¿Y qué hacías tú hablando con Penny Brock? – Tenía un desagüe atascado en la cocina -dijo Tessa, lamiendo su cucharilla. Tessa había dejado de trabajar con su padre a tiempo completo en el negocio de lampistería de la familia cuando tuvo la barriga tan hinchada que ya no podía arrastrarse por debajo de las casas, pero aún era capaz de aplicar el desatascador a un desagüe. – Según Penny, está como una vaca -dijo Tessa. En contra de su voluntad, Sara no pudo evitar sentir una oleada de triunfo, seguida por otra de culpabilidad por alegrarse de que a otra mujer se le ensancharan las caderas. Y el culo. La chica de la tienda de rótulos tenía más barriga de lo que le convenía. – Te estoy viendo sonreír -dijo Tessa. Sara sonreía; le dolían las mejillas de tanto como se esforzaba por mantener la boca cerrada. – Es horrible. – ¿Desde cuándo? – Desde… -Sara no acabó la frase-. Desde que me hace sentir una completa idiota. – Bueno, eres lo que eres, como diría Popeye. -Con gestos muy exagerados, Tessa rascó la tarrina de cartón con la cuchara hasta dejarla limpia-. ¿Puedo tomarme lo que queda del tuyo? – No. – ¡Estoy embarazada! -chilló Tessa. – No es culpa mía. Tessa siguió rascando su tarrina. Para molestar aún más, comenzó a frotar la planta del pie contra las incrustaciones de madera nudosa del salpicadero. Pasó un minuto antes de que Sara sintiera que un sentimiento de culpa de hermana mayor la golpeaba como un martillo. Intentó combatirlo comiendo más helado, pero se le atascó en la garganta. – Toma, eres como una niña grande. Le entregó la taza. – Gracias -dijo Tessa en tono cariñoso-. Quizá luego podríamos comprar un poco más para después -sugirió-. ¿Podrías ir tú a buscarlo? No quiero que piensen que soy una glotona y, además -sonrió dulcemente, agitando las pestañas-, puede que el chaval del mostrador se haya enfadado conmigo. – No me imagino por qué. Tessa parpadeó con aire inocente. – Algunas personas son muy sensibles. Sara abrió la portezuela, contenta de tener una razón para salir del coche. Se había alejado un metro cuando Tessa bajó la ventanilla. – Lo sé -dijo Sara-. Extra de chocolate. – Sí, pero espera un momento. -Tessa calló para poder lamer el helado que había en un lado de su teléfono móvil antes de sacarlo por la ventanilla-. Es Jeffrey. Sara aparcó en un terraplén de grava, entre un coche de policía y el de Jeffrey, frunciendo el ceño al oír cómo la grava golpeaba el lateral del vehículo. La única razón por la que Sara cambió su descapotable de dos plazas por un modelo más grande había sido para poder instalar una sillita portabebés. Entre Tessa y los elementos, el BMW estaría hecho un asco antes de que naciera la criatura. – ¿Es aquí? -preguntó Tessa. – Sí. Sara tiró del freno de mano y miró la cuenca seca del río que tenían delante. Georgia llevaba padeciendo sequía desde mediados de los noventa, y el enorme río que antaño fluía por el bosque como una serpiente rolliza e indolente no era más que un arroyo por donde circulaba un hilillo de agua. Sólo quedaba un lecho seco y agrietado, y el puente de cemento que quedaba a diez metros de altura parecía fuera de lugar, aunque Sara recordaba una época en que la gente pescaba allí. – ¿Eso es el cadáver? -preguntó Tessa, al tiempo que señalaba a un grupo de hombres que formaban un semicírculo. – Probablemente -respondió Sara, preguntándose si esos terrenos pertenecían a la universidad. Grant County comprendía tres ciudades: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, que albergaba el Instituto Tecnológico de Grant, era la joya del condado, y cualquier crimen que se cometiera dentro de sus límites se consideraba mucho más horrible. Un asesinato en los terrenos de la universidad sería una verdadera pesadilla. – ¿Qué ha pasado? -preguntó Tessa impaciente, aunque jamás se había interesado por el trabajo de Sara. – Eso es lo que se supone que debo averiguar -le recordó Sara, extendiendo la mano hacia la guantera para coger el estetoscopio. No había mucho espacio, y la mano de Sara se apoyó en el dorso del vientre de Tessa. La dejó allí por un momento. – Oh, Sissy -musitó Tessa, agarrando la mano de Sara-. Te quiero tanto. Sara se rió de las repentinas lágrimas de Tessa, pero, por alguna razón, también sintió que algo se desgarraba en su interior. – Yo también te quiero, Tessie. -Apretó la mano de su hermana y dijo-: Quédate en el coche. No tardaré. Cuando cerró la portezuela del automóvil, vio a Jeffrey dirigirse hacia ella. Tenía el pelo negro, y lo llevaba muy repeinado hacia atrás, aún un poco húmedo en la nuca. Vestía un traje gris carbón hecho a medida, perfectamente planchado, y una placa dorada de policía le asomaba del bolsillo superior de la americana. Sara llevaba unos pantalones de chándal ya en pleno declive y una camiseta que había dejado de ser blanca durante la administración Reagan. Calzaba playeras sin calcetines, con los cordones flojos para podérselas meter y sacar con el menor esfuerzo posible. – No hacía falta que te pusieras tu mejor vestido -bromeó Jeffrey, pero ella percibió la tensión de su voz. – ¿Qué ha pasado? – No estoy seguro, pero yo diría que hay algo raro… -Se calló y miró en dirección al coche-. ¿Te has traído a Tess? – Me venía de paso, y ella quería venir… Sara no acabó la frase, porque la verdad es que no había ninguna explicación, aparte de que, en aquel momento, la única meta en la vida de Sara era hacer feliz a Tessa… o, cuando menos, impedir que se quejara. Jeffrey lo entendió. – Supongo que no valía la pena discutir con ella. – Me prometió quedarse en el coche -dijo Sara. En ese momento oyó cerrarse a su espalda la portezuela del vehículo. Puso los brazos en jarras y se dio la vuelta. Tessa le decía adiós con la mano. – Tengo que ir ahí -dijo Tessa, señalando una