"Zapatos italianos" - читать интересную книгу автора (Mankell Henning)

2

Hoy no hay correo.

Tampoco hubo ayer. En cambio, sí que viene Jansson, el cartero del archipiélago. No tiene correo para mí. Se lo he prohibido. Hace ya doce años le advertí que no llegase hasta mi muelle cuando sólo tuviese folletos publicitarios. Me cansé de todas esas ofertas especiales de ordenadores y solomillos. Le dije que no tenía ningún interés en exponerme a la influencia de personas que sólo querían dirigir mi vida persiguiéndome con sus ofertas especiales. Intenté explicarle que la vida no consiste en precios reducidos. La vida consiste, de hecho, en algo sustancial. No sé qué es, pero uno debe creer que la vida tiene una sustancia y que el sentido oculto se encuentra en un nivel que está por encima de todos los cupones de descuento y los sorteos.

Discutimos. Pero ésa no fue la última vez. A veces me da por pensar que es esa irritación nuestra la que nos mantiene unidos. Sin embargo, después de aquella ocasión nunca más volvió a traerme publicidad. La última vez que me trajo una carta, era del ayuntamiento. Y de eso hace siete años y medio. Fue un día de otoño de marea baja y fuerte ventisca del nordeste. Me comunicaban que me habían asignado una plaza en el cementerio. Según Jansson, se la daban a todo el mundo. Era un nuevo servicio: todos los contribuyentes vivos tenían derecho a saber dónde iban a ser enterrados, por si querían visitarlo y ver a quiénes iban a tener de vecinos.

Ésa es la única carta que he recibido en los últimos doce años. A excepción de los tristes justificantes de mi pensión, la declaración y los extractos del banco. Jansson siempre se presenta sobre las dos. Sospecho que tiene que llegar hasta aquí para poder exigirle a Correos la compensación económica por el uso del barco o del hidrocóptero. He intentado sonsacárselo, pero él no me ha dicho nada. Puede que sea por mí por quien sigue trabajando. Tal vez sea para poder atracar en mi muelle tres veces durante el invierno y cinco los veranos por lo que aún no lo han retirado.

Hace quince años había unos cincuenta habitantes permanentes en estas islas. Incluso había un barco que recogía a cuatro niños y los llevaba a la escuela del pueblo. Hoy quedamos siete, uno de ellos con menos de sesenta años: Jansson. Él es el más joven y, por ello, al que más le interesa que nos mantengamos vivos y sigamos aquí, en el archipiélago. De lo contrario, se quedará sin trabajo.

A mí me trae sin cuidado. A mí no me gusta Jansson. Es uno de los pacientes más pesados que he tenido nunca. Pertenece al grupo de los hipocondríacos más difíciles de tratar. En una ocasión, hace cuatro años, le miré la garganta y le tomé la tensión cuando, de repente, me dijo que creía que tenía un tumor cerebral que le afectaba a la vista. Le respondí que no tenía tiempo de prestar atención a sus fantasías. Pero él insistió. Algo estaba ocurriendo en su cerebro. Le pregunté por qué creía tal cosa. ¿Le dolía la cabeza? ¿Sufría vértigos? ¿Otros síntomas? No se dio por vencido hasta que lo metí en el cobertizo, que estaba más oscuro, y le examiné las pupilas con una linterna antes de explicarle que todo parecía normal.

Estoy convencido de que Jansson es, en el fondo, una persona sanísima. Su padre tiene noventa y siete años y vive en una residencia, pero conserva la cabeza. Jansson y su padre llevan sin hablarse desde 1970, cuando Jansson se cansó de trabajar ayudándole en la pesca de la anguila y empezó a trabajar en una serrería de Småland. Jamás he podido explicarme por qué eligió una serrería. Claro que comprendo que no soportase más al tirano de su padre. Pero ¿una serrería? De nada sirven mis esfuerzos por comprenderlo, puesto que carezco casi por completo de información. Pero, desde aquella ocasión, en 1970, no se hablan. Jansson no volvió de Småland hasta que su padre tuvo que mudarse a la residencia a causa de su avanzada edad. Y no se hablan.

Jansson tiene una hermana mayor llamada Linnea, que vive en tierra firme. Estuvo casada y regentaba una cafetería que abría los veranos. Pero después murió su marido, se cayó por la pendiente que lleva hasta el supermercado Konsum; entonces cerró la cafetería y se dedicó a la religión. Ella hace de mensajera entre padre e hijo.

Me pregunto qué pueden tener que decirse. ¿Acaso la hermana se dedica a transmitir el gran silencio que los separa a ambos, año tras año?

