"El Documento R" - читать интересную книгу автора (Wallace Irving)

2

Enterraron al coronel Noah Baxter, ex secretario de Justicia de los Estados Unidos, una húmeda mañana de mayo en uno de los pocos espacios disponibles que todavía quedaban en las aproximadamente doscientas hectáreas del Cementerio Nacional de Arlington, en la otra orilla del Potomac, frente a Washington. Mientras el padre Dubinski pronunciaba las plegarias finales, se encontraban junto a la tumba familiares, amigos, miembros del gabinete y el propio presidente Wadsworth.

Ahora ya todo había terminado y los vivos, embargados por la tristeza y el alivio, se disponían a reanudar sus quehaceres.

El director Vernon T. Tynan, su ayudante, el fornido y algo más bajo director adjunto Harry Adcock, y el secretario de Justicia Christopher Collins, que habían acudido juntos a las exequias, regresaban ahora también juntos. Bajaron en silencio por la avenida Sheridan, pasando frente a las tumbas de Pierre Charles L’Enfant y del general Philip H. Sheridan y frente a la llama eterna que ardía sobre la tumba del presidente John F. Kennedy, y se dirigieron hacia el automóvil oficial de Tynan, fabricado a prueba de balas.

Sólo Tynan rompió el silencio una vez, al pasar frente a las lápidas sepulcrales de los caídos de la guerra civil.

– ¿Ven ustedes esas tumbas de unionistas y de confederados? -preguntó señalándolas-. ¿Saben cómo es posible distinguir las de unos de las de otros? Las de los unionistas poseen unas lápidas sepulcrales de extremos redondeados. Las de los confederados, por el contrario, tienen las lápidas puntiagudas… puntiagudas, decían, «para evitar que esos malditos yanquis se sienten en ellas». ¿Saben quién me lo dijo? Noah Baxter. El viejo Noah me lo dijo un día que, como ahora, pasábamos por aquí tras haber asistido al entierro de no sé qué general de tres estrellas. -Soltó un bufido.- Supongo que Noah no podía imaginarse lo pronto que él mismo iba a estar aquí. -Dirigió los ojos al cielo.- Me parece que ya ha cesado de llover por hoy. Bueno, será mejor que volvamos al trabajo.

Habían llegado a la altura del automóvil, cuya portezuela mantenía abierta un agente del FBI. Subió primero Harry Adcock, seguido de Tynan y de Collins.

A los pocos minutos dejaron atrás el cementerio tras haber cruzado la Arlington Memorial Gate, dirigiéndose hacia el Arlington’s Memorial Bridge, para pasar entre las doradas estatuas de los caballos de la salida de éste y encaminarse ya a la ciudad.

Tynan fue quien primero empezó a hablar.

– Echo de menos al viejo Noah -dijo-. No saben ustedes lo amigos que éramos. Me agradaba la compañía del viejo gruñón.

– Era una buena persona -dijo Adcock, que en público solía ser el eco de su superior.

– Yo también le echo de menos -dijo Collins para no desentonar-. Al fin y al cabo, él es la causa de que yo esté hoy aquí haciendo lo que estoy haciendo.

– Sí -dijo Tynan. Siento que no haya podido vivir lo suficiente como para poder ver los frutos de sus esfuerzos en favor de la Enmienda XXXV. Todo el mundo le atribuye al presidente la idea de la Enmienda XXXV. Pero, en realidad, el responsable de su lanzamiento fue Noah. Creía en ella como si se tratara de una religión que pudiera salvarnos a todos. Tenemos que procurar, en honor suyo, que sea aprobada en California.

– Lo intentaremos -dijo Collins.

– Tenemos que hacer algo más que intentarlo, Chris. Lo tenemos que conseguir como sea. -Tynan escrutó el rostro de Collins.- Sé que el viejo Noah hubiera contado con usted, Chris, para que le diera un empujón a la enmienda en su última prueba, tal como hubiera hecho él mismo de haber estado aquí. Le digo a usted, Chris, que el coronel Noah Baxter consideraba la aprobación de la enmienda como la más urgente de las prioridades.

Sentado allí, en la parte trasera del automóvil, comprimido contra el costado de acero por la enorme mole de Tynan, Collins captó la palabra urgente. Inmediatamente su memoria regresó a la escena nocturna del hospital, cuando el sacerdote le había confirmado que el coronel Baxter había deseado verle a propósito de algo urgente. ¿Habría sido algo relacionado con la Enmienda XXXV? Más tarde Collins le había dicho a su mujer que no le gustaban los misterios, que tenía el propósito de resolver aquel asunto. En aquellos momentos no había tenido la menor idea de por dónde habría de empezar. Ahora, en cambio, parecía que ya lo sabía. Tal vez Tynan, que había estado tan cerca del coronel Baxter, pudiera ofrecerle una pista o algo que le fuera de utilidad.

– Vernon -dijo Collins-, hablando de las prioridades del coronel, es posible que ocurriera algo importante a este respecto la otra noche cuando estábamos en la Casa Blanca. Todo fue muy extraño. ¿Recuerda que tuve que marcharme a toda prisa? Bueno, pues ello se debió a que recibí un mensaje de Bethesda comunicándome que el coronel Baxter se estaba muriendo y deseaba verme por un asunto urgente, para decirme algo de importancia vital. Me dirigí a toda prisa al hospital y subí a sus habitaciones. Pero ya era demasiado tarde. Había muerto hacía escasos minutos.

– ¿Ah, sí? -dijo Tynan-. Eso es muy raro. ¿Averiguó usted qué era eso tan importante que tenía que decirle?

– Ésa es la cuestión. Que no pude. Pronunció unas últimas palabras poco antes de morir, pero no me las dijo a mí sino a un sacerdote. Se confesó con un sacerdote, con el que hoy estaba en Arlington, el padre Dubinski. Cuando el sacerdote me lo dijo, pensé que tal vez el coronel Baxter había revelado en sus últimos momentos algo de lo que deseaba decirme. Pero el padre Dubinski no me lo quiso decir. Se limitó a decir que le había oído en confesión y que las confesiones revestían carácter confidencial.

– Y así es -convino Adcock.

– Lo que yo me estaba preguntando -prosiguió Collins- es si usted tendría alguna idea de la clase de información que el coronel Baxter pudiera desear facilitarme, algún asunto del Departamento que tal vez hubiera comentado con usted, algún programa o misión, algunos antecedentes de los que yo tuviera que tener conocimiento… Estoy francamente desconcertado.

Tynan fijó la mirada en la espalda de su chófer.

– Me temo que yo también estoy desconcertado. No puedo imaginarme qué es lo que Noah tendría en la cabeza. No se me ocurre nada de importancia que hubiéramos comentado antes de que sufriera el ataque hace ahora cinco meses. Sólo puedo repetir lo que más le preocupaba. De entre los mil asuntos en que se hallaba ocupado, había uno que destacaba por encima de todos los demás. Era la ratificación y la conversión en ley de la Enmienda XXXV. Tal vez lo que deseaba decirle estuviera relacionado con esa cuestión.

– Tal vez. Pero, ¿qué exactamente de la Enmienda XXXV? Tenía que tratarse de algo muy especial para que me mandara llamar a su lecho de muerte.

– De todos modos, él no sabía que se encontraba en su lecho de muerte. Por consiguiente es posible que no fuera nada de importancia.

– Dijo que era urgente -insistió Collins-. Mire, estaba pensando acudir de nuevo a ese sacerdote y probar otra vez.

Adcock se inclinó hacia Collins desde el otro lado de Tynan. En su rostro, estropeado por el acné, se había dibujado una expresión solemne.

– Si conociera usted a los sacerdotes tal como yo los conozco, comprendería que pierde el tiempo. Sólo Dios les puede arrancar algo.

– Harry tiene razón -dijo Tynan conviniendo con su ayudante. Se inclinó y miró a través de la ventanilla-. Bueno, ya hemos llegado al Departamento de Justicia. Ya estamos en casa otra vez.

– Sí -dijo Collins mirando también-. Ya es hora de que regresemos a nuestro trabajo. Gracias por acompañarme.

Abrió la portezuela del automóvil y descendió en la acera de la avenida Pennsylvania frente al Departamento de Justicia.

– Chris -dijo Tynan a su espalda-, será mejor que empiece usted a hacer el equipaje El presidente sigue con la idea de enviarle a California la semana que viene. Está a punto de decidirlo.

– Si lo decide así, estaré dispuesto.

Tynan y Adcock observaron a Collins penetrar en el edificio mientras su automóvil se ponía nuevamente en marcha con el fin de dirigirse a la parte de atrás del edificio J. Edgar Hoover, por donde se accedía al estacionamiento privado del director, situado en la segunda de las tres plantas del sótano.

Mientras el automóvil rodeaba el edificio y enfilaba la calle E, las miradas de Tynan y de Adcock se cruzaron.

– Ha oído usted todo eso, ¿verdad, Harry?

– Desde luego, jefe.

– ¿Qué cree usted que deseaba decirle el viejo Noah con tanta urgencia antes de morir?

– No puedo imaginarlo, jefe -repuso Adcock-. O tal vez pueda pero no quisiera.

– Es posible que yo pueda también. ¿Piensa usted que tal vez Noah Baxter se acordó de la religión en los últimos momentos y quiso descargar su conciencia?

– Pudiera ser. Quién sabe. No hay forma de saberlo. No se sabrá jamás. De todos modos, menos mal que no le dio tiempo a hablar.

– Sí habló, Harry. Ya lo ha oído. Le dijo algo al sacerdote.

– Qué demonios, jefe, eso fue una confesión. Un moribundo que se confiesa no habla… no habla de asuntos profesionales.

– ¿Cómo podemos saberlo? -dijo Tynan haciendo una mueca-. Llámelo usted como quiera, confesión o lo que le parezca, pero lo cierto es que Noah antes de morir habló con alguien acerca de algo que le preocupaba. Habló, ¿me ha entendido usted? Deseaba hablar con alguien acerca de algo urgente, y lo consiguió después de todo. Y eso no me gusta. Quiero saber acerca de qué habló Noah y cuánto habló. Quiero saberlo.

El automóvil había empezado a descender por la rampa que conducía al sótano del edificio J. Edgar Hoover.

Adcock se sacó un pañuelo, tosió y después expectoró contra el mismo.

– Va a ser muy duro de pelar, jefe -dijo finalmente.

– Todos son duros, Harry. Pero, al cabo de un rato, ya no lo son tanto. Seamos sinceros, Harry. Los duros de pelar son nuestro pan de cada día. Nuestro jefe, el mismo J. Edgar, solía decirlo. Los duros de pelar son nuestro pan de cada día. Vivimos de ellos. Nos mantienen. La misión de la Oficina consiste en hacer que la gente hable. Sobre todo cuando la gente está al corriente de información susceptible de poner en peligro la seguridad del gobierno. No hay razón para que el padre… como se llame…

– El padre Dubinski Pertenece a la iglesia de la Santísima Trinidad de Georgetown. Es la que frecuentan todos los católicos del gobierno.

– Bueno, pues ahí es donde quiero que vaya usted, Harry. La Oficina obliga a hablar a la gente y no veo por qué ese Dubinski iba a constituir una excepción. Creo que ya es hora de que vaya usted a la iglesia. Hágale a ese buen padre una visita amistosa. Averigüe lo que le dijo el viejo Noah en sus últimas palabras. Averigüe todo lo que sepa ese Dubinski. Si sabe lo que no debiera saber, ya encontraremos el medio de hacerle callar. Harry, me gustaría que se encargara usted de ello inmediatamente.

– Jefe, usted sabe que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Pero esta vez creo que no tenemos ninguna probabilidad.

– ¿Ah, no? Pues, yo digo que tenemos todas las probabilidades del mundo. Es más, digo que no puede usted fallar si maneja el asunto como es debido. Por el amor de Dios, Harry, no le estoy pidiendo que se presente allí desarmado. El Departamento realizará primero un completo estudio sobre el padre Dubinski. Esos amantes de Dios no son distintos de los demás mortales. Ya conoce nuestro axioma. Todo el mundo tiene algo que ocultar. Y lo mismo le ocurre a un sacerdote. Es humano. Debe de tener vicios. O haberlos tenido. A lo mejor hasta se emborracha. A lo mejor se tiró una vez a un muchacho del coro. Tal vez se tira en el retrete a la chica de dieciocho años que le arregla la casa. Quizá su madre era comunista. Siempre hay algo. Va usted a ese amante de Dios con lo que él no ha confesado y se lo echa en cara. Y entonces ¡vaya si hablará! No conseguirá usted que se calle. Nos dirá lo que sea a cambio de nuestro silencio.

El automóvil había llegado a la segunda planta del sótano y se había detenido en el lugar reservado al director.

Tynan miró hacia adelante y permaneció inmóvil unos momentos:

– Lo estoy diciendo muy en serio, Harry. Estamos demasiado cerca del triunfo para permitir que cualquier cosa nos vaya mal. Deje todo lo demás. Es una cuestión de la máxima prioridad. ¿De acuerdo, Harry?

– De acuerdo, jefe. Está hecho.