hilera de árboles a lo lejos. – ¿Vuelve a casa andando? -preguntó Jeffrey. – Tiene que ir al baño -le explicó Sara, viendo cómo Tessa subía la colina hacia el bosque. Los dos se quedaron mirando a Tessa subir la empinada cuesta, las manos entrelazadas bajo la tripa, como si llevara un cesto. – ¿Te enfadarás conmigo si me echo a reír cuando baje la colina? -preguntó Jeffrey. Sara se rió con él en lugar de contestar. – ¿Crees que tendrá algún problema cuando llegue arriba? -volvió a preguntar. – No te preocupes -le dijo Sara-. No la matará hacer un poco de ejercicio. – ¿Estás segura? -insistió Jeffrey, preocupado. – Se encuentra bien -le tranquilizó Sara. Jeffrey no sabía nada de embarazos. Probablemente tenía miedo de que Tessa se pusiera a parir antes de llegar a la arboleda. Ya quisiera ella que fuera tan fácil. Sara echó a andar hacia la escena del crimen, pero se detuvo al ver que él no la seguía. Se volvió; ya sabía lo que le esperaba. – Esta mañana te fuiste muy temprano -le dijo él. – Imaginé que necesitarías dormir. -Sara retrocedió hasta él y le sacó un par de guantes de látex del bolsillo de la americana. Le preguntó-: ¿Qué te pasa? – No estaba tan cansado -contestó, en el mismo tono insinuante que habría utilizado por la mañana si ella se hubiera quedado. Sara manoseó los guantes, pensando qué decir. – Tenía que sacar a los perros. – Podrías haberlos traído. Sara le lanzó una expresiva mirada al coche patrulla. – ¿Es nuevo? -preguntó, fingiendo curiosidad. Grant County era un lugar pequeño. Sara había oído hablar del automóvil antes de que lo aparcaran delante de la comisaría. – Lo trajeron hace un par de días -dijo Jeffrey. – Las letras parecen nuevas -dijo ella de pasada. – ¿Y qué? -contestó, con la coletilla irritante que utilizaba últimamente cuando no sabía qué decir. Sara no iba a soltar su presa. – La chica ha hecho un buen trabajo. Jeffrey le sostuvo la mirada, como si no tuviera nada que ocultar. A Sara le habría impresionado de no haber sido porque él había utilizado la misma expresión la última vez que le aseguró que no la engañaba. Sara sonrió, tensa, y repitió: – ¿Qué es lo que te parece raro? Jeffrey soltó un seco bufido de irritación. – Ahora lo verás -dijo, mientras se encaminaba hacia el río. Sara caminaba a paso normal, pero Jeffrey aminoró la marcha para que ella no se quedara rezagada. Estaba enfadado, pero ella no permitía que sus malos humores la intimidaran. – ¿Es una estudiante? -preguntó Sara. – Probablemente -dijo él, cortante-. Le registramos los bolsillos. No llevaba ninguna identificación, pero el terreno de este lado del río pertenece a la universidad. – Estupendo -murmuró Sara. Se preguntaba cuánto tardaría en aparecer Chuck Gaines, el nuevo jefe de seguridad de la universidad, para empezar a poner pegas a su labor. Era fácil deshacerse de Chuck, pero la directriz principal de Jeffrey, en calidad de jefe de policía de Grant County, era procurar que la universidad fuera una balsa de aceite. Era algo que Chuck sabía mejor que nadie, y se aprovechaba de ello siempre que podía. Sara se fijó en una atractiva rubia sentada sobre unas rocas. Junto a ella estaba Brad Stephens, un agente joven que mucho tiempo atrás había sido paciente de Sara. – Ellen Schaffer -le explicó Jeffrey-. Estaba haciendo jooging en dirección al bosque. Cruzó el puente y vio el cadáver. – ¿Cuándo lo encontró? – Hará una hora. Llamó por el móvil. – ¿Sale a correr con el móvil? -preguntó Sara, sin saber muy bien qué la sorprendía. La gente ya no iba ni al retrete sin el móvil, por si se aburrían. – Quiero intentar hablar con ella en cuanto hayas examinado el cadáver. A lo mejor Brad consigue calmarla -dijo Jeffrey. – ¿Conocía a la víctima? – No lo creo. Probablemente sólo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Casi todos los testigos compartían esa mala suerte, ver algo durante unos instantes para no olvidarlo de por vida. Por casualidad, y por lo que Sara podía ver del cadáver, en el centro del cauce, la chica había tenido suerte. – Ojo -advirtió Jeffrey, cogiendo a Sara del brazo mientras se acercaban a la orilla. El terreno era empinado, y había que bajar una cuesta para llegar al río. La escasez de lluvias había abierto un sendero en el suelo, pero el cieno estaba poroso y suelto. Sara calculó que en esa zona el cauce tenía al menos catorce metros de ancho, pero Jeffrey ya haría que alguien lo midiera luego. El terreno estaba agostado bajo sus pies; la arenilla y la tierra se le metían dentro de las zapatillas de deporte al andar. Doce años antes, el agua les habría llegado al cuello. Sara se detuvo a mitad de camino y levantó la vista hacia el puente. No era más que una sencilla viga de cemento con una barandilla baja. Una cornisa sobresalía unos cuantos centímetros en la parte inferior, y entre esa zona y la barandilla alguien había pintado con aerosol negro las letras «DIE NIGGER» y una esvástica. Sara sintió un sabor amargo en la boca. – Vaya, qué bonito -comentó, con desdén. – Pues a mí no me lo parece -replicó Jeffrey, tan disgustado como ella-. Está por todo el campus. – ¿Cuándo empezó? -preguntó Sara. La pintada estaba descolorida, quizá tenía un par de semanas. – ¿Quién sabe? -dijo Jeffrey-. La universidad aún no se ha dado por enterada. – Si se dieran por enterados, tendrían que hacer algo al respecto -señaló Sara. Se giró en busca de Tessa-. ¿Sabes quién lo ha hecho? – Estudiantes -dijo, dándole a la palabra un matiz desagradable mientras echaba a andar otra vez-. Probablemente un grupo de yanquis idiotas a quienes les parece divertido venir al sur a hacer el paleto. – Odio a los racistas aficionados -murmuró Sara, esbozando una sonrisa mientras se acercaban a Matt Hogan y Frank Wallace. – Buenas tardes, Sara -dijo Matt. Tenía una cámara