La madre de Jansson lleva ya muchos años muerta. Yo sólo la vi una vez. Y entonces ya estaba entrando en el horrible mundo de tinieblas de la senilidad y creyó que yo era su padre, que había fallecido en los años veinte. Fue una experiencia conmovedora.

De haber ocurrido hoy, mi reacción no habría sido tan desmesurada. Pero entonces yo era diferente.

En realidad, no sé nada en absoluto sobre Jansson, salvo que su nombre de pila es Ture y que es empleado de Correos. Ni yo lo conozco a él ni él me conoce a mí. Pero, cuando aparece rodeando el cabo, suelo esperarlo en el muelle. Me quedo allí, preguntándome por qué aun a sabiendas de que no obtendré respuesta.

Es como esperar a Dios o a Godot, sólo que yo espero a Jansson.

Me siento ante la mesa de la cocina y abro el diario que llevo escribiendo hace años, desde que vivo aquí. No tengo nada que contar ni a nadie que, un día, pudiera estar interesado en lo que escriba. Y, aun así, escribo. Todos los días del año, unos renglones cada día. Sobre el tiempo, la cantidad de pájaros que veo en los árboles por mi ventana, mi salud. Sólo eso. Si lo deseo, puedo abrirlo por cualquier fecha de hace diez años y constatar que había en el muelle un herrerillo común o una urraca de mar cuando bajé a esperar a Jansson.

Lo que escribo es la crónica de una vida que ha perdido el hilo.


Ya había pasado la mañana.

Había llegado la hora de ponerse el gorro, salir a enfrentarse con el amargo frío y ponerse a esperar en el muelle la llegada de Jansson. En este tiempo, debe de pasar un frío terrible en el hidrocóptero. A veces creo percibir un leve aroma a alcohol cuando atraca en el muelle. Y lo comprendo.

Cuando me levanté de la silla de la cocina, los animales se despertaron. El gato fue el primero en acercarse a la puerta; el perro es mucho más lento. Les abrí para que salieran y me puse el apolillado chaquetón de piel que un día perteneció a mi abuelo materno, me abrigué con la bufanda y me encajé bien el grueso gorro militar de la segunda guerra mundial. Después bajé al muelle. El frío cortaba la respiración. Me detuve a escuchar. Aún no se oía ningún ruido. Ni pájaros, ni siquiera el hidrocóptero de Jansson.

Podía imaginármelo perfectamente. Era como si condujese un viejo tranvía de esos cuyos conductores iban al descubierto. Su ropa de invierno era prácticamente indescriptible. Abrigos, capotes, trozos de algún tipo de piel, incluso en días tan frescos como hoy llegaba a ponerse encima un viejo albornoz. Antes solía preguntarle por qué no se compraba uno de esos acolchados monos modernos que he visto en las tiendas de tierra firme. Pero él me decía que no le inspiraban ninguna confianza. Aunque, naturalmente, lo decía sólo porque es un tacaño. En la cabeza suele llevar un gorro de piel como el mío. Se cubre el rostro con un pasamontañas y un par de viejas gafas de motorista.

Le pregunté si el Servicio de Correos no tenía el deber de proporcionarle ropa adecuada. Pero me respondió con un murmullo indescifrable. Jansson quiere que su relación con Correos se reduzca al mínimo posible, pese a que le da trabajo.

Una gaviota yacía congelada sobre el hielo, junto al muelle. Tenía las alas cerradas y las patas rígidas y tiesas. Sus ojos parecían dos cristales relucientes. La dejé en la playa, sobre una piedra. Al mismo tiempo, oí el ruido del motor del hidrocóptero. No tenía que mirar el reloj para saber que llegaba puntual. Jansson venía de Vesselsö. Allí vive una vieja que se llama Asta Carolina Åkerblom. Tiene ochenta y ocho años y sufre intensísimos dolores en los brazos, pero se niega a abandonar el tipo de vida que lleva en la isla donde nació. Jansson me ha contado que no ve muy bien, pero que sigue tejiendo jerséis y calcetines para sus numerosos nietos, que viven repartidos por todo el país. Le pregunté cómo quedaban los jerséis. ¿Será posible tejer y seguir un modelo cuando se es medio ciego?

El hidrocóptero se acercó bordeando el cabo que da a Lindsholmen. Es un curioso espectáculo donde la nave, como un insecto gigantesco, se deja ver de repente con la figura de un hombre envuelto en mil capas de abrigo tras el volante. Jansson apagó el motor, la gran hélice dejó de hacer ruido por fin y el hombre bajó al muelle y se quitó las gafas y el pasamontañas. Tenía el rostro enrojecido y sudoroso.