Tras regresar del entierro, Vernon T. Tynan se pasó dos horas trabajando en su escritorio. Después, exactamente a las doce cuarenta y cinco, se levantó del asiento, se dirigió a su cuarto de baño privado para refrescarse, extrajo del archivo de alta seguridad una de las carpetas correspondientes a materias «oficiales y confidenciales» y se dirigió rápidamente hacia el ascensor.

Abajo, en la segunda planta del sótano, entre la sala de tiro y el gimnasio, encontró a su chófer aguardando todavía junto al automóvil.

– Alexandria -le dijo Tynan al chófer.

– Sí, señor -dijo el chófer automáticamente, y segundos más tarde ya se encontraban en camino.

Era sábado. Y todos los sábados a aquella hora, tal como venía haciendo desde que se había convertido en director de la Oficina de Investigación Federal, Tynan se entregaba al sagrado ritual de acudir a almorzar en compañía de su madre.

Se había enterado, algunos años después del fallecimiento de J. Edgar Hoover, de que El Viejo había vivido con su madre, Anna Marie, hasta la muerte de ésta, acaecida en 1938. Hoover había tratado a su madre con deferencia y respeto, y Tynan se había tomado aquel ejemplo muy en serio. Sabía que los grandes hombres siempre habían reservado para sus madres un importante lugar de su corazón. No sólo Hoover. Bastaba pensar en Napoleón. Lo malo del país era que no había suficientes jóvenes ni suficientes personas maduras que respetaran a sus madres. Habría menos criminalidad si los jóvenes descarriados empezaran a visitar a sus madres con regularidad en lugar de entregarse a las armas de fuego y a sus juergas del sábado por la noche.

Al llegar, y una vez el automóvil se hubo detenido frente al edificio en el que había adquirido un cómodo apartamento de cuatro habitaciones para su madre, Tynan le recordó al conductor:

– Una hora.

– Una hora, señor.

Tynan penetró en el edificio y giró a la izquierda hacia la puerta del apartamento. Poseía una llave de la puerta y otra de la alarma. Pulsó el rojo timbre de alarma para ver si estaba conectado o no. No lo estaba. Tendría que recordarle de nuevo a su madre que dejara la alarma siempre conectada, incluso cuando estuviera en casa. Todas las precauciones eran pocas en una época en la que tanto abundaban los gamberros, los asesinos y los terroristas de izquierda. No sería nada extraño que algunos conspiradores revolucionarios intentaran irrumpir en la residencia de la madre del director del FBI con el fin de llevársela como rehén y solicitar por ella algún rescate increíble, como, por ejemplo, la libertad de los cientos de extremistas de izquierda que en aquellos momentos se hallaban encerrados en las penitenciarías federales (que era el sitio que les correspondía). Sí, tendría que alertar muy en serio a su madre.

Introdujo la llave en la ranura, abrió la puerta y entró. La encontró en su sitio de siempre: en el sillón acolchado frente al televisor.

– Hola, mamá.

Ella levantó una mano surcada por las venas sin mirarle, totalmente enfrascada en las extravagancias que estaban teniendo lugar en la pantalla del aparato. A pesar de verla absorta en su programa preferido, Tynan se le acercó y le dio un beso en la frente. Ella le correspondió con una rápida sonrisa y después se acercó el índice a los labios.

– El almuerzo está preparado -dijo-. El programa está a punto de terminar. Quítate la chaqueta.

Volvió a prestar toda su atención a la pantalla y al momento, llevándose las manos a los costados, se echaba a reír estrepitosamente.

Tynan dejó sobre la mesa la carpeta que traía consigo, se quitó la chaqueta y la colgó cuidadosamente en el respaldo de una silla. Sacó un cigarro puro del bolsillo superior, le quitó la envoltura, mordisqueó su extremo y le acercó el encendedor a una distancia de un centímetro (tal como hacía siempre el presidente), aspirando y gozando de su aroma.

Permaneció de pie fumando al lado de su madre y contemplando con ella el estúpido programa, y después la miró con orgullo.

Se había portado bien con su madre. Si J. Edgar Hoover le hubiera podido ver en aquellos momentos, sin duda le hubiera elogiado.

A sus ochenta y cuatro años, Rose Tynan estaba tan sana como un habitante de Abjasia -no, eso era un sitio comunista-, como un habitante de Vilcabamba -mucho mejor-, como una campesina de Vilcabamba. Era una irlandesa de pies a cabeza, fornida y de anchas espaldas, con las farináceas facciones de una patata irlandesa. Teniendo en cuenta su edad, se encontraba en muy buen estado, si se exceptuaba un leve encorvamiento, una pierna artrítica y algún que otro fallo ocasional de memoria.

Por fin terminó el programa. Rose Tynan se levantó con un quejido, apagó el televisor, tomó a su hijo del brazo, le acompañó al pequeño comedor y le hizo sentarse en la cabecera de la mesa.

Ahora mismo te traigo el almuerzo -dijo.

– Mamá, la alarma estaba desconectada cuando he llegado Debes tenerla siempre puesta. Hazlo por mí.

– A veces me olvido. Procuraré acordarme la próxima vez. -Asegúrate de que lo haces.

– ¿Qué tal van las cosas en la oficina?

– Como de costumbre. Mucho trabajo.

– No te entretendré demasiado.

– Mamá, estoy aquí porque quiero estar aquí. Me gusta verte.

Pues entonces ven a almorzar un par de veces a la semana. La madre desapareció en la cocina y regresó con una bandeja de carne con berzas. Su almuerzo normal solía ser sopa de crema de pollo y queso fresco, exactamente igual que el de El Viejo.

Pero hoy era sábado.

– Huele muy bien, mamá.

– El pan está en la mesa. Pan moreno. Toma un poco. ¿Seguro que no quieres una rebanada más grande? Ay, he olvidado la cerveza.

Regresó a la cocina y volvió al momento con un espumoso jarro de cerveza. Dejó la cerveza frente a su hijo y se acomodó ruidosamente en su silla.

Bueno, Vern, ¿qué tal te ha ido la mañana?

Pues… no demasiado bien, francamente. He asistido al entierro de Noah Baxter.

– ¿Era hoy el entierro? Es cierto, era hoy.

– Ha sido esta mañana.

– Pobre Hannah Baxter. Bueno, menos mal que tiene un hijo y también un nieto. Tendré que llamar a Hannah.

– Deberías hacerlo.

– La llamaré mañana. ¿Qué tal está la carne? ¿Demasiado grasa?

– Está perfecta, mamá.

– Bueno, pues ahora cuéntame qué novedades hay.

– Cuéntame tú las tuyas.

Ambos se entregaron a la inmutable rutina de todos los sábados.

Rose Tynan primero. Refirió los últimos chismorreos acerca de sus vecinos. A media semana habían proyectado una película acerca de un hombre, un huérfano y un perro. Facilitó un prolongado resumen del argumento. Después habló de las cartas que había escrito y de la correspondencia que había recibido.

Ahora le correspondió el turno a Vernon T. Tynan. Habló de Harry Adcock.

– ¿Cómo está Harry?

– Envía recuerdos.

– Es un joven muy simpático.

Habló de Christopher Collins, el nuevo secretario de Justicia.

– ¿Es simpático, Vern?

– No lo sé, mamá. Ya veremos.

Habló del presidente Wadsworth. Se refirió a dos asesinos de la lista de «fugitivos más buscados» del FBI que habían sido detenidos en Minneapolis y Kansas City. Y habló de la Enmienda XXXV justo en el momento en que se estaba terminando el último bocado de la correosa carne.

– No te preocupes, Vern. Ganarás.

– Nos hace falta todavía un estado y sólo queda uno.

– Ganarás.

El almuerzo había finalizado a la hora prevista. Faltaban diez minutos para que regresara el chófer.

– ¿Preparada para la carpeta OC, mamá?

– Siempre preparada -repuso ella esbozando una ancha sonrisa.

Tynan se levantó de la mesa, se dirigió al salón y regresó con la carpeta del archivo de alta seguridad de asuntos «oficiales y confidenciales».

Aquella carpeta, en el transcurso de los diez minutos siguientes, constituía el regalo habitual que Vernon le hacía a su madre todos los sábados. La carpeta contenía el resultado de la labor semanal del FBI, centrada especialmente en cuestiones sexuales y potencialmente escandalosas, acerca de célebres personajes del teatro, de la pantalla y del deporte, con varios informes adicionales relativos a conocidos políticos, industriales y miembros de la alta sociedad. Rose Tynan, que leía todas las revistas y semanarios de frivolidades, disfrutaba enormemente con todos aquellos chismorreos.

Tynan volvió a pensar que si J. Edgar Hoover hubiera estado allí hubiera aprobado su comportamiento. Al fin y al cabo, había sido Hoover quien se había dedicado a recoger material acerca de la vida sexual y la afición al alcohol de importantes personajes norteamericanos y había hecho llegar este material secreto hasta el presidente Lyndon B. Johnson, que tenía por costumbre leerlo en la cama antes de dormirse.

Tynan abrió la carpeta y fue extrayendo uno a uno los distintos memorandos.

– Para empezar, un auténtico bocado exquisito, mamá. Tu actor preferido. -Leyó el nombre del apuesto y liberal actor cinematográfico que su madre adoraba y ésta se rió anticipándose a los acontecimientos. La semana pasada acudió desnudo a un salón de masaje de Las Vegas e hizo que dos muchachas desnudas le ataran a una mesa de masajes y le azotaran.

– ¿Y eso es todo? -preguntó decepcionada Rose Tynan, que era una excelente aficionada y gran conocedora de escándalos y extravagancias.

– Pues hay gente que lo considera algo muy gordo -dijo Tynan-. De todos modos, traigo cosas mejores. ¿Sabes la congresista que siempre anda pronunciando discursos contra el Pentágono? -Tynan le facilitó el nombre a su madre.- Nadie lo sabe, pero nosotros hemos averiguado que es lesbiana. Su secretaria de prensa, una muchacha de Radcliffe de veintidós años…

Prosiguió por espacio de diez minutos, mientras Rose Tynan le escuchaba embelesada.

Cuando terminó y cerró la carpeta, su madre le dijo:

– Gracias, Vern. Eres un buen muchacho. Siempre te acuerdas de tu madre.

– Gracias a ti, mamá.

Al llegar junto a la puerta, ella le estudió el rostro.

– Tienes muchas dificultades -le dijo-. Se te nota en la cara.

– Corren malos tiempos para el país, mamá. Tenemos muchas cosas que hacer. Si no conseguimos la aprobación de la Enmienda XXXV, no sé lo que va a ocurrir.

– Tú sabes que es lo mejor para todo el mundo -dijo ella-. Se lo decía el otro día a la señora Grossman, la vecina de arriba, le decía que tú ya sabrías lo que habría que hacer si fueras presidente. Yo así lo creo. Deberías ser presidente.

– Tal vez algún día llegue a ser algo mejor -dijo él guiñándole el ojo al tiempo que abría la puerta-. Ya veremos.


Había sido un día muy duro para Chris Collins. En su intento de recuperar el tiempo que había perdido asistiendo al entierro del coronel Baxter aquella mañana, había trabajado sin interrupción prescindiendo de la habitual pausa de una hora para el almuerzo. Ahora, sentado en compañía de su esposa y de dos de sus más íntimos amigos junto a la chimenea de blanco mármol de Paros del comedor del piso de arriba del restaurante 1789 de la calle Treinta y Seis de Georgetown, estaba empezando a satisfacer su apetito.

Dos whiskys, una sopa de cebolla francesa y la ensalada César que había compartido con Karen le habían permitido gozar de sus primeros momentos de tranquilidad en todo el día. Mientras se cortaba y comía el pato a la naranja, Collins levantó la mirada para ver si Ruth y Paul Hilliard estaban disfrutando de los platos que habían pedido. Resultaba evidente que sí.

Collins tenía a Hilliard en mucha estima. Resultaba difícil imaginárselo como el senador más joven de California. Llevaba conociendo a Hilliard desde sus comienzos, cuando su amigo era concejal de la ciudad de San Francisco y él abogado del ACLU. En aquellos primeros tiempos solían reunirse tres veces por semana para jugar a pelota a mano en los terrenos deportivos de la Asociación Cristiana de Jóvenes, y Collins había sido el padrino de boda de Hilliard. Y aquí estaban ahora, años más tarde, ambos en Washington, él convertido en el secretario de Justicia Collins y su amigo en el senador Hilliard. Ambos habían hecho carrera.

Hilliard era un hombre agradable. Con gafas y aspecto de erudito, de hablar pausado y gesto comedido, constituía la compañía perfecta para una velada como aquélla. La conversación, como de costumbre, se había deslizado con suavidad: algunos chismorreos acerca de los Kennedy, las perspectivas que se abrían cara al otoño para el equipo de fútbol americano de los Redskins de Washington, otra película sobre la vida de Lizzie Borden que todo el mundo acudiría a ver…

Hilliard se había terminado el filete a la parrilla, había dejado cuidadosamente el cuchillo y el tenedor en el plato y estaba empezando a llenarse su nueva pipa danesa.