instantánea en una mano y varias Polaroid en la otra. Frank, el segundo de Jeffrey, le dijo: – Ahora mismo hemos acabado de hacer las fotos. – Gracias -dijo Sara poniéndose los guantes de látex. La víctima estaba debajo del puente, boca abajo. Tenía los brazos extendidos a los lados y los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. A juzgar por el tamaño y falta de vello de su tersa espalda y nalgas, era un hombre joven, probablemente en la veintena. Tenía el pelo rubio y largo, hasta la nuca, y lo llevaba peinado con raya. Parecía dormido, a excepción de la mezcla de sangre y tejido que le salía del ano. – Vaya -dijo Sara, comprendiendo la preocupación de Jeffrey. Por mera formalidad, Sara se arrodilló y apretó el estetoscopio contra la espalda del muerto. Sintió y oyó moverse las costillas bajo su mano. No había pulso. Sara se enrolló el estetoscopio en el cuello y examinó el cadáver, recitando en voz alta sus averiguaciones. – No hay señal de los traumatismos habituales en un caso de sodomía forzada. Ni magulladuras ni desgarros. -Le miró las manos y las muñecas. La izquierda estaba girada en un ángulo anormal, y vio una fea cicatriz rosa que le subía por el antebrazo. Por su aspecto, la herida había ocurrido en los últimos cuatro o seis meses-. No lo ataron. El joven llevaba una camiseta color gris oscuro, que Sara levantó para ver si había más lesiones. Tenía un largo arañazo en la base de la columna vertebral, con la piel levantada, pero no lo bastante para sangrar. – ¿Qué es eso? -preguntó Jeffrey. Sara no contestó, aunque había algo en ese arañazo que le parecía raro. Levantó la pierna derecha del muchacho para apartarla, pero se detuvo cuando vio que el pie no la acompañaba. Sara deslizó la mano bajo la pernera del pantalón, palpando los huesos del tobillo, a continuación la tibia y el peroné; era como apretar un globo relleno de gachas. Palpó la otra pierna; tenía la misma consistencia. Los huesos no sólo estaban rotos, estaban pulverizados. Se oyó cerrarse una serie de portezuelas. – Mierda -susurró Jeffrey. Segundos más tarde, Chuck Gaines descendía hacia el cauce, la camisa de su uniforme de seguridad color tostado tensa en el pecho. Sara conocía a Chuck desde la escuela primaria, donde él siempre se metía con ella de manera inmisericorde, ya fuera por su estatura, por sus buenas notas o su cabello pelirrojo, y le alegraba tanto verlo ahora como cuando, muchos años atrás, jugaban juntos en el patio. Lena Adams estaba junto a Chuck, y llevaba un uniforme idéntico, pero, como era menuda, le quedaba al menos dos tallas grandes. Se sujetaba los pantalones con ayuda de un cinturón, y, con sus gafas de sol de aviador y el pelo remetido bajo una gorra de béisbol de visera ancha, parecía un niño vestido con las ropas de su padre, sobre todo cuando perdió pie en el terraplén y cayó, bajando de culo el resto del camino. Frank acudió en su ayuda, pero Jeffrey le detuvo con una mirada de advertencia. Lena había sido detective -uno de ellos hasta hacía siete meses. Jeffrey no la había perdonado por haberse ido, y estaba decidido a asegurarse de que nadie más bajo su mando la imitara. – Maldita sea -dijo Chuck, bajando los últimos pasos al trote. Un leve brillo de sudor le cubría el labio, a pesar de que el día era fresco, y tenía el rostro congestionado por el esfuerzo de descender el terraplén. Chuck era extremadamente musculoso, pero parecía poco saludable. Siempre sudaba, y una fina capa de grasa hacía que su piel pareciera tensa e hinchada. Tenía la cara redonda, lunar, y los ojos demasiado grandes. Sara no sabía si era por tomar esteroides o por hacer pocos levantamientos de pesas, pero parecía como si fuera a darle un infarto de un momento a otro. Chuck le lanzó a Sara un guiño seductor. – Hola, Red -le dijo antes de extender su mano carnosa hacia Jeffrey-. ¿Qué hay de nuevo, jefe? – Chuck -dijo Jeffrey, estrechándole la mano a regañadientes. Le dirigió una rápida mirada a Lena, y a continuación regresó a la escena del crimen-. Informaron del suceso hace una hora. Sara acaba de llegar. – ¿Qué hay, Lena? -preguntó Sara. Lena hizo un leve movimiento de cabeza, pero Sara fue incapaz de leer su expresión tras sus gafas oscuras. Era obvio que Jeffrey desaprobaba que la saludara y, de haber estado solos, Sara le habría dicho lo poco que le importaba su opinión. Chuck dio una palmada, como para imponer su autoridad. – ¿Qué tenemos aquí, Doc? – Probablemente un suicidio -respondió Sara, intentando recordar cuántas veces le había dicho a Chuck que no la llamara «Doc». Probablemente tantas como le había dicho que no la llamara «Red». – ¿Sí? -preguntó Chuck, alargando el cuello-. ¿No te da la impresión de que lo han toqueteado un poco? -Chuck indicó la parte inferior del cuerpo-. A mí me lo parece. Sara se reclinó sobre los talones, sin responder. Volvió a mirar a Lena, preguntándose cómo lo aguantaba. Lena había perdido a una hermana hacía un año, y había pasado un infierno durante la investigación. Aun cuando se le ocurrían muchas cosas que no le gustaban de Lena Adams, no le deseaba a nadie la compañía de Chuck Gaines. Chuck pareció darse cuenta de que nadie le prestaba atención. Volvió a dar otra palmada y ordenó: – Adams, compruebe los alrededores. A ver si puede husmear algo. Sorprendentemente, Lena asintió y echó a andar corriente abajo. Sara levantó la vista hacia el puente, haciendo visera con la mano. – Frank, ¿puedes subir hasta ahí y ver si hay una nota o algo? – ¿Una nota? -repitió Chuck. Sara se dirigió a Jeffrey. – Imagino que saltó del puente -dijo-. Cayó de pie. Sus zapatos se hundieron en el suelo. El impacto le bajó los pantalones y le rompió casi todos, si no todos, los huesos de los pies y las piernas. -Miró la etiqueta de la parte posterior de