– Me duelen las muelas -explicó tan pronto como, con algo de esfuerzo, puso el pie en el muelle.

– ¿Y qué quieres que haga yo?

– Tú eres médico.

– Pero no dentista.

– Me duele aquí abajo, en el lado izquierdo.

Jansson abrió la boca de par en par, como si, de repente, hubiese divisado una aparición horrenda detrás de mí. Mis dientes están en un estado bastante aceptable. Me basta con visitar al dentista una vez al año.

– Pues yo no puedo hacer nada. Tendrás que ir al dentista.

– Bueno, podrías mirar, por lo menos.

Jansson no se rendía. Entré en el cobertizo y busqué hasta encontrar una linterna y un depresor.

– ¡A ver, abre la boca!

– Ya la tengo abierta.

– Más.

– No puedo.

– Entonces no puedo ver nada. Vuelve la cara hacia mí.

Enfoqué la linterna en la boca de Jansson y aparté la lengua con el depresor. Tenía los dientes amarillos y llenos de sarro. Se veían muchos empastes, pero las encías parecían sanas y no descubrí ninguna caries.

– No veo nada.

– Pues a mí me duele.

– Tendrás que ir al dentista. ¡Tómate un analgésico!

– Se me han terminado.

Saqué del maletín una caja de analgésicos que él se guardó en el bolsillo. Como de costumbre, no hizo ni amago de preguntar cuánto era. Ni la consulta ni las pastillas. Jansson es un hombre que da por supuesta mi amable generosidad. Lo más probable es que ésa sea la razón por la que me disgusta. Es muy duro tener por mejor amigo a una persona que no te gusta.

– Hoy tengo un paquete para ti. Es un regalo de Correos.

– ¿Desde cuándo hace regalos Correos?

– Es un regalo de Navidad. Todo el mundo recibe su regalo de Correos.

– ¿Y eso por qué?

– No lo sé.

– Pues yo no quiero nada.

Jansson rebuscó en sus sacos y me dio un pequeño paquete. En el envoltorio había una nota: el director general de Correos me deseaba feliz Navidad.

– No cuesta nada. Si no lo quieres, tíralo.

– No querrás que me crea que Correos da algo gratis.

– No quiero que te creas nada. Te digo que todo el mundo recibe el mismo paquete. Y no cuesta nada.

La obstinación de Jansson podía llegar a resultarme agotadora. No tuve fuerzas para seguir discutiendo con aquel frío. Y abrí el paquete. Contenía dos adhesivos reflectantes y un mensaje: «Sea cauto con el tráfico. Saludos de Correos».

– ¿Y para qué quiero yo los reflectantes? Aquí no hay coches y yo soy el único peatón.

– Quizás un día te canses de vivir aquí. Entonces, pueden serte útiles. ¿Me das un poco de agua? Tengo que tomarme una pastilla.

Yo jamás le he permitido a Jansson que entre en mi casa. Y no tenía intención de hacerlo ahora tampoco.

– Tendrás que derretir un poco de nieve en una jarra junto al motor.

Entré en el cobertizo y busqué la vieja jarra de un termo y coloqué dentro una bola de nieve bien apretada. Jansson puso dentro una de las pastillas efervescentes. Aguardamos en silencio mientras la nieve se derretía junto al motor ardiendo. Después, Jansson apuró el contenido de la jarra.

– Volveré el viernes. No hay correo los días de Navidad.

– Lo sé.

– ¿Cómo piensas celebrar la Navidad?

– No pienso celebrar la Navidad.

Jansson señaló hacia arriba con la mano, en dirección a mi casa, de color rojo. Era tan aparatoso su atuendo que temí que se cayese hacia atrás como un caballero provisto de una armadura demasiado pesada que fuese abatido.

– Deberías decorar tu casa con unos hilos de luces. Eso anima mucho.

– No, gracias. La prefiero a oscuras.

– ¿Por qué no quieres crearte un ambiente algo agradable?

– Esto es, exactamente, lo que quiero.

Me di la vuelta y comencé a caminar hacia la casa. Arrojé los dos reflectantes en la nieve. Cuando llegué a la leñera, oí el rugido del motor del hidrocóptero al arrancar. Sonó como un animal a punto de morir. El perro me esperaba sentado en la escalera. Tiene suerte de estar sordo. El gato merodeaba por el manzano mientras observaba los ampelis que revoloteaban alrededor de una corteza de tocino.