– ¿Te ha gustado el vino, Paul? -preguntó Collins-. Es de California, ¿sabes?

– Fíjate en mi vaso -repuso Hilliard señalando su vaso vacío-. Es el mejor testimonio en favor de nuestros viñedos.

– ¿Quieres un poco más?

– No, por ahora ya está bien de vino de California… -repuso Hilliard encendiéndose la pipa-. Pero no de asuntos californianos. Quería hablar de esto contigo. Creo que a partir de ahora es allí donde van a tener lugar los acontecimientos.

– ¿Los acontecimientos? Ah, te refieres a la Enmienda XXXV.

– Desde el mismo momento en que acabó la votación de Ohio la otra noche, no he cesado de recibir llamadas de California. Todo el estado se halla en efervescencia.

– ¿Qué se dice?

Hilliard expulsó un anillo de humo.

– Por lo que he oído, es probable que la ley sea ratificada. Esta misma semana el gobernador va a anunciar públicamente su apoyo a la misma.

– El presidente va a alegrarse mucho -dijo Collins.

– Ha sido un trato, y quede esto entre nosotros -dijo Hilliard-. El gobernador tiene el propósito de presentarse a las elecciones para el Senado al término de su mandato. Quiere el respaldo de Wadsworth, y el presidente siempre se había mostrado muy tibio con él. Por consiguiente, han cerrado un trato. El gobernador respaldará la Enmienda XXXV si el presidente le respalda a él. -Se detuvo.- Lástima.

Collins, que estaba con el último bocado de pato, cesó de masticar.

– ¿Qué significa eso, Paul? -preguntó tragándose el bocado-. ¿Qué… qué es lo que es lástima?

– Que los peces gordos vayan a respaldar la Enmienda XXXV en California.

– Yo creía que eras partidario de ella.

– No estaba ni a favor ni en contra. Interpretaba el papel de observador imparcial. Me limitaba a mirar y a esperar a ver lo que ocurría. Me imagino que tú habrás estado haciendo lo mismo en tu fuero interno. Pero, ahora que ha llegado el momento de adoptar una actitud, me siento inclinado a participar y a actuar.

– ¿De qué parte? ¿En contra de la enmienda?

– En contra de ella.

– No te precipites, Paul -dijo Ruth Hilliard nerviosamente-. ¿Por qué no esperas a ver lo que opina la gente?

– Jamás sabremos lo que opina la gente hasta que la gente no sepa lo que opinamos nosotros. Las gentes esperan que sus líderes les digan lo que está bien. Al fin y al cabo…

– ¿Y tú estás seguro de lo que está bien, Paul? -le interrumpió Collins.

– Estoy empezando a estar seguro -repuso Hilliard pausadamente-. Basándome en lo que gradualmente he ido conociendo acerca de la situación allá, los términos de la Enmienda XXXV equivalen a una matanza. Esta ley está cargada con un armamento demasiado pesado dirigido contra un enemigo demasiado pequeño. Eso es lo que opina también Tony Pierce. Piensa trasladarse a California con el fin de combatir la enmienda.

– De Pierce no hay que fiarse demasiado -dijo Collins recordando la diatriba del director Tynan la otra noche en la Casa Blanca contra el defensor de los derechos civiles-. Las motivaciones de Pierce son sospechosas. Ha convertido la Enmienda XXXV en una venganza personal. Combate la enmienda para combatir a Tynan porque Tynan le expulsó del FBI.

– ¿Lo sabes acaso con certeza? -preguntó Hilliard.

– Bueno, eso es lo que me han dicho. No he tenido ocasión de comprobarlo.

– Pues compruébalo, porque yo tengo entendido que no fue así. Pierce sufrió una decepción con el FBI cuando formaba parte del mismo. Prestó su apoyo a ciertos agentes especiales a los que Tynan estaba maltratando. En represalia, Tynan decidió exiliarle no sé adónde… a Montana, Ohio o algún sitio así, y entonces Pierce dimitió con el fin de poder luchar en favor de las reformas desde fuera. Me han dicho que Tynan hizo correr el rumor de que le había expulsado.

– Da lo mismo -dijo Collins impacientándose levemente-. Lo que importa es eso que has dicho de que has decidido ponerte del lado de los que se oponen.

– Porque esa ley me preocupa, Chris. Conozco los fines que se propone, pero es demasiado rígida y cada vez me convenzo más de que se podría abusar de su aplicación. Francamente, lo único que me tranquiliza en relación con su aprobación es el hecho de que John Maynard ocupe el cargo de presidente del Tribunal Supremo. Él sabría actuar con mesura. No obstante, la posibilidad de su aprobación me está empezando a preocupar realmente.

– Tiene también su lado bueno, Paul. Impedirá que nos desborde la oleada de criminalidad. Sólo en California, el índice de criminalidad está empezando a ser demasiado…

– ¿De veras? -preguntó Hilliard.

– ¿Qué quieres decir con eso? Has leído tan bien como yo las estadísticas del FBI.

– Estadísticas, cifras. ¿Quién fue el que dijo que las cifras no dan mentiras sino que son los mentirosos quienes dan las cifras? -Hilliard se removió inquieto en su asiento, dejó la pipa y miró directamente a Collins.- En realidad, de eso precisamente quería hablarte. Me refiero a las estadísticas. He estado dudando un poco acerca de si comentarlo o no porque se relaciona con tu Departamento y temía que pudieras molestarte.

– ¿Y por qué iba a molestarme? Vamos, Paul, somos amigos. Habla con franqueza.

– Muy bien. -Hilliard vaciló brevemente y después decidió lanzarse:- Ayer recibí una llamada que me preocupó. De Olin Keefe.

A Collins el nombre no le sonaba.

– Es un miembro de la Asamblea de San Francisco recientemente elegido -le explicó Hilliard-. Un buen muchacho. Te gustaría. Sea como fuere, el caso es que pertenece a un comité que le exigió hablar con cierto número de jefes de policía de la zona de la Bahía. Dos de ellos, dos de esos jefes de policía, se lamentaron de que el FBI estuviera intentado hacerles quedar en mal lugar. Afirmaron que las cifras relativas a los índices de criminalidad que habían remitido al director Tynan, y que según dijeron eran exactas, estaban muy por debajo de las que tú das a la publicidad.

– Yo no doy ninguna cifra a la publicidad, como no sea desde un punto de vista técnico -dijo Collins algo irritado-. Tynan las recibe de los distintos lugares y las contabiliza. Mi oficina se limita a darlas a conocer oficialmente en su nombre. De cualquier modo, eso carece de importancia. ¿Qué pretendes decir, Paul?

– Pretendo decirte que el joven Keefe, el miembro de la Asamblea Keefe, abriga la sospecha de que el director Tynan está falseando las estadísticas nacionales relativas a la criminalidad, las está manipulando, especialmente por lo que respecta a las cifras que se le facilitan desde California. Nos está atribuyendo una oleada de criminalidad muy superior a la que realmente se está registrando.

– ¿Y por qué iba a hacer eso? No tiene sentido.

– Vaya si lo tiene. Tynan lo está haciendo, si es que efectivamente lo hace, para atemorizar a nuestros legisladores e inducirles a aprobar la Enmienda XXXV.

– Mira, sé que Tynan está muy interesado en la aprobación de la enmienda. Sé que el FBI siempre ha sido muy aficionado a las estadísticas. Pero, ¿por qué iba a molestarse en hacer algo tan peligroso como falsear las cifras? ¿Qué ganaría con ello?

– Poder.

– Ya disfruta de poder -dijo Collins llanamente.

– Pero no como el que disfrutaría siendo jefe del Comité de Seguridad Nacional, caso de que se echara mano de la disposición relativa a la situación de emergencia que contempla la Enmienda XXXV. Entonces ibas a ser Vernon T. Tynan über Alles.

Collins sacudió la cabeza.

– No lo creo. De ninguna manera. Paul, pertenezco al Departamento de Justicia. Llevo en él dieciocho meses, ocupando distintos cargos. Sé lo que ocurre en el Departamento. Tú estás lejos de él. Y ese joven asambleísta tuyo, Keefe, también lo ve todo desde fuera. No tiene ni la menor idea.

Hilliard no quería darse por vencido. Se aseguró bien las gafas sobre el caballete de la nariz y dijo muy serio:

– Pues, a juzgar por la conversación telefónica que mantuvimos, se diría que sabe muchas cosas. Sabe también algunas otras que no son muy bonitas que digamos. No tienes por qué fiarte de mi palabra, Chris. Averígualo tú mismo directamente. Antes me has dicho que es muy posible que tengas que trasladarte a California muy pronto. Estupendo. ¿Por qué no dejas que te presente a Olin Keefe? Así podrás escucharle tú mismo. -Hizo una pausa.- A menos que por algún motivo no quieras hacerlo.

– Ya basta, Paul. Me conoces muy bien. No existe ningún motivo por el que no quiera conocer esos hechos… si es que efectivamente son hechos. No soy hombre de contubernios. Me interesa la verdad tanto como a ti.

– Entonces, ¿estás dispuesto a ver a Keefe?

– Concierta la entrevista y acudiré, sí.

– Espero que con mentalidad abierta. El destino de toda esta maldita república puede depender de lo que ocurra en California. No me gustan algunas de las cosas que están sucediendo en California en estos momentos. Por favor, escucha todo lo que tenga que decirte, Chris, y después decide.

– Lo escucharé -dijo Collins con firmeza. Luego tomó la carta- La salsa de este pato resultaba un poco amarga; vamos a saborear algo dulce para variar.


Al día siguiente, exactamente a las doce del mediodía, tal como había venido haciendo una vez por semana desde hacía seis meses, Ishmael Young llegaba al sótano del edificio J. Edgar Hoover procedente de su casita alquilada de Fredericksburg, Virginia. A pesar de que era domingo, sabía que en aquel crucial período todos los funcionarios del Departamento de Justicia y del FBI trabajaban siete días a la semana. Tynan le estaría aguardando. Young aparcó en el sótano, descendió no sin esfuerzo de su rojo deportivo de segunda mano y se reunió con el agente especial O’Dea frente a la puerta del ascensor privado del director. A veces le esperaba el director adjunto Adcock. Hoy era O’Dea, el que fuera estrella del atletismo, con su cabello casi cortado al rape.

Ascendieron hasta el séptimo piso, se despidieron y Young echó a andar -con su magnetófono y su cartera de documentos- por un pasillo que separaba dos hileras de despachos. Instantes después entraba en la suite del director Tynan.

A continuación, en el espacioso despacho de Tynan sobre la avenida Pennsylvania, Young acercó un pesado sillón a la baja mesita circular, lo colocó de cara al sofá en el que el director iba a tomar asiento, sacó sus papeles y se dispuso a esperar. A las doce y cuarto, Beth, la secretaria de Tynan, colocó sobre la mesita una cerveza para el director y una Pepsi-Cola de dieta para el escritor. Después trajo dos paquetes de comida ya preparada suministrados por una charcutería de la cercana calle Nueve. Dispuso la sopa de crema de pollo y el queso fresco para el director y la ensalada de pepinillos, huevo, cebollas y patatas para el escritor, y se marchó. Al final, tras decirle a alguien a través del teléfono que no deseaba que le pasaran llamada alguna a excepción de las del presidente, Tynan se levantó de detrás de su impresionante escritorio y cerró con llave desde dentro las dos puertas del despacho. Después, pasando junto a Young, se dirigió al cuarto de baño, y un minuto más tarde emergía refrescado frotándose las manos y se dejaba caer en el sofá tomando un sorbo de cerveza.

A Vernon T. Tynan le encantaban aquellas sesiones autobiográficas. Sin duda porque se referían a su persona.

Ishmael Young las aborrecía.

A Young le gustaba el FBI pero le desagradaba el director Tynan. Le gustaba el FBI no por su razón de ser, sino porque era impecable y suavemente eficaz, cosa que Young no era. Le gustaban todas las grandes organizaciones que funcionaban como es debido -la IBM, el partido comunista ruso, el Vaticano, la Mafia, el FBI-, independientemente de lo que representaran. Le desagradaba la forma en que esas máquinas mastodónticas manipulaban y explotaban a la gente, pero le gustaba la eficacia con la que tales organizaciones -más importantes que la vida- conseguían hacer las cosas sin esfuerzo. Él casi siempre tenía que hacer las cosas con un lápiz, una máquina de escribir y un revoltijo de papeles, a tontas y a locas, presa de la tensión nerviosa, y eso no era vida.

Estimaba y respetaba al FBI como organización desde aquel día hacía seis meses en que, antes de celebrar su primera sesión con el director Tynan, el director adjunto Adcock le había acompañado en un recorrido por la Oficina con el fin de que captara el ambiente. Una parte del recorrido había sido de carácter turístico. Más de medio millón de turistas acudían anualmente a visitar la sede de la organización. Young no se lo reprochaba. Resultaba muy emocionante: la Galería de Criminales Famosos, en la que se exhibían las verdaderas armas de John Dillinger, su chaleco antibalas y su mascarilla mortuoria; «El Delito del Siglo: El caso de los Espías de la Bomba A», presentando a Julius y Ethel Rosenberg; la Lista de los Diez Fugitivos Más Buscados; las pruebas del Robo Brink; la «Siniestra Mano del Espionaje Soviético», presentando al coronel Rudolf Abel; la sala cubierta de práctica de tiro, en la que cada nueve minutos un agente especial hacía una demostración de mortífera precisión utilizando un revólver de servicio del calibre treinta y ocho y después una metralleta Thompson del calibre cuarenta y cinco para acribillar un blanco de papel de tamaño natural.