sus tejanos para comprobar la talla-. Eran holgados, y desde esa altura la fuerza sería considerable. Imagino que la sangre es de los intestinos al desgarrarse. Se puede ver qué parte del recto se le salió y se separó del ano. Chuck soltó un silbido por lo bajo, y Sara, antes de poder reprimirse, le lanzó una mirada. Vio moverse sus labios mientras leía el epíteto racial del puente. Chuck le dedicó una sonrisa zafia y alegre antes de preguntarle: – ¿Cómo está tu hermana? Sara vio cómo Jeffrey apretaba los dientes y tensaba la mandíbula. Devon Lockwood, el padre del bebé de Tessa, era negro. – Está bien, Chuck -respondió Sara, obligándose a no morder el anzuelo-. ¿Por qué lo preguntas? Chuck le sonrió de nuevo, asegurándose de que ella le veía mirar hacia el puente. – Por nada. Sara siguió observando a Chuck, consternada de lo poco que había cambiado desde el instituto. – Esta cicatriz del brazo -interrumpió Jeffrey-. Parece reciente. Sara se obligó a mirar el brazo de la víctima. La cólera le formó un nudo en la garganta al responder: – Sí. – ¿Sí? -repitió Jeffrey, interrogativamente. – Sí -dijo Sara, haciéndole saber que era capaz de librar sus propias batallas. Inhaló profundamente, para calmarse, antes de decir-: Mi suposición es que fue deliberada, siguiendo la arteria radial. Debieron de llevarlo al hospital. Chuck de pronto se interesó por los progresos de Lena. – ¡Adams! -le gritó-. Compruebe en esa dirección. Le hizo una seña de que se alejara del puente, en dirección opuesta a la que había seguido hasta ese momento. Sara puso las manos en las caderas del muchacho y preguntó a Jeffrey: – ¿Puedes ayudarme a darle la vuelta? Mientras esperaba a que Jeffrey se pusiera unos guantes, Sara miró en dirección a la línea de árboles en busca de Tessa. No había rastro de ella. Por una vez Sara se alegró de que Tessa estuviera en el coche. – Listo -dijo Jeffrey, con las manos sobre los hombros del cadáver. Sara contó hasta tres y le dieron la vuelta con mucho cuidado. – ¡Oh, joder! -chilló Chuck, y su voz subió tres octavas. Reculó rápidamente, como si el cadáver se hubiera incendiado de pronto. Jeffrey se irguió de inmediato, con una expresión de horror. Matt emitió lo que sonó como una arcada seca mientras se volvía para darles la espalda. – ¡Vaya! -exclamó Sara, a falta de algo mejor que decir. La parte inferior del pene de la víctima estaba completamente despellejada. Un faldón de piel de diez centímetros colgaba separado del glande, y una serie de pendientes en forma de pesas desgarraban la piel a intervalos escalonados. Sara se arrodilló junto al área pélvica para examinar el destrozo. Oyó que alguien sorbía aire a través de los dientes cuando devolvió la piel a su posición normal, estudiando los bordes irregulares allí donde la carne se había separado del órgano. Jeffrey fue el primero en hablar. – ¿Qué demonios es eso? – Piercings -dijo-. Se le llama escalera del frenillo. -Sara indicó los aretes metálicos-. Pesan bastante. El impacto debió de bajarle la piel como si fuera un calcetín. – Joder -volvió a murmurar Chuck, mirando abiertamente el desgarro. Jeffrey no creía lo que veía. – ¿Se lo hizo él? Sara se encogió de hombros. Los piercings en los genitales eran poco corrientes en Grant County, pero Sara había visto en la clínica suficientes infecciones provocadas por piercings para saber que también allí algunos los llevaban. – Cristo -murmuró Matt, dando una patada en el suelo, aún de espaldas a ellos. Sara indicó un fino aro de oro prendido a la nariz del muchacho. – Ahí la piel es más gruesa, por eso no se le cayó. La ceja… -Miró a su alrededor, en el suelo, divisando otro aro de oro incrustado en el barro, donde había caído el muchacho-. A lo mejor el cierre se abrió por el impacto. Jeffrey señaló el pecho. – ¿Y ahí? Un fino hilo de sangre se detenía a unos cinco centímetros por debajo del pezón derecho del muchacho, que estaba desgarrado. Sara tuvo una intuición y dobló la pretina de los tejanos. Atrapado entre la cremallera y unos Joe Boxers estaba el tercer aro. – Pezón con piercing -dijo, recogiendo el aro-. ¿Tienes una bolsa para todo esto? Jeffrey sacó una pequeña bolsa de papel para pruebas, y la abrió para Sara. Le preguntó con desagrado: – ¿Eso es todo? – Probablemente no -respondió ella. Cogió la mandíbula entre el índice y el pulgar y le abrió la boca. Metió los dedos con cuidado, procurando no cortarse. – Probablemente también lleva un piercing en la lengua -le dijo a Jeffrey, palpando el músculo-. Está bisecada en la punta. Lo sabré cuando lo tenga sobre la mesa, pero creo que el aro de la lengua está alojado en la garganta. Se reclinó sobre los talones, se quitó los guantes y estudió a la víctima globalmente, en lugar de analizar las partes perforadas con piercings. Era un chaval de aspecto corriente, a excepción del hilo de sangre que le manaba de la nariz y se le remansaba en torno a los labios. Una perilla rubio rojiza le rodeaba la barbilla, poco pronunciada, y las patillas eran largas y finas, curvándose en torno a la mandíbula como una hebra de hilo multicolor. Chuck dio un paso adelante para ver mejor, la boca bobaliconamente abierta. – Ah, mierda. Pero si es… Mierda -gruñó, dándose un golpe en la cabeza-. No me acuerdo cómo se llama. Su madre trabaja en la universidad. Sara vio cómo a Jeffrey se le hundían los hombros ante la noticia. El caso acababa de complicarse diez veces más. – ¡He encontrado una nota! -gritó Frank desde el puente. A Sara le sorprendió la noticia, a pesar de haber sido ella quien había enviado a Frank a buscarla. Sara había visto bastantes suicidios en su vida, y había algo en éste que no le cuadraba. Jeffrey la observaba atentamente, como si pudiera leerle la mente. – ¿Sigues pensando que saltó? -le preguntó. Sara no