En ocasiones, echo de menos tener a alguien con quien hablar. Mis conversaciones con Jansson no pueden calificarse de tales. Es simple charla. Charla en el muelle. Él me trae chismorreos sobre cosas que a mí no me interesan. Me pide que diagnostique sus enfermedades imaginarias. Mi muelle y mi cobertizo se han convertido en una especie de clínica privada con un único paciente. En el transcurso de los años he ido incorporando tensiómetros y otros instrumentos médicos y he ido retirando los viejos rollos de hilo de pescar que hay en el cobertizo. El estetoscopio está colgado de un perchero de madera, junto con un reclamo para la caza que mi abuelo fabricó hace muchos años. Guardo en un cajón los medicamentos que Jansson puede necesitar. El banco que hay en el muelle, en el que mi abuelo solía sentarse a fumar su pipa después de haber limpiado las artes para la pesca de la platija, lo utilizo yo ahora como camilla de exploraciones cuando Jansson debe tumbarse para que lo reconozca. En medio de una tormenta de nieve tuve que palparle el vientre en una ocasión, cuando creía que sufría cáncer de estómago, y allí mismo le examiné las piernas el día que se presentó convencido de que padecía algún tipo de enfermedad muscular degenerativa. A menudo se me ocurre que mis manos, que en otro tiempo utilizaba en complejas intervenciones quirúrgicas, sólo actúan ahora en torpes reconocimientos externos del cuerpo de Jansson, envidiablemente sano.

Pero ¿conversaciones? No, no puede decirse que nosotros nos comuniquemos conversando.

En ocasiones he estado tentado de preguntarle a Jansson qué opinaba sobre la vida y el abismo que nos aguarda. Pero no me comprendería. Su vida sólo consiste en cartas, sellos, cartas certificadas y giros, abonos y cobros y una cantidad ingente de publicidad. Además, tiene problemas tanto con su barco como con el hidrocóptero. Cuando el mar no está congelado, utiliza un barco de pescadores restaurado que compró en Västervik. Tiene un motor Säffle viejísimo, que en el mejor de los casos es capaz de alcanzar los ocho nudos. El hidrocóptero lo compró en Noruega y me ha confesado que lo engañaron como a un bobo. Con todos esos problemas, no creo que Jansson tenga una opinión sobre el abismo.

Todos los días doy una vuelta para inspeccionar mi barco, que tengo en tierra. Hace ya tres años que lo saqué del agua para arreglarlo, pero nunca lo termino. Es un viejo y hermoso barco de madera ya destrozado por el clima y la falta de cuidados. No debería ser así. Esta primavera me pondré en serio manos a la obra.

Me pregunto si lo haré.

Entré y seguí con mi rompecabezas. El motivo que representa es uno de los cuadros de Rembrandt, Ronda de noche. Lo gané hace muchos años en una rifa que organizaron en el hospital de Luleå, donde me acababan de contratar como cirujano, un cirujano que ocultaba su inseguridad con una gran dosis de satisfacción consigo mismo. Puesto que el dibujo es oscuro, el rompecabezas resulta muy difícil. En esta ocasión sólo logré encajar una pieza. Preparé la cena y escuché la radio mientras comía. El termómetro indicaba veintiún grados bajo cero. El cielo estaba sembrado de estrellas y, antes del alba, la temperatura descendería más aún. Todo parecía apuntar a que tendríamos un nuevo récord de frío. ¿Había hecho tanto frío antes? ¿Tal vez durante alguno de los inviernos de la guerra? Decidí preguntarle a Jansson, que suele saber esas cosas.

Algo me inquietaba.

Intenté tumbarme en la cama y ponerme a leer. Un libro sobre la introducción de la patata en nuestro país. Lo había leído ya varias veces, probablemente porque no plantea ningún riesgo. Podía pasar la página sin exponerme a nada desagradable e inesperado. Hacia medianoche, apagué la luz. Mis dos animales ya se habían dormido. Las vigas de las paredes crujían como quejándose.

Intenté tomar una decisión. ¿Debía seguir vigilando mi fortaleza? ¿O debía admitir mi derrota y hacer algo con lo que pensaba que me quedaba de vida?

No tomé ninguna decisión. Me quedé tumbado mirando la oscuridad pensando que mi vida seguiría como hasta ese momento. No acontecería nada decisivo.


Era el solsticio de invierno. La noche más larga del año, el día más corto. Después caería en la cuenta de que aquello había tenido un significado del que no fui consciente.

Fue un día como los demás. Un día en que hacía mucho frío y en que una gaviota muerta y un par de reflectantes de Correos yacían en la nieve junto a mi muelle helado.