Por encima de todo -y aquí ya le habían conducido fuera de la demarcación reservada a los turistas- a Ishmael Young le habían encantado los archivos del FBI. En aquella especie de cámara de liquidación de la captura de delincuentes se albergaba una enorme cantidad de huellas dactilares, más de doscientos cincuenta millones de huellas. Young pensó que, si Dios tuviera manos, el FBI dispondría de sus huellas dactilares. Entre los otros ocho mil setecientos archivadores grises, le habían mostrado el de los modelos de máquinas de escribir, en el que se hallaban archivados todos los tipos y características de las distintas máquinas, normales o de juguete, que jamás se hubieran fabricado (ya no volvería a pensar en la posibilidad de escribir a máquina un anónimo). Vio también el archivo de filigranas, el archivo de robos bancarios y el archivo nacional de fraudes. Le habían mostrado, además, otras muchas cosas: la sección de serología, en la que se analizaban la sangre y demás líquidos corporales; el departamento de química, en el que se hervían órganos humanos; la sala de espectrografía, en la que se examinaban las partículas de pintura. Le había fascinado especialmente la llamada «Unidad de Cabellos y Fibras». «Cuando la gente se pelea -le había explicado Adcock-, es posible que las fibras de sus prendas de vestir se adhieran mutuamente. Nosotros recogemos las fibras adheridas a las prendas, las separamos y las analizamos con el fin de averiguar cuáles de ellas pertenecen al asaltante y cuáles a la víctima. -Después Adcock había añadido:- Nuestro laboratorio es nuestra arma secreta. Resulta invencible. Lo creó J. Edgar Hoover en 1932. Tal como él dijo en cierta ocasión, ‘la más pequeña mancha de sangre, el documento falsificado, la caja de cerillas encontrada en el escenario del robo, la huella del tacón o la mancha de polvo suelen proporcionar a menudo el eslabón esencial de las pruebas que son necesarias para relacionar al criminal con su crimen o para establecer la inocencia de una persona’.»

Al acabar la visita, la cabeza de Young rebosaba de ideas. Aquello había sido como el paraíso de un escritor. Aunque no se lo había preguntado a Adcock, no había dejado de pensar cómo era posible que algún delincuente pudiera esperar jamás escapar al FBI. No se lo había preguntado porque el país hervía de crímenes y la mayoría de los criminales lograba seguir en libertad.

Y después le habían conducido a su primera sesión oficial con el director Vernon T. Tynan.

Se había imaginado en cierto modo que parte del amor que le inspiraba el FBI revertiría en su director. Pero no fue así y no se sorprendió. Había aborrecido a Tynan desde el principio, antes incluso de verle. Tynan deseaba una autobiografía y le habían recomendado a Young. Tynan había leído dos de los libros escritos por Young por cuenta de terceras personas y los había aprobado. Young se había resistido. Conocía de oídas la fama de Tynan, su egolatría, y había rechazado la oferta de colaboración. Pero sólo muy brevemente. En efecto, Tynan le había sometido a chantaje y le había obligado a escribir el libro.

Jamás olvidaría su primer encuentro con Tynan en aquel despacho. Allí estaba el director -ojos de gato en un rostro de bulldog- diciéndole: «Por fin, señor Young. Me alegro de conocerle, señor Young.» Y él había contestado jovialmente: «Llámeme Ishmael.» Después el director había adoptado una actitud hermética, y Young había comprendido que así iba a ser en adelante. Por cierto, Tynan jamás le había llamado Ishmael. El director debió de pensar que se trataba de un nombre extranjero y decidió llegar a una especie de solución de compromiso llamándole «Young» o simplemente «usted».

Ahora habían transcurrido seis meses y una vez más se hallaban sentados el uno frente al otro, Ishmael Young bebiendo su Pepsi-Cola de dieta y Vernon T. Tynan ingiriendo los últimos sorbos de su cerveza. Mientras Tynan apartaba la jarra a un lado y empezaba a tomarse la sopa, Young se dispuso a comenzar. Se inclinó hacia adelante y pulsó simultáneamente los botones de grabación y puesta en marcha de su magnetófono portátil; probó un poco de ensalada y se puso a revisar las notas que tenía sobre las rodillas. Una semana antes el director le había anunciado el tema de aquella sesión y Young se había preparado de antemano. No iba a ser fácil. Pensó que tendría que procurar mostrarse comedido.

– Íbamos a hablar de J. Edgar Hoover -dijo Tynan tomando una porción de queso fresco- y de cómo me adiestró y me convirtió en lo que soy. Le debo muchas cosas. Cuando murió, en 1972, no quise trabajar ni para Gray ni para Ruckelshaus, Kelley o cualquiera otro de los que le siguieron. Eran buenas personas, pero cuando uno había trabajado para El Viejo… así es como solíamos llamar a Hoover, El Viejo, bueno, pues cuando uno había trabajado para él, ya no se podía trabajar para nadie más. Por eso decidí marcharme cuando murió y organizar mi propia agencia de investigación. Sólo el presidente consiguió que abandonara mi agencia privada con el fin de aceptar el cargo de director. Pero creo que todo eso ya se lo he dicho.

– Sí, señor; lo tengo todo transcrito y corregido.

– Puesto que la situación se estaba deteriorando por momentos, el presidente necesitaba de nuevo a El Viejo. Y dado que no podían recuperarle, ellos… quiero decir, el presidente, decidió buscar a un hombre que se hubiera identificado al máximo con Hoover. Y acudió a mí. Jamás ha tenido que arrepentirse. Muy al contrario. Ya le dije, ¿no?, cómo hace un mes el presidente me llamó aparte y me dijo: «Vernon, ni siquiera J. Edgar Hoover hubiera podido lograr lo que usted ha logrado.» Ésas fueron sus palabras textuales.

– Lo recuerdo -dijo Young-. Fue todo un homenaje.

– Bueno, Young, no deseo que esta parte del libro sea un homenaje a mi persona. Quiero que sea un homenaje a El Viejo, para que los lectores comprendan por qué le respetaba y qué es lo que aprendí de él.

– Sí, esta semana he estado leyendo muchas cosas acerca de Hoover.

– Olvídelo. Esos malditos periodistas jamás se mostraron justos con él, sobre todo al final. Preste atención a lo que yo le diga y entonces averiguará la verdad.

– Así lo haré, señor.

– Anote cuidadosamente lo que ahora voy a decirle para que no haya errores.

– Tengo el magnetófono en marcha, señor. No hace falta escribirlo…

– Ah, sí, lo había olvidado. Bueno, pues escúcheme con atención. Fue J. Edgar Hoover quien introdujo el profesionalismo en el obligado cumplimiento de la ley. Se libró de la imagen del policía Keystone, que por otro lado no es que fuera mala, quede claro, y consiguió que el público nos respetara. El FBI fue creado bajo Teddy Roosevelt por el secretario de Justicia Charles Bonaparte. Éste había nacido en los Estados Unidos pero era nieto del hermano menor de Napoleón. Le sucedieron un puñado de directores que o bien fueron mediocres o bien pésimos. El último antes de que El Viejo accediera al cargo fue William J. Burns, un tipo espantoso. Según Harlan Fiske Stone, bajo Burns el FBI se convirtió en un servicio secreto privado por cuenta de las corrompidas fuerzas que dominaban el gobierno. De ahí que Stone, un año antes de que accediera al cargo de presidente del Tribunal Supremo, eligiera a un muchacho de veintinueve años llamado J. Edgar Hoover para dirigir la Oficina. Hoover había ocupado con anterioridad un puesto de bibliotecario en el gobierno. Cuando accedió al cargo de director, el FBI sólo disponía de seiscientos cincuenta y siete funcionarios. Al morir, el número de empleados se había elevado a veinte mil. Creó el laboratorio criminal, los archivos de huellas dactilares, la academia de adiestramiento de Quantico, el Centro Nacional de Información Criminal, con sus computadoras y sus casi tres millones de expedientes. Todo eso lo hizo El Viejo. Y bajo su mandato, al igual que bajo el mío, ningún agente del FBI se vio jamás mezclado en ningún crimen o corrupción. Ya es algo.

– Desde luego -convino Young.

– Fíjese en lo que hizo J. Edgar Hoover -dijo Tynan terminándose el queso-. Consiguió apresar a John Dillinger, a Floyd Niño Bonito, a Alvin Karpis, a Ametralladora Kelly, a Nelson Cara de Niño, a Ma Barker, a Bruno Hauptmann, a los ocho saboteadores nazis que desembarcaron de submarinos, a Julius y Ethel Rosenberg, a Klaus Fuchs, a los ladrones de Brink a James Earl Ray… la lista ocuparía un par de kilómetros.

Veinte kilómetros, pensó Ishmael Young. Pensó en los «triunfos» que Tynan había pasado oportunamente por alto. Durante buena parte de su carrera Hoover había hecho caso omiso de la Mafia, negándose a creer en su existencia. Hasta 1963, cuando Valachi decidió hablar, no reconoció Hoover la existencia del crimen organizado. Acorralado ante esta prueba de la Mafia, Hoover jamás se refirió a la misma llamándola por su nombre, prefiriendo en su lugar el eufemismo de Cosa Nostra. Sus defensores afirmarían que Hoover había ignorado la Mafia por temor a que los bajos fondos corrompieran y sobornaran a sus agentes tal como solían hacer con la policía local, estropeándole con ello su historial exento de escándalos. Los cínicos insistirían en que había evitado hurgar en el sindicato del crimen por temor a que el tiempo invertido en las prolongadas investigaciones a este respecto se tradujera en un descenso en su promedio de estadísticas criminales.

Ishmael Young pensó en otros «triunfos» de Hoover que Tynan había soslayado impecablemente. Hoover había dicho que el doctor Martin Luther King era «un notorio embustero», y había intervenido su teléfono con el fin de grabar detalles de su vida sexual. Hoover había llamado «medusa» al ex secretario de Justicia Ramsey Clark. Hoover había calificado al padre Berrigan y a otros activistas católicos antibelicistas de secuestradores y conspiradores, antes de que sus casos hubieran sido presentados al gran jurado. Hoover había despreciado a los puertorriqueños y a los mexicanos insistiendo en que las personas de estas dos nacionalidades «no podían proceder con lealtad». Hoover había instalado aparatos de escucha en los domicilios de los congresistas y de los defensores no violentos de los derechos civiles y de la paz. Incluso había realizado investigaciones acerca de un muchacho de catorce años de Pennsylvania que había deseado acudir a un campamento de verano de la Alemania del Este y acerca de un jefe de boyscouts de Idaho que había manifestado el propósito de irse a acampar con sus muchachos a Rusia.

Ishmael Young recordó un artículo de Pete Hamill que había leído. «En el transcurso de los últimos treinta años, no ha habido en este país un elemento más subversivo que J. Edgar Hoover. Este hombre destruyó la fe en nosotros mismos, nuestra creencia en una sociedad abierta, nuestras esperanzas de que los hombres y las mujeres pudieran vivir en un país libre de policía secreta, de vigilancia oculta, de persecución a causa de las ideas políticas.» Hubieran podido comentar todas aquellas cosas, pero Young sujetó la lengua.

– Y le revelaré una pequeña faceta personal de J. Edgar Hoover que muy pocas personas conocen -estaba diciendo Tynan-. Yo siempre digo que pueden averiguarse muchas cosas acerca de un ser humano a través de la forma en que éste trata a sus padres. Pues bien, Hoover vivió con su madre, Anna Marie, hasta los cuarenta y tres años. Un hombre así por fuerza tiene que ser un hombre honrado.

O, por lo menos, un caso para Freud, pensó Young.

– Y permítame referirle una anécdota que le dará una idea de por qué era respetado El Viejo y, sobre todo, de por qué le respetaba yo. Cuando J. Edgar Hoover cumplió los setenta años, se ejerció mucha presión sobre el presidente Lyndon Johnson para que le ordenara dimitir. El presidente Johnson, y esto le honra, dijo que no, que jamás le diría que se fuera. Alguien le preguntó por qué y el presidente contestó: «¡Prefiero tenerle dentro de la tienda meando hacia afuera que fuera de la tienda meando hacia adentro!» ¿Qué le parece? -Tynan se dio una palmada en el muslo y soltó una áspera carcajada.- ¿No lo encuentra gracioso?

– Desde luego -contestó Young en tono dubitativo.

– No sé sin incluir la anécdota en mi libro.

– Oh, sí -dijo Young rápidamente-. Es una anécdota muy divertida. Cuantas más anécdotas se incluyan, mejor.