quiso pronunciarse, y dijo: – Eso parece, ¿no? Jeffrey esperó un instante antes de decidir: – Registraremos la zona. Chuck ofreció su ayuda, pero Jeffrey se lo quitó de encima con buenas palabras, al preguntarle: – Chuck, ¿puedes quedarte aquí con Matt y sacar una foto de la cara? Quiero enseñársela a la mujer que encontró el cadáver. – Eh… -Chuck intentó pensar en una excusa, no porque no deseara quedarse por allí, sino porque no quería aceptar órdenes de Jeffrey. Jeffrey le hizo una señal a Matt cuando éste se dio media vuelta. – Saca algunas fotos. Matt asintió con rigidez, y Sara se preguntó cómo pensaba sacar las fotos sin mirar a la víctima. Chuck, por el contrario, no podía apartar los ojos. Probablemente nunca había visto un cadáver. Sabiendo cómo era, a Sara no le sorprendió la reacción de Chuck. Por la emoción que revelaba su cara, era como si estuviera mirando una película. – Dame la mano -dijo Jeffrey, ayudando a Sara a ponerse en pie. – Ya he llamado a Carlos -le dijo Sara. Se refería a su ayudante en el depósito-. Llegará enseguida. Después de la autopsia sabremos más cosas. – Bien -dijo Jeffrey. Y a Matt-: Procura obtener una buena foto de la cara. Cuando llegue Frank, dile que se reúna conmigo junto a los coches. Matt se despidió con la mano, sin decir gran cosa. Sara se guardó el estetoscopio en el bolsillo mientras caminaban por el lecho del río. Levantó la vista hacia el automóvil, buscando a Tessa. El sol rebotaba oblicuo sobre el parabrisas, convirtiéndolo en un brillante espejo. Jeffrey esperó a que Chuck no pudiera oírlos antes de preguntarle: – ¿Qué no me has dicho? Sara se detuvo un momento, sin saber cómo expresar sus sentimientos. – Hay algo que no me gusta. – ¿Que haya venido Chuck? – No -le dijo-. Chuck es un gilipollas. Le conozco hace treinta años. Jeffrey se permitió una sonrisa. – Entonces, ¿qué es? Sara se volvió para mirar al muchacho que estaba en el suelo, a continuación volvió a dirigir la vista al puente. – El arañazo de la espalda. ¿Cómo se lo hizo? – ¿Con la barandilla del puente? -sugirió Jeffrey. – ¿Cómo? La barandilla del puente no es tan alta. Probablemente se sentó en ella y pasó los pies por encima. – Hay una cornisa bajo la barandilla -señaló Jeffrey-. Pudo haberse hecho el arañazo al caer. Sara no apartaba los ojos del puente, intentando imaginarse la escena correctamente. – Sé que te sonará estúpido, pero si yo saltara, no querría darme un golpe al caer. Me pondría de pie sobre la barandilla y daría un buen salto, lejos de la cornisa. Lejos de todo. – A lo mejor descendió hasta la cornisa y se rasguñó la espalda en esa parte del puente. – Mira a ver si hay restos de piel -sugirió Sara, aunque por alguna razón dudaba que encontraran algo. – ¿Y lo de caer de pie? – No es tan raro como crees. – ¿Crees que lo hizo a propósito? – ¿Saltar? – Eso. Jeffrey indicó la parte inferior del cuerpo. – ¿El piercing? -preguntó Sara-. Probablemente hacía tiempo que lo llevaba. Está bien cicatrizado. Jeffrey hizo una mueca. – ¿Por qué alguien se haría eso? – Dicen que aumenta la sensación sexual. Jeffrey se mostró escéptico. – ¿Para el hombre? – Y para la mujer -le dijo Sara, aunque la sola idea le hizo estremecer. Volvió a mirar en dirección al coche, esperando ver a Tessa. Distinguía perfectamente la zona del aparcamiento. Exceptuando a Brad Stephens y el testigo, no se veía a nadie más. – ¿Dónde está Tessa? -preguntó Jeffrey. – ¿Quién sabe? -respondió Sara, irritada. Debería haber acompañado a Tessa a casa en lugar de permitir que la acompañara. – Brad. Jeffrey llamó al agente mientras se acercaba a los vehículos aparcados-. ¿Tessa ha bajado la colina? – No, señor -contestó. Sara miró en el asiento trasero del coche, esperando ver a Tessa acurrucada echándose una siesta. El automóvil estaba vacío. Jeffrey preguntó: – ¿Sara? – No pasa nada -le dijo Sara, pensando que a lo mejor Tessa había bajado la colina y luego había vuelto a subirla. En las últimas semanas el bebé le había estado bailando claqué en la vejiga. – ¿Quieres que vaya a buscarla? -se ofreció Jeffrey. -Probablemente estará sentada en alguna parte, tomándose un descanso. – ¿Estás segura? -le preguntó Jeffrey. Le hizo señal de que se fuera y siguió el mismo camino que Tessa había tomado. Los alumnos de la universidad solían correr por los senderos del bosque, que iban de uno a otro lado de la ciudad. Si Sara continuaba un kilómetro hacia el este, llegaría hasta la clínica pediátrica. Rumbo al oeste la llevaría a la autopista, y si se dirigía hacia el norte desembocaría al otro lado de la ciudad, cerca de la casa de los Linton. Sara se dijo que si Tessa había decidido volver a casa andando sin que nadie se enterara, la mataría. La pendiente era más empinada de lo que Sara había imaginado, y al llegar arriba se detuvo para recobrar el aliento. Había basura por todas partes, y las latas de cerveza se esparcían como hojas muertas. Volvió a mirar hacia la zona del aparcamiento, donde Jeffrey estaba entrevistando a la mujer que había encontrado el cadáver. Brad Stephens la saludó, y Sara le devolvió el saludo. Pensaba que si ella estaba sin resuello por la subida, Tessa debía de estar con la lengua fuera. A lo mejor se había detenido a recuperar el aliento antes de volver. A lo mejor se había encontrado con un animal salvaje. A lo mejor se había puesto de parto. Con este último pensamiento, Sara volvió hacia los árboles, siguiendo un camino trillado que se adentraba en el bosque. Tras haberse internado unos cuantos pasos, inspeccionó la zona, buscando alguna señal de su hermana. – ¿Tess? -la llamó Sara, procurando no enfadarse. Probablemente Tessa echó a andar y perdió la noción del tiempo. Hacía meses que no llevaba reloj, pues las muñecas se le habían hinchado tanto que no aguantaba