– Tal vez pueda usted escribir que el presidente Johnson me lo dijo a mí -añadió Tynan haciendo un guiño-. Nadie podrá saber que no es cierto. Johnson ha muerto. Hoover ha muerto. ¿Quién nos iba a contradecir?

– Johnson podría habérselo dicho a usted -dijo Young-. Creo que podríamos escribirlo así. De este modo, la anécdota adquiere más fuerza.

– Sí, escríbalo así, Young. Ya sabrá usted cómo hacerlo. Y también podría poner otra cosa. Es un sueño que tuve hace cosa de una semana. Soñé que J. Edgar desde allá arriba me envidiaba de muerte. Me envidiaba porque yo había conseguido dar con la gran solución del crimen en Norteamérica: la Enmienda XXXV, y ello iba a ser como una especie de monumento a mi persona y él hubiera deseado tener esa oportunidad. Y entonces yo le decía que en cierto modo el mérito de la Enmienda XXXV le correspondía tanto como a mí, puesto que sin él yo no hubiera podido ser director del FBI en estos momentos. -Tynan le dirigió a Young una sonrisa.- Éste fue mi sueño. ¿Qué le parece?

Antes de que Young tuviera ocasión de contestar que le parecía estupendo, o cualquier otra cosa, sonó el zumbador del teléfono del escritorio.

Sorprendido, Tynan se levantó rápidamente y se dirigió hacia el escritorio.

– ¿Quién puede ser? Espero que Beth me diga que es el presidente. -Descolgó el aparato.- ¿Sí, Beth? -Escuchó.- ¿Harry Adcock? Bueno, dígale que si no puede esperar. ¿Qué es eso tan importante? -Escuchó con atención.- ¿Baxter qué? ¿El asunto de la Santísima Trinidad…? Ah, sí, ya, ya, aquello de Collins. Muy bien, dígale a Harry que hablaré con él dentro de un minuto.

Colgó de nuevo el aparato y pareció como si reflexionara. Al final, se apartó lentamente del escritorio, y entonces se percató de la presencia de Ishmael Young y se sobresaltó.

– Usted… Había olvidado que estaba usted aquí. ¿Ha escuchado la conversación?

– ¿Cómo? -preguntó Young fingiendo estar despistado y sin dejar de estudiar su lista de preguntas.

– Nada -repuso Tynan tranquilizado-. Me temo que se ha presentado un asunto urgente. Seguimos gobernando el país, ¿sabe? Lamento tener que acortar la entrevista esta vez, Young, pero le concederé media hora de más la semana que viene. ¿De acuerdo?

– No faltaba más. Lo que usted diga, señor…

Mientras apagaba obedientemente el magnetófono y se guardaba los papeles en la cartera, Young decidió pasar de nuevo la última parte de la cinta en cuanto llegara a casa. ¿Qué era lo que el director no había querido que él escuchara? Algo relacionado con el deseo de Harry Adcock de hablar inmediatamente con él a propósito de Baxter -es decir, el ex secretario de Justicia que había sido enterrado el día anterior- y del asunto de la Santísima Trinidad -aquello tal vez fuera un nombre en clave, a no ser… a no ser que fuera la iglesia de la Santísima Trinidad de Georgetown- y de lo de Collins. Es decir, de Christopher Collins. ¿Cuál podía ser la importancia de todo aquello? Decidió archivar cuidadosamente las distintas piezas de lo que tal vez resultara ser un interesante rompecabezas. Tal vez estas piezas, junto con algunas otras, le facilitaran una mejor imagen de las actividades de Tynan.

Cuánto le gustaría averiguar algo acerca de Tynan, pensó mientras cerraba la cartera, algo que pudiera compensar y posiblemente anular lo que Tynan había averiguado acerca de él. Algo que le permitiera verse libre de aquel cochino compromiso.

Respirando dificultosamente, se levantó y cruzó la estancia, mientras Tynan abría la segunda de las puertas del despacho. Tynan aguardó con la puerta abierta.

– Creo que no ha sido una mala sesión -dijo Tynan alegremente-. La de la semana que viene será todavía mejor. Empezaremos con lo que yo aprendí de El Viejo, y charlaremos de algunas de las aportaciones de Vernon T. Tynan al FBI. ¿Qué le parece?

– Magnífico -repuso Ishmael Young-. Ardo en deseos de empezar.

Pero, ¿qué demonios tendrían que ver, pensó, un difunto secretario de Justicia, una iglesia católica de Georgetown y un asunto de Collins con el gobierno de una nación?

Tal vez si se lo dijera a Collins éste pudiera decírselo a él. Tal vez Collins le debiera en tal caso un favor.

O tal vez, pensó Young, en beneficio de la propia salud le conviniera olvidar por completo lo que había escuchado.


– No me pase ninguna llamada -ordenó Tynan a través del teléfono interior- a no ser que proceda de la Casa Blanca. -Giró en su asiento y miró a Harry Adcock, que se encontraba sentado en un sillón frente al escritorio.- Bien, Harry, ¿de qué se trata?

– Hemos realizado una investigación acerca del sacerdote, del padre Dubinski, de la iglesia de la Santísima Trinidad. No se ha descubierto nada de importancia. Sólo una cosa de hace tiempo. Estuvo mezclado en cierta ocasión en un asunto de drogas, en Trenton, pero la policía lo dejó correr. No obstante…

Tynan se irguió en su sillón giratorio.

– Es más que suficiente. Vaya y écheselo en cara, y entonces ya veremos…

– Ya lo he hecho, jefe -dijo Adcock rápidamente-. He acudido a verle a última hora de esta mañana. Hace poco que he regresado.

– Bueno, ¿qué ha dicho, maldita sea? ¿Ha escupido la confesión de Noah?

Harry Adcock procedía ordenada y cronológicamente en todos sus relatos. Jamás daba respuestas desordenadas al modo en que los periodistas suelen escribir sus reportajes, porque consideraba que ello conducía a distorsiones, omisiones y malentendidos. Tynan no había tenido más remedio que aceptar esa costumbre, y así lo estaba haciendo ahora. Tamborileó con los dedos de la mano derecha sobre el escritorio y esperó.

– He telefoneado al padre Dubinski esta mañana a primera hora; me he identificado y le he dicho que tenía que llevar a cabo una investigación acerca de un asunto relacionado con la seguridad del gobierno -dijo Adcock-. Le he visto en la rectoría exactamente a las once y cinco. Me he identificado, le he mostrado la placa y se ha dado por satisfecho. A petición mía, hemos hablado a solas.

– ¿Qué clase de hombre es?

– Cabello oscuro ondulado, rostro enjuto y moreno, tal como usted ya sabe. Mide metro setenta de estatura. Cuarenta y cuatro años de edad. Lleva en la iglesia de la Santísima Trinidad unos doce años. Un hombre extremadamente frío y tranquilo.

– Prosiga, Harry.

– No he perdido el tiempo. Le he dicho que había llegado a nuestro conocimiento que había sido el confesor del coronel Noah Baxter el día en que éste falleció. Le he dicho que teníamos entendido que Baxter no había hablado con nadie más que con él, es decir, con el padre Dubinski, antes de morir. Le he preguntado si ello era cierto. Ha contestado que sí. Adcock rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre doblado con algunas anotaciones.- He tomado algunas notas acerca de la conversación mientras volvía hacia acá. -Adcock las revisó.- Ah, sí, el padre Dubinski me ha preguntado si habíamos obtenido esta información a través del secretario de Justicia Christopher Collins. Yo he contestado que no.

– Muy bien.

– Después yo le he dicho: «Tal como usted debe de saber, padre, el coronel Baxter estaba al corriente de algunos de los más altos secretos del gobierno. Cualquier cosa que tuviera que decirle a alguien no perteneciente al gobierno hallándose enfermo o sin el pleno uso de sus facultades revestiría un extremado interés para la Oficina. Hemos estado intentando seguir la pista de ciertos datos que han trascendido a propósito de una cuestión de la máxima seguridad y nos resultaría muy útil saber si el coronel Baxter habló de ellos con usted». Después he añadido: «Nos gustaría conocer sus últimas palabras, las palabras que le dijo a usted.» -Adcock levantó la mirada.- El padre Dubinski me ha contestado: «Lo siento. Sus últimas palabras fueron en confesión. La confesión es sagrada. En mi calidad de confesor del coronel Baxter, no puedo revelarle a nadie sus últimas palabras. Lamento no poder hacer nada por usted.»

– El muy bastardo -musitó Tynan-. ¿Y qué le ha dicho usted?

– Le he dicho que no teníamos la pretensión de que revelara el contenido de una confesión a una persona en particular. Se trataba, por el contrario, de una información solicitada por el gobierno. Él me ha contestado inmediatamente que la Iglesia no tenía ninguna obligación para con el gobierno. Me ha recordado la separación entre la Iglesia y el estado. Yo representaba al estado, me ha dicho, y él representaba a la Iglesia. La potestad de uno no podía inmiscuirse en los asuntos de la otra. Me he percatado de que no llegaríamos a ninguna parte y he decidido mostrarme más duro.

– Estupendo, Harry. Así está mejor.

– Le he dicho… bueno, no recuerdo exactamente las palabras, pero le he dicho que, a pesar del alzacuello, no estaba por encima de la ley. Es más, le he dicho, habíamos averiguado que en cierta ocasión había tenido algo que ver con la ley.

– Se lo ha dicho así por las buenas, ¿eh? Muy bien, pero que muy bien. Y él, ¿cómo se lo ha tomado?

– Al principio, no ha dicho ni palabra. Me ha dejado hablar. Yo le he recordado que hacía quince años había sido acusado de posible posesión de drogas en Trenton. Él no lo ha negado, mejor dicho, ni siquiera ha contestado. Le he dicho que, a pesar de que no había sido detenido por ello, dicha información le causaría mucho daño caso de que se diera a la publicidad. He observado que se enojaba mucho. Una cólera contenida. Pero sólo ha dicho una cosa. Ha dicho: «Señor Adcock, ¿me está usted amenazando?» Yo le he contestado inmediatamente que el FBI jamás amenaza a nadie. Le he dicho que el FBI se limita a recoger datos. Y que el Departamento de Justicia es el que actúa sobre la base de éstos. He sido muy cauteloso. Sabía que no podíamos acusarle de ningún delito. Sólo podíamos provocarle dificultades con sus feligreses.

– Todos los sacerdotes son vulnerables en lo tocante a relaciones públicas -dijo Tynan sagazmente.

– Con eso contaba yo -prosiguió Adcock-. Era lo único que podía servirme. He procurado conferir un matiz de mayor gravedad al asunto. Le he dicho que, dada su posición, era posible que hubiera tropezado inadvertidamente con alguna información de vital importancia. Le he dicho que, caso de que no la revelara, sería inevitable que su nombre y su pasado saltaran a la luz pública una vez se hubiera establecido con certeza que se habían producido fugas en asuntos relacionados con la seguridad del gobierno. «En cambio, si usted colabora con su gobierno -le he dicho-, su pasado no tendrá por qué salir a la luz». Le he aconsejado que colaborara. Pero se ha negado de plano.

– El muy hijo de puta -exclamó Tynan golpeando la superficie del escritorio con el puño.

– Jefe, cuando se trata con sacerdotes no se trata con personas normales y corrientes. No reaccionan como los seres humanos normales. Ello se debe a que se apoyan en todas esas historias de Dios. Tras negarse a colaborar, se ha levantado para despedirme y me ha dicho más o menos esto: «Ya me ha oído. Ahora puede usted hacer lo que quiera, pero yo debo obedecer mi voto a una autoridad mucho más alta que la suya, una autoridad para la cual la confesión es sagrada e inviolable». Sí, eso es justamente lo que me ha dicho. Antes de irme, me ha parecido oportuno hacerle una última advertencia. Le he dicho que lo pensara, porque, si no colaboraba en beneficio de su país, tendríamos que hablar acerca de él y de su comportamiento y de su pasado con sus superiores eclesiásticos.

– ¿Y no se ha rajado?

– No.

– ¿Cree que lo hará?

– Me temo que no, jefe. Mi opinión es que nada le inducirá a hablar. Aunque sacáramos sus trapos sucios, creo que preferiría un martirio menor antes que hablar y traicionar sus votos. -Adcock estaba casi sin aliento y se volvió a guardar en el bolsillo el sobre doblado.- ¿Y ahora qué hacemos, jefe?

Tynan se levantó, se introdujo las manos en los bolsillos de los pantalones y empezó a pasear por detrás del escritorio. Después se detuvo.

– Nada -dijo-. No haremos nada. Opino lo siguiente: si el padre Dubinski no ha querido hablar con usted a pesar de lo que usted puede hacerle, no hablará con nadie. -Tynan respiró aliviado.- Da lo mismo lo que sepa. Estamos a salvo.

– Podría acudir a uno de sus superiores, apretarle los tornillos en este sentido y a lo mejor entonces…

Sonó el zumbador. Tynan fue hacia el teléfono.

– No, déjelo por ahora, Harry. Ha hecho usted un buen trabajo. Siga vigilando a Dubinski de vez en cuando para tenerle a raya. Será suficiente. Gracias.