la correa metálica. Sara se adentró más en el bosque, levantando la voz mientras repetía: – ¿Tessa? A pesar de que era un día soleado, el bosque estaba umbroso, y las ramas de los altos árboles se entrelazaban como dedos en un juego infantil, impidiendo el paso de la luz. Sin embargo, Sara levantó la mano a modo de visera, como si así fuera a ver mejor. – ¿Tess? -repitió y, a continuación, contó hasta veinte. No hubo respuesta. La brisa agitó las hojas sobre su cabeza, y Sara experimentó un desconcertante hormigueo en la nuca. Se frotó los brazos desnudos y avanzó unos pasos por la senda. A unos cinco metros, el camino se bifurcaba. Sara intentó decidir cuál tomar. Los dos parecían muy hollados, y había huellas de zapatillas deportivas en la tierra. Sara se arrodilló para buscar las pisadas planas de las sandalias de Tessa entre las huellas estriadas y en zigzag de los otros calzados cuando oyó un ruido a su espalda. Se puso en pie de un salto. – ¿Tess? -preguntó. No era más que un mapache que se sobresaltó tanto como Sara. Se quedaron mirándose unos instantes, hasta que el animal se internó corriendo en el bosque. Sara se puso en pie, sacudiéndose la tierra de las manos. Echó a andar por el camino de la derecha, a continuación regresó a la bifurcación y dibujó una sencilla flecha en el suelo con el talón, para indicar la dirección que había tomado. Al trazar la señal, Sara se sintió estúpida, pero ya se reiría luego de la precaución, cuando llevara a Tessa de vuelta a casa. – ¿Tess? -preguntó Sara, partiendo una ramilla de una rama baja mientras avanzaba-¿Tess? -volvió a llamarla. A continuación, se detuvo, expectante, pero no hubo respuesta. Un poco más adelante, Sara vio que el sendero formaba una curva suave y volvía a bifurcarse. Dudó si ir a buscar a Jeffrey para que la ayudara, pero desechó la idea. Se sintió una tonta por pensar en ello, pero, en su interior, sabía que estaba realmente asustada. Siguió avanzando, llamando a Tess. En la siguiente bifurcación volvió a protegerse los ojos con la mano y miró a los dos lados. Los caminos se separaban en sendas curvas, y el de la derecha formaba un pronunciado recodo a unos veinticinco metros. Ahora el bosque era más oscuro, y Sara tenía que forzar la vista para ver. Comenzó a dibujar una señal en el camino de la izquierda, pero algo relampagueó en su mente, como si sus ojos hubieran tardado unos segundos en transmitir la imagen al cerebro. Sara examinó el sendero de la derecha, y vio una piedra que tenía una forma extraña justo antes del recodo. Dio unos cuantos pasos, y echó a correr al darse cuenta de que se trataba de una de las sandalias de Tessa. – ¡Tessa! -chilló, agarrando la sandalia del suelo. Se la llevó al pecho mientras miraba a su alrededor, buscando frenéticamente a su hermana. Sara dejó caer la sandalia y sintió un mareo. Se le hizo un nudo en la garganta a medida que el miedo reprimido se convertía en terror. En un claro, Tessa estaba tendida boca arriba, una mano en la barriga, la otra a un costado. La cabeza le formaba un ángulo anormal, y tenía los labios ligeramente separados y los ojos cerrados. – No… -exclamó Sara, corriendo hacia su hermana. No las separaban más de seis metros, pero se le hicieron interminables. Por la mente de Sara cruzaron un millón de posibilidades mientras corría hacia Tessa, pero ninguna de ella se aproximó a lo que ahora veían sus ojos. – Dios mío. -Sara soltó un grito ahogado. Las rodillas se le doblaron al dejarse caer al suelo-. Oh, no… Habían apuñalado a Tessa al menos dos veces en el vientre y una en el pecho. Había sangre por todas partes, y el púrpura oscuro de su vestido era ahora de un negro intenso y húmedo. Sara miró el rostro de su hermana. Le habían cortado el cuero cabelludo, que colgaba sobre el ojo izquierdo, y el rojo intenso de la carne viva contrastaba con el blanco pálido de la piel. – No… Tess… ¡No! -gritó Sara. Le llevó la mano a la mejilla e intentó hacerle abrir los ojos-. ¿Tessie? -dijo-. Dios mío, ¿qué ha pasado? Tessa no respondió. Estaba exánime, y no presentó ninguna resistencia cuando Sara le volvió a colocar el cuero cabelludo desgarrado en la cabeza y le obligó a abrir los párpados para verle las pupilas. Sara le buscó el pulso de la carótida, pero le temblaban tanto las manos que sólo consiguió pintar con los dedos un macabro dibujo en el cuello de Tessa. Apretó el oído contra el pecho de su hermana, y el vestido húmedo se le pegó a la mejilla mientras intentaba encontrar signos de vida. Mientras escuchaba, Sara le miró el vientre, donde estaba el bebé. La sangre y el líquido amniótico manaban de la incisión inferior como un grifo abierto. Un trozo de intestino asomaba por un ancho desgarrón del vestido, y Sara cerró los ojos al verlo, conteniendo el aliento hasta que oyó el débil latido del corazón de Tessa y sintió el casi imperceptible subir y bajar de su pecho mientras le entraba aire en los pulmones. – ¿Tess? -dijo Sara, incorporándose y limpiándole la sangre de la cara con el dorso de la mano-. Tessie, por favor, despierta. Alguien pisó una rama detrás de Sara, y ella se volvió con el corazón en un puño al oír el chasquido. Brad Stephens estaba detrás de ella, la boca abierta de consternación. Se miraron, los dos sin habla durante unos segundos. – ¿Doctora Linton? -preguntó por fin Brad, su voz casi inaudible en aquel enorme claro. Tenía la misma expresión sobrecogida del mapache que había visto antes. Lo único que pudo hacer Sara fue mirarlo. Su mente le gritaba que fuera a buscar a Jeffrey, que hiciera algo, pero no le salían las palabras. – Iré a buscar ayuda -dijo, y sus zapatos resonaron contra el suelo cuando se dio media vuelta y se alejó corriendo por el sendero. Sara observó a Brad hasta que éste desapareció por el recodo antes de volver la vista hacia Tessa. No podía estar ocurriendo. Las dos estaban atrapadas en una horrible pesadilla, de la que despertarían y todo habría acabado. Ésa no era Tessa, no podía ser su hermana pequeña, que había insistido en acompañarla como cuando eran pequeñas. Tessa sólo había ido a dar una vuelta, a aliviarse la vejiga. No podía estar en el suelo desangrándose mientras a Sara no se le ocurría otra cosa que hacer que darle la mano y llorar. – Todo irá bien -le dijo a su hermana, alargando el brazo para coger la otra mano de Tessa. Notó algo pegajoso entre la piel de las dos, y cuando observó la mano derecha de Tessa, vio que ésta tenía un trozo de plástico blanco pegado a la palma. – ¿Qué es esto? -preguntó. Tessa apretó el puño y soltó un gemido. – ¿Tessa? -dijo Sara, olvidándose del plástico-. Tessa, mírame. Los párpados de Tessa temblaron, pero no se abrieron. – ¿Tess? -preguntó Sara de nuevo-. Tess, quédate conmigo. Mírame. Lentamente, Tessa abrió los ojos y musitó: – Sara… -pero enseguida comenzaron a cerrarse de nuevo en un temblor. – ¡Tessa, no cierres los ojos! -le ordenó Sara. Le apretó mano y le preguntó-: ¿Sientes mi mano? Háblame. ¿Notas cómo te aprieto la mano? Tessa asintió, y de pronto puso unos ojos como platos, como si acabaran de sacarla de un sueño profundo. – ¿Puedes respirar bien? -preguntó Sara, consciente del estridente pánico de su voz. Intentó calmarse, pues sabía que sólo estaba empeorando las cosas-. ¿Te cuesta respirar? Tessa pronunció un no mudo, los labios temblando del esfuerzo. – ¿Tess? -dijo Sara-. ¿Dónde te duele? ¿Qué es lo que más te duele? Tessa no respondió. De manera vacilante, se llevó la mano a la cabeza, y los dedos quedaron por encima del cuero cabelludo desgarrado. Su voz no era más que un susurro cuando preguntó: – ¿Qué ha pasado? – No lo sé -le dijo Sara. No estaba segura de nada, sólo de que debía mantener despierta a Tessa. Los dedos de su hermana tocaron su cuero cabelludo. Notó que la piel sé movía y Sara le quitó la mano. – ¿Qué…? -dijo Tessa, pero su voz se apagó en esa palabra. Cerca de su cabeza había una piedra grande, sobre cuya superficie había restos de sangre y pelo. – ¿Te golpeaste la cabeza al caer? -preguntó Sara, pensando que a lo mejor había sido eso-. ¿Eso es lo que pasó? – No lo sé… – ¿Alguien te apuñaló, Tess? -preguntó Sara-. ¿Recuerdas lo que ocurrió? La cara de Tessa se crispó de miedo mientras se llevaba la mano a la barriga. – No -dijo Sara, mientras sujetaba la mano abierta de Tessa para que no se tocara la herida. De nuevo se oyó el chasquido de unas ramas cuando Jeffrey llegó corriendo. Se arrodilló al lado de Sara y preguntó: – ¿Qué ha pasado? Al verle, Sara se echó a llorar. – ¿Sara? -preguntó, pero Sara no podía responder-. Sara -repitió Jeffrey. La agarró por los hombros y le ordenó-: Sara, concéntrate. ¿Viste quién lo hizo? Miró a su alrededor, y cayó en la cuenta de que la persona que había apuñalado a Tessa podía seguir ahí. – ¿Sara? Ella negó con la cabeza. – Yo no… No… Jeffrey le registró los bolsillos, encontró el estetoscopio y se lo puso en la mano inerte. – Frank está llamando a una ambulancia -dijo, y su voz sonó tan lejana que Sara pensó que le estaba leyendo los labios en lugar de oír sus palabras-. ¿Sara? Las emociones la paralizaban, y no sabía qué hacer. Su visión formó una especie de túnel, y todo lo que aparecía era Tessa, ensangrentada, aterrada, los ojos abiertos a causa del susto. Algo pasó ante ellos: horror abyecto, dolor, un miedo cegador. Sara no sabía qué hacer. – ¿Sara? -repitió Jeffrey y le puso la mano en el brazo. Volvió a oír en una furiosa acometida, como el agua que se derrama de una presa. Él le apretó el brazo hasta hacerle daño. – Dime qué he de hacer. De algún modo, sus palabras la devolvieron al presente. Sin embargo, se le formó un nudo en la garganta al decir: – Quítate la camisa. Necesitamos detener la hemorragia. Sara vio a Jeffrey quitarse la americana y la corbata y, a continuación, se arrancó la camisa desgarrando los ojales. Poco a poco, la mente de Sara comenzó a funcionar. Podía hacerlo. Sabía qué hacer. – ¿Es grave? -le preguntó él. Sara no respondió, pues sabía que expresar el daño infligido supondría agravarlo. Lo que hizo fue apretar la camisa de Jeffrey contra el vientre de Tessa; a continuación colocó encima la mano de Jeffrey. – Así -dijo, para que él supiera cuánta presión ejercer. – ¿Tess? -preguntó Sara, procurando ser fuerte-. Quiero que me mires, ¿entendido, cariño? Mírame y hazme saber si hay algún cambio, ¿de acuerdo? Tessa asintió, y sus ojos se desviaron a un lado cuando Frank se acercó a ellos. Frank se acuclilló junto a Jeffrey. – Hay una ambulancia aérea a menos de diez minutos de aquí. Comenzó a desabrocharse la camisa en el momento en que Lena Adams apareció en el calvero. Matt Hogan iba detrás, las manos apretadas a los lados. – Debe de haberse ido por ahí -les dijo Jeffrey, indicando el sendero que se internaba en el bosque. Los dos se fueron corriendo sin decir palabra. – Tess -dijo Sara, abriéndole la herida del pecho para ver su profundidad. La trayectoria del cuchillo habría acercado la hoja peligrosamente al corazón-. Sé que esto duele, pero aguanta. ¿Entendido? ¿Puedes aguantar por mí? Tessa asintió en un gesto rígido, los ojos le daban vueltas. Sara utilizó el estetoscopio para escuchar el pecho de Tessa, y sus latidos eran sonoros y acelerados, su respiración un veloz staccato. A Sara comenzó a temblarle la mano mientras apretaba el receptor contra el abdomen de Tessa, buscando el latido del feto. Una puñalada en el vientre era una puñalada al feto, y a Sara no le sorprendió no encontrar el segundo latido. El líquido amniótico se había derramado por la herida, destruyendo el entorno protector del