Mientras Adcock abandonaba el despacho Tynan descolgó el aparato.

– ¿Sí, Beth?… Muy bien, pásemela. -Esperó y después dijo:- Dígame, señorita Ledger. -Escuchó.- Sí, desde luego. Dígale al presidente que voy en seguida.


Vernon T. Tynan no conocía ningún idioma extranjero, sólo conocía alguna que otra palabra recogida aquí y allá. Dos de las palabras extranjeras que conocía pertenecían al francés y eran déjà vu. Las conocía porque en cierta ocasión un agente especial las había utilizado en uno de sus informes, y él se había puesto furioso y le había escrito diciéndole que el FBI sólo escribía y hablaba en inglés, razón por la cual le convenía escribir en inglés a no ser que deseara acabar en Butte, Montana. No obstante y gracias a ello había podido hacerse una vaga idea de lo que dichas palabras significaban.

Cada vez que visitaba el Despacho Ovalado de la Casa Blanca, lo cual estaba ocurriendo últimamente con mucha frecuencia, experimentaba en aquella estancia una sensación de déjà vu, de volver a vivir una experiencia pasada. Ello se debía a que el presidente Wadsworth, que era un gran admirador de la imagen del presidente John F. Kennedy, si bien no de su política. había mandado restaurar el Despacho Ovalado devolviéndole el mismo aspecto que ofrecía cuando Kennedy era el jefe del ejecutivo. El director Tynan, como joven agente del FBI, había acompañado en distintas ocasiones a J. Edgar Hoover al Despacho Ovalado cuando Kennedy mandaba llamar al director con el fin de que presenciara la firma de alguna ley de carácter penal. Estaba el complicado escritorio Buchanan, con su lámpara de pantalla verde y su bombilla fluorescente. Estaban, detrás del escritorio, los verdes cortinajes que ocultaban el césped de la Casa Blanca, y las seis banderas: la norteamericana y la presidencial y las banderas del Ejército, la Armada, las Fuerzas Aéreas y el Cuerpo de Infantería de Marina. Estaban los dos apliques cuadrados de la pared y, sobre la repisa de la chimenea, los dos modelos de veleros. Las curvadas paredes aparecían pintadas de un blanco marfil, y el techo, en el que figuraba grabado el sello presidencial, contemplaba la alfombra verde gris con su águila norteamericana entretejida. Al otro lado de la estancia estaba la chimenea, los dos sofás, uno frente al otro, y la mecedora situada entre ambos. Y, acomodado en el alto sillón giratorio de color negro de detrás del marrón escritorio, se encontraba el presidente John F. Kennedy.

Ahora, mientras el secretario de Asignaciones Nichols le franqueaba el paso al Despacho Ovalado, Vernon T. Tynan experimentó una vez más aquella misma sensación de déjà vu. Pensó por unos instantes que quien se encontraba sentado junto al escritorio hablando con alguien era el presidente Kennedy y que a su lado se hallaba el director Hoover y él era joven de nuevo. Pero el pasado se esfumó como por ensalmo en cuanto anunciaron su nombre. El hombre que se encontraba a su lado y que ahora retrocedía y abandonaba la estancia era Nichols y no Hoover. El hombre sentado tras el escritorio era el presidente Wadsworth y no el presidente Kennedy. Y la persona con quien conversaba no era un ayudante de Kennedy sino Ronald Steedman, el encuestador personal del presidente.

– Me alegro de que haya podido usted venir, Vernon -dijo el presidente Wadsworth-. Siéntese. Puede apartar esos periódicos del sillón, mejor dicho, puede tirarlos, si quiere, porque son basura. ¿Ha leído alguno de ellos?

Tynan los quitó del sillón y les echó un vistazo antes de arrojarlos a la papelera: New York Times, el SunTimes de Chicago, el Post de Denver, el Chronicle de San Francisco.

Sin esperar su respuesta, el presidente prosiguió:

– Nos están acosando de costa a costa como una manada de lobos que aullaran tras nuestra sangre. Estamos intentando amordazar al país, ¿lo sabía usted, Vernon? Debiera leer el editorial del New York Times. Atacan a la Asamblea de su estado por haber ratificado la Enmienda XXXV. Escriben una «carta abierta» a los legisladores de California diciéndoles que el destino de la libertad se encuentra en sus manos e implorándoles que rechacen la Enmienda XXXV. Y hemos sido informados de que las próximas ediciones del Time y del Newsweek se harán eco de estas mismas opiniones derrotistas.

– Opiniones interesadas dijo Steedman-. La prensa está preocupada por su propio futuro.

– Y es lógico que así sea -gruñó Tynan-. Las explosivas informaciones que publica un día sí y otro también, junto con el material que sirve la televisión, son tan responsables del crimen y de la violencia como todo lo demás. -Se acercó al presidente Wadsworth.- Por lo que yo he podido comprobar, no todos se muestran unánimes a este respecto, señor presidente. Tenemos tantos aliados como enemigos.

– No sé… -dijo el presidente en tono dubitativo.

– El Daily News de Nueva York y el Tribune de Chicago -citó Tynan-. El U. S. News and World Report -añadió- se encuentra también de nuestra parte en favor de la Enmienda XXXV. Dos de las cadenas de televisión se han mostrado neutrales, pero tengo entendido que prestarán su apoyo a la enmienda antes de que se inicie la votación de California.

– Ojalá sea cierto -dijo el presidente-. En último término, dependerá de la gente, de la presión que ésta ejerza sobre sus representantes. Ronald y yo estábamos justamente hablando de ello. Precisamente estábamos en eso. En realidad, le he mandado llamar en relación con nuestra conversación. Quiero pedirle su consejo.

– Estoy a su disposición para lo que sea, señor presidente -dijo Tynan acercando aún más su sillón a la copia de Wadsworth del escritorio de Kennedy.

El presidente se volvió hacia Steedman.

– Esas últimas cifras que ha obtenido usted en California, Ronald, ¿a qué número de personas corresponde?

– Fueron encuestadas exactamente dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco personas. Se les hizo una sola pregunta dividida en tres partes. Si eran favorables a que los legisladores de California aprobaran la Enmienda XXXV, si estaban en contra de su ratificación o si estaban indecisos.

– Repase de nuevo los resultados para que Vernon pueda oírlos.

– Muy bien -dijo Steedman tomando una hoja impresa y leyendo para el presidente y Tynan-. Los resultados de nuestra encuesta sobre dos mil cuatrocientos cincuenta y cinco votantes registrados californianos, realizada a los dos días de la aprobación de la enmienda en Nueva York y de su rechazo en Ohio, son los siguientes. -Su dedo empezó a subrayar las cifras de la página.- Se ha registrado un cuarenta y uno por ciento favorable a la aprobación, un veintisiete por ciento contrario a la misma y un treinta y dos por ciento de indecisos.

Hay muchos indecisos -dijo el presidente-. Ahora léanos la encuesta llevada a cabo en el Senado y la Asamblea de California.

Steedman asintió, rebuscó entre sus papeles y tomó otra hoja impresa.

– Ésta no es tan satisfactoria. Como es lógico, los legisladores se muestran precavidos; esperan a oír la opinión de sus electores. Aquí los indecisos y los que no han querido manifestar ninguna opinión suman un cuarenta por ciento. Del sesenta por ciento restante que sí expresó su opinión, un cincuenta y dos por ciento se muestra partidario de la aprobación y un cuarenta y ocho por ciento es contrario.

El presidente sacudió la cabeza con gesto abatido.

– Demasiados indecisos. Eso no me gusta.

– Señor presidente -dijo Tynan-, a nosotros nos corresponde la tarea de inducirles a que tomen partido de nuestro lado.

– Por eso le he mandado llamar, Vernon. Deseaba discutir la estrategia… Gracias, Ronald. ¿Cuándo volveré a verle?

Steedman se levantó.

– Siguiendo instrucciones suyas, señor presidente, vamos a realizar en California una encuesta semanal a partir de ahora. Dispondré de los resultados de esta semana el próximo lunes.

– Llame a la señorita Ledger y concierte una cita en cuanto disponga de algo.

Steedman se marchó tras recoger sus papeles y el presidente se quedó a solas con Tynan en el Despacho Ovalado.

– Bueno, pues ahí lo tiene usted, Vernon -dijo el presidente-. Nuestro destino se halla enteramente en las manos de unas personas que todavía no se han decidido. Sabemos por tanto lo que hay que hacer. Tenemos que poner en práctica toda clase de estratagemas, ejercer todas las presiones que sean necesarias con el fin de que vean las cosas tal como nosotros las vemos… por su propio bien. Está en juego nuestra última esperanza, Vernon.

– Confío en que todo se desarrollará según nuestros deseos, señor presidente.

El presidente no estaba tan seguro.

– No podemos dejarlo al azar. El futuro dependerá de lo que hagamos.

– Tiene usted razón, desde luego -dijo Tynan-. Ya he emprendido varias acciones al respecto. Estoy acelerando los informes de criminalidad del FBI. He ordenado a todos los funcionarios de las policías locales de California que remitan por teletipo sus más recientes estadísticas criminales cada semana en lugar de hacerlo cada mes. Todos los sábados daremos a la publicidad estos informes con el fin de que los recoja la prensa del domingo. Saturaremos a California con la elevación de sus índices de criminalidad.

– Magnífico -dijo el presidente-. Lo malo es que la gente se acabará acostumbrando a la repetición de meras cifras. Las simples estadísticas no dramatizan la gravedad de la situación. -Extendió la mano sobre el papel secante verde y tomó un cuaderno en el que había garabateado unas notas.- A menudo, un discurso bien pronunciado puede dramatizar mucho mejor la situación. Y alcanzar mayor publicidad. Se me había ocurrido la idea de enviar a cierto número de funcionarios de la administración, miembros del gabinete, jefes de departamentos, etcétera, a pronunciar discursos en las convenciones o encuentros que ya se han programado en las principales ciudades de California. He confeccionado una lista de nombres, pero es difícil saber cuáles de ellos van a ser más eficaces.

Tynan se inclinó hacia adelante en su sillón.

– Sólo hay una persona que podría ser realmente eficaz. Usted, señor presidente -dijo señalándole con el dedo-. Podría usted congregar a la gente alrededor de la Enmienda XXXV y pedirle, en bien de su propia seguridad futura, que ejerciera pre sión sobre sus representantes en Sacramento.

El presidente Wadsworth consideró por unos instantes esta posibilidad, pero después sacudió la cabeza.

– No, Vernon, me temo que no daría resultado. Es más, es posible que incluso fuera contraproducente. Usted no es un político, Vernon, y es posible que no lo comprenda. No se imagina con qué celo defienden los estados sus propios derechos. Tanto los legisladores como los ciudadanos podrían considerar un discurso mío acerca de una decisión que les compete a ellos como una ingerencia federal. Podrían molestarse por el hecho de que el presidente les dijera lo que tienen que hacer. Creo que debemos ser más sutiles.

– Bueno, entonces -dijo Tynan-, ¿qué tal si lo hiciese yo? Podría trasladarme a California y meterles el miedo en el cuerpo para que prestaran su apoyo a la enmienda.

– No. Usted está demasiado ligado a la ley. No se le consideraría ni objetivo ni razonable. Todo el mundo diría que arrima el ascua a su sardina. Cualquiera que pertenezca al FBI les resultaría sospechoso. Como ya le dije, he estado pensando en Collins. Preferiría enviar a alguien como Chris Collins. No lleva uniforme, por decirlo de alguna manera, Es más probable que un secretario de Justicia fuera considerado un elemento civil.

– Mmmm, Collins… Yo también he estado pensando… No estoy demasiado seguro de él. No sé si es lo suficientemente fuerte ni si está muy convencido…

– Exactamente. Sus debilidades podrían constituir en este caso una ventaja. Le conferirían una mayor credibilidad. En realidad, Vernon, no abrigo ninguna duda en relación con él. Está claramente de nuestra parte. Sabe lo que más le conviene. No dice todo lo que piensa, lo cual es mejor en estas circunstancias, pero ostenta la autoridad de su cargo. La semana pasada discutimos la posibilidad de enviarle a California, pero ahora creo que podría interpretar un papel de mayor importancia.

– ¿Qué ha pensado usted? ¿Enviarle en una gira pronunciando discursos por todo el estado?

– No, eso tendría apariencia de propaganda programada. -El presidente reflexionó unos instantes.- Algo que resultara menos obvio. -Wadsworth chasqueó los dedos.- Acabo de acordarme. Ayer se me ocurrió una idea. Sí, caso de que pudiera arreglarse… Le pedí a la señorita Ledger que lo comprobara. Mire, Vernon, se me ocurrió pensar que si Collins tuviera que viajar a California por algún asunto determinado, entonces todo parecería más natural. Un segundo.

Llamó a la señorita Ledger.

Casi inmediatamente se abrió la puerta del extremo más alejado del salón y apareció la secretaria.

– Señorita Ledger, ¿recuerda usted…? Ayer, cuando me marchaba, le pedí que echara un vistazo a todas las convenciones que están programadas en California… algo que tuviera lugar en el transcurso de las próximas dos semanas, algún acontecimiento en el que fuera lógico que el secretario de Justicia tomara la palabra.

– Sí -dijo ella-. Hace una hora he recibido una respuesta a mis averiguaciones. No quería molestarle.

– Bien, ¿hay alguna cosa?

– Ha tenido usted suerte, señor presidente. La Asociación Norteamericana de Abogacía celebrará su reunión anual en Los Ángeles de lunes a viernes.

El presidente se levantó satisfecho.

– Perfecto. Lo que se dice estupendo. El presidente de la Asociación Norteamericana de Abogados es un viejo amigo mío; llámele usted inmediatamente y dígale que le agradecería mucho que invitara al secretario de Justicia Collins en calidad de principal orador el último día de la convención.

La señorita Ledger adoptó una expresión preocupada.

– No será fácil, señor presidente. He sabido que ya tienen confeccionada toda la lista de oradores invitados, y el viernes por la tarde va a pronunciar un discurso el presidente del Tribunal Supremo John G. Maynard.

– ¿Y eso qué más da? -dijo el presidente-. Ahora tendrán a dos oradores invitados. El secretario de Justicia Collins puede hablar antes o después que el presidente del Tribunal Supremo. Dígale que si aceptaran la propuesta lo consideraría como un favor personal.

– Llamaré en seguida, señor presidente.

La señorita Ledger regresó a su despacho, y el presidente Wadsworth permaneció en pie.

– Bueno, eso ya está arreglado -dijo. Informaré a Collins. Le diré que pronuncie un completo discurso acerca del cambio en la forma de abordar la criminalidad. Podrá aludir a la Enmienda XXXV como la esperanza del futuro y referirse al histórico papel que interpretará California al ratificarla. Supongo que se hallarán presentes entre el público numerosos legisladores del estado. Tal vez Collins pueda organizar después una pequeña reunión informal con ellos y efectuar una sutil labor de cabildeo. Bueno, creo que eso ya está resuelto… -El presidente estaba contemplando distraídamente los memorandos que tenía esparcidos sobre el escritorio. Súbitamente, tomó un papel.- Casi lo había olvidado, Vernon. Hay otra cuestión. El programa de televisión. ¿Le he hablado de él?

– No, señor presidente.

– Hay una cadena nacional de televisión que transmite semanalmente un programa acerca de algún tema de importancia local. Una tal señorita… señorita… -Buscó en el memorando. Mónica Evans, la productora de este programa de media hora de duración, ha telefoneado a McKnight. Según parece, es una antigua amiga suya. Tienen proyectado grabar un debate en Los Angeles a finales de la próxima semana acerca de la conveniencia o no de que California ratifique la Enmienda XXXV. El programa se llama «En busca de la verdad». Invitan a dos personalidades y cada una de ellas expone una opinión distinta acerca de algún tema controvertido. ¿Lo ha visto usted?

– Me temo que sí -dijo Tynan haciendo una mueca.

– Pues bien, en este programa solicitan su presencia, Vernon. Quieren que aporte usted argumentos en favor de la Enmienda XXXV. Coincidiría con el día en que Chris pronunciaría su discurso en la Asociación Norteamericana de Abogacía. Podrían ustedes efectuar el viaje juntos. Creo que esta aparición sería importante para nosotros.

– ¿Quién representará al otro bando? -preguntó Tynan. ¿Quién será el otro invitado?

El presidente volvió a consultar el memorando.

– Tony Pierce -contestó.

Tynan dio un salto en su asiento.

– Perdóneme, señor presidente -dijo-, pero creo que sería un error que el director del FBI apareciera en el mismo programa que un antiguo agente que ha sido un traidor a la Oficina. No me parece oportuno contribuir a conferir dignidad a las opiniones de un sucio comunista como Pierce apareciendo en el mismo programa que él.

El presidente se encogió de hombros.

– Si tanto le molesta, Vernon, no insistiré. Pero creo que sería importante, extremadamente importante, que expusiéramos nuestros puntos de vista en un programa nacional de televisión como ése. Habría que presentar a alguien de nuestro equipo.

– ¿Y por qué no Collins? -sugirió Tynan-. De todos modos, va a encontrarse en Los Ángeles. Podría aparecer en el programa y pronunciar el discurso. En su calidad de secretario de Justicia, lo más probable es que los responsables del programa le acepten de buen grado.

– Buena idea -dijo el presidente complacido-. Muy buena idea. Le diré a McKnight que llame a esa señorita Evans y le confirme la presencia de Collins como sustituto. -Ladeó la cabeza con gesto pensativo.- Bueno, Collins va a tener mucho que hacer en favor de nuestra causa. Nos va a ser muy útil.

Extendió la mano y Tynan se levantó presuroso para estrechársela.

– Estoy seguro de que sí, señor presidente -dijo.

– Gracias por todo, Vernon -dijo el presidente esbozando una sonrisa-. Bueno, pues allá vamos, California. -Extendió la mano hacia el teléfono.- Y allá va usted también, secretario de Justicia Collins.


En su despacho del Departamento de Justicia, sosteniendo el teléfono entre el oído y el hombro, Chris Collins anotó los detalles más importantes de las instrucciones del presidente en la hoja de papel que tenía delante.

Aunque simulara mostrarse complacido ante las propuestas del presidente, a Collins no le gustaba lo que había escuchado. No le importaba trasladarse a California. Tendría la posibilidad de pasar una semana en casa, podría ver a su hijo mayor, conversar con los amigos y tomar un poco el sol. Lo que no le gustaba era verse obligado a defender la Enmienda XXXV en público y discutirla con alguien como Tony Pierce en un programa de televisión de alcance nacional. Había visto a menudo el programa «En busca de la verdad» y le había gustado, pero sabía que los invitados al mismo no podían andarse por las ramas ni refugiarse en las ambigüedades. Los debates, conducían con frecuencia a terribles disputas y a posiciones encontradas, razón por la cual su situación en el programa tal vez le resultara muy comprometida.

A Collins le desagradaba igualmente tener que tomar la palabra en la misma tribuna que el presidente del Tribunal Supremo Maynard, un hombre cuyas creencias liberales respetaba y cuyos veredictos en favor de los derechos civiles admiraba, y verse obligado, en presencia de Maynard, a tomar públicamente partido en favor de la Enmienda XXXV. Hasta entonces Collins había logrado no comprometerse demasiado con la política seguida por la administración. Ahora tendría que definirse, tendría que interpretar el papel de portavoz del presidente. Tener que hacerlo en presencia del presidente del Tribunal Supremo Maynard le resultaría sumamente embarazoso. Y, sin embargo, no le quedaba ninguna otra alternativa.

– Bueno, pues eso es todo, Chris -le oyó decir al presidente-. ¿Lo ha anotado con claridad?

– Creo que sí, señor presidente. El próximo viernes. Los Ángeles. A la una en punto de la tarde, «En busca de la verdad» en los estudios de la cadena. A las tres de la tarde, Asociación Norteamericana de Abogacía, hotel Century Plaza.

– Prepárese bien para los dos acontecimientos. No permita que Pierce pisotee la Enmienda XXXV. Atícele fuerte.

– Haré todo lo que pueda, señor presidente -dijo Collins tragando saliva.

– En cuanto a la Asociación Norteamericana de Abogacía, prepare un discurso sólido, Chris. Va a ser un público muy distinto al de la televisión. Va a estar lleno de profesionales. No les dé en seguida en la cabeza con la Enmienda XXXV. Guárdesela para una convincente conclusión. Deposite el destino de la nación en la sabiduría de California.

– Lo intentaré.

– Confiamos en usted. Le veré antes de que se vaya.

Tras colgar el aparato, Collins permaneció unos instantes mirando a través de la ventana con expresión sombría. Al final, apartando a un lado la hoja de papel en la que había anotado su programa, reanudó su trabajo.

Muy pronto se enfrascó en los informes legales. El teléfono sonaba constantemente pero nadie le interrumpió. Al parecer, Marion se las estaba apañando sola para hacer frente a las llamadas. La próxima vez que levantó la cabeza para desperezarse y mirar por la ventana, observó que ya había oscurecido. Consultó el reloj. Estaba a punto de finalizar la jornada laboral de todos los funcionarios del Departamento de Justicia. Si él también se marchara, sería la primera vez en muchos meses que llegaría a casa a tiempo para la cena. Decidió darle una sorpresa a Karen y regresar a casa a una hora razonable.

Se levantó, tomó la cartera de documentos y empezó a introducir en ella los papeles que le quedaban por revisar.

Sonó el teléfono, pero Collins no le hizo caso. Entonces escuchó el zumbido del dictáfono y la voz de Marion a través del mismo.

– Señor Collins, se encuentra al aparato un tal padre Dubinski. No reconozco el nombre, pero él dice que es posible que usted sí. No me ha querido dejar ningún recado. Dice que es importante que pueda hablar con usted personalmente.

Collins reconoció el apellido al momento, e inmediatamente experimentó curiosidad.

– Pásemelo, gracias. Hasta mañana, Marion.

Se sentó, descolgó el aparato y pulsó el botón de la comunicación.

– ¿Padre Dubinski? Aquí Christopher Collins.

– No sabía si accedería a hablar conmigo. -La voz del sacerdote sonaba distante.- No sabía si se acordaría. Nos conocimos la noche en que el coronel Baxter falleció en Bethesda.

– Desde luego que le recuerdo, padre. Es más, hasta había considerado la posibilidad de ponerme en contacto con usted. Quería hablar…

– Por eso precisamente le he llamado dijo el sacerdote-. Me gustaría verle. Cuanto antes mejor. A ser posible, me gustaría verle esta misma tarde. Se trata de un asunto que tal vez pueda ser de interés para usted. Pero no deseo discutirlo por teléfono. Si esta tarde no le es posible, tal vez mañana por la mañana…

A Collins se le había despertado totalmente la curiosidad.

– Puedo verle esta tarde. Dentro de una media hora.

– Me alegro -dijo el sacerdote aliviado-. ¿Le parecería excesivo que le rogara que acudiera a verme a la iglesia? Me resultaría, no sé… un poco embarazoso visitarle yo.

– Pues claro que acudiré a verle. La iglesia de la Santísima Trinidad, ¿verdad?

– Está en la calle Treinta y Seis, entre las calles N y O de Georgetown. La entrada principal se encuentra en la calle 36. Preferiría que no la utilizara. Sería mejor que habláramos en privado en la rectoría. Entrando por la calle Treinta y Cinco, gire a la izquierda a la calle O y es la primera iglesia que se encuentra a la izquierda. -Se detuvo como si deseara decir algo más. Después añadió:- Creo que se merece usted una explicación. La entrada principal está vigilada. Sería mejor para ambos que su visita no fuera observada. Lo comprenderá todo cuando hablemos. Es muy importante lo que tengo que decirle. ¿Dentro de media hora entonces?

– O antes -dijo Collins.


Camino de Georgetown, acomodado en el asiento de atrás del Cadillac oficial, Chris Collins se dedicó a hacer conjeturas acerca de la razón que pudiera tener el padre Dubinski para querer verle cuanto antes. En el transcurso de su encuentro en Bethesda, el sacerdote se había negado firmemente a revelar el contenido de la última confesión del coronel Baxter. No había razón para suponer que ahora estuviera dispuesto a hacer caso omiso de sus votos sacerdotales. Tal vez hubiera tropezado con alguna otra información que considerara su deber facilitar a Collins. ¿Pero información acerca de qué? A Collins le había preocupado su afirmación en el sentido de que la entrada principal de la iglesia de la Santísima Trinidad estaba siendo vigilada. Si no se trataba de una manía paranoica sino de un hecho cierto, ¿vigilada por quién y por qué motivo?

Todo aquello resultaba desconcertante. Collins estuvo tentado de proponerles el acertijo a los dos hombres del asiento frontal. Uno era Pagano, un ex campeón de boxeo de rostro destrozado que se había traído de California en calidad de chófer. Conocía a Pagano por haberle defendido con éxito en cierto proceso seguido contra él en Oakland, y Pagano se lo había agradecido siempre. Era un hombre de su máxima confianza. Sentado a su lado se encontraba el agente especial Hogan, su guardaespaldas del FBI, cuidadosamente elegido, que también gozaba de toda su confianza.

Pero Collins comprendió que de nada le serviría solicitar la opinión de otras personas. Un sacerdote le había llamado a propósito de un asunto de importancia. No tenía ni idea del asunto en cuestión. Por tanto, estaba claro que no había nada que discutir, como no fuera aquella inexplicable sensación de presagio que Collins experimentaba.

Collins observó que se encontraban en la calle Treinta y Cinco, cerca ya de la calle O, y se incorporó en su asiento.

– Pagano, acérquese al bordillo al llegar a la calle O. Déjeme en la esquina. No quiero que nadie vea este automóvil.