bebé. Si la hoja no había dañado al feto, lo habrían hecho la pérdida de sangre y fluido. Sara sintió que los ojos de Tessa la taladraban, formulándole una pregunta que no quería responder. Si Tessa entraba en estado de shock, o tenía una subida de adrenalina, la hemorragia sería mayor. – Es una herida leve -dijo Sara, sintiendo cómo se le revolvía el estómago ante la inmensidad de la mentira. Hizo que Tessa la mirara a los ojos, le cogió la mano y le dijo-: El latido es débil, pero puedo oírlo. Tessa levantó la mano derecha para palparse el estómago, pero Jeffrey lo impidió. Le miró la palma. – ¿Qué es eso? -preguntó-. ¿Tessa? ¿Qué tienes en la mano? Levantó la mano de Tessa para ver lo que le había llamado la atención. En el rostro de Tessa apareció una expresión de desconcierto cuando el plástico revoloteó en la brisa. – ¿Se lo quitaste a él? -preguntó Jeffrey-. ¿A la persona que te atacó? – Jeffrey -dijo Sara, ahora en voz baja. La sangre empapaba por completo la camisa de Jeffrey, y le subía por la mano hasta la muñeca. Él entendió lo que Sara quería decirle, y comenzó a quitarse la camiseta pero ella le dijo que no y le cogió la americana porque era más rápido. Tessa gimió ante el momentáneo cambio de presión, y el aire susurró entre sus dientes. – ¿Tess? -preguntó Sara en voz alta, cogiéndole la mano-. ¿Estás aguantando bien? Tess asintió débilmente, los labios apretados; las fosas nasales se le ensanchaban como si le costara respirar. Apretó tan fuerte la mano de Sara que ésta sintió que se le movían los huesos. – No tienes problemas para respirar, ¿verdad? -le preguntó Sara. Tessa no respondió, pero tenía los ojos muy abiertos, y pasaban rápidamente de Jeffrey a Sara y viceversa. Sara intentó eliminar el miedo de su voz mientras repetía: – ¿Estás respirando bien? Si Tessa dejaba de poder respirar sola, Sara no podría hacer gran cosa para ayudarla. La voz de Jeffrey era firme y controlada. – ¿Sara? -Tenía la mano extendida sobre el vientre de Tessa-. Me ha parecido notar una contracción. Sara negó rápidamente con la cabeza, y puso la mano junto a la de Jeffrey. Pudo sentir contracciones del útero. Sara levantó la voz y preguntó: – ¿Tessa? ¿Sientes más dolor que antes aquí abajo? ¿Un dolor pélvico? Tessa no respondió, pero le castañetearon los dientes como si tuviera frío. – Voy a comprobar la dilatación, ¿entendido? -le advirtió Sara a su hermana, levantándole el vestido. Los muslos de Tessa estaban impregnados de sangre y fluido, formando una superficie mate, negra y pegajosa. Sara metió los dedos en el canal. La reacción del cuerpo ante cualquier trauma era tensarse, y eso era lo que estaba haciendo ahora Tessa. Sara sintió como si acabara de meter la mano en un torno. – Intenta relajarte -le dijo Sara a Tessa, palpándole el cuello del útero. Habían transcurrido muchos años desde que Sara hiciera las prácticas de obstetricia. Incluso lo que había leído últimamente respecto al parto era del todo insuficiente. No obstante, Sara le dijo: – Estás bien. Lo estás haciendo bien. – Lo he notado otra vez -afirmó Jeffrey. Sara le cortó con una mirada, instándole a que se callara. Ella también había sentido la contracción, pero no podían hacer nada. Aun cuando hubiera una oportunidad de que el bebé estuviera vivo, una cesárea en medio del bosque mataría a Tessa. Si el cuchillo le había seccionado el útero, se desangraría antes de llegar al hospital. – Muy bien -afirmó Sara, apartando la mano de Tessa-. No has dilatado. Todo va bien. ¿Entendido, Tessa? Todo va bien. Los labios de Tessa seguían moviéndose, pero el único sonido que se oía era el intenso jadeo de su respiración. Estaba hiperventilando, iba directa a la hipocapnia. – Cálmate, cariño -dijo Sara, acercando su cara a la de Tessa-. Intenta respirar más despacio, ¿entendido? Sara le enseñó cómo, inhalando profundamente, espirando poco a poco, recordando cuanto había aprendido en las clases de preparación del parto según la técnica de la psicoprofilaxis. – Muy bien -dijo Sara a medida que la respiración de Tessa comenzó a calmarse-. Lenta y tranquila. Sara experimentó un alivio momentáneo, pero a continuación todos los músculos de la cara de Tessa se tensaron al mismo tiempo. Su cabeza comenzó a temblar, y la mano de Sara absorbió la vibración como si fuera un diapasón. De los labios de Tessa comenzó a emanar un gorgoteo, y a continuación fluyó un fino hilo de un líquido de color claro. Tenía los ojos vidriosos, la mirada fría y vacía. Sara, en voz baja, le preguntó a Frank: – ¿Cuánto va a tardar la ambulancia? – Ya debería de estar aquí. – Tessa -dijo Sara, haciendo que su voz sonara seria, amenazadora. No le había hablado así a su hermana desde que Tessa tenía doce años y quería hacer un salto mortal desde el tejado de la casa-. Tessa, aguanta. Aguanta un poco más. Escúchame. Aguanta. Te digo que… Tessa sufrió un súbito y violento espasmo, la mandíbula se le apretó, los ojos se le pusieron en blanco y emitió unos sonidos guturales. El ataque irrumpió con aterradora intensidad, recorriendo el cuerpo de Tessa como una corriente eléctrica. Sara intentó utilizar su cuerpo como barrera para que Tessa no se hiciera más daño. Tessa temblaba de manera incontrolable, gemía, los ojos le daban vueltas en las órbitas. Se le aflojó la vejiga, el olor de su orina era fuertemente ácida. Tenía la mandíbula tan apretada que los músculos del cuello le sobresalían como cables de acero. Sara oyó el zumbido de un motor a lo lejos, a continuación los nítidos golpes intermitentes de las palas de un helicóptero. Cuando la ambulancia aérea sobrevoló sus cabezas antes de aterrizar en el lecho del río, Sara sintió las lágrimas escociéndole los ojos. – Deprisa -susurró-. Por favor, deprisa. |
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