En cuanto llegaron a la esquina, Collins abrió apresuradamente la portezuela. Al descender, dijo volviendo la cabeza:

– Siga hasta cosa de una manzana más allá y estacione donde pueda. Ya le encontraré. No tengo ni idea de lo que voy a tardar. Tal vez unos quince o veinte minutos. -Cerró la portezuela y Hogan se plantó a su lado. Ambos observaron cómo el automóvil se alejaba calle arriba. Collins se quedó un instante mirando a su guardaespaldas.

– Muy bien, acompáñeme a la rectoría de la iglesia. Puede esperar fuera. Pero procure hacerlo con la máxima discreción.

Cruzaron la calle y recorrieron un trecho de la calle O. Collins señaló a la izquierda.

– Allí está. -La rectoría era un edificio de ladrillo rojo con molduras blancas.- Quédese usted aquí.

En el momento en que Collins se acercaba, una mano invisible abrió inesperadamente la puerta. Reconoció la voz.

– Pase, señor Collins.

Penetró en un diminuto vestíbulo escasamente iluminado y se encontró cara a cara con el sacerdote de cabello oscuro y piel aceitunada, enfundado en sus ropas oscuras. Tras un breve apretón de manos, el padre Dubinski indicó a Collins por señas que le siguiera.

Cruzaron una puerta y se encontraron en un pasillo. Hacia la mitad del pasillo había una puerta. El sacerdote la abrió.

– La sala más espaciosa de la rectoría -explicó-. Es a prueba de ruidos.

Una vez en la sala, Collins empezó a orientarse. Inmediatamente a su derecha había un escritorio y dos sillones. Al otro lado de la estancia, adosado a la pared de enfrente de la puerta, había un aparador sobre el cual colgaba una moderna pintura del Descendimiento.

El padre Dubinski había tomado a Collins por el codo y ahora le estaba acompañando hacia el sofá y la mesita que había a la izquierda.

– Nadie me ha visto entrar -dijo Collins-. ¿Quién está vigilando la entrada principal?

– El FBI.

– ¿El FBI? -repitió incrédulo Collins-. ¿Vigilándole a usted? ¿Por qué razón?

– Se lo explicaré -repuso el padre Dubinski-. Siéntese, por favor. ¿Le apetece un té o un café?

Collins declinó ambas cosas y se acomodó en uno de los extremos del sofá, junto a la pequeña mesa iluminada por la lámpara.

El padre Dubinski tomó asiento también en el sofá a cierta distancia de Collins.

El sacerdote no perdió el tiempo.

– Esta mañana a última hora he recibido una visita. Un tal Harry Adcock, que según su tarjeta de identificación es subdirector, o tal vez director adjunto, del FBI.

– Es el director adjunto del director Tynan, sí. ¿Qué ha venido a hacer aquí?

– Deseaba saber qué es lo que el coronel Noah Baxter me reveló en su confesión la noche en que murió. Me ha dicho que tal vez ello tuviera relación con cierta cuestión de seguridad nacional. La investigación tal vez me hubiera podido parecer bien intencionada, aunque un tanto desacertada, de no ser por una cosa. Al negarme a revelar el contenido de la confesión del coronel Baxter, el señor Adcock me ha amenazado.

– ¿Que le ha amenazado? -repitió Collins con incredulidad.

– Exactamente. Pero, antes de que prosigamos, hay una cosa que me desconcierta. ¿Cómo podía saber que el coronel Baxter había tenido tiempo de hablar… de confesarse conmigo, antes de morir? ¿Acaso se lo dijo usted?

Collins guardó silencio tratando de recordar. Entonces lo recordó con exactitud.

– En efecto, hablé de ello. Acabábamos de asistir al entierro de Baxter, Tynan, Adcock y yo, y estábamos hablando del coronel y de su muerte. Con toda inocencia, simplemente porque se trataba de algo que me había quedado grabado en la imaginación, mencioné que el coronel me había mandado llamar la noche en que murió. Dije que había manifestado el deseo de verme con urgencia pero que cuando llegué al hospital ya era demasiado tarde. El coronel había muerto. Entonces debí de referirme… sí, estoy seguro de que lo hice, hablé de mi encuentro con usted. Dije que las últimas palabras del coronel Baxter habían sido su confesión ante usted, pero que un sacerdote no podía revelar lo que se había dicho en confesión. -Collins frunció el ceño.- Se lo mencioné a Tynan y a Adcock porque pensé que tal vez ellos tuvieran alguna idea de lo que Baxter había querido decirme. Me constaba que Tynan se relacionaba bastante con Baxter. Por desgracia, no sabían nada que pudiera resultar de utilidad. -Se detuvo.- ¿Y Tynan ha enviado a Adcock aquí… a Adcock, que siempre se encarga de hacer los trabajos sucios de Tynan… para averiguar de usted el contenido de la confesión de Baxter? Y, al negarse usted a colaborar, ¿Adcock le ha amenazado? Es increíble.

– Tal vez no sea tan increíble. Sólo usted puede emitir un juicio a este respecto.

– ¿Cómo le ha amenazado?

El padre Dubinski fijó la vista en la mesita.

– La amenaza no ha sido ni implícita ni indirecta. Ha sido una amenaza abierta y clara… mejor dicho, un chantaje. Según parece, el FBI ha realizado una completa investigación acerca de mi persona… de mi pasado… Supongo que debe tratarse de un procedimiento habitual, ¿verdad?

– El procedimiento habitual que sigue el FBI cuando efectúa investigaciones acerca de alguna persona.

– ¿O tal vez cuando el FBI quiere sacarle algo a alguien, obligarle a hablar? ¿Incluso a alguien inocente de cualquier delito?

Collins se removió en su asiento.

– Eso no forma parte del procedimiento. Pero ambos sabemos que son cosas que ocurren. Se han producido abusos.

– Me imagino que esta investigación acerca de mi pasado la habrá ordenado el director Tynan. ¿Me ha dicho usted que Adcock no es más que su… su lacayo?

– Exactamente.

– Muy bien. El FBI ha desenterrado lo que llevaba mucho tiempo bajo tierra, un desafortunado incidente de mi pasado. Cuando yo era un joven sacerdote y desempeñaba mi primera misión, teniendo a mi cargo una iglesia de un barrio pobre de Trenton, Nueva Jersey, inicié un programa de control de drogas. Para impedirme que siguiera adelante con mi cruzada, unos jóvenes delincuentes introdujeron en mi rectoría una pequeña cantidad de droga y después me denunciaron ante las autoridades, con el propósito de comprometerme. Vino la policía. Localizó la droga. Les habían dicho que yo me dedicaba a vender drogas. Hubiera podido significar el final de mi carrera. Afortunadamente, se evitó el escándalo al solicitar mi obispo del jefe de policía que se me permitiera declarar en una vista privada. Sobre la base de mis declaraciones, me dejaron libre. Puesto que los culpables jamás fueron hallados, el caso descansaba únicamente en mi palabra. Pensando ahora en este incidente, comprendo que alguien podría considerar que mi culpabilidad o mi inocencia están por demostrar. Este desgraciado suceso ha llegado a conocimiento del FBI, y eso es lo que el señor Adcock me ha echado en cara esta mañana.

– No… no puedo creerlo -dijo Collins anonadado.

– Pues mejor será que lo crea. El señor Adcock me ha amenazado con divulgar esa información acerca de mi pasado caso de que siga negándome a revelar los detalles de la última confesión del coronel Baxter. Así por las buenas. Yo he llegado a la conclusión de que mis votos eran más importantes que su amenaza. De todos modos, aunque divulgaran ese hecho, mi carrera no se vería gravemente perjudicada. Me vería en ciertos apuros, pero nada más. Le he dicho a Adcock que hiciera lo que creyera más conveniente. Le he dicho que no colaboraría con él y le he echado de patitas en la calle. Después, esta tarde, me he enfurecido. Lo que más me desagrada de todo ello, ahora que me ha ocurrido a mí, son los métodos coactivos utilizados por un organismo del gobierno contra los propios ciudadanos a los que se supone que debe proteger.

– Sigue pareciéndome increíble. ¿Qué podía haber en la confesión de Baxter de tanta importancia como para que Tynan llegara a tales extremos?

– No lo sé -dijo el padre Dubinski-. He pensado que tal vez usted lo supiera. Por eso le he llamado.

– Yo no sé lo que le dijo a usted el coronel Baxter. Por consiguiente, no puedo…

– Va usted a saber parte de lo que me dijo el coronel Baxter. Porque yo se lo voy a revelar.

Collins experimentó un estremecimiento y esperó conteniendo el aliento.

El padre Dubinski siguió hablando con voz pausada.

– La visita del señor Adcock me ha enfurecido tanto que me he pasado varias horas estudiando mi situación. Sabía que no podía colaborar ni con el señor Adcock ni con el director Tynan, pero he empezado a ver la petición que usted me hizo en Bethesda bajo otra perspectiva. Es evidente que el coronel Baxter le tenía a usted confianza. Cuando se estaba muriendo, sólo a usted mandó llamar. Ello significa que estaba dispuesto a decirle algo de lo que me dijo a mí. He empezado a comprender por tanto que buena parte de lo que me dijo debía de estar destinado a usted. He comprendido con mayor claridad que mis deberes eran no sólo espirituales sino también temporales, y que tal vez yo no fuera en este caso más que el depositario de una información que el coronel Baxter deseaba transmitirle a usted. Por eso he llegado a la decisión de repetirle a usted sus últimas palabras.

– Se lo agradezco muy sinceramente, padre -dijo Collins advirtiendo que el corazón empezaba a latirle con fuerza.

– Al morir, el coronel Baxter estaba preparado para, en palabras de san Pablo, «disolverse y estar con Cristo» -dijo el padre Dubinski-. Se había reconciliado con Dios. Una vez le hube administrado los Sacramentos y hube escuchado su confesión, el coronel Baxter hizo un último esfuerzo y se refirió a una cuestión de carácter terreno. Sus últimas palabras, pronunciadas casi en el último momento… -El sacerdote rebuscó entre los pliegues de su sotana.- Las he anotado tras la partida del señor Adcock para no cometer ningún error. -Desdobló una arrugada hoja de papel.- Las últimas palabras del coronel Baxter, que estoy plenamente convencido de que estaban destinadas a usted, fueron las siguientes: «Sí, he pecado, padre… y mi mayor pecado… tengo que revelarlo… ahora ya no pueden controlarme… ahora soy libre… ya no tengo por qué sentir miedo… se refiere a la Enmienda XXXV…».

– La Enmienda XXXV -murmuró Collins.

El padre Dubinski le miró de soslayo y siguió leyendo lo que tenía anotado en la hoja del papel.

– «… se refiere a la Enmienda XXXV…» Habló unos instantes en forma inconexa y después añadió: «… el Documento R… peligro… peligroso… tiene que darse a conocer inmediatamente… el Documento R es…». Sus palabras se perdieron, y después volvió a intentar decir algo. Resultaba muy difícil entender lo que estaba diciendo, pero estoy casi seguro de que dijo: «Vi… una trampa… acuda a ver…». A continuación se escuchó un estertor de muerte, se quedó inmóvil e instantes después expiró.

Collins se quedó helado. Acababa de escuchar una voz de ultratumba.

– ¿El Documento R? -preguntó confuso y turbado-. ¿A eso fue a lo que se refirió?

– Dos veces. Es evidente que deseaba decir algo acerca del mismo. Pero no pudo.

– ¿Está seguro de que no dijo nada más?

– Ésas fueron las únicas palabras inteligibles que pronunció. Dijo otras, pero no pude entenderlas.

– Padre, ¿tiene usted alguna idea de lo que puede ser el Documento R?

– Abrigaba la esperanza de que usted lo supiera.

– Jamás había oído hablar de ello -dijo Collins. Pensó en las últimas palabras del coronel Baxter, en lo que probablemente había sido el urgente mensaje transmitido al nuevo secretario de Justicia-. Dijo que había pecado porque había intervenido en eso… que no sabemos lo que es. Le habían obligado a intervenir. Se trataba de algo relacionado con la Enmienda XXXV, algo llamado el Documento R, una trampa peligrosa que era necesario dar a conocer inmediatamente. Me mandó llamar para decírmelo.

– Su legado a los vivos, un deseo de enmendar un yerro.

– Su legado a mí, su sucesor -dijo Collins como hablando para sí mismo-. ¿Por qué no al presidente? ¿O a Tynan? ¿O incluso a su mujer? Sólo a mí. Pero, ¿por qué a mí?

– Tal vez porque confiaba en usted más que en el presidente o el director. Posiblemente porque consideró que usted le comprendería mejor que su esposa.

– Es que no lo entiendo -dijo Collins con desesperación-. El Documento R. -Se sintió como perdido, tratando de alcanzar algo sin conseguirlo.- ¿Qué podrá ser?

El padre Dubinski se levantó.

– Será mejor que lo averigüe, y que lo averigüe cuanto antes. -Le entregó a Collins la hoja de papel.- Ahora sabe usted todo lo que yo sé, todo lo que Noah Baxter deseaba decirle en su última agonía. Lo demás está en sus manos. -Contuvo el aliento.- Aquí se encierra un peligro. Rezaré por su éxito y por su seguridad. Que Dios le acompañe.